Una de los escritos más fundamentales de la oposición contrarrevolucionaria legitimista española es, sin duda, La España en la presente crisis del Dr. Vicente Pou: La España en la presente crisis (Vicente Pou, 1842).pdf.
Reproduzco seguidamente la parte que, a mi entender, constituye el cogollo o corazón de todo el libro, a fin de excitar o animar la lectura del resto de la obra. Se trata del epígrafe tercero correspondiente al Capítulo tercero del libro.
Pequeños fragmentos de este epígrafe ya fueron colgados por Hyeronimus en el Foro aquí y aquí. Yo lo dejo transcrito enteramente, añadiéndole tan sólo algunas notas a pie de página.
Fuente: La España en la presente crisis. Examen razonado de la Causa y de los hombres que pueden salvar aquella nación, Vicente Pou, Imprenta de X. Jullien, Diciembre de 1842, Montpellier, Capítulo III, § III, páginas 140 – 172.
Es cosa demostrada para todo justo observador que, en el Pueblo donde lleguen a trastornarse o a faltar sus principios constitutivos, se desquiciarán y faltarán luego sus grandes intereses; y siendo igualmente demostrado que la Causa de Carlos V representa los más perfectos y adecuados elementos de la nación española, y que la de Isabel los destruye, es consiguiente que con la primera se promueva, y se arruine con la segunda, todo cuanto tienen de más caro los españoles, como es: independencia nacional, consideración en el extranjero, costumbres antiguas, leyes y fueros del país, buen orden en los pueblos y en las familias, moralidad en todas las clases, libertad personal bien entendida, unión interior, paz exterior, con todos los demás bienes materiales que dimanan naturalmente de los expresados. Aunque diez años atrás tuviese sobre esto las mismas convicciones que ahora, no me habría atrevido sin embargo a manifestar mi opinión con la misma confianza que en el día me inspira la experiencia, y con la seguridad que dan a mis palabras los hechos públicos, constantes y uniformes, que han venido a confirmar los principios, y a demostrar lo que podía parecer oculto e incierto en la naturaleza de las cosas. Una ojeada sobre el estado de España basta para conocer la exactitud de este juicio, empezando por su independencia y su consideración en el extranjero.
No hay nación en el mundo que por la naturaleza tenga más proporciones para ser independiente, ni más propensión a serlo, que la nación española. Rodeada de mares y de una cordillera de montes que la separan del resto de Europa; provista de todos los medios y elementos necesarios para subsistir y gobernarse; unida estrechamente, no por intereses materiales, sino por el amor a la Religión y a la Majestad de sus Reyes; dotada de un carácter pundonoroso e impaciente de toda dominación extraña, ha mirado siempre ésta como su mayor calamidad e ignominia, y, para evitarla, no ha perdonado sacrificio. Todo el poder colosal de los romanos no pudo concluir la pacífica conquista de los bravos e indomables cántabros; ni los godos habrían seguramente radicado su gobierno en la Península si no se hubieran convertido en españoles. ¿Qué otro Pueblo defendió jamás por ochocientos años su Religión, su libertad, y sus leyes, contra un enemigo el más tenaz que se ha conocido? Y lo que ha pasado en nuestro siglo es un testimonio de no haberse debilitado su antiguo carácter. La nación española, al paso que respeta los demás Pueblos, quiere también ser respetada, y no sufre impunemente que se la ultraje o que se la mire con desprecio. El amor a su nacionalidad, a su nombre y a su gloria, le lleva a un punto si se quiere excesivo, y que algunos han tachado con el nombre de “orgullo español”. De España, no una vez sola, ha salido el movimiento de vida y de salud para el resto de la Europa, y los rayos de la ciencia que han ilustrado muchas y vastas regiones. Su voz ha sido escuchada con atención, y su alianza buscada siempre y tenida en gran precio. Alguna vez, con su fuerza, ha podido intimidar y dar la ley a las naciones vecinas, pero nunca se ha prevalecido de ella para humillarlas, ni para sujetarlas a su interés o a su capricho complaciéndose en su ruina. El español castizo se acuerda aún hoy día que su lengua, su nombre y su influencia se extendían a todas las partes del mundo, y que el Sol no conocía ocaso para las vastas posesiones de su imperio; se acuerda de su dignidad, de su poder, y de su antigua gloria; siente en su corazón vigor y espíritu para recobrar el puesto que le corresponde en la sociedad europea, porque aún corre por sus venas la sangre de sus ínclitos mayores; y, por esto, se indigna al ver la degradación y envilecimiento en que se halla sumida su patria, hecha el juguete o la lástima de las demás naciones, y, en verdad, que no hay para menos.
Esta grande y generosa nación, bajo el imperio de Isabel dejó de ser independiente, porque su nuevo gobierno, destituido de fuerza propia para sostenerse, debió echarse en los brazos de los que quisieron recibirle bajo su protección. Así es que, sin embargo de hallarse en plena paz con todas las naciones del mundo, solicitó de rodillas un Tratado de Alianza con la Inglaterra, la Francia y el Portugal [1], por el que, estipulándose en favor del Trono de Isabel socorros materiales de dichas Potencias, se aseguraron las dos primeras, con tan miserable precio, la influencia moral y el predominio en el nuevo gobierno y en todos sus actos. Desde entonces, el pensamiento dominante estuvo alternativamente en el palacio del Embajador de Francia o en el del Embajador de Inglaterra. Allí se han meditado los planes, se han consultado las providencias, y se han resuelto los grandes negocios de que dependía la paz, la felicidad y la existencia misma de la España. En las capitales de provincia, en los puertos marítimos, en las colonias españolas, los Cónsules, mayormente ingleses, han ejercido un influjo absoluto, y no una vez sola se los ha visto mandar como dueños. Díganlo, si no, las autoridades de la isla de Cuba y de los puntos limítrofes a Gibraltar. Hasta en los ejércitos, la Inglaterra y la Francia tenían sus inspectores que seguían al Cuartel General, influyendo poderosamente en las operaciones militares.
