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Tema: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

  1. #141
    Avatar de Mexispano
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    Poder otorgado por Bolívar a su cuñado para vender bienes incluidos esclavos (humanos) de su propiedad en 1812.


    "DOCUMENTO 60. PODER GENERAL CONCEDIDO POR SIMÓN BOLÍVAR A SU CUÑADO DON PABLO DE CLEMENTE... "


    "... Y para que pueda vender y venda, al contado o fiado, cualesquiera esclavos, u otros bienes muebles, raíces o semovientes, frutos y efectos, ajusfando y celebrando los contratos como por bien tuviere..."

    Archivo del Registro Principal, Caracas. Escribanía de Pablo Caserillo, año de 1812, fs. 53 a 54 v°. Original. Firmas de Bolívar y del Escri*bano, autógrafas; letra de amanuense no identificado.

    La esclavitud de Bolívar trascendió la que ejercía sobre sus esclavos afrodescendientes: se instauró en la America entera.

    Archivo del Libertador. Gobierno de Venezuela.

    http://www.archivodellibertador.gob....cador/spip.php







    https://www.facebook.com/photo.php?f...type=3&theater

  2. #142
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    El testamento politico del racista y genocida Simon Bolivar, antecesor del “Che” Guevara




    ¿Este es “el héroe”, “el Libertador” que tanto admiran?

    » […] los pueblos son como los niños que luego tiran aquello porque han llorado. Ni Ud., ni yo ni nadie sabe la voluntad pública. Mañana se matan unos a otros, se dividen, y de dejan caer en manos de los más fuertes o más feroces.
    […]
    »Desde aquí estoy oyendo a esos ciudadanos (ecuatorianos) que todavía son colonos y pupilos de los forasteros; unos son venezolanos, otros granadinos, otros ingleses, otros peruanos y quién sabe de qué otras tierras los habrá también. Y después, ¡qué hombres! unos orgullosos, otros déspotas y no falta quien sea también ladrón, todos ignorantes sin capacidad alguna para administrar.
    […]
    »Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos. La América es ingobernable para nosotros. 2°. El que sirve una revolución ara en el mar. 3°. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4°. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas. 5°. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6°. Sí fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América.

    »La primera revolución francesa hizo degollar las Antillas, y la segunda causará el mismo efecto en este vasto continente. La súbita reacción de la de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban, o más bien los van a completar. Ud. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia, y ¡desgraciados de los pueblos! y ¡desgraciados de los gobiernos!
    […]
    »Desagraciadamente, entre nosotros no pueden nada las masas, algunos ánimos fuertes lo hacen todo y la multitud sigue la audacia sin examinar la justicia o el crimen de los caudillos, mas los abandonan luego al punto que otros más aleves los sorprenden. Esta es la opinión pública y la fuerza nacional de nuestra América.
    […]
    »Ud. puede considerar si un hombre que ha sacado de la revolución las anteriores conclusiones por todo fruto, tendrá ganas de ahogarse nuevamente, después de haber salido del vientre de la ballena. Esto es claro. (9 de noviembre de 1830)

    Una profecía cumplida al pie de la letra, tal vez por algún filón hebraico en la venas de su autor o por ser este el modelo de latinoamericano (que no hispanoamericano), quien lo arruina todo y después se arrepiente de todo, incluso de lo arruinado. Temeroso Bolívar de la verdad que él mismo había confrontado pedía a Flores: «rogando a Ud. que rompa esta carta luego de que la haya leído, pues sólo por la salud de Ud. la hubiera escrito, temiendo siempre que pueda dar en manos de nuestros enemigos y la publiquen con horribles comentarios.» Flores tuvo el acierto de no destruir la carta, dejando un testimonio documental invaluable para la posteridad.

    El “Che” Guevara imito a las mil maravillas al traidor Bolivar:


    • Hay que acabar con todos los periódicos. Una revolución no se puede lograr con la libertad de prensa».
    • «Para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. ¡Esta es una revolución! Y un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivado por odio puro».
    • «¡El odio es el elemento central de nuestra lucha! El odio tan violento que impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar violenta y de sangre fría. Nuestros soldados tienen que ser así».
    • «Los negros, esos magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño, han visto invadidos sus reales por un nuevo ejemplar de esclavo: el portugués».
    • En una carta a su padre refiriéndose a dicha ejecución escribe: «Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar».

    «Los jóvenes deben abstenerse de cuestionamientos ingratos de los mandatos gubernamentales. En su lugar, tienen que dedicarse a estudiar, trabajar y al servicio militar.»

    «¡Los jóvenes deben aprender a pensar y actuar como una masa. Es criminal pensar como individuos!

    Durante la crisis cubana de los misiles en octubre de 1962, el Che apoyó a Fidel en la confrontación nuclear con Estados Unidos. Se decepcionó cuando Khrushchev decidió retirar los misiles, ante la amenaza de una guerra nuclear (ver las Memorias de Nikita Khrushchev). Él le dijo al reportero británico Sam Russell del periódico socialista Daily Worker que “si los misiles hubiesen permanecido (en Cuba), los hubiésemos utilizado contra el mismo corazón de los Estados Unidos incluyendo a Nueva York. Nunca debemos establecer la coexistencia pacífica. En esta lucha a muerte entre dos sistemas tenemos que llegar a la victoria final. Debemos andar por el sendero de la liberación incluso si cuesta millones de víctimas atómicas.”

    «Hay que acabar con todos los periódicos. Una revolución no se puede lograr con la libertad de prensa.»

    «Para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. ¡Esta es una revolución! Y un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivado por odio puro.»

    «¡El odio es el elemento central de nuestra lucha! El odio tan violento que impulsa al ser humano más allá de sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar violenta y de sangre fría. Nuestros soldados tienen que ser así.»

    El racismo de Che se hace evidente en estos comentarios en su diario de viaje: “Los negros, esos magníficos ejemplares de la raza africana que han mantenido su pureza racial gracias al poco apego que le tienen al baño, han visto invadidos sus reales por un nuevo ejemplar de esclavo: el portugués. El desprecio y la pobreza los une en la lucha cotidiana, pero el diferente modo de encarar la vida los separa completamente.»

    Y continúa “…el negro indolente y soñador, se gasta sus pesitos en cualquier frivolidad o en ‘pegar unos palos’ (emborracharse), el europeo tiene una tradición de trabajo y de ahorro que lo persigue hasta este rincón de América y lo impulsa a progresar, aún independientemente de sus propias aspiraciones individuales.” En la película “Diarios de Motocicletas” omitieron esta observación incómoda del diario del Che.

    El 18 de febrero de 1957 el guía campesino Eutimio Guerra, acusado de pasar información al enemigo, es enjuiciado por los rebeldes y condenado a muerte. A la hora de la ejecución, sus compañeros no se deciden a pasarlo por las armas, y es cuando el Che se adelanta, extrae su pistola matando de un disparo en la sien a Eutimio, describiendo el acto en su diario de la Sierra Maestra: “…acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola [calibre] 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y quedó muerto. Al proceder a requisarle las pertenencias no podía sacarle el reloj amarrado con una cadena al cinturón, entonces él me dijo con una voz sin temblar muy lejos del miedo: ‘Arráncala, chico, total…’ Eso hice y sus pertenencias pasaron a mi poder.

