VIII – LA ESPAÑA DEL IMPERIO; PLUS ULTRA.
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A partir de los Reyes Católicos van precipitándose los aciertos históricos, los éxitos militares y los hallazgos espirituales. La cumbre del destino hispánico sigue ascendiendo en este siglo XVI. La unificación interna se completa con Navarra y Portugal, que aun estaban independientes de nuestro común destino universo.
Triunfa nuestro ejército en Italia, con los capitanes prodigiosos españoles que consolidan nuestro dominio; en la costa norteafricana, que asegura nuestras posesiones; en Flandes, Francia y Alemania para unificar la conciencia religiosa en aquellas tierras, sobre las que se cierne como un águila nuestro Imperio; por el Oriente, en el sublime Lepanto, para vencer a los piratas turcos; en América, con Cortés, Pizarro y otros capitanes; y triunfa, también, en Oceanía, posesionándose de las islas Filipinas, las Molucas y otras llenas de rica especiería.
Sigue la unificación, a través de la Iglesia, de las jerarquías aristocráticas con las masas populares. El destino común continúa cumpliéndose; España, hija fiel de Roma, realiza al fin la unificación del orbe, la fusión de razas y credos. Cumple el destino de Roma, la cesárea; el destino universal, católico; destino de amor sobre los hombres y las tierras, uniendo el Oriente con el Occidente, al Norte con el Sur.
La lengua adquiere la universalidad que en tiempos tuvo el latín, y los españoles exaltan el honor de ser españoles y católicos y se estiman el pueblo a quien Dios distingue, pues al decir de un historiador de la época, “han nacido para dilatar la fe católica, oficio y prerrogativa del pueblo escogido por Dios”.
Forma España una unidad perfectamente descrita por el poeta unitarista: “Un altar, un imperio y una espada”. A pesar de ello, España tiene conciencia, dentro de esa unidad, de la variedad de sus elementos integrantes y de los diversos matices de castellanos, andaluces, gallegos, catalanes etc. Escribe Herrero García: “El lenguaje de la época no se alarmaba de la palabra “naciones” con que eran designadas las que hoy apenas nos atrevemos a llamar regiones. El refranero y el cancionero popular atestiguaban que en casa éramos varios hermanos, cada cual con su temperamento, sus hábitos, sus defectos y sus virtudes”.
Castilla sigue siendo el núcleo vital de la patria española, en cuyo centro se elaboraba la mentalidad nacional; de tal modo se sentía compenetrada con sus elementos allegadizos, que hasta llega a olvidarse de su primacía y comparte de igual a igual el título de región con catalanes, portugueses y vascos. Todos estos pueblos y los de allende los mares y las tierras lejanas del continente europeo y las playas africanas van ceñidos en la corona del emperador, que es de dimensiones ecuatoriales, porque “España tiene la medida del mundo civilizado”.
En derredor suyo toda una sociedad de paladines del heroísmo, de la ciencia y de la fe, nombres gloriosos de capitanes, de marinos, de exploradores, de sabios y de artistas, de clérigos, de monjes y de santos, que marchan al unísono bajo las banderas del césar, compenetrados con el gran soldado o gran político que se ganó el cariño del pueblo por su claro entendimiento, su política hábil, su magnánimo corazón y su espíritu prócer.
La época de Carlos, el emperador, presencia trascendentales hechos históricos: las sangrientas luchas de las comunidades y germanías, las guerras con Francia, con su claro florón de Pavía, donde se vence a un rey cuyo ideal político, mas fuerte que el religioso, era quebrantar la casa de Austria; la presencia de Worms, Augsburgo, Mülberg y Trento, donde el alma de la Patria canta el himno espiritual del catolicismo; el dique que se opone al turco Solimán en las puertas de Viena y las expediciones a la Goleta.
Al recaer la corona en Felipe II continúa la marcha de los grandes acontecimientos; la cúspide de la Contrarreforma, en la que España es abanderada del dogma y el relicario del espíritu católico. Árbitro el rey de la política mundial, son numerosas las guerras que tiene que sostener: en Granada se vence a los moriscos, al francés en San Quintín, en Lepanto al turco. Felipe II es reconocido rey de la nación portuguesa y la gloria de España se completa. Todos estos hechos son las piedras con las que se edificará la misión que a la patria española se le ha adjudicado en la Historia.
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La idea de una misión o de un destino, justificador de la existencia de una construcción política, que vemos dibujandose sobre la Piel de Toro, llenó ya antes la época más alta que ha gozado Europa: el siglo XIII, el siglo de santo Tomás de Aquino. Y nació en mentes de frailes; los frailes se encararon con el poder de los reyes y le negaron tal poder en tanto no estuviera justificado por el cumplimiento de un gran fin o de una gran misión.
Donde la idea aparece con mayor claridad es a partir del Renacimiento, como consecuencia de la lucha de ideas y creencias. Ha escrito De los Ríos, en una síntesis acertadísima y muy española, que:
“Para la cultura occidental, el siglo XVI viene a representar como una divisoria. La conciencia europea se desgarra y nacen dos actitudes de origen renacentista que responden al modo como cada cual coincide: 1º, la relación del hombre con la Naturaleza; 2º, la relación con Dios, y 3º, el modo cómo explican unos y otros la obra que compete a la razón.
En la lucha de ideas que a partir de esa época tiene a Europa como campo de batalla, concurren los pueblos con distintas actitudes, que vienen a destruir el antiguo concepto: la Edad Media había erigido en sujeto ideal de la Historia la visión de la personalidad divina en Cristo, y sobre ella apoyó su concepción de orden jerárquico; el Renacimiento, por el contrario, rompe esa unidad de la conciencia cristiana y bajo su impulso surgen una serie de dualismos que el espíritu analítico de la época no sólo intenta resolver en una unidad superior, sino que, por el contrario, le lleva a complacerse en exaltar la esencial sustantividad de cada uno de ellos.
Lo que la conciencia medieval tenía acordado y armonizado, desde el Renacimiento aparece en posiciones antitéticas e inconciliables:
-frente a autoridad: “libertad”;
-frente a tradición: “progreso”;
-frente a universalidad: “individualismo”;
-frente a espíritu : “razón”.
Esta dualidad llevada al concepto de patria, proporciona dos visiones de la misma,
hija de dos ideas distintas: que hallaron símbolo adecuado en la obra de la “reforma” protestante y de la Contrarreforma católica. Los pueblos que enarbolaban esas banderas tienden unos espiritualmente, al universalismo y terrenalmente al individualismo; y los otros al contrario, la universalidad la ven en lo terrenal y lo individual en lo espiritual.
Ese espíritu crítico del Renacimiento y la tradición teológica medieval, al chocar, descendiendo de los espíritus más egregios a las masas populares producirán las guerras de religión durante el siglo XVI.