Las relaciones de comercio, el movimiento de la industria, la dirección de las ciencias, la administración de la hacienda pública, las contratas, los empréstitos, todo ha debido regularse según el interés o las miras de una de las dos Potencias, disputándose las mismas entre sí la preponderancia, que, por último, ha cedido definitivamente en favor de la Inglaterra. De esto se ha quejado y se queja aún agriamente la prensa francesa, tanto la ministerial como la de la oposición y la independiente, y no sin fuerte motivo, viendo excluida su nación de la dirección de los negocios de España, después de haber hecho tantos y más sacrificios que la Inglaterra para obtener esta prerrogativa. ¿Cuándo jamás la España se vio en tan triste y vergonzosa dependencia de los consejos e intereses extranjeros? ¿Cuándo su gobierno tan abatido bajo el peso de exigencias ruinosas a sus súbditos, pendiente del veto o del placet de un Embajador, de un Encargado de Negocios, o de un Cónsul, aun en los asuntos interiores que nada tienen que ver con la política internacional? ¿Cuándo se habían visto así clasificados los Agentes o Ministros del Poder, que todo el mundo los distinguiera por “ingleses” o “franceses”, es decir, servilmente adictos a la política de una de las dos naciones? ¿Cuándo esta nación, en otro tiempo tan poderosa, había sufrido el bochornoso escándalo de entrar en sus puertos los buques de guerra extranjeros sin las formalidades que exigen el derecho de gentes y los tratados, y de verse visitadas y detenidas sus embarcaciones bajo cualquier pretexto, sin atreverse el Gobierno a levantar la voz? ¿Cuándo se habían celebrado empréstitos y transacciones tan graves y perjudiciales en beneficio de compañías extranjeras, y contratas tan ruinosas por las que ha llegado a pagar la nación española los zapatos ingleses para la tropa a treinta y siete reales el par? Todo el mundo conoce que es antieconómico el exponer de golpe en venta la mole inmensa de bienes raíces de que, tan impolítica como injustamente, se ha despojado al Clero y a las Iglesias, junto con los muchos que necesariamente ha de acumular en el mercado la ley sobre vínculos y mayorazgos [2], porque es imposible que esta concurrencia simultánea no ponga la baratura y el menosprecio; pero no importa, no se atiende aquí al procomún español, sino al interés de los especuladores ingleses y de otros agiotistas sin patria que van a beneficiar allá con gran lucro pedazos de papel [3] que sólo les costaron algunos chelines, y aun a comprar con ellos pingües posesiones. Era por cierto indecoroso, perjudicial, indigno, a más de ser injusto y sacrílego, el vender una multitud de alhajas de oro y plata y rica pedrería, en las que el arte y la antigüedad compiten las más veces con el valor de los metales; cuadros magníficos de gran precio; estatuas, libros, ropas y adornos exquisitos, robado todo en las Iglesias y Monasterios desde el año 1835; pero no importa, debe darse gusto a los judíos y protestantes de Inglaterra y de otras naciones, que han ido a comprar aquellos preciosos objetos en España, como pudieran en una campamento de árabes y de beduinos después del saqueo de una opulenta ciudad, para tener la satisfacción de acomodarlos al servicio de sus mesas y adorno de sus estrados, o para ganar con este tráfico algunos millones sin ningún riesgo y muy poco trabajo. Pero ¿qué mucho? El gobierno de Isabel en todas sus fases, empezando por el de Zea Bermúdez hasta el de Espartero, persuadido que debe su existencia a los auxilios extranjeros, y sin aquel interés por los pueblos que sólo puede inspirar a un Gobierno la convicción de su legitimidad y del derecho que le asiste, no halla concesión que sea excesiva, ni sacrificio que no considere debido, a trueque de existir, mas que sea a merced ajena.
Desde ahora, la España no es una Potencia de primero, ni de segundo o tercer orden, sino una colonia o una provincia donde se hacen las leyes, se decreta y se dispone en favor de la Metrópoli. A tal estado de abatimiento y de nulidad en el exterior ha llegado la patria de Hernán Cortés, de Gonzalo de Córdoba, de Ramón de Moncada, de Rodrigo de Vivar; esa nación magnánima, que tanta sangre ha vertido para fundar y sostener su independencia y honor nacional. Mirémosla ahora, si coraje aún hay para ello, en su interior.
Un Gobierno paternal y verdaderamente sabio, respeta y hace respetar la Religión como primera base de la sociedad y el más rico manantial de todo bien; protege la moral pública por medio de una educación castiza y esmerada; se hace una ley de conservar los buenos usos y saludables costumbres, que son como una segunda naturaleza de los pueblos; fomenta la agricultura, promueve el comercio, alienta la industria, y alivia las cargas de los súbditos en cuanto permita el buen servicio público. Mas los Ministros de Isabel o de Cristina, así como ahora los de Espartero, tienen un interés superior al que estos grandes intereses españoles están subordinados y deben servir. Bajo este concepto, se ha dado introducción y apoyo al protestantismo con todos sus pestilentes errores; la Sociedad Bíblica de Londres entra libremente sus mercaderías corrompidas, y hace nuevas impresiones de ellas en Barcelona y en otros puntos, hasta en los dialectos provinciales, para que su lectura esté al alcance de todos, al paso que se oprime y persigue a la Religión Católica con todo género de vejaciones e injurias. La corrupción y el desorden provocados por los escándalos y atentados del mismo Gobierno, han llegado a su colmo; los odios, las rivalidades y las luchas sangrientas se multiplican y embravecen de un modo espantoso; el trato de los hombres del Poder es cada día más duro e insolente con los pueblos, sin distinción de clases ni de condiciones, sin respeto a fueros ni a derechos, nivelando a todos bajo un despotismo de que se avergonzara el más absoluto tirano. La escala para subir al Poder y a los primeros destinos en estos diez años han sido constantemente las rebeliones y los pronunciamientos armados: con estos medios, los que hoy mandan echaron de su puesto a los que, a su vez, también ocuparon el Poder con el auxilio de los mismos. ¿No se ha visto a los criminales, teñidos aún con la sangre de sus víctimas, fraternizar con la autoridad que debía juzgarlos, y hasta sentarse en los escaños de los legisladores? ¿A los primeros magistrados abandonar su puesto, bajando a la arena con los rivales para vaciar sus querellas en un bárbaro desafío? [4] ¿Y qué será de la educación pública, cuando hombres que se glorían en su impiedad y en el desahogo de las más vergonzosas pasiones, se han hecho sus directores? ¿Cuando se ponen en manos de la juventud unos libros que los magistrados de Ginebra, en el furor mismo de su revolución [5], hubieran quemado, proscribiendo a sus autores? ¿Cuando un mal sacerdote, rehabilitado por el justo medio [6] para el magisterio, Rector ahora de una de las Universidades principales, ha tenido la osadía de subir al púlpito en una función religiosa con casaca y sombrero a lo protestante, para hacer la apoteosis de la rebelión y de la anarquía? [7]. Las leyes antiguas del Reino, las formas de su gobierno, los usos y venerandas costumbres de los pueblos, los fueros y derechos particulares de las provincias acomodados a las circunstancias de localidad, de carácter, de