V – ESPAÑA ÁRABE; AL-ANDALUS.
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El reino visigodo había llegado ya a la fase de decadencia que sigue a todos los esplendores.
El pueblo, racialmente apartado de la minoría dirigente; la nobleza, ambiciosa, corrompida y sin sentido nacional; la realeza en precario y a merced de todos los vientos; el ejército, sin un hombre al frente capaz de encauzarlo e inflamarlo; el clero, el gran clero de la época isidoriana, había desaparecido, inclinándose a una u otra facción política, olvidando la gran misión que le incumbía. Este es el cuadro de la España del año 700.
Por el portillo de la traición saltó el moro de Ceuta a Gibraltar, para llevar desde el Estrecho hasta el Tajo, desde Tarifa y Málaga hasta las peñas de Montserrat y Covadonga un aliento nuevo sobre las viejas tierras ibéricas.
Triste era, pues, el estado de la Península al mediar el siglo VIII. En las más ricas y fértiles comarcas imperaban extraños invasores, diversos en raza, lengua y rito, y no inclinados a la tolerancia, aunque tolerantes en un principio por la manera como se hizo la conquista. Había dado sus naturales frutos la venganza de los magnates visigodos, que quizá no pensaron llegar tan lejos. Coronada con rápido y maravilloso triunfo la extraña intentona de Tarik y de Muza, merced a los elementos hostiles que en España hervían; abiertas ciudades y fortalezas por la alevosía o pactos; rendida en Orihuela la débil resistencia de Teudemiro, único godo que entre la universal ruina levantaba la frente; custodiadas por guarniciones árabes Sevilla y Córdoba, Toledo y Pax Julia (Beja-Portugal), hubieron de pensar los califas de Damasco en la importancia de tan lejana conquista y en la necesidad de conservarla.
Creado, pues, el Emirato, comenzó a pesar sobre el pueblo cristiano de la Península una dominación, tiránica de hecho, aunque bastante ordenada en la forma.
La entrada de los pueblos árabes por la puerta europea de España viene a representar una vindicta contra lo mejor. Mientras había persistido el poderío romano, estos pueblos del África estuvieron domeñados y sujetos por las recias posiciones militares que, para cubrirse, Roma había establecido en todo el Norte africano.
Mas apenas caído el Imperio y por imitación de las inmigraciones de los bárbaros nórdicos que invadieron a Occidente, fermentaron en estos pueblos insumisos grandes ambiciones, quizá estimuladas y despiertas por los vándalos arrojados de España. Quisieron tomar parte en el espléndido botín de la civilización latina, tan admirada desde lejos, y se prepararon a aprovechar la menor ocasión para conseguirlo.
Tales ambiciones, que, a lo largo de los siglos, fueron el sueño de estos pueblos y el aglutinante que fundió a sus elementos heterogéneos, incapaces de unidad, lograron ser cristalizadas por Mahoma, que en el siglo VII de nuestra Era consiguió darles una disciplina consistente. Conocedor éste de las cualidades subjetivas de su raza, a base de primitivismo y dispuestas a admitir lo sobrenatural, en vez de fijarles leyes simplemente humanas, dictóles una ley religiosa –el Korán-, a la que revistió de caracteres, como divinos, terminantes, reuniendo los preceptos que –gran penetrador del alma musulmana- entendió necesarios e indispensables para regularizar, sujetar y concretar en una sola creencia y en un solo ideal las energías dispersas de esos pueblos.
En el Korán asoman ciertos impulsos que llamaríamos nacionales o imperialistas, los cuales, bajo su imperativo aspecto religioso, fomentaron el mesianismo oriental, haciéndoles forjar unos sueños de dominación sobre los restantes países.
Las gentes que llegan a la Península en el 711 son pueblos conocedores de la ingente civilización occidental, a la que contemplaban y adivinaban dese lejos, llamados a la ambición por el ejemplo de los vándalos y otros pueblos del Norte; eran pueblos que ansiaban poseer y saquear lo que ante sus deslumbrados ojos aparecía como muy superior.
