IX – LA ESPAÑA DE LA ILUSTRACIÓN; LA PATRIA DISMINUIDA.
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El último vástago de la dinastía austríaca, muerto por consunción, sin descendientes, abre la liquidación testamentaria del trono de los Reyes Católicos. El mundo entero va a arrojarse vorazmente sobre sus despojos. Dos fuertes grupos se hallan en presencia: el alemán y el francés. El pueblo español, según su temperamento y los manejos a que es sometido, se pronuncia por uno u otro pretendiente. Castilla y parte de la corona de Aragón se deciden por el futuro Felipe V. En cambio, otra parte de los catalanes, valencianos y aragoneses, por el archiduque Carlos, primogénito del emperador.
Mirando a Francia vive España en el siglo XVIII. Olvidada de sí misma clava sus ojos en el país vecino. Se inaugura una nueva dinastía: la Casa de Borbón, de la cual cinco reyes ocupan ese siglo: Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. Una intensa corriente política, artística y cultural, atraviesa los Pirineos para invadir nuestra Patria. Los gustos de Francia imperan en España.
Felipe V, el primero de los monarcas, a quien se ha llamado el ‘Animoso’ por el tesón con que defendió sus derechos a la Corona de España. En el horizonte político de España se cierne una tormenta que anegará en sangre numerosas naciones. El archiduque Carlos, pretendiendo hacer valer sus derechos a la Corona española, trajo consigo la guerra de Sucesión, larga y penosa, que dura trece años: Alemania formó la Gran Alianza con Inglaterra, Holanda, Portugal y Saboya. Francia y España tuvieron que luchar contra el resto de Europa. En 1713 terminó la guerra con el Tratado de Utrecht, por el que se reconoce a Felipe V como rey de España, tras la renuncia a la Corona francesa. A la Patria se le arrancan jirones de su Imperio, perdiendo Gibraltar, Italia y los Países Bajos. Es una de las épocas más tristes que ha presenciado nuestra Patria. Generales extranjeros guiaban siempre nuestras tropas, y una plaga de aventureros, arbitristas, cortesanas y lacayos franceses, irlandeses o italianos caían sobre España como nube de langosta para acabarnos de saquear y empobrecer.
Al azaroso reinado de este rey siguió el remanso de paz de Fernando VI, que consiguió mantener a España en un total equilibrio, sin inclinarse en sus relaciones políticas a potencia europea alguna. Al amparo de la paz mejoró la Hacienda, se reorganizó el Ejército y se elevó la Marina a un alto grado de prosperidad.
Carlos III forma con Francia el ‘Pacto de Familia’, que encadena la suerte de España a la del vecino país, ya que ambas naciones se comprometen a ayudarse mutuamente en las guerras exteriores, y de ahí las luchas de nuestra Patria contra Inglaterra y Portugal. De él ha escrito Menéndez Pelayo:
“De Carlos III convienen todos en decir que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, y aunque terco y duro, bueno en el fondo, y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas, y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o Federico II de Prusia”.
Pero allá por Francia surge la tormenta más grave. Versalles sigue en fiestas, la corte despilfarra, los nobles abandonan sus propiedades y se agrupan en torno a los monarcas. Mientras tanto, sus feudos y tierras se transforman en eriales. Francia se empobrece. Los filósofos franceses, los enciclopedistas son enemigos de la religión y del poder constituido. Sus escritos se propagan entre la masa del pueblo y comienzan a alentar la rebeldía. En España entra a reinar Carlos IV con su rectitud y debilidad bonachona, y años después en la tierra de sus antepasados ruedan las cabezas de Luis XVI y de María Antonieta.