    ”Posteriormente Che escribirá en su Diario: “…ejecutar a un ser humano es algo feo, pero ejemplarizante. De ahora en adelante aquí nadie me volverá a decir el saca muelas de la guerrilla.”

    En una carta a su padre refiriéndose a dicha ejecución escribe: “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar.”

    Seguimos atrapados en el ciclo bolivariano, es hora de romperlo, de superarlo.


    http://ttps://laverdadofende.blog/20...l-che-guevara/


  3. #143
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    Simón Bolívar: el demonio de la gloria

    El discurso de Simón Bolívar es claramente republicano pero no democrático. La publicación de Bolívar: American liberator, de Marie Arana, da pie a una reflexión de Enrique Krauze sobre el apego de Bolívar al mando: el temor criollo a la “pardocracia”, a la revolución étnica, a la cruel “guerra de colores”.


    Enrique Krauze

    05 Junio 2013


    a la memoria de Simón Alberto Consalvi


    En las Obras completas de Simón Bolívar, perdido entre 2,923 cartas y discursos, hay un documento tan extraño que algunos historiadores han dudado de su paternidad. Es “Mi delirio en el Chimborazo”, deliquio literario que data quizá de 1822 y refiere la ascensión, seguramente parcial y tal vez imaginaria, de Bolívar al volcán ecuatoriano. En su “Marcha de la Libertad” había atravesado “regiones infernales, surcado los ríos y los mares, subido sobre los hombros gigantescos de los Andes” hasta llegar a esa “atalaya del Universo”. Ni el tiempo había logrado detenerlo. De pronto, poseído del “Dios de Colombia” (la inmensa y promisoria nación fundada en lo que hoy es el territorio de Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), “el Tiempo” mismo (viejo venerable, hijo de la Eternidad) se presenta ante él para recordarle la pequeñez de sus hazañas. “He pasado a todos los hombres en fortuna –respondió Bolívar– porque me he elevado sobre la cabeza de todos”, pero la visión le revela el secreto del “Universo físico y moral” que, al despertar, debía trasmitir a sus semejantes.

    Bolívar nunca compartió aquel secreto, pero sin duda sentía haber “demostrado a Europa que América tenía hombres equiparables a los héroes del mundo antiguo”. Nuevas empresas lo esperaban: la derrota de las fuerzas realistas en el Perú (1824) y la creación (en el Alto Perú, en 1825) de una nación que llevaría su nombre, Bolivia. Y poseído por “el demonio de la Gloria” quería llegar hasta Tierra de Fuego. A principio de 1826, solo un capítulo faltaría en su libreto: “el laudable delirio” anunciado en su famosa “Carta de Jamaica” de 1815: un gobierno confederado de las naciones americanas: “¡Qué bello sería –había escrito entonces– que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar ahí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios...” En junio de 1826, Panamá sería, en efecto, la sede de ese Congreso Anfictiónico. Para entonces, según estimaciones, Bolívar había recorrido 23,000 kilómetros de campaña y comenzaría a dar señales serias de la tuberculosis que a fines de 1830 acabaría con su vida.

    Tratándose del inabarcable Bolívar, es difícil sustraerse a la teoría del “Gran hombre”, más aún si el mismísimo Thomas Carlyle dejó en 1843 un pequeño perfil en el que lo llama “el Washington de Colombia”, lo compara con Aníbal, y va más allá: “Si este no es un Ulises [...] ¿en dónde ha habido uno? ¡En verdad un Ulises cuya historia valdría su tinta, si apareciera el Homero capaz de escribirla!” A lo largo de los años, cientos de autores han buscado encarnar a ese Homero. Ahora recoge el desafío de Carlyle una distinguida escritora peruana: Marie Arana. Su libro Bolívar: American liberator (editado este año en Estados Unidos por Simon & Schuster) no pretende nada menos que eso: recrear la saga homérica del Ulises americano que, según Arana, “por sí solo concibió, organizó y encabezó los movimientos de independencia de seis naciones”.

    Con una óptica abiertamente carlyleana, Arana (antigua editora del Washington Post, autora de un par de novelas y de un best seller de National Geographic) se propuso intentar “una narrativa arrolladora, atractiva, más una épica cinematográfica que un tomo académico”. En ese sentido logró su propósito. Su libro no descubre información importante ni aporta interpretaciones originales, pero se lee como una novela escrita con color y brío, poblada de personajes, paisajes, episodios y escenas memorables. Se ha dicho que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Arana pertenece al primer grupo: su historia, como la de Bolívar, no conoce un momento de calma y en su mismo tempo trasmite la irrefrenable pasión del hombre que en la mañana del Jueves Santo de 1812, caminando por las ruinas de su natal Caracas tras un devastador terremoto, exclamó: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca.”

    Arana describe el origen de esa intensa y furiosa determinación. Nacido en 1783 en el seno de la más alta aristocracia criolla, descendiente de un fundador de Venezuela del que provenía su nombre y linaje, Bolívar heredó una inmensa fortuna: doce casas y solares en Caracas y La Guaira, minas de cobre, haciendas de azúcar e índigo, plantaciones de cacao, rebaños de ganado y cientos de esclavos. Pero desde la más temprana niñez la propia naturaleza había decidido oponérsele: huérfano de padre a los dos años y de madre a los nueve, el niño Simón agrega a su riqueza enormes plantaciones de cacao legadas por el sacerdote que lo bautiza, pero nada mitiga su tragedia: “irascible, caprichoso, necesitado con urgencia de una mano firme, se volvía cada vez más ingobernable”. Según testimonio de un pariente, Simón vagaba solo por las calles, a pie o a caballo, acompañado de muchachos que no eran de su clase. Y “toda la ciudad de Caracas lo había notado”. Tras procurarle una esmerada aunque inconstante educación científica y literaria, y el ingreso a la Academia Militar, en 1799 sus tutores discurren la solución de un viaje a Madrid, donde el joven aristócrata frecuenta la Corte imperial, con incidentes chuscos que mucho tiempo después recordó o acaso inventó (como haber estrellado un gallo de bádminton en la cabeza del futuro Fernando VII). Lo cierto es que en ese primer viaje a Europa encuentra el amor que debía redimirlo. Su matrimonio con María Teresa Rodríguez del Toro ocurre bajo los mejores auspicios. La joven pareja se instala al lado de la catedral en Caracas. Pero el idilio es efímero. María Teresa muere a los cinco meses de su arribo, víctima de fiebre amarilla. Bolívar queda viudo a los diecinueve años de edad. Sus duelos son el anuncio del rebelde que vendrá.