En el momento en que se gesta en el mundo una concepción que otorga la preeminencia a la acción encaminada al logro de bienes sensibles, el Estado español orienta su vida igualmente a la acción, pero señalándose como objetivos la conquista de las almas a fin de obtener su salvación. Esta idea constituye la idea rectora de España en el siglo XVI, iluminando su actitud en Europa como en América, pasando el Estado español del XVI a ser instrumento de la Catolicidad.
España lanza a aquel roto mundo renacentista el lema religioso de su cruzada: la igualdad del género humano, descendiente de un Padre común, y el lema político: no una monarquía universal sino un imperio cristiano. No ambiciona España tanto conquistas como el cumplimiento de un alto deber moral de armonía entre los reinos cristianos, reavivando la vieja idea medieval. Por eso España, por la pluma de su emperador Carlos V, declaró que estaba decidida a defender la cristiandad milenaria empleando para ello “mis reinos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Lo mismo afirmarán sus cronistas, jurisconsultos teólogos, poetas y guerreros del XVI. Y en su virtud acepta la misión y obligaciones del Imperio contra los infieles enemigos de la santa Fe. Para tales tareas fue España el corazón del Imperio, “el fundamento, el amparo y la fuerza de todos los otros” (Obispo Mota, en las Cortes de La Coruña, 1520).
Frente al nuevo pensamiento filosófico centroeuropeo, España en la contienda permanece “fiel al Señor”, como en los tiempos en que la cantaba Alfonso X el Sabio; conserva su fe y no destruyen su unidad interior las guerras religiosas; batalla con las armas por el espíritu, para defender en Europa la catolicidad.
De esta catolicidad se derivan, en sentido político: el rechazo de la mentalidad española hacia el maquiavelismo y la tesis española de la realeza (poderes limitados al servicio de la justicia y de la religión), cuya razón proviene de la concepción iusnaturalista de nuestros pensadores.
A la individualidad de la razón opuso España en el siglo XVI la unidad religiosa, junto con la unión personal de reinos bajo un mismo rey; y esta unidad religiosa, conservada a todo trance, hace que el ideal católico sea algo que en lo sucesivo, difundido lentamente, penetre e informe lo más íntimo de nuestra cultura y psicología. Y el Estado, entonces creado, condicionará jurídicamente la actividad social manteniendo y salvando en todo momento el ideal misional nacional.
Internamente dominado por esta idea, sorprende al Estado español de una parte el descubrimiento de América y de otro la herejía protestante, y si la guerra contra ésta le brinda ocasión de mantener la unidad espiritual del Estado, el descubrimiento de América le proporciona campo misional en favor de la Fe.
Polarizada Europa entre protestantismo y catolicismo, España recoge la bandera de éste, que cuadra a su misión nacional en tres puntos:
Primero. - Dar al mundo idea de la unidad moral del género humano y de la posibilidad de salvación.
Escribió Maeztu: “El tema que más preocupó al pueblo español fue el conciliar la predestinación con los méritos del hombre. Sobre todos los mortales debía brillar la esperanza, como afirmaba el padre Vitoria con su doctrina de la gracia; algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento, donde la hicieron prevalecer, y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en el Consejo de Indias e inspiraron en ella la legislación de Indias, tocándola en empresa evangélica.”
“¿Han elaborados los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? ¿Hay ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la divinidad a nuestros intereses nacionales, nunca dijimos como Juana de Arco: ‘Los que hacen la guerra al santo reino de Francia hacen la guerra al Rey Jesús’’, aunque estamos ciertos de haber peleado en nuestros buenos tiempos las batallas de Dios. Tampoco creímos como los ingleses y norteamericanos que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, siempre fuimos humildes respecto a nosotros mismos y por eso se trató a las razas atrasadas con al esperanza de que podían salvarse, porque el espíritu español consideraba a todos los hombre como hermanos, aunque nunca negara la evidencia de desigualdades.”
Segundo. – La defensa de la Fe.
Desde que el cristianismo se difundió en España el ideal religioso fue constante e inalterable, pero a partir del siglo XVI la unidad espiritual de la Península pasa a ser uno de los fundamentos más importantes de nuestra nacionalidad; unidad impedida por judíos, conversos y moriscos. El pueblo clamaba en cortes y municipios exigiendo medidas en defensa de la fe católica de manera que la razón de Estado se doblega a la razón popular y así los reyes copian el tribunal de la Inquisición existente en otros pueblos expulsando a judíos y moriscos y manteniendonos libres del contagio herético luterano. El emperador Carlos V defiende la fe católica en todos los Estados que forman su corona, pero solo España le permanece fiel y ese es su gran consuelo.
Tercero. – La doctrina de la evangelización.
Nada hay comparable a este momento histórico, porque en él se incorpora a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestro influjo. Se tenía conciencia de que España era la nueva Roma y el Israel cristiano. Toda España es misión; concibe la religión como un combate en que la victoria depende de su esfuerzo.
La culminación del sentimiento que reflejan estas ideas y la España con sentido imperial se plasma en el soneto de Hernando de Acuña, lema que podía ser el de la época y blasón glorioso del césar Carlos:
“Ya se acerca, señor, o es ya llegada
la edad gloriosa en que promete el cielo
una grey y un pastor solo en el suelo,
por suerte a vuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio, en tal jornada,
os muestra el fin de vuestro santo celo
y anuncia al mundo, para más consuelo,
un monarca, un imperio y una espada.
Ya el orbe de la tierra siente en parte,
y espera en todo, vuestra monarquía,
conquistada por vos en justa guerra:
que a quien ha dado Cristo su estandarte
dará el segundo más dichoso día
en que, vencido el mar, venza la tierra.”
Su espada es la que le erigen en adalid europeo contra el peligro turco; en árbitro de los destinos de Italia; emperador del mundo germánico; rival del rey francés; rey bondadoso en Flandes y sobre todo, rey español. Como monarca, ésta es su calidad: su españolismo. Tras el interrogante que supone el primer quinquenio de su reinado, será evidente que sus amores son Flandes, su patria de nacimiento y España su patria de adopción, donde buscará su definitivo retiro y descanso. Su genio político comprendió la superior importancia de sus dominios españoles sobre todos los demás, quedando España convertida en centro de su monarquía. Y al Imperio llevará su cénit o perfección.
La España adolescente del 1500 pasa a la madurez del Imperio universal y comienzan los duros deberes en que se sembrarán de muertos españoles los campos de batalla; vienen los días difíciles del estío imperial en que España lucha para salvar la conservación de la Cristiandad medieval.
