Traemos a Hispanismo.org una nueva obra de Melchor Ferrer: La Legitimidad y los legitimistas, fechada en Febrero de 1948.
Aunque la intención inmediata del folleto era salir al paso de las pretensiones de los carlooctavistas, que pregonaban a Don Carlos Pío de Habsburgo como legítimo sucesor de D. Alfonso Carlos, sin embargo, desarrolla tan minuciosamente todos y cada uno de los aspectos genéricos concernientes a la legitimidad política española, que bien puede decirse que cualquier persona lega en el asunto terminará siendo, al final de su lectura, un auténtico experto en la materia.
Como siempre, aparte del documento original que dejamos adjunto, hemos realizado nuestra propia edición de la obra, corrigiendo algunas erratas y haciendo algunos cambios de signos de puntuación, ortográficos, gramaticales, etc., que pienso que pueden hacer más amena la lectura.
Todas las notas a pie de página son nuestras a menos que se indique lo contrario.
Legitimidad y legitimistas (1).pdf
Legitimidad y legitimistas (y 2).pdf
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Última edición por Martin Ant; 13/07/2019 a las 20:58
LA LEGITIMIDAD Y LOS LEGITIMISTAS
Observaciones de un viejo Carlista sobre las pretensiones de un Príncipe al Trono de España
DEDICATORIA
A dos antiguos amigos
Fuimos compañeros en las luchas de los tiempos difíciles. Cuando nuestra juventud no comprendía que la triste visión utilitaria de la vida siempre causa deserciones de los egoístas, de los pusilánimes, de los apocados de voluntad. Seguimos unidos los azarosos días de la República en los combates heroicos. Y cuando España descubrió, una vez más, la grandeza de sus santas rebeldías, a los tres nos tocó sufrir en las mazmorras rojas el peso de la misma tiranía. ¡Dichosos los tiempos de tan entrañable unión!
Hoy nos encontramos separados. Uno, creyó ver en el Príncipe Don Juan de Borbón la solución soportable del problema nacional. La engañosa persuasión del deseo le hizo concebir la esperanza de una rectificación; confundiendo al hombre privado con el público, confió ilusionadamente en la adscripción del nieto de Isabel II a los principios del Tradicionalismo español. De Lausana y de Estoril llegaban, como auras enternecedoras, frases de Don Juan laudatorias para el Requeté y verbalistas reconocimientos de la bondad de nuestras ideas.
Mi querido amigo entregó su confianza a la reconciliación del Príncipe con las ideas contrarias a su propio significado político. Y desesperó de la Comunión Tradicionalista, abatió su ánimo, rebeló su voluntad contra la jerarquía, y se apartó de nosotros. En frase felicísima del Príncipe Don Javier, «pecó contra la esperanza».
El otro amigo carlista creyó factible el abrazo entre el actual Estado español y la Tradición, sin percibir en aquél el error liberal de su misma esencia política constitutiva, y soñó en una fácil transición del mismo hacia el Tradicionalismo. Imaginó que Franco algún día daría paso al Carlismo instaurando la Monarquía de nuestros ideales. Encontró hacedero el camino mediante la proclamación de Don Carlos de Habsburgo como pretendiente al Trono y sucesor del Caudillo Franco. Al candor político de este amigo le bastó como suprema razón de Estado el nombre del Príncipe y su condición de nieto del gran Carlos VII. Y como todo programa de táctica a seguir, el nuevo lema: Dios, Patria, Franco y Rey.
El ánimo sencillo de este amigo le hizo entregarse al brillo de una fantasía; confió en sus elucubraciones; desesperó de la Comunión; entregó su voluntad, con infantiles reservas mentales, a la unificación falangista; rebeló su voluntad contra la jerarquía, y se apartó de nosotros: «pecó contra la esperanza».
De este modo, al uno, bajo el designio de un pensamiento político complejo, laberíntico, enmarañado; al otro, como alondra seducida por la luz de una fantasía, en candorosa simplicidad política: así vi apartarse de nuestras filas a dos amigos queridos. Queridos todavía, con amor de compasión, con sentimiento de lástima, con entrañas de profunda gratitud a Dios que se dignó conservarme en las filas de la lealtad, y con el alma llena de la única verdadera esperanza: «Dignaos Señor, Rey de los leales, conservarme la fidelidad, tantas veces jurada, a la Causa de la Tradición española, y librarme de pisar las tiendas de la idolatría».
Para esos queridos amigos se escribe este folleto. Para iluminarles la inteligencia y sacarles del engaño a que han sido arrastrados, y, si la carcoma de la ambición les royó el alma, sean estas páginas bálsamo del corazón que les haga exclamar: «Me levantaré y volveré a la casa de mi padre». Porque bien lo saben: fuera de la Comunión no han encontrado sino desengaños y amarguras.
Hable, pues, el lenguaje del Carlismo, nuestro estilo y nuestro léxico: hablemos de Legitimidad como legitimistas, lenguaje sublimado por la fe y los sacrificios seculares de nuestros mayores.
Principios generales
La dinástica Ley pisoteada
Por la Infanta Carlota se vio,
La razón, de esta suerte ultrajada,
Ante tal violencia cedió…
(Himno a los Mártires).
LA SUCESIÓN LEGÍTIMA ES ESENCIAL EN LA TRADICIÓN ESPAÑOLA
La Tradición española es Católica, Foral y Real, con integridad de esencia. La Tradición Real en Monarquía hereditaria y representativa pertenece a esa esencia de la Tradición española. Hasta el extremo de que, si se amputa el principio monárquico o se desnaturaliza la Monarquía, la Tradición queda incompleta y defectuosa, igual que si se eliminara otro cualquiera de los principios fundamentales religiosos, sociales o políticos. Mas siendo la Monarquía hereditaria la perpetuidad y continuidad de la dirección del Estado, como si fuera la gerencia de una colectividad, su mayor perfección corresponde a la mayor perfección de la Ley que fije la transmisión hereditaria, la Ley de sucesión que evite dudas y más claramente señale la continuidad en la Dinastía reinante.
Para los carlistas, y puede decirse que para todos aquéllos que hayan estudiado la cuestión planteada en 1833, tanto en el orden histórico como en el jurídico, es la Ley de 1713 la que fija y regula la sucesión en la Casa de Borbón. Cabía a los isabelinos arroparse con supuestas tradiciones castellanas o buscar legalidades en las modificaciones hechas por Fernando VII, pero ni esto siquiera han podido alegar los alfonsinos. Porque el derecho en que se fundaba la soberanía de Alfonso XII es independiente del de su madre, ya que tuvo por origen un pronunciamiento militar, y, por consiguiente, el derecho de sucesión en la línea de Don Alfonso XII es de naturaleza revolucionaria, y por esto la Constitución de 1876 y los documentos coetáneos no reconocen continuidad entre Doña Isabel y Don Alfonso XII. Ese origen revolucionario de la soberanía explica el abandono del Poder hecho por Alfonso XIII ante el grito de otra revolución, la del 14 de Abril [1].
Pero es muy distinto el caso para la Dinastía Carlista en punto a la legitimidad de origen. En esta legitimidad, la Dinastía Carlista no puede separarse de la Ley de 1713 promulgada por Felipe V. En virtud de dicha Ley sucede Don Carlos María Isidro a Fernando VII, y, por abdicación de aquél, recibe sus derechos Carlos VI conforme al orden establecido por aquélla; y como no había sucesión directa a la muerte del Conde de Montemolín, el imperativo de la Ley señaló a Don Juan III. Por atentar a la legitimidad de ejercicio, pierde Don Juan su derecho a la soberanía que ya habían adquirido Don Carlos y Don Alfonso Carlos como Rey y Príncipe de Asturias, por lo que la renuncia de Don Juan encarna la legitimidad en nuestro Carlos VII, a quien suceden Don Jaime, y, a su muerte sin sucesión, Don Alfonso Carlos.
Mas a la muerte de éste, sin dejar sucesión y quedando agotada la rama familiar de Don Carlos V, la Tradición monárquica y su continuidad no quedaron truncadas, porque la sabia previsión del último Rey añadió prudentísimamente un eslabón clave en la cadena dinástica: La Regencia.
LA REGENCIA ES LA INSTITUCIÓN MONÁRQUICA NECESARIA PARA LA CONTINUIDAD DINÁSTICA
No es la Regencia invención de hoy ni para estas solas circunstancias. La previsión política de los pueblos la había señalado para contingencias adversas: Minorías como las de Fernando IV y Alfonso XI, en la que se destaca la genial Regente Doña María de Molina; incapacidad física o intelectual, como ocurrió en Baviera en tiempos de Luis II y Otón I, y que hemos conocido en nuestros días, y en España la Regencia de Fernando V, que presenta la particularidad de haber podido jurídicamente designar, como designó, Regente sucesor al Cardenal Cisneros [*]; ausencia del Rey, como fue la Regencia del Cardenal Adriano de Utrecht en tiempos de Carlos I; Regencia por cautividad del Monarca, como fueron las de Cádiz y Urgel en tiempos de Fernando VII; y, ¿por qué no decirlo?, Regencia cuando la sucesión no ha quedado bien definida y es necesaria una valoración de los pretendientes para resolver la persona que más satisfaga al bien común, tal como la que conocieron los pueblos de la Corona de Aragón, a la muerte de Martín el Humano, hasta la Sentencia de los Compromisarios de Caspe [2]. Es decir, que la Regencia es la institución que mantiene la continuidad entre el Rey que fue y el Rey que será. La Regencia legítima de S. A. R. el Príncipe Don Javier es, por lo tanto, el eslabón que une al Rey que fue, Don Alfonso Carlos, con el que será, al que representa el Regente como un albacea testamentario representa al heredero indeterminado.
LA REGENCIA, EN CIRCUNSTANCIAS EXCEPCIONALES, ES LA INSTITUCIÓN RESTAURADORA DE LA MONARQUÍA
En la perfección del Derecho, la Regencia ha evolucionado hasta representar una función institucional. Es decir, la Regencia, en esta concepción, además de ser un órgano transmisor de la soberanía, tiene la función propia de instrumento, de restaurador, de las instituciones monárquicas [3]. Porque conviene notar que en España no estamos meramente en una crisis de Rey, en una solución de continuidad en la cadena sucesoria de la Realeza, sino que hay algo inmensamente más transcendental y que más directamente toca a la entraña misma nacional: la crisis de la Monarquía, la ausencia, o lo que es peor, la conculcación de las instituciones políticas del Estado, según la concepción tradicionalista. Y de ahí que mayor, mucho mayor, que la necesidad de la Regencia como albacea transmisor de un derecho soberano, es la de una institución monárquica y legitimista con aptitud jurídica para restaurar todas las instituciones políticas de la Nación, que se llaman Monarquía Tradicional.
Este carácter institucional de la Regencia quedó plenamente señalado en el R. D. de Don Alfonso Carlos. El Carlismo, en distintas actividades y disciplinas, marcó estimables avances y progresos: así, en el orden militar, regulando la guerra de montañas, creando la de trincheras, inmortalizando la táctica de guerrilleros, anunciando las ametralladoras modernas mediante los ingeniosos intentos del Conde de España en 1838, y comprendiendo, antes que nadie, el valor efectivo del arma aérea en 1875 en el bloqueo de San Sebastián; y así, en el orden político, en contraste con el estatismo quietista de las instituciones políticas inglesas, ha demostrado que el verdadero Tradicionalismo constituye una evolución y perfeccionamiento constante del Derecho político dentro del máximo respeto a las esencias del pasado. Ésta es la contribución al progreso ideológico que representa el Decreto de institución de la Regencia.
Si el Rey que instituyó la Regencia era legítimo Rey, y a ningún carlista cabe discutirlo, legítima es la Regencia de él dimanante y transmisora de la soberanía, en verdadera continuidad, como transición al futuro Rey. Si bien la Rama Carlista, mejor dicho, la estirpe familiar de Don Carlos María Isidro, quedó agotada, no así la Monarquía legítima, al servicio de la que tendrá que reanudarse la sucesión dinástica legítima.
LA REGENCIA, CAUCE TRANSMISOR DE LA SOBERANÍA
La misma etimología de la palabra tradición, tantas veces explicada –tradere, entregar–, enseña la necesidad, que la Legitimidad requiere para la sucesión legítima, de una entrega de Poderes, que nuestro Derecho histórico previó en la institución del Principado de Asturias, o de Viana, o del Condado de Gerona.
De lo hasta aquí dicho se infiere:
Primero: que, para tener esta legitimidad, debe el Rey aceptar íntegra y formalmente la Ley sucesoria de Felipe V, con exclusión de cualquier otra, ya que, al aceptar otra cualquiera, sean las de las Constituciones liberales, sea la últimamente promulgada en España en el pasado año, conculca el imperio de aquélla, por la oposición fundamental que entre las mimas existe y porque dicha Ley de Felipe V aparece derogada por las otras leyes sucesorias.
Segundo: que se necesita, para poder llamarse sucesor de la Dinastía legítima, recibir los Poderes del Príncipe Regente.