Ganada la batalla por Tarik, vencedor en Écija, sube a Toledo, y sus huestes y las de Muza ocupan Córdoba, Archidona, Elvira, Niebla, Carmona, Sevilla, Medina Sidonia, Osuna y Mérida. Ambos generales disputarán sobre los resultados de la conquista, preludiando las futuras anarquías de la España árabe, al mismo tiempo que los últimos restos del ejército godo, refugiados en Auriola (Orihuela), son aventados en Lorca. Tarik, depuesto primero, preso después por Muza, y luego rehabilitado por orden del califa, pudo cooperar con el emir en la obra de la ocupación total de España, dirigiéndose hacia el Este con un ejército, mientras Muza seguía hacia el Norte. Tomada Zaragoza y sometida Galicia, la ocupación estaba consumada y terminado el primer acto de la tragedia.
Los nuevos invasores, que habían demostrado plenamente su capacidad de someter y dominar a España con la violencia y astucia de los orientales, pronto fueron víctimas de graves desórdenes intestinos a los diez años de su desembarco. Los “walíes” o gobernadores de las provincias, los “alkaides” contribuían al desorden prevaricando y resistiéndose a la autoridad central. Grandes eran las rivalidades entre bereberes y árabes. Éstos distribuyeron el Sur peninsular y desterraron a los compañeros de Tarik a los eriales del centro peninsular y a las agrestes montañas del Norte y Noroeste, confiándoles la penosa tarea de defender la frontera contra los cristianos. Tales fueron las causas de las insurrecciones sucesivas.
En tal momento, dos circunstancias impiden la disolución rápida del dominio musulmán. “La dinastía omiada fue expulsada del califato por los abasidas, en el 730, y el primer Abderramán, en protesta contra la usurpación, logra crear en España un califato independiente, unificando el poder musulman y sometiendo, si bien momentáneamente, a las diversas razas acampadas bajo el estandarte del Profeta: a los árabes del Yemen, a los modharitas, egipcios, sirios y bereberes. la unificación del poder que los omiadas llevaron a cabo en España, se sustentó sobre la ortodoxia, más viva en Occidente que en Oriente”.
Desde el siglo IX, el islamismo, sintiéndose consolidado, seguía puntualmente el precepto del califa Omar: “Nos toca devorar a los cristianos y nuestros descendientes a los de éstos, y así mientras subsista el Cristianismo”.
El escepticismo árabe de los primeros gobernadores había puesto en manos del Estado armas que se convirtieron en instrumentos de persecución cuando así lo acordaba el espíritu religioso movido por el celo intolerante de los africanos. “La historia del duelo interminable de ambas razas islamitas empieza de nuevo ahora, salpicada de sangre de los soldados africanos, descuartizados a las puertas de Córdoba en el momento de la reacción triunfante del partido árabe contra los soldados de El-Mansur (año 1013).”
De ahora en adelante se precipita la caída. Córdoba presencia las orgías de sangre y disolución comunes a los imperios de estos pueblos orientales, incapaces de hallar otra base para su autoridad política que la fuerza. El poder supremo pasa de unas manos a otras merced a revoluciones y guerras civiles, a intrigas y asesinatos; y al vaivén de estas fluctuaciones va perdiendo gradualmente su única base y fundamento, la fuerza.
De este modo, la desmembración de la España musulmana, que estuvo a punto de consumarse en los primeros años de la conquista, el odio mutuo de las diversas razas invasoras vino a ser un hecho natural e inevitable. España ofrece el aspecto de un haz de pueblos que son otros tantos ejércitos en campaña; las fronteras cambian constantemente, según la suerte favorece las armas de unos u otros jefes militares.
Los odios partidistas se anteponían en los musulmanes al sentimiento nacional. La consecuencia de todo el desorden era la progresiva retirada de los sarracenos y el constante avance de las fronteras de los reinos cristianos.
