Aquí traigo otro par de artículos de hace unos años que muestran como pasa el tiempo y no se hace nada.Hay otras prioridades más importantes: estatutos, servilismo frente al yanqui, dádivas al nacionalismo, pelotazo constructivo, etc, etc.

Leedlo, por favor, merece la pena saber lo que se nos viene encima.Además, hay que sacar este tema de los círculos restringidos en los que se conoce y hacer, como sea, que en la calle se sepa.En este sentido la Red puede ser un gran instrumento.

ESTAMOS DESAPARECIENDO y creo, dada mi limitadísima inteligencia, que para cualquier españolito racional - y europeíto -, ésta, y no otra, debería ser la más absoluta prioridad.Y es que, sinceramente, preocuparse de mundiales y eurovisiones es de subnormales con lo que tenemos encima.

Nos vamos a extinguir porque nos lo merecemos, por imbéciles e infantiles.En cuarenta y cinco años los españoles seremos minoría en España y estaremos al borde de la extinción como comunidad.Y esto no es una opinión, es un dato demográfico irrebatible.

Quedaos con los datos, por favor, no con las interpretaciones personales y las opiniones subjetivas de los autores.Esto se acaba...


(Alfa y Omega, 24-2-2000, extractado)
El descenso de la natalidad

Tres noticias muy recientes —el índice de natalidad en España: 1,07 hijos por mujer, a mediados de siglo apenas llegaremos a los 30 millones de habitantes y mecesitaremos anualmente centenares de miles de emigrantes para mantener nuestras industrias y servicios— parecen haber encendido la luz roja en nuestra sociedad y las alarmas han comenzado a dispararse. Decía Cela en una reciente entrevista: Los españoles somos una especie en vías de extinción.

Datos del Instituto Nacional de Estadística: de 2,24 hijos por mujer, en 1970, hemos pasado a 1,25 en 1991, 1,16 en 1997 y 1,07 en 1999 —¡el índice más bajo del mundo!— (Los demógrafos sitúan en 2,10 el número mínimo de hijos por mujer para que se produzca el relevo generacional: 2 para reemplazar en su día a los padres. El problema es tanto más grave cuanto que la sociedad española no parece haberse preocupado por él, ni tomado medidas para solucionarlo. Como si no estuviera en juego nuestra misma existencia como pueblo... Ya el mismo Gobierno socialista reconoció la gravedad de la situación en el Informe que elaboró en 1994 para la Conferencia Internacional sobre la Población y Desarrollo de El Cairo:

La evolución demográfica en España —decía ese Informe— ha supuesto una considerable reducción de la proporción de menores de 15 años en el conjunto de la población —de 28% a 19% entre 1970 y 1991—. De persistir las actuales tendencias, el número de jóvenes continuará reduciéndose, hasta llegar en el año 2020 a la mitad de los actuales ocho millones. Correlativamente, la proporción de personas de más de 65 años ha aumentado en el mismo período del 10% al 14%. A comienzos del próximo siglo, es probable que esa proporción llegue a representar el 17% de la población, en el año 2020 más del 20% y en el 2030 una cuarta parte del total.



[...]

Con una natalidad de 1,07 hijos por mujer, la mayoría de nuestros hogares —nueve de cada diez— serán hogares de un solo hijo: Imagínese lo que puede significar —dice el profesor Julián Marías— la situación que se anuncia. Un empobrecimiento extraordinario, no de los recursos económicos, al fin y al cabo secundario, sino de la misma realidad humana: El niño sin hermanos, en una extraña soledad originaria, sin conocimiento de una de las formas más intensas y enriquecedoras de convivencia.