Y tercero: que sólo esa transmisión del Poder hecha por el Príncipe garantiza jurídicamente la conformidad que, según nuestro Derecho tradicional, ha de haber entre la legitimidad de ejercicio y la de origen.
Conviene notar que repugna manifiestamente al Derecho Legitimista esa expresión tan en boga entre los monárquicos liberales de hoy de converger en la misma persona dos legitimidades o dos derechos sucesorios. Podrán ciertamente coincidir en un mismo Príncipe las indicaciones del orden sucesorio legítimo y del liberal, pero nunca las dos legitimidades, ni, por tanto, dos derechos, porque no hay más que una legitimidad y un solo derecho soberano. Con igual lamentable confusión se pretende el Trono de España para cierto Príncipe, invocando conjuntamente las indicaciones de la Ley de 1713 y una pretendida bienquerencia del actual Jefe español que se les antoja propicia a conceder al Príncipe la aplicación de la Ley sucesoria de 1947. Y bajo el mismo designio rebuscador de coincidencias, trátase de presentar en el mismo Príncipe Don Carlos de Habsburgo su condición de Austria. Parece que se le quiere presentar como si estuviera señalado por el Dedo de Dios.
La Ley de Felipe V y la de Franco son incompatibles en su aplicación, por notorias y gravísimas razones de esencia, y por la derogación que se hace de la primera por la segunda, constituyendo en origen del Poder, en lugar del tronco familiar agnaticio, al actual Jefe del Estado español. Y, según veremos más adelante, entre la sucesión de Felipe V y la de la Casa de Austria hay una incompatibilidad infranqueable.
Colocados en terreno estrictamente carlista, igual rebeldía constituye la inaceptación de la Regencia instituida por Don Alfonso Carlos, como el desconocimiento de la legítima autoridad del Príncipe Don Javier. En el trance en que se encontraba la Dinastía Carlista –sin haber hallado el Rey, Príncipe que, indicado por el orden sucesorio, mereciera su confianza en la guarda de los principios fundamentales, o que quisiera aceptar el echar sobre sí la pesada carga del Principado de Asturias Carlista, o, por último, que pudiera adscribirse a esa sucesión, atendidas las complejas razones de política de las Casas Reales–, fue una medida de alta prudencia política, que le hace pasar a nuestra Historia como un esclarecido servidor de los principios fundamentales del Tradicionalismo. Y, a mayor abundamiento, previó la guerra civil de naturaleza salvadora de las esencias nacionales y que debía ser motivo para la restauración de la Monarquía, que, dicho queda, sólo podía concebirse mediante una Regencia restauradora. Abrió el Rey, puede decirse, los más amplios horizontes de una honda, extensísima, restauración de la sociedad civil española; y tuvo el felicísimo acierto de poner al frente de esa institución renovadora al Príncipe verdaderamente prototipo de elevación de ideales, prudencia política y desinterés personal, al lado de cuyas prendas brillan el prestigio y general reconocimiento de todas las Casas Reales, extensos sectores católicos del mundo entero, y altos políticos de toda Europa. Rey es quien el derecho indique; Regente, en cambio, sólo puede serlo quien por cualidades personales merece la confianza del último Rey y puede atraer la del pueblo.
EL GRAVE PROBLEMA DE LA OPORTUNIDAD POLÍTICA
Querrá decirse que, por autoridad de cualquier conciliábulo de sobremesa de carlistas inquietos, puede fulminarse la declaración de que el mandato del Príncipe debe considerarse extinguido porque, en el tiempo que a ellos se les antoja, no ha hecho la designación de sucesor. Esta objeción carece de aquella media seriedad que requieren los asuntos arduos de la vida. ¡Cuánto más en materia tan elevada sobre el nivel medio de la ciudadanía, tan gravemente transcendental, y tan compleja! Sólo al Príncipe toca juzgar de este momento, y claramente se aprecia que en dicha oportunidad toman tanta parte, como los intereses de la Familia Real, los supremos y sagrados intereses de la Patria. Porque nótese, diremos una vez más, que el orden de la legitimidad de origen ha de subordinarse –si no, deja de ser legitimidad– a los vitales intereses de la Nación.
Nada tan difícil en el arte del gobierno como acertar las oportunidades. Tan probable es ceder en los principios ante circunstancias oportunistas, como errar en la aplicación de medidas que son hijas del tiempo.
El Rey, al instaurar la Regencia, le puso esta condición en cuanto al tiempo: «Sin más tardanza que la necesaria». ¡La necesaria! ¿Cuál es la tardanza necesaria? ¿Quién habrá de apreciar esa necesidad? «El Regente reiterará en público Manifiesto el solemne juramento que tiene prestado de regir en el interregno los destinos de nuestra Santa Causa y proveer sin más tardanza que la necesaria la sucesión legítima de mi Dinastía». Así dice el Decreto de institución de la Regencia, pero continúa: «Ambos cometidos –la Regencia de la Causa y la provisión de la sucesión legítima–, conforme a las Leyes y usos históricos y principios de Legitimidad que ha sustentado durante un siglo la Comunión Tradicionalista».
Pues téngase en cuenta que la primera de todas las Leyes, el más generalizado de todos los usos históricos, y el más transcendental de los principios legitimistas, es la ordenación de la legitimidad de origen al bien común, a la conveniencia nacional, al servicio de la Patria. ¿Quién puede atreverse a enjuiciar, sin la autoridad de Regente, este arduo problema? ¿Quién puede desconocer que la conveniencia nacional se satisface o se perjudica según la oportunidad en adoptar medidas transcendentales?
Surgen, sin embargo, pretendientes a la Corona de España. Santo y bueno. Triste sería constatar que la Corona de los Reyes Católicos, de San Fernando, y de Don Jaime el Conquistador, no tuviera siquiera aspirantes que quisieran, amparándose en derechos familiares, poder un día ceñirla. Pretendientes, sí; pero Reyes, no. Como pretendientes pueden aspirar a que la Regencia les reconozca su derecho, y a recibir de ella sus Poderes. Pero la autoproclamación hecha por cualquier Príncipe, o su aclamación por facciones, envuelven un atentado al carácter nacional y tradicional de la Monarquía legítima.
Ser pretendientes, les honra; pero ser Reyes por autodeterminación o por aclamaciones partidistas, les empequeñece. Así, vemos en otros tiempos cómo Jaime «El Desdichado», el Conde de Urgel, fue candidato a la Corona de Aragón llevando en su apoyo una clara legitimidad; ante el bien común, que en aquel momento era la concordia de los Reinos y la conservación de la gloriosa Confederación Catalano-Aragonesa, se hizo necesaria una Regencia del Reino y someter el arduo problema de la soberanía a la Sentencia del Compromiso de Caspe. Tan pronto el Conde de Urgel se rebeló contra ella, contra el nuevo Pacto Soberano entre el Pueblo y la Corona, perdió su legitimidad y se convirtió en rebelde, y de pretendiente a usurpador.
Un Rey de bandería no puede ser Rey de España. Ni basta que abuse en sus escritos o declaraciones de la cualidad de “Rey de todos los españoles”. Se es Rey porque se reciben unos Poderes de las fuentes de la legitimidad histórica y mediante el cauce de esa legitimidad tradicional.
Dejemos a un lado a cuantos anhelan un Rey venido como sea, un Rey de origen saguntino, un Rey traído por un nuevo Prim, un Rey impuesto por el extranjero; aquí hablamos sólo para quienes entienden y sienten las supremas verdades del Legitimismo y la necesidad moral del legítimo origen de la soberanía como medio ordinario para su legítimo ejercicio.
EXAMEN DE LAS PRETENSIONES DEL PRÍNCIPE DON CARLOS DE HABSBURGO
FIJEMOS LA CUESTIÓN
En rebeldía contra la Regencia legitimista, dos pretendientes enarbolan banderas partidistas de aspiración al Trono: Don Juan de Borbón y Battemberg y Don Carlos de Habsburgo-Lorena y Borbón. No es nuestro propósito ocuparnos en este lugar del primero de dichos Príncipes. Con suficiente amplitud tocamos su asunto en el folleto «Observaciones de un viejo Carlista a unas cartas del Conde de Rodezno», del que amigos carlistas han hecho varias y muy profusas ediciones, por lo que será fácil al lector conocerlo.
Estudiemos, en cambio, el caso de Don Carlos de Habsburgo con el mayor respeto a su persona. Respeto personal, no como quiera, consignado por elegancia dialéctica; sino respeto que nos hace renunciar a cualquier argumento o motivo de exclusión que en él pudiera apreciarse, pero de índole personal.
Más aún, si la Ley de 1713 fuera dudosa, es decir, si no estuviera claramente definida; si, además, no quedara ningún posible sucesor de Felipe V del apellido Borbón; y si, por último, salváramos el escollo de que Don Carlos no es el primogénito de la Infanta Doña Blanca, mucho halagaría nuestro espíritu carlista poderle reconocer derechos al Trono.
Pero no vemos su derecho actual, aunque no desconozcamos su derecho remoto. Si su pretensión no se apoyara en mal invocados principios legitimistas; si en sus procedimientos políticos no tomara tanta parte, como sistemáticamente toma, la confusión, nos abstendríamos de abandonar nuestro castillo, dedicados al estudio y a la publicación de la Historia política de la Causa.
Analicemos sumariamente la aspiración de Don Carlos.
El grito propagandístico de los carlistas disidentes, la presentación que del Príncipe hacen a las masas carlistas, se compendian en esta expresión realmente sugestiva: «Nieto de Carlos VII». Verdaderamente que lleva esa recomendación la unción sublime del parentesco y sucesión de sangre más noble y lleno de emoción carlista. ¡Nieto de Carlos VII! Nieto de aquel gran Rey, gloria legítima de España, paladín de la Causa inmortal, figura gloriosa como guerrero, como estadista, como conductor de multitudes, como Soberano prototipo.
¡Nieto de Carlos VII! ¡A cuánto obliga! Porque obliga mucho, nosotros, por nuestra parte, sin pretender juzgar del rendimiento que a esa memoria se tribute, hemos renunciado a todo aspecto personal que pueda tener la cuestión.
De Carlos VII viven actualmente varios nietos y biznietos. Y no nieto, hijo de Carlos V, fue Don Juan III, lo que no le bastó para conservar el amor a los carlistas desde el momento que se apartó de la Causa por reconocer a la contraria sin otro fruto que el mayor de los desaires.
No es ese parentesco más que un motivo propagandístico. Su verdadero apoyo está presentado en razones de orden legitimista y en razones de pretendido sentir político. Razón legitimista, la de considerar agotadas las líneas varoniles de Felipe V, y creer llegado el caso de transmitir el derecho soberano a la hija mayor de Carlos VII como último Rey que dejó sucesión, ya que ni Don Jaime ni Don Alfonso Carlos la dejaron.
Incapacitando dictatorialmente a la Infanta Doña Blanca, se hace correr por doquier una renuncia suya supuesta o verdadera, legal o arbitraria, deliberada o irreflexiva. Y para completar el salto se suponen, se fingen, unas renuncias de los hermanos mayores de Don Carlos. Así, salvando lagunas, se crea un Rey.
En la confusión que domina toda esa propaganda, se adorna ese origen sucesorio con la seductora invocación a la condición de Austria que lleva el Príncipe en su nobilísimo apellido. Es un remache que se pone al derecho sucesorio del apellido Borbón.
Y últimamente, un tercer aliciente tentador se presenta a los carlistas. Búscase la zona de la flaqueza humana, llámase a las puertas del desaliento, y se provoca la impaciencia de los carlistas. A estos fines de no elevada categoría espiritual, responde la propaganda que del Príncipe se hace como del supuesto candidato de Franco para el Trono en un mañana incierto y a través de los preceptos condicionados de la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado. Bienquerencia de la que no se ha podido dar noticia de algún documento del Generalísimo, de un discurso, de una frase, siquiera en el terreno privado, que permita fundar esperanzas en ese porvenir o que descubra ese intencionado deseo del Jefe del Estado español.
Se dirá, eso sí, que se dispensa a la disidencia octavista un cierto favor oficial: marcadísima tolerancia para sus propagandas; completa inmunidad para sus impresos que profusamente se reparten, incluso con franquía postal de centros oficiales; actos públicos y ceremonias consentidas por la autoridad, y, si no muy concurridos, no por culpa de esa tolerancia gubernativa, sino por escasez de número de los carlistas disidentes; mixtificación, bajo esa bandera, de señalados elementos falangistas, y destaque en modestos cargos públicos de una docena escasa de elementos carlistas, hace muchos años apartados de nuestra disciplina; un cierto favor oficial, sin excluir el financiero, que no ha llegado todavía a convertir en realidad aquellos famosos ofrecimientos de Gobiernos Civiles que a los favorecidos llegó a hacerles perder la cabeza. Una política de gobierno capaz de seducir a incautos, pero que a ningún espíritu medianamente sagaz podrá convencer de otra cosa que de que va inspirada en el móvil permanente y tenacísimo de combatir la Comunión Tradicionalista mediante el arma de la confusión [4].
