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En el primer tercio del siglo XIX, se produjo el golpe más duro que sufrió la unidad de los dominios de la Monarquía Hispánica –la invasión de España por Napoleón y las juntas independentistas americanas- provocando, además de una crisis institucional de la figura de los virreyes y de los virreinatos, una crisis de las personas. La situación creada por el movimiento emancipador exigía a los virreyes desenvolverse operando sobre otras bases legales completamente distintas. La postura revolucionaria hizo triunfar la idea de que siendo los virreyes nombrados por el rey, desde el momento en que dejara de existir la autoridad real, la autoridad de los virreyes fenecía automáticamente. En el caso de José Fernando de Abascal –virrey del Perú- no pudo darse efecto más contrario al que pretendían los teóricos anunciadores de la libertad, puesto que el resultado inmediato fue recortar todavía más la limitada autoridad de los virreyes, cuando la más elemental medida política, ante una conmoción revolucionaria, era la de reforzar enérgicamente los resortes del poder.


Sin embargo, Abascal salvó la crisis institucional con un verdadero alarde de tino político, mediante el que fue capaz de conciliar la obediencia al gobierno metropolitano, reprimir los intentos revolucionarios, recompensar a sus servidores, mantener los Reales Ejércitos, socorrer fuera del Virreinato a todas las autoridades en peligro de ser rebasadas por los insurgentes –como fue el caso de la Banda Oriental que aquí nos ocupa-, en unas circunstancias en las que todo le era necesario y todo era poco para las atenciones del cono suramericano, y lograr la formación de un partido americano criollo realista para hacer frente a los partidarios de la Independencia. La actitud firme e irreconciliable del Virrey hacia los revolucionarios y descontentos fue, quizá, el factor más decisivo en el mantenimiento de la autoridad española en esta zona de sus dominios.
El gobierno limeño se aprovechó de las revoluciones criollas en Quito, el Alto Perú y Chile para restablecer el control peruano entre 1809 y 1815. Este nuevo gran Perú contrarrevolucionario presentó un reto formidable a los regímenes revolucionarios de Nueva Granada y Buenos Aires. Y por esta razón, Montevideo, se convirtió en la última esperanza realista en el estuario del Plata.
Durante el período de gobierno de Abascal (1806-1816), estuvo siempre atento a las circunstancias que rodearon su mandato no sólo en el Perú sino en también en los virreinatos neogranadino y rioplatense. De hecho, durante la etapa final de su ejercicio, el Virrey puso todo su empeño en mantener la supremacía no ya sólo sobre los diferentes puntos subversivos a la autoridad virreinal del sur de América, sino en apagar los intentos revolucionarios y separatistas con tal intensidad que llegó a decir que (…), de todas partes acuden a mi por consejos y socorros, como si yo tubiese unas atarazanas como las de Barcelona me acongoja el no poder atender á unos y á otros según sus deseos: (…).[1]Para lograr semejantes metas, el mandatario se lanzó a la lucha interna para controlar y conciliar los intereses de la elite peruana –fundamentalmente limeña- junto con los de la metrópoli que su figura encarnaba; fenómeno que no intentó en solitario dentro del mundo ultramarino pero que, de hecho, sólo él consiguió.[2] Y para muestra un botón, tal y como se desprende de las palabras del antiguo virrey del Río de la Plata, Baltasar Hidalgo de Cisneros al excusarse de su frustrada acción de gobierno ante el Rey afirmando: V:M, sabe el peligroso estado en que hallé a Buenos Aires y a todo este Virreinato cuando tomé las riendas del mismo (…) llamé sin demorar a todos los comandantes y mayores de los cuerpos militares de esta guarnición. Congregados que fueron, les hice presente el peligroso estado del pueblo y el desarreglo de sus intempestivas pretensiones: les recordé las reiteradas protestas y juramentos con que me habían ofrecido defender la autoridad y sostener el orden público; y los exhorté a poner en ejercicio su fidelidad en servicio de V. Majestad y de la patria. Pero tomado la voz don Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo urbano de Patricios que habló por todos, frustró mis esperanzas, se explicó con tibieza: me manifestó su inclinación a la novedad; y me hizo conocer perfectamente que si no eran los comandantes los autores de semejante división y agitaciones, estaban por lo menos de conformidad y acuerdo con los facciosos (...) El día siguiente, 21 de mayo (...), el Cabildo (...) procedió a la junta general convocando por esquelas a quinientos vecinos; de los cuales asistieron solamente 200 por las causas que abajo expresaré.