España acepta la guerra contra una Francia desbocada. La nobleza acude al frente de sus vasallos, nuestras gentes llagan a oleadas, los donativos suben a millones. Nuestra nación luchó con ventaja durante la campaña de 1793 en la llamada Guerra contra la Convención Francesa. El general Ricardos triunfaba en el Rosellón; pero en 1794 y 1795 los franceses ocuparon parte de nuestro territorio: Figueras, Guipúzcoa, Bilbao, Vitoria y Miranda caen en su poder. El 27 de julio de 1795 termina la guerra con la paz de Basilea, por la que España recuperó sus territorios a cambio de la parte que poseía en la isla de Santo Domingo. Desde entonces el gobierno de Madrid será un mero instrumento de la vecina República. Godoy firmó con Francia el Tratado de San Ildefonso, alianza ofensiva y defensiva que motivó la guerra contra Inglaterra. Sigue el rosario de luchas, en las que culmina la gloriosa empresa de Trafalgar, donde con valor indomable se escribe el relato de una derrota que semeja victoria por sus laureles heroicos.
El concepto de europeización de España toma forma a partir de la obra de Feijóo (alrededor de 1730) y el grupo de escritores del tiempo de Carlos III llamados ‘reformadores’. Esa minoría percibe el cambio que se había producido en la conciencia colectiva de Europa. Ya antes, el advenimiento de la dinastía borbónica favoreció el predominio de una minoría nutrida de cultura extranjera, y desde entonces se origina en la vida española la famosa división que da forma a la evolución de nuestra Historia contemporánea.
Religiosa y políticamente bajo la dinastía borbónica una minoría de ilustrados absorbió el jansenismo y el enciclopedismo de moda en Europa. Torcióse el espíritu de la civilización española; no se combatía ya por defender el catolicismo sino el ‘Pacto de Familia’; mudó de carácter la literatura; alteróse la lengua. El Santo Oficio también siguió la universal decadencia.
Sí es verdad que no fue solo la mudanza de dinastía en España el hecho que determinó el cambio profundísimo en nuestros hábitos y gustos literarios, y que el mismo hecho se hubiera realizado antes o después aunque la dinastía de Austria hubiera seguido en España. No fue una moda cortesana y pasajera la que trajo las nuevas ideas críticas, fue un movimiento del que no se salvaron ni Italia, ni Inglaterra ni Alemania, donde no existían las razones políticas que parecieron favorecerle en España.
Desde mediados del siglo XVIII, empiezan a serles cambiados los ideales al pueblo español criticando su pasado histórico; comienza la desnacionalización, borrando de las inteligencias ideas y creencias tradicionales para seguir el naturalismo, el materialismo y el positivismo histórico.
Además de los decretos oficiales y de las cátedras de filosofía sensualista, fue un eficaz elemento de decadencia la nueva poesía y la amena literatura, que aunque de poco valor estético era de mucha repercusión social; traído de Francia, el prosaísmo endeble, la etiqueta de salón, la ligereza del buen tono lo iban secando todo. Los libros en francés, introducidos en España con licencia o sin ella, traían todo género de utopías sociales y de regodeos y sarcasmos contra todo lo aquí hasta entonces venerado.
La España del XVI, henchida de un ideal religioso, nación viva unida por un ideal común, creó con su conciencia y arte el más alto tipo de cultura que produjo la civilización cristiana en la historia. Pero ahora, una división de ideas se inicia en el pueblo español. Aquella obra europea, mundial, de la misión española para alcanzar un imperio misional, con Roma por cabeza visible, España por brazo y nervio, y Dios por alma, se entierra, aunque no se pierde.
Pero aun dentro del afrancesamiento, se seguía notando un afán que llevaba el ánimo español en pos de la elevación y la universalidad, porque “es notorio que la intensa y delicada reforma que se consuma en nuestro siglo XVIII no se ejercía sino en ambientes próceres. Todo el refinamiento estaba acotado en el reducido círculo de los grandes y pequeños hidalgos. Pero allí donde comenzaba el hombre llano, en vez de la vegetación de jardín de los ánimos señoriales, nacía y se desarrollaba lozanamente una flora silvestre que tenía todos los caracteres de la Edad Media”.