Al contemplar la ruina progresiva de su imperio y el retroceso de sus fronteras, se despertaba también en el espíritu sarraceno una solidaridad religiosa común.
El espíritu religioso de la plebe mora condenaba únicamente la anarquía política y la impiedad de los centros aristocráticos de los diversos Estados musulmanes. Y el castigo vino con la llegada de los almorávides y Yusuf a la cabeza, que imperó sobre toda la España musulmana.
Pero con el mando se entibió la fe y bajo el influjo seductor de España modificóse la rigidez almorávide.
La Andalucía que fue para los árabes otro Yemen lozano y encantador, arabizó al berberisco y trocó al fanático puro y seco en hombre docto y escéptico, aficionado a especulaciones metafísicas, bella especie de poesía. “El genio africano de las dos poblaciones de ambas márgenes del Estrecho reaccionaba contra la acción del clima y la tradición de la cultura árabe.”
Una nueva revolución religiosa destronó en Marruecos (año 1146) a los almorávides y vino luego a reemplazarlos en el imperio de España con los almohades.
A mediados del siglo XII, Al-Andalus, convertida en una provincia de África, reconoció a la nueva dinastía almohade.
Otra dinastía, la de los merinitas, vino a mitad del siglo XIII a sustituir a la anterior; pero ya entonces puede decirse que la historia del dominio sarraceno en la Península Ibérica toca a su término a partir de la victoria de los almorávides, que hizo a la España islámica vasalla del emir de Fez. Los emiratos de Lusitania, del Algarbe y de Andalucía habían caído, sucesivamente, en manos de los reyes cristianos; y en el siglo XIII, el reino de Granada, que tendrá aún más de dos siglos de existencia histórica, será apenas una reliquia de la antigua España musulmana.
“La espada vencedora había destruido de un solo golpe el reino de los visigodos; las tribus nómadas de los bereberes impidieron la consolidación del califato árabe; finalmente, el dominio completo de los africanos vino a consumar la obra de disolución de la España antigua, del mismo modo que los bárbaros de la segunda irrupción acabaron antaño de destruir el organismo de las Galias y de la Italia romanas.” (Oliveira Martins)
Este pueblo hispano-árabe, que así comienza y fenece, alcanza su influjo cultural desde el siglo IX al XII y es el depositario de la cultura helénica. “El movimiento intelectual de los árabes es casi superior al de las demás naciones cristianas, que reciben de manos de éstos la tradición de las ciencias griegas”.
Los árabes eran entonces los maestros, los médicos y los augures de los príncipes cristianos. Los nombres de Mesua y de Geber, de Maimónides, Avicena, Averroes y más, quedaron incorporados a los elementos de la ciencia de la Edad Media. En las grandes bibliotecas árabes, en las que se hallaban las obras de Platón y de Euclides, de Apolonio, de Ptolomeo, y sobre todo de Aristóteles –el más leído y ensalzado de todos-, la literatura, la retórica y los comentarios del Korán ocupaban la mayor parte de las estanterías.
El cultismo de estas razas, más artistas que pensadoras, más curiosas que investigadoras, literatas y refinadas, para las cuales la imaginación lo es casi todo y apenas elemental el ejercicio de la razón, dales cierta fisonomía femenina e infantil y las impele a preferir, sobre todo, las bellas formas, el estilo elegante, la sutileza, el concepto y todas las extravagancias de la imaginación.
Toda esta cultura, al crearla dentro de los confines del suelo español, adquiere ese tinte especial que hace que sus cultivadores sean tan españoles como los propiamente originarios de los reinos cristianos. Menéndez Pidal, en su opúsculo ‘Adefonsus Imperator’, refiriéndose a ellos y a su posición con respecto a Alfonso VI, escribe que “aquellos moros, en su mayor parte de raza tan española como los cristianos del Norte, habían desarrollado brillantemente... una cultura musulmana propia, de que España puede estar bien orgullosa... Se sentían... demasiado hermanos de los cristianos del Norte para rechazar la sumisión de Alfonso”.