Defensa de la Fe: A nuestro emperador Carlos le cupo la triste suerte de ver iniciar en sus Estados de Alemania la “reforma” luterana, y ver escindida la espiritualidad de Europa. Carlos, en tanto que rey español, sabía que la pureza de la fe en España quedaba garantizada por la religiosidad del pueblo y la vigilancia de la Inquisición, pero que su sagrada obligación era defender la pureza de la fe en los Estados de su Corona incluso por propios motivos políticos, sabiendo tras sí a todos los españoles, respaldándole:
“Sabéis que yo desciendo de los más cristianos emperadores de la noble nación alemana, de los Reyes católicos de España, de los archiduques de Austria, de los duques de Borgoña, todos los cuales fueron hasta su muerte hijos fieles de la Iglesia de Roma; que todo esto me lo han legado después de su muerte y cuyo ejemplo ha sido norma de mi vida. Pero es evidente que sólo un hermano está en error al enfrentarse con la opinión de toda la Cristiandad, ya que en caso contrario sería la Cristiandad la que mil y más años hubiera vivido en error.
Por tanto estoy decidido a empeñar en su defensa a mis reinos y dominios, amigos, cuerpo y sangre, alma y vida. Pues sería una vergüenza si por nuestra negligencia entrara en el corazón de los hombres aunque solo fuera una apariencia de herejía y de menoscabo de la religión cristiana.”
Carlos I sale a los campos de batalla europeos; la política internacional adquiere enorme complicación; media Europa arde en guerra; al emperador no le queda otra atención que no sea la guerra, y habrá un momento en que toda Europa, incluso los Estados pontificios, estarán en contra suya y será preciso abatir su poder... aunque Europa sucumba espiritualmente a manos de Lutero y Calvino, o materialmente quede destrozada por los turcos.
Júzguese en ese ambiente histórico la intención política del emperador Carlos, expresada en su discurso de 1536 al pontífice Paulo I, cardenales y embajadores, cuando denuncia a Francia por estorbar la paz de la Cristiandad; denuncia los contactos franceses con el turco y expresa sus anhelos de paz y confederación de la Cristiandad contra los infieles.
Gran misión política: confederación de Estados cristianos, en cuya concepción no se alude a la “reforma” protestante porque el emperador aun no renunciaba a su ideal de impedir la división de la conciencia cristiana. Carlos I clamará, inútilmente, por un concilio general que acabe con al herejía: acude a Roma y no se le escucha; pero frente a esa Roma desidiosa, España ostenta su disciplina, su antigua reforma eclesiástica de Cisneros.
La “reforma” protestante ha ganado media Alemania, los países nórdicos e Inglaterra y se infiltra en Francia, Flandes e Italia; España esgrimiendo la enseña de la verdadera unidad romana se cubre de gloria en Mühlberg, haciendo morder el polvo a los luteranos, aunque los herejes volverían a la lucha con al apoyo material y moral del “cristianísimo” rey francés; años y años de luchas en que las potencias “católicas” ya apoyando la herejía o ya permaneciendo indiferentes obligarán al césar a conceder la libertad de cultos en Alemania. Pero no se ceja en la misión de defender el catolicismo amenazado, lo mismo en los campos de batalla que en Concilios.
Después, los soberanos europeos se hacen los sordos ante el peligro otomano; Francia incluso pacta monstruosa alianza con el sultán frente al emperador, y Roma tan sólo impartirá bendiciones. Únicamente el césar Carlos comprende la gravedad del problema y se apresta a detener a los turcos, con el principal apoyo de España con la defensa de Viena (1532) y la expedición a Túnez de 1533-35.
Pero aun hace más el emperador por el ideal religioso: ante sus llamadas infructuosas, Roma cede al fin y en 1545 abre el Concilio de Trento, que aunque ya tarde para soldar la rota espiritualidad de Europa es útil para dar campo a España en donde ejecutar su misión. De España sale el ímpetu de la teología de Trento, que sabe meter en cintura a aquella Iglesia deslumbrada y desorientada del Renacimiento. Española es la teología de Suárez, de Laínez, de Cano, de Salmerón, que arma el brazo de los españoles con fe y con justicia y que les hace sentirse instrumentos del Eterno.
De Trento sale la Contrarreforma: la verdadera REFORMA, (no la “reforma” protestante-herética, vocablo de que se apropió la historiografía de los países norte-europeos y que es siempre usado en sentido anti-católico) y su brazo armado, la Compañía de Jesús, órgano que la conciencia española destaca en el siglo XVI para servir a los fines del Estado.
Y esa misión española en Trento se traduce en ideas y en hechos. En ideas, porque Trento es razón de dar vida al espíritu, y la Compañía es acción. Por eso los jesuitas interpretaron en Trento la catolicidad íntima del pueblo español y no son los órganos adventicios de una circunstancia política. Por eso España se sirve de ellos para lanzarse al mundo: manda a Javier al Japón, y va a dar con Iñigo de Loyola a Roma para afrontar rebeldías, y a llenar de santas intrigas hispánicas Europa, de jesuitas por Holanda, por Polonia, por Bohemia y Valaquia. Trento, como representación de España, es el punto capital de su misión, pues es allí donde se debate la unidad moral del género humano.
Lutero había sostenido que los hombres se justifican solo por la fe, que es un libre arreglo de Dios. La Iglesia, y con ella España, había sostenido que los hombres se justifican por la fe y las obras; y ante la perplejidad del Concilio, una voz española, la del P. Diego Laínez pronunció el discurso sobre la justificación, en cuyas metáforas resuena el alma española. Se imaginó aquella maravillosa alegoría del rey que ofrecía al guerrero que venciese en el torneo la más preciada joya: “Tú no necesitas sino creer en mí. Si tú crees en mí con toda tu alma yo ganaré la pelea”. A otro de los concursantes le dice: “Te daré unas armas y un caballo; tú luchas; acuérdate de mí, y al término de la pelea yo acudiré en tu auxilio”. Y al tercero de los que aspiran a la joya le dice: “¿Quieres ganar? Te daré unas armas y un caballo, pero tú tienes que pelear con toda tu alma”. La primera es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La última la del catolicismo: pelear con toda nuestra alma, ayudados por la redención de Cristo y los Sacramentos.
Y ello trae consigo el que se Trento realice las aspiraciones de verdadera y auténtica REFORMA sentida por la Iglesia logrando una afirmación dogmática frente al protestantismo, gracias a los teólogos y canonistas españoles, a la voz de la doctrina de Antonio Agustín, de Mendoza, Cano y Alfonso de Castro, de Pedro de Soto y de Villalpando, y de diplomáticos como Diego de Mendoza y Vargas, cada uno de ellos una pequeña España que clama con varonil energía contra lo antiespañol a que a veces ayuda la curia romana. Allí se hizo carne la conciliación de la predestinación divina con los méritos del hombre; allí se creaba la unidad física del mundo y la unidad moral del género humano. A Trento se debe, pues, el que en España y, por consecuencia, en el mundo latino, no se diese esa división de pueblos y de clases. Allí se salvó la unidad de la Humanidad, y ello por obra de España.
En lo puramente político e internacional desarrolla y fortalece el nuevo concepto del Estado misional en el ensayo de la conquista del mundo americano, obra titánica que tiene un carácter de popularidad único en el mundo. Se ha dicho que esas empresas exigieron un esfuerzo económico excesivo para las posibilidades de España. Pero es que ése era justamente el matiz exacto de nuestra misión: todo se sacrificaba a los intereses espirituales y morales, siendo el criterio material de la vida algo inadmisible en el espíritu español de entonces.