    Su preceptor, el rousseauniano Simón Rodríguez, le “hizo comprender que existía en la vida de un hombre otra cosa que el amor”, escribía Bolívar a su amiga Fanny du Villars en 1804, durante el nuevo viaje europeo que había comenzado en 1803 y se extendería hasta 1807. En las principales capitales frecuenta la vida galante y los salones ilustrados, atestigua el ascenso de Napoleón, el “gran hombre” a quien siempre tuvo presente como emblema heroico, pero cuya coronación en Notre Dame en 1804 le pareció abominable. Y en la primera ascensión febril de su vida (en el Monte Sacro de Roma, en 1805), acompañado por Rodríguez, jura liberar América del yugo español. Arana cubre con vivacidad esta etapa, aunque no deja de incurrir en tópicos de la historia tradicional. Un ejemplo es su relación con Humboldt, el sabio alemán cuyas obras habían abierto al público europeo (y a Thomas Jefferson) el interés y el apetito por los riquísimos dominios de España en América. Arana recrea los encuentros casi como señales de predestinación, pero muchos años después Humboldt –sorprendido por la buena estrella de Bolívar– recordaba a su interlocutor como “un hombre pueril”.




    Raúl Arias


    El enfoque carlyleano es popular pero como método y teoría del conocimiento histórico, además de anacrónico, tiene al menos dos inconvenientes: tiende a dejar de lado contextos pertinentes (sociales, culturales, históricos), y a cancelar la distancia entre el biógrafo y el biografiado. Arana incurre en esta doble falla desde el instante en que asume el libreto de Bolívar según el cual los hechos que conmovieron el subcontinente americano en la segunda década del siglo xix fueron provocados por la “incompatibilidad fundamental” entre el viejo, decadente pero aún poderoso Imperio Español, que había oprimido a sus colonias de ultramar por trescientos años, y la voluntad de los americanos por conquistar su libertad e independizarse. A estas alturas, con los aportes diversos al conocimiento histórico que Arana desestima, es inadmisible esta variante de la leyenda negra española aplicada a los movimientos de independencia.

    Una prueba está en la propia historia venezolana. En sus albores (entre 1812 y 1814) la guerra de Independencia fue más bien lo contrario: una sanguinaria guerra de contra-independencia librada, no entre venezolanos y españoles, sino entre los propios venezolanos. Del lado de Bolívar, secundados por algunos sectores populares y tropas neogranadinas, luchaban los que querían cambiar: los criollos históricamente resentidos con España que de tiempo atrás reclamaban el dominio de su heredad. Frente a ellos se alzaron los defensores locales de la Corona: un ejército de 12,000 “pardos”, muestra más que representativa de la mitad “parda” de la población (unos 400,000 habitantes) nacidos de la mezcla variopinta de los esclavos negros, los blancos y la menguada población indígena. Sus jefes sucesivos fueron el canario Monteverde y el asturiano Boves. El resentimiento de los pardos –no del todo maltratados por la legislación española y sus representantes– iba dirigido contra la rica minoría criolla denominada “mantuana”, dueña de estancias ganaderas y haciendas de cacao y tabaco, obsesionada con los títulos nobiliarios, guardiana de la “limpieza de sangre”, pero sobre todo despreciativa de aquella “multitud promiscual”.

    Ninguna región americana, con la sola excepción de Haití (que decapitó a su élite blanca), sufrió durante la independencia una guerra étnica y social (llamada entonces “guerra de colores”) de esas proporciones. Tras el fracaso de la Primera República (25 de julio de 1812), en el verano de 1813 Bolívar lanzó la llamada “Campaña admirable” gracias a la cual liberaría parte del territorio venezolano, asumiendo poderes dictatoriales. Pero las fuerzas de Boves –acuciadas por la promesa de hacerse de las propiedades de los blancos– no cejaron hasta expulsarlo de nuevo, a él y a la población criolla de Caracas, en un éxodo de proporciones y dramatismo bíblicos.

    Arana describe con crudeza la hecatombe desatada por Boves: degüellos, mutilaciones, violaciones, miembros insepultos, lanceo mortal de madres encintas y recién nacidos. No omite –y es algo que debe acreditársele– la respuesta brutal de Bolívar. Su “Decreto de Guerra a Muerte” de febrero de 1814 ordenó la ejecución a sangre fría de ochocientos prisioneros y enfermos españoles recluidos en las bóvedas y el hospital de La Guaira, pero razona la medida como una respuesta eficaz a la barbarie circundante. Lo cual deja de lado la responsabilidad histórica de los criollos, que tampoco Bolívar encaró. Solo una “inconcebible demencia –escribió Bolívar– hizo a los pueblos americanos tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro de sus tiranos”. “Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno”, lamentaba. Resentía ser “el Nerón de los españoles” y de sus “infelices cómplices”, pero asumía el papel con resignación. La carnicería dejó cerca de 25,000 muertos, la mayoría civiles, y destruyó casi toda fuente de riqueza.

    Arana registra y deplora los hechos, sin mayor análisis. Prefiere condenar a los seguidores de Boves: “No entendían que la verdadera pirámide de opresión [...], las raíces de la miseria estaban en el Imperio, no entendían que España había construido cuidadosamente ese mundo injusto...” El punto en sí mismo es dudoso: en el orbe hispano las castas y aun los esclavos tenían una condición menos inhumana que en Estados Unidos. Pero Arana los reprueba incluso frente a los revolucionarios de Haití, quienes habían matado “en el nombre de la libertad” y no, como ellos, los pardos, “en nombre del Rey”.

    “Nada es de lo que fue”, dijo Bolívar en septiembre de 1814. La experiencia de la “Guerra a Muerte” le dejó una marca permanente. Se había convencido de la ineptitud de los principios republicanos puros en los que originalmente había creído. Su exilio en el Caribe, primero en Kingston y más tarde en Haití, le serviría para bosquejar una nueva arquitectura constitucional para las futuras naciones americanas que fuera el término medio entre “las anarquías demócratas o tiranías monócratas” y estableciera el dominio patriarcal de los criollos (encarnado en un presidente poderoso y un senado hereditario) sobre las masas irrefrenables. Esta teoría, consignada en la “Carta de Jamaica”, ha ameritado amplios estudios y evaluaciones de la moderna historiografía venezolana (en especial, la obra de Germán Carrera Damas y de Elías Pino Iturrieta), que Arana deja de lado en favor de una glosa breve y frases admirativas: “un brillante destilado de las realidades políticas latinoamericanas”. Pero sin el “criollismo” de Bolívar, no se entienden muchas. En julio de 1816, es verdad, abolió la esclavitud (creía genuinamente en la igualdad natural), pero supeditó el acto a que los esclavos liberados sirvieran a su causa: “El nuevo ciudadano que rehúse tomar las armas para cumplir con el sagrado deber de defender su libertad, quedará sujeto a la servidumbre, no solo él, sino también sus hijos menores de catorce años, su mujer, y sus padres ancianos.”