Y como ejemplo, valga el hecho que sirvió de origen a la maravilla literaria de Al-Saqundi ( -1231): la “Risala”, o “Elogio del islam español”.
Relata el historiador granadino Ibn Said al –Magribi ( -1285) en la enciclopedia arábigo-española de al-Maqqari, que su padre le contó una vez lo que sigue: “Estando un día en el salón del gobernador de Ceuta surgió entre Abu-Walid al-Saqundi y Abu Yahya ibn al Mu’allim (el de Tánger) una controversia en que cada cual defendía la superioridad de su país sobre el del contrario. Al-Saqundi decía: ‘Si no existiera el Al-Andalus, no se hablaría siquiera de Berbería ni se le reconocería mérito alguno’.
Abu Yahya le interrumpió diciendo: ‘¡Quieres dar a entender que las gentes de nuestra tierra son bereberes y las de las vuestras, árabes?’
Y la discusión sobre cuál de las dos valía más quedó zanjada por el emir del modo siguiente: ‘Mi opinión es que cada uno de vosotros componga un tratado (risala) sobre la superioridad de su país... y de ello saldrá algo digno de eternizarse’.”
Y así lo hicieron, y de esa disputa salía una de las obras maestras se la literatura arábiga, donde se alaba a la España musulmana con la más sentida verdad poética: la ‘Risala’ de Muhammad al-Saqundi, “donde se plantea íntegramente y en abstracto el problema del valor del Islam español y de su esfuerzo cultural, exaltándolos en bloque, como el técnico militar que amuralla por completo su ciudad sin saber por qué punto ha de atacarla el enemigo”.
Toda ella está impregnada del orgullo y la soberbia española, tratando al contrario con supremo desdén.
Escribía el arabista E. García Gómez: “Españoles son, pues, el orgullo de al-Saqundi y su altiva ironía; española es también su actitud reivindicadora. Triste destino de España ha sido siempre tener que doblar el esfuerzo, primero para crear las glorias, y después para defenderlas. Aquí alza su voz al-Saqundi contra los africanos del Sur, y en homenaje a la pura esencia del Islam español, como más tarde harán Cervantes, Quevedo y otros ingenios (defendiendo la honra española); Al-Saqundi viene a ser una especie de Forner del siglo XIII”.
A pesar del desdén y repugnancia de las relaciones de vencedores y vencidos, existió una virtud poco española, aun cuando de ella existan muestras señeras: la tolerancia.
Los musulmanes vencedores respetaron las instituciones de los cristianos vencidos, y aun éstos (mozárabes) conservaron bajo el dominio sarraceno sus jerarquías civiles y eclesiásticas. Continuaron existiendo, como antes de la invasión, diócesis, parroquias y monasterios. En los municipios, las autoridades godas conservaron sus cargos y viose en los palacios de los califas a nobles godos ocupar altos puestos.
La invasión árabe no determinó, en sus inicios, una alteración del régimen religioso y civil de las poblaciones hispano-romanas: tenían plena libertad para regirse por leyes civiles, conservando, además de las jerarquías eclesiásticas, las distinciones nobiliarias.
Esta clase de ocupación, si, por una parte, no podía originar la unidad social, por otra dará un resultado hasta cierto punto nuevo: el de asimilación de las costumbres de la nación musulmana vencedora por los cristianos vencidos, hecho que origina la existencia de las poblaciones mozárabes, cuya importancia es decisiva para la verdadera comprensión de la historia social de la España moderna.
Las alabanzas de los historiadores árabes al tratar de la invasión: la exposición de los esplendores y riquezas que albergaban aquellas ciudades visigodas: la opulencia de Sevilla, “la más grande, importante y rica en monumentos artísticos”, según frase de ellos, y las depredaciones a que se entregarán -haciendo despertar a los hispanos de su anterior pasividad-, son muestras más que suficientes de la superioridad de nuestra cultura y de nuestro suelo.
