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Tema: Hay “otro” bicentenario

  1. #1
    Avatar de Hyeronimus
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    Hay “otro” bicentenario

    Hay “otro” bicentenario



    En la Argentina ya desde el año pasado se viene hablando hasta el hartazgo del Bicentenario y es esperable que sigamos en ello, al menos hasta el 2016. En Bolivia comenzaron un año antes (bicentenario de la revolución de Chuquisaca) y en Perú sigan hasta el 2024 (bicentenario de la batalla de Ayacucho). En América Central y el Caribe, es posible que los festejos se extiendan por un siglo.
    ¿Qué es lo que estamos festejando desde instancias oficiales? ¿Qué es lo que sabemos de lo ocurrido hace dos siglos en América?
    ¿Sabemos que en los ejércitos “independentistas” y “realistas” hubo casi la misma proporción de criollos y europeos? ¿o, mejor aún, que si incluimos a indios, negros, mestizos, pardos, mulatos, etc., la proporción fue mayor entre las tropas de quienes pelearon por Dios, la Patria y el Rey?
    ¿Qué “causa” fue más popular? ¿Qué papel jugaron las potencias europeas en todo esto?
    ¿Sabemos qué hacía la flota británica en el Río de la Plata durante los sucesos de mayo de 1810? ¿Sabemos que a Liniers y sus compañeros contrarrevolucionarios los fusilaron mercenarios ingleses? ¿Por qué San Martín, Zapiola, Alvear y otros oficiales europeos vinieron a Buenos Aires en un buque británico? ¿Por qué en las batallas de San Martín siempre hubo “observadores” ingleses?
    ¿Sabemos que Miranda vino justamente desde Gran Bretaña a “liberar” Venezuela? ¿Por qué Bolívar se refugió en Jamaica, una colonia británica? ¿A qué potencia europea quiso Bolívar regalar América Central a cambio de ayuda militar? ¿Por qué no se nos cuenta que Bolívar ordenó el primer genocidio de la historia contemporánea con las poblaciones indígenas y criollas de la región de Pasto?
    ¿Por qué “casualmente” los caudillos y las guerrillas realistas son para la “historia oficial” forajidos, bandoleros, cuatreros, ladrones, asesinos y un larguísimo etcétera de insultos? ¿Qué objetividad hay en ello?
    ¿Sabemos que la revolución en México fue liderada por sacerdotes apóstatas, sanguinarios e idólatras? ¿Por qué no se nos cuenta del asesinato sistemático de españoles europeos en la Nueva España con el fin, nunca logrado, de obtener el apoyo de la población indígena que, hasta la traición de Iturbide, fue siempre “realista”? ¿Sabíamos que gracias a la “independencia”, México perdió las dos terceras partes de su territorio a manos de los norteamericanos y tuvo que soportar casi un siglo de guerra civil intermitente?
    Hay “otro” bicentenario y es bueno que nos preguntemos acerca de él. El objetivo de esta bitácora estará cumplido si, al menos, los hispanoamericanos nos cuestionamos la historia oficial y, entonces, reconozcamos nuestro pasado común —300 años de Imperio— y, así, avizoremos nuestras posibilidades futuras.
    El 26 de agosto de 1810 fueron fusilados (“arcabuceados”) don Santiago de Liniers y Brémond, héroe de la reconquista y defensa de Buenos Aires y ex virrey del Río de la Plata, don Juan Gutiérrez de la Concha, también héroe de las invasiones inglesas y gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, el asesor Victorino Rodríguez, el jefe de milicias coronel don Santiago Alejo de Allende y el oficial real Joaquín Moreno. El obispo de Córdoba, don Antonio Rodríguez de Orellana, y su secretario, fray Pedro de Alcántara Giménez, se salvaron del terrible fin de los otros, pero fueron maltratados y desterrados.
    Concha había dicho proféticamente en una reunión previa: “Mi resolución es derramar hasta la última gota de mi sangre por defender al rey don Fernando VII, los derechos de la nación y la autoridad que está a mi cargo.” Por su parte, Liniers dejó claro a su suegro en una carta: “¿Cómo siendo yo general, un oficial quien en treinta y seis años he acreditado mi fidelidad y amor al Soberano, quisiera Usted que en el último tercio de mi vida me cubriese de ignominia quedando indiferente en una causa que es la de mi Rey; que por esta infidencia dejase a mis hijos un nombre, hasta el presente intachable, con nota de traidor?
    Los restos mortales de los legitimistas asesinados fueron conducidos en secreto hasta Cruz Alta y sepultados en una zanja. Cuando los soldados se habían ido, el teniente cura de la iglesia de la localidad mandó desenterrarlos y darles sepultura más digna, agregando una cruz en su cabecera con el anagrama LRCMA, para que sus familias pudiesen algún día recoger a los cadáveres.
    A los pocos días, apareció en un árbol de Cruz Alta una inscripción con letras grandes que decía CLAMOR, formadas con las iniciales de los apellidos de los ilustres reos: Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana (que no fue ejecutado) y Rodríguez.
    Dice el diccionario,

    clamor.
    (Del lat. clamor, -ōris).
    1. m. Grito o voz que se profiere con vigor y esfuerzo.
    2. m. Grito vehemente de una multitud. U. t. en sent. fig.
    3. m. Voz lastimosa que indica aflicción o pasión de ánimo.
    4. m. Toque de campanas por los difuntos.
    5. m. Hues. Barranco o arroyo formado por la lluvia violenta.
    6. m. ant. Voz o fama pública.
    Desde aquí expresamos el CLAMOR de todos aquéllos que murieron defendiendo la religión católica, la patria y el rey legítimo, y que hoy yacen olvidados.


    C. L. A. M. O. R.: Hay “otro” bicentenario

  2. #2
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Bicentenario, Revolución y Tradición




    Hemos leído la nota intitulada “Bicentenario y Tradicionalismo”, que publica el bloc de notas Crítica Revisionista (8/III/2012), autoría del profesor Dr. Fernando Romero Moreno, y publicada originalmente en la revista “Ahora Información” (nº 105, VII-VIII/2010), con el título “Bicentenario de Mayo: explicación desde el otro lado del Océano”. Ya dicho artículo fue contestado de forma magistral en la misma revista por el profesor Dr. José Fermín Garralda Arizcun, bajo el título “Buenos Aires y la Revolución de 1810: Tradición o Revolución”,que puede leerse aquí, sin embargo nos gustaría hacer constar algunos comentarios propios glosando el texto del Dr. Romero Moreno—a quien, desde ya, abrimos las puertas para comentar, responder o aclarar lo que crea conveniente, si lo desea, tiene ganas y tiempo—.


    A continuación, entonces, nuestras observaciones.


    BICENTENARIO Y TRADICIONALISMO


    Conocer y festejar los acontecimientos fundamentales de la historia patria es un honroso deber de justicia con nuestros antepasados y una grave responsabilidad respecto de las nuevas generaciones. Por eso es importante saber qué es lo que celebramos en esta jornada cívica.


    Hay quienes han enseñado que los hechos del Año X fueron una copia de la Revolución Francesa —laicista y regicida—, una rebelión contra la Tradición religiosa y cultural heredada de España o un acto cómplice con las pretensiones colonialistas de Gran Bretaña. Lo cual complica el explicar un acontecimiento como este a hermanos españoles, con quienes compartimos los mismos ideales.


    Antes de que empecemos a leer los tópicos del revisionismo nacionalista, justo es aclarar que entre “quienes han enseñado” esto, están los mismos protagonistas. Es decir, no se trata de un relato construido años después por liberales que pretenden llevar agua para su molino. Por ejemplo, Manuel Belgrano, como ya hemos visto aquí, afirmando que se vio inspirado por la Revolución Francesa. O, respecto a la complicidad con el colonialismo británico de los miembros de la Junta de Mayo, sólo habría que leer los nombres de los implicados en la fuga de Beresford o, como ya hemos hecho aquí (por ejemplo, en los casos de los oficiales Montague y Ramsay, del agente inglésParoissien, del papel británico en la extraña muerte de Moreno, o de la gran estrategia británica, ), revisar la registrada participación de la flota británica en mayo de 1810 en las costas del Río de la Plata—hecho coronado con el izamiento de la insignia británica en el Fuerte de Buenos Aires el mismo 26/V/1810—.


    Sin embargo, la buena voluntad de ambas partes puede ayudar a un diálogo fecundo, partiendo aquellos principios que nos unen: la fidelidad a la Religión Católica y a la Tradición de las Españas.


    La buena voluntad se descuenta. Por supuesto. Pero ello implica, también, estar dispuesto a modificar un relato —como el revisionista nacionalista— que es insostenible ante la abrumadora cantidad de evidencias en contrario.


    Como punto de partida dejemos centrado que existieron cuatro tendencias en torno a la Revolución de Mayo: dos impulsoras de la misma y dos contrarias. De las impulsoras, una fue de tendencia tradicionalista (Saavedra) y otra liberal (Mariano Moreno). De las contrarias, una fue igualmente tradicionalista (Abascal, Liniers, Elío) y otra liberal (Consejo de Regencia y Cortes de Cádiz).


    Se trata de una petición de principios. Dividir a la Primera Junta, y los gobiernos siguientes, en dos partidos —uno tradicionalista y otro liberal—, es una misión harto difícil y que implica hacer muchos supuestos y amputar los dichos y los hechos de muchos de sus protagonistas. Es curioso, por dar un ejemplo, que los defensores de la supuesta “tendencia tradicionalista” del saavedrismo tomen como argumento justificador de la Revolución de Mayo el dicho por Castelli (personaje paradigmático de la “tendencia liberal”) en el cabildo abierto del 22/V/1810; al mismo tiempo que desdeñan las explicaciones que hizo el propio Saavedra en su Memoria. Pero, además, ¿era tradicionalista Saavedra? Hemos visto que no. ¿Lo era el deán Funes, líder del saavedrismo? ¿puede serlo quien traicionó a Liniers y escribió en La Gazeta el justificativo de su asesinato? Pues ya hemos visto que el presbítero Funes había sido el principal impulsor de la reforma ilustrada de la Universidad y de la diócesis de Córdoba del Tucumán. ¿Acaso hubo alguna oposición significativa a lo dispuesto por el secretario Moreno —supuesto líder de la “tendencia liberal”— antes de que se produjesen simples luchas por el poder que fue lo que en realidad dividió a saavedristas y morenistas? El arcabuceo de Liniers, la publicación con dineros públicos de El Contrato Social de Rousseau, el destierro de Duarte (quien se atrevió a hacer públicas —y así arruinar— las veleidades bonpartistas de Saavedra), la puesta en práctica del Plan de Operaciones, etc. fueron todos hechos aprobados por la Junta, en forma unánime (excepto el Pbro. Alberti que se abstuvo en el caso de Liniers, pero que luego —misteriosamente— va a morir). ¿No será que, como hemos sostenido aquí, Moreno es el chivo expiatorio del revisionismo nacionalista?


    Las razones por las que adherimos a la Revolución de Mayo en su tendencia tradicionalista encabezada por Don Cornelio Saavedra (Presidente de la llamada Primera Junta) es el objeto principal de estas líneas. Pero los principios religiosos y políticos de los que partimos nos hacen mirar con comprensión, simpatía y respeto la reacción contraria de Liniers, así como nos llevan a rechazar el “Mayo de Mariano Moreno” como el “Anti Mayo” del Consejo de Regencia y de las Cortes de Cádiz.


    Si aceptamos esa división matricial de la historia de la Revolución de Mayo entre “patriotas” y realistas, atravesados transversalmente por el tradicionalismo y el liberalismo, obteniendo así “patriotas”-tradicionalistas, “patriotas”-liberales, realistas-tradicionalistas y realistas-liberales, claro que podemos hacer apreciaciones como ésa. Pero el problema es que para ello deberíamos comprobar la existencia de estos compartimentos estancos, en caso de haber existido.


    Ciertamente, y como hemos repetido numerosas veces en este bloc de notas, el liberalismo infiltró las fuerzas realistas, desde arriba (Cádiz primero, Madrid después), desde abajo (por el contacto con la Francia revolucionaria primero y con la Gran Bretaña de la guerra napoleónica peninsular después) y desde afuera (por el contacto con los insurgentes americanos, especialmente durante las numerosas treguas locales y el comercio e intercambio entre los bandos cuyas “fronteras” no eran tan precisas como se puede creer). Así hemos visto a los que eventualmente terminarán traicionando la Causa en Ayacucho, enfrentándose a Olañeta o abandonando a su suerte a los pincherinos. Pero lo que importa, fundamentalmente, no es lo que personajes individuales puedan o no haber hecho, sino la justicia de la Causa de los que defendían el bien común político —la unidad de la patria y la fidelidad al Rey—,como excepcionalmente explica J. A. Ullate en su magistral libro Españoles que no pudieron serlo (de sospechosa nula distribución en nuestra América hispánica), frente a los intereses particulares y mezquinos de los que la historiografía posterior, asumiendo la propaganda bélica como punto de partida, llamó “patriotas”, por muy justos que hayan sido sus sentimientos de agravio, sus deseos de mayor representatividad, sus necesidades de mayor apertura del monopolio hispano, sus reivindicaciones frente a políticos afrancesados e iluminados en la Metrópoli… Cualquiera de estas causas, justas, justificables o entendibles, en su contexto, excusa del mayor bien, el bien común político, que es causa final de toda vida en sociedad, de cualquier sociedad política (o estado, si se prefiere un término de uso común aunque significado un tanto equívoco).