    Raúl Arias


    Desde marzo de 1815 dominaba toda la región el general español Pablo Morillo que había llegado de Cádiz al mando de 10,000 efectivos (las primeras tropas españolas en cuatro años de guerra). Tras algunos desembarcos infructuosos y descalabros militares, recordando el tesón de Alcibíades, en 1817 Bolívar se había asentado en los llanos de Venezuela asegurando para su causa, mediante una genuina camaradería y efectivos señuelos materiales, a las mismas fuerzas que años atrás lo habían combatido. (“Bolívar –apunta Arana– había entendido el uso de las clases en Boves.”) En el difícil equilibrio de los señores de la guerra sobresalía el jefe de los llaneros, el centauro José Antonio Páez, cuyas inverosímiles lanzadas y cargas de caballería serían decisivas en la victoria final de Bolívar. Pero no todos los jefes insurgentes aceptaban plegarse a Bolívar, y entre ellos sobresalía uno, valeroso pero “pardo”: Manuel Piar. Su muerte exhibe el criollismo de Bolívar en su aspecto más sombrío.

    Aunque activo en la insurgencia desde fines del siglo xviii, Piar era indócil, nunca infidente. Sus “pardos iletrados” –critica Arana– lo obedecían sin condiciones. (En el caso inverso de Páez, la obediencia de sus huestes –Arana usa la palabra “rebaño”– es vista como un mérito.) Bolívar castiga la insubordinación de Piar con la pena de muerte, que el jefe pardo enfrenta sin permitir que le venden los ojos. El manifiesto justificatorio que publica Bolívar es inusualmente prolijo en descalificaciones (monstruoso, desnaturalizado, fratricida, estúpido, avaro, sacrílego, tirano, déspota, sátrapa, frenético), pero sobre todo es revelador de su desconfianza hacia las mayorías ignorantes o indiferentes a los derechos que la República –aboliendo todos los privilegios estamentales de la Colonia– había instituido. Piar, escribe Bolívar, proclamaba “los principios odiosos de guerra de colores”. Debía morir. Y su biógrafa parece avalarlo: “Piar era un líder brillante y había luchado con bravura, pero no para la Gloria del libertador sino el provecho de sus propias y ardorosas ambiciones.” Otro jefe insurgente, Santiago Mariño, había incurrido en una falta semejante. Pero era criollo y Bolívar lo perdonó. “Lo volvería a hacer”, diría Bolívar en el futuro, pero el fantasma de Piar lo acompañaría la vida entera: “Sin el valor de Piar, la república no contara tantas victorias”, declaró en julio de 1820.

    Es claro que una épica cinematográfica no puede detenerse en el análisis de las ideas. Parecen tediosas, intangibles. Pero la fascinante evolución de las ideas políticas en Bolívar, así como la incidencia de sus lecturas clásicas en lo que escribe y hace, merecían una atención no esquemática. En estos tramos, el libro de Arana –cargado de acción, débil en reflexión– se vuelve unidimensional y casi escolar. No nos acerca al Bolívar pensador ni al escritor. Un ejemplo es su rápido tratamiento del magistral “Discurso de Angostura” que Bolívar pronuncia el 15 de febrero de 1819 en la antesala de las campañas mayores que lo llevarán a la liberación de Colombia y Venezuela. El inminente libertador asume su segunda advocación, la de legislador, con un bagaje significativo: seguía el ejemplo de Licurgo (las Vidas de Plutarco era su libro de cabecera, lo releía como buscando ser él mismo uno de los biografiados); el capítulo final de El Príncipe (otro de sus clásicos, desde su remoto viaje a Roma); El espíritu de las leyes de Montesquieu (de donde extrae la importancia del contexto físico, cultural e histórico en el diseño constitucional de los pueblos), y desde luego El contrato social de Rousseau: “El gran alma del legislador es el verdadero milagro que debe probar su misión.”

    Aunque a través de los años sería objeto de lecturas diversas y contradictorias, el discurso (como Bolívar mismo) es claramente republicano pero no jacobino ni democrático. No era la primera vez (ni sería la última) en que admitía los perjuicios que podía causar la permanencia en el poder de un magistrado sobre una nación. Creía en la división de poderes y en las libertades civiles. Su proyecto, inspirado en el orden político inglés, se apartaba del modelo americano que consideraba tan admirable como impracticable para la América española. (No obstante, según los estudios recientes, es apreciable su deuda con John Adams.) En definitiva, su proyecto constitucional (rechazado por los legisladores) preveía un Ejecutivo poderoso electo por el pueblo o sus representantes (“encargado de contener el ímpetu del pueblo hacia la licencia”), un Senado hereditario no electivo (cuerpo moderador que “pararía los rayos del gobierno y rechazaría las olas populares”), una Cámara baja elegida por el voto popular, tribunales independientes. Pero en el tema de la democracia, los términos eran inequívocos: “La libertad indefinida, la democracia absoluta, son los escollos adonde han ido de estrellarse todas las esperanzas republicanas.” Con Rousseau, Bolívar pensaba que “la libertad es un alimento suculento pero de difícil digestión”. A los pueblos americanos –ayunos de saber, de virtud, acostumbrados al vicio y al engaño, prontos a la licencia, la venganza y la traición– había que suministrársela poco a poco, en un proceso de educación cívica que quedaría al cargo de un cuarto y neutro poder inspirado en el Areópago ateniense, que Bolívar llamó Poder Moral.

    El capítulo “La dura marcha al Oeste” (el mejor del libro) retoma el hilo épico. Con su vigoroso estilo, Arana es capaz de resumir el clímax de una batalla en un párrafo preciso y plástico, como cuando describe las proezas de los lanceros de Páez, hechos uno con sus caballos, atravesando semidesnudos los llanos y levantando polvaredas que terminan por desquiciar al enemigo, o cruzando con sigilo ríos caudalosos para tomar por asalto las embarcaciones españolas. En un pasaje particularmente logrado, describe el famoso paso por los Andes discurrido por Bolívar para pasmo de los españoles y de la historia: a la cabeza de 2,100 insurgentes (contando las decisivas brigadas de irlandeses e ingleses), más “personal médico, mujeres, niños, animales”, Bolívar logra una hazaña frente a la cual palidece el paso de Aníbal y sus elefantes por los Alpes italianos. Tras el trayecto de un mes por ríos indomables y faunas devoradoras, las tropas llegan a los Andes: “Resbalando en las rocas húmedas y nevadas, continuaron su marcha hasta ascender a más de 3,900 metros, a sabiendas de que, en esas alturas, detenerse no era solo renunciar sino morir. Al llegar al Páramo de Pisba, muchos habían muerto de hipotermia, otros llegaban con sus zapatos sin suelas y sus deshilachados vestidos”, pero así y todo iniciaron el descenso, seguros de la victoria que los esperaba el 7 de agosto de 1819 en Boyacá, batalla que liberó definitivamente a la actual Colombia del dominio hispano y abrió la puerta a la posterior liberación de Venezuela en 1821 en la batalla de Carabobo.


