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Tema: La representación política tradicional

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  1. #1
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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: El Pensamiento Navarro, 30 de Septiembre de 1978, página 3.


    Ante la enésima Constitución…

    La auténtica representación política (II)

    Por José María Domingo-Arnau y Rovira


    LA REPRESENTACIÓN SEGÚN LA DOCTRINA TRADICIONAL ESPAÑOLA

    La doctrina tradicional española sobre la representación es muy distinta a la preconizada por el sistema demoliberal parlamentario. Recordemos que una de las peticiones que hicieron los famosos «Comuneros» era que no podían ser «representantes» los que residieran en la capital del Reino, por su proximidad al monarca… Se evidencia lo importante de tal petición. De seguir hoy vigente tendríamos pocos diputados.

    La designación o el nombramiento de los «procuradores» –en el sistema histórico y tradicional español– era atribución exclusiva de los concejos, cabildos o ayuntamientos; sin que pueda tener atribución alguna en el asunto el poder central, llámese rey o poder ejecutivo. El poder de los «procuradores» está sometido a las reglas del mandato, por eso se llaman procuradores. Tienen que actuar, por consiguiente, dentro de las atribuciones del poder y de las instrucciones recibidas. Todo lo que hicieran fuera de las mismas es nulo o carece de valor. Éste es el origen del mandato imperativo. Y se llega en esta doctrina a impedir que los procuradores, ni sus familiares, puedan recibir ningún nombramiento real o del poder ejecutivo durante el tiempo de su mandato y en un plazo prudencial una vez finalizado el mismo. En esta doctrina ningún «procurador» puede ser designado ministro, subsecretario, director general, etc. Comprendemos perfectamente por qué esta teoría no se pretende poner en práctica.

    Las Cortes tradicionales son las de un Estado monárquico: el rey es el jefe indiscutible e indiscutido del Estado y de la nación; pero no es el jefe absoluto. Las Cortes no gobiernan; el gobierno corresponde al Rey con su consejo. Las Cortes legislan de acuerdo con el Rey. En Cataluña, por ejemplo, desde 1299, las Cortes, teniendo en cuenta que quien paga empleados tiene derecho a exigir que le sirvan bien, intervienen continuamente en los actos de los funcionarios públicos para cerciorarse de su idoneidad, voluntad de trabajo y buena conducta; y en 1311 llegaron a acordar que, para cortar abusos administrativos, después de cada trienio, todos los funcionarios de Cataluña deberían someterse a un juicio de residencia, en el que se daba un mes para las denuncias que contra ellos se formulasen por los agraviados. Veremos si la nueva Generalitat recuerda aquellas normas. Me parece difícil.


    NECESIDAD DEL MANDATO IMPERATIVO

    Volviendo al tema de la representación, es evidente que el mandato imperativo es, por la esencia del propio mandato, el único que puede ostentar tal denominación, y es la única institución que impide que una democracia se convierta en el gobierno de unos pocos o en absolutismo de los dirigentes, o en la oligarquía de la mayoría parlamentaria. Sin la fórmula del mandato imperativo no es posible alcanzar el fundamento de una democracia política auténtica. Donde no existe, la realidad es que gobierna una oligarquía, un pequeño grupo de individuos que generalmente legisla en beneficio propio. La razón de esta afirmación es que, al no sentirse vinculados los representantes con sus mandantes por obligación alguna exigible prácticamente, y encontrarse situados en una posición de privilegio, se aprovechan de ambos factores en favor propio o de su grupo político. El pueblo no tiene otro derecho que el de meter cada determinado número de años una papeleta en una urna; papeleta que, es preciso decirlo, las más de las veces para nada sirve; como obligaciones se derivan: la de obedecer todas las leyes que esa mayoría parlamentaria decrete, pagar los impuestos y observar cómo esos representantes «hacen la carrera política» encaramándose en los puestos del poder ejecutivo: ministerios, subsecretarías, etc.