relaciones de intereses y necesidades, todo desaparece para sustituirle lo que plazca importar del extranjero. Como si la España fuese un territorio insignificante enclavado entre naciones poderosas, y los españoles una tribu flotante sin patria, sin hábitos arraigados, sin leyes fundamentales, sin recuerdos gloriosos, sin monumentos antiguos, sin nombres apreciables, y sin afecciones propias; los nuevos moderadores tienen la desfachatez de propalar que esta nación grande, metrópoli famosa de tantas provincias a quienes ha dado instituciones y leyes, por necesidad debe seguir y asimilarse a los pueblos que la circundan y la guían, incapaz ya de constituirse y de gobernarse por sí misma. Así hablaba Villalta por todos en su famosa carta al Smo Príncipe de Metternich [8]. Por esto se apresuran a darle, a pesar suyo, religión a la inglesa; Cámaras y formas gubernamentales a la francesa; educación, costumbres y hasta las pasiones a lo filosófico-liberal y extranjero. Rompiendo los antiguos vínculos que unían las diferentes provincias de un modo el más suave y fuerte, trabajan por sustituirles la centralización que su limitado talento admira a la otra parte de los Pirineos, o la oligarquía inglesa cuando se hubiesen creado las descomunales fortunas que empiezan ahora a levantarse sobre la ruina de las propiedades de la Iglesia y de la antigua aristocracia; vínculos miserables que, sobre los grandes perjuicios que acarrean al común de los ciudadanos en las provincias y otros males todavía de un orden superior, son y serán siempre insuficientes para ligar en España lo que, por tantos siglos, unían el sentimiento de la Religión y un afecto respetuoso a la Monarquía. Las intrigas, el cohecho, el soborno con todo género de corrupción, y aun la fuerza hasta cierto punto, deben ser, como en Inglaterra, medios usuales en las candidaturas para obtener el poder legislativo. Los colegios electorales serán también las palestras de segundo orden, y las Cortes el grande campo donde el poder obscuro de club y de partido batallará con las armas indicadas para conseguir una mayoría de votos, y, con ella, subyugar el Reino a sus caprichos y sórdidos intereses. En Madrid, así como en Londres y en París, ha de haber igualmente un populacho inmenso, sumido en el ocio y en la miseria, viviendo de la novedad y de la licencia, y siempre pronto a las órdenes de los grandes demagogos para regularizar asonadas y pronunciamientos populares según convenga; y, como allí la Revolución se halla todavía en los ardores de su juventud, los asesinatos, los incendios y toda clase de horrores estarán aún por largo tiempo a la orden del día, porque todo esto se necesita para destruir la sociedad antigua y crear otra nueva, como así sucedió en las naciones regeneradas; hasta que, fatigada aquella cruel deidad con tanto crimen, y embotada con la misma sangre derramada en su obsequio, caiga por fin en el letargo, gozándose sus predilectos hijos sin inquietud en el placer inmundo de la disolución y del crimen, y en los ricos despojos que aquélla les adjudique en premio de sus servicios.
Una deuda inmensa con sus diversas clasificaciones, empréstitos, Bolsas, agiotajes, bienes nacionales, billetes y cédulas de banco, son otros tantos puntos en que la copia corresponde exactamente a su modelo. Y, para que nada falte, un Presupuesto enorme que, desde 1833, ha ido creciendo hasta la suma de mil trecientos setenta millones de reales, es decir, casi dos terceras partes más de lo que montaba en tiempo del gobierno monárquico, suministra al partido dominante medios suficientes para rodearse de numerosa fuerza armada y de una multitud sin cuento de agentes y esbirros de Policía, de apologistas y paniaguados, de contratistas y banqueros, que le sostengan en el Poder. Porque también la España, según las inspiraciones de la política moderna, ha de dividirse en dos clases, la una que viva del Presupuesto y se desvele con celo para aumentarle y hacerle efectivo, y la otra que pague las contribuciones y trabaje en aumentar la riqueza en beneficio principalmente de la primera; ésta será la dueña y propietaria de la nación, la gobernará y administrará a su gusto, esquilmando sus productos líquidos, mientras la otra comprará el derecho de cultivar sus fundos y coger sus frutos, o la facultad de trabajar y de percibir los emolumentos de sus sudores y de su industria. Sólo en una cosa no se quiere que la nación española se asemeje a sus vecinas, y es en el poder y en la riqueza fabril y comercial: no debe, pues, tener Marina, ni muchas fábricas, ni gran comercio, encargándose sus generosos aliados de proveer a esta falta; se le dejará cultivar la tierra, explotar sus ricos minerales, y acuñar moneda, la que cambiará por algunas telas de algodón, por cuchillos, tijeras, alfileres y otros géneros curiosos que, a buen precio, se le traerán de París, Londres, Manchester o Liverpool. Las Islas y puntos de escala para la América y la India podían ser útiles a la España en el siglo XVI, cuando su bandera ondeaba sobre el Océano en todas direcciones; mas ahora, desde que, a medida del progreso que han hecho las luces del siglo, ha ido también decreciendo su influencia y su poder, le son inútiles estas posesiones: las dejará, por lo mismo, a la libre disposición y uso de la Inglaterra, y aun se las venderá por algunas miles de esterlinas.
Concluyamos de una vez en pocas palabras. La causa de Isabel ha puesto la España en la dependencia de los extranjeros y en los brazos de la Revolución, y con esto se ha dicho todo. De estas dos fuentes inagotables de males derivan todos los que desuelan esta nación desgraciada y la tienen ya al borde de su disolución social. Yo no sé qué podría haber de más grave y decisivo para condenar los hechos y la memoria de una causa y de los hombres que la sostienen. Y, si los directores del partido cristino-liberal [9], sobre quienes pesa toda la responsabilidad, quisieran aún replicar que estos dos antecedentes no pertenecen a ellos ni a la causa que crearon, que nos digan: ¿quién los arrojó de España con su Reina Cristina sino la Revolución y la influencia extranjera, con quienes partían el Poder? ¿Y cómo podrían negarlo, cuando el sentimiento y el despecho les ha arrancado las confesiones más explícitas? Los documentos oficiales publicados por toda la prensa periódica, las quejas motivadas de los oradores en la Cámara de Francia, así de la oposición como ministeriales, acerca de la influencia y del predominio que ha ejercido y ejerce el Gobierno inglés en España contra los intereses de la Francia, y las que los oradores ingleses produjeron a su vez en el sentido inverso, son un testimonio al que debieran los cristino-liberales responder antes de contradecirme.
Esta reseña de males en la que me he detenido, quizá más de lo justo, bastara por sí sola a recomendar la Causa de Carlos V, y a encarecer la necesidad en que se halla la España de volver a ella, si ha de recobrar sus más preciosos intereses, por la simple razón de ser contraria a la de Isabel, que desgraciadamente los ha perdido. Sin embargo, no quiero dispensarme de entrar más de lleno en este argumento con algunas reflexiones, a cuya exactitud y verdad, tarde o temprano, se hará justicia, por más que repugnen ahora a los espíritus más superficiales que, con tan mal suceso, dirigen la opinión del siglo.