    ***


    Arana no solo registra y recrea la vida amorosa de Bolívar. Hace algo más valioso: la comprende. Bolívar era un hombre del siglo XVII en sus lecturas e ideas políticas, pero en el amor fue un héroe romántico del XIX. El duelo por la desdichada Teresa lo acompañó, literalmente, hasta el día de su muerte, cuando la evoca en su testamento. La célebre Flora Tristán, abuela de Gauguin, recordaba los meses posteriores en París: “Estaba demacrado, pálido, mortalmente enfermo [...] ahogado en su miseria.” Desde entonces, buscando consuelo, Bolívar fue recolectando amores como laureles de victoria. La mayoría fueron incidentales y respondían a un patrón infalible: tras la liberación de cada ciudad, entre desfiles, arcos triunfales, tedeums y suntuosos bailes (a Bolívar, es sabido, le encantaba bailar), aparecía la bella del lugar rendida al encanto irresistible del libertador. A sus lugartenientes les solía contar sus conquistas amorosas.

    De todas ellas sobresalieron quizá tres. La primera, Josefina “Pepita” Machado, apareció en los balcones de Caracas tras la “Campaña admirable”. Fue su compañera y consejera por seis años. Aunque no casó con ella ni le fue fiel, alguna vez supeditó la eficacia de sus desembarcos a la seguridad de su amada. Bolívar esperaba reencontrarse con ella en La Angostura pero Pepita, sin que él lo supiera entonces, había muerto en el trayecto. Con esa zozobra a cuestas, cruzó los Andes y entró a Bogotá. Arana ensaya un retrato íntimo: “Es el retrato de un hombre solitario. Rodeado de gente y solicitaciones, en lo que al amor respecta no podía estar más solo.” Su amada había desaparecido, su único hermano había muerto desde el remoto 1811 en un naufragio. Sus hermanas María Antonia y Juana, viudas ambas, vivían exiliadas en el Caribe. Su compañía más cercana desde entonces fue su mayordomo, un esclavo manumiso amigo de su infancia, llamado José Palacios.

    En Bogotá, Bolívar se enamoró de la joven Bernardina Ibáñez. Pronto descubrió que estaba comprometida con un oficial insurgente pero no cejó en su intento y llegó al extremo de buscar la complicidad de Francisco de Paula Santander (su gran aliado y su futuro rival en el gobierno de Colombia) para conquistarla. Bernardina se casó con su prometido y Bolívar, con nobleza, bendijo la unión, pero su obsesión sobrevivió a la muerte del marido y al siguiente e infausto matrimonio de Bernardina, a quien regaló una casa. Fue su amor imposible.

    En Quito lo esperaba una sorpresa mayor. Era Manuela Sáenz, la joven esposa de James Thorne, un comerciante inglés. Descrita por un contemporáneo como una mujer de “rostro perla, ligeramente ovalado; de facciones salientes, todas bellas; ojos arrebatadores, donosísimo seno y amplia cabellera”, Manuela se prendó de Bolívar y al paso del tiempo no solo fue su amante sino su soldadera, consejera y eventualmente su libertadora, su doble femenino. Ninguna escena cinematográfica en la vida de Bolívar supera el episodio que ocurriría en Bogotá (septiembre de 1828) en el que Manuela le salva la vida arrojándolo en paños menores por la ventana mientras encara, con increíble presencia de ánimo, a los conspiradores.

    La enfermedad se había llevado a sus padres y a su esposa, y en la guerra (que Bolívar, a menudo, asociaba con “un huracán revolucionario”) habían muerto su cuñado y su sobrino. El amor legítimo le estaba vedado y él, de alguna manera, lo eludía. Sus hermanas eran otras: “Debo darles una hermana a las batallas de Boyacá y Carabobo.” Su familia era otra: “Pertenezco a la familia de Colombia, no de Bolívar.” Tal vez esa soledad explica la desesperación postrera, cuando sintió que también esa familia de naciones y batallas se desintegraba.


    ***


    Los capítulos finales del libro (escritos con una piadosa empatía que los acerca a El general en su laberinto, la novela de Gabriel García Márquez), describen la caída de un héroe que –como los antiguos– no escapó a las fuerzas del destino desatadas por él mismo. Su materia es la tercera y más controvertida advocación de Bolívar: el fundador de naciones, el “alfarero de repúblicas”. La acción transcurre sobre todo en Perú, donde Bolívar y Manuela comparten una linda finca en las afueras de Lima. Por momentos, al menos en las formas, el libertador se comporta como un emperador de un país que no descifra, recorriendo la sierra inca, dispensando favores y revirtiendo las legislaciones coloniales (con buenos y malos efectos). Los poderes omnímodos que ejerció en el Perú le valieron la censura de los contemporáneos y de la posteridad. En el último tramo, la acción es un vaivén entre Colombia y Venezuela. Fatigado, iracundo, enfermo de la tuberculosis que terminaría con su vida, el libertador busca mantener unida su creación: la Gran Colombia.

    Tiempo antes de completar su “Marcha de la Libertad”, Bolívar había comenzado a recelar de las dos corrientes opuestas de dominación crecidas a su amparo: el caudillismo llanero de Páez en Venezuela y el legalismo constitucional de Francisco de Paula Santander en Colombia. Previsiblemente, Arana los demerita a los dos: Páez era un “llanero truculento” y Santander “un general que jamás encabezó una victoria”. Esta continua toma de partido refuerza la línea dramática (perfila a los villanos, enaltece al héroe) pero vuelve predecible y fastidiosa la lectura, distorsiona la realidad y contradice la trayectoria de Páez y Santander que el libro mismo documenta.

    La relación de Bolívar con Páez fue siempre de cautela, como el domador con una fiera. Con Santander, más afín en lo intelectual, su vínculo derivó en una creciente exasperación. Nunca entendió ni justificó el apego de Santander y los diputados colombianos a las leyes vigentes: habían edificado, “sobre una base gótica, un edificio griego al borde de un cráter”. En 1826, planteada ya por Páez la futura secesión de Venezuela, Bolívar tronaba contra los “ideólogos”, los “principistas”, los diputados que en la Constitución vigente (promulgada en Cúcuta, en 1821) habían desatendido su proyecto de Angostura a cambio de un diseño federal más clásico que, a juicio de Bolívar, abría el paso a la dispersión y la anarquía: “Bravo, bravísimo. Pues que marchen las legiones de Milton a parar el trote de la insurrección de Páez.”

    La Gran Colombia amenazaba con desintegrarse y la solución que halló Bolívar en 1826 fue promover la adopción general de la Constitución de Bolivia que le confería la presidencia vitalicia, con vicepresidencia hereditaria, asamblea de tres cámaras y elecciones restringidas a los ciudadanos solventes e ilustrados: “Se evitan las elecciones que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares.” De un plumazo, con ese proyecto secretamente napoleónico, Bolívar perdió legiones de admiradores en el interior y en el extranjero. Benjamin Constant, de quien había extraído varias ideas en La Angostura, lo acusó de ser un “déspota sin más” y Henry Clay, su mayor partidario en Estados Unidos, lo reconvino en términos severísimos. La respuesta de Santander fue republicana: rechazar la Constitución como una “novedad absurda, peligrosa”. La respuesta de Páez fue monárquica: instó a Bolívar a coronarse. A fin de cuentas, Bolívar apaciguó por un tiempo a Páez, doblegó por un tiempo a Santander, pero no logró su propósito de imperar sin corona sobre la Gran Colombia.