[3] El 22 fue el día designado para la celebración de la Junta y el día en que desplegó la malicia todo género de intrigas, previsión y maquinaciones para llevar al cabo tan depravados designios. Había yo ordenado que se apostara para este acto una compañía en cada bocacalle de las de la Plaza a fin de que no permitiesen entrar en ella ni abrir a las Casas Capitulares persona alguna que no fuese de las citadas; pero la tropa de los oficiales era del partido: (...) negaban la entrada a la plaza a los vecinos honrados y lo franqueaban a los de la confabulación, tenían algunos oficiales copias de esquelas de convite sin nombres y con ellas introducían a las casas del Ayuntamiento a sujetos no citados por el Cabildo, o porque los conocían de su calidad, o porque los ganaban con dinero; así es como en una ciudad de más de tres mil vecinos de distinción y nombres, solamente concurrieron 200, y de estos muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia y los más ignorantes y sin las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad. (La Junta) efectivamente (...) ha empezado las funciones de su gobierno ejercitando actos de verdadera soberanía que sólo son reservados a la suprema potestad de Vuestra Majestad (...). Ha entablado el sistema de terrorismo para con todos los hombres de bien que manifiestan adhesión al legítimo gobierno, que sienten en favor del Consejo de Regencia de Vuestra Majestad, que publican noticias favorables de España, que opinan contra su ilegalidad o que murmuran de sus providencias; y el sistema de indulgencia con todos los sediciosos y partidarios de la independencia (...). Los que en el Cabildo insultaron y vejaron al reverendo obispo y a otros vecinos honrados, han sido aplaudidos; los que publican por las calles, su libertad del yugo de España no son apercibidos. (...) veo indispensable la necesidad en que se halla Vuestra Majestad de remitir sin pérdida de momento por lo menos dos mil hombres de tropa con buenos y probados oficiales que impongan el respeto y restablezcan la subordinación; pues con esta providencia y con el desengaño de la Corte de Londres, con cuya protección han contado estos miserables e inexpertos faccionarios; se remediarán todos los males y quedarán asegurados estos dominios de Vuestra Majestad, que de otra suerte peligran y están próximamente expuestos, o a ser la presa de la ambición; a ser víctima de si misma.[4]
Cuán distinto fue el caso del virrey Abascal. Como muy bien se sabe, sus enemigos no se encontraron únicamente en el Desaguadero alto peruano y los Andes ecuatorianos, sino que incluso fueron de mayor importancia los que tuvo dentro entre los mismos súbditos que él debía gobernar; nos estamos refiriendo a una buena parte de los diputados liberales, acantonados en la isla gaditana de León por las peculiares circunstancias bélicas del momento, cuyas opiniones acerca del modo de proceder del representante real en el Perú no siempre fueron positivas. Por ello, Abascal, hombre convencido de las bondades que según él reportaba el absolutismo monárquico, no vio con buenos ojos toda emanación legislativa de las Cortes; aunque no era impedimento para que las acatara, a pesar de las circunstancias tan especiales que atravesaba la Monarquía Hispana, como funcionario real que era.
A priori, todos los indicadores hablaban a favor de la maniobra política de este gobernante pero, en verdad, éstos no estaban completamente de su parte. Es cierto que entre los dirigentes sociales americanos[5] existían lazos familiares con los peninsulares, que tenían un natural afecto hacia la institución monárquica y pánico ante cualquier posibilidad de rebelión indígena causante, no ya de las muertes de muchos representantes reales, sino de ser una brecha subversiva capaz de arrojar completamente al abismo el orden social y económico por ellos conservado.[6] Estas demostraciones de lealtad se pueden explicar bajo distintas perspectivas, no existiendo de hecho un solo modo de entender la adhesión a la causa realista sino muchos, dependiendo de la situación particular o corporativa de cada uno, de las circunstancias históricas del momento y, en general, de un sin fin de variables dispares.
Hasta ahora hemos hablado de la actitud ciertamente adicta a la causa monárquica, pero ahora hay que hablar del punto de vista insurrecto o al menos infiel al régimen borbónico español. Este grupo revolucionario es un reflejo de las elites de una sociedad del Antiguo Régimen. Lo que lo define realmente, no son sus características materiales sino su pertenencia a la elite intelectual y su juventud. Clérigos y nobles, universitarios y abogados, funcionarios reales y militares, miembros de oligarquías municipales, estudiantes e hijos de grandes familias, alguno que otro comerciante, artista o artesano, he ahí el grupo moderno por excelencia en los dos continentes.[7]Aunque es bien sabido que los tópicos del revanchismo criollo contra la ostentación de cargos por parte de los peninsulares hay que ponerlos a veces en entredicho, no es menos cierto que las elites nacidas y criadas en suelo americano iban, cada vez más, adquiriendo una conciencia propia distinta a la del europeo al que progresivamente se le iba viendo como un usurpador de algo que correspondía por derecho propio a los naturales del lugar, hijos de la tierra y descendientes en muchos casos de aquellos hombres que lograron la hazaña de la Conquista.[8]
Sin embargo, a pesar de que efectivamente existían descontentos entre cierto sector del estamento dominante en América, también es verdad que todos aquellos que pretendieron dar un vuelco a la situación de legalidad vigente hasta entonces, aprovecharon los inciertos momentos de la desaparición del Rey en 1808 y de la promulgación de la Constitución Política de la Monarquía en 1812, para acabar tropezando con la dura realidad. Ésta fue ni más ni menos que el apoyo masivo de la población americana a la situación histórica previa a los acontecimientos citados,[9] que optó libremente por dar muestras de su lealtad al llamado Antiguo Régimen.