A esos tres puntos de apoyo del octavismo va a referirse este trabajo en sus tres partes principales: supuestos derechos al Trono de Don Carlos como Borbón; supuestos derechos al Trono de Don Carlos como Habsburgo; y fundamento de su aspiración por determinaciones del Caudillo Franco.
SUPUESTOS DERECHOS AL TRONO DE DON CARLOS COMO BORBÓN
EL TEXTO DE LA LEY
La sucesión en la Corona de España está regida por la Ley Fundamental de 1713 de Felipe V en las Cortes de Madrid. He aquí la síntesis de su parte dispositiva:
Declárase primero la representación hecha al Rey por el Consejo de Estado de «las grandes conveniencias y utilidades, que resultarían a favor de la causa pública y bien universal de los Reinos y vasallos, de formar un nuevo Reglamento para la sucesión de la Monarquía». Esto es, se pone por delante la suprema razón de Estado: el bien común.
Se continúa consignando el principio general de agnación rigurosa, prefiriendo «todos sus descendientes varones por la línea recta de varonía a las hembras y sus descendientes, aunque ellas y los suyos fuesen de mejor grado y línea».
Se consigna, a continuación, que han sido oídos y están conformes el Consejo y Fiscal del Rey, y que se han convocado Cortes con poderes bastantes de las Ciudades y Villas de voto en Cortes, para que «concurriese el Reino al establecimiento de esta nueva Ley, para conferir y deliberar sobre este punto lo que juzgaren conveniente a la causa pública».
Y así, con toda la solemnidad del más legítimo Pacto Social, entre el Pueblo y el Fundador de una Dinastía, manda el Rey el orden que ha de seguirse en la sucesión, que es el que recogemos en los nueve supuestos que sucesivamente prevé la Ley Fundamental.
Primer supuesto.– Por fin de los días de Felipe V, había de sucederle el Príncipe de Asturias su hijo, y, por su muerte, su hijo mayor varón legítimo, y sus hijos y descendientes varones legítimos por línea recta, según el orden de la primogenitura y derecho de representación conforme a la Ley de Toro.
Segundo supuesto.– A falta del hijo mayor del Príncipe y de todos sus descendientes varones, sucedería el hijo segundo varón legítimo del Príncipe y sus descendientes de la misma manera. Y a falta de éstos, el hijo tercero del Príncipe y sus descendientes; y en su defecto, el cuarto y los demás.
Tercer supuesto.– A falta de toda la descendencia varonil del Príncipe, sucedería el Infante Don Felipe, hijo segundo de Felipe V, con sus descendientes varones, línea recta, orden de primogenitura y derecho de representación.
Cuarto supuesto.– En defecto de toda la línea dicha, vendría a la sucesión la del tercer hijo, y, por su orden, la de los restantes hijos varones que tuviera Felipe V, cada línea llamada por sus descendientes varones, con iguales circunstancias.
Quinto supuesto.– «Y siendo acabadas íntegramente todas las líneas masculinas del Príncipe, Infante, y demás hijos y descendientes míos legítimos varones de varones, y sin haber por consiguiente varón agnado legítimo descendiente mío, en quien pueda recaer la Corona según los llamamientos antecedentes, suceda en dichos Reinos la hija o hijas del último reinante varón agnado mío en quien feneciese la varonía, y por cuya muerte sucediese la vacante, nacida en constante legítimo matrimonio, la una después de la otra, y prefiriendo la mayor a la menor, y respectivamente sus hijos y descendientes legítimos, etc.».
Sexto supuesto.– En el caso que el último reinante varón agnado no tuviese hijas, había de suceder la hermana o hermanas que tuviere por su orden, y sus hijos y descendientes legítimos de la misma manera dicha.
Séptimo supuesto.– Si tampoco tuviere dicho último Rey hermanas, sería llamado a la sucesión «el transversal descendiente legítimo de Felipe V que fuere proximior y más cercano pariente del dicho último reinante, o sea varón o sea hembra, y sus hijos y descendientes legítimos, etc.».
Octavo supuesto.– En el caso, verdaderamente infortunado, de que tampoco hubiese tales parientes transversales del último Rey, vendrán a la sucesión las hijas que Felipe V tuviere y sus descendientes varones, y por las mismas reglas de primogenitura y representación.
Noveno supuesto.– Por último, extinguida toda la descendencia del Fundador, habría de venir al Trono la Casa de Saboya.
PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA LEY
A seis principios fundamentalísimos pueden reducirse los que sustentan la Ley sucesoria. Uno se refiere al fin de la soberanía, cual es el bien común; otro mira al decoro de la Realeza; y los restantes son relativos a la perennidad de la Casa de Borbón.
Primer principio.– Ya quedó dicho que el primero de todos ellos es el bien de los Reinos. Ésa es la razón de ser de la Ley y el motivo muchas veces repetido en su Preámbulo. Por esto se miran cualidades en la designación y se procura, mediante la más escrupulosa minuciosidad de circunstancias, que se eviten pleitos sucesorios como la guerra civil que se acaba de padecer.
Quede, por tanto, bien sentado que el orden sucesorio va subordinado estrictamente a la conveniencia nacional, y que constituiría un absurdo que alguien tuviera un derecho dimanante de la Ley que pugnara con el bien común.
Segundo principio.– Con repetición incesante, el legislador, en cada sucesión, va reiterando la condición esencial del legítimo matrimonio, de la sucesión legítima, sin la que no cabe derecho al Trono. Nada de bastardías. Sólo la filiación legítima confiere derechos.
A este particular del matrimonio se refiere el tema de los matrimonios morganáticos que vamos a tratar seguidamente. Pero conviene notar que en la Ley de Felipe V no está tenido en consideración, a ningún efecto, el matrimonio morganático, ni mucho menos prohibido. Antes al contrario, el único requisito exigido por el legislador en punto al matrimonio, y, como hemos anunciado, mirando al decoro de la Corona, es el de la Legitimidad canónica.
En concordancia perfecta a la legislación española clásica, ni al Rey ni a los Príncipes les estaba impuesto el matrimonio con persona de su igual. Por conocido el tema, huelga citar ejemplos históricos.
Tercer principio.– Ley cual la de Felipe V, dimanante de su victoria contra el Archiduque de Austria, habiendo precedido su renuncia al Trono de Francia, y pidiéndosele por las Cortes la exclusión perpetua de los Austrias y el llamamiento a la Casa de Saboya, se ve claro este principio inspirador de la sucesión: la conservación de la Corona en la Casa de Borbón española, y que nunca pudiera venir la Casa de Austria ni ninguna otra, salvo la de Saboya en último término.
Cuarto principio.– La agnación rigurosa es perseguida en la Ley a dictados del sentido sálico de la sucesión Real. Ya hemos visto cómo en ciertos casos puede ser llamada una hembra, pero sólo en defecto de líneas agnadas, y para volver a iniciar en ella, a su muerte, y en su primogénito varón, nuevamente, la sucesión entre agnados. En tal sentido, se llama a nuestra Ley semisálica o sálica gombetta. Pero es Ley de agnación rigurosa según se repite en su texto hasta doce veces.
Quinto principio.– Es la Ley de primogenitura. Es la designación del varón mayor. Pero Ley de primogenitura completada con el derecho de representación regulado por la Ley de Toro. Quiere decir que, a la muerte de un Rey, no le sucede el mayor de los hijos vivos, sino su primogénito, si vive, o si premurió, el primogénito del primogénito muerto, y así todos los descendientes.
Sexto principio.– El llamamiento, tras esa indicación de Primogenitura y representación, se convierte en llamamiento por líneas rectas y de orden descendente, habiendo de ser llamadas las líneas por el orden dicho y dentro de cada uno de los supuestos antes indicados, prefiriéndose la línea anterior a la posterior.
LO QUE SE PRESUME EN LA LEY
El primer principio que hemos señalado, transcendental fundamento de la Ley, cual es el del bien común, constituye toda la razón de ser la misma, pero no se desentraña. En ningún punto de la parte dispositiva se ordena la exclusión de algún Príncipe por contrario al bien de los Reinos. La razón es obvia: no impide la Ley, sino que, al contrario, presupone que en cada caso el Rey habrá de declarar quién es su futuro sucesor, reconociéndosele el Principado de Asturias, y aclamándole como tal las Cortes. La Ley fija sólo derecho abstracto a la Corona, y reserva a la Regia Potestad y a las Cortes la aplicación, en cada caso, de si el designado por el orden de la sangre no está excluido de la sucesión, y privado, por consiguiente, del derecho soberano.
En consecuencia, este orden de las exclusiones sucesorias está fuera de la Ley que analizamos. Pertenece al Derecho Constituyente español, y representa un inalienable derecho de nuestro pueblo. Según esto, las exclusiones o privaciones del derecho soberano se rigen por tres reglas fundamentales:
Primera regla.– Excluyen y privan del derecho a la Corona todas las causas en que un Príncipe pueda incurrir que le hagan indigno de la sucesión, que le conviertan en peligroso para el bien común, que atenten al Pacto Soberano, que se rebelen contra la legítima potestad del Rey. Conviene notar que en el transcurrir de los siglos había de venir sobre el mundo el azote del liberalismo y España padecer sus estragos sufriendo el desmembramiento de su Imperio y toda su decadencia, consecuencia de los funestos errores de la herejía liberal.
Príncipe hereje…, privado del derecho por la Ley de Unidad Católica. Príncipe traidor a la Patria o rebelde contra el Rey…, privado del derecho por la Ley 5ª., Título 32, del Ordenamiento de Alcalá. Príncipe liberal o servidor de la dinastía liberal…, excluido de la sucesión al Trono por los mismos principios acabados de señalar, tanto en defensa de nuestra Fe católica, como en acatamiento de la autoridad de los Reyes legítimos.
Exponente inconfundible en punto a ideas de los Príncipes, es su colocación en las luchas antiliberales del siglo XIX. Abanderados de los principios liberales y responsables del aniquilamiento de nuestra Patria, fueron los Príncipes de la dinastía isabelina. Conservadores de la auténtica España, por contra, los Príncipes Carlistas.
Segunda regla.– Toda exclusión de un Príncipe supone la de sus descendientes que de él puedan traer el derecho. Al igual que los llamamientos son por línea familiar, como claramente ha quedado explicado, también las exclusiones se producen por línea. Todo Príncipe, al nacer, adquiere derecho a la sucesión al Trono en el orden que le corresponda dentro de los principios agnaticios, de primogenitura y representación, y línea familiar, que han quedado expuestos anteriormente. Y ese derecho condicionado o prelacionado lo adquiere para sí y sus sucesores en igual orden agnaticio, de primogenitura y representación, y por línea familiar.
De igual modo, todo Príncipe, al perder su derecho, lo pierde para sí y sus sucesores, a menos que se rehabilite el derecho en éstos si ya hubieran nacido. O sea, que el Príncipe incurso en la exclusión no puede transmitir su derecho a sus descendientes no nacidos. Los que hayan nacido, en cambio, ya al nacer adquirieron ese derecho contingente acabado de indicar, y puede continuar en él la sucesión o rehabilitarse el derecho al modo que sucedió en la exclusión de Don Juan III y la rehabilitación de derechos en Carlos VII.
Tercera regla.– Tiene el Rey potestad legislativa, fijando el orden sucesorio en la Ley Fundamental; ejerce potestad ejecutiva, designando Príncipe de Asturias al que venga llamado por la Ley; y actúa, por fin, como juzgador, excluyendo de la sucesión a un Príncipe indigno o condonando las causas de exclusión en que esté incurso.
Denota un espíritu liberal y plebiscitario el que los simples ciudadanos entren a juzgar en materia tan ardua. Podemos, sí, dictaminar que un Príncipe o una línea familiar están excluidos del Trono por causas tan graves como, por ejemplo, el error liberal o la adscripción a la dinastía usurpadora. Pero nunca podemos desconocer que el Poder del Rey es el único competente para condonar esas causas de exclusión ante circunstancias eximentes o atenuantes que pueda apreciar en las personas, o ante graves razones de la conveniencia patria.
Y no nos pese repetir que, si eso es así respecto a cualquier Rey en el Trono, razón de más ha de competir esa facultad a la Regencia, que, sobre tener toda la potestad regia a esos efectos sucesorios, tiene, en un momento tan gravemente crítico como el español, de restauración de la Institución Monárquica misma, un particular y especialísimo cometido de enjuiciamiento sobre la conveniencia nacional.
LO QUE NO SE PRESUME EN LA LEY
Y, para terminar, lo que no presume la Ley de Felipe V, aquello a que nunca se refiere, es la extranjería en los Príncipes llamados a la sucesión.
Vemos hoy en el infinito vulgo que se ocupa de estas cosas, calificar de extranjero a cualquier Príncipe.
Inspirada la Ley de Felipe V en el principio clásico sobre esta materia, nunca exige la condición de español en sus sucesores. ¿Por qué?