    Y tampoco logró que se concretara su utopía mayor, el Congreso Anfictiónico de Panamá. Los países convocados se contentaron con ser “parches provincianos, con poca influencia en el ancho mundo”, escribe Arana, radicando la responsabilidad en España (que nunca alentó los vínculos entre sus colonias) y en los caudillos: “Los caudillos persistían en reinar sobre sus pequeños feudos –sus sueños tan limitados como sus habilidades.” Un dato interesante del proyecto (que no se aborda en el libro) es la idea de Bolívar de ofrecer a Inglaterra el protectorado sobre la joven federación.


    ***


    Bolívar no solo vivía una contradicción insalvable: él mismo era una contradicción insalvable. Se sabía soldado y no gobernante. Le aburrían los pequeños problemas de la vida civil. Declaró una y otra vez: un hombre como él era peligroso para una república. Por lo demás, estaba genuinamente “fatigado de ejercer el abominable poder discrecional”, pero no estaba dispuesto a abandonarlo porque, a sus ojos, solo él tenía la fuerza y la legitimidad para alzarse sobre las facciones y mantener unida a la gran confederación que había creado. Debió serle intolerable desprenderse de ese sueño de gloria.

    Ese lauro mayor, la Gloria, es palabra que aparece una y otra vez en sus escritos. No el dinero, no el poder, no el reconocimiento momentáneo sino el eterno. Su sacrificio de todos los bienes materiales (murió en la miseria), sus hazañas y sufrimientos físicos y morales merecían la Gloria, pero solo él podía juzgar la calidad de esa gloria que repetidamente se le ofrecía, y que nunca pareció ser suficiente. Con la biografía de decenas de héroes antiguos en mente (las cartas están pobladas de ellos) Bolívar buscaba el desenlace feliz de su libreto, pero no acertó a imaginarlo. Pudo hallarlo, como San Martín, en la grandeza moral de la renuncia y el exilio. O quizá lo halló, inadvertidamente, en una vieja institución del mundo clásico: el ostracismo.

    Pero había otra razón en su apego al mando: el temor a la revolución y la “pardocracia”. Proyectando sobre América la particularidad étnica y social venezolana, proyectando sobre la vida civil la vida militar (y su traumática “Guerra a Muerte”), veía a América como un continente condenado por el pecado de sus “sangres”:

    Todo lo que nos ha precedido está envuelto en el negro manto del crimen. Nosotros somos el compuesto abominable de esos tigres cazadores que vinieron a América a derramarle su sangre, y descastar con las víctimas antes sacrificadas para mezclar después los frutos espúreos de estos enlaces, con los frutos de esos esclavos, arrancados de África. Con tales mezclas físicas, con tales elementos morales, ¿cómo se pueden fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres? Muy bien: que esos señores teólogos gobiernen y combatan y entonces veremos el bello ideal de Haití; y los nuevos Robespierres serán los dignos magistrados de esa tremenda libertad.

    Y sin embargo, Bolívar terminó por entrever la debilidad moral de su criollismo. Y en esos momentos, el fantasma de Piar se le aparecía. En noviembre de 1828, tras el fallido intento de asesinarlo (que de alguna forma atribuía a Santander), escribía el mea culpa de un criollo:

    Ya estoy arrepentido de la muerte de Piar [...] y de los demás que han perecido por la misma causa [...] Lo que más me atormenta todavía es el justo clamor con que se quejarán los de la clase de Piar [...] Dirán, con sobrada justicia, que yo no he sido débil sino a favor de ese infame blanco.

    Pero la tensión era insalvable, como demuestra su reacción a la revolución en México. En julio de 1829, lamenta que “la opulenta Méjico” se hubiera convertido en “ciudad leperada”: “nuevos san culotes, o más bien descamisados, ocupan el puesto de la magistratura y poseen todo lo que existe. El derecho casual de la usurpación y del pillaje se ha entronizado en la capital como Rey, y en las provincias de la Federación”. El responsable era Vicente Guerrero, a quien describe así:

    Un bárbaro de las costas del Sur, vil aborto de una india salvaje y de un feroz africano, sube al puesto supremo por sobre dos mil cadáveres, y a costa de veinte millones arrancados a la propiedad.

    No exceptúa nada este nuevo Dessalines: lo viola todo: priva al pueblo de su libertad, al ciudadano de lo suyo, al inocente de la vida, a las mujeres del honor. Cuantas maldades se cometen, son por su orden, o por su causa.

    No por casualidad, tres años antes había escrito a Santander: “Estoy penetrado hasta dentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América.” Un hábil despotismo: el suyo.

    La historia inmediata lo desmintió... y confirmó. El “hábil despotismo” del rudo llanero Páez, educado políticamente (y hasta en los modales de mesa) por los ingleses, presidió el arranque de la institucionalidad republicana de Venezuela, que sería precaria pero no siempre anárquica. En cuanto a Santander, el “petulante hombre de las leyes”, fundó sobre bases sólidas, sin despotismo alguno, la vida constitucional colombiana, que con toda su endémica violencia, ha durado 183 años. Pero en “la opulenta México”, Bolívar con el tiempo acertó en predecir el advenimiento de un “hábil despotismo” casi copiado de la Constitución de Bolivia: el régimen de Porfirio Díaz.


    ***


    Fue un buen lector y aún mejor escritor. “He leído mucho, y sobre todo cultura clásica”, apuntaba en una carta de 1825. Su biblioteca portátil, además de Plutarco, Montesquieu, Maquiavelo, Rousseau y Benjamin Constant, incluía entre otras obras La Ilíada y La Odisea, los Comentarios de César, nueve volúmenes de Federico el Grande, La riqueza de las naciones y The Federalist, en el original. Pero sus lecturas no eran contemplativas sino urgentes y prácticas, lo cual contribuye a hacerlo un escritor sorprendentemente moderno, dueño de una prosa firme, directa y clara. Y su modernidad no es solo estilística sino política, porque los complejos problemas de legitimidad y diseño constitucional que enfrentó siguen siendo los nuestros. La consolidación de un orden republicano que con sus debidos equilibrios evite la tiranía y la revolución sigue siendo un tema vigente en América Latina.

    Es lamentable cómo las lecturas posteriores distorsionaron la originalidad de su proyecto republicano. Bolívar no fue un determinista social o un darwinista, ni un profeta romántico del nacionalismo iberoamericano opuesto por razones de raza y cultura al mundo anglosajón (que admiraba). Tampoco fue un precursor del fascismo italiano ni del franquismo (que lo quisieron reivindicar como propio), mucho menos el padre de esa rara especie de teocracia revolucionaria erigida sobre su nombre, como la que impera en Venezuela.