De ahí surge un fenómeno de disyunción: una minoría intelectual pugna por imponer a las muchedumbres españolas los hábitos culturales de Europa, pero el pueblo se niega a aceptar lo que estima como una traición a su ideología castiza. Esa actitud surge de una inicial desconfianza popular. La aristocracia realza una misión que el pueblo no comprende y por ello la rechaza. Hay que notar el carácter ‘internacional’ de ese movimiento cultural que se opone a la noción inmediata directa y popular de los valores nacionales.
Voltaire, desde su sillón de escritor decrépito y propenso a las comodidades, dirigía cartas a los apartados rincones del Occidente. Sus misivas, en las que alentaba el espíritu del siglo, espoleaban los ánimos de cuantos atendían a la obra de tejer la historia en los serenos telares del tiempo. Las diligencias que transportaban los pliegos se detenían en la entrada de una alameda de árboles y se enlazaba en la mansión esclarecida y culta de la comarca. Esto constituía la internacional patricia del siglo XVIII.
Se abre en España una brecha por donde entran las ideas que la Contrarreforma obstaculizaba. Comienza la larga y despiadada lucha entre el ‘Enciclopedismo’ y la ‘Tradición’. En Francia, la Enciclopedia dirigía sus ataques a la Iglesia Católica Romana, y en virtud del apoyo secular que España prestó a ésta, comenzaron los pseudo-filósofos enciclopedistas la ofensiva contra España: “país de la escolástica”, “país de las hogueras inquisitoriales”, y del modo que el bufón necesita de sus cascabeles, Montesquieu, Voltaire y otros payasetes de la Enciclopedia tomaban una imagen sarcástica de España para hacer reír a todas las tertulias de los peluquines en Europa.
Aunque esta peligrosa dirección que tomaba el nuevo movimiento no era del agrado de los innovadores hispanos, esa cuestión de zaherir a su patria les resultaba dolorosa, y si exhibían textos adversos a nuestra nación era con el fin de abrirse paso y de vencer la hostilidad holgazana con que buena parte de los españoles castizos recibían su deseo de mejora.
La contradicción radicaba en que de un lado se aceptaban las formas tradicionales de Religión y Monarquía; pero, de otro, se admiten todas las teorías que acabarán por arrasarlas. Se encuentra esta época en un punto dificilísimo de equilibrio; su fuerza de disolución se salva con la lealtad a un monarca; quiere conjugar la razón agotadora con la ingenuidad de la fe religiosa... Imposible mantener el equívoco. El racionalismo ilustrado arrasará el altar y el trono. Dos unidades acabarán desprendiéndose: el absolutismo de un lado y el jacobinismo del otro; Francia irá con la segunda mitad y será jacobina; mientras que España propenderá al absolutismo. Aunque ninguna de las dos formas son puras.
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Las grandes figuras intelectuales de esta época en España realizan un papel análogo al de los enciclopedistas europeos. Feijóo es un racionalista, en el más noble sentido, de afán descubridor; Sarmiento, a su manera, es un roussoniano; Cadalso está cerca de Montesquieu. Pero lo específicamente español es que esta tarea intelectualista, en lo que tiene de más urgente, la realizamos sin necesidad de romper con ningún dogma, fieles al sentido trascendente que gravita sobre nuestra historia.
Cuando Forner, en su ‘Oración apologética por España’, debe enfrentarse con la injuria de Masson, ha de resolver esa antinomia; por un lado, como intelectual de su época se siente ligado al intelectualismo europeo; por otro lado, como español, ha de poner a su entusiasmo el límite del decoro contra el intelectualismo hostil a nuestra Patria. Entonces precisa de toda su habilidad para diferenciar favorablemente una cultura ‘árida y cartesiana’ de la otra cultura cristiana y española.