Pero hay más: esa cifra de 1,07 hijos por mujer significa que nueve de cada diez matrimonios tendrán un solo hijo, el cual, al no tener hermanos, tampoco tendrá sobrinos. Y en cuanto a sus hijos —los hijos de ese hijo único— no tendrán tíos (puesto que sus padres no tuvieron hermanos), ni tendrán primos (puesto que los primos hubieran sido hijos de unos hermanos que nunca existieron)… Esto es: la familia extensa o familia grande —tan habitual entre nosotros como complemento y ayuda a la familia nuclear y constituida, además de por los abuelos, por los sobrinos, los primos y los tíos— será desconocida por nuestros nietos. Con el empobrecimiento consiguiente.


[...]

Envejecimiento de la población. En diez años, de 1980 a 1990, el número de jóvenes menores de 15 años ha pasado en España de 10.300.000 a 8.300.000, ¡dos millones menos! Como, por otra parte, la población anciana aumenta —en 1980 había 4.200.000 personas de 65 ó más años y este año 2000 somos ya dos millones más—, los problemas se agravan.
Menor peso de España en el concierto de las naciones. ¡Es tan distinto, a la hora de hacer valer nuestros derechos, que seamos un país de cuarenta o cincuenta millones de habitantes a que sólo tengamos treinta o quince!

Peligro de quiebra del sistema de Seguridad Social. Según el anterior ministro de Economía, para el 2015 o 2020 hay peligro de que la Seguridad Social no tenga dinero suficiente para pagar a los pensionistas. El señor Solbes no inventaba nada, se atenía a las estadísticas. En 1975, por cada pensionista había seis trabajadores que cotizaban; en 1996 sólo había dos; y para la segunda década del siglo que acaba de comenzar ya será mayor el número de pensionistas, a los que deberá atender la Seguridad Social, que trabajadores que cotizan.

Problemas migratorios. Para atender a la industria y a los servicios, tendremos que recurrir a la mano de obra de inmigrantes de países africanos o hispanoamericanos. Dicho de otra forma: los balseros que exponiendo sus vidas cruzan el Estrecho serán recibidos con los brazos abiertos por nuestros hijos dentro de no muchos años.


[..]

Cuando una sociedad es poco propicia a la llegada de los hijos, es difícil hacerle cambiar de idea. No es sólo —aunque también influya— cuestión de dinero, sino de mentalidad. Pero el problema es tan serio que se impone un esfuerzo continuo por parte de la Administración, en el campo de las leyes, en las familias y en los mismos individuos.


Por parte de la Administración: reconocer la importancia del trabajo de las madres en el hogar y en la educación; subvencionar a la natalidad; ayudar a las mujeres gestantes, a las familias con miembros en paro, etc.; volver a situar en el lugar que les corresponde las enseñanzas de Religión y Humanidades para formar debidamente la mentalidad de las futuras generaciones; promover, en TV especialmente, programas que ensalcen los valores de la familia; reorientar la enseñanza de la sexualidad bajo la visión del amor y la responsabilidad; informar sobre la realidad el aborto —no hay mujeres abortistas, sino mujeres desinformadas— etc.


En el campo de las leyes: leyes que protejan al niño antes y después del nacimiento; que combatan la pornografía; que favorezcan la estabilidad del matrimonio, que establezcan ayudas sustanciales —económicas, fiscales, etc.—, que favorezcan la natalidad, etc.


En el campo de la familia: compartir ambos cónyuges las tareas del hogar; ejercitar una paternidad responsable y abierta a la vida; inculcar en los hijos valores de austeridad y de generosidad a fin de que el egoísmo no les conduzca a decir no a la vida, etc.


En los mismos individuos: formarles adecuadamente sobre estos temas, porque son ellos quienes luego actuarán en la familia y en la sociedad y sólo lo harán con acierto si tienen ideas claras sobre el daño que la involución demográfica conlleva.


