Después
de los resultados que han deparado las urnas del 21-D, los líderes
de los tres partidos independentistas catalanes –Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Carles Riera- tienen que reflexionar profundamente en los intereses generales del conjunto
de Cataluña, más que no en sus ilusiones y ambiciones personales. El sistema electoral que tenemos les ha dado la suma
de la mayoría absoluta
de escaños en el próximo Parlamento, pero no tienen la legitimidad
de los votos (47,5%) para actuar unilateralmente.
En el camino que han hecho en estos últimos cinco años, los presidentes Artur Mas y Carles Puigdemonthan provocado gravísimos destrozos en la paz social y el progreso económico
de Cataluña. Han conseguido –gracias al poderoso aparato mediático que han subvencionado- que el debate identitario nacional haya sido omnipresente y obsesivo en la opinión pública y han intentado que los graves casos
de corrupción del pujolismo queden bajo la alfombra. Pero, después
de toda la “matraca”,
de las costosísimas campañas
de marketing y
de las masivas movilizaciones uniformadas, hemos llegado allá donde estábamos y ya sabíamos: el nacionalismo catalán no tiene la mayoría necesaria para imponer su voluntad al conjunto
de la sociedad.
(Un dato: en 1984, la suma
de CiU -72 escaños- y ERC -5 escaños- consiguió el 51,3%
de los votos en las elecciones al Parlamento
de Cataluña. ¿Y?).
El origen del “malestar” catalán, que se expresa cíclicamente
de varias maneras desde hace siglos, tiene un origen preciso:en 1412, cuando la mayoría
de los representantes
de la Corona
de Aragón escogieron rey a Fernando
de Trastámara y las grandes familias catalanas (los Montcada, los Cardona, los Cabrera…) vieron descartado su candidato, Jaume
de Urgell, cuñado
de Martí el Humano, que había muerto en 1410 sin dejar descendencia dinástica. Jaume
de Urgell el Desafortunado se sublevó contra esta decisión, pero fue derrotado y condenado a cadena perpetua. El movimiento independentista es, en este sentido, el heredero del “urgellismo”, que nunca aceptó el pacto con Castilla ni la apuesta atlántica del Compromiso
de Caspe.
Si los líderes
de los tres partidos independentistas deciden tirar millas e implementar la República supuestamente proclamada el pasado 27
de octubre, el movimiento
de las piezas nos lleva a un escenario como el
de la Revuelta
de Pascua (Easter Rising)
de Dublín del año 1916. El proceso
de independencia
de Irlanda (1916-22) es, en realidad, el gran inspirador
de la actual fase del secesionismo catalán, que tiene su catalizador en la figura
de la ex-coronel Francesc Macià, primer presidente
de la Generalitat restaurada.
La historia constata que los sucesos
de Irlanda tuvieron una influencia capital en la evolución del nacionalismo catalán y en la trayectoria política
de Francesc Macià. Es en este contexto que se inserta la abortada invasión
de Cataluña, desde Prats
de Molló, del 1926, en un intento
de reproducir el Easter Rising irlandés
de diez años antes. Su partido, Estat Català, pretendía invadir Olot, proclamar la República y empezar una guerra
de guerrillas contra el Ejército español por el control del territorio, estableciendo el cuartel general en las Guilleries (el mismo lugar donde, actualmente, los Mossos per la Independència localizan sus comunicados contra la aplicación del artículo 155). La estelada fue adoptada, entonces, como bandera
de la revuelta secesionista.
El complot
de Prats
de Molló, que contaba con el apoyo
de agentes del régimen fascista
de Benito Mussolini, fue desactivado por las autoridades francesas. Francesc Macià y 16
de sus colaboradores fueron encarcelados y juzgados en París, donde recibieron unas condenas leves. Al salir
de la prisión, el ex-coronel se trasladó a Bruselas, como ha hecho Carles Puigdemont, y desde aquí construyó las alianzas que confluyeron, en 1931, en la creación
de Esquerra Republicana
de Cataluña (ERC) y en su aplastante victoria en las elecciones municipales
de aquel año, que desencadenaron la proclamación
de la II República española.
Pero el proceso
de independencia
de Irlanda tuvo otra consecuencia: la partición
de la isla, entre los 26 condados partidarios
de la República y los seis del Ulster que decidieron continuar formando parte del Reino Unido. El elemento divisorio fue, formalmente, la religión: mayoritariamente católica en el caso
de Irlanda del sur y protestante, en el
de Irlanda del norte. En Cataluña, el factor
de fractura política se ha establecido con la lengua: el independentismo es mayoritario en las zonas catalanohablantes, mientras que el constitucionalismo lo es en las áreas más intensamente castellanoparlantes, teniendo siempre presente que el español es la lengua más usada en Cataluña.
¿Es este el destino político que nos espera, la ulsterización del territorio catalán? ¿La división entre las comarcas independentistas del interior y las zonas más habitadas del litoral, donde triunfan los partidos
de ámbito estatal? El proyecto Tabarnia es, obviamente, una broma, pero la vía irlandesa que, desde hace años, ha adoptado el movimiento independentista catalán nos aboca
de manera irremediable a la partición geográfica. En este sentido, como en el 1931, las elecciones municipales del 2019 serán el “test” que tendrá que definir el nuevo escenario político.
Obviamente, yo estoy frontalmente en contra
de este horizonte y me parece un error descomunal perseverar en la vía irlandesa. ¿Por qué tengo que considerar a parientes, amigos y vecinos mis “enemigos” por el hecho
de no pensar lo mismo? ¿Por qué Santa Coloma
de Gramenet y Santa Coloma
de Farners han
de formar parte
de dos países distintos? ¡La lengua catalana no puede ser la portadora del veneno fratricida
de Caín!
Los partidos históricos
de la izquierda catalana –PSC y PSUC- siempre han rechazado la división comunitaria y, desde la prisión
de Estremera, el presidente
de ERC, Oriol Junqueras, ha incidido en uno
de sus últimos mensajes que “somos un solo pueblo”. Tiene razón para decirlo: en las pasadas elecciones del 21-D, los partidos constitucionalistas, encabezados por Ciutadans, arrasaron en Sant Vicenç dels Horts, la ciudad
de la cual fue alcalde.
Paradojas
de la historia: después
de fracasar en Prats
de Molló, Francesc Macià fue el impulsor
de la fundación
de ERC, siglas con las cuales proclamó la “República catalana dentro
de la Federación ibérica” y consiguió la presidencia
de la Generalitat; hoy, Carles Puigdemont se reclama heredero
de Francesc Macià pero intenta, en contra del criterio
de ERC, dar continuidad a la vía irlandesa, aunque esto implique la inevitable y terrible ulsterización
de Cataluña.
Desgraciadamente, hay núcleos independentistas fundamentalistas que contemplan una inminente confrontación y expulsión
de los catalanes –en especial, los castellanohablantes- que no acepten la secesión. Carles Puigdemont se ha convertido en su líder y referente político. Oriol Junqueras y ERC conocen el riesgo
de ulsterización que hay y quieren frenar esta dinámica infernal antes
de que no sea demasiado tarde. Este es el debate
de fondo que hay en el campo nacionalista después del 21-D y el que marcará la próxima constitución del Parlamento, con la elección
de la Mesa y la investidura del nuevo presidente.
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