Desde el punto de vista español, lo que Paul Hazard llama la ‘crisis de la conciencia europea’ se produce cuando nuestros intelectuales asimilan el nuevo espíritu. La llegada de los Borbones acabará con nuestra política intelectual de aislamiento de Europa, dando comienzo a la escisión de los españoles en dos bandos, cuyo choque generará las guerras civiles del siglo XIX. Este es el espectáculo de confrontación será visto por las mejores figuras de finales de siglo XVIII, como Jovellanos, Moratín, Quintana, Meléndez Valdés o Goya.
“La resistencia española contra el enciclopedismo y la filosofía del siglo XVIII debe escribirse largamente porque merece libro aparte, que puede ser de grande enseñanza y no menor consuelo. La revolución triunfante ha divinizado a sus ídolos y enaltecido a cuantos la prepararon fácil camino; sus nombres, los de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Roda, Cabarrús, Quintana... viven en la memoria y en lengua de todos; no importa su mérito absoluto; basta que sirviesen a la revolución, cada cual en su esfera; todo lo demás del siglo XVIII ha quedado en la sombra. Los vencidos no pueden esperar perdón ni misericordia. Vae victis”.
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En lo político, desaparecen primeramente aquellas normas de una monarquía sabiamente conjugadora de los derechos divino y natural que regían las relaciones del soberano y sus súbditos. Aun en desuso las Cortes, los monarcas de la Casa de Austria jamás osaron identificar el Estado con su persona como hacía la definición de Luis XIV. Pero Felipe V, nieto del Rey Sol, que ni sabía latín para leer a Suárez ni español para leer a Mariana traía en su equipaje aquella doctrina foránea.
En lo jurídico, las relaciones con Francia en este periodo debieron facilitar la influencia de su Derecho en el español. Las reformas llevadas a cabo por los monarcas en el siglo XVIII reflejan con mucha frecuencia el espíritu francés. Las ‘Ordonnances du Commerce’ (1673) y ‘de la Marine’ (1687) se tradujeron al castellano e inspiraron las del Consulado de Bilbao de 1737.
En los reinados de Fernando VI y Carlos III se abre la vía de las grandes reformas socio-económicas y ambos reyes rodéanse de consejeros hábiles, Ensenada, Campomanes, Floridablanca, Aranda, que imprimieron notables adelantos en el comercio, la industria y la agricultura. La Hacienda fue reorganizada, la Marina y el Ejército se vieron dotados de gran eficiencia, reforzándose las fortificaciones de costas y fronteras, y España llenóse de soberbios edificios y fábricas. La instrucción y enseñanza pública merecieron también la atención de los monarcas. Las Universidades fueron reformadas, creáronse colegios y seminarios, se alentaron las sociedades económicas y culturales y comenzaron las investigaciones científicas y arqueológicas.
El desarrollo literario fue casi nulo en el primer tercio del siglo. Artistas franceses e italianos irrumpieron en la corte de Felipe V; asimismo puede decirse que apenas hay pintura española hasta fines de siglo. Estos artistas y operarios extranjeros se dejan ganar por el ambiente español, y aparece así un Scarlatti que se deja influir su manera de música italiana por el encanto garboso de los giros españoles. Los mismos escritores, afrancesados de estilo, vuelven a lo nacional en temas y sentimientos. El Renacimiento borbónico tiene unos nombres que llenan de interés aquella época: Feijóo, el gran polígrafo; Salzillo y José de Mora entre los imagineros; Sors y el P. Soler entre los músicos; Ventura Rodríguez entre los arquitectos, y Moratín en el teatro.
En lo cultural, a imitación de Francia, se funda la Biblioteca Nacional, las Reales Academias de la Lengua y de la Historia, el Monte de Piedad, el Jardín Botánico y la Academia de Nobles Artes de San Fernando. Toda la legislación carlotercista, aunque inspirada en la orientación general del moderno pensamiento europeo, supo atender a lo tradicional hispánico con un buen sentido admirable.