    Como cualquier hecho histórico, la Revolución de Mayo obedeció a múltiples factores que no es posible reseñar en estos momentos. Es cierto que minorías iluministas y agentes ingleses quisieron aprovechar para oscuros propósitos la instalación de la Primera Junta, como lo hacían simultáneamente con los heroicos defensores de la Independencia española que combatían a Napoleón. Pero fue precisamente el Presidente de dicha Junta (principal protagonista de la gesta), quien se encargó de dejar bien sentado los alcances de la Revolución. Don Cornelio Saavedra, que de él estamos hablando, había dicho al Virrey Cisneros que “no queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos”.


    ¿“Reasumir nuestros derechos”? ¿Qué “derecho” tenía Saavedra otro que la fuerza que le daba el hecho de ser comandante honorario de una milicia como representante de una de las principales familias de comerciantes del Alto Perú? ¿Qué “derecho” podía invocar sobre todo el (mal llamado) Virreinato del Río de la Plata una Junta reunida contra derecho y designada —bajo amenaza— por un ayuntamiento municipal? Vemos aquí ecos de Rousseau, de Locke… o, si se prefiere, de un Suárez, mal enseñado por los clérigos ilustrados de Charcas y confusamente asimilado por sus discípulos criollos (¡en ningún lugar de toda su obra Francisco Suárez justifica la secesión!).


    El siguiente párrafo merece que lo tratemos por separado:


    En efecto, como consecuencia de la Conferencia de Bayona en 1808, Carlos IV y Fernando VII habían entregado España y los reinos americanos al despotismo de José Bonaparte, facilitando además la invasión napoleónica. Sin embargo, tanto en la Península como en el Nuevo Mundo, los pueblos —suponiendo que Fernando había actuado bajo presión— formaron Juntas a su nombre —“Por Dios, por la Patria y el Rey” como se decía— para resistir a los franceses.


    Efectivamente podemos sintetizar los hechos de esta manera. Sin embargo, es un poco curioso el tiempo que se tomaron los americanos para formar Juntas… Pero, además, las Juntas que se conformaron siguieron el modelo que aquí, de este lado del Atlántico, tuvieron las primitivas, con la participación de los principales cabildeantes, el virrey y demás autoridades civiles y eclesiásticas. Lo que no fue el caso de Buenos Aires, donde expresamente se hizo de otra forma.


    La Junta Central de Sevilla se atribuyó por aquel entonces el gobierno de América, aunque no tenía títulos legítimos para pretender nuestra obediencia, ya que las Indias eran autónomas y sólo al Rey debían fidelidad (como había dispuesto en 1519 el Emperador Carlos V).


    Esto no es tan así. Hay varias afirmaciones en esta oración que deberían ser matizadas. En efecto, las Indias —o América como ya se las denominaba desde el siglo XVII— debían fidelidad sólo al Rey. Pero éste gobernaba a través de los funcionarios por él nombrados y las instituciones creadas al efecto. El caso de los Reinos de Indias es totalmente asimilable al de los demás reinos de las Españas. La Junta Central vino a unificar —en tiempos extraordinarios, como son los de guerra, con una enorme proporcion de la Península Ibérica bajo control napoleónico— el gobierno de las Españas. Y, para ello, independientemente de cierta terminología equívoca utilizada (como el hablar de “nación española”), esa Junta Central llamó a los ayuntamientos americanos a nombrar representantes a Cortes.


    En realidad, dicha autonomía ya venía siendo atropellada por los Borbones desde su llegada a la Corona en 1713, y los americanos temían que las autoridades peninsulares y quienes a ellas respondían —como el Virrey Cisneros en Buenos Aires o el Gobernador Elío en Montevideo— siguieran cercenando nuestros fueros o negociando la libertad americana frente a Napoleón, los ingleses o los portugueses.


    Aquí encontramos una de las paradojas del revisionismo nacionalista argentino. Se acusa a los Borbones de todo tipo de iniquidades —desde la supresión de la Compañía de Jesús (que el tiempo daría la razón) hasta la Ordenanza de Intendentes (que nunca llegó a efectivizarse del todo y los hechos históricos de 1810, con el papel protagónico de los cabildos, lo demuestran)—, pero al mismo tiempo se reivindican otras medidas quizá mucho más “anti-tradicionales” como la creación del Virreinato del Río de la Plata, unificando una provincia marginal del Virreinato peruano como la de Buenos Aires (y Asunción, juntas o separadas según la ocasión), con las más ricas y rivales del Tucumán y el Alto Perú (subordinándolas a aquélla) y la de Cuyo (que dependía directamente de Chile).


    Por eso, cuando en mayo de 1810 se supo en el Río de la Plata que aquel organismo —la Junta Central— había desaparecido, y que toda España —excepto la Isla de León— estaba ocupada por los ejércitos del Gran Corso, los vecinos principales de Buenos Aires presionaron para deponer al Virrey y lograr el autogobierno.


    Es decir, se provocó una Revolución. Hablemos claro.


    Como magistralmente dice el Dr. Garralda: “Las primeras Juntas (no digo gobiernos) no fueron un acto de fidelidad al Rey, y menos fidelidad heroica. Existía otra manera de retomar la tradición política hispana frente a unos Gobiernos absolutistas que se habían alejado de ella, como mostraron el Reino de Navarra resistiéndose al absolutismo, los realistas renovadores peninsulares, y después el Carlismo.” No estamos proponiendo una alternativa histórica teórica o ideal (como proponía en la ficción un libro del Dr. Beccar Varela), sino una opción bien concreta que se vio plasmada en la Península, frente a los “revolucionarios” que también allí quisieron “lograr el autogobierno” —los liberales gaditanos, los que luego se exiliaron en París o Londres, los que volvieron en el Trienio o los que finalmente regresaron (para quedarse) con la reina Cristina—. En cualquier caso, y para terminar por ahora con el comentario, los gobiernos “autonómicos” americanos no tenían ninguna razón de existir tras el regreso de Fernando VII en 1814.


    Así formamos el Primer Gobierno Patrio, sin romper los vínculos con Fernando VII (uno de los que votaron por la destitución del Virrey, el célebre Padre Chorroarín emitió su voto diciendo que lo hacía “Por Dios, por la Patria y por el Rey”), en la esperanza de que vuelto al Trono respetara nuestra libertad, aunque preparándonos también para la Independencia si España se perdía definitivamente en manos de Napoleón o si Fernando regresaba como monarca absoluto y centralista.


    Hablar de “Primer Gobierno Patrio” es en sí una petición de principios, puesto que supone que no había Patria antes del 25/V/1810. Lo cual es un sinsentido. La Patria eran las Españas, en su pluralidad de reinos y provincias en Europa, América y Asia. Lo que se crearía, en todo caso, serían naciones, pero naciones-Estados según el modelo ilustrado decimonónico. ¿Qué diferencia esencial —en sentido metafísico— existe entre la República Argentina, la República Oriental del Uruguay, el Estado Plurinacional de Bolivia o la República Chilena? Pues no lo hay. Sólo hay unos límites de un territorio definido por la fuerza (por los hechos consumados, la guerra y/o la ley positiva), sometido a un Estado-nación, que gobierna (o desgobierna, la mayoría de las veces) desde una capital.


    ¿Desde cuándo los súbditos pueden poner “condiciones” para no independizarse? Aunque Fernando VII hubiese sido el peor monarca de la historia, absolutamente déspota y centralista, la independencia no queda justificada. Si llevamos este “principio” (que el nacionalismo revisionista usa como justificativo) a su aplicación efectiva como base fundante de la República Argentina, entonces justificaríamos cualquier secesión sobre la base de que, sucesivamente, hemos tenido en el Sillón de Rivadavia a malos gobernantes, corruptos y anticristianos en sus leyes (de una manera que a Fernando VII, en el peor de sus días, no se le hubiese siquiera cruzado por la mente). ¿No nos damos cuenta que al quebrar la unidad de la Patria hemos puesto dinamita bajo los cimientos de nuestras republiquetas? No hay que hilar muy fino en la historia para comprobar que el quiebre de la unidad política de las Españas introdujo el germen de la discordia y la guerra fraternal entre americanos, rompiendo varios siglos de una “pax hispana” conservada casi sin ejércitos ni policías sino por la simple existencia de la figura de un Rey que, a pesar de todos sus muchos defectos humanos, era padre de su pueblo.


    El primer gobierno patrio fue pues, un acto de fidelidad heroica a un Rey que no merecía ya nuestro vasallaje, a la vez que una medida prudente para preparar la posible independencia.


    ¿“Fidelidad heroica”? Lo dicho por el profesor Garralda. ¿“Que no merecía ya nuestro vasallaje”? La doctrina católica tradicional, aún cuando puede llegar al extremo (discutido) de admitir la rebelión contra leyes injustas o contra un Rey herético, la deposición y, hasta, el magnicidio en casos de extrema necesidad, nunca ha admitido la secesión ni la supresión de la Corona como institución.


    Autonomía respecto de la España peninsular, defensa frente a Napoleón y fidelidad a los valores de la Tradición, esos fueron los móviles de la Revolución de Mayo en protagonistas como Don Cornelio Saavedra o el Padre Chorroarín y en la interpretación posterior de otros patriotas que tuvieron relevancia tanto en aquellos hechos como en la Declaración de la Independencia. Me refiero a próceres de pensamiento tradicional y católico como Don Tomás Manuel de Anchorena o el Padre Castañeda.


    Sobre esto ya hemos hablado más arriba. Sólo nos resta repetir que el status clerical no previene contra una mala doctrina, especialmente en temas de ética política de más ardua disquisición para el no especialista. De hecho,como hemos dicho en este bloc de notas en una ocasión en general y en otra, en forma particular, el papel de los clérigos en la Revolución fue de primer orden. Tanto fue así, que el revolucionario y agente británico Miranda llegó a afirmar que el Cuartel General de la Revolución Americana estaba en los Estados Pontificios —en referencia a muchos ex jesuitas allí exiliados—.


    Quienes quisieron desviar la Revolución de Mayo de ese camino, como Moreno o Castelli —instaurando un terrorismo jacobino, propiciando o tolerando el libertinaje y la impiedad religiosa, negando los derechos de las provincias, cediendo a las pretensiones británicas— fueron apartados sin contemplaciones.


    ¿En serio? ¿Cuándo? ¿en qué momento? ¿Fueran “ésas” las razones por las que fueron “apartados sin contemplaciones”? ¿O fue, más bien, el fruto de luchas políticas entre los sectores o partidos que se disputaban el poder revolucionario?


    Es lo que se desprende del epistolario de Don Cornelio Saavedra. En carta a Chiclana del 15 de enero de 1811, decía el Presidente de la Primera Junta: “El sistema robesperriano que se quería adoptar (…), la imitación de revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a Dios que han desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la Justicia son únicamente las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y particulares intereses eran (…) diametralmente opuestas al ejercicio de las virtudes”. Por su parte, en carta a Viamonte del 17 de junio de 1811 sostenía: “¿Consiste la felicidad general en adoptar la más grosera e impolítica democracia?” —es decir, no una sana aplicación del “principio democrático”, sino una democracia relativista y demagógica— “¿Consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar?” —como sucedió con el fusilamiento de Liniers o las tropelías cometidas por los hombres de Castelli en el Alto Perú— “¿Consiste en la libertad de religión?”, es decir en el indiferentismo y el secularismo. “Si en eso consiste la felicidad general, desde luego confieso que ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y lo que más añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando”.


    ¿Son éstas palabras de un tradicionalista o de un conservador, de un “girondino”, de un “conservador de la Revolución” —según la genial definición de Balmes—?Lo dicho. ¿Por qué el saavedrismo —que contaba con el principal apoyo militar y con el de los caudillos orilleros— esperó para actuar todo el tiempo que esperó y, mientras tanto, convalidó todo lo actuado por Moreno, Castelli, Belgrano, etc.?


    La Revolución de Mayo desembocó finalmente —luego de seis difíciles años— en la Declaración de la Independencia.