Los alzamientos revolucionarios y las contraofensivas virreinales


El desarrollo de las juntas de gobierno que se dieron en todo el territorio español peninsular y ultramarino como manifestación espontánea –tradicional en un primer momento en cuanto a su concepción teórica del poder y revolucionaria, más tarde, en sus manifestaciones-[10] por parte de una sociedad que vio amenazada su existencia, no tuvieron éxito en el territorio que estaba bajo su mandato gracias a la acción disuasoria del Virrey (…) pues aunque me hallo como el Buq.e en una navegación tranquila en una bonanza, vivo con el cuidado de un piloto vigilante q.e contempla q.e de un momento a otro se puede alterar su sosiego, y toma quantas precauciones subministra el arte y la prud.a p.a retardar y rebatir qualquier vorrasca, (…)[11] frente a la creación de aquellas comisiones en gran parte de América del Sur y de las que se quejó en más de una ocasión al argumentar que recibio de oficio la instalacion del Consejo de Reg.a mas ni p.r eso quiso reconocerle poniendole mil defectos, capciosos los unos, falsos otros y todos conspirantes a la independencia, vajo el falso pretesto de conservar aquel territorio a fern.do 7°. cuya livertad miran como la cosa mas distante de subceder.[12] A pesar de todo ello, su cargo fue respetado debido a que supo ganarse la amistad e intereses de aristócratas, comerciantes, terratenientes y eclesiásticos a su favor, aceptando como válida su acción de gobierno, en términos generales, sin olvidar las acciones militares que llevó a cabo en aquellos lugares del cono sur donde se vio obligado a aplicarlas.
El alzamiento en España contra las huestes de Napoleón fue origen de que se planteara tanto la reivindicación de la figura del Rey como la del concepto de Soberanía. En efecto, ambas nociones iban íntimamente ligadas en momentos de normalización institucional, pero aquel no era el caso. La soberanía le correspondía a Fernando VII como depositario de la misma –concedida por el Pueblo- en nombre de Dios. Sin embargo, una vez que aquella era ultrajada por un gobierno extranjero –como lo fue el de José I Bonaparte- pasaba automáticamente a su propietario original, el Pueblo. Obviamente éste era representado por la elite del mismo; estamos hablando, en el caso americano, del cabildo abierto de cada localidad. Por lo tanto, no es de extrañar que la elite gobernante a nivel municipal y provincial en los diferentes reinos que componían el suelo peninsular español se hicieran cargo del mismo. Hasta aquí, todo claro. Pero ¿y los americanos? ¿Acaso no eran ellos también miembros integrantes de la Monarquía? ¿O eran simplemente colonos? Esta discusión fue motivo de grandes e interesantísimos agravios que tuvieron su máxima repercusión en las Cortes de Cádiz de 1812.
Lo lógico es que los españoles americanos, antes la escasez y confusión de las noticias llegadas desde los reinos de España, se aglutinaran en juntas de gobierno –al igual que la Central o Suprema de Sevilla- sólo en aquellos casos en los que la representatividad real –léase por tal a la figura del virrey y del capitán general- fuese expresamente reo de lesa traición. Mientras no se diese este caso, debería de respetarse al virrey o capitán general a la espera del regreso del Soberano. Como todos sabemos, las dudas respecto de la fidelidad al Rey por parte de sus representantes, unida a la oportunidad de muchos independentistas en la sombra a la espera de una ocasión como la presente para dar un golpe de timón definitivo a sus ideales separatistas, fue ocasión de grandes enfrentamientos políticos, militares, sociales, económicos y hasta religiosos en los virreinatos americanos. De hecho, la centralización de las juntas provinciales españolas en la Junta Central Suprema de España e Indias, bajo la dirección del conde de Floridablanca, provocó una reacción de enfado de los súbditos americanos al verse excluidos de ella que, al parecer, sólo eran útiles en el apoyo económico de la que tan necesitada estaba España. Viendo la reacción que suscitó en América tal cuestión se decidió, el 22 de enero de 1809, que los diferentes virreinatos de ultramar enviaran representantes, puesto que todos los pueblos de la Monarquía tenían el mismo peso en la tarea de gobernar los destinos de la misma, en un momento tan crítico como era el de la época. Sin embargo, los representantes americanos eran ridículamente inferiores en número y en proporción respecto de los peninsulares, ya que –tal y como veremos- las juntas americanas se vieron cercenadas por la autoridad de virreyes y capitanes generales. Éste hecho, unido a la creciente necesidad de crear una Regencia que sustituyera a la Junta Suprema creó una contradicción más en los espíritus americanos, sin olvidar la confusión que se dio en la comunicación con las autoridades legítimas que pervivían en Indias, como fueron las instituciones de virreinatos, capitanías generales, intendencias y audiencias que no habían sido eliminadas por ejército extranjero alguno. Como se vio, un desconcierto sobre otro, no condujo a nada bueno en los territorios ultramarinos de la Corona. Por esta misma razón En medio de tan deshecha borrasca que por todas partes circunda a este Virreinato (el Perú y por extensión toda América del Sur), se mantiene en una total tranquilidad y yo (…) no solo pienso mantenerlo en ella sino en reducir a la razón con la política ayudada de la fuerza la parte que sea posible en las vecindades.[13]
Existió una conciencia común del riesgo en que vivían y una unidad en los propósitos, al considerar las autoridades que lo que se debía hacer era legitimar el poder de los virreyes y capitanes generales por medio de la constitución de juntas –compuestas por la elite de la sociedad como eran los cabildantes y oidores- que regularían el poder virreinal y converger, entre todos ellos, para la convocatoria de unas Cortes americanas y en la creación de una Regencia. Los hechos, sin embargo, fueron más rápidos que las intenciones. Frente a los partidarios de una profunda reforma del sistema político, se agruparon los partidarios de unificar todos los esfuerzos en la Guerra de la Independencia frente al invasor francés y dejar, para más tarde, las posibles reformas políticas, económicas y sociales que introdujo la futura Constitución.
Nació así la Guerra Civil Hispanoamericana, con los resultados que son por todos bien conocidos pero cuyo desarrollo y desenlace no fue tan lineal ni tan esperado como generalmente se cree. Como si estubiesen de acuerdo se rebolucionaron aun tiempo el reyno de Quito, y la provincia de la Paz, aquel del virreynato de S.ta Fé, y este del de Buenos Ayres ambos limítrofes al de su mando. En el momento dispuso egércitos que pasaron á sosegarlos, el primero á las ord.s del gobernador de Cuenca D. Melchor Aymerich, y el segundo á las del brigadier D. José Manuel de Goyeneche, logrando ambos el efecto deseado en fuerzas de la observancia de sus instrucciones, y el ultimo en virtud de las mismas apaciguar tambien los escandalosos distúrbios de la audiencia de Charcas. Pasado poco tiempo se declaró la insurreccion que con motivo de la franqueza del comercio con los extranjeros, y algunos vecinos discolos de Buenos Ayres, se estaba fraguando desde que el egercito ingles pisó aquel fue lo descubriendose la ciudad y todo el virreynato consecutivam.te por el pronto con máscara de fidelidad al Rey, y en seguida por enemigos suyos.[14]Destacaremos, de entre los frentes hispanoamericanos de Suramérica que se alzaron en armas contra el poder real constituido y a los que tuvo que hacer frente el virrey Abascal, a la Banda Oriental, cuya suerte histórica estuvo muy unida a la de Buenos Aires.


