Fuente: Fragmento del Discurso pronunciado por Vázquez de Mella a raíz del Congreso Católico de Santiago de Compostela de 1902, El Correo Español, 14 de Febrero de 1906, página 1.
La intransigencia y el mal menor
(HABLA MELLA)
Los medios legales y pacíficos
¡Que se deben emplear los medios legales y pacíficos! ¿Quién lo duda? Pero, ¿acaso esos medios son suficientes, no ya para restaurar la tesis católica, sino para mejorar de un modo estable de suerte y poder poner en peligro al adversario? ¿Cuándo se ha hecho una revolución católica, es decir, una restauración de la verdad, dentro de la ley enemiga y contra el poder que la ha establecido y que la mantiene violando los derechos de la Iglesia?
Señores, las instituciones humanas sucumben en la Historia cuando niegan el principio a que deben la existencia, o degeneran los que las personifican hasta hacerse indignos de representarlas. Y eso sólo sucede cuando no combaten contra sus adversarios y se consumen en la inercia; pero cuando nacen en la lucha, y por la lucha y la violencia logran imponerse, y en la contienda viven, no se apaga en ellas el instinto de conservación, ni las ataca la manía del suicidio hasta el punto de dar a los adversarios armas a propósito para que las derriben y les den la muerte. Creer que el liberalismo radical o doctrinario, prudente o audaz, que es, como hecho, la secularización del Estado y la continua secularización de la sociedad, es tan generoso que, olvidándose de su historia y de los esfuerzos que ha tenido que hacer para realizar lo que llama sus conquistas, va a entregar a sus adversarios las armas y los medios que necesitan para que puedan vencerle y suplantarle en el mando, me parece una aberración que sólo puede ser explicada en uno de estos supuestos: o el de una ignorancia inverosímil de la Historia contemporánea y de la naturaleza del derecho nuevo –o el de una perfidia a la que no le importa sacrificar la verdad y sus defensores a cambio de un interés precario y mezquino–, o una de esas confusiones que se apoderan de algunas almas en víspera de las catástrofes y que las anegan en un escepticismo práctico y las llevan a acogerse, empujadas por el miedo, a un recurso del momento para vivir al día.
Los que obedecen al primer motivo, están incapacitados para la lucha y no deben hablar de unión para realizarla, porque empiezan por desconocer la naturaleza, la historia y los propósitos del adversario. Obedecer al segundo motivo, implicaría la traición de reunir a los católicos que, conforme al espíritu tradicional, no ceden, ni transigen, ni consideran definitiva la obra revolucionaria, para entregarlos a los poderes liberales, haciéndolos formar en las filas de sus enemigos y diciéndoles: ahí los tenéis, eran vuestros adversarios, dispuestos siempre a amargar vuestros triunfos y a derribar vuestro poder; os los entregamos en rehenes; formad con ellos parte de vuestras milicias, y en cambio del servicio mejoradnos a nosotros de suerte. La perfidia en este supuesto, que sólo como uno de los extremos de la disyuntiva se puede discutir en una hipótesis imaginaria, sería la indignidad puesta al nivel de una torpeza que creería contar demasiado con el candor de los entregados y la gratitud de los vencedores libres de un enemigo enojoso. Y el tercer supuesto, el que obedece a un escepticismo práctico, incurre en la contradicción de creer, por un lado, en la verdad religiosa que se profesa en el orden privado, y por otro, de dudar de ella en el orden público, al suponer la perpetuidad de la obra revolucionaria y encerrarse en un pesimismo sombrío. Sin tener en cuenta, señores, que, aunque la catástrofe social, término de la Revolución, sea hipotéticamente inevitable dada la magnitud del mal y la marcha de los sucesos, detrás de ella está la reacción del orden cristiano contra el desorden pagano de la ateocracia moderna, y su restauración estará en razón directa del esfuerzo que hagamos para merecerla. Y como la catástrofe no será igual en todas partes, porque en el plan providencial la pena nunca deja de ser proporcionada al delito, y empezará en unas partes primero que en otras, y no será en todas tan difícil de conseguir la restauración, si no se quiere caer en la impiedad de suponer que la obra de la Redención es estéril aunque la voluntad la secunde, es necesario aceptar resueltamente el combate sin ceder nada al adversario, teniendo en cuenta estas dos cosas: que el éxito depende del deber como un galardón, y no el deber del éxito como un medio de alcanzarlo; y que las conquistas de nuestros enemigos no son más que las transacciones nuestras. (Aplausos).