Siglos más tarde, mezclados ya con los hispanos, los árabes poseerán unas dotes intelectuales de sutil y refinada sensibilidad, a las que se deberá el gran influjo psicológico que les atribuye Ganivet.
Escribe Menéndez y Pelayo:
“Lo que con el nombre de civilización árabe se designa, lejos de ser emanación espontánea ni labor propia del genio semítico, le es de todo punto extraña y aun contradictoria con él; como lo prueba el hecho de no haber florecido jamás ningún género de filosofía ni de ciencia entre los árabes ni entre los africanos y sí sólo en pueblos islamizados, pero en los cuales predominaba el elemento indoeuropeo, y persistían restos de una cultura anterior de origen clásico, como en Persis y en España, donde la gran masa de renegados superaba en muchos al elemento árabe puro, al sirio y al bereber.
Y todavía pudiera excluirse de nuestra historia científica este capítulo de los árabes si nuestros padres de la Edad Media, por fanatismo o mal entendido celo, hubiesen evitado toda comunicación de ideas con ellos, rechazando y anatematizando su ciencia, pero vemos que precisamente sucedió todo lo contrario, y que inmediatamente después de la conquista de Toledo, la cultura científica de los árabes conquistó por completo a los cristianos; se prolongó en sus escuelas gracias al emperador Alfonso VII, al arzobispo Don Raimundo y al Rey Sabio, y por nosotros fue transmitida y comunicada al resto de Europa, y sin nuestra ilustrada tolerancia hubiera sido perdida para el mundo occidental, puesto que en el oriental había sonado ya la hora de su decadencia, de la cual nunca el espíritu de los pueblos musulmanes ha vuelto a levantarse.
La historia del primer renacimiento científico de los tiempos medios sería inexplicable sin la acción de la España cristiana, y especialmente del glorioso colegio de Toledo, y esta ciencia hispano-cristiana es inexplicable a su vez sin el previo conocimiento de la ciencia arábigo-hispana, de la cual fueron intérpretes los mozárabes, los mudéjares y los judíos. Es imposible mutilar parte alguna de este conjunto sin que se venga abajo el edificio de la historia científica de la Edad Media en España y fuera de España”.
Nacieron entre ellos genios y mentalidades excelsas, y nos legaron los hispano-árabes las maravillas de su arte monumental. La espléndida civilización oriental, desarrollada en nuestro suelo, fue producto exclusivo del mismo, que, como ya había hecho con los godos, los captó, afinó y, finalmente, dio luces a su natural inteligencia. El arte musulmán de Córdoba, de Granada... fue debido a una cultura hispana que, desde la clásica antigüedad había florecido, especialmente en el sur peninsular, con vivos resplandores.
Cuando, siglos después, el mundo Occidental despierta y Europa renace, el Islam se recoge a soñar en su cueva mágica. Retirándose de la Historia vuelve al desierto, a su nada originaria.
Los árabes no conocieron el Renacimiento; Europa no lo hubiese tenido sin ellos. Quizá su misión consistió en eso; y así, una vez cumplida, volvieron al desierto.
Cuando les faltó nuestra tierra y, rechazados e insumisos, volvieron a su lejana procedencia –a pesar de los siglos de contacto y permanencia en España- sus luces se apagaron; su espíritu se debilitó y se sumieron en la más completa oscuridad.
La unidad española sufrió honda crisis, debido a la invasión árabe.
Consideremos esa unidad hispana solo en lo que a ellos se refiere:
Al principio, España -Al-Andalus, como ellos la designan- constituye una provincia sujeta al califa de Bagdad -y después de Damasco-, y dependiente de su representante en África.
Abderramán I quebranta esa dependencia, que cuajará con Abderramán III en el siglo X, el cual ya se titula califa, desligándose por completo de Oriente y constituyendo como unidad el de Occidente, poderoso y autóctono.
En el periodo de Hixem II (965-1013), muestra el imperio el germen de la decadencia, y aunque unidos bajo un mismo cetro y ocupando una misma comarca, el pueblo está constituido de la manera más heterogénea, formando una agregación de pueblos de origen, creencias, idiomas y costumbres diversas.