En buenos principios legitimistas, los Príncipes no adquieren la ciudadanía por los modos que el Derecho Político fija para los simples ciudadanos: el mero lugar del nacimiento, o la condición de hijos de españoles. Los Príncipes, en cambio, tienen por ciudadanía la de la Casa Real a que pertenecen: franceses los Príncipes de la Casa de Francia; austriacos los de la Casa de Austria; italianos los de Saboya; y españoles los de la Casa de Felipe V. Podría decirse que el Derecho Político que fija la nacionalidad de los Príncipes, no es la Ley positiva que rige en cada país sobre ese particular, sino el Pacto Soberano y la Ley de sangre.
Donde quiera nazca un Príncipe, no adquiere aquella nacionalidad, sino la de la Casa Real a que pertenece. Vendrá el Derecho revolucionario, liberal, antimonárquico, y los igualará a cualquier ciudadano. Los Gobiernos liberales, sin excluir los de España en el siglo XIX, concederán la extraterritorialidad, en ese punto del nacimiento, a los hijos de los Embajadores y diplomáticos acreditados, y a los que nazcan en las Embajadas; y lo negarán a los Príncipes de la Casa Real. ¿Extranjero Carlos VII, que nació en Laybach; Don Jaime, que nació en Vevey; Don Alfonso Carlos, nacido en Londres? Pero, ¿dónde hallar ejemplos más puros de patriotismo?
La Ley de adscripción a España por pertenencia a su Casa Real, es aplicable a los Reinos de Nápoles y al Ducado de Parma. Nótese, en corroboración de cuanto antecede, que Carlos III, después de ser Rey de Nápoles, vino a reinar en España; y Carlos IV, nacido en Palermo durante el reinado de su padre en Nápoles, también vino a reinar en España.
Conviene advertir a tanto improvisado pensador, que antes hemos llamado vulgo, que el nacimiento determinado por el lugar o territorio donde ocurra, tanto significa honor como encadenamiento y sujeción. Españoles son todos esos monstruos dirigentes de la España roja, como nacidos en nuestra Patria, y sujetos a su autoridad en calidad de ciudadanos ejemplares, si lo hubieran sido, o en calidad de penados, porque su conducta les ha hecho incurrir en el peso de la Ley. Y españoles dignísimos fueron tantos miles de carlistas nacidos en proscripción después de las guerras, como el glorioso Conde de Caltavuturo, Marqués de Vallecerrato, Conde de la Alcudia, y tantos otros hijos de emigrados carlistas que aprendieron a amar a España y juraron servirla con su sangre en las nostalgias del destierro.
Ése es el principio inspirador de la Ley sobre la condición de nacional o extranjero de los Príncipes. Los Príncipes no son un ciudadano cualquiera. Son Príncipes. Cuando todavía las Revoluciones no habían derrocado las Monarquías tradicionales; cuando estas verdades constituían la médula de la formación moral de los miembros de las Casas Reales; cuando todavía no habían perdido, ni los Príncipes, ni los pueblos, el concepto sobre la unción y sublimidad de la Realeza, esto era así.
Si después la ola revolucionaria había de borrar de las conciencias estas verdades, habrá necesidad de juzgar –quien pueda, y sólo la Regencia tiene esa competencia– esta materia vital y transcendentalísima de las ideas en que estén formados los Príncipes, y de la adscripción de sus voluntades a la Causa de España.
LOS MATRIMONIOS MORGANÁTICOS
Materia extraña completamente a la Ley de Sucesión de Felipe V, tiene, sin embargo, una capital importancia para la generalidad de los monárquicos. Es un tema tal vez ignorado de la inmensa mayoría de los partidarios de la Monarquía en su verdadera naturaleza.
Es asunto, por tanto, digno de ser tomado en consideración.
Sentemos, como principio general y cuestión previa, la de que en España no ha existido nunca conceptuación alguna legal, ni permisiva, ni prohibitiva, de los matrimonios propiamente llamados morganáticos.
Lo único existente es la necesidad de pedir la licencia regia para contraer matrimonio, y las sanciones consiguientes a sus contraventores.
El concepto de matrimonio morganático no es español, ni siquiera latino. Es de origen germánico, y característico del feudalismo. Como matrimonio morganático, estaba prohibido en la legislación civil el matrimonio –aunque por la Iglesia fuere autorizado– de un hombre de clase señorial con mujer de baja estofa. Tal matrimonio no tenía conceptuación legal aunque canónicamente hubiere quedado contraído, ni confería a la mujer los títulos ni honores del marido, produciéndose además efectos patrimoniales.
En España, nación preservada del feudalismo, no ha existido nunca esta forma de matrimonio.
Ahora bien, bajo el Reinado de Carlos III, llegó a preocupar la frecuencia abusiva de los matrimonios desiguales contraídos por hijos de familia sin esperar el consejo o consentimiento paterno o el de aquellos deudos colocados en el lugar de los padres. Para evitar ese abuso, se creyó conveniente legislar a fin de que no pudiera contraerse el matrimonio sin dicho consejo o consentimiento, «dejando ilesa la autoridad eclesiástica y disposiciones canónicas en cuanto al Sacramento del Matrimonio para su valor, su existencia y efectos espirituales» –se dice en la Ley que vamos a citar–. Tal es la Pragmática de 23 de Marzo de 1776, incorporada a la Novísima Recopilación. Mándase en ella, en efecto, que, para contraer matrimonio, se necesita el consejo o consentimiento paterno, según la edad, en toda clase de personas y sea cual fuere su condición, y se sancionan los matrimonios contraídos sin este requisito.
Obsérvese que no se prohíben los matrimonios desiguales, ni en los plebeyos, ni en los nobles, ni en los militares, ni en los Príncipes. Se presume, eso sí, que la causa de que se contrajeran tantos matrimonios desiguales era la omisión del consentimiento paterno, como quiera que entendiera el Rey que, de mediar ese consentimiento, la autoridad paterna sería bastante para evitar esa desigualdad en las nupcias.
Y, seguidamente, al pormenor va la Ley haciendo aplicación del precepto a todas las clases sociales, y poniendo sanciones de orden civil en punto a dotes, herencias, etc.
Y al llegar a los Príncipes, dispone lo siguiente: «Mando, asimismo, que se conserve en los Infantes y Grandes la costumbre y obligación de darme cuenta, y a los Reyes mis sucesores, de los contratos matrimoniales que intenten celebrar ellos o su hijos e inmediatos sucesores, para obtener mi Real aprobación; y si (lo que no es creíble) omitiese alguno el cumplimiento de esta necesaria obligación, casándose sin Real permiso, así los contraventores como su descendencia, por este mero hecho, queden inhábiles para gozar de títulos, honores y bienes dimanados de la Corona; y la Cámara no les despache a los Grandes la cédula de sucesión, sin que hagan constar, al tiempo de pedirla, en caso de estar casados los nuevos poseedores, haber celebrado sus matrimonios precedido el consentimiento paterno y el Regio sucesivamente».
Como se ve, se trataba de una costumbre de los Infantes y Grandes de pedir la Regia licencia; y hasta aquí lo que vemos es que se sanciona la omisión de ese deber, privando al incumplidor y a su descendencia de los títulos, honores y bienes dimanados de la Corona.
Se presume que el pensamiento del Rey era no conceder tales licencias, pero considerando que podía ocurrir algún caso raro, en tan graves circunstancias que no permitieran dejar de contraer el matrimonio, aunque sea con persona desigual; cuando esto sucediera, podría el Rey concederlo, pero manteniendo invariable lo dispuesto en la Pragmática en cuanto a los efectos civiles, y, en su virtud –sigue disponiendo la Ley– «la mujer o el marido que cause la notable desigualdad, quedará privado de los títulos, honores y prerrogativas que le conceden las Leyes de estos Reinos, ni sucederán los descendientes de este matrimonio en las tales dignidades, honores, vínculos o bienes dimanados de la Corona, los que deberán recaer en las personas a quienes, en su defecto, corresponda la sucesión; ni podrán tampoco estos descendientes de dichos matrimonios desiguales usar de los apellidos y armas de la Casa de cuya sucesión quedan privados; pero tomarán precisamente el apellido y las armas del padre o madre que haya causado la notable desigualdad».
En conclusión, a los que no pidieran el Real permiso, les afectaba a ellos y a sus descendientes, fuere el matrimonio igual o desigual. Los que obtuvieran la Real licencia, si el matrimonio era desigual, no sufrirían en sus personas las privaciones de títulos y honores, sino meramente en el cónyuge causante de la desigualdad y en los descendientes.
Esta Pragmática se consideró vigente entre los Príncipes de España durante la Monarquía liberal, y viene siendo tenida en consideración aun bajo los períodos republicanos como legislación propia de la Familia Real. Los Príncipes han pedido la Real licencia, ya del Jefe de Familia cual era el Rey Carlista, ya al Rey liberal.
¿Cuál es el concepto de matrimonio desigual? Éste es un punto de difícil contestación. Un criterio de inspiración española clásica admite en calidad de igual el matrimonio de un Príncipe con mujer Grande de España, pues que son primas del Rey, e incluso bastará que sea de familia meramente nobiliaria. Un criterio, en cambio, más rígido, pretenderá que el matrimonio se contraiga entre Príncipes. Ahora bien, este segundo concepto, en el que han vivido inspirados los Reyes liberales, supone un rigorismo inconveniente. Porque, en la conceptuación borbónica, en la Casa de España no hay más Príncipes que los que merezcan la condición de Infantes; mas como, por el contrario, en la conceptuación europea, el título de Príncipes tiene una extensión inmensamente mayor que la de Infante español, resultará hacedero un matrimonio de un Infante español con Princesa extranjera y no con una Grande de España, siendo así que hasta puede tener un rango igual o superior al de una Princesa europea.
Tras las perturbaciones consiguientes a las caídas de las Monarquías, y dispersas las Familias Reales, es un hecho incuestionable el de que, en la ética familiar de las mismas, lo que se ha mirado siempre como requisito transcendental es la licencia del Jefe de Familia. Cuantos hayan contraído el matrimonio con dicha Real licencia, si en la misma no se hizo la advertencia preceptuada por el artículo últimamente copiado de la Pragmática de Carlos III, o sea, la condición de que el cónyuge desigual y la descendencia quedaban privados de los títulos y honores, no hay género alguno de duda de que esos matrimonios gozan de plena legitimidad a los efectos sucesorios. Entre los mismos habrá matrimonios entre Príncipes, o sea, de igualdad indiscutible, y otros entre Príncipes y nobles, que, al ser autorizados por el Jefe de la Familia sin la advertencia dicha, están garantizados en su perfecta legitimidad.
Lo que sí puede afirmarse también, es que no se ha autorizado ningún matrimonio de Príncipes de la Casa de Borbón con mujeres notoriamente desiguales, ni menos con mujeres de ínfima condición, porque esto no sólo representaría indignidad para el Trono, si alguna vez pudiera llegarle el orden sucesorio, sino que priva del más elemental decoro en la convivencia de las Familia Reales.
ABDICACIONES Y RENUNCIAS
Otro punto de uso muy generalizado, con verdadera confusión, es el que expresa el título de este apartado.
Confúndese comúnmente la soberanía con los derechos de naturaleza privada, derechos civiles y derechos nobiliarios. La soberanía constituye ciertamente un derecho en el Soberano. Pero, tanto como derechos, tiene el Rey deberes, y esto hace conceptuar a la soberanía como un derecho sui generis que participa del doble carácter activo y pasivo, derecho y obligación. No podemos extendernos en analizar esta cuestión.
De lo anterior se desprende que la Soberanía no puede renunciarse como un derecho cualquiera. El principio general del Derecho Civil: «todo derecho es renunciable», no es aplicable a la Regia potestad. Dimanante ésta de un verdadero Pacto entre la sociedad y el soberano, requiere el concurso de aquélla para que la renuncia produzca todos sus efectos.
A los siete meses de reinado, murió Luis I, que había entrado a reinar por renuncia de Felipe V de 10 de Enero de 1724, decretada por su sola autoridad, sin intervención de las Cortes, y redactándose una Escritura de cesión y traspaso de la Monarquía al Príncipe Don Luis, y, por su orden, a sus hermanos Don Fernando, Don Carlos y Don Felipe.
Aquel Rey Felipe V, que tan alto desinterés había demostrado, y que en tan acendrada piedad fundaba esos actos, encontró, para la sucesión en favor de su hijo Fernando, al morir Don Luis, el obstáculo de que el Real Consejo dictaminó en el sentido de que la renuncia era nula, porque no había sido aprobada por las Cortes, y faltaba «al recíproco contrato, celebrado con los Reinos, sin cuyo asenso, comunicado en Cortes, no pudo V. M., ni puede, hacer acto que destruya semejante solemnidad». Y declaraba el deber del Rey de volver a tomar la Corona. Como alegara entonces Don Felipe que tenía contraído voto de no volver a reinar, en nueva Junta de Teólogos se dictaminó diciendo que al menos tenía obligación de asumir la Regencia del Reino.