Un Gobierno fundado en las leyes es, por su naturaleza, fuerte en el interior, e independiente en el exterior. Por lo mismo que no debe su existencia ni al sufragio caprichoso de un partido, ni al apoyo interesado de Potencias extranjeras, ni a otra causa menos decorosa todavía, marchará firme hacia su objeto, sin que le embaracen ni compromisos y atenciones que no ha contraído, ni exigencias de los que le hayan puesto y sostengan en el Poder. Deudor únicamente a las leyes, a ellas únicamente tributará su obsequio, dirigiendo todas sus miras a la justicia y al bien común, que son el objeto sagrado de aquéllas; y no sólo el reconocimiento, sino aun el propio interés le empeñarán en esta carrera, pues que, observando religiosamente las leyes y haciéndolas observar, consolidará el fundamento de su autoridad sobre sus semejantes. Por otra parte, los principios religioso y monárquico son la base más natural de las sociedades: ellos estrechan la unidad, y ésta es la que constituye la fuerza y la independencia de un Estado, crea y mantiene el orden entre los ciudadanos, y concilia el respeto de los extranjeros. Todos los pueblos les deben su origen, y progresan a su perfección, o declinan a su ruina, en la justa proporción que este doble vínculo conserva su vigor o empieza a debilitarse. Algunas anomalías, o un período más o menos largo de prosperidad y grandeza aparentes, debidas a circunstancias particulares, no pueden destruir la regla. El Soberano que cuenta con estos dos poderosos estribos, tiene asegurada su autoridad, y no necesita tiranizar los pueblos, reduciéndolos a una especie de unidad mecánica que destruya sus antiguas costumbres, sus fueros y sus libertades particulares, al paso que los pueblos tienen en los mismos principios la mejor salvaguardia de sus derechos. Ningún otro gobierno ofrece más seguridad individual, porque ninguno aleja más las causas que puedan perjudicarla; y en ninguno, oígalo quien quiera, se goza de mayor libertad racional y justa, porque en ninguno hay menos agentes que la perturben, menos reglamentos y formalidades que la modifiquen, y menos hombres díscolos y perversos que la hagan inútil y perniciosa. La fuerza majestuosa del principio monárquico, enfrena las pasiones turbulentas que resisten a la dulce influencia del principio religioso, y éste, a su vez, tempera la severidad del primero para que no degenere en tiranía.
El poder de la soberanía monárquica, dice un sabio publicista, es todo moral, y es necesario violentarle para poder abusar de él; mas el abuso empieza desde luego a debilitar su fuerza, y del mismo mal nace el remedio. Para hacer el bien y mantener los pueblos en la justicia, la fuerza del Monarca es irresistible, porque le asiste el poder divino de la Religión y el orden de Dios que le ha constituido en tan eminente dignidad; tiene en sus manos las leyes, los fueros, las costumbres y la voluntad del Reino, que robustecen su brazo: los Consejos, Tribunales de Justicia, corporaciones respetables, la fuerza armada, todas las clases de la sociedad enlazadas unas con otras hasta llegar al último ciudadano, todo sirve y coopera a su acción real y a cumplir sus benéficas intenciones. Mas si, al contrario, separándose de su alta misión, quisiera oprimir los pueblos, una sorda resistencia se le opone de todas partes: su conciencia, su honor, su bienestar, la Religión, las leyes, las costumbres y prácticas de los pueblos, las representaciones de los Consejos y demás cuerpos del Estado, la fuerza misma de las cosas, son otras tantas barreras que le detienen; y, como el Monarca es una persona sola y aun débil y aislada por la razón misma de su elevada posición, tendrá que ceder bajo pena de perecer en el conflicto, y, entonces, su propio interés le contendrá en defecto de otro más noble motivo. Combinación admirable capaz de hacer de la sociedad humana una sombra del Paraíso, si no la trastornara e hiciera en parte inútil el orgullo caprichoso del hombre, quien, no satisfecho de la obra de Dios, busca temerario en su miserable fondo otra cosa mejor que pueda sustituirle, unas veces ensanchando la acción del principio monárquico más allá de lo justo para que pueda obrar libremente el mal, y otras restringiéndola para que no pueda impedirle, ni procurar el bien. Es verdad que la España está llorando las consecuencias de un extravío del poder monárquico, que no se supo o no se pudo impedir; mas no por esto son menos ciertas mis observaciones, pues que se fundan en la naturaleza misma de las cosas, cuyo curso y efectos pueden alguna vez alterar la malicia de los hombres o la fuerza de un concurso accidental de circunstancias, sin que por esto se corrompa o cambie aquélla; y no tengo reparo en asegurar, firmemente convencido de que diré la verdad, que, si la Monarquía española en el presente siglo ha dado tan enorme caída, ha sido porque su principio se hallaba ya anteriormente falseado por las doctrinas y poderosa influencia de los mismos a quienes se impugna en este escrito.
La España antigua, bajo los auspicios de la Religión y de la Monarquía, ha sido por muchos siglos libre, independiente y feliz. Ninguna nación hay que pueda gloriarse de haber tenido leyes más templadas y justas para todas las clases; ninguna donde se cometieron menos crímenes, y fuesen más raros los castigos; muy pocas las que tuvieran menos pobres, sin necesidad de leyes tributarias o represivas para desterrar la mendicidad; ninguna, en fin, donde las clases inferiores hayan disfrutado de más derechos, y estado más al abrigo de la prepotencia y de la ambición. Ni la servidumbre personal ni la territorial pudieron echar raíces en aquel país clásico, y cuanto había de duro y odioso en las costumbres feudales desapareció tan pronto como cesaron las guerras y trastornos, en cuyo conflicto nacieron los perniciosos abusos de aquéllas. La libertad general y la verdadera ciudadanía son un derecho inherente y como ingénito a todos los españoles sin distinción, con puerta abierta para ganar por el trabajo y el mérito lo que negaren el nacimiento y la fortuna. ¿Dónde como en España se ha procurado que la carrera de las ciencias fuese común y de fácil alcance a todas las clases, aun las más menesterosas? Los establecimientos de enseñanza eran allí gratuitos, esparcidos por todo el Reino, y, lo que es más todavía, las familias pobres fueron especialmente atendidas con la erección de una multitud de colegios, de pensiones y fondos píos destinados exclusivamente a la educación de sus hijos. He aquí la razón por que en España no había esa plebe inmoral y envilecida que se observa en otros Pueblos, condenada perpetuamente con sus hijos a servir en los más bajos oficios de la sociedad, sin esperanza y sin estímulo para mejorar su condición y aspirar a las dignidades y honrosos destinos. He aquí cómo se consultaba a la igualdad y al bienestar de todos, sin perjuicio de las distinciones jerárquicas que el orden natural y el político exigen. He aquí por qué el verdadero honor y el saber eran justamente apreciados en las clases media y baja, y preferida la virtud al interés material del dinero. Los que en nuestros días afectan interesarse tanto por el estado llano, al que con desdén llaman la clase proletaria, que atiendan dónde ha gozado aquél de mejores condiciones; dónde se le abre ahora la puerta del saber, de la virtud y del mérito con tanta franqueza como se ha hecho en España. Para conocer la diferencia, no hay más que mirar a qué precio se da la instrucción pública en los Pueblos que pasan por más ilustrados. Según las ideas de este siglo que llaman positivo, el dinero se presenta como el medio único de salir de la obscuridad y llegar a mejor fortuna, y, así, no es extraño el ver que la multitud trabaje exclusivamente para forzar esta puerta, abandonando los caminos honrosos de la virtud y del verdadero talento que mira como de todo punto obstruidos para ella, y que haya vuelto a erigirse en principio el proverbio virtus post nummos, con que marcaba la corrupción e ignominia de su época el poeta Horacio. Con tan funesta política, bien podrá verse en la masa del pueblo mayor movimiento, más industria, y aún más riqueza material; pero avanzará rápidamente aquél en la corrupción de costumbres, y, con ella, la miseria y un sinnúmero de males vendrán a afligir la humanidad a lado mismo del fausto y de una opulencia que nunca basta para las nuevas necesidades. Hubo un tiempo en que la nación española se hallaba felizmente lejos de este terrible escollo.