    Éste es uno de los favoritos del nacionalismo revisionista. La independencia no fue buscada sino que fue una trágica e inevitable eventualidad a la que llevaron las leyes inexorables de la historia. Para ello debe negar la existencia de la llamada “máscara de Fernando VII” —los vivas al Rey que hipócritamente cubrieron los primeros años de la Revolución— y toda la enorme documentación que existe al respecto. Como hemos dicho más arriba, siguiendo al Prof. Garralda, la independencia no era la única alternativa. Como hemos dicho en algún momento, el 9/VII/1816 significó no la independencia, sino “el abandono del cálido hogar paterno hispánico en búsqueda de utópicos ideales revolucionarios, según expresa nuestro himno nacional, para acabar en el chiquero donde se mezclan lo peor del liberalismo anglosajón y europeo continental”. A pesar de los cambios realizados a dicho himno, lo fundamental quedó: “¡Oíd, mortales!, / el grito sagrado: / ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! / Oíd el ruido de rotas cadenas / ved en trono a la noble Igualdad. /…”


    Fueron la religión, el orden, la justicia, la tradición, las libertades concretas, los valores que presidieron a los más esclarecidos de nuestros patriotas. No el laicismo, el igualitarismo, el espíritu revolucionario o las “libertades de perdición”, como llamarían los Papas del siglo XIX a los falsos derechos surgidos de las revoluciones liberales —y que encandilaban a la facción “ilustrada” del bando patriota—.


    Pues eso no es lo que la historia ha plasmado. Ni siquiera en nuestros símbolos. Eso no es lo que recoge nuestro himno ni nuestro escudo nacional. ¿No será que la facción “tradicional” no existió realmente?


    Con justa razón afirmaba en 1819 el Padre Castañeda —uno de los líderes de nuestra Independencia—: “no nos emancipemos con deshonor como rebeldes, forajidos y ladrones, sino con el honor correspondiente a los que hemos sido hijos y vasallos de la corona. Motivos hay muy justos para separarnos, sobran las razones para la emancipación: la ley natural, el derecho de gentes, la política, y la circunstancias todas nos favorecen (…) La piadosa América cuando determina emanciparse no es sino para renovar su juventud como la del águila, (…) para ser el emporio de la virtud, el templo de la justicia, el centro de la religión y el ‘non plus ultra’ de la hidalguía, de la nobleza, de la generosidad y de todas las virtudes cívicas”.


    Las palabras de Castañeda muestran un interesante tono poético, donde se percibe claramente la confusión imperante en el clero, aún en el más conservador como es el caso. Ya lo hemos dicho antes, ¿hay “motivos… muy justos para separarnos” o “las razones [que sobran] para la emancipación”? ¿Qué motivo hay más alto que el bien común de la Patria para justificar su ruptura? Se nos ocurre, tal vez, el caso de un soberano que obligara a todos sus súbditos a apostatar. Y aún en ese caso habría que analizar si no hay ninguna otra alternativa. Pero, en cualquier caso, no era ésta la situación de América en 1810.


    Es nuestro deber como cristianos y como argentinos no dejar que nos falsifiquen la historia, que nos roben la memoria colectiva, que nos oculten el ejemplo de nuestros arquetipos. Los Padres de la Patria independiente nos han marcado el camino. Forjar una Nación justa, una Nación libre, una Nación cristiana, fieles a los principios de la Hispanidad. Tenemos fueros limpios. Seamos fieles a esa herencia.


    El autor habla de “nación”, término por demás equívoco para referirlo a nuestros países americanos. El término tradicional “nación” (del lat. nātĭō) hacía referencia a raza e idioma. ¿Qué diferencias concretas de lengua o raza existen entre la República Argentina o la del Perú, o aún, con la de Federal Mexicana? Sólo podemos pensar en la idea moderna e ilustrada de “nación”, que no es otra que la de “nación-Estado”, que viene a reemplazar la figura del Rey por un “aparato” burocrático, una entelequia legal auto-constitutiva (autonómica en sentido etimológico) que, en última instancia, se justifica por la “voluntad general” revolucionaria, para imponer la ley positiva, creada ex nihilo, en un territorio determinado y delimitado.


    Compartimos con el autor, sin embargo, de cuya buena voluntad no dudamos, los deseos de fidelidad a la herencia hispánica. Pero, siguiendo a Castellani, decimos que tenemos el deber de “pensar la Patria” y de “hacer verdad”. Y esto implica reconocer que las republiquetas americanas son inviables en su actual situación. No sólo económicamente, sino también cultural, social y políticamente. Y que éste es un vicio de origen: nuestro pecado original de impiedad, perjurio y traición.










    el 3/30/2012

  3. #3
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Bicentenario, Revolución y Tradición




    Hemos leído la nota intitulada “Bicentenario y Tradicionalismo”, que publica el bloc de notas Crítica Revisionista (8/III/2012), autoría del profesor Dr. Fernando Romero Moreno, y publicada originalmente en la revista “Ahora Información” (nº 105, VII-VIII/2010), con el título “Bicentenario de Mayo: explicación desde el otro lado del Océano”. Ya dicho artículo fue contestado de forma magistral en la misma revista por el profesor Dr. José Fermín Garralda Arizcun, bajo el título “Buenos Aires y la Revolución de 1810: Tradición o Revolución”,que puede leerse aquí, sin embargo nos gustaría hacer constar algunos comentarios propios glosando el texto del Dr. Romero Moreno—a quien, desde ya, abrimos las puertas para comentar, responder o aclarar lo que crea conveniente, si lo desea, tiene ganas y tiempo—.


    A continuación, entonces, nuestras observaciones.


    BICENTENARIO Y TRADICIONALISMO


    Conocer y festejar los acontecimientos fundamentales de la historia patria es un honroso deber de justicia con nuestros antepasados y una grave responsabilidad respecto de las nuevas generaciones. Por eso es importante saber qué es lo que celebramos en esta jornada cívica.


    Hay quienes han enseñado que los hechos del Año X fueron una copia de la Revolución Francesa —laicista y regicida—, una rebelión contra la Tradición religiosa y cultural heredada de España o un acto cómplice con las pretensiones colonialistas de Gran Bretaña. Lo cual complica el explicar un acontecimiento como este a hermanos españoles, con quienes compartimos los mismos ideales.


    Antes de que empecemos a leer los tópicos del revisionismo nacionalista, justo es aclarar que entre “quienes han enseñado” esto, están los mismos protagonistas. Es decir, no se trata de un relato construido años después por liberales que pretenden llevar agua para su molino. Por ejemplo, Manuel Belgrano, como ya hemos visto aquí, afirmando que se vio inspirado por la Revolución Francesa. O, respecto a la complicidad con el colonialismo británico de los miembros de la Junta de Mayo, sólo habría que leer los nombres de los implicados en la fuga de Beresford o, como ya hemos hecho aquí (por ejemplo, en los casos de los oficiales Montague y Ramsay, del agente inglésParoissien, del papel británico en la extraña muerte de Moreno, o de la gran estrategia británica, ), revisar la registrada participación de la flota británica en mayo de 1810 en las costas del Río de la Plata—hecho coronado con el izamiento de la insignia británica en el Fuerte de Buenos Aires el mismo 26/V/1810—.


    Sin embargo, la buena voluntad de ambas partes puede ayudar a un diálogo fecundo, partiendo aquellos principios que nos unen: la fidelidad a la Religión Católica y a la Tradición de las Españas.


    La buena voluntad se descuenta. Por supuesto. Pero ello implica, también, estar dispuesto a modificar un relato —como el revisionista nacionalista— que es insostenible ante la abrumadora cantidad de evidencias en contrario.


    Como punto de partida dejemos centrado que existieron cuatro tendencias en torno a la Revolución de Mayo: dos impulsoras de la misma y dos contrarias. De las impulsoras, una fue de tendencia tradicionalista (Saavedra) y otra liberal (Mariano Moreno). De las contrarias, una fue igualmente tradicionalista (Abascal, Liniers, Elío) y otra liberal (Consejo de Regencia y Cortes de Cádiz).


    Se trata de una petición de principios. Dividir a la Primera Junta, y los gobiernos siguientes, en dos partidos —uno tradicionalista y otro liberal—, es una misión harto difícil y que implica hacer muchos supuestos y amputar los dichos y los hechos de muchos de sus protagonistas. Es curioso, por dar un ejemplo, que los defensores de la supuesta “tendencia tradicionalista” del saavedrismo tomen como argumento justificador de la Revolución de Mayo el dicho por Castelli (personaje paradigmático de la “tendencia liberal”) en el cabildo abierto del 22/V/1810; al mismo tiempo que desdeñan las explicaciones que hizo el propio Saavedra en su Memoria. Pero, además, ¿era tradicionalista Saavedra? Hemos visto que no. ¿Lo era el deán Funes, líder del saavedrismo? ¿puede serlo quien traicionó a Liniers y escribió en La Gazeta el justificativo de su asesinato? Pues ya hemos visto que el presbítero Funes había sido el principal impulsor de la reforma ilustrada de la Universidad y de la diócesis de Córdoba del Tucumán. ¿Acaso hubo alguna oposición significativa a lo dispuesto por el secretario Moreno —supuesto líder de la “tendencia liberal”— antes de que se produjesen simples luchas por el poder que fue lo que en realidad dividió a saavedristas y morenistas? El arcabuceo de Liniers, la publicación con dineros públicos de El Contrato Social de Rousseau, el destierro de Duarte (quien se atrevió a hacer públicas —y así arruinar— las veleidades bonpartistas de Saavedra), la puesta en práctica del Plan de Operaciones, etc. fueron todos hechos aprobados por la Junta, en forma unánime (excepto el Pbro. Alberti que se abstuvo en el caso de Liniers, pero que luego —misteriosamente— va a morir). ¿No será que, como hemos sostenido aquí, Moreno es el chivo expiatorio del revisionismo nacionalista?


    Las razones por las que adherimos a la Revolución de Mayo en su tendencia tradicionalista encabezada por Don Cornelio Saavedra (Presidente de la llamada Primera Junta) es el objeto principal de estas líneas. Pero los principios religiosos y políticos de los que partimos nos hacen mirar con comprensión, simpatía y respeto la reacción contraria de Liniers, así como nos llevan a rechazar el “Mayo de Mariano Moreno” como el “Anti Mayo” del Consejo de Regencia y de las Cortes de Cádiz.


    Si aceptamos esa división matricial de la historia de la Revolución de Mayo entre “patriotas” y realistas, atravesados transversalmente por el tradicionalismo y el liberalismo, obteniendo así “patriotas”-tradicionalistas, “patriotas”-liberales, realistas-tradicionalistas y realistas-liberales, claro que podemos hacer apreciaciones como ésa. Pero el problema es que para ello deberíamos comprobar la existencia de estos compartimentos estancos, en caso de haber existido.


    Ciertamente, y como hemos repetido numerosas veces en este bloc de notas, el liberalismo infiltró las fuerzas realistas, desde arriba (Cádiz primero, Madrid después), desde abajo (por el contacto con la Francia revolucionaria primero y con la Gran Bretaña de la guerra napoleónica peninsular después) y desde afuera (por el contacto con los insurgentes americanos, especialmente durante las numerosas treguas locales y el comercio e intercambio entre los bandos cuyas “fronteras” no eran tan precisas como se puede creer). Así hemos visto a los que eventualmente terminarán traicionando la Causa en Ayacucho, enfrentándose a Olañeta o abandonando a su suerte a los pincherinos. Pero lo que importa, fundamentalmente, no es lo que personajes individuales puedan o no haber hecho, sino la justicia de la Causa de los que defendían el bien común político —la unidad de la patria y la fidelidad al Rey—,como excepcionalmente explica J. A. Ullate en su magistral libro Españoles que no pudieron serlo (de sospechosa nula distribución en nuestra América hispánica), frente a los intereses particulares y mezquinos de los que la historiografía posterior, asumiendo la propaganda bélica como punto de partida, llamó “patriotas”, por muy justos que hayan sido sus sentimientos de agravio, sus deseos de mayor representatividad, sus necesidades de mayor apertura del monopolio hispano, sus reivindicaciones frente a políticos afrancesados e iluminados en la Metrópoli… Cualquiera de estas causas, justas, justificables o entendibles, en su contexto, excusa del mayor bien, el bien común político, que es causa final de toda vida en sociedad, de cualquier sociedad política (o estado, si se prefiere un término de uso común aunque significado un tanto equívoco).


    Como cualquier hecho histórico, la Revolución de Mayo obedeció a múltiples factores que no es posible reseñar en estos momentos. Es cierto que minorías iluministas y agentes ingleses quisieron aprovechar para oscuros propósitos la instalación de la Primera Junta, como lo hacían simultáneamente con los heroicos defensores de la Independencia española que combatían a Napoleón. Pero fue precisamente el Presidente de dicha Junta (principal protagonista de la gesta), quien se encargó de dejar bien sentado los alcances de la Revolución. Don Cornelio Saavedra, que de él estamos hablando, había dicho al Virrey Cisneros que “no queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos”.