No encontramos en los autores conceptos perfectamente claros sobre los términos abdicación, renuncia y resignación del Poder. Lo que nos parece más razonable es lo siguiente: Abdicación es el término típicamente aplicable a la Corona y que constituye la renuncia de la misma, pero precisamente en favor del Príncipe sucesor. Renuncia, en cambio, es el desprendimiento que hace un Príncipe del derecho que le corresponda al Trono; y resignación, es un término más amplio y que se refiere a todo Poder público cuando se renuncia con entrega del mismo a otro Poder público, aplicable, por tanto, igual a las Monarquías que a las Repúblicas.
Lo que en ningún caso cabe, es abdicar ni renunciar ni resignar el Poder soberano en Príncipe distinto del que tenga el derecho.
Además, la abdicación no pasa de ser un acto personalísimo cuya transcendencia consiste en la sustitución en el Trono del Rey con el Príncipe sucesor. La renuncia, por el contrario, para extenderse a los sucesores. Con una condición esencialísima: nadie puede renunciar sus derechos al Trono más que por sí y por los hijos no nacidos. Porque si éstos han nacido ya, no pueden ser privados del derecho que tengan.
Así pues, cuando vemos la ligereza con que los carlistas disidentes fundan las aspiraciones de Don Carlos en una renuncia de su madre hecha en su favor, no podemos menos de asombrarnos. Y cuando leemos en sus hojas que dan por renunciados también a los hermanos mayores, siendo así que Don Antonio tiene hijos varones, nuestro asombro sube de punto y nos hace calificar de impostura toda esa invocación de derechos.
¿ESTÁN AGOTADAS LAS LÍNEAS VARONILES?
A la vista está la perduración de varias líneas varoniles de Felipe V. Incursas unas en presuntas exclusiones, otras en dudosa situación respecto a ese punto, y otras, por último, a todas luces conservadas en la mayor lealtad a los principios y Dinastías tradicionales.
Vamos a estudiar someramente las ramas varoniles de Felipe V, si bien que con una observación necesaria: no publicándose desde hace varios años los acostumbrados almanaques genealógicos, y habiendo estado España mal comunicada con otros países por la Guerra Mundial, los datos que damos sobre personas tienen antigüedad mayor de 7 años.
Dejemos aparte los hijos de Felipe V que no tuvieron sucesión, para considerar como primera línea del fundador de la Dinastía a Carlos III.
Primera línea de Felipe V
Representada por Carlos III, y continuada por Carlos IV. De la descendencia de éste sólo dos líneas quedaron con sucesión varonil: la del fundador de la Dinastía llamada carlista, Carlos V, que fue continuada por Carlos VI, Juan III, Carlos VII, Jaime III y Alfonso Carlos. La otra rama de Carlos IV procede de Don Francisco de Paula, y se subdivide en línea de Don Francisco de Asís y la de Don Enrique.
Línea de Don Francisco de Asís
Continuada por Alfonso XII, Alfonso XIII, y hoy representada por los siguientes Príncipes:
Don Jaime de Borbón y Battemberg, que tiene sucesión varonil.
Don Juan de Borbón y Battemberg, con sucesión varonil.
Esta línea, incursa en responsabilidades, es la representante de la dinastía liberal, tan antagónica con el concepto de la Monarquía Tradicional española, y es al Príncipe Regente al que toca entender sobre el mantenimiento de esas exclusiones o su condonación en el caso, que tenemos por imprevisible, de rectificaciones de pensamiento y de conducta que son fundamentales.
Línea de Don Enrique
Continuada por Don Francisco de Borbón y Castellví, y hoy representada por Don Francisco de Borbón y de la Torre, Duque de Sevilla.
Don Francisco de Borbón y Castellví y su hermano Don Alberto, lucharon a las órdenes de Carlos VII y de Don Alfonso Carlos en la Tercera Guerra Civil, si bien que, al ser proclamado Alfonso XII, Carlos VII, teniendo en cuenta el próximo parentesco que les ligaba con el Rey constitucional, les autorizó para que salieran de las filas Carlistas.
La sucesión de Don Enrique se subdivide en dos líneas.
Sub-línea de Don Francisco de Borbón y Castellví
Don Francisco de Borbón y de la Torre, con sucesión varonil.
Don José María de Borbón y de la Torre, con sucesión varonil.
Don Enrique María de Borbón y León, Marqués de Balboa, con sucesión varonil.
Don Alfonso Luis de Borbón y Caralt y su hermano Luis Alfonso, hijos del Marqués de Squilache, lealísimo carlista asesinado por los rojos.
Sub-línea de Don Alberto de Borbón y Castellví
Representada por Don Alberto de Borbón y D´Ast, Duque de Santa Elena, cuyo único hijo, Don Alfonso de Borbón y Pinto murió gloriosamente mandando Requetés y mereciendo una apreciada distinción militar y la gratitud de España y del Tradicionalismo.
Don Alberto de Borbón y Pérez del Pulgar, hijo del anterior.
Segunda línea de Carlos III (Borbón Dos Sicilias)
Formada por Fernando I, Francisco I, Fernando II, y Alfonso, Conde de Caserta; representada actualmente por Don Carlos de Borbón y Borbón, ejemplar caballero católico, padre de Don Alfonso de Borbón y Borbón y de Don Carlos de Borbón y Orleans, muerto gloriosamente en la Cruzada como Requeté.
Al surgir la cuestión dinástica en España, esta Casa se puso del lado de la Dinastía legítima. Posteriormente, Don Alfonso de Borbón, Conde de Caserta, llegó a ser Comandante General del Ejército Carlista del Norte en la Tercer Guerra, como su hermano Don Pascual, Conde de Bari, fue Capitán de Caballería del Norte.
Merece recordarse la correspondencia de los carlistas españoles a esta amistad, luchando por la independencia del Reino de Nápoles contra las tropas de Garibaldi, bajo el mando de Don Rafael Tristany primero, y de Borges después, muriendo éste fusilado por los garibaldinos.
No tenemos datos sobre los actuales descendientes del Duque de Aquila, Don Luis de Borbón, hijo de Francisco I de Nápoles, casado con una hija del Emperador Pedro II del Brasil [5].
Actuales representantes de esta línea son Don Carlos de Borbón y Borbón, Conde de Caserta.
Don Alfonso de Borbón y Borbón, hijo del anterior.
Don Genaro de Borbón y Borbón.
Don Raniero de Borbón y Borbón, con sucesión masculina.
Don Felipe de Borbón y Borbón.
Don Cayetano de Borbón y Borbón.
Don Gabriel de Borbón y Borbón, con sucesión varonil.
Tercera línea de Carlos III (Borbón-Braganza)
Representada por Don Gabriel, Don Pedro, Don Sebastián Gabriel, Don Luis, y últimamente por el Duque de Ansola.
Segunda línea de Felipe V (Borbón-Parma)
Es la del Infante Don Felipe, continuada por Don Fernando, por el Duque Luis, el Duque Carlos II, el Duque Carlos III y el Duque Roberto, todos de la Casa de Parma.
Esta Casa ha sido siempre una de las que han mantenido con mayor pureza la bandera tradicionalista, no doblegándose a transacciones con los regímenes liberales. Militó en las Guerras Carlistas, y está muy unida con la Comunión Católico-Monárquica por el enlace de Carlos VII con Doña Margarita, la tan amada de los leales carlistas.
El Duque Roberto de Parma y su hermano Don Enrique, Conde de Bardi, lucharon en el Ejército Real del Norte a las órdenes de Carlos VII, alcanzando el primero el empleo de Coronel de Caballería Carlista, y el segundo el de Capitán del mismo Cuerpo. En la Cruzada, Don Cayetano de Borbón-Parma sirvió como voluntario en un Tercio de Requetés, de riguroso incógnito, hasta la gravísima herida que descubrió su personalidad.
Esta Casa está representada actualmente por:
Don Elías de Borbón y Borbón-Sicilia.
Don Roberto de Borbón y Habsburgo, hijo del anterior, y su hermano Don Francisco, que no sabemos si han tenido sucesión masculina [6].
Don Francisco Javier de Borbón-Parma y Braganza.
Don Hugo de Borbón y Borbón-Busset, hijo del anterior.
Don Félix de Borbón-Parma y Braganza, Gran Duque de Luxemburgo, y sus hijos.
Don Renato de Borbón-Parma y Braganza, y sus hijos.
Don Luis de Borbón-Parma y Braganza, y sus hijos.
Don Cayetano de Borbón-Parma y Braganza, y sus hijos.
LLAMAMIENTO DE LAS LÍNEAS FEMENINAS
La Ley de 1713 no tenía la rigidez de la Ley Sálica francesa. Es de agnación rigurosa ciertamente, pero no excluye a las hembras en absoluto. Su previsión en el orden agnaticio termina aquí, y cuando considera extinguidas todas las líneas de varón llama a las hembras.
Ahora bien, conviene notar que el llamamiento a las hembras no es meramente para que transmitan el derecho, ni como Reinas Gobernadoras; sino que las llama para reinar por todos los días de su vida, y transmitir la Corona al primogénito varón, en quien volverá a reanudarse el orden sucesorio de rigurosa agnación.
Es falso, como se sustenta por partidarios de Don Carlos, el titulado VIII, que el llamamiento a las hembras sea meramente para transmitir el derecho, como si fuere un llamamiento, no a ellas dirigido, sino orientado al primogénito varón de la hembra hija o hermana, según los casos, del último reinante.
No negamos que en apoyo de esa tesis puede invocarse a Mella, e incluso queremos agregar que el mismo Polo Peyrolón también lo creía así.
Hay que distinguir entre lo que jurídicamente es el orden sucesorio, y lo que esos ilustres pensadores propugnaran como fórmula política. Ellos jamás pensaron que el llamamiento de mujer se haya de hacer con esa extraña condición. Lo que pensaron es que, en las difíciles circunstancias de la Familia Real Carlista, podría ser ésa una fórmula política.
Tratemos ahora el llamamiento de las líneas femeninas, no sin consignar una vez más que es de los puntos en que mayor necesidad existe de una declaración autorizada, que no puede ser más que de la Regencia, teniendo por extinguidas las líneas varoniles.
¿Quién podrá declarar por autoridad privada que están extinguidas las líneas varoniles? Ni autorizadamente tampoco podrá desconocerse la existencia de ese crecidísimo número de Príncipes que hemos ido indicando.
Motivos de exclusión hay en muchos; líneas enteras están incursas en la exclusión dinástica. Pero hay líneas enteras dignas de la mayor reverencia y acatamiento, y Príncipes dignísimos, plenamente capacitados, merecedores de la gratitud y el amor de los españoles.
El arbitrio de Fernando VII, trayendo a la Corona a una mujer, derramó ríos de sangre [7]. No menor injusticia se comete saltando por los derechos sagrados de esos Príncipes, para declarar de un plumazo extinguida la sucesión varonil de Felipe V.
Pero, colocados en el terreno de hipótesis en que nos colocan las aspiraciones de Don Carlos, vamos a situar la cuestión.
Recuerde el lector que hemos ido relatando los diversos supuestos en que dividimos la línea sucesoria de Felipe V.
Primer supuesto: Sucesión del primer hijo de Felipe V. Murió antes que el padre sin sucesión, y volvió a reinar Felipe V.
Segundo supuesto: Sucesión en el segundo hijo del Príncipe Don Luis. Quedó sin efecto.
Tercer supuesto: Sucesión en el Infante Don Felipe, hijo segundo de Felipe V. Murió antes que el padre.
Cuarto supuesto: Sucesión en Fernando VI, tercer hijo de Felipe V. Muerto sin sucesión.
Dentro de este mismo cuarto supuesto, pasó la Corona al cuarto hijo de Felipe V, Carlos III. Por su muerte, a Carlos IV, y a Fernando VII. A la muerte de éste, pasaron los derechos a su hermano Carlos V, y así hasta Don Alfonso Carlos.
Y a la muerte de Don Alfonso Carlos, hemos seguido el orden sucesorio de dentro de ese mismo cuarto supuesto.
El Quinto supuesto: que dejamos establecido, es el que se refiere al llamamiento de hembras, y requiere tres necesarios requisitos: «Siendo acabada íntegramente todas las líneas masculinas… suceda la hija o hijas del último reinante varón agnado en quien feneciese la varonía, y por cuya muerte sucediere la vacante».
Los tres requisitos que se exigen son: Primero, ser hija del último Reinante; segundo, que en él fenezca la varonía; y tercero, que por su muerte suceda la vacante.
¿Está Doña Blanca en estas circunstancias? Puede, con toda seguridad, contestarse que no. Hija de Carlos VII, no fue éste el último reinante, ni en él feneció la varonía, ni por su muerte ocurrió la vacante. Sostener otra cosa equivale a desconocer que, después de este supuesto que analizamos, viene aquel otro del llamamiento a la hermana mayor del último reinante, porque, si el último Rey varón, por cuya muerte ocurra la vacante, no tiene hijas pero sí hermanas, no se podrá aplicar el llamamiento de ésas como hijas del anterior, sino como hermanas del último.