    Recuerdo que en 1964, en ocasión de ser secretario general del I Congreso de Estudios Tradicionalistas que celebramos en Madrid, tuve oportunidad de dialogar en varias ocasiones con aquel ilustre jurista y político don Antonio Iturmendi Bañales para exponerle las diversas ponencias, entre ellas la que sobre representación política con mandato imperativo se sugería introducir en la proyectada Ley Orgánica del Estado. Iturmendi conocía mejor que yo esta teoría. Se intentó que pasase a dicha Ley; pero fue vetada y no prosperó. Tres años después, en 1967, comenté a Iturmendi que, personalmente, yo no pensaba existiese buena disposición para aplicar realmente la teoría de la Monarquía Tradicional, contenida como enunciado en la Ley de 1958, pues si a los procuradores no se les confería el mandato imperativo, resultaría imposible establecer la democracia orgánica española.


    DEFENSA DE LA ORGANIZAICÓN TRADICIONAL ESPAÑOLA

    Es necesario, no obstante, persistir en el empeño. Es preciso hallar la organización política definitiva para España, que sea verdadera y genuinamente nacional y, por tanto, surgiendo de la esencia misma española, para que podamos dar fin a la revolución siempre latente y que otra vez empieza a levantar cabeza.

    Esta organización política tiene su origen en la religión; pero no para hacer un Estado clerical o teocrático. No olvidemos que, históricamente, los concejos surgen en las parroquias, y las Cortes se derivan de los antiguos Concilios. España, por su religión y por todas las características del español –por nuestras virtudes y nuestros numerosos pecados– es el pueblo más demócrata del mundo. A tal democracia, llámesele social y representativa, para ser «democracia política» requiere ser orgánica.

    Intentar defender una organización tradicional en España no es utopía. La utopía se encuentra en pretender hacerlo con fórmulas extranjeras, mal copiadas, mal aplicadas, y, lo que es más grave, sin saber en qué se basan ni las ideas a qué, o quiénes, obedecen, por proceder de pueblos que son la antítesis de España. En el reciente periodo histórico era presumible las consecuencias a que nos llevaría la definición de «Estado totalitario» –fórmula ajena a España y que, con ribetes de paganismo, mal copiaron Serrano Suñer y sus amigos, de Alemania e Italia–, y ahora, volver a inspirarnos en el liberalismo anglo-francés, es otro empeño temerario. Ambos sistemas –el autócrata o el liberal, de raíces germánicas uno, y el otro de teorías británicas o francesas– no pueden ir con la idiosincrasia de los españoles. Eso explica la falta de interés que ha existido en España hacia tal tipo de Constituciones; ésa será la explicación de las abstenciones en el próximo referéndum; y si la Constitución se aprueba, no tardará en iniciarse el ciclo de las «reformas constitucionales».


    ÚLTIMAS VOCES DE LA REPRESENTACIÓN ORGANIZADA

    En los Estados Unidos, y en otros numerosos países, está teniendo un considerable éxito, con varias ediciones, el libro de Alvin Toffler –«El shock del futuro»–, pues plantea una serie de soluciones ante la sociedad del año 2000. En la página 496 (Ed. Plaza y Janés, 1973) escribe: «Instauremos en cada nación, en cada ciudad, en cada barrio, asambleas constituyentes democráticas encargadas de hacer un inventario social, de definir y clasificar por orden de prioridad los fines sociales concretos para lo que resta de siglo. Estas «asambleas del futuro social», podrían representar no simplemente a localidades geográficas, sino también a unidades sociales –industria, trabajo, iglesias, comunidad intelectual, artes, mujeres, grupos étnicos y religiosos– y brindar una representación organizada incluso a los que carecen de organización».

    ¿No recuerdan esas propuestas de Alvin Toffler a las de la doctrina tradicional española?

    Cuando el mundo se prepara ante las perspectivas de una población de varios millares de millones de seres humanos, para resolver «problemas concretos» en cuya solución todos quieren participar, me parece absurdo volver aquí, ahora, en España, a ensayar las periclitadas teorías decimonónicas.

  2. #2
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    Re: La representación política tradicional





    Fuente: YOUTUBE

  3. #3
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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: ABC, 17 de Junio de 2019.


