Revista FUERZA NUEVA, nº 482, 3-Abr-1976
Cuenca. Homilía íntegra de mons. Guerra Campos a los cuatro meses de la muerte de Franco (20-III-76)
“Excelentísima señora, dignísimas autoridades, queridos hermanos:
Hace cuatro meses, Francisco Franco, a quien los españoles tenían por Caudillo y Jefe del Estado desde treinta y nueve años antes, rindió –son palabras suyas- “su vida ante el Altísimo”.
Señora: Vuestro dolor fue compartido por la gran familia que es nuestra Patria. Una porción de esta familia se reúne hoy junto al altar de Cristo y me ha invitado para que ofrezca por Francisco Franco, a la luz de las palabras consoladoras de la Sagrada Escritura que acabamos de escuchar, el sacrificio redentor, que es la prenda del amor de Dios y del triunfo de la vida sobre el pecado y la muerte.
Queridos hermanos: Voy a hacerlo en comunión de fe y de afectos con todos vosotros, y lo harán conmigo estos amados sacerdotes, que representan al clero que trabaja en la catedral, en las parroquias y en el Seminario de Cuenca, y a los que se une un amadísimo sacerdote religioso de Madrid.
Este es un acto religioso, en el que presentamos al Padre por nuestro Señor Jesucristo, con la intercesión de Santa María, nuestra oración y nuestras esperanzas en relación con un hermano en la fe. Nos une la fe. Levantamos a Dios el corazón purificado de escorias, por el ardiente misterio de la muerte.
Pero la fe tiene –ha tenido de modo especialísimo en nuestro hermano y debe seguir teniendo- una proyección sobre la vida temporal de los españoles creyentes. Por tanto, al invitaros a orar de nuevo por Francisco Franco, no puedo limitarme a consideraciones generales sobre la muerte y la esperanza. No puedo omitir las palabras que con esa proyección social brotan de la fe, las que –por encima de las opiniones políticas- se pueden y deben decir desde el altar en presencia de Dios, que nos ha de juzgar a todos.
Parto de dos hechos: Primero, la compenetración de Franco con su pueblo; segundo, la compenetración de Franco con la Iglesia, en comunión con el mismo pueblo.
Compenetración de Franco con su pueblo
Desmintiendo a los que se atrevían a propalar que el pueblo español se consideraba oprimido, la mayoría de los españoles demostró muchas veces sentir hacia Franco admiración, cariño y gratitud. No le alcanzaba el fenómeno del desgaste: pasaba el tiempo y crecía la confianza en su gestión. Yo sé muy bien cuantos españoles soñaban en relación con él el imposible que se desea siempre para las personas muy queridas: que continuara entre los suyos indefinidamente. Y cuando murió, muchísimos dijeron que lo sentían como a un padre. Está aún en los ojos de todos el incomparable duelo de despedida popular en Madrid, del que soy uno de los testigos con más abundante observación. Allí estaba el pueblo integral: no solo los que por su edad podían evocar viejas emociones de las propias vidas; también, en gran número… los jóvenes. En realidad, familias unificadas en la gran familia de España…
Pasado ya, después de la muerte, el ejercicio del poder en Francisco Franco –mientras por el lado triste de la condición humana el oportunismo muestra en algunas partes su faz innoble-, vuestra presencia aquí, mis queridos hermanos, confirma cuán arraigados están los auténticos sentimientos populares.
Compenetración de Franco con la Iglesia
Hablamos, además, de su compenetración con la Iglesia, en comunión con un pueblo creyente. Franco, es evidente, vivió y murió como hijo fiel de la Iglesia. Decenios de su vida corroboran las palabras de su mensaje final: “En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir”. (Profesión de fe ésta tan inusitada que debería hacer felices a todos los responsables en la Iglesia). Él hizo posible, en su momento –momento decisivo-, la continuidad de la predicación y del culto católicos, interrrumpidos sistemáticamente a sangre y fuego. Él confesó a Cristo y a la Iglesia, no solo porque la fe católica sea un hecho social dentro del pluralismo ideológico, sino por sus valores de verdad, de vida y de auténtica libertad y esperanza. No se replegó en la vergonzante apelación a generalidades –como cuando se habla solo de “valores morales”-. Fue abierta su devoción al Cristo real, al de la Santa Eucaristía, y a la Santísima Virgen, Madre de Dios. Vos lo sabéis, señora, y con él habéis vivido esta comunión profundamente religiosa con las realidades que nos vienen del cielo.
Por eso la Iglesia –que está en el mundo para anunciarle y darle estas presencias salvadoras, no para otra cosa- sintió a Franco como muy suyo. (Y esto debe decirse antes de cualquier análisis o juicio histórico-político; no hace falta, por ejemplo, que la Iglesia tenga o promulgue ningún juicio sobre la gestión política de San Luis de Francia, o de San Fernando de España, para saber que los considera muy suyos: están en el catálogo de sus santos.)