SE CONTESTA UNA OBJECIÓN
Se dirá –más aún, se dice, con verdadera inconsciencia– que el último Reinante fue Carlos VII, como Rey de derecho y de hecho que imperó en determinadas provincias españolas. Calificamos de inconsciente esa consideración porque en el pensamiento del legislador de 1713 no pudo nunca entrar la previsión de que alguna vez habían de estar separadas la soberanía de derecho y la de hecho, y esto por tres razones: la primera razón, porque la Ley Sucesoria nótese bien que se refiere al derecho sucesorio, y, por tanto, sólo puede entenderse que la expresión «último reinante» no puede referirse más que a aquél que, en virtud del orden sucesorio, tenga los derechos a la Corona. La soberanía de hecho no es soberanía: se llama usurpación si no va acompañada del derecho soberano. Carlos VII, Rey de derecho y en ejercicio de la soberanía durante la guerra, transmitió sus derechos a sus sucesores, y, como tales, representaron el orden sucesorio de Felipe V, siendo el último Reinante en el derecho Don Alfonso Carlos.
Si, pues, éste no dejó sucesión; si en él feneció la varonía; y por su muerte ha ocurrido la vacante –que no por muerte de Carlos VII ocurrió vacante alguna–, Doña Blanca no está llamada en este concepto.
La segunda razón es más concluyente. Hemos dicho que todo Príncipe pertenece a su Casa respectiva, y, por tal vínculo de sangre, está ligado al servicio de la nación a que pertenece por Derecho –habrá que agregar, por Derecho familiar–. Pero esta regla es sólo aplicable a los varones y a las hembras solteras. Porque, desde el momento que una Princesa contrae matrimonio, la autorización del Jefe de Familia supone su emancipación de la Casa Real y su adscripción a la que pertenezca el marido. Con mucha más atención y celo que estos pensadores modernistas que hablan ligeramente de extranjería de los Príncipes, el fundador de la Casa de Borbón de España tuvo en consideración, como calidad imprescindible para el llamamiento sucesorio, la condición de español, pero así entendida: Príncipe perteneciente a la Casa Real española. De ahí que, al tratarse de hembra, esa condición no podía ser prevista, sino que, al contrario, tenía que quedar remitida al último reinante, a aquél que, en proximidad de las circunstancias de la hija o hermana que fuera llamada, pudiera juzgar de su adscripción a los intereses de España o a los de otra Casa Real. Si el llamamiento pudiera entenderse a modo que los neocarlistas pretenden, se daría el caso de que el último Rey que no dejare hijas ni hermanas pudiera ver que la sucesión iba a parar a Princesa o Príncipe que hubiere dejado de pertenecer a la Casa Real española.
Aún queda una tercera razón. Los llamamientos en las líneas agnadas, ya quedó dicho que se hacen por orden de primogenitura y representación. A la muerte de un Rey, puede corresponder el derecho, y múltiples son los ejemplos que podrían citarse, a un Príncipe hace muchos años muerto. En su defecto, sus derechos se ostentan por quien traiga causa suya, o sea, por quien esté indicado por el derecho de representación. Quiere esto decir que, al faltar dicho Príncipe, transmitió a su hijo primogénito el derecho, para él y sus sucesores, de heredar la Corona, si algún día vacare con indicación sucesoria en su favor.
En cambio, la sucesión en hembras no se hace a virtud de derecho de representación, sino que el llamamiento se dirige concretamente a la que esté, en el momento de la muerte del último Rey, en las condiciones prevenidas por la Ley. El llamamiento es en favor de la hija, o en su caso hermana, del Rey, vivas. Y por eso el legislador hizo los llamamientos de líneas agnadas, designando a los Príncipes uno a uno, y en cada cual de ellos advirtiendo: «y sus descendientes legítimos», o sea, llamamiento de línea. Al llegar, por el contrario, a este punto, dice: «La hija o hijas del último reinante». Si el llamamiento fuera de varón, diría: «El hijo y sus descendientes, el hermano y sus descendientes». Mientras que, al decir la hija o hijas, la hermana o hermanas, claramente expresa que será Reina la hija mayor o cualquiera de las siguientes, la hermana mayor o cualquiera de las siguientes, que viva entonces y esté en condiciones por sí misma de venir al Trono.
En concreto, el llamamiento agnado se hace por orden de primogenitura y representación; el de hembras, es llamamiento directo y personal.
Así resulta que, cuando la Ley manda que la hija en que se constituya la soberanía, sea sucedida después por sus hijos y descendientes, restableciendo de nuevo el orden agnaticio, ya otra vez vuelve a repetirse el derecho de primogenitura y representación.
Sigue al supuesto anterior el llamamiento de la hermana o hermanas que tuviere el último Reinante en quien feneciera la varonía, y por cuya muerte ocurra la sucesión. Las razones explicadas tampoco indican a Doña Blanca.
Pasamos, con esto, a nuestro séptimo supuesto, que es donde estriban los posibles derechos de las hijas de Don Carlos.
Llamamiento a la sucesión del más cercano pariente
Repitamos el texto de la Ley: «Y no teniendo el último Reinante hermana o hermanas, suceda en la Corona el transversal descendiente mío legítimo –de Felipe V–, y por línea legítima, que fuere proximior y más cercano pariente a dicho último Reinante, o sea varón o sea hembra, y sus hijos y descendientes legítimos», etc.
Tres circunstancias juegan en esta designación: Transversal, proximior, y más cercano pariente –supuesta la condición de descendiente legítimo del fundador–.
Transversal o colateral es la consecuencia indeclinable de haberse agotado todas las líneas rectas. Más cercano pariente, varón o hembra, indica el llamamiento por razón del número menor de generaciones, o sea, grado de parentesco. Pero la expresión «proximior» requiere especial análisis.
Proximior, palabra latina, es un comparativo de superioridad referente a la proximidad de las cosas; es como “mejor” respecto a lo “bueno”, “superior” respecto a lo “alto”, etc. Viene, en fin, a significar igual que “más cercano pariente”. Pero si se observa que esos dos términos, en la redacción de la Ley, no están unidos por la conjunción de equivalencia “O”, sino por la copulación “Y”, hemos de entender que tiene un significado de especificación entre los diversos parientes más cercanos que estén unidos con el último Reinante por el mismo grado de parentesco, y que viene a representar la individualización en el mayor de esos cercanos parientes. Ahora bien, basta reflexionar un poco sobre este particular para ver una multitud de casos teóricos de concurrencia en la sucesión de diversos parientes, unidos con igual grado de parentesco, y diferenciados entre sí por variedad grande de circunstancias: sexo, edad, procedencia de líneas anteriores o posteriores dentro de la sucesión cognaticia…; un arduo problema que requiere el concurso de autoridades regias para resolverlo.
Bástenos consignar que, al igual que el llamamiento de hembras, el del más próximo pariente no se hace con derecho de representación, sino también directa y personalmente.
¿Quiénes son los más próximos parientes de Don Alfonso Carlos? Indudablemente, las hijas de Carlos VII. Entre ellas, todas de igual parentesco, ha de considerarse indicada –proximior– a Doña Blanca. No es llamada como hija del último reinante, ni como hermana, sino como pariente más próximo, y, dentro de los más próximos, la mayor, porque la mayor es el más próximo pariente. Si hubiere muerto antes que Don Alfonso Carlos dejando hijos, o si, cuando murió el Rey, no estaba capacitada, no transmitiría derechos a sus hijos, porque en este caso no hay derecho de representación, sino que sería llamada Doña Beatriz, y así sucesivamente.
En esta hipótesis de la extinción de las líneas varoniles, ese llamamiento a Doña Blanca impondría la sucesión en favor de sus hijos y por este orden:
Don Leopoldo de Habsburgo y Borbón.
Don Antonio de Habsburgo y Borbón.
Don Esteban de Habsburgo y de Hohenzollern, y sus descendientes, y, en defecto de éstos, su hermano Don Domingo y los demás que tenga.
Don Francisco José de Habsburgo y Borbón, y los hijos que pueda tener.
Don Carlos Pío de Habsburgo y Borbón, que es el pretendiente objeto de este folleto.
Don Carlos de Habsburgo y la Casa de Borbón
Lo que antecede señala claramente el lugar que ocupa el Archiduque Carlos en la sucesión eventual de la Casa de Borbón, que conserva, como hemos visto, líneas agnaticias con derecho preferente al llamamiento de cualquier rama femenina, aplicando estrictamente lo preceptuado por Felipe V en su Ley de 1713. Después de ellas, y agotadas una por una las líneas del Tronco agnaticio de Felipe V, podrían entrar las líneas femeninas que hubiera, hija o hermana del último Reinante; pero tampoco debe olvidarse –el cumplimiento de la Ley Sucesoria en todos sus detalles es privativo del que rinde culto al principio legitimista– que en las mismas Cortes de 1713 se decretó la exclusión perpetua de la Casa de Austria a la sucesión de la Corona española, y, para que esto pudiera tener efecto, el legislador, considerando que en un momento dado ramas masculinas y femeninas pudieran faltar, dispuso que entrara a suceder a la Casa de Borbón la Casa de Saboya. Por su parte, el Emperador Carlos VI –el Archiduque Carlos de la Guerra de Sucesión– renunció la Corona de España en Viena el 16 de Septiembre de 1718 con las siguientes palabras: «Renunciando, por Nos, nuestros herederos y sucesores, todas las razones y derechos que nos competen, o, por cualquier razón que sea, nos puedan competir, a los dichos Reinos, ya sea por derecho de sangre, o por los Pactos antiguos y Leyes del Reino»; renuncia, además, incorporada al Tratado de Viena del 30 de Abril de 1725.
En vista de lo anterior, preguntamos: ¿Don Carlos es Borbón o es Austria? Cuando Doña Blanca contrajo matrimonio con el Archiduque Leopoldo Salvador, su padre, nuestro gran Carlos VII, la emancipó de la Casa de Borbón para que adquiriera la nacionalidad que le correspondía por su vinculación matrimonial con la de Habsburgo Lorena. Y Carlos VII lo hizo con la autoridad de padre, de Rey y de Jefe de la Casa de Borbón. Y tanto es así que Doña Blanca y sus hijos se consideraban vinculados a la Casa Imperial de Austria, que, después de la Revolución de 1918, refugiados en territorio español, asistieron a actos oficiales, a recepciones, que presidían los entonces reyes liberales. De ello hay constancia en la Prensa, particularmente de Barcelona. Nos era doloroso que esto ocurriera, por tratarse de una hermana de Jaime III, e hija, por lo tanto, de Carlos VII, y en esas circunstancias. Cuando los carlistas de abnegación y sacrificio se escandalizaban de este hecho; cuando los alfonsinos, con sorna, nos decían que las Archiduquesas habían estado en el Palacio de Pedralbes, ¿cuál era la contestación que daban nuestros Jefes, con sonrisa amarga, y dábamos también nosotros, con dejo de tristeza en nuestra voz? Pues, simplemente, que el Archiduque Leopoldo Salvador pertenecía a la Casa de Austria, que la Archiduquesa Doña Blanca estaba vinculada a la misma, y que tenían, por lo tanto, deberes particulares que habían de tenerse en cuenta, y que sus hijos y sus hijas pertenecían también a los Habsburgo Lorena.
DERECHOS DE SUCESIÓN DENTRO DE LA CASA DE AUSTRIA
Con el nimbo y aureola de la grandeza española, se rodea el recuerdo perenne de la Casa de Austria. Ella es, en la Corona de España, el símbolo de su máximo esplendor: con Carlos I y Felipe II, expresa la hegemonía de la potencia española en el mundo entero; se conquistan imperios y se extiende el nombre de España por toda la redondez de la Tierra; iniciada la decadencia del imperio político y militar, bajo Felipe III, Felipe IV, y el tan calumniado Carlos II, se levanta nuestro imperio espiritual de los teólogos, de los literatos, de los artistas, que forman el Siglo de Oro de nuestra Literatura y de nuestro Arte, sin que por esto dejaran nuestros navegantes de hacer surgir para Dios y para España nuevas tierras, que venían a engarzarse en los ricos florones de la Corona Real.
Las pretensiones del Archiduque Carlos en 1700 tenían, y muy particularmente respecto a Aragón, la base firme de ser sucesor por línea agnada de Fernando I de Alemania, hijo, a su vez, de Felipe I de España, y nieto, por tanto, de los Reyes Católicos, como así lo hizo notar y declarar en las Cortes de Barcelona de 1705.
Por el contrario, el Duque de Anjou fundaba sus derechos, aparte el Testamento de Carlos II, en su sucesión por línea femenina de María Teresa, hija de Felipe IV, y esposa de Luis XIV. Al menos en Aragón, donde la exclusión de las hembras era terminante, los derechos del Archiduque eran preferentes a los del nieto de Luis XIV.
La guerra, sin embargo, fue adversa al Archiduque y a la Confederación Catalano-Aragonesa que sirvió sus banderas. ¿Resultado para España? Sólo Dios lo sabe. La Historia puede penetrar los diversos designios que sobre España representaban las Casas de Borbón y de Austria observando que, en la Corte de Madrid, bajo Felipe V, se copiaban las cosas de Versalles, abandonando las costumbres españolas –Princesa de los Ursinos, Orry, Amelot, abates Daubenton y d´Estrées, Vanloo–, en Viena, bajo Carlos VI y María Teresa, se hacía gala de lo español, se hablaba el castellano como lenguaje de Corte, y gozaban preeminencias los españoles –el Arzobispo Folch de Cardona, Maciá (el hijo de «Bach de Roda»), el Marqués de Alcaudete… ¡Los leales, «los de siempre» de entonces!– [9].
