El intérprete impostor
JUAN MANUEL DE PRADA
EN Tema del traidor y del héroe, Borges imaginaba las vicisitudes de Ryan, un animoso biógrafo irlandés empeñado en reconstruir la vida de su heroico bisabuelo, el glorioso Fergus Kilpatrick, en el centenario de su muerte. En el curso de su investigación, Ryan descubre que la muerte de Kilpatrick guarda curiosos paralelismos con la muerte de Julio César; también repara en la figura de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick en el día de su muerte, empleando las mismas palabras utilizadas por Shakespeare en Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la literatura se le antoja inconcebible: entonces Ryan repara en la figura de uno de los amigos de su bisabuelo, compañero de conspiraciones, que había sido traductor de Shakespeare; y, tirando del hilo, descifra el horror que se agazapa en la biografía de su bisabuelo, que en realidad no fue un héroe, sino un traidor a la patria, desenmascarado in extremis por sus compañeros, que lo condenaron a muerte; pero, para no desengañar al pueblo que lo idolatraba, decidieron que la ejecución del traidor se disfrazara de circunstancias deliberadamente dramáticas, de tal modo que pareciese la muerte de un héroe.
A semejanza de la fabulación borgiana, podríamos imaginarnos a un historiador que, dentro de cien años, escribe una biografía sobre Mandela, el heroico líder sudafricano, debelador del apartheid, paladín de los derechos humanos e icono mundial. Este biógrafo reconstruye minuciosamente la vida de Madiba (ha llegado a conocer tan íntimamente a su biografiado que prefiere referirse a él con este apelativo familiar), ponderando su pacifismo y ensalzando el brillo indeleble de sus pensamientos, dignos de ser cincelados en el mármol. En su ditirambo, nuestro imaginario biógrafo parafrasea los panegíricos encendidos y un poco lloricas que la prensa de la época dedicó al héroe fallecido; y hasta plagia fragmentos de los discursos que una recua de gobernantes pronunció en el festival que se montó con ocasión de su muerte. Mientras escucha estos discursos hinchados de palabras trilladísimas y lugares comunes pestíferos (pero igualmente conmovedores para cualquier demócrata que se precie), el biógrafo repara en un intérprete de sordos que, situado siempre junto a la tribuna de oradores, traduce los discursos al lenguaje de gestos. Descubre entonces, al principio con perplejidad, luego con ofendida extrañeza, que el traductor de marras no está traduciendo, sino repitiendo unos aspavientos grotescos que nada significan. O que tal vez significan algo mucho más profundo de lo que a simple vista parece.
Y el biógrafo de Mandela se pregunta, mientras el horror se inmiscuye en su sangre, si aquel intérprete impostor no le estará revelando que el festival que se montó con ocasión de la muerte de Mandela fue en realidad una pantomima urdida para no desengañar al pueblo que lo idolatraba. Y, como si hubiese recibido una súbita revelación, el biógrafo de Mandela descubre que los discursos de la recua de gobernantes que ponderaban la figura de Mandela son más falsorros que un duro sevillano; e, investigando más en la vida del heroico Mandela, descubre que en su juventud fue instigador de salvajes atentados terroristas de los que nunca se arrepintió. E incluso los pensamientos de Mandela, que hasta hacía poco le parecían dignos de ser cincelados en el mármol, se le antojan de repente a su biógrafo filosofía barata, charlatanería de almanaque o simples refritos de algún manual ful de autoayuda.
Por supuesto, el biógrafo de Mandela, después de tenaces cavilaciones, resuelve como el personaje borgiano silenciar su descubrimiento.
Histrico Opinin - ABC.es - sbado 14 de diciembre de 2013
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