    Contra la partitocracia

    Juan Manuel de Prada


    El otro día me montaron un aquelarre en la televisión, donde se me ocurrió denunciar la usurpación monstruosa de la representación política que se halla en el alma de la partitocracia. Andaban los invitados de izquierdas y derechas enzarzados en sus batallitas habituales, echando mierda sobre los partidos del negociado adverso y maquillando la mierda de los partidos del negociado propio, según mandan los códigos de la demogresca, que tiene que mantener a la gente en un rifirrafe estéril, para que no advierta que se ha quedado sin representación política. Pero, ¡ay!, en cuanto se me ocurrió denunciar el alma de la partitocracia, olvidaron sus diferencias y se lanzaron sobre mí como hienas, temerosos de que la gente que nos escuchaba diese en la funesta manía de pensar. Pues la partitocracia, como nos enseña Simone Weil, necesita alimentar las pasiones sectarias, haciendo que «choquen entre sí con un ruido infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad».

    Pero, aunque los ganapanes sistémicos que alimentan la demogresca traten de silenciarlo, hay gente que se rebela contra esos manejos partitocráticos, aunque sea de forma inconsciente o intuitiva. Así interpreto yo, por ejemplo, el triunfo de un alcalde comunista en Zamora. Mucha gente me pregunta pasmada por el éxito de Francisco Guarido, dando por hecho que los zamoranos somos «gente conservadora». Pero lo cierto es que los zamoranos hemos sido siempre gente levantisca y antisistémica que se ha revuelto contra todas las dominaciones uniformizadoras (según el auténtico espíritu tradicional español, para el que «la integración viene después de la diferenciación», como señalaba Unamuno). No en vano el héroe popular zamorano es el guerrillero Viriato, cuya estatua se erige sobre una peña, con la leyenda «Terror Romanorum» a sus pies. Y no en vano el episodio más emblemático de nuestra historia es el llamado «cerco de Zamora», celebrado por el romancero y protagonizado por doña Urraca, que se rebeló contra el designio uniformizador de su hermano Sancho, a quien Bellido Dolfos atravesó con el venablo mientras cagaba. Agustín García Calvo veía, tanto en la devoción a Viriato como en el episodio del cerco, «la rebeldía de Zamora contra aquello que fue en la antigüedad lo más análogo a lo que la nación y el Estado moderno habían de ser». Y esa rebelión tradicional, que los zamoranos personifican en Viriato y en doña Urraca, adquiere nueva expresión en la elección de un alcalde que se escapa a los designios de la partitocracia, dictados por unos caudillitos de Madrid que chalanean con los votos para cocinar los «pactos» que convienen al mantenimiento de sus respectivas oligarquías. Por eso los zamoranos, que no quieren dar un cheque en blanco a los caudillitos de Madrid, votan por este Guarido que, antes que rojo o azul, es zamorano y responde ante los zamoranos.

    Y es que el alma de la partitocracia no es otra sino la destrucción de cualquier vestigio de representación política, suplantando el mandato imperativo de los votantes por el mandato imperativo de los caudillitos de cada partido, que hacen lo que se les antoja con la voluntad de sus votantes, sin preocuparse de cumplir sus promesas electorales (puesto que no responden ante ellos, que no pueden revocarles el mandato). Por denunciar una verdad tan palmaria me quisieron acallar el otro día en la televisión; pero los zamoranos no nos callamos ni debajo del agua. Aunque conviene aceptar que no tiene sentido alzar «la voz de la justicia y de la verdad» donde vociferan las pasiones sectarias de los ganapanes de la partitocracia.