Pero triunfó Felipe V, se entronizó en España la Casa de Borbón, que tan lealmente debía de servirla. El Tratado de Utrecht convalidó este resultado ante el Derecho Internacional, aunque la Casa de Austria no lo reconociera hasta el de Viena. Pero como resultado de él, renunció Carlos VI para sí y todos sus sucesores cualquier derecho a la Corona de España.
Bien entendido que cuanto decimos sobre la Casa de Austria en este orden, lo hacemos, con criterio estrictamente legitimista, dentro de la Casa de Borbón y de la sucesión regulada por la Ley de 1713. Ahora bien, si por abandono en la reclamación de derechos por los Príncipes de Borbón, recayeran en quien, por sus antecedentes, o su actuación e ideas, repugnara a los carlistas, que no le consideraran digno de ser el Rey continuador de la Dinastía carlista, habría llegado el momento de pensar en la conveniencia y necesidad de llamar a la Casa de Austria para regir los destinos de España, sin que por esto el Carlismo perdiera su cualidad de legitimista, ya que pasaría el legitimismo legal –el de la Ley de Sucesión de la Casa de Borbón– al legitimismo fundamental.
Entiéndase bien que para ello no hay necesidad de hablar de revisión del Tratado de Utrecht, cuyo único vestigio en la Europa contemporánea está en la posesión de Gibraltar por los ingleses, ya que la Sucesión a la Corona de España tenía por razón de ser, al concederla a la Casa de Borbón, el establecimiento de un orden de equilibrio europeo que hace tiempo dejó de existir. No se habría de hablar de revisión ni de anulación de dicho Tratado, sino simplemente habría de plantearse la cuestión como lo fue en 1700. Pero entonces, debería dirigirse el llamamiento a las líneas mayores e imperiales de Austria, y no a ramas segundonas, por respetables que sean, ya que España no es un país sin tradiciones y sin Historia, con un Principado acabado de nacer en los azares de una combinación diplomática. Y este llamamiento debería de hacerlo el Regente con el concurso de las Cortes. Con lo que se desprende, una vez más, que el Regente no debe precipitarse en los llamamientos de sucesión, y que las posibilidades y soluciones son muchas, variadas, y hasta diversas, dentro y fuera de la Casa de Borbón.
Veamos ahora, hechas estas salvedades, el lugar que, dentro de la Casa de Austria, ocupa actualmente el Archiduque Carlos, hijo de Doña Blanca.
LÍNEAS ANTERIORES A LA QUE PERTENECE DON CARLOS
Primera.– Línea del Archiduque Francisco Fernando, asesinado en 1914 en Sarajevo, y cuya muerte dio origen a la Guerra europea de 1914-1918 que desoló a Europa. Por aplicarse en la Casa de Austria y en el Imperio austro-húngaro con toda su rigidez el derecho germánico sobre casamientos morganáticos, sus hijos, los Condes de Hohenberg, no podían heredar de su padre ningún derecho a la sucesión de la Corona, y ésta pasó al que fue Emperador Carlos I.
Segunda. – Línea del Emperador Carlos (línea imperial). De su matrimonio con la Emperatriz Zita de Borbón Parma, quedan el actual Emperador Otón, y los hermanos de éste, Archiduque Roberto, Félix, Carlos-Luis y Rodolfo.
Tercera.– Línea del Archiduque Pedro. Por Fernando IV, Leopoldo II, Fernando III de Toscana, y Leopoldo II de Austria. De la rama primogénita de Toscana, quedan los Archiduques Godofredo y Jorge Fernando.
Cuarta.– Línea del Archiduque Carlos Salvador (segundogénita de la Casa de Toscana). Dentro de esta encontramos al Archiduque Carlos, que, por orden de nacimiento, está precedido por sus hermanos los Archiduques Leopoldo, Antonio y Francisco José.
Hay que notar que su hermano Don Antonio está casado con la Princesa Ileana de Rumanía, de quien tiene hijos varones, nacidos con anterioridad a la supuesta renuncia de Don Antonio en favor de su hermano Don Carlos. Por lo tanto, suponiendo excluido al Archiduque Leopoldo, preceden a Don Carlos su hermano Don Antonio, los hijos varones de éste, y su hermano Don Francisco José; y se llega al Archiduque Don Carlos, con las siguientes características: matrimonio morganático según derecho germánico, y exclusión como Austria al derecho de suceder a la Casa de Borbón en España; es decir, acumulación de causas que un legitimista consciente no puede desconocer, olvidar, y mucho menos pasar por alto.
Hemos de consignar que es innegable que esas Ramas de Toscana están adscritas a la sucesión eventual en Austria, lo que viene a demostrar que las Ramas de Dos Sicilias y Parma siguen también adscritas a la eventual de los Borbones de España.
ASPIRACIONES AL TRONO POR DETERMINACIONES DEL CAUDILLO FRANCO
En el estilo propio de legitimistas, este apartado es innecesario. Entre legitimistas, la pretensión a una Corona ha de fundarse en principios verdaderamente legitimistas. Si en algún momento un pueblo quiere olvidar su pasado, desconoce que la Monarquía es un árbol secular, y, abandonando su Historia, quiere darse un Rey de manera advenediza, como en 1870, no es asunto que aquí nos propongamos estudiar.
Ciertamente rige en España una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que proclama el Reino de España, declara vitalicia su Jefatura, y dispone lo pertinente a su sucesión. Obsérvese que esta Ley discrepa de la de Felipe V en todo lo que ésta tiene de fundamental. En una es tronco de origen Franco, en la otra Felipe V; rige en la de 1713 el principio agnaticio, y queda suprimido en cambio en la de 1947; admite en último extremo la Ley histórica la sucesión en favor de las hembras, y son excluidas en absoluto en la de Franco; conviene aclarar este punto: en la Ley de Felipe V, el principio agnaticio niega el derecho de sucesión a la mujer mientras haya varones, pero, en defecto de éstos, la mujer, cuando es llamada, reina. En la Ley que aludimos, por el contrario, el derecho sucesorio se transmite a la mujer si no tiene hermanos varones, pero no reina, sino que, a su vez, transmite su derecho a su hijo varón.
Otra diferencia entre las dos leyes está en lo que es fundamental en la Casa de Borbón: el tronco común y punto de referencia es el fundador de la Dinastía, principio de respeto al abolengo, al pasado, al Pacto Soberano. Mientras que, en la nueva Ley, el punto de referencia es el último Rey, en relación al cual se mide la proximidad de distancia de los grados de parentesco.
Base trascendentalísima del derecho sucesorio para Felipe V es el matrimonio legítimo y la legítima sucesión. Los legisladores de 1947, en cambio, para nada han mencionado este particular. Antecedente de esta última Ley de Sucesión es el derecho liberal del siglo XIX, fielmente servido por el artículo 11, que es copia del 60 de la Constitución de 1876, que fue reproducción del 77 de la Constitución de 1869 –la de Serrano y las Cortes revolucionarias–, copia a su vez del artículo 56 de la Constitución de la Unión Liberal de 1856, reproducción asimismo del 50 de la moderada de 1845, y del 51 de la Constitución de la Reina Gobernadora de 1837. Todas ellas procedentes, aunque con diversa redacción, de los principios de la Constitución de Cádiz.
Del funcionamiento legitimista y tradicionalista de 1713 al nuevo principio que domina en la Ley de 1947, hay una gama que separa a ésta del tradicionalismo, –igual que las Constituciones liberales se fueron separando de aquella base tradicional y dando cada vez más intervención a las Cortes–, hasta el extremo de que la Ley, ni exige la filiación legítima, ni impone que la «estirpe regia» –que pone como condición a los candidatos– haya de ser estirpe de Casa Real Española. Se rompe con los viejos moldes; se proclama un principio oportunista al servicio de cualquier aspiración circunstancial y del momento.
Ya hemos dicho que no es nuestro propósito el comentar esta Ley. Sólo la referimos para analizar la situación de Don Carlos ante estas «posibilidades».
Dijimos, y hemos de repetir, que la Ley de Franco desconoce y deroga la Ley sucesoria de Felipe V. Lo que tenemos que agregar es que, igualmente la desconoce y la renuncia cualquier Príncipe que se acoja a aquélla y en la misma funde su aspiración. En efecto, para ser Rey, mejor dicho, para ser propuesto por el Jefe del Estado como sucesor suyo –a título de Rey, si se quiere–, se requiere, entre otras condiciones, la de ser de «estirpe regia». Se sobreentiende que de «estirpe regia» es quien tenga en sus ascendientes un Rey. No se dice si español o extranjero; no se excluyen los matrimonios morganáticos ni las bastardías; y tampoco se pide que el candidato sea fiel a su estirpe, consecuente con su estirpe, servidor de su estirpe. Mejor dicho, si el tal candidato es perteneciente a la Casa de Borbón, se presume que tiene que ser desleal a su estirpe, pues que, al pedírsele que acepte la sucesión conferida por esta Ley, se le hace sublevarse contra la Ley de Sucesión, que es fundamental en la Familia Real, obligatoria para todos sus Príncipes, y reguladora de la jerarquía y derechos de la Familia.
Véase, por tanto, el verdadero absurdo que representa la invocación simultánea de derechos dimanantes de la Ley de 1947 y de las Leyes históricas, ya de Borbón, ya de Austria, fundadas en principios tan dispares como el oportunismo de aquélla y el tradicionalismo de éstas y de todas las Leyes de las Monarquías europeas, que miraron, más que a las eventuales y efímeras circunstancias de un día, a la noble aspiración de perennidad de la institución monárquica.
LA SITUACIÓN ENGAÑOSA DE DON CARLOS
Se comprende la situación violenta de quien se hace llamar Rey y vive en el país como súbdito de otro Soberano. La posición digna del Rey sin Trono está en el destierro, o en el campo de batalla. En España, y en el caso legitimista, el Rey, o está en el Palacio de Oriente, o está en el destierro –como lo estuvieron nuestros Reyes Carlistas–, o al frente de sus Ejércitos –como Carlos V y Carlos VII–. De otra forma, se vive mediatizado; no hay independencia, y, por mucho que se crea obtener, siempre se pierde más. Pues bien, por el hecho de que Don Carlos ha aceptado públicamente la Ley sucesoria del Generalísimo Franco, ha renunciado a todo derecho dimanante de la por la que lucharon los carlistas en los campos de batalla y nuestros Reyes vivieron y murieron en el destierro. Y que la ha aceptado, dígalo la euforia de sus partidarios, que tanto propagaron su comparecencia en el voto del Referéndum.
En aquella Ley sucesoria se señalan como condiciones para ser Rey, las de aceptar el Fuero de los Españoles y los Principios del Movimiento, que no son otros que los veintiséis puntos, y otros opuestos a los fundamentales del tradicionalismo: nuestra Unidad Católica, nuestros Fueros Regionales y Municipales, nuestras Libertades Sociales, nuestras Cortes Representativas, nuestros Consejos históricos, es decir, todas las esencias que son desconocidas o caricaturizadas en el nuevo Derecho, y, por lo tanto, no integran lo que debe acatar el nombrado según la Ley de 1947.
Huelga que se pretenda nieto de María Teresa de Austria, ni nieto de Felipe V, porque no puede decir que haya conservado en sus manos la Bandera inmaculada de la Tradición Española. Respetando, como respetamos, la persona, y hasta doliéndonos su desvío, los carlistas que conservan la lealtad a los ideales no pueden aceptar lo que vulnera nuestros principios tradicionalistas.
Y no se diga que lo que se intenta es engañar al General Franco, para hacer después, una vez en el Poder, lo que se crea conveniente. No es el General Franco hombre al que se puede engañar. No es al General Franco a quien engañarán tan burdamente, porque sabe desentrañar los propósitos de los que pretendan, bajo su amparo, conseguir fines opuestos a su modo de ver. Pero es que, suponiendo que esto fuera posible –de lo que creo nadie llegará a convencerse– por los nuevos Gil Robles, repugna a nuestra lealtad, siempre generosa y noble, de carlistas.
En nuestra ruta centenaria, se nos ha reconocido que, en la victoria momentánea o en la derrota, el Carlismo ha sido sincero. Se nos ha podido engañar, pero nunca podrá señalarse un caso en que el Carlismo haya engañado o intentado engañar. El Carlismo ha tenido a gala la nobleza de sus procedimientos. Cuando ha luchado, ha sido frente a frente, no hurtando el cuerpo, ofreciéndose al enemigo; y nadie lo ha podido desmentir cuando Vildósola se ha levantado en plenas Cortes para decir que empleamos contra los poderes públicos todos los medios y maneras para combatirles, menos uno: «el de jurarle fidelidad, para conspirar, sublevarse y derribarle más fácilmente y más a mansalva».