Un precedente: el socorro a Buenos Aires y Montevideo


No hay que olvidar que, muy pronto, aprovechando los británicos su superioridad marítima tras la batalla de Trafalgar de 21 de octubre de 1805, atacaron la capital del Plata en dos grandes oleadas. La primera, con 2.000 hombres al mando del vizconde de Beresford general William Carr, se produjo entre el 26 de junio y el 12 de agosto de 1806 y fue rechazado por la defensa popular a pesar de la huída al interior del virrey marqués de Sobremonte,[15] cuyo resultado produjo el aprisionamiento del jefe británico y 1.300 de sus soldados[16] pero que les dejó aún con fuerzas para un nuevo intento.[17] Veamos de todos modos el relato que de la caída y reconquista de la capital del Virreinato -gracias a la organización de las milicias- así como de la pérdida de la capital de la Banda Oriental hizo el comandante del cuerpo urbano de Patricios y futuro presidente de la junta de Buenos Aires, general Cornelio Saavedra:
Llegó el año de 1806 en que esta ciudad fue sorprendida por las armas británicas al mando del General Guillermo Carr Beresford. Pasado el primer espanto que causó tan inopinada irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron sacudirse del nuevo yugo que sufrían. Convinóse con la ciudad y gobierno del puerto de Montevideo un pequeño auxilio de tropa que debía venir, y efectivamente vino, en número de novecientos hombres (…) al mando del capitán de navío don Santiago de Liniers y Bremond, que había ido a solicitarla. Desembarcado este jefe en los Olivos, fijó su cuartel general en el pueblo de San Isidro, en donde se incorporaron considerables fuerzas de las que estaban con la mayor reserva preparadas en Buenos Aires por varios que se pusieron a la cabeza de ellas; finalmente a los cuarenta y cinco días de la ocupación de Beresford, fue invadida esta ciudad por el general Liniers (…) y forzado Beresford después de muy honrada resistencia a entregarse con todo su ejército y quedar prisionero de nuestras armas el 12 de agosto del mismo año de 1806. A pocos días de esta gloriosa reconquista, principiaron a llegar nuevas tropas de infantería para sostener la ocupación de Beresford y adelantar su dominación en estas partes de América. Mas sabiendo la rendición de aquel general y todo su ejército, se apoderaron del puerto de Maldonado y fijaron en él su cuartel general, hasta que reunidas en número de seis mil marcharon a sitiar la plaza de Montevideo bajo las órdenes del general sir Samuel Auchmuty. El jefe de la escuadra, don Pascual Ruiz Huidobro, era gobernador y comandante de Marina de aquella plaza, quien después de una muy honrosa resistencia tuvo que rendirla la noche del 3 de febrero de 1807, en que fue asaltada, quedando prisionero de guerra con toda la poca tropa de línea que la defendía y fue transportado con toda ella a Inglaterra (…). El general Liniers, desde el día de la Reconquista, mandaba lo militar de esta plaza (...) viéndose sin tropas y sin esperanza de que la corte de Madrid se las enviase, pues se había contestado que "se defendiese como pudiese", erigió diferentes cuerpos de milicianos urbanos distinguidos por las respectivas provincias a que correspondía: gallegos, montañeses, vizcaínos, catalanes, andaluces, arribeños y patricios, formaron otros tantos cuerpos militares y tomaron gustosos las armas para su defensa. Ellos mismos, según se les había prometido, nombraron y eligieron sus jefes. Entre los patricios reunidos en la Casa del Consulado el 6 de setiembre de dicho año 1806, me proclamaron por su primer jefe y comandante y por segundo al finado don Esteban Romero. Este fue el origen de mi carrera militar.[18]
Sin embargo, durante la segunda oleada los británicos, que llegaron a tomar Montevideo tras un corto asedio comenzado el 17 de enero y acabado tras el definitivo ataque nocturno del 3 de febrero de 1807, no pudieron con Buenos Aires que, esta vez, no sólo se les volvió a resistir sino que se convirtió, definitivamente, en osario británico gracias al jefe de escuadra Santiago de Liniers[19] (nombrado por aclamación popular virrey del Río de la Plata por su resolución y valor en el primer asedio) y al brigadier de la Real Armada y gobernador de Córdoba, Juan Gutiérrez de la Concha. Los anglosajones, con 10.000 hombres bajo el mando del general Wizeloch, se rindieron a los rioplatenses el 6 de julio de 1807, cuando apenas llevaban una semana de asedio, devolviendo también la plaza de Montevideo[20] que fue recuperada, según palabras del propio Liniers, gracias (…) todo es devido a la Energia de los abitantes de Buenos Ayres. Deviendo hacer la justicia a estos incomparables Patricios (…).[21] Sin embargo, con el tiempo, todos los desvelos de estos años por los bonaerenses no le sirvieron al Brigadier para salvar su vida.
Acabados los combates, el virrey Abascal decidió ordenar la situación política producida tras la contienda enviando al marqués de Avilés como virrey en funciones a lo que se opusieron a ello el cabildo y audiencia bonaerenses que sólo aceptaron a Liniers como virrey de Río de la Plata. En todo este tiempo, José Fernando de Abascal, se vio impotente de acudir en su ayuda directa para no romper con la palabra empeñada de luchar contra la corona británica;[22] pena [23] que aún le duraría dos años y medio más[24] a pesar de lo cambiante que estuvieron las alianzas en los próximos tiempos. Aunque no envió tropas sí que ayudó a los rioplatenses (primero en su lucha contra Inglaterra y después para acabar con la insurrección contra el Rey) con material de guerra. Auxilió al general Elío (gobernador del lugar entre 1807-1810) a liberar la plaza de Montevideo por medio de 1.000 quintales de pólvora, junto a su munición, en dos ocasiones, además de 500.000 pesos y una fragata cargada con trigo enviada por la ruta del cabo de Hornos.
Apoyó a su vez al brigadier Gaspar de Vigodet (gobernador de dicha plaza desde octubre de 1810 hasta su pérdida a manos de los insurgentes el 23 de mayo de 1814) y a los capitanes de navío a su mando José María de Salazar y Luis de la Sierra, dilatando de este modo la rendición de dicha plaza, enviando 3.000 quintales de pólvora, 200 quintales de proyectiles, 200.000 cartuchos y 3.000 espadas por la vía chilena, además de un apoyo financiero de 600.000 pesos, gracias a las tesorerías de Arequipa y Puno, por la ruta del Cuzco. Y, finalmente en estos primeros tiempos, asistió al reino de Chile con 6 cañones de campaña y 500 quintales de pólvora. No en vano, a la vista de los hechos, el propio Abascal escribió años más tarde: Si el Parque de Artillería y lo concerniente a él se hubiera mantenido en el estado á que mi antecesor quiso reducirlo ¿quál hubiera sido la suerte de estas Provincias y aun de toda la America del Sur?[25] Veremos ahora cómo lo hizo.
A pesar de que el propio Liniers informó a Abascal[26] de que los ingleses no atacarían las costas peruanas, como así fue, por varias razones (el hecho de haber tomado la palabra a dos tercios de la oficialidad prisionera en Río de la Plata de no luchar contra S. M. Católica, la propia derrota frente a Montevideo y Buenos Aires, así como la necesidad de concentrar sus tropas en Europa tras la última derrota rusa en Preussisch-Eylau ante Napoleón el 9 de febrero de ese mismo año), la dilatada experiencia del asturiano le ayudó, tras las reflexiones que hizo tiempo atrás sobre el lugar y la época en la que debía de ejercer como virrey del Perú, el ver como en su mente cuajaba la (…), ratificacion del concepto que tenía formado acerca de que la America debería ser el teatro de la Guerra, y no obstante(…), me dediqué á examinar sin demora los puntos fortificados y fortificables de esta Plaza, de la del Callao, alrededores de ambas y costas laterales.[27] Es decir, algo le decía que la guerra no se iba a librar sólo en el viejo continente sino en las costas americanas. Para lograr prevenir todo aquello, y mucho más, el virrey Abascal comenzó con la reconstrucción de la fábrica de pólvora a la vez que amplió y reorganizó el cuartel de Artillería, remodeló el recinto amurallado de la capital y de la plaza de El Callao y reorganizó y adiestró a las fuerzas militares del Ejército y la Armada.


