Revista FUERZA NUEVA, nº 125, 31-May-1969
ESPAÑA, EMPRESA DE AMOR
Por Blas Piñar
Este año de 1969, allá para el 18 de octubre, se cumplirán los 500 años (1469) de las nupcias entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. España, como ser histórico, acababa de nacer.
Nuestro país no es fruto de un pacto frío, de un acuerdo arreglado en una cancillería después de fintas y escamoteos, de comisiones cicateras al dar y codiciosas al recibir. España rehace su unidad y comienza a vivir en ella y con ella, cuando los príncipes de Aragón y de Castilla enlazan sus manos y entrecruzan un sí matrimonial, en Valladolid, ante el arzobispo de Toledo.
En la historia apasionante y complicada de Europa, nuestro país se adelanta en siglos a lo que no era más, en otras latitudes, que un vago e impreciso sentimiento. La trabazón de aquellos ingredientes sustantivos de la nacionalidad española, personificada en la reina rubia y en el rey apuesto, armonizarían y equilibrarían el alma de un pueblo que estaba a las puertas de su más encendida misión.
La tarea anhelada de terminar la Reconquista, el noble objetivo de continuar en África la obra a un tiempo de expansión y de protección de las tierras peninsulares, la presencia en el Mediterráneo, donde persistía la amenaza de un enemigo secular no por derrotado menos poderoso, y el salto inimaginable de la gran aventura trasatlántica, se anudaron con la fortaleza interior que desmocha los torreones en que se alojaba la soberbia de los poderosos, con la entusiasta y continuada adhesión de los sencillos, con el temor de los salteadores castigados por la Santa Hermandad y con el vigor de un Ejército al servicio de intereses más elevados que las luchas inciviles entre señores feudales o las contiendas entre grandes maestres de órdenes que acumulaban inmunidades y privilegios.
Quinientos años son muchos y, sin embargo, pese a las mutaciones de todo género producidas desde aquellas nupcias trascendentales, el hombre sigue siendo el mismo, y sus pasiones y querellas, con matices accidentales diversos, los mismos de entonces. Aún más, la geografía, que de un modo tan intenso condiciona el hacer histórico, no ha variado, y en el conflicto de las fuerzas que se disputan el papel protagonista, la España de hoy no puede olvidar las líneas maestras trazadas por los Reyes Católicos, no solamente para proyectar hacia afuera nuestro espíritu, sino también para mantenerlo incólume, pronto a desprenderse de cualquier amalgama que pretendiera impurificarlo.
La larga medida de estos siglos constituye un punto de seria meditación sobre la convivencia nacional, sobre su madurez y los peligros que la amenazan y sobre el destino universal en que nos sabemos embarcados los hijos y herederos de quienes, con su amor, supieron engendrarnos como españoles.
El pálpito que un día fuera, y es hoy, página de archivo, cuadro de museo, monografía de investigador, recobra su pulso al ser recreado y contemplado desde la atalaya de esta mitad de mil años en que las tierras de España viven unidas, sin perder su propio perfil, pero conociéndose y traspasándose, en un intercambio de amor, sus propias virtudes.
Así, en la marcha incesante y creciente de la unidad, Castilla pone su recio temple campesino y Aragón su inasequible y voluntariosa demanda de presencia en Europa. Y en seguimiento, Galicia dará su alma céltica, y Asturias y León sobre bravía fuerza arrancada de Covadonga, y el País Vasco su andadura marinera, y Cataluña su laboriosa seriedad, y La Mancha su monte bajo hecho Quijote, y Valencia y Murcia sus secarrales convertidos en huertas y jardines, y Extremadura su estirpe de semidioses, y Andalucía su torbellino de gracia y de salero entre olivos seculares, y Navarra su profunda religiosidad misionera, y el archipiélago canario su llamarada verde y tropical, y las Baleares su grave filosofía luliana, y las plazas y provincias del continente africano su temblor de luz española, más allá del Estrecho.
La España nueva, castellanizada unas veces, catalanizada otras, enraizada en lo euskaro y endulzada por el tamiz gallego, ha dado un paso de gigante en el tiempo que alcanzamos a ver con nuestra propia vida. Para lograr esa España lucharon y murieron -no hace mucho- los mejores de una generación cuyo sacrificio tratamos de desconocer y olvidar. Por la unidad de España, por su grandeza y su libertad, llevando como emblema bordado en rojo, sobre el azul mahón de sus camisas, el yugo y las flechas, hablaron, escribieron, trabajaron, lucharon y murieron decenas de millares de españoles, cuyos recuerdo se honra hoy más en las casas de los suyos que en la pública conmemoración alentadora y ejemplar de su holocausto.
El yugo, como la Y de la reina Isabel, significa la dureza del esfuerzo, los pies caminando sobre la realidad de cada día. Las flechas, como la F de Fernando, representan la alada voluntad de ascender, la vocación no interrumpida que persigue sin cansancio el ideal de una España más justa, más bella y mejor.
En el feliz ayuntamiento de Isabel y Fernando está la raíz de la Patria: en el yugo y las flechas unidas, la espuela de nuestro futuro, porque las flechas solas se perderían como una ilusión sin peana y el yugo aislado acabaría haciendo insoportable la faena.
Madrigal de las Altas Torres, Sos del Rey Católico ¡Bellas ciudades, por nacer los que concibieron a España!
España, 500 años. ¡Buen tema para cantar en verso y roturar en prosa, para pedirnos cuentas a nosotros mismos, y para imponernos con toda seriedad los deberes penosos que el servicio de España, a su tradición y a su futuro, nos exige!
|
Marcadores