Por esto, nuestro gran Carlos VII contestaba al enviado de González Bravo –que le ofrecía, si acataba a Isabel II, que sería reconocido como un Infante de España y Capitán General del Ejército, para, cuando estallara la revolución, proclamarle Rey– que, si juraba fidelidad a Doña Isabel, sería para desenvainar su espada para mantenerla en el Trono.
Por esto, cuando los revolucionarios van en busca de Don Carlos, y le ofrecen proclamarle Rey Constitucional, Carlos VII prefiere perder el goce de la Corona antes de aceptar su apoyo con el fin de ocupar el Palacio de Oriente y luego hacer lo que quisiera.
El engaño y la mentira no son atributos de la Realeza, sino de la tiranía y usurpación; el engaño y la mentira no se han cotizado jamás en el Carlismo, y quien sueñe con procedimientos de esta clase –no decimos que el Archiduque Don Carlos, a quien creemos de buena fe ofuscado, pero sí sus consejeros– ninguno merece ostentar el nombre de carlista, porque el Carlismo es dignidad; porque el Carlismo es nobleza; porque el Carlismo, el día que deje de tener la lealtad para amigos y adversarios, dejará de ser lo que es: el alma de España; y España está muy alta para tener el alma envilecida.
No rehusó Carlos VII la Corona, en la ocasión indicada, meramente por la razón dicha, que tanto honra su nobleza. Hay más. Hay algo que los partidarios de su nieto han olvidado. Cuando, derribada la monarquía liberal, ofrecía la Corona de España Prim, y cuatro o seis candidatos maniobraban para conseguirla, ¿quién faltó en este triste pugilato? El Príncipe que tenía las posibilidades y el único de verdaderos derechos: Carlos VII no presentó su candidatura ante las Cortes revolucionarias, en las que la minoría carlista votó en blanco, por la razón dada por Vildósola de que no reconocían facultad a las mismas, porque se consideraba vigente la Ley Fundamental de Felipe V.
Los deberes de la estirpe
No está exigida caprichosamente la condición de «estirpe regia» como necesaria para ser propuesto para sucesor del Jefe del Estado español a título de Rey. No se arroga el actual Jefe del Estado el título de Rey, no obstante que proclama el Reino de España, ni se lo atribuye a quien puede venir en calidad sólo de Regente. Son comunes al Rey y al Regente, que en la Ley se dibujan, las condiciones que se imponen en la misma: varón, español, 30 años, juramento de las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento, y aceptación del carácter revocable de dicha propuesta. Sólo una condición diferencia al Rey del Regente y del actual Jefe del Estado: la «estirpe regia», ser hijo o nieto de Reyes.
Pero las estirpes familiares tienen deberes sagrados, deberes de la sangre –ley de las herencias morales, que son la primera condición de la noble conducta y del digno proceder–, fidelidad a los dictados de la sangre.
Esta exigencia de la «estirpe regia», cual nota característica del Rey que se anuncia, no está puesta, como dijimos, caprichosamente. Se busca en ella un rango moral, una nobleza, una distinción, un sello de dignidad, una aureola sublime, el reflejo de lo sagrado, una preeminencia ante el pueblo, una presunción de que el Rey lleva la bendición de sus antepasados, los gloriosos Reyes españoles, de los que debe creérsele seguidor, por ley de cuna, por la ley de que «nobleza obliga».
El legislador que puso, al Rey que se pretende traer, la condición de una estirpe, le sujetó a esta condición gravísima: fiel a sus antepasados, leal a su abolengo, consecuente con su apellido, servidor de los designios de su sangre.
Mas, si de la estirpe de Don Carlos María Isidro ha de escogerse el futuro Rey de España, mírese a cuánto obliga esa ascendencia; cuánto habla de santas intransigencias; cuánta fidelidad a los principios; cuánto debe a la Causa que sirvieron. Y considérese la repulsa que ha de hacerse de quien se subleva contra los designios de su estirpe, contra la Bandera de la Dinastía insobornable.
* * *
La Dinastía legítima no subsistió meramente por derechos al Trono. Subsistió porque tuvo a su servicio un partido de leales. Al igual que el derecho soberano fue indicando una continuidad entre los varios Reyes, una consecuencia política llena de sacrificios señaló en todo momento cuál era la Causa de sus seguidores y cuál la legítima Comunión Carlista. Escisiones, muchas. Desgajamientos del tronco, muchos y dolorosos. Ninguno, por haber levantado un Príncipe de la Casa Real bandera de disidencia.
Siempre, en todos los casos, las disidencias se separaron de nosotros. También ahora, el Archiduque Don Carlos y sus seguidores fueron expulsados de la Comunión [10], y hoy laboran cuanto pueden contra ella. Sin reparar en medios, sin distinguir en los procedimientos, sin detenerse ante la falsedad.
Si de las causas se juzgan por los procedimientos, ¿qué grave juicio hay que formar del carlofascismo, que ha llegado a lanzar la insidiosa falsedad de la renuncia por S. A. R. el Príncipe Javier de sus derechos a la Regencia? ¿Cuál no será el que merece también sus constantes ataques a nuestros dignísimos Jefes, ejemplos vivos de lealtad?
Y por fin, tengamos en cuenta de que, ni Jaime III señaló en documento oficial a los carlistas que la sucesión pudiera recaer en su hermana Doña Blanca, ni que tampoco Don Alfonso Carlos dio alientos a esta solución. Hay más, sabemos, por el propio Archiduque, que Don Alfonso Carlos le declaró que no tenía ningún derecho a sucederle. No comprendemos el por qué no se han dado cuenta de esta negación los actuales defensores del Archiduque, cuando sabemos cuánto pesaba en el ánimo de Don Alfonso Carlos no dejar provista la continuidad de la Dinastía carlista.
A los engañados, a los sencillos, a los que de buena fe les hacen creer que los leales al Príncipe Regente somos integristas, que somos juanistas, y que no creen más cosas porque no saben decirles nada más, van también dedicadas estas líneas que me inspira el afecto de amigos que veo separados de las rutas que seguimos juntos en nuestra juventud. Los engañados: para éstos escribimos, para ellos es la demostración de las poquísimas razones que alegan en favor del Archiduque. Para los engañados que desconocen que, si volvieran hombres como el Conde de Arana [11], morirían indignados al ver quiénes son los directores de esta farsa carloenchufista, que encubre un carlofascismo de ocasión, pero que repugna a las esencias del tradicionalismo, ya que lo cierto y verdadero es que, unos van a su avío, y otros están haciendo el pelele en manos de los Maese Pedro del tinglado político.
Mediten los carlistas de buena fe, a los que se les engaña, lo que significa la adulteración de nuestro lema cuando escriben el nuevo de los neocarlistas: Dios, Patria, Franco y Rey. Que mediten en los procedimientos que dicen emplear para lograr el triunfo. Ganar sea como sea, no es de carlistas, es de arribistas. Nuestras banderas inmaculadas no encubrieron engaños ni prohijaron traición. Dios no bendice lo que se inicia con falsía, lo que tiene su origen en la impureza. Jaime III nos legó su lema: «Todo por Dios, por la Patria y por el Honor». Por la fe heredada de nuestros padres, por nuestra amada madre España, y por el Honor de nuestros Reyes y de la Comunión Tradicionalista: más vale ser vencidos como caballeros, que, por villanos, vencedores.
Para el carlista consciente de su doctrina, no existe más que una legitimidad: la que dimana de la Ley de 1713, interpretada como la interpretó durante cien años el Carlismo con sus Reyes; y una sola Dinastía legítima, cuyo representante actual es S. A. R. el Príncipe Javier de Borbón Parma, Regente por designación especial de Don Alfonso Carlos.
Febrero 1948.
[*] Nota de Melchor Ferrer. Decimos Regencia de Fernando V en el sentido generalmente aceptado por los historiadores, por no ser de este lugar el estudio de la verdad histórica según la que Fernando de Antequera fue legítimo Rey de Castilla, y, por eso, se le titula V, y por lo que no tuvo por qué ser Regente.
[1] En realidad, esa supuesta continuidad legal con respecto a Fernando VII alegada por los miembros ulteriores de la dinastía usurpadora, quedó rota formalmente con la aprobación, por las “Cortes” constituyentes (poseedoras de la Soberanía Política, tras el Golpe de La Granja de 12 de Agosto de 1836, y las elecciones de 2 de Octubre de 1836), de la Constitución de 8 de Junio de 1837, en la cual se funda una nueva dinastía, estableciendo como tronco originario a Doña Isabel, quien pasaría a jurarla el 10 de Noviembre de 1843 (ya la había jurado previamente en su nombre Doña María Cristina, el 18 de Junio de 1837).
[2] Aquí se equivoca Melchor Ferrer en su interpretación del Compromiso de Caspe. Los Compromisarios buscaban primordialmente al Príncipe que, conforme a Derecho, debía pertenecerle la potestad legítima, en el entendimiento de que sólo podría venir el bien común si la sociedad era regida por aquel Príncipe al que legítimamente le correspondiera la susodicha potestad; es decir, era lógico suponer que el bien común había de ser una consecuencia necesaria del religioso respeto al Derecho y no de su violación.
Para una auténtica interpretación del Compromiso de Caspe, véanse al respecto los artículos de Luis Ortiz Estrada.
[3] Para una crítica contra esta interpretación de la Regencia como supuesto instrumento de restauración de las instituciones monárquicas (y no como instrumento exclusivamente para la continuidad dinástica), véase este hilo.
[4] Adviértase los paralelismos de esta política de Franco en favor de Carlos de Habsburgo y en contra de Don Javier de Borbón a fin de sembrar la confusión, con la realizada por el actual régimen juanista en favor del acatador Carlos Javier y en contra de D. Sixto Enrique de Borbón con vistas a fomentar esa misma confusión.
[5] Los matrimonios de los hijos varones del Conde (no Duque) de Aquila fueron todos desiguales.
[6] Ninguno de los dos llegó a casarse (el menor, el Príncipe Francisco, incluso ya había fallecido en 1939).
[7] A Fernando VII se le aseguró en 1830 –por parte de algunos traidores procedentes del trienio constitucional (1820-1823) que habían conseguido mantenerse disfrazadamente en altos puestos y seguían ejerciendo cierta influencia– la existencia legal del supuesto cambio de sucesión habido en 1789, del cual sólo faltaría la promulgación.
La buena fe del monarca, respecto al engaño político de que fue víctima, queda demostrada por la ulterior rectificación que hizo el mismo en su Codicilo de Septiembre de 1832, poco antes de caer en la incapacidad que le mantendría al margen de toda actividad gubernamental durante el último año de su vida (Octubre 1832 – Septiembre 1833).
[8] En relación al derecho indiscutible de Felipe V frente a las pretensiones del Archiduque Carlos, véase el Capítulo IV del libro de Fernando Polo «¿Quién es el Rey?».
El Testamento de Carlos II, a efectos de explicitación de su legítimo sucesor, era meramente declarativo y no constitutivo. En todo momento, todo este asunto se llevó a cabo con el más estricto respeto a la legalidad hispana, y no tenía nada que ver con influjos o influencias de potencias extranjeras. Buena prueba de ello es que el heredero legítimo habría sido (como así se hacía constar en el propio Testamento) Don José Fernando de Baviera, si no hubiera fallecido previamente.
El gran –y tan calumniado (Melchor Ferrer dixit)– monarca Carlos II, no tenía ni un pelo de tonto (padecía enfermedades físicas, sí, pero ninguna enfermedad mental, como se pretende hacer creer la historiografía liberal). Los desaciertos que pudiera haber durante su reinado, habría que achacarlos en todo caso a los del período de la previa Regencia de la inepta Mariana de Austria (1665-1675).
[9] Aquí Melchor Ferrer se deja llevar por sus subjetivas filias hacia los vigatans. Este “afrancesamiento” de la Corte de Felipe V pudiera tener visos de verosimilitud en los primeros años de su reinado. Pero, a partir del segundo matrimonio de Felipe V en Diciembre de 1714 con Doña Isabel Farnesio, y de la destitución del consejero Jean Orry en Febrero de 1715, la progresiva adaptación e hispanización de la Corte de Felipe V fue total y absoluta.
Respecto al “cristianísimo” y “españolísimo” Archiduque Carlos (en cuyo nombre arrebataron sus aliados, los piratas-herejes británicos, Gibraltar y Menorca), véase el mencionado Capítulo IV del libro de Fernando Polo «¿Quién es el Rey?».
[10] La definitiva expulsión oficial de los octavistas tuvo lugar en virtud de la Carta del Rey Alfonso Carlos al Jefe Delegado Conde de Rodezno, de Abril de 1933; y confirmada por la Carta del propio Rey al Jefe Delegado Fal Conde, de 25 de Mayo de 1935.
[11] Teodoro de Arana y Beláustegui, a quien San Pío X le concedió el título pontificio de Conde de Arana en Junio de 1908. Falleció en Diciembre de 1945.
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Última edición por Martin Ant; 13/07/2019 a las 20:54
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