La Causa de Carlos V, por razón de sus principios, trae consigo todas las enunciadas ventajas, que bien pueden llamarse los primeros y más grandes intereses de un pueblo, sin que corran riesgo alguno de sufrir la menor alteración o menoscabo por la persona y antecedentes de este Príncipe libre de todo indecoroso compromiso, ni por las circunstancias generales de la situación, las que, al contrario, dan a dicha Causa el más grande interés, pues que identifican con ella de un modo muy particular la suerte de la España. Téngase presente lo que poco ha se ha dicho acerca de los males que en estos diez años ha producido la causa de Isabel, y, con algunas pinceladas acerca de los bienes que de sí promete y había empezado a dar la Causa de Carlos V, el menos instruido en los sucesos se hallará en estado de decidir la cuestión. Nadie desconoce el celo piadoso que anima al Señor Don Carlos V por la causa y el esplendor de la Religión, como primera base de su Gobierno y el más poderoso medio de la felicidad de sus súbditos. En vano sus enemigos han intentado cubrir su conducta en esta parte con el ridículo: los actos de virtud heroica que la esmaltan desde los más tiernos años, el valor y la serenidad poco comunes en los peligros y lances más apurados, la decisión constante de sufrir cualesquiera males y penosas privaciones antes que ceder cobardemente en lo que, con prudente reflexión, ha creído de su sagrado derecho y del bien permanente de la España, dan un buen testimonio de que las virtudes de Carlos V no son frivolidades de un alma débil, sino sentimientos sublimes de un corazón generoso formado con el espíritu castizo de Religión, único capaz de remontarse hasta el verdadero heroísmo. Cuando el tiempo haya dado algunas vueltas, las pasiones hayan calmado, y se hallen cambiadas las suertes, el siglo mismo que ahora insulta a Carlos V será forzado a hacerle justicia.
En sus Proclamas y Manifiestos, Carlos V ha declarado que quería gobernar según las sabias leyes de la Monarquía, y mantener religiosamente las instituciones de la misma, los fueros de las provincias y las legítimas costumbres de los pueblos, y así lo cumplió con exactitud en cuanto pudo; que su anhelo era hacer la felicidad de sus súbditos, cortando los abusos y arrancando vicios que errores funestos y aciagas circunstancias habían introducido en la administración, y, a este efecto, expidió Órdenes, pidió Informes, y dictó Providencias en las provincias donde llegó a ser reconocido su Gobierno. Decidido a sostener los sagrados derechos de su Persona y Dinastía, pero más celoso aún de la independencia y honor de su Reino, nada ha sido capaz de arrancarle una concesión ni una palabra que pudiesen perjudicar a tan preciosos intereses, prefiriendo llevar con resignación los infortunios que pesan sobre su Reino, y muy particularmente sobre su Augusta Persona y Familia, antes que causarlos con un acto de su voluntad que, por de pronto, pudiera suavizar su situación penosa. Bien penetrado de los deberes y oficios que incumben a un soberano, del origen de su grande autoridad, y de los fines por que Dios se la comunica, estos antecedentes son su invariable regla, resuelto a no entrar en pactos y condiciones que no sean conformes a ella. Para Él la España no es una patrimonio sobre el que pueda transigir a su arbitrio, sino una nación cuyo gobierno, por el orden prescrito en la naturaleza y en las leyes, le ha confiado Dios, no en utilidad propia, sino en obsequio de la Religión, del orden público, de la justica y de la prosperidad común; y sólo estas profundas convicciones han podido fortalecerle para arrostrar tantos peligros en Madrid y en Portugal, tantas fatigas y trabajos en los montes de Navarra y Provincias Vascongadas, y tan sensibles privaciones en su triste mansión de Bourges: convicciones que, desde la niñez, tuvo impresas en su Real ánimo, y que le dictaron la valiente y franca respuesta dada al tirano de la Europa en Bayona [10], sin miedo al poder imponente que la exigía, ni a terribles amenazas poco tiempo antes ejecutadas vilmente en un joven Príncipe de la sangre de Borbón en el Castillo de Vicennes [11]. ¡Qué diferencia entre estas intenciones y conducta, y los actos de impiedad, de tiranía y de baja condescendencia que caracterizan al gobierno de Isabel en todas sus tristes fases! ¡Qué haría Carlos V colocado en el Trono para cumplir con los oficios de su sagrada misión, cuando por ella se ha sometido con heroico valor a tan duros trabajos y terribles peligros!
Pero hay más todavía. De una parte, se presenta un Rey virtuoso y provecto, español, hijo de Reyes españoles, educado en los principios y costumbres de su patria, sin otras alianzas y relaciones interesadas que los vínculos sagrados que le estrechan con los pueblos que debe gobernar; y de la otra, una Reina joven gobernadora absoluta del Reino, sin más afecciones especiales por la España de las que le dieran el matrimonio contraído con Fernando VII y la existencia de dos tiernas hijas, ni otros conocimientos de las costumbres y necesidades del país de los que pudieran darle algunos cortesanos y las damas de honor en los tres o cuatro años de su residencia en la Corte. De una parte, tres Infantes hijos del Rey, en la flor de su pubertad, de candorosos y amables modales, y con una educación análoga al alto rango que la naturaleza les ha señalado, los cuales, en unión con su Augusto Padre, aseguran humanamente a la España un reinado largo, uniforme y no interrumpido, capaz de reparar los inmensos males de tantas guerras y disturbios intestinos; y de otra, una niña que, por su edad, nada ofrece sino una minoría peligrosa y turbulenta, bastante por su duración a desquiciar la Monarquía más bien cimentada, y por fin y postre la contingencia de un nuevo Rey que no puede saberse quién será, y sí sólo que será muy probablemente un extranjero. ¡Qué contraste! Basta esto para comprender cuántos intereses se han comprometido y cuántos se han arruinado ya con la causa de Isabel, los que estaban muy seguros con la sucesión del Señor Don Carlos.
