Se trataba de un gran contingente de tropas (unos 22.000 hombres) cuyo destino, en principio, iba a ser el Río de la Plata, para sofocar los brotes independentistas que desde Buenos Aires y Paraguay ascendían por todo Sudamérica.
Su salida estaba preparada para 1819,
y de haberse concretado hubiese tenido consecuencias desastrosas para la independencia hispanoamericana, pero afortunadamente se fue demorando su salida. Para transportarlo hacía falta una gran flota que España no tenía [efectivamente, lo más complicado en estas grandes operaciones navales no es reunir la escolta de guerra sino la flota de transporte], por lo que, ante la imposibilidad de fabricar una dado su elevado costo [recordemos que España estaba arrasada y que la flota debía partir inmediatamente], optó por comprar una flotilla rusa de segunda mano que el zar había ofrecido a muy buen precio; ésta se encontraba en pésimas condiciones para la navegación transatlántica según dictamen de una comisión real. Una epidemia de peste amarilla azotó luego Cádiz y obligó a dispersar las tropas para evitar mayores bajas.
Todo esto habría servido de poco de no ser por la idea de las logias gaditanas de aprovechar aquel gran ejército para realizar un pronunciamiento contra el absolutismo y en defensa de la monarquía constitucional. La conspiración quedó lista para finales de 1819, pues el ejército debía partir para América a comienzos del año siguiente. La dirigían los dos coroneles Quiroga y López Baños y varios comandantes como Riego, Arco Agüero y San Miguel. Uno de los primeros objetivos era apresar al jefe del ejército, pues el conde de La Bisbal (O’Donnell) fue sustituido por el general Calleja.
Proclamación de la Constitución de 1812
El pronunciamiento se inició el 1 de enero de 1820. El comandante Riego se alzó en Cabezas de San Juan y proclamó la Constitución de 1812, marchando inmediatamente hacia Arcos, donde prendió al general Calleja. El coronel Quiroga salió de los Gazules y entró en San Fernando, pero fue detenido al intentar entrar en Cádiz. Los sublevados se encerraron en la isla de León, donde permanecieron mes y medio en espera de que otras guarniciones secundaran su acción. Las tropas fieles al monarca mantuvieron el cerco, pero sin acciones ofensivas.
El pronunciamiento parecía abocado al fracaso cuando el 21 de febrero se alzó el coronel Azevedo en La Coruña, apresó al capitán general y se proclamó la Constitución. Zaragoza, Barcelona, Pamplona y Cádiz siguieron su ejemplo, y el conde de La Bisbal se sublevó en Ocaña con las tropas que debían dominar a los rebeldes. Atemorizado, Fernando VII anunció el 6 de marzo su propósito de convocar las Cortes, y el 9 decidió jurar la Constitución.
Los liberales gobernaron durante un trienio, de gran importancia para Hispanoamérica, pues se inició
evitando que un enorme ejército invadiese los países del Río de la Plata, lo que hubiese alargado sobremanera el proceso independentista.
El liberalismo español ordenó además negociaciones con los patriotas, lo que permitió a éstos actuar con mayor oportunidad en los momentos que tenían las fuerzas apropiadas.
El trienio liberal de la Península Ibérica (1820-1822) resultó decisivo para la independencia de las colonias americanas que lograron, o consolidaron, su emancipación. Aquí se marca el punto final de la historia que compartieron los pueblos ibéricos e iberoamericanos. A partir de ese momento se produjo el distanciamiento de ambos bloques.
Habían concluido trescientos años de vida en común que dejaron una huella muy profunda en todas ellas: España por su vocación americana y América por su clara ascendencia ibérica.
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