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España se resistió a las modernas teorías, provocando el odio de los enciclopedistas, que con el artículo referente a nuestro país, preguntaban en tonos despectivos e insultantes ‘qué debía el mundo a España’. Frente a estos reproches álzase la voz de españoles preclaros como Forner, Jovellanos, Feijóo, Cadalso, Flores, Hervás, Sarmiento, Nasarre y tantos más, y extranjeros como el abate Denina y el arzobispo de Malinas, que rompen su lanza dialéctica en homenaje y loor de España.
Todos ellos, al analizar la situación real presente, piensan que hacen un servicio patriótico buscando la verdad de lo que es España. Y ven las cosas tal vez con corazón dolorido, “con lágrimas en los ojos”, como dirá Cadalso. Y con ese dolor se va pasando revista a lo que ellos ven como español y digno de loa: la Patria, el valor, el orgullo, la historia, la cultura. Ante la frivolidad que raya en injusticia están dispuestos a vibrar por su Patria y por la justicia y hacen despertar de aquella realidad que olvidaba las glorias y grandezas porque eran trasnochadas.
Representativo de este pensamiento es aquel trozo de Forner en la ‘Oración Apologética’:
“Oh siglo ostentador, edad indefinible para las venideras, en que los estudios del hombre y de la verdad yacen despreciados por la fanática inclinación a investigaciones y objetos que nos distraen si no nos corrompen!... Aprende a pensar, y desnudándote de la ridícula altanería con que... te jactas de haber excedido a la inventora Grecia;... abandona el fútil magisterio de la vanilocuencia y acógete a España a aprender la solidez, el decoro y desengaños que te harán juzgar de tu ciencia menos presuntuosamente. En esto coloca ella el mérito de sus saber; no en dramas, trazados para combatir la religión pública; no en cursos de educación dispuestos a destruir la sociedad; no en diccionarios afinados malignamente para ofuscar la verdad y autorizar la sofistería; no en discursillos frenéticos que ponen su precio en la maledicencia. Saber lo que se debe y cómo se debe es el mérito de mi Patria”.
Estos elogios están respaldados por la mayor parte de los españoles, que no saben perder su antigua veta hispánica, como lo prueba aquel unánime movimiento que animó a los españoles en la guerra contra la Convención Francesa (1793-95): “La nación española superó a cuanto en las demás épocas de la historia moderna se ha contado en materias de ofrendas hechas por el patriotismo de los pueblos”. Todos, altos y bajos, hombres y mujeres, llevados de su generoso carácter, corrieron a ofrendar sus posibilidades, sus personas y actos, para oponerse a la idea corruptora, lo que hace ver que los españoles no eran ese pueblo dormido y despreciado por aquellos mismos enciclopedistas. Hechos y caracteres que hacían ver la gloria de España a través de las lecciones de honor, hidalguía y bravura de la gente española.
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Tipos de esta época son:
El déspota ilustrado.
El ‘despotismo ilustrado’ fue una revolución desde arriba, sin efusión de sangre ni fácil retórica, que se anticipaba con energía y orden a la de los pueblos. Se anticipaba para contenerla y, para contenerla mejor, en muchos aspectos contrariaba vigorosamente los sentimientos populares. Su teoría suponía audacia y energía en la reforma de usos y costumbres enmohecidos por los siglos, pero estudiada y elaborada lentamente por hombres de gran preparación técnica en la fría calma del gabinete, jamás improvisada y forzada por el bullicio callejero del pueblo.
El erudito.
Esta figura bien puede hallarse en una celdita de algún monasterio, como ventana abierta a la Europa ‘culta’. Allí llegan los periódicos y libros del extranjero, los ecos de enciclopedistas, las nuevas ideas sobre ciencias físicas y naturales. El erudito patriota absorbe para España todo el saber europeo de su tiempo y realiza una intensa labor acumulativa. A todo ello lleva su razón, su sano juicio y su imparcialidad serena: a la valoración de lo español. Su obra está al servicio de una preocupación por España, y su fórmula es incorporar los ‘adelantos’ europeos y ejercer una crítica serena para desengaño de errores comunes.
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