Yo no acabaría si quisiese agotar este argumento; concluiré, pues, haciendo algunas preguntas, a las que estoy seguro que, o no responderán categóricamente los partidarios de Isabel, o tendrán que convenir conmigo. Si Carlos V, cuando en 1833 murió su Augusto Hermano, hubiese subido al Trono, ¿sufriría la España los trastornos y calamidades en que se halla envuelta? ¿Habría el partido cristino-liberal osado siquiera levantar la cabeza para disputar la Corona a su legítimo Rey? ¿Habría éste necesitado para defender su derecho de legiones extranjeras, inglesas, portuguesas, francesas o argelinas? ¿O pidiera de gracia un Tratado de Alianza que tan caro ha costado y cuesta a la nación, estando en paz con toda la Europa? ¿Habría desolado a la Iglesia hasta ponerse en abierto cisma con su Suprema Cabeza? ¿O se habría apoderado de sus bienes y sagradas alhajas, vendiéndolas en beneficio de agiotistas y de extranjeros, sin alivio alguno de los pueblos, ni realce del crédito nacional? ¿Hiciera subir el Presupuesto de gastos de su administración y gobierno a la cifra exorbitante de mil y trescientos millones de reales? ¿Se permitiera tiranizar las provincias con un despotismo no visto, quitándoles de una plumada sus fueros y costumbres, sus privilegios antiquísimos adquiridos con los más justos títulos? ¿Abatiera las artes e industria nacional, para hacer rico en España el mercado de la Inglaterra? ¿Se complaciera en degradar la antigua nobleza, para luego destruirla, después de haberse valido de sus buenos servicios, rodeándose de una nueva oligarquía compuesta de banqueros opulentos que suplen el heroísmo de familia con el oro, de agiotistas obscuros, de empleados que han comerciado con sus destinos, y de publicanos que han avasallado al Gobierno apagándole su sed de dinero con algunos adelantos? Si responden, preciso es que convengan en que, no sólo no hubiera sucedido nada de esto, pero que ni es posible fuera el intentarlo; y, sin embargo, todo, y aún mucho más, ha sucedido con el gobierno de estos diez años. Ahí está la España: que diga lo que ha pasado y pasa por ella; ahí están amigos y enemigos que lo publican.
Dirán tal vez nuestros adversarios, que es preciso contar los bienes que han venido al pueblo por la causa de Isabel, y hacerse cargo de los males que acarreara al mismo la Causa de Carlos V. Éste, dicen, mantendría estacionaria la nación bajo el yugo del despotismo real, y, en vez de dirigirla por las sendas del progreso y de la reforma hasta ponerla al nivel de las naciones más cultas, la haría retrogradar de un siglo, como ya lo tiene amenazado, al paso que a la causa de Isabel se deben las nuevas formas de un gobierno representativo, con la libertad civil y política de todos los ciudadanos, las reformas progresivas, y el beneficio de las luces del siglo. ¡Qué palabras tan hermosas en otro tiempo para alucinar a los pueblos, cuando aún no se sabía su significado! Mas ahora, ¿cómo se atreverán los cristino-liberales a pronunciarlas desde un rincón del destierro que sufren por causa de estas mismas teorías? ¡Retrogradar de un siglo! ¿Qué? ¡¿Tan malo y vergonzoso sería para los españoles volver a los tiempos afortunados del reinado de Fernando VI, cuando todas las Potencias de Europa se honraban con la alianza y amistad de España, y la solicitaban con ansia?! ¡Cuando las soberbias y ricas flotas españolas, iban y venían de América y de la India oriental con una seguridad que ahora no tiene aquella abandonada Marina en sus mismos puertos! ¡Cuando las Arcas Reales se hallaban tan atestadas de onzas y pesos duros, que fue necesario poner fuertes estribos a las salas del Real Tesoro! ¡Cuando los españoles no conocían la ominosa Policía, ni sus importunos agentes, ni las inmorales Cartas de Seguridad, ni los Pasaportes refrendados en regla, ni la fuerza armada sino en los presidios militares! ¡Cuando las providencias del Gobierno eran pocas y fielmente observadas, sus agentes no más que los estrictamente necesarios, y nadie casi se apercibía de la acción del Poder sino por el orden público que seguía inalterable, y por la seguridad con que cada uno era mantenido en el goce de sus derechos y propiedades! ¡Oh, qué bien sienta al cristino-liberal, perseguido y atropellado por un efecto de sus mismos principios, el compadecerse de sus pobres mayores que vivían felices en el seno de sus familias, sin inquietud ni zozobra, bajo el Gobierno que, con un tono magistralmente ridículo, llama “el despotismo de la antigua Monarquía”! ¡Qué bien le sienta hablar de las nuevas luces que han hecho de la España una Babilonia en la que ya nadie se entiende, y un profundo caos en cuya obscuridad él mismo y sus compañeros han quedado confundidos! ¿Dónde están esos bienes incomparables de un sistema que tanto mal ha acarreado a sus mismos autores? ¿Dónde esa libertad y esa armonía afianzadas en la famosa invención del gobierno constitucional o representativo? ¡Qué don tan precioso a la vista antes de poseerle, pero cuán amargo y fatal en su posesión! Él no ha servido ni servirá jamás sino para agravar el yugo de los pueblos, secar las fuentes de su prosperidad, y causarles por último la muerte, porque trae consigo naturalmente el germen de todos los males en los más opuestos sentidos: de licencia y despotismo, de orgullo y bajeza, de rigor y flojedad, de impiedad y de hipocresía. Los más avanzados liberales en España, en Francia y en Inglaterra, convienen ya en que este gobierno es una pura ficción, una mentira, un imposible, expuesto a todos los inconvenientes, a todas las dificultades, y a todos los casos sin ventaja alguna efectiva. Él es sumamente dispendioso, porque necesita de muchos agentes, y en esto convienen sus mismos apologistas; está sujeto a grandes y frecuentes trastornos, porque su mecanismo es muy complicado, y el choque de las piezas fuerte y continuo; es débil, mayormente en la defensa, por falta de unidad, principio de la fuerza; es un foco terrible de corrupción, de intrigas y de insidiosos manejos, de ambiciones desmesuradas, de pasiones violentas, de sediciones y luchas en las que vive como en su propio elemento. Él es, en fin, el más déspota y tiránico de cuantos gobiernos intrusos haya inventado el orgullo.