Montevideo, la última esperanza realista en el estuario del Plata


La constitución definitiva del Uruguay como república independiente se remonta a los comienzos de la emancipación de los territorios de Río de la Plata, con las acciones de Artigas y las reacciones consiguientes por parte española, porteña y lusa con el fin de controlar la Banda Oriental en el estuario del Plata.
Belgrano, jefe de las fuerzas norteñas rioplatenses, regresó de la intendencia paraguaya y se trasladó a la Banda Oriental para sumarse a las fuerzas enviadas desde Buenos Aires que, al mando de José Rondeau, se enfrentaban al gobierno virreinal del último virrey del Río de la Plata, Francisco Javier de Elío.
El 10 de abril de 1811, Belgrano designó a José Artigas, segundo jefe del ejército auxiliar del norte. Sin embargo, el 22 de abril, la junta grande reemplazó a Belgrano por José Rondeau en el mando del ejército de la Banda Oriental, desplazando a Artigas al cargo de jefe de las milicias patriotas orientales. Belgrano fue suspendido de empleo y sueldo, para ser sometido a juicio por sus derrotas militares en la campaña del Paraguay; finalizado el proceso fue rehabilitado.
Cabe destacar que, el 18 de mayo de ese mismo año, el insurgente capitán de blandengues José Gervasio de Artigas, encabezó el primer movimiento independentista serio y al frente de un pequeño ejército logró vencer a los realistas en Las Piedras. Éstos, sin embargo, se hicieron fuertes en la plaza de Montevideo al mando de Elío. Pero cuando se preparaba para tomar por asalto la ciudad, se hizo cargo Rondeau del mando de las fuerzas rebeldes. Por otro lado, Artigas, ayudado por las provincias rioplatenses de Corrientes, Entre Ríos, Córdoba, Misiones y Santa Fe, logró mantener a la Banda Oriental independiente por un tiempo.
En octubre de ese año, el primer triunvirato porteño acordó con el virrey Elío, levantar el sitio de Montevideo. Las negociaciones incluían la retirada del ejército portugués de la Banda Oriental, pero los lusos no cumplieron el trato. En cambio, las autoridades de Buenos Aires retiraron su ejército y Artigas, reconocido ahora por sus correligionarios como general en jefe de los ejércitos orientales, al levantarse el sitio que pesaba sobre el gobierno virreinal de Montevideo, se replegó al norte (campamento de Ayuí) con 300 hombres y 1.600 personas del pueblo de la Campana.
El gobierno rebelde bonaerense, negoció con los portugueses la vuelta a casa de sus tropas, que estaban en la Banda Oriental desde julio de 1811, con el propósito de aislar la resistencia realista de Montevideo. Mientras tanto en España, a finales de 1813, la coalición anglo española reconquistó el territorio peninsular de manos francesas y recuperó el trono para Fernando VII. En esas circunstancias, las tropas españolas, reforzaron la Plaza de Montevideo y demoraron su rendición. En 1814 era anunciada la expedición peninsular del teniente general Pablo Morillo y ante el temor de que desembarcara en el Río de la Plata, los insurgentes consideraron prioritario quitarle Montevideo, como posible base militar desde donde podía atacar a Buenos Aires.[28]
Con el objetivo de enfrentarse a los peninsulares en la Banda Oriental, el director porteño Posadas dispuso la organización de una flota a las órdenes del marino irlandés Guillermo Brown, capitán de un buque mercante que había encallado en Ensenada.
Tal y como decíamos, Brown, que hasta ese momento realizaba con una goleta un servicio regular entre Buenos Aires y Colonia, derrotó a los realistas en el combate de Martín García y bloqueó Montevideo, donde los españoles contaban con 14 buques de guerra y 13 mercantes armados. El 20 de junio de 1814, el jefe de la guarnición española, Gaspar de Vigodet capituló y, el general de los rioplatenses, Carlos M. ª de Alvear, tomó posesión de Montevideo en nombre del directorio tres días después.
Recapitulando los hechos acaecidos por tierra y partiendo de la capital del Plata, se intentaron negociaciones con las autoridades españolas, por lo cual el 20 de enero de 1814 Artigas abandonó el sitio de Montevideo.