Pues en caso contrario, ¿qué hubiera sido de España desatendiendo su misión? Probablemente, Carlos I no hubiese sido emperador de Alemania; los dominios de Flandes hubieran quedado reducidísimos; no se hubiera señoreado el ducado de Milán; se hubieran perdido Nápoles, Sicilia y Navarra. ¿Quién hubiera contenido a los turcos otomanos? ¿Quién hubiera puesto dique al formidable movimiento herético? ¿Qué hubiera valido el nombre de España en Europa?
¿Para qué nos deparó la providencia los fabulosos tesoros del Nuevo Mundo? ¿Para enriquecernos y sumirnos en una vida cómoda y placentera, o para prodigarlos en aumentar el prestigio de España en el mundo y defender la fe católica?
¿Qué nos importaba Alemania?, se ha dicho; en Alemania defendimos el catolicismo frente a la herejía.
¿Qué nos incumbía en Flandes? Flandes nos daba rango de primera potencia y atacar y contener a las naciones adversarias evitando en ambos casos que fuera España la que recibiera las injurias de la guerra.
¿Qué nos suponían Sicilia y Nápoles? La garantía de que el mediterráneo no se convertiría en un mar turco.
¿Para qué necesitábamos Milán? Para tener aseguradas las comunicaciones entre España y nuestros dominios europeos; Milán era la llave del Imperio español en Europa.
Quiso el emperador Carlos, como remate de su rotunda afirmación misional, aguardar la muerte no desde el trono sino desde la celda de un monasterio, mientras dejaba un Imperio y una España con sus súbditos estrechamente unidos a esa política netamente nacional y a la vez auténticamente imperial y universal. Al morir, juramentó Carlos a su hijo Felipe II para que se erigiera en defensor de la fe, de la paz y de la justicia, manteniendo aquella su misión; por ella alcanzó España el ápice de su historia en el mundo, y el emperador aquel reposo del que pudo decir: “Así me alejo de mi morada saturado de la gloria de este mundo como hambriento y deseoso de la de Dios”.
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La cúspide Fernando el Católico- Carlos I- Felipe II representa una elevación de entrega a la integridad cultural que había llegado a ser el alma del pueblo español.
Toda la grandeza del reinado del emperador se mantiene en el de su hijo; el rey Felipe II imprime huella indeleble en el destino de España como ningún otro monarca. Su reinado señala el punto de equilibrio entre la concepción ideal de España formada por los Reyes Católicos y la grandiosa idea imperial de Carlos I; Felipe II actúa ahora tan sólo como español. De nuestro imperio queda desglosado el alemán con los Estados patrimoniales de Austria, que van a otra dinastía. Ahora el Imperio es España como metrópoli, cerebro y corazón y con sus posesiones en los cinco Continentes, donde hay huellas de su religión, lengua y cultura. Con Felipe II llega a su apogeo la proyección misional de nuestro ideal político-religioso.
La característica de Felipe II es su profunda religiosidad, que tiene preferencia a todos los demás ideales de gobierno. Y sigue la lucha por la unidad, por el predominio espiritual de Roma, con España como brazo, y el rey de España como guardián del papa. España sabe gritarle a Roma su deber por boca de Melchor Cano y contra las excomuniones romanas gana la batalla católica de San Quintín y funda el monasterio de El Escorial.
Como rey, Felipe II se sentía cerca de Dios, lleno de tremendos deberes y responsabilidades. Antonio Tovar escribe : “Prefiero el tremendo Felipe II de la leyenda al Felipe II un poco ñoño de los historiadores favorables... Era el suyo el verdadero Dios; el que estremecía al cantor de los salmos y echado a los mercaderes del templo”.
Felipe II hubo de enfrentarse a un mundo cultural enemigo que llegaba dispuesto a vencer la unidad cultural española: navegación británica, espíritu práctico holandés, inteligencia francesa, luteranismo. En esas raíces empezaba a brotar la planta venenosa del mundo moderno, en el que las mejores porciones del hombre quedaban abandonadas en rincones sombríos; sabía Felipe II que con la derrota de España prevalecería una unidad cultural falsa e incompleta. Eso explica la sobrehumana resistencia de nuestro rey para mantener la unidad cultural católica de aquella Europa: levantó Felipe II una muralla alrededor de España y quiso asegurar a sus súbditos la felicidad humana dentro de la unidad cultural contrarreformista.
El examen de los procesos por herejía muestra la difusión enorme de la cultura teológica hasta en las clases más bajas de la nación: el odio al hereje llegaba hasta a difundir frases típicas en el lenguaje. El comercio con los herejes era mirado con prevención porque contribuía a que se les perdiera el horror con que se les debía tratar, como escribía escandalizado el beato Juan de Ribera al rey.
Cuando Felipe II asciende al trono, Europa se ha escindido en su espiritualidad; de una parte la Iglesia católica, de otra, las denominadas iglesias reformadas, heréticas. Ante este hecho la postura de Felipe II es clara: pone su espada, su poder y su monarquía al servicio del catolicismo. Nuestro rey no es capaz de bastardear ese ideal; jamás emprendió guerra de conquista bajo pretexto religioso, pero defiéndele con todo vigor, protegiendo sus Estados sin treguas ni claudicaciones.
Felipe II remató la obra de su padre ejecutando los preceptos de Trento y ayuda a Roma en la acción que la Contrarreforma desarrollaba en Europa. Y combate contra los rebeldes en Holanda, y prefiere arrostrar una guerra cruel y ruinosa antes que claudicar y pasar por al concesión de libertad de cultos. Y sigue enfrentando sus ejércitos y escuadras contra el turco, en triunfos como el de Lepanto, triunfo eminentemente católico y español. Da cima a la unidad política peninsular incorporando Portugal a la corona española con amoroso cuidado; sólo exigiéndole ello, en reciprocidad, comprensión y amor consolidar el bloque hispánico.
En la propia España hace arraigar ese tono derivado de la misión española. Monta su corte a la antigua usanza y otorga los cargos del Estado únicamente a españoles dando con ello a España el máximo prestigio en el ámbito de su extensa monarquía.
En el reinado de Felipe II se entra de lleno en el último ciclo de nuestra acción en América, en el de la organización colonizadora, obra jamás igualada por ningún otro país. Admirable en su espíritu religioso, político y humano, pues España no creó un nuevo sistema de rango inferior para sus dominios coloniales sino que dio a éstos una organización a su imagen y semejanza. Ésta es la gran época de los Virreinatos, Audiencias, Capitanías Generales en América: etapa de gran prosperidad material y en que la semilla de nuestra cultura comienza a producir sazonados frutos en aquel continente.