    Nada más lejano a su ideal republicano. Hugo Chávez llevó el culto a Bolívar –tradicional en Venezuela desde mediados del siglo xix– a extremos desconocidos de deificación propagandística: sostuvo que la historia se había detenido en 1830 (año de la muerte del libertador) pero recomenzaba en 1999, con la llegada del nuevo Bolívar (el propio Chávez). Y fue más lejos: cambió el nombre del país a “República Bolivariana de Venezuela” y decretó que Bolívar había sido un precursor del socialismo del siglo xxi, un enemigo del imperialismo y hasta descendiente de una esclava. En las reuniones de gabinete dejaba una silla vacía junto a la suya para compartir el gobierno con el espíritu del héroe y presenció personalmente la exhumación de sus restos para demostrar su convicción de que había sido envenenado. En pinturas murales de las calles de Caracas era común ver la imagen de Chávez junto con las de Bolívar y Cristo, formando la Santísima Trinidad de la Revolución.

    Bolívar, el republicano, se volvería a morir (o volvería a tomar las armas) ante el ascenso de un clásico demagogo que para colmo encarnó la revolución social que Bolívar siempre temió y repudió. Su vinculación con la tradición socialista es simplemente falsa, además de anacrónica. No obstante, si miramos de cerca, Chávez fue genuinamente bolivariano en dos aspectos: su óptica militar de la vida civil y su sueño de ocupar la presidencia de manera vitalicia. Y hay al menos un ámbito en el que cabe argüir que Chávez, con toda su desmesura, pudo haber representado un avance con respecto a su héroe: alentó la participación política de las mayorías étnicas. Por desgracia, Chávez incurrió en la tentación opuesta: el racismo contra los blancos.

    Bolívar permanece inabarcable: un personaje del mundo clásico extraviado en el paisaje extraño y hostil de la América española; un patriarca criollo sobre un volcán a punto de estallar, un héroe republicano en busca de Gloria. En aquel poema en prosa, en una hipérbole abstracta, típica de la época, Bolívar refirió cómo “el Tiempo mismo” lo reconocía. En el tiempo real, el histórico, el nuestro, hay pocos personajes a tal grado dignos de ese reconocimiento. ~

    Una versión de este ensayo aparece en The New York Review of Books del 6 de junio de 2013.



    Enrique Krauze

    Historiador, ensayista y editor mexicano, director Letras Libres y Editorial Clío.





    _______________________________________

    Fuente:

    https://www.letraslibres.com/mexico-...onio-la-gloria

  4. #144
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    domingo, 4 de agosto de 2019



    EL ATILA DE AMÉRICA

    Por Xavier Padilla


    Bolívar en carta a Santander el 7 de enero de 1824: «...me suelen dar, de cuando en cuando, unos ataques de demencia aun cuando estoy bueno, que pierdo enteramente la razón, sin sufrir el más pequeño ataque de enfermedad y de dolor». Ante tales confidencias, difícil luego no establecer una relación de causa-efecto entre estos extraños padecimientos y el hecho de que el sujeto era en realidad un verdadero azote.

    Nos cuenta Pablo Victoria que en agosto de 1813 Bolívar arrasó pueblos enteros, pasando por las armas a todos los españoles y canarios que en ellos habitaban. En septiembre decretó reclutamiento y ejecutó a todos los que se negaron. Ejecutó a 69 españoles sin juicio. En diciembre derrotó al ejército realista en Acarigua y ejecutó a 600 prisioneros. El 8 de febrero de 1814 ordenó ejecutar a aproximadamente 1200 prisioneros civiles de La Guaira, Caracas y Valencia.

    Y así fue, año tras año, desangrando a su paso a una nueva civilización. También asesinó a los náufragos de un barco español en Margarita. Saqueó y asesinó en Santa Fe. Mató a los prisioneros de la batalla de Boyacá, otra en la que la totalidad del ejército realista estaba compuesta por americanos exclusivamente. El Che Guevara es un niño de pecho.

    Pero para redondearnos la falsa imagen que tenemos de este Atila de América, nos han contado que debido a su gran humanidad no sólo murió de tristeza, sino pobre, sin siquiera una camisa que ponerse. No es precisamente, sin embargo, lo que deducimos a la lectura del inventario levantado por su sobrino, Fernando Bolívar, y su mayordomo, José Palacio: «el “Libertador” tenía consigo al momento de su muerte 677 onzas de oro, una vajilla de oro macizo con 95 piezas, otra de platino con 38 y una tercera de plata martillada con 200 piezas. También tenía 36 baúles con ropa de uso personal, docenas de camisas, un baúl con 35 medallas de oro y 471 de plata, 95 cuchillos y tenedores de oro, joyas con piedras preciosas y varias espadas de oro con brillantes, amén de una pensión vitalicia de 30.000 pesos anuales (3 millones de euros aprox.) que le concedió y entregó el Congreso Constituyente de Colombia cuando partió para Cartagena en 1830, en vísperas de su muerte».

    Al parecer con esta sola pensión «le habría alcanzado para vivir decorosamente en Europa, adonde se disponía a marchar». Así que ni tan pobre, pues, ni con dos corazones. Nuestro ídolo de nacimiento, infancia y madurez, nuestro símbolo encarnado de libertad, venimos a descubrir que primero nos asesinó, nos saqueó y nos expropió, para que luego fuésemos tan felices que ni pudiésemos recordar lo triste que fuimos como provincia envidiablemente próspera y apacible del país más grande y rico del planeta. Esas son memorias ciertamente muy pero muy duras de recordar, ¿eh? En ello no se equivocó nuestro genocida republicanizador.

    Todos los gobiernos subsiguientes (TODOS sin excepción) se encargaron, como buenos subsidiarios del mito, de protegerse su poder con nuestra memoria postiza: que los ojitos del bárbaro nos bendijesen para siempre desde el centro de nuestras plazas, que Carabobo fuese un arcano altar masón a nuestro genocidio, que el aeropuerto principal, las torres del centro y todo lo preponderante, grande y trascendental en el país llevase siempre el nombre del Libertador. Porque nada, nada debemos recordar, ni mucho menos tratar de recuperar...

    Pero hete aquí que la gloria de tres siglos puede más que los saraos de dos. Afortunadamente, la era de internet llegó para acceder a la información histórica y difundirla. Esa otra parte jamás contada. Los documentos del transe, de las intenciones de entregar a Gran Bretaña zonas enteras del continente, a cambio de apoyo para llegar él mismo al trono. Estamos hablando del antiimperialista por excelencia, cuya meta no era otra que coronarse Rey de las Américas. Y por tanto Emperador.

    Pero los testimonios últimos, de un descaro sin igual, en los que pide a otros –habiendo perdido ya toda posibilidad al trono– que comuniquen a España su voluntad de ponerla nuevamente al mando de las Américas, es como mucho con demasiado oprobio. Habría que ser a posteriori bien bajo de alma –o no poseer una del todo– para pasar del orgulloso Libertador, del adalid antiimperialista, al felón que expresa «que la restauración del dominio de España, por despótico y tiránico que fuera, sería una bendición para Sudamérica puesto que aseguraría su tranquilidad» (William Turner, ministro británico en carta del 27/4/1830 relatando a su gobierno palabras dichas a él por Bolívar).