    ¿“Reasumir nuestros derechos”? ¿Qué “derecho” tenía Saavedra otro que la fuerza que le daba el hecho de ser comandante honorario de una milicia como representante de una de las principales familias de comerciantes del Alto Perú? ¿Qué “derecho” podía invocar sobre todo el (mal llamado) Virreinato del Río de la Plata una Junta reunida contra derecho y designada —bajo amenaza— por un ayuntamiento municipal? Vemos aquí ecos de Rousseau, de Locke… o, si se prefiere, de un Suárez, mal enseñado por los clérigos ilustrados de Charcas y confusamente asimilado por sus discípulos criollos (¡en ningún lugar de toda su obra Francisco Suárez justifica la secesión!).


    El siguiente párrafo merece que lo tratemos por separado:


    En efecto, como consecuencia de la Conferencia de Bayona en 1808, Carlos IV y Fernando VII habían entregado España y los reinos americanos al despotismo de José Bonaparte, facilitando además la invasión napoleónica. Sin embargo, tanto en la Península como en el Nuevo Mundo, los pueblos —suponiendo que Fernando había actuado bajo presión— formaron Juntas a su nombre —“Por Dios, por la Patria y el Rey” como se decía— para resistir a los franceses.


    Efectivamente podemos sintetizar los hechos de esta manera. Sin embargo, es un poco curioso el tiempo que se tomaron los americanos para formar Juntas… Pero, además, las Juntas que se conformaron siguieron el modelo que aquí, de este lado del Atlántico, tuvieron las primitivas, con la participación de los principales cabildeantes, el virrey y demás autoridades civiles y eclesiásticas. Lo que no fue el caso de Buenos Aires, donde expresamente se hizo de otra forma.


    La Junta Central de Sevilla se atribuyó por aquel entonces el gobierno de América, aunque no tenía títulos legítimos para pretender nuestra obediencia, ya que las Indias eran autónomas y sólo al Rey debían fidelidad (como había dispuesto en 1519 el Emperador Carlos V).


    Esto no es tan así. Hay varias afirmaciones en esta oración que deberían ser matizadas. En efecto, las Indias —o América como ya se las denominaba desde el siglo XVII— debían fidelidad sólo al Rey. Pero éste gobernaba a través de los funcionarios por él nombrados y las instituciones creadas al efecto. El caso de los Reinos de Indias es totalmente asimilable al de los demás reinos de las Españas. La Junta Central vino a unificar —en tiempos extraordinarios, como son los de guerra, con una enorme proporcion de la Península Ibérica bajo control napoleónico— el gobierno de las Españas. Y, para ello, independientemente de cierta terminología equívoca utilizada (como el hablar de “nación española”), esa Junta Central llamó a los ayuntamientos americanos a nombrar representantes a Cortes.


    En realidad, dicha autonomía ya venía siendo atropellada por los Borbones desde su llegada a la Corona en 1713, y los americanos temían que las autoridades peninsulares y quienes a ellas respondían —como el Virrey Cisneros en Buenos Aires o el Gobernador Elío en Montevideo— siguieran cercenando nuestros fueros o negociando la libertad americana frente a Napoleón, los ingleses o los portugueses.


    Aquí encontramos una de las paradojas del revisionismo nacionalista argentino. Se acusa a los Borbones de todo tipo de iniquidades —desde la supresión de la Compañía de Jesús (que el tiempo daría la razón) hasta la Ordenanza de Intendentes (que nunca llegó a efectivizarse del todo y los hechos históricos de 1810, con el papel protagónico de los cabildos, lo demuestran)—, pero al mismo tiempo se reivindican otras medidas quizá mucho más “anti-tradicionales” como la creación del Virreinato del Río de la Plata, unificando una provincia marginal del Virreinato peruano como la de Buenos Aires (y Asunción, juntas o separadas según la ocasión), con las más ricas y rivales del Tucumán y el Alto Perú (subordinándolas a aquélla) y la de Cuyo (que dependía directamente de Chile).


    Por eso, cuando en mayo de 1810 se supo en el Río de la Plata que aquel organismo —la Junta Central— había desaparecido, y que toda España —excepto la Isla de León— estaba ocupada por los ejércitos del Gran Corso, los vecinos principales de Buenos Aires presionaron para deponer al Virrey y lograr el autogobierno.


    Es decir, se provocó una Revolución. Hablemos claro.


    Como magistralmente dice el Dr. Garralda: “Las primeras Juntas (no digo gobiernos) no fueron un acto de fidelidad al Rey, y menos fidelidad heroica. Existía otra manera de retomar la tradición política hispana frente a unos Gobiernos absolutistas que se habían alejado de ella, como mostraron el Reino de Navarra resistiéndose al absolutismo, los realistas renovadores peninsulares, y después el Carlismo.” No estamos proponiendo una alternativa histórica teórica o ideal (como proponía en la ficción un libro del Dr. Beccar Varela), sino una opción bien concreta que se vio plasmada en la Península, frente a los “revolucionarios” que también allí quisieron “lograr el autogobierno” —los liberales gaditanos, los que luego se exiliaron en París o Londres, los que volvieron en el Trienio o los que finalmente regresaron (para quedarse) con la reina Cristina—. En cualquier caso, y para terminar por ahora con el comentario, los gobiernos “autonómicos” americanos no tenían ninguna razón de existir tras el regreso de Fernando VII en 1814.


    Así formamos el Primer Gobierno Patrio, sin romper los vínculos con Fernando VII (uno de los que votaron por la destitución del Virrey, el célebre Padre Chorroarín emitió su voto diciendo que lo hacía “Por Dios, por la Patria y por el Rey”), en la esperanza de que vuelto al Trono respetara nuestra libertad, aunque preparándonos también para la Independencia si España se perdía definitivamente en manos de Napoleón o si Fernando regresaba como monarca absoluto y centralista.


    Hablar de “Primer Gobierno Patrio” es en sí una petición de principios, puesto que supone que no había Patria antes del 25/V/1810. Lo cual es un sinsentido. La Patria eran las Españas, en su pluralidad de reinos y provincias en Europa, América y Asia. Lo que se crearía, en todo caso, serían naciones, pero naciones-Estados según el modelo ilustrado decimonónico. ¿Qué diferencia esencial —en sentido metafísico— existe entre la República Argentina, la República Oriental del Uruguay, el Estado Plurinacional de Bolivia o la República Chilena? Pues no lo hay. Sólo hay unos límites de un territorio definido por la fuerza (por los hechos consumados, la guerra y/o la ley positiva), sometido a un Estado-nación, que gobierna (o desgobierna, la mayoría de las veces) desde una capital.


    ¿Desde cuándo los súbditos pueden poner “condiciones” para no independizarse? Aunque Fernando VII hubiese sido el peor monarca de la historia, absolutamente déspota y centralista, la independencia no queda justificada. Si llevamos este “principio” (que el nacionalismo revisionista usa como justificativo) a su aplicación efectiva como base fundante de la República Argentina, entonces justificaríamos cualquier secesión sobre la base de que, sucesivamente, hemos tenido en el Sillón de Rivadavia a malos gobernantes, corruptos y anticristianos en sus leyes (de una manera que a Fernando VII, en el peor de sus días, no se le hubiese siquiera cruzado por la mente). ¿No nos damos cuenta que al quebrar la unidad de la Patria hemos puesto dinamita bajo los cimientos de nuestras republiquetas? No hay que hilar muy fino en la historia para comprobar que el quiebre de la unidad política de las Españas introdujo el germen de la discordia y la guerra fraternal entre americanos, rompiendo varios siglos de una “pax hispana” conservada casi sin ejércitos ni policías sino por la simple existencia de la figura de un Rey que, a pesar de todos sus muchos defectos humanos, era padre de su pueblo.


    El primer gobierno patrio fue pues, un acto de fidelidad heroica a un Rey que no merecía ya nuestro vasallaje, a la vez que una medida prudente para preparar la posible independencia.


    ¿“Fidelidad heroica”? Lo dicho por el profesor Garralda. ¿“Que no merecía ya nuestro vasallaje”? La doctrina católica tradicional, aún cuando puede llegar al extremo (discutido) de admitir la rebelión contra leyes injustas o contra un Rey herético, la deposición y, hasta, el magnicidio en casos de extrema necesidad, nunca ha admitido la secesión ni la supresión de la Corona como institución.


    Autonomía respecto de la España peninsular, defensa frente a Napoleón y fidelidad a los valores de la Tradición, esos fueron los móviles de la Revolución de Mayo en protagonistas como Don Cornelio Saavedra o el Padre Chorroarín y en la interpretación posterior de otros patriotas que tuvieron relevancia tanto en aquellos hechos como en la Declaración de la Independencia. Me refiero a próceres de pensamiento tradicional y católico como Don Tomás Manuel de Anchorena o el Padre Castañeda.


    Sobre esto ya hemos hablado más arriba. Sólo nos resta repetir que el status clerical no previene contra una mala doctrina, especialmente en temas de ética política de más ardua disquisición para el no especialista. De hecho,como hemos dicho en este bloc de notas en una ocasión en general y en otra, en forma particular, el papel de los clérigos en la Revolución fue de primer orden. Tanto fue así, que el revolucionario y agente británico Miranda llegó a afirmar que el Cuartel General de la Revolución Americana estaba en los Estados Pontificios —en referencia a muchos ex jesuitas allí exiliados—.


    Quienes quisieron desviar la Revolución de Mayo de ese camino, como Moreno o Castelli —instaurando un terrorismo jacobino, propiciando o tolerando el libertinaje y la impiedad religiosa, negando los derechos de las provincias, cediendo a las pretensiones británicas— fueron apartados sin contemplaciones.


    ¿En serio? ¿Cuándo? ¿en qué momento? ¿Fueran “ésas” las razones por las que fueron “apartados sin contemplaciones”? ¿O fue, más bien, el fruto de luchas políticas entre los sectores o partidos que se disputaban el poder revolucionario?


    Es lo que se desprende del epistolario de Don Cornelio Saavedra. En carta a Chiclana del 15 de enero de 1811, decía el Presidente de la Primera Junta: “El sistema robesperriano que se quería adoptar (…), la imitación de revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a Dios que han desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la Justicia son únicamente las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y particulares intereses eran (…) diametralmente opuestas al ejercicio de las virtudes”. Por su parte, en carta a Viamonte del 17 de junio de 1811 sostenía: “¿Consiste la felicidad general en adoptar la más grosera e impolítica democracia?” —es decir, no una sana aplicación del “principio democrático”, sino una democracia relativista y demagógica— “¿Consiste en que los hombres hagan impunemente lo que su capricho o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar?” —como sucedió con el fusilamiento de Liniers o las tropelías cometidas por los hombres de Castelli en el Alto Perú— “¿Consiste en la libertad de religión?”, es decir en el indiferentismo y el secularismo. “Si en eso consiste la felicidad general, desde luego confieso que ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y lo que más añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando”.


    ¿Son éstas palabras de un tradicionalista o de un conservador, de un “girondino”, de un “conservador de la Revolución” —según la genial definición de Balmes—?Lo dicho. ¿Por qué el saavedrismo —que contaba con el principal apoyo militar y con el de los caudillos orilleros— esperó para actuar todo el tiempo que esperó y, mientras tanto, convalidó todo lo actuado por Moreno, Castelli, Belgrano, etc.?


    La Revolución de Mayo desembocó finalmente —luego de seis difíciles años— en la Declaración de la Independencia.


    Éste es uno de los favoritos del nacionalismo revisionista. La independencia no fue buscada sino que fue una trágica e inevitable eventualidad a la que llevaron las leyes inexorables de la historia. Para ello debe negar la existencia de la llamada “máscara de Fernando VII” —los vivas al Rey que hipócritamente cubrieron los primeros años de la Revolución— y toda la enorme documentación que existe al respecto. Como hemos dicho más arriba, siguiendo al Prof. Garralda, la independencia no era la única alternativa. Como hemos dicho en algún momento, el 9/VII/1816 significó no la independencia, sino “el abandono del cálido hogar paterno hispánico en búsqueda de utópicos ideales revolucionarios, según expresa nuestro himno nacional, para acabar en el chiquero donde se mezclan lo peor del liberalismo anglosajón y europeo continental”. A pesar de los cambios realizados a dicho himno, lo fundamental quedó: “¡Oíd, mortales!, / el grito sagrado: / ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! / Oíd el ruido de rotas cadenas / ved en trono a la noble Igualdad. /…”


    Fueron la religión, el orden, la justicia, la tradición, las libertades concretas, los valores que presidieron a los más esclarecidos de nuestros patriotas. No el laicismo, el igualitarismo, el espíritu revolucionario o las “libertades de perdición”, como llamarían los Papas del siglo XIX a los falsos derechos surgidos de las revoluciones liberales —y que encandilaban a la facción “ilustrada” del bando patriota—.


    Pues eso no es lo que la historia ha plasmado. Ni siquiera en nuestros símbolos. Eso no es lo que recoge nuestro himno ni nuestro escudo nacional. ¿No será que la facción “tradicional” no existió realmente?