Señores, cuando tanto se habla y se ponderan los medios legales y pacíficos, no se repara ni se medita en qué consisten ni de qué dependen; ¿cuáles son esos medios? Tratándose de los españoles, las garantías y derechos que la Constitución reconoce a los ciudadanos. Todos podemos por igual emplearlos en teoría; pero en la práctica, por aquello que hace que las cosas caigan del lado a que se inclinan y no al opuesto, los mayores enemigos del orden social gozan de la preferencia en el ejercicio de esos derechos, porque cuentan con una benevolencia y una tolerancia que no disfrutan los católicos. Y si ya son desiguales en el ejercicio, porque las simpatías y el amparo de los Gobiernos, como hechos recientes lo demuestran, se inclinan, como es lógico, de parte de los que al fin, aunque más radicales, son discípulos de la misma escuela, y no de parte de aquéllos que mantienen la afirmación contraria, ¿cómo se han de lograr, no ya triunfos, sino ventajas positivas, si empiezan por ser las armas, primero insuficientes, y después inferiores a las que emplean, no sólo los adversarios que usufructúan el Poder, que ésas ya son de una superioridad evidente porque ellos que las forjan se reservan las mejores, sino hasta de aquellos otros enemigos que parecían estar equiparados bajo la tolerancia del mismo Poder? Pero todavía esa desigualdad práctica de medios, con ser importante, significaría poco si la dependencia de los medios legales no la agravase hasta hacerlos ineficaces. Porque, ¿de quién dependen esos medios?
Harto lo sabéis, señores; los medios legales, las garantías constitucionales, dependen de la voluntad arbitraria de un Gobierno con Parlamento abierto o cerrado, sin más regla que su conveniencia, y conforme a la cual las suspende cuando quiere en toda la Nación o en parte para salir del paso y librarse de los obstáculos que le oponga el ejercicio de esos medios legales si no producen resultados bastante pacíficos, no necesitando para hacerlo más que señalar perturbaciones futuras, reales o imaginarias, o inventadas y preparadas con ese propósito.
En suma; en la fórmula más comprensiva de la unión, se supone que el éxito de las campañas católicas depende de los medios legales; pero los medios legales dependen de la arbitrariedad de los Gobiernos enemigos que hay que combatir y que suspenden total o parcialmente, según les acomoda, las garantías constitucionales; luego es evidente que el resultado práctico de esa unión dependería de la voluntad de los adversarios. ¿Qué conquistas llevará a cabo un ejército comprometido a no emplear más que armas inferiores a las de sus adversarios, y por el tiempo y en la forma que ellos quieran, y teniendo que suspender las hostilidades cuando su voluntad se lo ordene?. (Muy bien, muy bien).
Por esto creo, señores, que es una forma particular de locura, por no creer otra cosa, el intento de hacer triunfar, y poner como una enseña victoriosa en la cima del Estado, las proposiciones contrarias a las que condena el Syllabus, valiéndose como medio de la Constitución de 1876, que, por el espíritu que la anima y que se revela en varios de sus artículos, singularmente el onceno, está comprendida en aquel famoso catálogo de los errores modernos, según la declaración auténtica que, a manera de anatema, fulminó sobre ella, al nacer, la palabra infalible de Pío IX [1]. (Grandes aplausos).
Señores: es una ley que confirman a un tiempo los principios y los hechos en la verdadera Filosofía de la Historia. Que el orden cristiano no se ha restaurado nunca en el mundo más que por medios semejantes a los que han servido para destronarle, pero jamás por los que ha proporcionado el desorden triunfante, como no sea sin querer y a pesar suyo. (Repetidos aplausos).