Sólo así, con unas ideas claras sobre la situación en que nos encontramos, conseguiremos invertir la actual tendencia del índice de natalidad y reemprender el camino hacia horizontes más prometedores.
Recordemos, para concluir, una afirmación del Consejo Económico y Social de la Comunidad Económica Europea en relación con este problema: Un niño encarna la esperanza. No hay ningún niño que no sea necesario.
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(¡Y es de El País!):
Margarita Rivière, "¿Por qué los españoles no tienen hijos?", El País, 24.X.02
Un país sin hijos es, probablemente, un país sin futuro. Al menos, es un país en el que cuesta mucho creer en el futuro. Tal parece ser el caso de España, que, en los últimos seis años, se ha convertido en el cuarto país del mundo con menos hijos: sólo Macao, Bulgaria y Letonia tienen menos hijos por mujer. Según las Naciones Unidas, desde 1995 las españolas tienen 1,1 hijos. La media mundial está en 2,6 hijos por mujer; la europea, en 1,5. Probablemente esta falta de hijos –que no repone la población– habla de una realidad innombrable: la escasa esperanza de esta sociedad en el futuro. La baja natalidad, en cualquier caso, es un preocupante grito de alerta: algo no funciona correctamente entre nosotros. Pero ¿quién escucha esa alerta? Y, sobre todo, ¿cómo se escucha?

La interpretación más común, y más injusta en mi opinión, es cargar sobre las españolas esa responsabilidad. Cuando las mujeres trabajan –dice el tópico–, nada más lógico que no quieran tener hijos. Eso no es cierto, para empezar, porque tener hijos es una decisión de pareja, salvo excepcionales casos. En España, según el Eurostat, el año 2000 trabajaban los dos miembros del 42% de parejas sin hijos y el 43,7% de parejas con hijos; las uniones con dos empleos han aumentado un 12% en ocho años. Se trata, pues, de una decisión compartida por los dos sexos. Pero eso es sólo la periferia de un tema de mayor calado: ¿por qué no se aborda, con claridad, que no tener hijos significa, sobre todo, que a los jóvenes les cuesta un gran esfuerzo creer en el futuro? ¿Qué clase de protesta social, pues, se está expresando a través de una natalidad tan baja?

Ayudar a la familia: he aquí lo último en programas políticos. Gobierno y oposición se han apresurado, en las últimas semanas, a proponer posibles soluciones al monumental estrés de las familias. Es como si, a unos y otros, les hubieran cogido por sorpresa una serie de datos que, desde hace mucho tiempo, conoce perfectamente la sociedad española. En 1950, las españolas tenían de media 3,8 hijos, y en 1970, cuando la política natalista del franquismo seguía en plena vigencia y no estaba permitida la divulgación de anticonceptivos, se bajó a una media de 2,8 hijos por mujer. Las parejas españolas llevan, pues, tiempo sin creer que “los hijos llegan con un pan debajo del brazo”, y el realismo se ha ido imponiendo: pero nunca se había llegado a constataciones tan duras como la de los últimos años. ¿Por qué y cómo se ha dado el salto a la censura a la fecundidad? ¿Qué factores sociales han intervenido? En estos asuntos hay que hablar claro: ¿quién piensa si es que los jóvenes españoles tienen miedo a tener hijos? ¿Quién se pregunta por qué?

Los políticos, como si les diera vergüenza, ponen parches con ayudas más o menos ridículas a la familia en vez de ir a la raíz de la evidencia: los españoles no queremos tener hijos. En los cinco próximos años, si la tasa de fecundidad de España crece –está prevista una ligerísima subida– será debido a los inmigrantes. Eso tendremos que agradecerles a los de fuera. Ellos tienen menos prevenciones frente al futuro o, acaso, conocen menos la realidad. Ellos serán, pues, nuestro futuro. Todo esto, desde luego, es política. Política de supervivencia; por ello, tal vez, la natalidad sigue siendo un tabú. Por ello las explicaciones al fenómeno no pueden ser meramente técnicas –los demógrafos hablan de, al menos, una generación “retrasada” en la procreación–, sino que han de integrar diversos puntos de vista capaces de explicar por qué las parejas jóvenes se hacen preguntas como éstas: ¿Sabremos cuidar al hijo? ¿Tendremos suficiente dinero para mantenerlo, darle una educación? ¿Lograremos que sea feliz? ¿Qué futuro podremos ofrecerle?