La monarquía española, con sus instituciones estatales adquiere el máximo prestigio; la realeza impone respeto. Prende en los españoles el entusiasmo por las empresas bélicas que da origen a ese ejército español que asombra al mundo con sus proezas. Sobre él se asienta majestuoso el Imperio español.
Pero los enemigos del exterior, haciendo imponer su conciencia protestante consiguen pausadamente que España poco a poco abandone su misión, sus empresas y vayan atando su mano. Escribe A. Tovar:
“Frente a esta España toda vigilante de espíritu, Europa organiza algo terrible: Holanda e Isabel de Inglaterra participan con tantos por ciento en las expediciones de sus piratas; Raleigh y Drake son socios industriales de su Graciosa Majestad Británica. Mientras España se lanza por el plano de la unidad católica del mundo, Europa, en grosera trasposición, corre por el nivel de los intereses.
El español, envenenado sutilmente, perderá su fe, su dignidad interior, la conciencia de su superioridad”. Muerto Felipe II y entrado el siglo XVII, el Imperio español acabará perdiendo su sangre y su ideal. No tiene ya destino y se encontrará sin lazo; Francia e Inglaterra comenzarán a darle sus puñaladas.
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En esta época la mayor gloria de España en América es el tránsito del descubrimiento a la colonización: el conquistador dejando el paso al gobernante.
Los caudillos arrastraron a los más grandes heroísmos, pero esto sólo duró un tiempo: digamos hasta La Española de Colón; hasta el Pacífico, con Balboa; hasta Guatemotzin con Cortés; hasta Cajamarca con Pizarro; hasta Buenos Aires con Pedro de Mendoza; hasta Santiago de Chile con Valdivia; habían llevado fuerzas, luchado, vencido... Después, esta fuerza humana se encontró frente a otra, igual por naturaleza de origen, distinta por estructura política; no de fiereza sino de estructura constructiva; no de camaradería sino de gobierno.
Las polémicas relativas a la capacidad del indio americano quedaron incluidas dentro de las que tuvieron lugar al tratar del derecho que asiste a las naciones civilizadas para gobernar pueblos de evolución inferior, sin quitarles su señorío, pero arrogándose el privilegio de jurisdicción hasta que los naturales se hayan bautizado y abierto sus territorios al comercio.
Se percibe la presencia de esta idea en la relación “De Indis” del P. Vitoria: no admite éste los derechos ilimitados de España a la conquista, y pudiera decirse que su esfuerzo radica en la estimación de lo que era y no era “justo” en la adquisición del dominio de Indias mediante la guerra. Su posición es equidistante entre los dos contendientes de 1550: Sepúlveda, que negaba a los indios todo derecho, y Las casas que se los concedía; preconiza el P. Vitoria para los indios un régimen mixto de libertad y sujeción, como de menores tutelados “para el bienestar y el interés de los indios”.
La justificación radicaba en el mandato de igualdad del género humano y en aquel deseo de arquitectura racional del hombre y de su vida ajustada a costumbres virtuosas dentro de los cánones de la ética aristotélica. Ello queda perfectamente explicado en la carta que el emperador Carlos escribió a los reyes y repúblicas del Mediodía y del Poniente para darles a entender la ley del Evangelio, carta maravillosa, al estilo del “Requerimiento” de Palacios Rubios.
Legislación.
Toda esa nobilísima ideología cuaja en las leyes. Por eso la legislación colonial española fue obra de teólogos y juristas-teólogos; sus fines, espirituales: la salvación y cristianización de una raza inferior. Su base no fue la parte positiva y material del Derecho sino su aspecto metafísico y espiritual: el deber.
La estructura legal de esta idea, primera ley no escrita, la había proclamado la reina Isabel a Colón: “¿Con qué derecho tratáis a mis vasallos como esclavos?”; fue ley perenne y columna vertebral en el problema americano, y que otros varones legisladores repetirían en el transcurso del tiempo.
Podemos caracterizar los periodos de formación de esta ordenación jurídica de Indias por la significación de cada uno de ellos:
En el primero, comprendido entre los 1492 y 1520, el tema predominante es el derecho del papa y de los reyes a disponer de las Indias; necesidad de un título justo.
En el segundo periodo, coincidente con las penetraciones territoriales de México, Perú, Colombia, Charcas y Chile, se añaden los sentimientos humanitarios y la legitimidad del uso de la fuerza según fueran los indios capaces y virtuosos, antropófagos o no, y según acepten o no la religión cristiana.
Y el tercer periodo es la época de virreinatos, Audiencias, iglesias, colegios y Universidades. Ahora se añaden a las opiniones de los teólogos las recomendaciones de virreyes, oidores, prelados y cabildos. Es entonces cuando se reglamenta el trabajo del indio contra los egoísmos abusivos. La legislación de Indias es obra de profunda originalidad, encerrada en el germen de unos pocos principios: la españolización justiciera y piadosa del mundo indígena, que formará uno de los árboles más gigantescos e inconfundibles que en la vida jurídica han florecido.
Ideas que pueden representarse en la Recopilación; la Ley 6ª, título I del libro IV, dice: “Conviene que en todas las capitulaciones que se hicieren para nuevos descubrimientos, se excuse la palabra “conquista”, y en su lugar se use de las de “pacificación” y “población”, pues habiéndolos de hacer con toda paz y caridad, es nuestra voluntad que aun este nombre interpretado contra nuestra intención no ocasione ni dé color a lo capitulado para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios”.
Hechos.
El tipo heroico del romancero, del genuino cantar de la formación del pueblo español, se produce en América. Hay una epopeya española , desarrollada fuera de España que supera a las creaciones legendarias greco-romanas y esta nos la cuentan los nombres geográficos, dictados siempre por la gloria, la pena o la desesperación de conquistadores o navegantes.
Cabe amontonar miles de páginas acerca de nuestra colonización, la más rápida, completa y cristiana que ha visto la Historia, en el orden militar político y religioso. En el contraste con unas tierras cuarenta veces mayor que la propia, con montañas tan abruptas que solo dejan paso a los cóndores, donde las selvas son océanos, los ríos, mares y los bárbaros, bárbaros en todo menos en el arte de matar. Unos grupos de hombres sin otro amparo que sus espaldas mohosas, devorados por hambres caninas, roídos por dolencias, lanzados sin rumbo a Dios y a la aventura, y en menos de cincuenta años (que no serían ni diez de ahora) recorrer el mundo, humillarlo a la Cruz, refundirlo en el crisol de la vida civilizada, empaparlo de Evangelio dando a la Iglesia la mayor conquista desde que el mundo es mundo.
“Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación, como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de toda alabanza en todas las partes del mundo. Bendito sea Dios que les dio tal gracia y poder.”
Así, con ese broche de ufanía cristiana y agradecida, cierra su crónica el historiador de Indias Francisco López de Gómara.
En lo cultural.