Destronado Hixem III (1036), el poderoso Estado musulmán se fraccionó en otros pequeños, los reinos de taifas.
El fulgor unitario de almorávides y almohades dura muy escasamente, para romperlo de nuevo las guerras civiles, y desaparecer después ante el empuje de la nueva y verdadera unidad que aportan gentes cristianas.
La comunidad musulmana, ‘Islam’, estaba integrada por creyentes y solo por éstos. En un principio, en Arabia, el territorio del Estado era exclusivamente el ocupado por los creyentes, sin que pudiese penetrar en él ninguno que no fuese musulmán. Luego, al extenderse el Islam a territorios infieles, esta exclusión de elementos extraños se limitó a las ciudades santas, Meca y Medina.
La población visigoda cristiana y judía -“los del libro” (la Biblia)- fue recogida dentro del Estado, por una declaración del soberano o del general, en una situación de ‘protección especial’, como “dimmíes” o mozárabes, y conservaron su religión, su libertad, sus bienes, su organización y su Derecho.
Dentro del estado musulmán hubo también territorios autónomos: unos, los visigodos, articulados en el Estado; otros, aquellos que, por anhelos de independencia, intentaban desligarse de él. En este punto se aspiró a mantener a toda costa la unidad teórica del Islam. Para ello, y a fin de evitar daños mayores, se acudió a la ficción jurídica de suponer que los territorios que por la fuerza se habían hecho independientes habían recibido del soberano una delegación del pleno poder, y a cambio de ello reconocían la unidad del Islam, representada en la sumisión teórica al califa.
El gobierno de esa unidad islámica era teocrático; su único rey (malik) era Allah, y su enviado Mahoma, y los “sucesores” o “representantes” de éste eran los califas. Al fundarse el “principado” emirato español se dio un gobierno monárquico de un príncipe (emir) o de un Hayib, si se quería conservar la ficción de la superioridad teórica de Córdoba. Los taifas que habían adoptado el régimen republicano lo sustituyeron pronto por uno monárquico, y los reyezuelos taifas plagiaron servil y descaradamente los pomposos títulos de los califas árabes.
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La gente árabe trae también una cualidad muy propia de ella a la Historia de España: el carácter individualista musulmán dio pronto sus frutos, y de ahí nacen las convulsiones, guerras y atentados entre ellos -al modo de las revueltas de los clanes visigodos- contra la unidad de la Patria.
La concreción de este periodo está representada en “el guerrero”, “el poeta”, “el filósofo” y “el sabio”.
El Guerrero.
Suele poseer éste los tres aspectos que inmortalizan a los hombres públicos: el político, el militar y el diplomático. Es joven, audaz y enérgico; organiza y disciplina a sus súbditos, inculcándoles una moral de victoria, arrancándoles del clima de la paz de las palmeras o naranjos, o de esa poesía, filosofía y ciencia que florecen en Córdoba –la Atenas andaluza-. El “guerrero” ataja codicias, desbarata intrigas, capta voluntades, aquieta rivalidades y somete anarquías. Es un Almanzor.
Mas junto a él conviven, dando tono al momento, los hombres apartados de la vida activa.
El “hombre culto”, vicioso de lecturas y creador de ideas, representa también este periodo español, y dentro de él, y con creces, el “poeta”, el “filósofo” y el “sabio”, conocedor de las ciencias físicas y naturales.
El Poeta.
El poeta se distingue por la dicción rica y sonora y por el brillo y atrevimiento de las imágenes. Según F. von Schack (1815-1894) (“Poesía y arte de los árabes en España”):
“En vez de prestar expresión a los pensamientos y de dejar hablar al corazón, nos agobian a menudo con un diluvio de palabras pomposas y de imágenes esplendentes.