    Con justa razón afirmaba en 1819 el Padre Castañeda —uno de los líderes de nuestra Independencia—: “no nos emancipemos con deshonor como rebeldes, forajidos y ladrones, sino con el honor correspondiente a los que hemos sido hijos y vasallos de la corona. Motivos hay muy justos para separarnos, sobran las razones para la emancipación: la ley natural, el derecho de gentes, la política, y la circunstancias todas nos favorecen (…) La piadosa América cuando determina emanciparse no es sino para renovar su juventud como la del águila, (…) para ser el emporio de la virtud, el templo de la justicia, el centro de la religión y el ‘non plus ultra’ de la hidalguía, de la nobleza, de la generosidad y de todas las virtudes cívicas”.


    Las palabras de Castañeda muestran un interesante tono poético, donde se percibe claramente la confusión imperante en el clero, aún en el más conservador como es el caso. Ya lo hemos dicho antes, ¿hay “motivos… muy justos para separarnos” o “las razones [que sobran] para la emancipación”? ¿Qué motivo hay más alto que el bien común de la Patria para justificar su ruptura? Se nos ocurre, tal vez, el caso de un soberano que obligara a todos sus súbditos a apostatar. Y aún en ese caso habría que analizar si no hay ninguna otra alternativa. Pero, en cualquier caso, no era ésta la situación de América en 1810.


    Es nuestro deber como cristianos y como argentinos no dejar que nos falsifiquen la historia, que nos roben la memoria colectiva, que nos oculten el ejemplo de nuestros arquetipos. Los Padres de la Patria independiente nos han marcado el camino. Forjar una Nación justa, una Nación libre, una Nación cristiana, fieles a los principios de la Hispanidad. Tenemos fueros limpios. Seamos fieles a esa herencia.


    El autor habla de “nación”, término por demás equívoco para referirlo a nuestros países americanos. El término tradicional “nación” (del lat. nātĭō) hacía referencia a raza e idioma. ¿Qué diferencias concretas de lengua o raza existen entre la República Argentina o la del Perú, o aún, con la de Federal Mexicana? Sólo podemos pensar en la idea moderna e ilustrada de “nación”, que no es otra que la de “nación-Estado”, que viene a reemplazar la figura del Rey por un “aparato” burocrático, una entelequia legal auto-constitutiva (autonómica en sentido etimológico) que, en última instancia, se justifica por la “voluntad general” revolucionaria, para imponer la ley positiva, creada ex nihilo, en un territorio determinado y delimitado.


    Compartimos con el autor, sin embargo, de cuya buena voluntad no dudamos, los deseos de fidelidad a la herencia hispánica. Pero, siguiendo a Castellani, decimos que tenemos el deber de “pensar la Patria” y de “hacer verdad”. Y esto implica reconocer que las republiquetas americanas son inviables en su actual situación. No sólo económicamente, sino también cultural, social y políticamente. Y que éste es un vicio de origen: nuestro pecado original de impiedad, perjurio y traición.










    el 3/30/2012

  4. #4
    Avatar de El Tercio de Lima
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Absolutamente "Cierto" muy bien C.L.A.M.O.R. bien escrito y muy "Patriotico" e "Hispanico" da gusto leerte.

    Saludos en Xto. Rex et Maria Regina
    Pro Deo, Patria et Rex
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    CLAMOR dio el Víctor.

  5. #5
    Avatar de CRISTIÁN YÁÑEZ DURÁN
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Lo que más me impresiona es el grado de penetración de los mitos nacionalistas, siempre separatistas y revolucionarios, que subyacen en la conmemoración de la traición independentista. Cómo hay gente, mucha y buena, que no ve la evidente mano de la masonería y de los peores enemigos de España y de la Iglesia detrás de toda esta vergonzosa empresa.

    EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM TUAM
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  6. #6
    Avatar de francisco rubio
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    "¿Sabíamos que gracias a la “independencia”, México perdió las dos terceras partes de su territorio a manos de los norteamericanos y tuvo que soportar casi un siglo de guerra civil intermitente?"

    Eso es un error, ademas de que no fueron dos terceras partes, aunque hubiesemos seguido unidos a España los EU nos habrian quitado la mitad del territorio.
    ¡ VIVA MÉXICO VIVA SANTA MARÍA DE GUADALUPE VIVA MÉXICO !

    Adelante soldado de Cristo
    Hasta morir o hasta triunfar
    Si Cristo su sangre dio por ti
    No es mucho que tu por ÉL
    Tu sangre derrames.


  7. #7
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Lo sostenido por Francisco Rubio me mueve a la siguiente reflexión.
    Me refiero a los acuerdos que la Madre Patria llevo acabo en 1763 y 1777.
    Ellos son el tratado de París de l763, por el cual Las Floridas pasaron de España a Inglaterra, permitiendo que esta ultima adquiere posiciones estratégicas en el golfo de México.
    Tambien España entrega a Inglaterra gran parte de las islas Antillanas.
    El este del río Mississippi de España pasa a Inglaterra, logrando la llave para expandirse hacia México.
    Por el tratado de San Idelfonso (1777), España sede a Portugal aproximadamente 6.000.000 (seis millones) de kilómetros cuadrados.
    Cabe recordar que por el tratado de Methuen (1.703), Portugal quedo "unida",(dependiente) a Inglaterra en lo económico y obviamente en la político.

  8. #8
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Es muy cierto, pero todas esas cesiones fueron resultado del despojo de guerras.

    Muy distinto es prometer territorios a cambio de apoyo extranjero (caso de Bolívar ofreciendo Panamá a Gran Bretaña a cambio de ayuda económica y militar) o entregar el monopolio comercial (caso de la Primera Junta de Bs. As. en 1810 o los tratados comerciales de San Martín con G.B., o Sucre en Bolivia con la minería).

  9. #9
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Bicentenario de la Batalla de Tucumán: ¿Conmemoración de qué?





    Nos desayunamos estos días con la noticia de que, dado que "el gran pueblo argentino salud" no tiene problemas graves en estos momentos, los "nos representates del pueblo de la nación argentina" han dado media sanción al proyecto para instalar un feriado nacional el día lunes 24 de septiembre próximo, cuando se cumplirán 200 años de la batalla de Tucumán. Se espera que los mandatarios de sus provincias "representativas, republicanas y federales" estarán al pie del cañón para dar su aprobación sin falta a tamaña necesidad ciudadana: un "fin de semana largo" para mini-vacaciones.


    Todo sea para sostener el mito de la "batalla que salvó a la patria".


    La realidad es bastante distinta y, de no haber sido por un cúmulo de circunstancias imprevistas (como reconoció Paz), el resultado hubiese sido completamente otro.


    Cuando el arrogante Moldes, creyendo la batalla ganada, exigió la rendición a Tristán; éste respondió cortante: "las armas del Rey no se rinden", haciéndose uno con los bravos hidalgos de la Reconquista, los heroicos Tercios de Flandes y los intrépidos conquistadores del Nuevo Mundo. Y, a continuación, se replegó ordenadamente hacia Salta con sus fuerzas.


    En cuanto a los números implicados en la batalla (tropas, heridos, capturados, muertos, etc.), muy "inflados" por el lado "patriota", se deben exclusivamente a la imaginación del inglés Sir Woodbine Parish, que ni siquiera estuvo presente ese día y habría recopilado la información muchos años después.




    Francisco Fortuny, "La batalla de Tucumán, 24 de septiembre de 1812".
    Se ve representado el mito sobre la participación de las montoneras gauchas.
    Lo cierto es que, en medio de la confusión por el bombardeo de la Caballería de Tarija (realista),
    los gauchos atacaron las mulas y carros de carga
    para hacerse con el botín que los jefes patriotas les habían prometido.
    Otra muestra de iconografía propagandística.






    el 8/09/2012


    C. L. A. M. O. R.: Bicentenario de la Batalla de Tucumán: ¿Conmemoración de qué?
    Partido Realista dio el Víctor.

  10. #10
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Cita Iniciado por CLAMOR Ver mensaje
    Es muy cierto, pero todas esas cesiones fueron resultado del despojo de guerras.
    Entiendo que el resultado desfavorable en determinadas batallas no justifica la entrega de enormes territorios del Imperio Español en Hispanoamérica a otros países.
    Máxime cuando había una expresa Disposición Real que sabiamente no lo permitía, en otras palabras lo prohibía.

  11. #11
    Avatar de juan vergara
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Estimado Clamor:
    La cantidad de batallas que se han ganado por "un cúmulo de circunstancias imprevistas" es enorme.
    El General Manuel Belgrano entendió que esto se debió a una protección especial de la Virgen del la Merced y por ello le ofreció a sus pies el Bastón de Mando y la nombro Generala del Ejercito del Norte.
    Si se recuerda la arrogancia de Moldes, Tambien se lo debe hacer con la de Tristan que amenazo con quemar la ciudad de Tucuman si no se rendian...
    Belgrano tenía todas las de perder:
    Su ejercito contaba con aproximadamente la mitad de hombres en condiciones de combatir que el de Tristan.
    Con una tropa inexperta, indisciplinada, sin experiencia militar, con muchos hombres alistados en contra de su voluntad.
    A ello se agregaba la sustancial diferencia en el campo de la logística y el armamento en el cual el ejercito de Tristan era por lejos muy superior.
    Para peor Belgrano desobedeció las ordenes del Triunvirato de retirarse a Bs. As. sin combatir...
    Ha de reconocerse que fue una victoria de suma trascendencia para las fuerzas belgrañanas.
    En ella participaron hombres de probado coraje y valor: Dorrego, Díaz Velez, La Madrid, Paz, Balcarce, Zelaya, Holemberg, Superi, Warnes, entre otros.
    Los "números implicados en la batalla", no fueron "muy inflados", por el lado patriota.
    Las fuentes Españolas hablan de 1000 bajas, entre prisioneros y muertos.(Según Torrente, Garcia Camba, y Abascal).
    Esto prácticamente coincide con los datos de los patriotas.
    Tampoco se exagero el numero de armas y bagajes que quedaron en poder de Belgrano, que se relacionan estrechamente con el numero de muertos y prisioneros.
    No se trata de un "mito", la participación en la batalla de gauchos, pues estos combatieron realmente, como lo señalan testigos presenciales y varios murieron quedando otros heridos.
    Por otra parte esto es una verdad irrefutable.
    Tambien hubo un batallón de pardos y morenos.
    Cordiales saludos.

  12. #12
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Una imagen vale más que mil palabras



    Fotografía tomada personalmente en Salta por un colaborador y compartida en nuestra página en Facebook.

  13. #13
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    El Obispo Lué: Otro maldito de la historia oficial







    Benito de Lué y Riega era asturiano, nacido en Lastres, el 12 (17 según otras fuentes) de marzo de 1753, hijo de Cosme (o José) de Lué y de María Josefa de Riega, cristianos viejos y sencillos hidalgos. Había formado parte del Ejército español en su adolescencia, ya en 1770, adquiriendo un carácter a la vez austero e inflexible. Siendo Oficial, abandonó la carrera militar luego de la muerte de su esposa, e ingresó como eclesiástico. Se doctoró en Teología en Santiago de Compostela y en Cánones en Ávila. Y fue, posteriormente, deán de la Catedral de Lugo.


    En 1801, el Consejo de Indias lo propuso al rey Carlos IV (y éste luego al Papa Pío VII) para ocupar la sede diocesana de Buenos Aires que había quedado vacante, siendo confirmado el 9 de agosto de 1802. Partió hacia el Río de la Plata el domingo 14 de noviembre de 1802, aún antes de poder ser investido por el Papa.


    Fue recibido por el virrey Joaquín del Pino en persona en Montevideo el 30 de marzo de 1803. Y pasó a Buenos Aires, arribando el 22 de abril. El 29 de mayo de ese mismo año viajó a Córdoba, donde su Obispo, D. Ángel Mariano Moscoso lo consagró obispo el día 6 de junio.


    Pero en vez de regodearse en la corte virreinal, inmediatamente se abocó a realizar una minuciosa visita pastoral por su inmensa diócesis —cosa que no se hacía desde 1779. Recorrió penosamente y en medio de numerosos peligros Córdoba, Santa Fe, la Banda Oriental, Entre Ríos, Corrientes, los pueblos de las Misiones, regresando a la Capital virreinal recién el 3 de septiembre. Miles de fieles fueron confirmados, sacerdotes instruidos, matrimonios regularizados, libros parroquiales corregidos.


    En Buenos Aires consagró la catedral —que sólo había recibido una bendición de su antecesor—, y durante todo octubre de ese año se dedicó a inspeccionar los curatos de Buenos Aires y Quilmes, visitando Morón y Luján. Al año siguiente, en abril, parte hacia el Litoral y la Banda Oriental del Uruguay.


    En 1805, el 9 de marzo funda el Seminario Diocesano en la Capital, y, luego de eso, vuelve a cruzar el Río de la Plata, remontando luego el Paraná hasta Corrientes y adentrándose después por la selva hasta las antiguas Misiones. En su largo viaje, erigió numerosas iglesias, capillas y parroquias.


