ESTADO
DE DERECHO, por Juan Manuel
de Prada
(ABC, 26
de marzo
de 2018)
El ingreso en prisión preventiva
de diversos adalides separatistas, así como la detención del errabundo Puigdemont en Alemania, están deparando alegrías orgiásticas a quienes pretenden que el embrollo catalán se solucionará mediante la aplicación del “Estado
de derecho”. Hemos escuchado tantas veces esta expresión, metida a modo
de morcilla en cualquier alocución política, que ya ni siquiera nos detenemos a considerar su significado. Pues si lo considerásemos descubriríamos que detrás
de ciertas alegrías orgiásticas se esconde el mayor motivo
de tristeza imaginable.
“Estado
de derecho” no equivale al clásico “imperio
de la ley”; ni tampoco alude tan sólo a un poder político sometido a un sistema
de leyes. Cuando se invoca el “Estado
de derecho” se pretende más bien significar que las leyes tienen la capacidad demiúrgica
de restablecer la justicia y solventar los problemas políticos y sociales. Sofisma que tiene dos plasmaciones perniciosas: por un lado, la ilimitación jurídica del poder político, que para imponer sus designios se convierte en una fábrica
de leyes a menudo incongruentes; por otro, la creencia
de que las leyes y sólo ellas determinan lo que es justo,
de tal modo que, al legislar, el Estado se convierte en creador
de la justicia. Así, en este caso concreto, el “Estado
de derecho” cree ufanamente que, al ordenar la detención del errabundo Puigdemont o la prisión preventiva
de diversos adalides separatistas, solventa demiúrgicamente el problema político y social subyacente que previamente ha creado. En el fondo
de este error subyace la concepción absolutista del Derecho propia del positivismo, que ha hallado su expresión más acabada en los modernos regímenes democráticos, donde el poder puede emboscar su “querer” hegeliano en el querer
de una mayoría.
No debemos olvidar que ese mismo “Estado
de derecho” que arresta al errabundo Puigdemont o enchirona preventivamente a diversos adalides separatistas juzga plenamente lícitas sus ideas. ¡Si esto no es una aporía, que baje Dios y lo vea! Y, puesto que para el positivismo vigente la licitud determina la justicia, podríamos afirmar sin hipérbole que el “Estado
de derecho” considera perfectamente justas las ideas separatistas. Así, sin duda, lo creen también los dos millones
de catalanes que profesan esas ideas y las expresan libremente, organizándose en partidos políticos que concurren en elecciones democráticas amparadas por el “Estado
de derecho”. Pero hete aquí que el mismo “Estado
de derecho” que ampara esas ideas decide luego que quienes tratan
de hacerlas realidad son delincuentes; lo cual es algo completamente desquiciado, un rasgo caprichoso que sólo es concebible allá donde existe una ilimitación jurídica del poder, convertido en una fábrica
de leyes incongruentes. A nadie se le escapa que el “Estado
de derecho”, al declarar lícitas (¡y, por lo tanto, justas!), las ideas separatistas se convierte en su principal promotor y actúa como levadura
de un grave problema político y social. Y resulta todavía más evidente que, al considerar luego delictiva la realización
de tales ideas que previamente ha juzgado lícitas (¡y, por lo tanto, justas!), el “Estado
de derecho” exacerba el problema social que antes ha promovido.
Afirma García Morente que el carácter hispánico se caracteriza por otorgar más valor a las obligaciones
de amistad que a las obligaciones jurídicas. Y que la unidad
de los pueblos hispánicos se logró porque se vincularon con lazos
de amistad, como “calidas realidades
de amor y dolor”, y no como frías abstracciones
de derecho político. Que es exactamente lo contrario
de lo que pretende el “Estado
de derecho”.
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