Como si no les bastase conmovernos, propenden a cegarnos, y sus versos se asemejan por su abigarrado colorido y movimiento deslumbrador de las metáforas a un fuego de artificio que luce y se desvanece en las tinieblas, que hechiza momentáneamente los ojos con sus primores, pero que no deja en pos de sí una impresión duradera. El empeño de sobrepujar a otros rivales populares y famosos ha echado a perder de esta suerte muchas de sus composiciones. Y, por el contrario, el éxito de sus composiciones para con nosotros es tanto mayor cuanto menos ellos lo buscan, olvidados de su ambición, y realizando la poderosa inspiración de un instante dado que expresen un sentimiento verdadero en no estudiadas frases.
Los asuntos sobre los cuales escriben son de varias clases. Cantan las alegrías del amor bien correspondido y el dolor del amor desgraciado; pintan con los más suaves colores la felicidad de una tierna cita y lamentan con acento apasionado el pesar de una separación. La bella naturaleza de Andalucía les mueve a ensalzar sus bosques, ríos y fértiles campos, o les induce a la contemplación del tramontar resplandeciente del sol o de las claras noches ricas de estrellas.
Entonces acude de nuevo a su memoria el país nativo de su raza, donde sus antepasados vagaban sobre llanuras de candente arena. Expresiones de un extraño fanatismo salen a veces de sus labios como el ardiente huracán del desierto, y otras de sus poesías religiosas exhalan blanda piedad y están llenas de aspiraciones hacia lo infinito.
Ora convocan a la guerra santa con fervorosas palabras, a los reyes y a los pueblos; ora aclaman al vencedor, ora cantan el himno fúnebre de los que han muerto en la batalla; o se lamentan de las ciudades conquistadas por el enemigo, de las mezquitas transformadas en iglesias y de la suerte infeliz de los prisioneros que en balde suspiran por las floridas riberas del Genil desde la ruda tierra de los cristianos.
Elogian la magnanimidad y el poder de los príncipes, la gala de sus palacios y la belleza de sus jardines; y van con ellos a la guerra y describen el relampaguear de los aceros, las lanzas bañadas en sangre y los corceles rápidos como el viento.
Los vasos llenos de vino que circulan en los convites, y en los paseos nocturnos por el agua a la luz de las antorchas, son también celebrados en sus canciones. En ellas describen la variedad de las estaciones del año, las fuentes sonoras, las ramas de los árboles que se doblegan al impulso del viento; las gotas de rocío en las flores; los rayos de la luna que rielan sobre las ondas del mar; el cielo, las Pléyades, las rosas, los narcisos, el azahar y la flor del granado.
Tienen también epigramas en elogio de todos aquellos objetos que con un lujo refinado ornaban la mansión de los magnates, como estatuas de bronce o de ámbar, vasos magníficos, fuentes y baños de mármol y leones que vierten agua.
Sus poesías morales o filosóficas discurren sobre lo fugitivo de la existencia terrenal y lo voluble de la fortuna, sobre el destino a que hombre ninguno puede sustraerse, y sobre la vanidad de los bienes de este mundo, el valor real de la virtud y de la ciencia.
Con predilección procuran que duren en sus versos momentos agradables de la vida, describiendo una cita nocturna, un rato alegre pasado en compañía de lindas cantadoras, una muchacha que coge fruta de un árbol, un joven copero que escancia el vino, y otras cosas de ese orden.
Las diversas ciudades y comarcas de España, con sus mezquitas, puentes, acueductos, quintas y demás edificios suntuosos son encomiados por ellos.
Por último, la mayor parte de estas poesías están enlazadas con la vida del autor; nacen de la emoción del momento; son en suma, improvisaciones, de acuerdo con la más antigua forma de la poesía semítica.”
Los hombres que la practicaban son innumerables, pero desde Abderramán I, en el emirato, pasando por Abenabderrabihi (Ibn Abd Rabi Hi), El Ramadí, Abenhazan de Córdoba en el califato; Abuishac de Elvira, Almotasin, Almotamid y Abenamar y Abenjafacha de Alcira en los taifas; Abulbeca en los almohades..., éstos y más que les siguieron sienten la belleza y la expresan con reciedumbre y raíz de España.