Durante decenios, desde unos años en que el que os habla era todavía un jovencillo, se multiplicaron las manifestaciones laudatorias de Papas y obispos, tales que, por su contenido y por su persistencia, difícilmente las habrá recibido ninguna otra persona en vida. ¿Son acaso palabras de tiempos “superados”? Ahí están, hermanos, ahora mismo, después de su muerte, los elogios de cerca de 50 obispos españoles al espíritu cristiano de Francisco Franco. Publicados en los Boletines Oficiales de las diócesis correspondientes, componen un florilegio extraordinario, que en ocasiones se eleva hasta el nivel de lo hagiográfico.
Por su representación y porque el autor vive aún, prefiero repetir, entre tantas muestras, unas palabras dichas en público hace catorce años por el cardenal arzobispo de Sevilla, don José María Bueno Monreal. Frente a las reservas y suspicacias de los mal informados de todo el mundo, no calló entonces –y no creo que haya razones confesables para callar ahora- estas palabras: “Cuando la Iglesia encuentra un gobernante de profundo sentido cristiano, de honestidad acrisolada en su vida individual, familiar y pública que con justa y eficaz rectitud favorece su misión espiritual, al tiempo que con total entrega prudencia y fortaleza, trata de conducir la Patria por los caminos de la justicia, del orden, de la paz y de su grandeza histórica que nadie se sorprenda de que la Iglesia bendiga, no solamente en el plano de la concordia, sino con afectuosidad de Madre, a ese hijo que -elevado a la suprema jerarquía- trata honestamente de servir a Dios y a la Patria. Ese es, precisamente, nuestro caso. Gracias sean dadas al Señor”.
Influjo del espíritu católico sobre la comunidad política
En las mismas palabras del prelado de Sevilla vemos cómo se conjugan lo religioso y su proyección sobre la vida comunitaria de España. Hay un influjo del espíritu católico de Francisco Franco sobre su acción política, que la Iglesia no ha dejado de anotar.
En su mensaje final Franco quiso abrazar a todos a la vez en los nombres de Dios y de España. Ciertamente, no es este el lugar para determinar los grados de acierto de la gestión política de Franco, ni los elogios de los obispos tomaron nunca partido por lo que en política es contingente y opinable. Pero tampoco se podría aceptar con verdad que tales palabras de elogio hayan sido únicamente muestras de cortesía o de halago ocasional, o manifestaciones del respeto que se debe a toda autoridad. Ni siquiera podemos aceptar que se tratase de elogios a unas buenas intenciones. La Iglesia ha proclamado innumerables veces que en ciertas actitudes fundamentales de Francisco Franco, como gobernante de España, hay valores que no pueden dejarse encerrados en su ciclo biográfico. Tienen que proyectarse al futuro; tiene que ser mantenidos, alimentados, perfeccionados, cualesquiera que sean las legítimas modalidades de la acción política en los tiempos por venir.
Gran parte del pueblo católico intuyó bien que había una conexión especialísima entre los frutos en favor del bien común que han dimanado de la larga gestión de Francisco Franco y las actitudes religiosas y morales de éste. Ante todo, Franco dio un ejemplo, pocas veces repetido, de identificación con la fe católica de su pueblo, después de tantos despotismos ilustrados de quienes, utilizando mucho palabras democráticas, se empeñaban en cambiar esa fe, porque la despreciaban; se empeñaban en conformar la mente y el corazón del pueblo a su propia imagen y semejanza, como si el pueblo fuese menor de edad o retrasado mental. Y esto con halagos que no podían disimular el desprecio.
De ahí, tantas consecuencias para el vivir en común y para la acción política, que están por encima de todo lo que es discutible en esta acción. La mayoría del pueblo se sentía identificada con él. Los grupos teorizantes o los apetentes de poder hablan mucho del “poder personal”, como si esta expresión fuese por sí misma descalificadora. Los que hemos vivido desde niños en la entraña del pueblo llano no ignorábamos que ese poder estaba al servicio de la libertad real del pueblo; que se proponía establecer la participación de éste, estimulado en ello por la Iglesia, aunque preocupado –y no le faltaban razones- por evitar las ficciones suplantadoras o anarquizantes. Y, en todo caso, nadie pone en duda que ese poder promovió paciente y apasionadamente, por motivaciones religiosas, un desarrollo de bienes económicos y culturales que, a pesar de los desajustes –efecto de la debilidad de los hombres y de la complejidad de fuerzas concurrentes-, constituye un patrimonio fecundo para todos. Como pocas veces en nuestra historia –si hay algún momento comparable-, todo el pueblo ha dado un salto adelante. Los que hemos nacido abajo pudimos contemplar cómo, por primera vez, los trabajadores humildes encontraron protección y garantía de derechos, cuando tanto tiempo habían sido juguete de engañosas promesas electorales. Lo mucho que siempre queda por hacer y mejorar no puede ocultarnos lo que se ha hecho.