    El 25 de noviembre regresa por fin a Buenos Aires. Al año siguiente, levantó las parroquias de San José de Flores y de San Pedro González Telmo, que se extendían más allá de los límites actuales de la Ciudad hacia el oeste.


    Se preocupó especialmente por la formación y la espiritualidad de su clero, ambas en estado calamitoso. En ese orden de cosas, dictó conferencias a la que obligó a asistir tanto a seculares como a regulares.


    Todo esto disgustó especialmente a los sacerdotes ilustrados, en especial los que ocupaban escaños en el cabildo eclesiástico bonaerense y los párrocos que ocupaban los curatos más ricos. Los primeros enviaron, al menos, tres cartas al Rey pidiendo la separación del Obispo Lué de su sede entre 1804 y 1809. Se lo acusaba de cualquier cosa, desde alterar las costumbres “de esta colonia” hasta de ir demasiado rápido por los caminos.


    A diferencia de su antecesor, el obispo Azamor y Ramírez, que gustaba de las letras y las ideas modernas, dado a la literatura y la conversación erudita, el obispo Lué era buen teólogo y mejor canonista. Y como tal, consideraba indispensable abandonar el onanismo intelectual y dedicarse a la predicación y la catequesis —actividades que disgustaban a algunos clérigos americanos que sólo aguardaban un momento para cruzar el Atlántico y poder así frecuentar los salones y los clubes de pensamiento europeos.


    Tampoco hay que despreciar el hecho de que hiciera su divisa de la imposición de una férrea disciplina eclesiástica, combatiendo principalmente a las “queridas” y concubinas de algunos de sus dependientes.


    Enseguida se granjeó el cariño del pueblo humilde, pero recio, que admiraba a este prelado viajero, sencillo, sincero y austero —ajeno a la política virreinal y peninsular que tanto gustaba a algunos eclesiásticos americanos, especialmente entre el grupo de los ilustrados.


    Sobre el desdichado obispo Lué pesan dos horribles mentiras que, por repetidas al hartazgo, son por todos conocidas. Una se refiere a la actitud del diocesano bonaerense durante la invasión inglesa de Buenos Aires, diciendo que juró a las autoridades británicas. La otra, al contenido de su voto en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, donde habría dicho que “mientras quedara un sólo español en América, éste debería gobernar sobre los criollos”.


    Como es sabido, el jefe británico de Buenos Aires, el brigadier William Carr Beresford, ordenó que todos los funcionarios civiles, eclesiásticos y militares debieran prestar fidelidad al rey Jorge III en forma obligatoria, pudiendo el pueblo, en general, hacerlo voluntariamente. A cambio, Beresford concedía la libertad de cultos.


    Si bien los miembros de la Audiencia se negaron a hacerlo, los miembros del Ayuntamiento y del Consulado (excepción de Manuel Belgrano que se encontraba en la Banda Oriental), y los jefes militares capturados o rendidos, lo hicieron sin problemas. Lo mismo la mayoría de los comerciantes. También entre los firmantes voluntarios estuvieron los futuros revolucionarios Juan José Castelli y Saturnino Rodríguez Peña.


    En cuanto al clero, la actitud fue diversa. Todo el clero regular, encabezado por el prior dominicano Fr. Gregorio Torres, excepto los betlehemitas, juró al monarca británico. Pero D. Lué y Riega logró, mediante hábil diplomacia, que el clero secular evitara el juramento.


    Luego de la reconquista de Buenos Aires, los fiscales Villota y Caspe dictaminaron, en informe a la Corte, que la actitud del obispo bonaerense fue realmente heroica, subrayando que no fue compartida por ninguno de los otros funcionarios. Además, logrando granjearse la amistad del jefe inglés, salvó de la muerte a varios desertores británicos y a los naturales que los habían ayudado.


    También se negó a sancionar con la excomunión a los fieles bonaerenses que osaran tomar las armas contra el invasor británico, como lo exigía Beresford.


    En un oficio de Santiago de Liniers a la Audiencia, decía el jefe reconquistador: “Dudo Sr. Exmo., que, de cuantos obispos existen en América, haya uno más benemérito que el que ocupa la silla de Buenos Aires, el Ilmo. Sr. D. Benito Lué y Riega… Hallándose en la triste invasión de los ingleses, observó en estas críticas circunstancias una conducta llena de energía, de prudencia y de caridad, la que le atrajo la mayor consideración e influencia sobre el general inglés, y por ella se logró precaver varios daños a que este infeliz pueblo se hubiera visto expuesto.”


    Por si existía aún alguna duda sobre la infamia que se vertió sobre la figura del excelentísimo obispo, el historiador anglo-argentino Eduardo C. Gerding, habiendo accedido a archivos británicos, corroboró que el Obispo nunca juró fidelidad al rey inglés. Por su parte, el cronista británico Alexander Gillespie acusó al Obispo de ser uno de los principales ejecutores de la reconquista de Buenos Aires.


    Curiosamente o no, por el contrario, los religiosos juramentados serán los más fervorosos sustentos de la Revolución de Mayo y la Independencia.


    También es falso que hubiese participado de la rebelión contra el virrey Liniers. Lo cierto es que, el 1º de enero de 1809, vestidos con sus ropajes episcopales, se entrevistó con los revoltosos en el Cabildo y, luego, atravesó la Plaza hasta la Fortaleza, donde ayudó a alcanzar la paz a ambos bandos, sin inútil derramamiento de sangre.


    En cuanto a su participación en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, al que sólo concurrió una porción de aquellos vecinos que tenían derecho a hacerlo, porque los revolucionarios habían cortado los accesos a la Plaza Mayor.


    La famosa frase “mientras existiese en España un pedazo de tierra mandado por españoles, ese pedazo de tierra debía mandar a las Américas; y que mientras existiese un solo español en las Américas; ese español debía mandar a los americanos” sólo fue recordada en la Memoria Autógrafa de Cornelio Saavedra, sin figurar en las actas del cabildo abierto. Hoy, los historiadores más serios ya no repiten la versión sino que creen que se refería al acatamiento debido al Consejo de Regencia frente a aquéllos que sostenían como hábil maniobra leguleya que la isla de León, donde sesionaba dicho cuerpo, no era propiamente España.


    El historiador e investigador Roberto H. Marfany (La Semana de Mayo, 1955) presentó un diario anónimo de un testigo de la Semana de Mayo, según el cual, lo que verdaderamente dijo el Obispo fue “aunque hubiese un solo vocal de la Junta Central y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la soberanía”.


    En cualquier caso, más allá de su opinión, su voto fue el siguiente: “Que el excelentísimo señor Virrey continúe en el ejercicio de sus funciones, sin más novedad que la de ser asociado para ellas del señor Regente y del señor Oidor de la Real Audiencia don Manuel de Velasco; lo cual se entienda provisoriamente y por ahora y hasta ulteriores noticias.”


    Toda la descripción que hace Vicente Fidel López, el “creador” de la historia argentina oficial, es espuria. “El obispo tenía tomado asiento con anticipación, vestido con un lujo eclesiástico excepcional. Llevaba todas las cadenas y cruces de su rango, riquísimos escapularios de oro y cuatro familiares, de pie detrás de él, tenían la mitra el uno, el magnífico misal el otro, las leyes de Indias y otros volúmenes con que se había preparado a hundir a sus adversarios.” Nada de esto concuerda con su forma de ser ni con las posibilidades prácticas que daba un cabildo abierto.


    El día 26 de mayo, los miembros de la Junta le enviaron una carta para informarle oficialmente sobre la destitución del Virrey y el nombramiento de este cuerpo revolucionario. Sobre todo, se le exigía el acatamiento a este nuevo orden de cosas, convocándolo a presentarse al Cabildo para jurar fidelidad, junto con el resto del clero.


    El Obispo respondió que acataba la Junta, pero se excusó de participar en la ceremonia de juramento. Por el momento, aunque disgustados, Saavedra, Moreno y los demás prefirieron no insistir.


    Pero la paz duró poco. El miércoles 30 de mayo, onomástico de Fernando VII, la Junta quería que se celebre un solemne tedéum por el Rey y por la Revolución. Los días anteriores, Saavedra y el Obispo cruzaron más de una carta con este motivo. Pasa que los funcionarios revolucionarios querían ser recibidos en la puerta de la Catedral por una dignidad —deán o arcediano— y otro canónigo. El digno Lué se rehúso, aduciendo la falta de suficientes eclesiásticos como para emplear a uno en estos menesteres. La Junta respondió amenazando subrepticiamente al prelado. Éste dijo que había sido malinterpretado y que ya había dispuesto a dos sacerdotes para recibir a los juntistas en la entrada.


    Efectivamente en la mañana del 30, un dignidad y otro canónigo esperaron a los nueve miembros en el atrio catedralicio y los acompañaron a sus sitiales; pero, al finalizar la ceremonia, no había nadie para escoltarlos de regreso. El tema se siguió discutiendo epistolarmente durante un mes o más por los sucesos del día de San Fernando.


    La excusa protocolar sirvió a los revolucionarios para impedir al Obispo asistir a la Catedral y visitar su Diócesis —que, en el fondo, era lo que se buscaba para evitar que difundiera ideas opuestas “a la libertad de América”. Incluso, el 10 de julio, la impía Junta de Gobierno le prohibió predicar y confesar.


    El 21 de marzo de 1812, D. Benito Lué celebró su onomástico en la quinta episcopal de San Fernando donde se encontraba en una especie de arresto domiciliario. Como era costumbre, invitó a todas las personalidades, y asistieron unas cien —entre ellas, muchos enemigos notorios del Obispo que lo hacían por primera vez—. Se ofrecieron chorizos, morcillas, riñones, jamones, pollos, gallinas, pichones, patos y pavos. Todo acompañado de vino a granel.


    A la mañana siguiente, el Obispo no se levantó temprano de su cama como era costumbre. Cerca de las 8.30 horas, sus criados ingresaron en su cuarto con preocupación. Yacía muerto en su lecho. El último en verlo con vida había sido el arcediano Ramírez, conocido revolucionario y enemigo del prelado.


    Pronto se esparció el rumor del envenenamiento. Sabiendo lo que esto podría causar contra los partidarios de la independencia, el Triunvirato se apresuró a asegurar que la muerte del obispo bonaerense fue por causas naturales. De hecho se prohibió siquiera mencionar en público la posibilidad de otra cosa.


    El investigador Miguel Ángel Scenna ha confirmado, luego de una profunda pesquisa, que el Obispo fue envenenado con toda probabilidad (cf. “El caso del obispo envenenado”, Todo es Historia nº 32).


    Don Benito Lué y Riega, mártir de la lealtad, fue sepultado el 24 del mismo mes en la catedral metropolitana de Buenos Aires donde aún descansan sus restos mortales.


    Tras su muerte, la cátedra bonaerense fue usurpada por el canónigo D. Diego Zavaleta el día 30, con acuerdo entre el Triunvirato y el Cabildo Eclesiástico, que, para evitar un cisma formal, usó el título de “Provisor Diocesano”.


    Se inicia así, en la enorme diócesis de Buenos Aires que iba desde el Paraguay y el sur del Brasil hasta toda la Patagonia y el sur del Chile actual, un oscuro período de sede vacante y cisma material que se prolongará hasta marzo de 1830.



    ¿Ésta es la “revolución católica”?
    Pious dio el Víctor.

  14. #14
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    ¡Muero contento por mi Religión y por mi Rey!



    La guerra a los “insurrectos” de Buenos Aires tuvo un carácter esencialmente religioso; los realistas, instigados o acaudillados por sacerdotes, en trance de ser fusilados llegaban al banquillo exclamando: ¡Muero contento por mi Religión y por mi Rey!


    José Ingenieros, La evolución de las ideas argentinas
    Tanto en América como en España,
    al grito de "Muero por Dios y por el Rey",
    ante las balas revolucionarias jacobinas.
    Pious dio el Víctor.

  15. #15
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    ¿Se podría utilizar este hilo para debatir sobre las independencias americanas en general?

    Aquí hay muy buen material al respecto:

    Foro Santo Tomás Moro - Las Independencias Americanas - Foro Sto.Tomás Moro

    2 · 3 · 4 · 5 · 6

  16. #16
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Yo creo que sí.

    Si hay buen material en ese hilo del STM podrías pasarlo aquí. El foro STM funciona sobre una plataforma gratuita que podría desparecer cualquier día, y se perdería.
    Aquí corresponde hablar de aquella horrible y nunca bastante execrada y detestable libertad de la prensa, [...] la cual tienen algunos el atrevimiento de pedir y promover con gran clamoreo. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al considerar cuánta extravagancia de doctrinas, o mejor, cuán estupenda monstruosidad de errores se difunden y siembran en todas partes por medio de innumerable muchedumbre de libros, opúsculos y escritos pequeños en verdad por razón del tamaño, pero grandes por su enormísima maldad, de los cuales vemos no sin muchas lágrimas que sale la maldición y que inunda toda la faz de la tierra.