Este último aserto parecerá una paradoja, o un insulto hecho a la opinión del siglo; pero basta un sucinto examen de la constitución del gobierno representativo para conocer su exactitud, aun cuando no tuviera en favor suyo una triste experiencia. El argumento es muy sencillo y obvio: o están en pugna los poderes distintos que constituyen este gobierno monstruo, o llegan a convenirse en unas mismas ideas e intereses. Si lo primero, no es gobierno sino anarquía, es una serie continua de trastornos, de choques, de escándalos, y perecerá por necesidad en este estado. Pero si, al contrario, llegan los poderes a unirse, conviniendo el legislativo, por medio de una mayoría compacta, en apoyar la acción del ejecutivo, entonces no hay consideración que los detenga, ni fuerza que les resista en la ejecución de su voluntad soberana; y como, sin embargo, de la unión no cesa el choque de los partidos y el calor de las discusiones, es el Gobierno por necesidad violento y extremado en todas sus medidas. Siempre recelosos los que una vez llegan a dominar de verse suplantados por sus rivales, se agitan de continuo por solidar su imperio, abaten con furor a cuantos les hacen sombra para rodearse de sus hechuras, ni reconocen más mérito que el de adhesión a su partido. Un nuevo choque que compromete la tranquilidad del Estado es el que los derriba, luego que por sus actos han perdido el prestigio. Las leyes y providencias se suceden rápidamente, y los que mandan hoy destruyen lo que se hizo el otro día, sin más razón que la de ser obra de sus adversarios. El Ministerio tiene obligada a la mayoría por medio de los destinos y gracias que reparte, y ésta dispone de aquél por el favor de su voto; así es que mutuamente se gratifican para sostenerse en el Poder y en el goce de pingües sueldos. Desgraciadas las fracciones y las clases del estado cuyas opiniones e intereses no se avienen con el Poder dominante; desgraciadas las masas del pueblo, que para nada entran en estos debates sino para soportar sus tristes efectos: ellas serán aplastadas bajo el peso enorme de una autoridad facticia, monstruosa por lo mismo que no es natural, sin contrapeso que neutralice su exceso, ni otro medio alguno de resistencia pasiva y legal, porque todo cuanto hay de fuerza, de representación y de autoridad en la nación, está de parte del Poder que las oprime. En los pueblos constitucionales, las mayorías de los Parlamentos o Cortes, unidas al Poder ministerial, son el todo, y la oposición sólo sirve para enfurecerlas y hacer su acción más obstinada. La Autoridad Real es absolutamente nula, porque los Ministros que firman las providencias no deben responder a ella de sus actos, sino a las mayorías; lo demás que hay en el Estado de clases distinguidas, de corporaciones respetables, de usos y fueros provinciales, de leyes antiguas, todo está nivelado bajo aquel Poder colosal, a cuyo despótico arbitrio ruedan como otras tantas piezas al impulso del principal resorte de una máquina. Pues bien: en uno y otro caso de los dos expresados, ¿dónde estará la verdadera libertad? ¿Quién jamás la ha hallado en la anarquía o en el despotismo?
Compárense ahora el gobierno representativo según estas teorías, y la Monarquía pura según los principios arriba puestos; y, si alguno preocupado todavía con el nombre vacío de “libertad” y el prestigio de ciertas formas, no comprendiera la fuerza de este argumento, o no le pareciera decisivo, que consulte la experiencia y examine de buena fe los hechos. La Historia antigua y moderna suministran datos abundantes, y sería muy fácil demostrar que en Roma se ejercía un despotismo más duro e inmoral sobre la generalidad de las clases y de los individuos bajo la República que bajo el Imperio, sin embargo de que éste distaba mucho de poder llamarse una Monarquía bien constituida. Baste recordar que la tendencia de las leyes en el primero de los dos períodos era ensanchar el círculo de la esclavitud, y al revés en el segundo, mayormente después que el Evangelio hubo ya derramado sus benéficas luces, la legislación propendió decididamente a extender la libertad de todas las clases. Mas no hay que separarnos de lo que ha pasado a nuestra vista. ¿Cuándo jamás un Rey de España había, no digo hecho, pero ni siquiera podido hacer, lo que se ha hecho en este último período, empezando por el despotismo ilustrado de Zea Bermúdez, que fue el preliminar del gobierno representativo [12], hasta el semi-republicano de Espartero? No haré más que apuntar dos o tres casos. Los dos golpes dados en tiempo de Carlos III contra una corporación religiosa de gran celebridad y mérito [13], y contra otra civil o mixta que gozaba de la mayor influencia, y que, mientras fue bien dirigida, trajo a la nación imponderables ventajas [14], estremecieron a los pueblos y se reputaron como uno de aquellos actos exorbitantes de despotismo que, de siglo en siglo, se permite un Ministro o Consejero prevalido de la condescendencia de su soberano; mas ahora se han echado a tierra de un golpe todas las Órdenes Religiosas, las corporaciones más respetables, los Consejos y establecimientos políticos civiles y religiosos más antiguos y más bien cimentados. Hasta los institutos sagrados del sexo débil, al que su debilidad misma y un grito de horror y de compasión general, en defecto de otro motivo más noble, habría salvado en presencia de un Monarca el más déspota, han sido violados, echadas de sus asilos las monjas, y usurpada su propiedad, tanto más sagrada cuanto más digna de protección es la clase a que pertenece.
Un Rey legítimo mira como uno de sus primeros deberes el mantener la integridad del territorio, y a menos que sea en casos críticos y extraordinarios de una transacción para cortar guerras desoladoras, no se atreviera a desmembrar a la nación ni de un pequeño islote o de una miserable aldea; mas ahora, en plena paz y sin causa conocida, los nuevos moderadores de la España han intentado ceder a los ingleses dos Islas muy útiles al comercio español [15], y se han creído con bastante facultad para reconocer la independencia de las provincias americanas que, los títulos más respetables de conquista, de población y civilización, y una posesión de tres siglos, aseguraban y unían a la España [16].
Por último, el aumentar las cargas y tributos sin límites, el abrogar los fueros y privilegios de las provincias, el trastornar las leyes generales del Reino, el despojar a los particulares de propiedades las más sagradas, en una Monarquía bien constituida es un empeño que los Reyes, por fortuna suya y la de los pueblos que gobiernan, consideran superior a sus soberanas atribuciones, a excepción de algún caso particular en el que la alteración más parece ser debida a las circunstancias extraordinarias que no hecha por la voluntad del Monarca; pero todo esto, para el gobierno representativo, ha sido como juego de niños, y, bajo el pretexto insultante de que los pueblos no saben lo que les conviene, disponen de sus intereses, trastornan sus usos, los despojan de sus fueros y derechos, según que así place a unos pocos que, por más burla, se llaman sus mandatarios.
¡Qué trastorno de cosas y de ideas! Al Rey, al Padre de los pueblos; al primer interesado y primer propietario, digámoslo así, del Reino; al que, por su posición, está menos expuesto a trocar los intereses públicos por los privados; al que el orden mismo de la naturaleza ha dado el carácter de hombre público por excelencia y de representante de sus súbditos, a la manera que el padre lo es de sus hijos; a éste, se le considera como ajeno, y, en algún modo, enemigo del procomún; se le aleja del cuidado de proveer al mismo, mientras se buscan nuevos representantes de los intereses comunes entre los que tienen ligada su existencia a los propios. ¡Cómo no se han de trastornar las naciones andando así trocados los frenos! Yo no diré que alguna vez no baje del Trono legítimo la calamidad a los pueblos, porque la malicia del hombre puede corromper lo más bien constituido, ni que una Asamblea de representantes no pueda obrar el bien en algunas circunstancias; mas estos casos aislados, no podrán jamás destruir la regla; y aún añadiré, con un profundo político de este siglo, que un Rey personalmente malo en una Monarquía bien ordenada, puede gobernar, y comúnmente gobernará, bien a sus pueblos, presidiendo en sus consejos y providencias el instinto de la justicia y de las demás virtudes sociales que ninguna influencia tienen en su corazón, y que, al contrario, de una colección de Diputados, o sea, representantes del pueblo individualmente buenos, sin un poder moderador y fuerte que los contenga en su carrera, saldrá de ordinario una voluntad general depravada que arruine a la sociedad. Esto, para los que no penetren la razón íntima de las cosas, será un enigma, mas no podrá parecerles un absurdo por poco que consulten los hechos.