Pero es que no se trata de restaurar todo el orden cristiano con sus atributos esenciales, ni de hacer triunfar la tesis católica en el Estado, dicen algunos varones y políticos prudentísimos, sino de pedir que se cumplan las disposiciones que nos favorecen, y de mejorar de condición dentro de lo existente, y aun de reformar hasta donde sea posible, parlamentariamente, la legalidad establecida. Después, si eso se consiguiera, ya se podría pensar en alguna otra prudente reforma para ir alejándose menos de la tesis; pero, por ahora, eso es el ideal. ¡Hermoso porvenir y luminoso ideal, señores, el de esos hombres prudentísimos! ¡Ya no se trata más que de mejorar un poco de suerte, y alcanzada con las armas que entrega el adversario y por los medios que dependen de su voluntad! Después, si se consigue, que no se conseguirá… (Risas), ya veremos de alcanzar alguna otra mejora legal.
Pero, ¿no advierten esos hombres que, con semejante conducta, no hacen otra cosa que suspender todo litigio sobre la dominación de los enemigos, consolidar su soberanía, y animarlos con esa clase de reconocimiento a que prosigan sus conquistas? Si a un ejército colocado siempre a la defensiva, atacado constantemente por el adversario, y retrocediendo sin cesar, porque no toma la iniciativa nunca, al menos por el consejo de los que pretenden dirigirle, se le dice que hay que renunciar a la reconquista del territorio perdido por tiempo ilimitado, y que debe reconocerse la soberanía enemiga como un hecho que no se sabe cuándo dejará de ser inevitable y si dejará de serlo, y que todas sus empresas deben reducirse a mejorar de suerte, no empleando para lograrlo más medios que los que dependen de la voluntad del enemigo reconocido y victorioso, ¿habrá necesidad de preguntar lo que sucederá? Confesado el fracaso por los jefes, reconocida la victoria de los adversarios, y reducido el objetivo de la campaña a la posesión de un punto de etapa con el beneplácito del ejército enemigo, ¿no equivaldrá todo eso a una abdicación de la independencia, y a entregar en rehenes la esperanza? Es ley psicológica del espíritu humano que, en la medida en que se amengua el ideal, se disminuye el esfuerzo para recobrarle; y que, en la proporción en que aumenta el éxito del enemigo, mengua la energía del contrario. Cuando eso sucede, la derrota reconocida, que es el primer disolvente de la disciplina, rompe las filas y las dispersa. En vano será gritar entonces: ¡Unión, unión! El ideal, la tesis que se quería recabar, era el imán de las voluntades, la causa final que atraía los esfuerzos, la esperanza que hacía amable el combate. Sin ese estímulo, pronto la voluntad desfallece, y los que no supieron aprovechar el valor y lo mataron al cegar sus fuentes, querrán después, cayendo en el absurdo, exigir, cuando todo peligre, un heroísmo sobrehumano, como si no fuese aun el ordinario una excepción y nunca el patrimonio de los más. Las muchedumbres pueden ir electrizadas detrás de un imposible, con tal que se les haya infundido la opinión de que es una verdad que se puede aplicar sobre la Tierra; pero detrás de una duda, y a merced del capricho del adversario, nadie ha combatido jamás. (Muy bien).
En resumen, señores, si se quiere restablecer el orden cristiano, si se quiere restaurar la tesis, hay que concluir por emplear medios radicales y semejantes a los que han empleado los enemigos para derrocarlo. Si no se quiere restaurar el orden, porque se reniega de los medios proporcionados para hacerlo, y se limita toda la empresa al intento de mejorar algo de suerte y a cambiar de postura, nadie gastará entusiasmos en cosas incapaces de engendrarlos, y el enemigo engrosará sus filas con los vencidos, que le reconocerán por señor, o pasará triunfante sobre su vileza, despreciando sus súplicas y sus lamentos.
Pero, señores, querer restaurar el orden por medios desproporcionados e insuficientes para conseguirlo, o no querer restaurarlos, considerándolo como un ideal platónico, y limitándose por medio de armisticios a vivir al día, son dos maneras distintas de llevar a cabo, consciente o inconscientemente, una misma deserción, y de pasarse al enemigo. Ése es el resultado último de la estrategia defensiva y de la táctica sutil del dolo piadoso y del retroceso continuo, que parece que las han enseñado los adversarios como opuestas a las que ellos emplean para ganar sin peligro las batallas, encontrando auxiliares donde debieran encontrar enemigos.
JUAN VÁZQUEZ DE MELLA
[1] Se alude a la declaración solemne de Pío IX condenando el artículo 11 en la Carta al Cardenal Moreno, al discutirse la Constitución de 1876.
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