    Encíclica Mirari Vos, Gregorio XVI


  17. #17
    Avatar de juan vergara
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Estimado Ordoñez:
    Si hay alguien que fue Católico Apostólico Romano ese fue; MANUEL JOAQUÍN del CORAZÓN DE JESÚS BELGRANO.
    Y más allá de sus pecados -como todo hombre- siempre mantuvo esa fe y creencia, que demostró cabalmente y en todo momento a su tropa, cuya generala era la Virgen de la Merced.
    "Ea, púes soldados de la patria, no olvidéis jamas que nuestra obra es de Dios; que él nos ha concedido esta Bandera, que nos manda que la sostengamos, y no hay una sola cosa que no nos empeñe a mantenerla con honor y decoro que corresponde".
    Los colores de nuestra bendita bandera los tomo Belgrano de los de la Purísima e Inmaculada Concepción, a cuya cofradía pertenecía, endelantándose a su declaración dogmática.
    Colores que uso Carlos III distribuidos en idéntico sentido que nuestra bandera.
    El Consulado, al que perteneció Belgrano tenía esos mismos colores en honor a la Virgen y estaba bajo la protección de la Inmaculada Concepción.
    El general Belgrano Dono gran parte de sus sus sueldos, para que se hicieran colegios.
    El gobierno le debía los sueldos que no había donado...
    De más esta decir que nunca se los pagaron.
    Murió con una pobreza franciscana a tal grado que hubo que vender su reloj para pagarle los honorarios al medico.
    Su cajón fue de simple madera de pino el más pobre que había.
    No tenia siquiera dinero para costearse el viaje de Tucuman a Buenos Aires, cuando estaba gravemente enfermo.
    Era terciario dominicano y expresamente pidió que se lo enterrara con dicho habito, lo que se hizo
    Tambien por expreso pedido se lo enterró en la iglesia de Santo Domingo.
    Murió cristianamente, sin quejas, sus ultimas palabras fueron "Ay Patria mía!"
    A su entierro fue algún familiar y solo cuatro amigos...
    Obviamente que no hubo ningún masón ni liberal...ni homenajes de ningún tipo, ni discursos, ni nada, fuera de lo religioso.
    Cordiales saludos.

  18. #18
    Avatar de Ordóñez
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    Estimado Juan, otra vez con lo mismo.... Por esa razón, no hay ningún problema entonces con las Cortes de Cádiz, que incluso fueron más claras para con la religión católica que cualquier prócer separatista.

    CAPÍTULO II: De la religión


    Art. 12. La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.

    Lógicamente, a principios del siglo XIX, pocos exaltados se atreverían a hacer otra cosa. Sin embargo, es en ese mismo contexto donde San Martín le dice a su hija en su testamento que respete todas las religiones....


    Con respecto a la bandera, te recuerdo, fue decorada con el gorro frigio, simbología que mantuvo Juan Manuel de Rosas, a mi juicio, un personaje más que idealizado (No digo que fuera masón). Y es que a eso jugó el secesionismo en Hispanoamérica en líneas generales, del jesuitismo a Rousseau. El mismo hecho que Bolívar muriera arrepentido y maldiciendo a la masonería y hasta prohibiéndola poco quiere decir, y poco quería decir de hecho a esas alturas de la película.

    Con respecto a la masonería pasa algo parecido a lo que ocurre aquí con Blas Infante: Los musulmanes últimamente lo reivindican mucho. ¿Porque fuera un gran pensador, porque hizo una gran obra de la que se quieren apropiar? No, porque lo consideran un hermano en la umma, que es lo que fue. Eso mismo pasa con San Martín, Belgrano y tantos otros. Por eso mismo la masonería no se querrá nunca "apropiar" de Cathelineau o Zumalacárregui. Es la masonería a la que pertenecía Pablo Morillo y contra la que luchó Agustín Agualongo, y ambos combatieron en el bando realista. Sé que esto es un tema muy complejo, pero en cuanto a la obra secesionista argentina e hispanoamericana en general, la influencia masónica es grandilocuente hasta en la propia simbología.
    Y con respecto a Belgrano, -recuerdo el dato que da Luis Corsi Otálora-, le dice en carta a San Martín: “No estoy contento con la tropa de libertos; los negros y mulatos son una canalla que tiene tanto de cobarde como de sanguinaria, y en las cinco acciones que he tenido han sido los primeros en desordenar la línea.”

    ¡Je! Si cualquier oficial realista se hubiera expresado en esos términos, todos, desde el nacionalismo hasta el comunismo, qué no hubieran dicho....



    Estimado Donoso, en ese caso iré subiendo los artículos.
    Última edición por Ordóñez; 13/10/2012 a las 19:18

  19. #19
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    Re: Hay “otro” bicentenario

    El Problema Del 25 De Mayo
    Por Antonio Caponnetto

    [El Caballero De Nuestra Señora, 2º época Año: 8 Numero 147 8 de mayo del año del Señor 2008]

    Querido Marcelo:

    Me pides que te escriba para El Caballero de Nuestra Señora –publicación que llevo gratamente en el corazón desde los tiempos en que la iniciará, el inolvidable Padre Carlos Lojoya- alguna nota sobre La Revolución de Mayo.

    Permitime que te diga porqué me resulta tan difícil hacerlo.

    Tradicionalmente prevalecía la visión liberal y masónica de Mayo. Mayo era un dogma indiscutido, en virtud del cual debía repetirse que la patria había nacido en 1810, bajo los sacros auspicios de la democracia, del liberalismo y de la macabra Revoluta de 1789. España era una madrasta malísima –como la de las patochadas infantiles de Walt Disney- y habíamos hecho muy bien en sacárnoslas de encima. Los realistas eran tiranos opresores, los revolucionarios eran libertadores, y cada quien ocupaba su bando de malo o de bueno en los libros de texto. ¡Manes de parabienes!

    No le faltaba fundamento in re a esta visión. Porque efectivamente, este Mayo liberal, masónico, antiespañol y aún anticatólico había existido. Quien se acerque a las malandanzas de Castelli, Moreno y Monteagudo –entre tantos otros- podrá comprobarlo. Otrosí queda penosamente al descubierto cuando se consideran los escritos o los actos del curerío progresista de entonces, más confundidos que Casaretto después del Summorum Pontificum de Benedicto XVI. Por eso desde Roma llegaron voces legítimamente recelosas sino admonitorias respecto del movimiento revolucionario, como lo ha probado Rómulo Carbia en su La Iglesia y la Revolución de Mayo.

    Nuestro mismo Himno ratifica penosamente la existencia oficial de ese Mayo en todo contrario a nuestras raíces católicas. Hasta Ricardo Rojas –que le ha encontrado un par de plagios a la letra, y que nos exime “de la admiración estética”- se intranquiliza un poquitín ante aquello de “escupió su pestífera hiel”. ¿No será mucho, Vicente? Cristina lo canta a lo yanky, con la mano en su siliconado pecho. Yo, caro amigo, te confieso, como bautizado, no puedo andar gritando por ahí que la libertad es “un grito sagrado”. Y si tengo que ver “en un trono a la noble igualdad”, ya no es igualdad, pues está entronizada y ennoblecida.

    Como fuere, el Mayo masonete existió y es aborrecible. Existió y fue el que terminó imponiéndose, salvo durante el interregno glorioso de Don Juan Manuel. Los zurdos –que atacan a Roca por lo que tuvo de bueno- suelen decir que “es preferible un Mayo Francés a un Julio Argentino”. Tengo para mí en ocasiones, ante tanta confusión, que es preferible que no haya mayos.

    Los revisionistas –salvo alguno que creyó ver en el 25 de Mayo un 17 de octubre avant garde, y en el gorro frigio al famoso pochito con visera- en principio, pusieron las cosas en su lugar. Al menos los mejores de sus representantes probaron que hubo otro Mayo. Monárquico, hispánico, católico, militar y patricio; enemigo de Napoleón que no de España, fiel a nuestra condición de Reyno de un Imperio Cristiano, en pugna contra britanos y franchutes, filosóficamente escolástico, legítima e ingenuamente leal al Rey cautivo, y germen de una autonomía, que devino forzosamente en independencia, cuando la orfandad española fue total, como total el desquicio de la casa gobernante. Federico Ibarguren y Roberto Marfany, entre otros, se llevan las palmas del esclarecimiento y de la reivindicación de este otro Mayo. Mas nadie ha empardado, en claridad y en rectitud de juicio, al Mayo Revisado de Enrique Díaz Araujo. Sólo ha salido un tomo de los tres anunciados que componen la singular obra, pero es para aguardar ansiosos que la tríada se complete.

    Tampoco faltan hechos y personajes para probar la existencia de este Mayo genuino. Están las Memorias de Saavedra, la Autobiografía de Domingo Matheu, la de Manuel Belgrano, las cartas de Chiclana, Viamonte y Tomás Manuel de Anchorena. Está la obrita curiosa de Alberdi, El Gobierno de Sudamérica, y el mensaje magnífico de Rosas a la Legislatura, del 25 de mayo de 1836. Y hasta las fábulas humorísticas de Domingo de Azcuénaga están para nuestro entendimiento de la época.

    Leyendo meditadamente este material, es asombroso cómo se intelige el pasado y cómo se disipan las ficciones ideológicas. Lo que surge de estos valiosos testimonios no es el enjambre de conjeturales paraguas populistas, sino la espada de Saavedra “de dulce y pulido acero toledano, y que en su mano parecía una joya”, al buen decir de Hugo Wast. Espada puesta al servicio de la misma causa por la que en España, hacia la misma época, se desenvainaran otras para enfrentar al invasor Bonaparte. Y si surge también el Cabildo de estas veras semblanzas, es porque entonces, el mismo no era aún una figurita didáctica, sino una hidalga institución de raigambre medieval, custodia de los fueros locales y comarcales.

    Pero están los documentos que retratan este Mayo porque estuvieron los acontecimientos y los hombres que los protagonizaron. Y esto sería lo más importante por considerar y celebrar hoy, sino fuera que ese “Mayismo” fue derrotado, y prevaleció el otro. No sólo historiográficamente, que ya es grave, sino política y fácticamente, que es lo peor.

    Escuchemos a Rosas, en un fragmento de su valioso mensaje precitado: ”No se hizo [la Revolución de Mayo] para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad. No se hizo para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud. ¡Pero quien lo hubiera creído! Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad a la nación española, fue interpretado en algunos malignamente […] Perseveramos siete años en aquella noble resolución de mantenernos fieles a España, hasta que, cansados de sufrir males sobre males, nos pusimos en manos de la Divina Providencia y confiando en su infinita bondad y justicia tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España y de toda otra dominación extranjera”.
    Nuestros amigos carlistas, de un lado y del otro del Atlántico, están enojados con el 25 de Mayo. No les falta razones, ni son pocas las verdades que al respecto han recordado. Puede aceptarse incluso lo que enseñan: que nuestra guerra independentista tuvo algo o bastante de una dolorosa guerra civil, en tanto americanos hubo que se sentían inaboliblemente insertos a la Corona, con un gesto de lealtad que los honra. Puede y debe aceptarse, además, que la fábula escolar de “los realistas” malvados y los “patriotas” impolutos es un cuento de mal gusto. El realista Liniers fue un arquetipo de nuestra lucha soberana; el patriota Moreno, la contrafigura del cipayo. Y hasta tienen razón los carlistas cuando comentan que, en ciertas zonas hispanoamericanas, los negros defendieron la Corona y se batieron por su causa, sin importarle su condición. Claro que hablamos –como lo hace Luis Corsi Otálora- de los bravos negros que enarbolaban orgullosos los pendones de la Orden de San Luis- y no de los morochos mercenarios de D’elía. Por eso decía Ramón Doll que “hay negros de todos los colores”.

    Pero determinadas cosas vinculadas a nuestro 25 de Mayo, los admirados carlistas parecería que no quieren ver, o ven a medias, y entonces precipitan sus juicios. No quieren ver, por ejemplo,la gravísima crisis moral del Imperio Español, sintetizada en aquella sentencia tan dura cuanto cierta de Richard Heer: “España estaba gobernada por un galán frívolo, una reina lasciva y un rey cornudo”. No quieren ver que, a comienzos de 1810, sólo quedaban las apariencias de España, con “los franceses que salen por un lado y los ingleses que entran por el otro”, según afirmación de Benito Pérez Galdós en “El equipaje del Rey José”. No quieren ver que tanto ultraje, tanto vejamen, tanta depredación y anonadamiento de la Madre Patria, eran males causados por sus mismos reyes felones, por su misma borbonidad traicionera, por la vacancia y la acefalía cobarde de una Corona, que ya no era la de los siglos del Descubrimiento y la Evangelización.