El Filósofo.
El “filósofo” tiene una fisonomía propia, tras haber representado el trasunto fiel de la cultura islámica oriental, sin nexo alguno con las tradiciones indígenas hispanas. La filosofía entra no a cara descubierta, sino en compañía de las ciencias aplicadas, y desde los primeros tiempos viven austeros ascetas españoles que practicaban la mortificación corporal y la pobreza voluntaria, que leían el Korán en vez de dormir, que ayunaban rigurosamente, que se medicinaban en sus enfermedades, que conservaban perpetua virginidad; que repartían su riqueza a los pobres o la empleaban en redimir cautivos; que se dedicaban a la vida contemplativa en la soledad o defendían las fronteras contra los cristianos.
Este ascetismo, que en los comienzos era personal, se hace después comunicativo; catequizan, enseñan y predican, tienen discípulos y se empieza a ver la vida cenobítica, en cuyos lugares se mezclaban el estudio de la filosofía con el de la religión.
Abenmasarra y su escuela (siglo X); Avempace de Zaragoza (siglo XI), el granadino Abentofail (siglo XII), el cordobés Averroes (siglo XII) y sus discípulos representan a los filósofos.
El misticismo tiene sus figuras principales en los murcianos Abenarrabi (Ibn Arabi) y Abensabin –ambos en el siglo XIII-.
El Sabio
El sabio, amante de las ciencias, habla en el siglo XI por boca de Maslama de Madrid -“el Euclides español”- o del toledano Azarquiel, si son las matemáticas las que están en juego; o es Abencholchol, o Abulcasim el Zahragüi, Abenalbeitar y Abuzacaría Benalaguam si se trata de Medicina y Botánica.
Y si es la Historia; desde el narrador de leyendas como Abenhábib y Arrazi, hasta el que refleja la tradición nacional, como el autor del ‘Ajbar Machmúa’, la influencia oriental se ve matizada por el aire español que las ventea.
Y si son los pensadores hispano-judíos, Maimónides trata en su ‘Guía de descarriados’ –suma teológico-filosófica del judaísmo-, donde trata de conciliar la razón y la fe, menester altísimo que ya habían intentado Abenhazám y Averroes, y lo será después por Santo Tomás de Aquino.
También en la música España les dará un puesto glorioso. Aunque los preceptos del Korán prohíben el vino y la música, los árabes transportaron a España el aire vocal e instrumental de Damasco. Traen varios instrumentos, el laúd entre ellos, al que Ziryab, el más famoso de los músicos de la corte de Abderramán II, añade la quinta cuerda. Pero la palma de la música teórica se la lleva Al-Farabi, con su ‘Kitab-al-musiqi al-Kabir’, la más grande obra de música escrita hasta aquellos días.
Y, finalmente, en el arte, los tres principales monumentos de esta época, la Mezquita o ‘Aljama’ de Córdoba, la Giralda de Sevilla y la Alhambra de Granada nos enseñan la trayectoria del proceso de la vida política. Córdoba es la fuerte unidad califal que representa el periodo de formación; la Giralda personifica el de transición y la Alhambra la decadencia.
En la primera, los materiales romanos y visigodos entraron a formar parte de su edificación, como una continuidad de lo anteriormente vivido, ‘planta única y española que no pudo brotar más que aquí’. Simboliza la fuerte unidad del califato, los monumentos en que aparecen unidos y disciplinados por las recias manos de los Abderramanes y Almanzores.
Las construcciones de Sevilla y Granada corresponden a los estados de relativa contención y de franca descomposición que anuncia ya la decadencia, motivada por el refinamiento, el intelectualismo y voluptuosidad.
El arte sirvió para dar una nota tolerante a este periodo: obreros cristianos trabajaron al amparo de las mezquitas árabes, y los reinos cristianos admitieron a los alarifes moriscos, como prueba de la condición respetuosa del carácter español.
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