Iniciado por
Aquilífero
Espero que no hayas leído estas historias sobre la Guerra de la Independenica, a ver si te gustan, Maza.
Durante la Guerra de Independencia las tropas francesas, muy “victoriosas de mil batallas” hubieron de aprender una dura lección en España. Por primera vez tuvieron que entender, que pese a no tener estructura militar que fuese capaz de enfrentarse a la potente Grand Armè, en España cada hombre era un ejército por sí mismo. Vencido en mil combates, si no era hecho prisionero, huía del francés, se emboscaba en los montes, y solo o en partidas empezaba su “guerra contra el invasor”.
El barón Marbot lo definía así:
“Los españoles tienen un mérito inmenso; por más que fuesen derrotados, nunca perdían los ánimos. Huían, iban a reunirse más lejos y volvían ataque algunos días más tarde, siempre animados de nueva confianza, que, desvanecida cien veces, no era destruida jamás”.
Ese era el espíritu que animaba a nuestros antepasados, hoy tristemente abotargado por influencias extranjerizantes y malos gobernantes.
El coronel Lejeune, ayudante de campo del mariscal Berthier, hico una descripción muy acertada del hombre guerrillero. Venía a decir más o menos que:
“Su pelo quedaba recogido a lo largo de la nuca. Todos ellos, jefes y simples números portaban pañuelo coloreado, anudado a la cabeza, que caía por la espalda con aire negligé. Encima del pañuelo, llevaban un sombrero redondo de fieltro en el que se destacaba una corona, variando su color entre el negro, marrón rojizo y el gris, según el estado de su uso, y decorado con unas cuantas plumas de ave y una vuelta de cordón rojo. El pecho y uno de los hombros, atezado o rojizo por la exposición constante a la intemperie, iban al descubierto. Algunos de los guerrilleros usaban chaquetillas oscuras, negras o azules; pero todos llevaban anchas fajas de seda o lana, con espacio para varias decenas de cartuchos, como alguna ocasión tuve de comprobar. Los calzones cortos, de terciopelo negro o de cuero, quedaban libres por la rodilla, y las pantorrillas, protegidas por polainas de cuero que iban por encima de las sandalias españolas o grueso calzado, con contrafuerte, para los tobillos. Los guerrilleros gritaban todo lo que su voz daba de sí, enseñando sus dientes blancos y puntiagudos, que se parecían a los de los lobos hambrientos”.
Vamos, una impresión aterradora para los disciplinados ejércitos, que acostumbraban a luchar por dinero, que no por intereses más nobles como era el caso de los españoles. No era el caso de todos, eso es cierto, pero algunos ejemplos han quedado escritos de lo que significaba ser guerrillero en esa época. Así se defeinía uno de esos hombres de tantos, que llevados por la desesperación y por la tragedia decidieron tomar las armas hasta sus últimas consecuencias.
“No tengo casa, no tengo ligámenes. No me queda más que mi país y mi espada. Mi padre fue raptado y fusilado en la plaza de mi pueblo: nuestra casa fue quemada. Mi madre murió de pena; mi mujer, violada por el enemigo, pudo encontrarme (yo era voluntario de Palafox) y murió en mis brazos en el hospital de Zaragoza. Yo no sirvo a ningún jefe en particular. Soy demasiado miserable para aguantar cualquier disciplina. Yo voy hacia donde oigo hablar que hay acción: si soy pobre, a pie; si el azar o el saqueo me han hecho rico, a caballo: yo soy para el jefe, el hombre más valeroso. Pero he jurado no plantar una viña, ni arar un campo, hasta que el enemigo sea arrojado de España”.
Esos eran otros tiempos. Hoy, no creo encontrar en el españolito medio, ni la mitad de hombría ni valor que tenían aquellos nuestros antepasados. ¡Qué vergüenza no poder corresponder a tanta gloria!
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