Es el resultado más noble de la obra colonizadora, que corre unido a la faceta religiosa. Es la imprenta y las Universidades “para que los naturales y los hijos de españoles fuesen industriosos en las cosas de nuestra santa fe y en las demás facultades”; y los colegios para indios; y el teatro, llevando para los indios los autos sacramentales trasladados al quechua para atraerles al conocimiento de la religión. Y lo mismo ocurre con el arte en las capillas abiertas en monasterios y catedrales y sobre todo en las artes menores, obra de indios educados en escuelas misionales.
En lo religioso.
Está plasmado en las leyes del título I, libro I de la Recopilación, con especialidad en esta ley: “Que no queriendo los indios recibir de paz la santa fe, se use de los medios que por esta ley se manda: conciértese con el cacique principal que está de paz y confine con los indios de guerra, que los procure traer a su tierra a divertirse o cosa semejante y para entonces estén allí los predicadores revestidos con albas, estolas e sobrepellizas, con algunos españoles e indios, amigos secretamente, y cuando sea tiempo... por sus lenguas e intérpretes comiencen a enseñar la doctrina cristiana y con la santa cruz en las manos, y los cristianos la oigan con grandísimo acatamiento, porque a su imitación los fieles se aficionan a ser enseñados y así para causarles más admiración podrán usar de música... con que conmuevan a los indios para se juntar para amansar, pacificar y persuadir a los que estuvieren en guerra...”.
Y de ese espíritu nace la organización de la Iglesia en América, obra del clero regular y seglar, los heroísmos de los misioneros, de la inquisición y de tantas manifestaciones de que se cumplía a la letra lo que la reina Isabel ordenó en su lecho de muerte.
Lo social.
En el trato del indio es ejemplo lo preceptuado por el virrey del Perú Francisco Álvarez de Toledo durante 1569-1581, en el cuerpo de ordenanzas que le dieron fama y que eran verdaderas innovaciones desde el punto de vista español. El sujeto de su preocupación es el indio frente a los encomenderos: una de sus ordenanzas retira a los indios del servicio personal y los reúne en pueblos para darles doctrina y vivir bajo vigilancia de las autoridades; ordenó se erigiesen iglesias; exigía que los niños menores de diez años residiesen con el sacerdote para recibir doctrina; mandaba que el alguacil trajese a los indios los días de fiesta para oír misa. Acerca de los salarios ordenó que se les facilitasen tierras y aperos; darles un vestido por año; atenderles en sus enfermedades; tenían un día por semana para trabajar en sus propias haciendas y diez días laborales libres al año; los mayores de cincuenta años tenían el derecho de vivir en las chacras sin trabajar etc. Estas ordenanzas se copian tres años después en la gobernación de Tucumán, y en 1577 el gobernador Abreu se inspira en ellas para las suyas y lo mismo hace Ramírez de Velasco, hasta que se recoge su espíritu en la Recopilación, como antes se hizo en las Leyes Nuevas.
Al finalizar los siglos de los Austrias existe ya en Indias un Estado estructurado, en el que la justicia había logrado imponerse por encima de la avaricia y el egoísmo. Los abusos existían, pero eran castigados; la consolidación moral de la conquista era una magna obra de conjunto. Por esa labor incesante pusieron los españoles de habitantes de América en comunicación con el mundo civilizado y les quitaron las idolatrías y sacrificios humanos. Es decir, los entroncaron en una civilización que aun subsiste.
Civilización, y no una sociedad compuesta de blancos como la que dejó tras sí Gran Bretaña; una civilización en que españoles, criollos y mestizos fusionaron sangres y costumbres y que al amparo de las leyes de Indias disfrutaron de los beneficios de la cultura española. Civilización española pura, no territorial americana sui-generis.
Pero... también aquí llegan los tiempos en que la misión se rompe, y esta vez por la propia España, que debió conservarla. Al régimen patriarcal de la casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente el nuevo ideal de la Ilustración: de negocios, de compañías por acciones. Las Indias dejen de ser el escenario de un intento evangélico para convertirse en un codiciable patrimonio.
No se vio que la pérdida de la misión espiritual implicaba la disolución del Imperio y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. La España que veían los americanos de la mitad del XVIII a través de los virreyes y funcionarios no era ya la que los predicadores habían exaltado y mucho menos la del testamento de la reina Isabel.
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Bajo el reinado de los últimos Austrias, cuando España, “pueblo elegido de Dios”, “yema del mundo”, “madre de naciones”, era combatida por todos los países, fue perdiendo aquella lozanía fecunda que la había hecho ser la potencia más grande y temida del siglo XVI.
La Hacienda empobrecida y desiertos los campos, agotada la nación por las guerras, disgustado el pueblo por las constantes peticiones de subsidios. La decadencia comenzó bajo Felipe IV; enrolada España en la guerra del los Treinta años escribe en nuestra historia el triste episodio de Rocroy. El Tratado de Munster entre España y Holanda y el de La Haya de 1661 arrebataron a nuestra Patria las Provincias Unidas. El Tratado de los Pirineos con Francia (1659) nos arrebató el Artois, Luxemburgo, plazas de Flandes, el Rosellón y la Cerdaña. Portugal se independiza.
¿Qué está ocurriendo? La zozobra desde mediados del siglo XVII se transforma en preocupación por el ser mismo de España. Ahora ya se pasa a preguntar “qué somos”, “qué es España y qué es ser español”: desde entonces el ser de España pasa a ser tratado como “problema” por los grandes escritores y tratadistas políticos.
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Todo el pensamiento español del Siglo de Oro arranca de la más severa ortodoxia monárquica y católica. En el siglo XVI, al romperse la unidad de Europa con el Renacimiento y el Protestantismo, España se aparta del rumbo cultural de las demás naciones europeas y se aísla, llegando a una homogeneidad de pensamiento característica.
Desde fines del siglo XV hasta finales del XVII, es España maestra del orbe, guión de grandeza, con imperio de ideas, instituciones, costumbres, modas e influencias. “Compenetración de clases sociales, unidad al servicio de un ideal religioso y político, fe en su destino providencial, optimismo en sus empresas heroicas; eso es España en nuestro Siglo de Oro. Esto y una teoría inmensa de santos, teólogos, místicos, ascetas, historiadores, legistas y maestros de todas las ciencias”.
En la Filosofía serán gloria de España Vitoria y Suárez, padres del Derecho internacional y de la Filosofía del Derecho; Valencia, Báñez, Lugo, Molina, Toledo, Fox Morcillo.
Como cronistas brillarán Guevara y Mexía; como historiadores, Sandoval, Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales, Zurita, Moncada, Mariana, Melo, Oviedo, Bernal Díez del Castillo, Gomara, Herrera, Solís etc.
En Literatura, la confianza ascendente comienza en Nebrija, culmina en el soneto de Hernando de Acuña, y culmina en Cervantes. Toda la “rica fabla de Castilla”, que asentó sus cimientos en las ruinas de las primeras hablas peninsulares, labró los rotos mármoles latinos, atavióse con la elegancia helénica, supo emular los apasionados acentos del Yemen, apacentó sus místicas ternuras en la sacra lengua de Israel, llena de tropos y aspiraciones, de sonidos misteriosos y guturales; imitó las melodías del italiano, pero sin perder nunca su ser propio, tomando las cosas foráneas para hacerlas suyas con invencible señorío, acomodándolas a su genio y virtud.