  4. #4
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    Re: La representación política tradicional

    Fuente: XL SEMANAL.COM



    Partitocracia




    Juan Manuel De Prada


    [23 de Junio de 2019]




    Las resacas electorales siempre nos traen, como una marea de detritos, los ‘pactos’ y ‘alianzas’ de los partidos para formar gobiernos ‘estables’ (o sea, gobiernos que garanticen la estabilidad a quienes pactan). Y, con la atomización del mapa político, estos ‘pactos’ y ‘alianzas’ post-electorales alcanzan cotas de chalaneo difícilmente superables, tan descaradas y sórdidas que hasta la gente con más tragaderas siente que su idolatría partitocrática se tambalea. «¡Yo no voté a Fulanito para que ahora forme gobierno con Menganito!», se quejan amargamente algunos. ¡Qué espectáculo de conmovedora ingenuidad!


    En sus Notas para la supresión de los partidos políticos, la filósofa francesa Simone Weil nos enseña que «nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente». De hecho, ¿qué son los partidos políticos, sino máquinas confeccionadas para atender intereses particulares (los de quienes los integran y los de sus patrocinadores), a la vez que exaltan pasiones sectarias y divergentes entre sus adeptos? Estas pasiones divergentes no se neutralizan entre sí –prosigue Simone Weil—, sino que «chocan entre sí con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad». Los partidos políticos no tienen otro fin sino su propio crecimiento; y, para lograrlo, fanatizan a sus adeptos, haciéndoles creer cínicamente que dan voz a sus quejas y anhelos, enarbolando causas de apariencia noble. Todo ello con el objetivo de «matar en las almas el sentido de la verdad y la justicia».

    Para lograr este fin, los partidos dejan huérfana de representación política a la sociedad, prohibiendo el mandato imperativo de los electores; y, a cambio, consagran una parodia de representación fundada en el mandato imperativo de los líderes de cada partido, que hacen con los votos de sus adeptos lo que se les antoja. Se afirma grotescamente que la soberanía «reside en el pueblo»; pero luego resulta que ese presunto soberano… ¡tiene prohibido dar instrucciones a sus representantes, tiene prohibido exigir el cumplimiento de sus promesas electorales, tienen prohibido revocar el poder que les otorgaron! ¿Qué mierda de ‘soberanía’ es esa? La dura realidad es que los partidos políticos disponen de sus votantes como si fueran siervos, mientras la sociedad política es suplantada por una ‘opinión pública’ artificiosamente creada por los medios de comunicación (con sus hijas tontas, las encuestas demoscópicas), que moldean a su antojo la agenda política, siempre según el dictado plutocrático. Se trata de la más monstruosa usurpación de poderes que uno imaginarse pueda: nuestros diputados pueden pavonearse de que no son mandatarios ni delegados; pueden presumir de no recibir instrucciones de sus votantes; pueden pasarse las promesas electorales por salva sea la parte; pueden utilizar el poder que les otorgaron sus votantes para hacer exactamente lo contrario de lo que sus votantes les demandaban o exigían. ¡Y a este contubernio los ilusos lo llaman democracia!

    La representación política, en los regímenes partitocráticos, ha dejado de fundarse en un mandato para convertirse, simple y llanamente, en una usurpación. Y toda posibilidad de influencia sobre el gobierno se reduce a una elección periódica, atendiendo a un programa que los candidatos no tienen obligación alguna de cumplir. Los partidos políticos que mediatizan la representación del pueblo lo hacen como el tutor de un niño o de un disminuido mental al que no tiene sentido alguno consultar. En las elecciones nos ofrecen listas cerradas que no cabe alterar; y la victoria les otorga libertad absoluta para dirigir nuestras vidas en la dirección que les pete, sin más límite que el que ellos mismos, magnánimamente, quieran imponerse. No habrá democracia mientras no se recupere la representación como mandato; es decir, mientras el candidato elegido no tenga que responder ante los votantes de su circunscripción, sin disciplina partidaria. Hasta entonces seguiremos disfrutando de los primores de la partitocracia, un régimen de alternancia de oligarquías que –como no podía ser de otra manera– pactan entre sí lo que les conviene, seguras de que sus adeptos terminarán aceptándolo, pues para entonces ya han matado en sus almas el sentido de la verdad y la justicia.


    .
    Última edición por Martin Ant; 25/06/2019 a las 18:21
    Hyeronimus dio el Víctor.

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