En respuesta a esta actitud, el director supremo de los insurgentes del Plata, Gervasio Antonio de Posadas, lo declaró “reo de traición a la patria”. Sin embargo, este último, envió a aquel una delegación para negociar. Dichos emisarios se comprometieron a respetar la autonomía –que no independencia- de la Banda Oriental junto con las localidades de Entre Ríos, así como la restitución legal de Artigas. Sin embargo, Posadas lo rechazó y reanudó la guerra contra los españoles, logrando entrar en Montevideo el 23 de junio de 1814, terminando la dominación virreinal en el Río de la Plata con la rendición de la capital oriental, de este modo, se perdió la última esperanza realista en el estuario del Plata. Alvear les quitó a los realistas una base de operaciones con 6.390 hombres (de ellos 390 jefes y el resto, tropa), 99 embarcaciones, 500 piezas artilleras y 9.000 fusiles. El 9 de julio de ese año, Posadas nombró Gobernador Intendente de la Provincia Oriental al presidente del consejo de estado del directorio, Nicolás Rodríguez Peña. Este rioplatense, había participado como miembro de las milicias contra las invasiones británicas de 1806-1807, además de la revolución de mayo. Fue secretario de Castelli, al que acompañó en la batalla alto peruana de Suipacha el 7 de noviembre de 1810. Llegó a ocupar el lugar de Moreno en la primera junta y en 1812 formó parte del segundo triunvirato. Con los años se autoexilió a Chile, donde permaneció hasta el día de su muerte.
Ante los hechos consumados de la conquista de Montevideo por las tropas rioplatenses de Alvear, el renegado Artigas se vio en la necesidad de buscar la salvación en el jefe de las tropas rioplatenses, Carlos María de Alvear, al proponerse como comandante general de la campaña dependiente en todo de Buenos Aires. Dicha intención fue desterrada por los porteños, lo que llevó nuevamente al enfrentamiento en la batalla y victoria charrúa de Guayabos, con la consiguiente consagración de la independencia definitiva frente a los rioplatenses en el Congreso de la Concepción de Uruguay el 29 de junio de 1815.
De todos modos, para la nueva república del Uruguay, el peligro no residía ni en los españoles peninsulares ni en los rioplatenses argentinos, sino en el enemigo más tradicional para los orientales: las ambiciones lusas desde Brasil. Encabezadas estas por rey exiliado Juan VI de Portugal desde su corte de Río de Janeiro, los portugueses que invadieron nuevamente el territorio en 1816 y tomaron Montevideo el 20 de enero de 1817, pasando a formar parte del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarves bajo la denominación de Reino Cisplatino.
La reacción internacional no se dejo esperar y las potencias europeas del momento, con España a la cabeza, aconsejaron a Portugal a retirarse del país recién conquistado. Haciendo caso omiso de tales amenazas, los españoles se prepararon con la fallida expedición que reventó el pronunciamiento de Riego y Quiroga en Cabezas de San Juan, España, en 1820. Sin embargo, las cosas tampoco fueron bien para el monarca luso. Una revuelta en la Península al año siguiente, le obligó dejar América definitivamente y regresar a Europa, dejando la posibilidad de que la Banda Oriental permaneciese con Portugal, las Provincias de Río de la Plata o fuera independiente en el Congreso Cisplatino de julio de 1821. Tras la aceptación pro lusa, el Brasil se independizó de su metrópoli lo que provocó otro sismo entre las fuerzas político-sociales uruguayas que no se aclararon hasta la derrota de los americanos peninsulares en la definitiva batalla de Ayacucho de 1824, el canto del cisne de la presencia española en las Indias Occidentales, la nueva América. A partir de aquí, la acción de los 33 orientales al mando del general Juan Antonio de Lavalleja y guiados por su enseña nacional actual, lograron constituir en junio de 1825 un gobierno provisional en La Florida, declarando oficialmente la independencia del 25 de agosto. Las teóricas dependencias de rioplatenses o las más peligrosas respecto de los brasileños fueron despejándose gracias a la interesada influencia británica. Firmada la Convención preliminar de Paz entre las partes, argentinos y brasileños aceptaron la creación de la nueva república independiente de la Provincia Cisalpina el 27 de agosto de 1828, que se regulará con una carta magna dos años después.


Conclusiones


La ciudad de Montevideo y con ella toda la Banda Oriental era una de las puertas, junto con Buenos Aires, del importantísimo centro estratégico del río de la Plata, desembocadura del precioso metal alto peruano y de las mercaderías porteñas que iban a parar no sólo a Cádiz sino al contrabando británico. En tiempos de la Emancipación, Buenos Aires ya se declaró “de facto” y “de iure” independiente desde un primer momento, no así Montevideo. La única autoridad efectiva en todo el sub continente suramericano fue el virrey del Perú José Fernando de Abascal. Este logró crear el gran Perú anterior a las reformas borbónicas que abarcaba dicho sub continente, a excepción del estuario del Plata. Ayudó a los porteños en el ataque británico al igual que a Montevideo con material militar. Caída Buenos Aires en manos insurgentes, la única esperanza realista fue Montevideo. Abascal logró apoyarlo mediante su política defensiva aunque lejana a la espera de la expedición española de Morillo. El fracaso de ésta, unido a los ataques porteños y portugueses hizo que ese sueño se desvaneciera para siempre.