Hoy día no hay padre o madre español que no haya interiorizado ese deseo de felicidad y lo proyecte en el hecho de procrear: ¡los hijos tienen que ser felices! Éste es un imperativo cultural del cual hablan esos bebés abandonados en contenedores o a la puerta de un hospital, verdaderos símbolos de las dificultades de responsabilizarse de una nueva vida. Porque, acaso, los jóvenes que no tienen hijos no son unos egoístas, sino que valoran toda la carga de responsabilidad que hemos depositado –razonablemente, sin duda– en la reproducción. Es posible que se pregunten, como hacen gentes lúcidas en todas partes del mundo, si sus hijos vivirán mejor que ellos y no se atrevan a darse a sí mismos una respuesta positiva. ¿Quién tiene hoy respuestas creíbles y no virtuales al viejo interrogante del progreso generacional que ha movido la historia?

Las generaciones jóvenes observan, creo que con horror, lo que sucede, aquí y ahora, en tantas familias: incertidumbre laboral –hay en España 450.000 familias con todos sus miembros en paro–, precariedad para pagar la vivienda, necesidad de dos sueldos en casa –tal vez por eso trabajan tantas mujeres en empleos imposibles–, horarios irracionales y agotadores. Observan los jóvenes cómo criar un hijo es una competición: búsqueda de guarderías y ayudas en una etapa; en otra, remedios para el fracaso escolar o apoyos para la guerra de abrirse camino en la vida; luego, la preocupación del “botellón” y las pastillas; finalmente, el vía crucis de los estudios y del trabajo. Todo eso aderezado con no pocas dosis de mal humor y de fatídicos descubrimientos como el desencuentro de los padres o que la vida no es lo que aseguran los anuncios de la televisión. Porque, hoy, las familias siempre tienen ese miembro fijo que es el catedrático/televisión: ahí está la verdadera educación. ¿Qué madre, qué padre o qué maestro se atreve a medirse con ella? Pero, eso sí, en una hipocresía sin límites, la responsabilidad de educar a un hijo recae todavía sobre unas familias totalmente vencidas por el electrodoméstico ideológico. La pregunta crucial, pues, para los jóvenes que observan esta secuencia vital acaba siendo: ¿para qué tener hijos?

Pero hay otras preguntas no menos insidiosas. En una sociedad flexible y móvil, como exigencia laboral, ¿quién se mueve, o se arriesga, con hijos a cuestas? En una cultura cuyo proyecto único es ganar dinero y ser productivo, ¿no resulta que los hijos sólo son un gasto, un retraso en la obligada competición?, ¿o es que hay que pensar en los hijos como en una inversión a largo plazo? En una época en la que todo se mide en términos económicos, ¿por qué habrían de librarse de eso los hijos?, ¿no es económico el estímulo que los políticos están dando a los padres a través de las subvenciones por hijo y otras fórmulas paternalistas que rozan la indignidad humana al fomentar este aspecto mercantilista de la fecundidad?

La protesta social que expresa la baja natalidad española no acaba en estas preguntas: hay otras muchas que acaban apuntando las dificultades de fondo de que es síntoma la ausencia de hijos. Valdría la pena reflexionar sobre la falta de respeto hacia todo lo que no es productivo –niños y viejos a la par– o sobre la ausencia de trabajos dignos que motiven de verdad a las personas y les devuelvan la dignidad de los seres humanos. Y las ganas de tener hijos florecerían.

Los españoles –esto es lo que muestra la baja natalidad– ya expresan su disconformidad: no creen, por ahora, en otro tipo de futuro posible. Y, de paso, al no tener hijos, lo que están anunciando, quizás, es la extinción de la especie; acaso por puro desencanto en la especie que conocen y su entorno: lo que llamamos España y los españoles. Si fuera así estaríamos ante un fracaso colectivo mayúsculo. De momento, todas las posibilidades están abiertas.