[1] Nota mía. Se trata del llamado Tratado de la Cuádruple Alianza, firmado el 22 de Abril de 1834.
[2] Nota mía. Seguramente se refiere al último “Decreto” desvinculador de Espartero de 19 de Agosto de 1841, el cual lo único que hacía era declarar vigente el “Decreto” de 30 de Agosto de 1835, el cual, a su vez, declaraba vigente el “Decreto” originario desvinculador de 27 de Septiembre de 1820 así como las demás disposiciones complementarias del mismo aprobadas durante el Trienio Liberal.
[3] Nota mía. Se refiere a los famosos Vales Reales, que comenzaron a emitirse en suelo español a partir de la Real Cédula de 20 de Septiembre de 1780. Aunque su función principal era igual a la que hoy en día tiene un título de Deuda Pública, sin embargo también se podían utilizar igual que lo que hoy en día entendemos por meros billetes de banco. No fueron bien vistos por el pueblo español, acostumbrado por siglos al uso del simple dinero-moneda o dinero-metálico, y, sobre todo, porque la emisión de ese nuevo dinero se realizaba conforme a la ortodoxia financiero-económica (y, por tanto, al servicio de la plutocracia internacional), y no conforme a las realidades de la economía física de los pueblos españoles (y, por tanto, al servicio de los mismos).
[4] Nota mía. Es de suponer que Vicente Pou hace alusión al duelo que hubo entre Mendizábal e Istúriz a mediados de Abril de 1836.
[5] Nota mía. Se refiere a la Revolución de Ginebra en Abril de 1782.
[6] Nota mía. Así se denominaban los liberales doctrinarios o moderados, que se decían equidistantes de los dos “malos extremos”: los carlistas, y los liberales progresistas capitaneados por el General Espartero.
[7] Nota mía. Es posible que Vicente Pou se refiera a Juan Gamundí y Peña, que fue nombrado Rector de la llamada Universidad Literaria Balear, creada en Octubre de 1840 por la llamada Junta Provisional de Gobierno establecida en Mallorca durante la revolución de Septiembre-Octubre que dio el Poder a Espartero. Desempeñaría el cargo hasta su fallecimiento en Abril de 1842, poco antes de la supresión de la Universidad por la “Regencia” esparterista en Agosto de ese mismo año.
[8] Nota mía. Vicente Pou se refiere al periodista y escritor romántico José García de Villalta, quien escribió en 1839 un opúsculo titulado Don Carlos y la Revolución. Carta política acerca de los asuntos de España, dirigida a S. A. el Príncipe de Metternich, que fue inmediatamente contestado ese mismo año por otro opúsculo anónimo (aunque con toda seguridad redactado por el propio Vicente Pou) titulado La Causa de Carlos V vindicada de las falsedades y calumnias con que se ha pretendido recientemente denigrarla delante de la Europa. Respuesta a los folletos de Villalta y de Zea Bermúdez, y a las imputaciones del Ministro de Inglaterra Lord Palmerston.
[9] Nota mía. Téngase en cuenta que cuando Vicente Pou escribe esta obra, los cabecillas del partido cristino-liberal (es decir, el partido moderado o del justo medio) se encuentran en el exilio, y no recuperarían el Poder hasta el pronunciamiento de Junio-Julio de 1843 liderado por el General Narváez, jefe de dicho partido.
[10] Nota mía. Sobre la noble actitud mantenida por Fernando VII y su hermano D. Carlos en Bayona ante Napoleón, véanse los artículos de Melchor Ferrer recogidos en este hilo.
[11] Nota mía. En efecto, Napoleón había ordenado en Marzo de 1804 la ejecución en el Castillo de Vicennes de D. Luis Antonio Enrique de Borbón-Condé. Era el único hijo de D. Luis Enrique de Borbón-Condé, cuya muerte (en extrañas circunstancias) en 1830 supuso la extinción definitiva de esta rama menor francesa de la Casa de Borbón.
[12] Nota mía. Tras la incapacidad de Fernando VII de poder seguir reinando de manera efectiva como consecuencia del agravamiento de su estado de salud a partir de Septiembre de 1832 (y que le iría deteriorando progresivamente cada vez más hasta su definitiva muerte en Octubre del siguiente año), desde principios del siguiente mes de Octubre su esposa María Cristina se hizo con el cargo de “Gobernadora” y Zea Bermúdez se convirtió en el Presidente de un nuevo Ministerio totalmente remodelado. Este Ministerio Bermúdez duró hasta Enero de 1834, en que fue sustituido por Martínez de la Rosa, y su programa político (recogido en su Circular a los agentes diplomáticos de 3 de Diciembre de 1832, o en el Manifiesto de 4 de Octubre de 1833) así como sus medidas políticas concretas fueron denominadas comúnmente con el nombre de “despotismo ilustrado”. Aunque el levantamiento legitimista no se produjo hasta la muerte de Fernando VII, los publicistas legitimistas coetáneos de la época consideraban esta fecha de Octubre de 1832 y al Ministerio Bermúdez como el verdadero inicio efectivo de la Revolución en suelo español.
[13] Nota mía. Obviamente se refiere Vicente Pou a la Compañía de Jesús, expulsada en 1767 de los territorios de la Monarquía española. Fernando VII reparó el error restituyéndola en Mayo de 1815.
[14] Nota mía. Creo que Vicente Pou se refiere a la extinción de los 6 Colegios Mayores clásicos o primigenios de S. Bartolomé, de Cuenca, de Oviedo y del Arzobispo Fonseca (adscritos a la Universidad de Salamanca), de Santa Cruz (adscrito a la Universidad de Valladolid), y de S. Ildefonso (adscrito a la Universidad de Alcalá de Henares). Pero Carlos III no es culpable en este caso, ya que él se limitó a corregir los reales y verdaderos abusos que se habían introducido en ellos, mediante Reales Decretos y Cédulas expedidas en 1771 y 1777. Fue en tiempos de Carlos IV, con el Real Decreto de 19 de Septiembre de 1798, cuando sí se produce la efectiva extinción de estos 6 Colegios Mayores, al desamortizarse y aplicarse sus bienes vinculados a la devoradora Caja de Amortización recién creada por Real Decreto de 26 de Febrero de ese mismo año.
[15] Nota mía. El 9 de Julio de 1841, Espartero presentó al Senado su Proyecto de “Ley” para vender las islas de Fernando Poo y Annobón al llamado Reino Unido de Gran Bretaña. El Proyecto fue rechazado por dicha Cámara el 23 de Agosto de 1841.
[16] Nota mía. Por “Decreto” de 4 de Diciembre de 1836, las “Cortes” cristino-isabelinas reconocieron finalmente a las nuevas Repúblicas creadas por la Revolución en los territorios hispánicos del Nuevo Conteniente.
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