[1] El Virrey Abascal opina sobre diversos asuntos de política internacional con su “estimadisimo Pays.o Amigo, y Dueño” Gaspar Melchor de Jovellanos. Lima, 14 de marzo de 1810 (Archivo General de Indias , Diversos, Legajo n. ° 1, Año 1810, Ramo 2/208-1).

[2] A pesar de su extensión me parece acertada la aportación de Guillermo CÉSPEDES DEL CASTILLO en su obra La independencia de Iberoamérica: la lucha por la libertad de los pueblos; Madrid, Anaya, 1988, Págs. 54/58 que condensa en dos párrafos el significado de la acción de mando de Abascal: “Lo cierto es que, a partir de 1809, ningún virrey ni capitán general pretendió gobernar como si nada hubiese ocurrido: todos sabían que, les era indispensable dialogar con las oligarquías sociales y económicas de sus provincias, así como organizar coaliciones políticas tan sólidas y estables como se pudieran conseguir; aquellos que lograron establecerlas, se mantuvieron, siendo depuestos los que fracasaron en el empeño.
Uno u otro resultado se debió, mucho más que al talento o habilidad política de cada gobernante, a las circunstancias locales, tanto favorables como adversas, que a cada uno le tocó enfrentar. Los virreinatos más antiguos, con reconocido prestigio y casi tres siglos de tradición administrativa, en donde sus titulares habían ejercido el poder político como mediadores entre las órdenes del monarca y los intereses de oligarquías criollas, ofrecieron a los virreyes posibilidades de consolidar su autoridad (…).
En el Perú, durante estos años, la paz no se alteró la más mínimo. Defendido por su distancia de Europa, no corrió peligro alguno de invasión extranjera. Por otra parte, se hallaba muy vivo el recuerdo de la sangrienta rebelión de Túpac Amaru en 1780; el peligro de una guerra de razas, presente siempre en una sociedad donde indios y castas de mezcla se hallaban en abrumadora mayoría dentro de la población total, volvió a cernirse sobre la región del Cuzco en 1814, con la rebelión de Mateo Pumacahua. Los españoles, en consecuencia, no podían permitirse el lujo de enfrentamiento entre ellos mismos, ni de organizar juntas y correr con ello el riesgo de desestabilizar los siempre difíciles equilibrios de una sociedad plurirracial. Muy sensatamente, pues, criollos y peninsulares se unieron en una coalición trasnacional, presidida por el habilísimo virrey José Fernando de Abascal y Sousa como jefe, árbitro y moderador, en la que los criollos vieron acrecida, de manera satisfactoria, su participación en el poder político. Fue así como no sólo se mantuvo el orden, sino que se restableció, mediante tropas peruanas, en zonas vecinas al virreinato donde aparecieron los primeros Juntas: La Paz, Chuquisaca y Quito en 1809, Santiago de Chile en 1813-1814; por añadidura, sería ocupado todo el Alto Perú y defendido contra las expediciones militares que hacia él dirigían, (…) la Junta de Buenos Aires”.

[3] Durante el cabildo abierto porteño de 1810, teóricamente tenían derecho a participar en él alrededor de 11.000 súbditos, de los cuales fueron invitadas por el Virrey tan sólo 450, acudiendo en la práctica –tras las cuitas de los revolucionarios- tan sólo 251. De entre estos últimos cabría clasificarlos –según su dedicación y empleo- en 70 funcionarios y eclesiásticos, 59 comerciantes, otro tanto de militares, 25 profesionales liberales y 21 de condición “burguesa”. Contrastar en COMELLAS, José Luis, “De las Revoluciones al Liberalismo”, Historia Universal, tomo X, Pamplona, EUNSA, 1985, Pág. 303.

[4] PUEYRREDON, Carlos A., 1810. La Revolución de Mayo según amplia documentación de la época, Buenos Aires, Pauser, 1953, Pág. 583.

[5] Extraído de la entonces inédita obra de Fernando DÍAZ VENTEO titulada Las campañas militares del Virrey Abascal, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1948, Pág. 12.

[6] Idea defendida tanto por Luis NAVARRO GARCÍA en su artículo “El orden tradicional y la Revolución de la Independencia en Iberoamérica”, en I. Buisson (et alii)., Problemas de la formación del Estado y de la Nación en Hispanoamérica, Colonia, Böhlau, 1984, Págs. 147/149, como por José Agustín de la PUENTE CANDAMO en el suyo titulado “Un esquema de la temática “fidelista”, en Boletín del Instituto de la Riva-Agüero; n.° 8, 1969/71, Pág. 613. Por otro lado María RIVARA DE TUESTA en Los ideólogos de la emancipación peruana, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, Pág. 86, habla acerca de la actitud criolla frente a la Independencia considerando que “(...) son los que básicamente han detenido y frenado los ímpetus revolucionarios de los mestizos, mulatos, otras mezclas, e indios” dando una razón como es la de “porque consideraban una falta de honor su infidelidad al monarca.” Curiosamente –muchos- fueron los que a raíz de la emancipación americana traicionaron ese honor a la que hace referencia esta autora. Para comprobante, nada mejor que leer las rúbricas del acta de independencia del Perú de 1821.

[7] GUERRA, François-Xavier, en su obra Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, MAPFRE, 1992, Pág. 102.