Con este arma se forja la grandeza de nuestra literatura, y los artífices se llamaron Boscán y Garcilaso, Sá de Miranda y Hernando de Acuña, Hurtado de Mendoza y Gutierre de Cetina, Fray Luis de León y la escuela salmantina con sus poetas, Herrera el Divino, Rioja, Arguijo, Jáuregui, Caro y demás vates de la escuela sevilana. Aragón dará a los Argensola y a Esteban Manuel Villegas; Valencia a Gil Polo; Granada a Espinosa y Espinel; Córdoba a Juan Rufo, Góngora y Céspedes, Madrid a Cervantes, Lope de Vega, Calderón y Quevedo.
La mística dará aromas al propio cielo con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, con Fray Luis y sus seguidores.
Los pinceles de luz, gloria de España, los mueven Berruguete, Pantoja, el divino Morales, Juan de Juanes, Ribera, Zurbarán, Greco, Murillo y Velázquez.
El plateresco y Herrera con su severo arte, inspira a los arquitectos españoles. En el monasterio de El Escorial plasma Herrera en dura piedra de la meseta castellana el alma de Felipe II y la unidad de España, a la que prestan guardia la luz y el cielo y el paisaje.
Con Berruguete comienza la serie de escultores nacionales cuyas producciones culminan en la imaginería castizamente española. Llamas espirituales son sus tallas, en idéntica ascensión que en sus lienzos enciende el Greco. Después de él vendrán Becerra, Gregorio Hernández, Martínez Montañés y Alonso Cano. Junto a ellos destacarán también los orfebres famosos de custodias, como la estirpe de los Arfe; los Becerril, con sus obras góticas unas, platerescas otras, herrerianas éstas, y los ceramistas y los artífices de las artes suntuarias; casullas y toda serie de ornamentos que pueden agruparse en torno a la gran figura de Fr. Francisco de Sigüenza.
En los coros de las catedrales resuenan las melodías de Tomás Luis de Vitoria, de Guerrero, Salinas, del maestro Morales, y en los salones los grandes vihuelistas como Luis Milán, Narváez, Daza, Espinel; y los organistas Cabezón, Fr. Tomás de Santa María, Cabanillas, etc.
Todos, éstos y aquéllos, brotan floridos de un tronco recio: El genio y la huella de España.
En lo político, la época expone su verdadero sentido. El moderno Derecho político exige el servicio, la obediencia en nombre de una disciplina casi cuartelera. El cadáver obediente que ahora demanda el Derecho público es un cadáver rígido; obedecemos hoy a leyes sin justificación trascendente, a instituciones sin prestigio divino. España, por sus pensadores imperiales, ensayó a tiempo salvar la obediencia en el seno de la dignidad; España realizó como nadie la concordia de la libertad y de la autoridad.
En lo jurídico no puede hablarse ya de Derecho castellano ni leonés; el Derecho territorial ha ido triunfando sobre el local, que se había reducido a ordenanzas. Este Derecho exigió una sistematización en las Ordenanzas Reales de Castilla (Ordenamiento de Montalvo). En el siglo XVI por sucesivos encargos de Carlos I y de Felipe II preparanse nuevas sistematizaciones como la Nueva Recopilación (1567), y Las leyes de Indias de 1680.
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ALABANZAS
Numerosas y de calidad son las alabanzas que se dirigen a la España del Imperio y con características varias según el tiempo en que se escriben: las que alaban por las glorias que viven; y las que loan por las que recuerdan, en la decadencia. No puede hacerse catálogo erudito ni menos enumeraciones de todas ellas ni de los libros en que aparecen durante estos siglos.
Desde la ‘Apología’ de Matamoros hasta las polémicas de Quevedo, pasando por la ‘constancia de la fe y aliento de la nobleza española’ de Cortés Ossorio y tantas otras, el elogio de España se hace, unas veces para ejemplificar y otras para alentar a los que viendo cuánta fue nuestra grandeza y nuestra postración se entregaban al ocio y a la inacción, persuadidos que todo era inútil. La conciencia de nuestra grandeza y el concepto de nuestra unión histórica rebosa durante todo el XVI, y cuando las guerras que trajo consigo la Casa de Austria de llega hasta el engreimiento: Matamoros, con su célebre ‘Apología’ se extiende en el fecundo reguero de la tradición isidoriana, y su puñado de flores retóricas es una exaltación de la cultura nacional:
¡Aplaude alegre, belicosa España!
¡Tus ámbitos hoy llene de alegría!
Es honor de las musas y morada
De las Gracias, este ínclito hispalense.
que Febo, generoso, te ha otorgado
para que encienda la extinguida lámpara
de la Oratoria que con él revive.
Del brillante alegato humanista se pasará al libro que se opone al ataque foráneo o al libelo político infamante, y será también el tratado de filosofía política que corrige la discrepancia doctrinal, como la ‘Política española’ de Fr. Juan de Salazar. Ese doble carácter de reacción política y de apología de la cultura tendrán los escritos y alabanzas de Quevedo, Solórzano, Alamán, Cabrera, etc.
Alabanzas puras entonadas con la exaltación de lo muy amado las escribirán el Dr. Mota, Fernando de Herrera, Suárez de Figueroa, Lope de Vega, Bernardo de Balbuena, acompañadas de algunas plumas extranjeras como las de Castiglione, Soranzo, Nicolai, Badoaro, Branthome etc. Los predicadores tienen también elogios parciales para indicar, casi siempre, algún defecto contrario que quieren corregir.
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Tipos de este periodo son:
La Santa.
La línea de santidad española henchida de fuego y ardor cristianos llega también a la mujer española a través de un confesor como san Pedro de Alcántara, “santo hecho de sarmientos, a fuerza de rezar y de sufrir”, que hizo de la humildad el criterio fundamental de la vida de perfección, a Teresa de Jesús, “serafín del Carmelo, monja extática y visionaria que fue sembrando España de conventos”. Mientras en Europa se piensa en salirse el hombre del dominio de Dios y de su Iglesia, en España hay una mujer, monja andariega que, por caminos y ciudades , organiza una leva de gente que quiere vivir para el Señor en vida de oración y penitencia.
El Santo.
Es caridad y misericordia, en un Juan de Dios; longanimidad en la limosna, paladín de la misérrima pobreza como Tomás de Villanueva; ángel de la caridad, holocausto de mansedumbre como Juan de la Cruz; es Luis Beltrán, “el fraile de Dios”; Toribio de Mogrovejo, floreciendo en Lima; Francisco Solano, apóstol del Perú; pascual Bailón, el pastorcillo santo; José de Calasanz, inspirador de los más sólidos principios educativos; Juan de Ávila, maravilla de elocuencia; Juan de Ribera, patriarca de Valencia...