    Y no quieren ver –como lo ha sintetizado certeramente Luis Alfredo Andregnette Capurro, replicando a Federico Suárez Verdeguer- que “las Cortes de 1810 y 1812, pletóricas de iluminismo jacobino, y Fernando VII con su avaricia absolutista, precursora del liberalismo, sellaron la destrucción del Imperio Católico. Crimen incalificable, porque la Revolución (en el sentido del verbo latino volver hacia atrás),aspiró a una unión más perfecta con la Metrópoli”. Crimen que se ejecutó con varias puñaladas traperas, como cuando el 24 de septiembre de 1810, las Cortes de Cádiz aprobaron la ley por la cual se dispuso la extinción de Provincias y Reynos diferenciados de España e Indias, en clara señal de abolición de los honrosos Pactos sellados por Carlos V en Barcelona el 14 de septiembre de 1519.

    ¿De qué lado estaba entonces la traición? ¿De los americanos que se levantaban jurando fidelidad al rey Cautivo, deseando conservar sus tierras, aunque reclamando la necesaria autonomía para no ser arrastrados por la crisis peninsular, o de la casa gobernante española que pactó la rendición ante Napoleón Bonaparte? ¿Quiénes eran los leales, los que se rebelaban aquí, a imitación de los combatientes hispánicos, para comportarse como súbditos corajudos y lúcidos, o aquellos funcionarios, cortesanos y monarcas que se desentendieron vilmente de la suerte de estos Reynos, como lo gritaba Fray Pantaleón García en el Buenos Aires de 1810? ¿Adónde la fidelidad? ¿En las intrigas borbónicas para convertirnos en pato de la boda, como decía Saavedra; o en este surero Buenos Aires levantado en hazañas, primero contra el hereje britano, y contra los alcahuetes de Pepe Botella después, y en ambos casos, levantado siempre con la bandera de España entre los mástiles?

    A ver si nos vamos entendiendo.

    La historia es historia de lo que fue, no de lo que pudo haber sido, o de lo que nos hubiese gustado que fuera.

    Nos hubiese gustado que el Imperio Hispano Católico no se extinguiera; y que nosotros nos constituyéramos en “la última avanzada de ese Imperio”, como cantaba Anzoátegui. Nos hubiese gustado que Mayo no hubiese sido necesario; y seguiremos repitiendo con José Antonio: “si volvieran Isabel y Fernando, ya mismo me declaraba monárquico”; esto es vasallo de aquella Corona por la cual la monarquía se reencontró a sí misma como forma pura y paradigmática de gobierno.

    Nos hubieran gustado tantas cosas.

    Pero los hechos se dieron de otro modo, seguramente por permisión de la Divina Providencia. Y no renegamos de nuestro Mayo Católico e Hispánico, ni de una autonomía que no era desarraigo, ni separación espiritual, ni ingratitud moral. No renegamos de aquellos patriotas que, portadores de sangre y de estirpe hispanocriolla, tuvieron que batirse al fin, heroicamente, para que esa autonomía fuese respetada.

    ¿Ves, querido Marcelo, porqué es tan difícil hablar o escribir sobre el 25 de Mayo?

    ¿Qué festejamos ese día? El Mayo masón desde ya que no. Ese será el del Bicentenario Oficial. Un festejo tan desnaturalizado y horrible como lo fue el de la gloriosa Reconquista y Defensa de 1806-1807. Será el Mayo falsificado y ruin, liberal y marxista, agravado por el magisterio soez de Felipe Pigna –nuevo Taita Magno de la Historia, como lo ridiculizaría Castellani- según el cual, Moreno fue el primer desaparecido y Saavedra el primer represor. Y lo peor es que a esta obscenidad llaman algunos ahora revisionismo histórico.

    El Mayo de algunos de nuestros entrañables amigos españoles, tampoco podríamos festejar. Para ellos lo de aquí fue una simple traición a España; y aunque traidores hubo, sin duda, tuvo aquel acontecimiento protagonistas centrales transidos de lealtad y de fidelidad, de arraigo espiritual y encepamiento religioso, de recto y fecundo amor al solar natal, de prudente, gradual y legítimo sentido de emancipación americana.

    El Mayo de los revisionistas heterodoxos, que vieron en aquellas jornadas de 1810 un alzamiento de orilleros resentidos y desarrapados rencorosos, tampoco es celebrable. Entre otras cosas, porque no existió. El piqueterismo es cosa de este siglo. Tampoco el Mayo de los católicos liberales, que creyeron calmar sus conciencias encontrando alguna tonsura entre los revolucionarios, aunque enseñaran las peores macanas modernistas.

    Si algún Mayo recuerdo con gratitud,emoción y decoro; con absoluta austeridad de manifestaciones festivas, es el que encarna aquel Comandante de Patricios, que afirmando con meridiana claridad que se alzaba contra franceses e ingleses -y contra todos aquellos que aquí o acullá quisieran comprometer el destino de estas tierras franqueándoles las invasiones- puso su condición militar al servicio de Dios y de entrambas Españas.

    De él dijo Braulio Anzoátegui: “Saavedra era un militar que jamás andaba sin uniforme, porque comprendía que un militar sin uniforme es una persona peligrosa que de pronto le da por pensar como un político cualquiera, y piensa y es capaz de olvidarlo todo; es como una dueña de casa que olvida lo que vale la docena de huevos. En esto se parecen las malas dueñas de casa a los malos militares: en que no saben cuánto valen los huevos”.

    Saavedra lo sabía. Y tenía fama de saber estas cosas fundamentales. Por eso, el Capitán Duarte lo quiso proclamar Rey de América. Pero Moreno lo acusó de borracho y lo desterró de la ciudad. También desterrado acabaría Saavedra.

    Curioso destino el de nuestros hombres de armas. Si no saben cuánto valen los huevos los nombran Generales. Si proclaman nuestra soberanía pasan a la historia por borrachos.

    Te mando un abrazo fuerte
    En Cristo y en la Patria

    Antonio Caponnetto
    Pious dio el Víctor.

  20. #20
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    Re: Hay “otro” bicentenario

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    Ante los 200 años de la independencia hispanoamericana (I)


    JOSÉ ANTONIO NAVARRO GISBERT

    ¿Son las naciones de habla hispana de América, desgajadas del Imperio español a través de un proceso iniciado hace ahora doscientos años, una invención al socaire de los nuevos aires que soplaban por aquellas calendas, o hunden sus raíces en lo profundo de Occidente a través de la nación descubridora del Nuevo Mundo?

    Hay respuestas, alguna sin excesivos fundamentos, para todos los gustos, pero es innegable que cuando, con plenitud o sin ella, iniciaron la andadura sin tutelas españolas, lo hicieron al amparo de instituciones creadas a lo largo de tres siglos de colonia. Prueba de ello sería que las actuales naciones hispanoamericanas, con alguna excepción como Bolivia, segregada por estrategias de la guerra emancipadora del Alto Perú por Simón Bolívar, corresponden a las delimitaciones políticas, territoriales y administrativas que imperaban hace doscientos años.
    El caso de Venezuela es uno de los ejemplos más significativos: su existencia política es prácticamente una creación de Carlos III en 1777, como se desprende de la lectura de la Constitución de Venezuela cuando al fijar sus límites establece: «El territorio y demás espacios geográficos de la República son los que correspondían a la Capitanía General de Venezuela antes de la transformación política iniciada el 19 de abril de 1810…» Es significativo, además, porque fue Venezuela el foco principal del movimiento emancipador, con la curiosa paradoja de que aquella creación política reciente, soportó la carga más pesada en las jornadas que culminaron mediada la década de los veinte del siglo XIX en la independencia, con excepción de Cuba y Puerto Rico, del Imperio español en América
    La conmemoración de este segundo centenario es ocasión propicia para recordar algunas interpretaciones que se han producido al respecto. Angel Bernardo Viso, en un ensayo histórico, Venezuela: identidad y ruptura, que subtitula La historia como estado de conciencia, el pasado como introspección y vivencia colectiva, al analizar la situación actual, producto del proceso iniciado a principios del siglo XIX, dice que «vemos en nuestro continente agitarse formas confusas y caóticas de vida colectiva, que nos hacen mirar nuestro presente como la expiación de una culpa.» Interpretación a la que agrega que percibe « nuestra historia, salvo algunos momentos afortunados, como una sucesión de vías sin salida, y que invariablemente han conducido a nuevos atolladeros.»
    ¿Latinoamérica o Hispanoamérica?
    Como punto previo para entrar en cualquier disquisición alentada por la circunstancia bicentenaria conviene abordar el tema de la definición adecuada al referirnos al antiguo Nuevo Mundo, valga el oxímoron. Nos referimos a la debatida cuestión acerca de cuál es la denominación más apropiada: ¿Latinoamérica o Hispanoamérica?
    Aun cuando el término “Iberoamérica” se hace de uso obligado al referirnos a las naciones situadas en los dos hemisferios de América para incluir a Brasil, ese coloso aislado lingüísticamente de su entorno, el cual, para vencer el riesgo de incomunicación impone el español como idioma de obligado estudio, la cuestión a debatir se centra en la utilización de la palabra que con mayor rigor se incline por Latinoamérica o Hispanoamérica. Ya opinó al respecto Unamuno, cuando dejó en el aire la pregunta: “Latinoamericanos por qué, acaso hablan latín?” Quería significar don Miguel aquello de que somos lo que hablamos, argumento que de entrada es irrebatible. Sin embargo, la polémica está envuelta en sutilezas, intencionalidades y fines interesados en opacar la presencia española desde los albores del descubrimiento hasta nuestros días, y a fe que lo han logrado. Si en la propia España actual, el término “Latinoamérica” ha adquirido carta de ciudadanía, relegando “Hispanoamérica” al ámbito patrimonial del régimen extinguido con el fallecimiento de Franco, y arrinconando la palabra prácticamente al menosprecio, huelga hacer oposición en el resto del mundo.
    Pero lo cierto es que el uso de “Latinoamérica” que se ha impuesto permitió al escritor venezolano Carlos Rangel, en su obra Del buen salvaje al buen revolucionario, curiosamente un éxito de librería después de treinta años de su aparición, terciar en el caso: «Los latinoamericanos no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser.» Y al referirse a la América cuya denominación a reivindicar sería Hispanoamérica, se extiende: «Esa diferenciación de la América española procede, evidentemente del sello que dieron sus conquistadores, colonizadores y evangelizadores. Se trata de uno de los prodigios más asombrosos de la historia, pero está a la vista, es irrefutable. Hay controversia sobre el número exacto de los “viajeros de Indias”. Pero en todo caso fueron apenas un puñado de hombres, entre marinos, guerreros y frailes. Y esos pocos hombres, en menos de sesenta años, antes de 1550, habían explorado el territorio, habían vencido dos imperios, habían fundado casi todos los sitios urbanos que hoy todavía existen (más otros que luego desaparecieron), habían propagado la fe católica y la lengua y la cultura castellana en forma no sólo perdurable sino, para bien o para mal, indeleble.»
    De esto puede deducirse que española y no latina es esa América fundada en el aporte español iniciador de la portentosa aventura genésica creadora del mestizaje. América Latina o Latinoamérica es invención de franceses o de anglosajones, que aunque se ha implantado, constituye un caso de flagrante despistaje histórico.
    El caso es que a pesar de la división en 18 naciones, que como queda dicho tiene su origen en el propio desarrollo de la colonia, la América española tiene corporeidad, haciendo caso omiso de su fraccionamiento. Lo que confiere significación especial a este hecho se debe a la circunstancia de que los primeros españoles que llegaron al Nuevo Mundo no se encontraron con un vasto territorio unido por lazos culturales o por civilizaciones, sino disperso, variado, e incluso dentro de sus especificidades, mundos en pugnas de exterminio. Fueron las instituciones españolas y fundamentalmente la Corona, el factor aglutinante. Las culturas de los por error llamados indios, acabaron perdiendo su pasividad unitaria para integrarse en las sociedades hispánicas cimentadas progresivamente durante el desarrollo del proceso de conquista, colonización y evangelización. Otro factor aglutinador lo constituye la adquisición de la conciencia de su derrota frente al conquistador con las secuelas de exterminio por doble motivo: enfrentamiento y enfermedades importadas; y acaso el más importante de todos: el mestizaje.
    Incluso el indigenismo tan en boga actualmente adquiere un carácter que lo hace presentable en bloque alimentado por el cordón umbilical que transmite a todas las naciones la unidad lingüística, la religión, practicada o yacente, y una serie de usos y costumbres, heredadas de un tronco común que imprimió, como los sacramentos, carácter.
    Cualquiera que sea la denominación que se quiera aplicar a la comunidad que se da en las naciones que dieron sus primeros vagidos en el claustro fetal de la conquista, colonización y mestizaje, y que nacieron con la Independencia, constituyen junto con España una realidad que prevalece por encima de cualquier pretensión caprichosa que se proponga negarla o destruirla.
    PARPAL y Pious dieron el Víctor.

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