[8] “La elite peruana no aceptó, al igual que otras americanas, la “intromisión” administrativa, política y sobre todo económica peninsular en el mundo indiano, porque de este modo se dañaban las prerrogativas que a lo largo de trescientos años se habían ido entretejiendo en el Nuevo Mundo a su favor, lejos de las directrices emanadas de la Península.” (Alfredo BARNECHEA, La República Embrujada. Un caso en la pobreza de las naciones, Lima, Aguilar, 1995, Pág. 170).

[9] Idea defendida por los historiadores Vicente VÁZQUEZ DE PRADA e Ignacio OLÁBARRI en “Balance de la Historiografía sobre Iberoamérica (1945-1988)”, Actas de las IV Conversaciones Internacionales de Historia, Pamplona, EUNSA, 1989, Pág. 545.

[10] Léase en la obra de Francois-Xavier GUERRA titulada Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, MAPFRE, 1992, Págs. 127-128.

[11] El Virrey Abascal opina sobre diversos asuntos de política internacional con su “estimadisimo Pays.o Amigo, y Dueño” Gaspar Melchor de Jovellanos. Lima, 14 de marzo de 1810 (Archivo General de Indias, , Diversos, Legajo n. ° 1, Año 1810, Ramo 2/208-1).

[12] Ibídem.

[13] LOHMANN VILLENA, Guillermo, “Documentación Oficial Española”, en AA. VV., Colección documental de la Independencia del Perú, t.22, Vol. 2, Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, Pág. 210.

[14] Archivo General Militar, Sección 1. ª, Legajo A-59, 9 folios, Capitán General, marqués de la Concordia, Madrid, 24 de mayo de 1817.

[15] El gobernador de la plaza de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, cayó prisionero y fue remitido a la Gran Bretaña. Sin embargo, se le nombró virrey interino de Río de la Plata en sustitución del marqués de Sobremonte por R. O. de 24 de febrero de 1807 y, en caso de ausencia o muerte de éste, ser sustituido por el militar más veterano. En este caso, el recién ascendido a Brigadier de la Real Armada, Santiago de Liniers y Bremond.

[16]Fechado en Buenos Aires el 14 de agosto de 1806, el jefe de escuadra Santiago de Liniers, anuncia al virrey Abascal de la derrota británica y le avisa sobre la posibilidad de emplear al general inglés, preso, como futura moneda de cambo. Acerca de este asunto, el todavía oficialmente virrey de Río de la Plata marqués de Sobremonte, da su parecer contrario a Liniers en un documento firmado en Montevideo el 3 de diciembre del mismo año, por el que rechaza la posibilidad de cambio del general Beresford por estar el puerto de Maldonado aún en poder de los ingleses. Confróntese en Archivo General de Indias, Diversos, Legajo n. º 1, 1806, Ramo 2/40 y 2/43-4.

[17] Verificar en la obra de RAMOS PÉREZ, Demetrio, “La emancipación. Siglo XIX”, en MORETÓN ABON, Carlos y SANZ APARICIO, Ángela M. ª, Gran Historia Universal, Vol.31, Madrid, Nájera, 1986, Pág. 153.

[18] SAAVEDRA Cornelio, Memoria autógrafa. Buenos Aires, Emecé, 1944. Pág. 11.

[19] El marino Liniers da cuenta de la situación de Buenos Aires y pide más pólvora al virrey Abascal. (Archivo General de Indias –Sevilla, España-, Diversos, Legajo n. º 1, Año 1807, Ramo 1/54/5).

[20] Confróntese en Archivo General de Indias (Sevilla, España), Diversos, Legajo n. º 1, Año 1807, Ramo 1/54-7.

[21] Archivo General de Indias (Sevilla, España), Diversos, Legajo n. º 1, Año 1807, Ramo 1/54-6.

[22] Confróntese en Archivo General de Indias (Sevilla, España), Diversos, Año 1805, Ramo 1/25-2, Anexo 2 el “Papel en que empeña su palabra de honor”.

[23] El general inglés, Whitlocke, en un escrito firmado en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1807 y dirigido a Liniers, levanta el juramento a Abascal de no luchar contra S. M. Británica con estas palabras: “(…) en consideracion al generosisimo trato que nuestros Prisioneros han resivido de V.E. no tengo la menor dificultad en hacer qe cese la palabra del Virrey, considerandose enteramente libre, (…)” (Archivo General de Indias –Sevilla, España-, Diversos, Año 1807, Ramo 1/52-4).

[24] El levantamiento de su palabra se dará en Madrid un 27 de enero de 1808 (Servicio Histórico Militar –Madrid, España-, 4° Sección –Ultramar-, Caja MG-125, Subcarpeta S-A n. º 19).

[25] RODRIGUEZ CASADO, Vicente y CALDERON QUIJANO, Antonio, Memoria del gobierno del Virrey José Fernando de Abascal y Sousa (1808-1816), Vol. 1, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1944, Pág. 357.

[26] Confróntese en Archivo General de Indias (Sevilla, España), Diversos, Legajo n. º 1, Año 1807, Ramo 1/56-8.

[27] RODRIGUEZ CASADO, Vicente y CALDERON QUIJANO, Antonio, Memoria del gobierno del Virrey José Fernando de Abascal y Sousa (1808-1816), Vol. 1, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1944, Pág. 336.

[28] “De igual manera, difundieron todas las noticias posibles referentes a la futura intervención de la Santa Alianza, en ayuda del gobierno realista en América, para sofocar las insurrecciones revolucionarias (…) Anunciaron las listas biográficas de los líderes insurgentes capturados y ejecutados en las campañas de Nueva Granada y el Alto Perú, tanto para demostrar el descabezamiento de la revolución y la fuerza de los realistas como para desmoralizar al bando contrario. En otras ocasiones, utilizaron el humor y la sátira para ridiculizarlos, burlándose de sus jefes y símbolos.” (LÓPEZ TALAVERA, María del Mar, “La prensa realista en la independencia peruana (1808-1826)”, Aportes; Año nº 14, n. º 40, 1999, Págs. 45/46).