Si vacila la misma Cristiandad en su más íntima esencia y hay que restaurarla por la disciplina, restaurando también la jerarquía, surge un Ignacio de Loyola, que concibe el espíritu como arquitectura. Orden militar de combate es la que funda ese capitán español con su bandera para defender el Imperio católico de España contra los herejes; y tal grandeza alcanzará la “Compañía” que sus hijos serán consejeros de príncipes y sabios. Dio grandes santos como San Francisco Javier, San Francisco de Borja, San Alfonso Rodríguez, San Pedro Claver; en Italia a San Luis Gonzaga y a San Carlos Borromeo. Dio teólogos como Francisco Suárez, Salmerón, Molina, Pereira, Belarmino; historiadores como Mariana; inspiraciones de artistas como las de Bernini y Murillo. Arquitectura como la de la Clerecía salmanticense... Y en el Concilio de Trento esa bandera de San Ignacio fue la imperial de España, levantada ante el mundo para defender eternamente a Cristo.
El Teólogo.
La generación de la ciencia teológica en troqueles renacentistas es netamente española. Inicia el magno impulso Francisco de Vitoria, que representa el paso de la escolática al humanismo; Suárez y Melchor Cano fabrican el armazón y la cúpula de la obra. España afronta valientemente la gran trilogía cristiana del conocimiento: Metafísica, teología y mística.
La ciencia teológica española abarca tanto como nuestra dominación política. por Lyon, Amberes y Colonia marchaban nuestras ideas como por Sevilla, Barcelona y Salamanca. La teología protestante es sojuzgada por la cultura teológica española en Jena, en Colonia, en Wurzburgo, en Maguncia, en Ingolstadt, en Viena, en Praga, en Leiden... Hablaba Huarte de San Juan de “la charla, la vanilocuencia y parlería de los teólogos alemanes, flamencos, ingleses y franceses” que, comparados con los nuestros eran bien poquita cosa.
Nuestros teólogos, con ser mucho como científicos, por su rotundidad, gallardía, independencia y erudición, valen más como hombres: “No hablaban sino como sentían, no sentían sino como vivían y no vivían sino como quienes eran”. Fueron hombres de una sola pieza, forjados en el lema de Pinciano: “Menester es el hombre entero”.
Antes que servidores de una idea eran cruzados de una causa. En lo profundo y vital de su pensamiento radica la solución a los graves problemas de la culpa, la redención, la predestinación y la gracia. Fueron caballeros de Cristo y dedicaron su esfuerzo a la conquista de almas para él. Nombres: Arias Montano, Diego Laínez, Domingo de Soto, Salmerón, Melchor Cano, Carranza, Covarrubias...
El Misionero.
El español sabe que el mundo es lucha y que en él tiene una misión. El genio religioso de España organizó como ningún otro pueblo las batallas contra infieles y anticristianos, o para llevar la palabra de Dios a todo el orbe.
Si en los tiempos pasados las fronteras de España fueron defendidas con la espada y la cruz por un Raimundo de Fitero y su Orden de Calatrava, y después por las de Alcántara, Montesa y Santiago; si san Vicente Ferrer convirtió a los judíos con sus palabras de amor; si los caminos y los peregrinos eran defendidos por un Domingo de la Calzada; si los cautivos fueron amparados por un Domingo de Silos, un Raimundo de Peñafort o un Pedro Nolasco, en esta época, que ahora se centra en la Acción, nacerán españoles que se dispersan por mundos lejanos: un Francisco Javier, evangelizador del Japón y de la India; un Andrés Urdaneta, en Filipinas; un Pedro Pérez en Abisinia, y los infinitos misioneros que llenan de gloria y de tumbas el suelo de América; el santo Pedro Claver y el obispo Zumárraga en Méjico; Toribio de Mogrovejo en el Perú; el P. Ancheta en el Brasil, san Luis Beltrán etc.
El Capitán.
Tendrá un nombre que resuma los antiguos ‘claros varones’ medievales: pelea en varias partes del mundo ganando batallas, y su figura adquiere el halo romántico como un Amadís o un verso itálico de Garcilaso. Abundaban en el ejército que tal empresa realiza los nobles y caballeros ilustrados que impusieron sus modales y el trato decoroso entre ellos y los soldados que mandaban.
Decía Maquiavelo que el ejército de España no tenía más señor supremo que la Patria y un espíritu individual desconocido para los demás. Capitanes de tal ejército son un Gonzalo de Córdoba, un Antonio de Leiva, un Requeséns, un Sancho Dávila...
El Conquistador.
Tal vez sea ésta la figura más recia de los prototipos españoles. Todos cuantos a Indias partieron llevaban en sus venas sangre de caudillos. Como una cosecha única brotaron sobre el suelo de España cientos de ellos que, guardando el recuerdo de su patria nativa fundaban la Nueva España (Méjico), Nueva Granada, Guadalupe, Montserrat, Medellín. Para más compenetrarse el conquistador aprenderá la lengua nativa, se casará con india para crear una nueva raza y será paridor de normas sabias y cristianas.
Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa, realizan descubrimientos y minian mapas como joyas. Vasco Núñez de Balboa se adentra en el Pacífico, Magallanes rodea América del Sur, y Sebastián Elcano cerca el mundo entero. Hernando de Soto y Coronado llegan a Norteamérica; a Panamá, Pedrarias Dávila; a Honduras, Cristóbal de Olid; a Guatemala, Pedro de Alvarado; a Yucatán, Francisco de Montejo; al Plata, Díaz de Solís, al Amazonas, Francisco de Orellana; a Bogotá, Jiménez Quesada. Pero los tres hitos señeros los alcanzarán Hernán Cortés en Méjico, Pizarro y Almagro en Perú y Pedro de Valdivia en Chile.
El Ingenio.
Al ingenio de esta época, sea poeta, novelista, filósofo, historiador, dramaturgo, etc. hiere corrientemente su imaginación los grandes acontecimientos en los que se exalta el poder de España. Brotan de él sonetos y canciones, novelas y narraciones, comedias y tragedias, modelos eternos de inspiración heroica y de riqueza imaginativa sin par. Serán Herrera y Lope, y Calderón y Cervantes, y Quevedo y Tirso, y las voces incontables de todos los ingenios españoles de estos siglos.
El Artesano.
El antiguo ‘Colegio’ romano o sindicación continúa en la Edad Media, y a la sombra de los castillos y de los monasterios se van formando ‘las familias de criazón’, que transmitirán como un rito religioso las prácticas de los oficios. De esas familias se forman los gremios, con fueros y ordenanzas, y sus grados de maestro, oficial y aprendiz, su cabildo o consejo y sus jurados. Y allí surgen para gloria de España, los componentes de aquellos gremios que se llamarán de boneteros, boteros, candileros, de sombrereros, orfebres, relojeros, plateros...
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