Pues bien, hermanos, creo poder afirmar que si ese tipo de poder personal, más allá de interpretaciones tópicas o superficiales, logró tantos decenios de identificación con el pueblo, sólo se explica por la confluencia de dos factores: 1) porque era un poder que conscientemente quería subordinarse a la Ley de Dios y, por tanto, llevaba en sí el antídoto contra las tentaciones de la arbitrariedad; 2) porque era depositario de la confianza del pueblo: de tal suerte que no pocas de sus decisiones tenían más valor representativo que otras obtenidas mediante fórmulas y cauces que tratan de inquirir cuál sea la voluntad del pueblo. No faltan las comprobaciones fehacientes.
En comunión con esta actitud mayoritaria del pueblo español, la posición de la jerarquía de la Iglesia, sus elogios reiterados, lo repito, no se referían únicamente a unas buenas intenciones, sino a unos criterios y unas actitudes sustancialmente aceptados. Elogian algo que, en medio de todas las variantes políticas, debe permanecer. Elogian la ejemplaridad personal de su vida familiar y religiosa. Elogian su empeño en proyectar sobre la vida pública la ley de Dios, según la enseñanza de la Iglesia. Elogian su inclinación constante a favorecer la misión espiritual de la Iglesia, con respeto a su independencia. Hay que elogiar, de modo eminente, la decisión básica de subordinar todo lo que es contingente en política a un repertorio de valores supremos e intangibles. Por voluntad de Dios, para bien del pueblo, la Iglesia excluye toda concepción de la vida social que esté inspirada en un liberalismo agnóstico o en un ateísmo práctico, privado de motivaciones trascendentes y, por ello mismo, negador de la persona…
La actitud política enderezada a la libertad auténtica de los hombres por el camino del servicio a los valores que la hacen posible, actitud que, con más o menos logros, intentó servir constantemente Francisco Franco, debe permanecer en el futuro.
La síntesis del mensaje
Mis queridos hermanos: El último mensaje de nuestro hermano en la fe es un resumen armonioso de la conjunción entre la comunión íntima y personal con el Señor y la búsqueda del bien común. Es un texto que no necesitamos comentar de nuevo. Ahí está la profesión de fe en Cristo y en la Iglesia. Ahí están las finuras evangélicas de perdón y del agradecimiento. Ahí la generosidad desprendida del que se siente servidor y padre de la Patria, transfiriendo el afecto y el apoyo de los que él se vio rodeado a su sucesor, el Rey Juan Carlos I. Ahí está su apasionada insistencia en la promoción creciente de la justicia social. Su exaltación de la unidad, con integración respetuosa de las multiplicidades legítimas. Y también la palabra valiente, llena de realismo y sinceridad…: “los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad también vosotros”…
***
Por último, el obispo invitó a los presentes a pedir por Francisco Franco: “Que el Señor lo tenga consigo, según lo que manifestó ante sus discípulos: “Padre, quiero que donde yo esté están también estos conmigo”… Que el mismo Franco interceda por nosotros. Que él os consiga, señora, paz, serena esperanza y el consuelo del reconocimiento y del cariño de todos los que a ello están obligados por tantos motivos”.
Deseó también el obispo que Franco obtenga del Señor luz y ayuda para aquel a quien llevó como de la mano muchos años para ser su sucesor, nuestro Rey Juan Carlos I; y para los responsables del destino inmediato de España: entre ellos, de modo especial, consiga lucidez y coherencia para los que en número sin cuento por tantos años fueron sus colaboradores.
“Que se asocie a la intercesión de Santa María y de todos los santos para que España mantenga su fidelidad a Cristo. Durante el último Congreso eucarístico nacional, el de Valencia, en presencia del legado pontificio y de gran parte del episcopado español, después de la ofrenda que hicieron ante el Santísimo Sacramento los representantes de las distintas regiones de España, Francisco Franco, postrado ante el Santísimo Sacramento dijo: “Mira propicio, Señor, al pueblo español que te ofrece la hostia espiritual de su propia consagración, la cual en su nombre yo te presento… Derrama tu gracia sobre el pueblo español para que… se mantenga firme en la fe… Que España entera se sepa tuya y que, fiel a su tradición católica, viva siempre para Ti”.
Lo dijo ante el Señor velado ante las especies eucarísticas. Hermanos: que ahora pueda decirlo, cara a cara, ante el Señor descubierto. Que así sea.”
|
Marcadores