    Todo esto lo dice en el contexto de un proyecto personal fallido de emperador «a la Bonaparte», que en el ocaso de un desastre genocida vendido de punta a punta como libertario no encuentra mejor postrera patada de ahogado que chantajear a Europa, 4 meses antes, con la perla siguiente reportada a Gran Bretaña por Mr. Bresson (agente nombrado por el gobierno francés para proponer un plan de monarquía para las Américas), según su conversación del 25/1/1830 con Bolívar, en la que éste le espeta: «que si Europa no estaba dispuesta a hacer un esfuerzo, sería mejor que ayudara a España a reconquistarlos y volverlos a colocar en la clase de sus colonias».

    Allí mismo también confiesa que él, «si Europa lo hubiese ayudado y no fuera por sus primeros compromisos de liberalismo, habría establecido en todos los países gobiernos que SO MÁSCARA REPUBLICANA se hubieran acercado al poder Real». Un proyecto republicano para esconder uno monárquico, uno antiimperialista para tapar uno imperialista.

    Estaba a la orden del día, pues, el gigantesco doble rasero de este señor, descrito por el cura José Torre y Peña como «Con aspecto feroz y amulatado. De pelo negro y muy castaño el bozo. Inquieto siempre y muy afeminado. Delgado el cuerpo y de aire fastidioso. Torpe de lengua, el tono muy grosero; y de mirar turbado y altanero». Y por José Domingo Díaz como «joven ya conocido por un orgullo insoportable, por una ambición sin término y por un aturdimiento inexplicable».

    La bandera de los Derechos del Hombre a disposición del conjurador del Monte Sacro para perpetrar genocidios, empalar civilizaciones. He ahí las bases de nuestra historia republicana, un bárbaro refrito de la guillotina francesa. Una población descabezada, sin memoria, atrapada en una farsa que la aparición del petróleo consiguió postergar (y casi validar), pero que la misma rapiña congénita del abolengo bolivarista también redujo a ese mismo negocio que desde 1810 se quiso llamar Patria. Eso es Venezuela, una hispanidad decapitada.


    X. P.




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    Fuente:

    Xavier Padilla

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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    viernes, 12 de julio de 2019



    LA HISTORIA REAL DE LA «INDEPENDENCIA» DE VENEZUELA

    Por Xavier Padilla


    En 1800, todos los venezolanos éramos españoles. Decir «venezolanos» era como decir margariteños o falconianos. En otras palabras, provincianos. ¿Quién si no algunos engreídos MUCHACHITOS afrancesados podían sentirse disminuidos por ello?

    Venezuela era una decentísima y próspera provincia española que, justo en los 27 años previos a la atroz revolución Bolivariana (la original) había triplicado su economía gracias al libre comercio de sus puertos decretado por el rey Carlos III. Nada justificaba la retórica independentista, sólo la resentida ambición de un oportunismo mantuano, muy minoritario.

    En 1810, con esta revolución pseudo-patriota, nuestra envidiable prosperidad se detuvo por completo. Venezuela, que no era una colonia, sino una provincia del reino, aquella que algunos sobrevivientes al desastre revolucionario luego recordaron como «la más feliz del universo», pasó a ser una tierra arrasada, la más triste y abusada del reino. Si alguna vez fue la provincia del crecimiento y la abundancia, es porque el país al cual pertenecía no era otro que España, el más grande y rico del planeta.

    Nuestra moneda, el «Real de a 8», era la divisa internacional por excelencia (equivalente al dólar actual), la referencia incluso en el comercio asiático. Éramos parte del país más extenso de la Tierra, en el continente americano íbamos desde Argentina hasta Canadá. Llegamos incluso a poseer Alaska.

    Estados Unidos era pequeñísimo, su expansión ulterior se produjo sobre lo que habían sido tierras españolas.

    España fue objeto de una conspiración múltiple, atacada simultáneamente por Francia, Holanda y Gran Bretaña, y desde dentro por Bolívar y San Martín, ambos en alianza con Gran Bretaña, países a los que pagaron con ingentes cantidades de riquezas del continente. Con dinero también montaron sus ejércitos, llenos de mercenarios y tropas extranjeras.

    Se enfrentaron a una población local, orgullosa y leal a la Corona, compuesta de las clases populares, incluyendo la aborigen. Antes que venezolanos TODOS éramos españoles, tanto los nacidos en Europa como los nacidos en América. Con los mismos derechos gentilicios. Los esclavos eran españoles, estaban protegidos por leyes que les permitían comprar su libertad por el mérito y el trabajo. Por eso no sólo había negros en el ejército, sino incluso negros generales. Igualmente pasaba con los indios, eran tan españoles como el resto de los venezolanos y tenían aún más leyes protectoras. Nadie podía tocarles sus tierras. Eran realistas, y muchos también oficiales.

    Los ejércitos de la Corona en el continente no estaban conformados por ibéricos sino por americanos. Pero siendo la primera potencia del mundo fuimos traicionados por un grupo de mantuanos oportunistas que quisieron apoderarse de la región, en un momento en que debieron defender a nuestro reino, gracias al cual habíamos alcanzado ser la próspera civilización que éramos.

    Nuestra región fue descrita en 1800 –esto es, 10 años antes de la revolución– por el sabio naturalista alemán Alexander Von Humboldt como «la región más próspera y apacible del planeta».

    La legendaria crueldad del imperio español es, pues, una leyenda, la gran mentira con la que todos en la Venezuela republicana fuimos adoctrinados, incluso antes de ir a la escuela: a nuestro himno le ocurre tener, no casualmente, un aire de canción de cuna. Pues tal parece que de hecho era una, a la cual cambiaron el nombre y la letra.

    La propaganda anti española fue brutal, con ella se borró nuestro gran pasado. Fue orquestada y difundida en Europa por los reinos rivales, y utilizada intramuros en las provincias por los separatistas.

    La historia que conocemos fue escrita enteramente por los actores triunfales de la conspiración. Una que no dejó nada en pie, y que habiendo logrado la desintegración del continente vendía entonces un proyecto de integración tan ridículo como el de la Gran Colombia, una integración que ya existía ampliamente y había sido la gran obra del reino.

    El caso es que con la mal llamada «independencia» el continente quedó balcanizado en 22 republiquetas pobres y rivales, disputándose tierras y poder, en una región ahora completamente arrasada por las guerras y el pillaje.

    Los republicanos robaron todo, hasta las iglesias. Las élites que tomaron el poder reconstruyeron las ciudades y pueblos a base de expropiaciones. Los indios perdieron sus tierras, subastadas por los revolucionarios y compradas por nada por los propios subastadores, mantuanos secesionistas. Las disputas mantuanas intestinas por el poder se sucedieron de una generación a otra a lo largo del siglo, las guerras continuaron, pero ahora entre republicanos, como es típico entre codiciosos. Con ellas se condenó la región al atraso.

    Después de la «independencia», esas guerras que caracterizaron al siglo XIX se hicieron terribles hacia el final del mismo. Luego, en el XX, apareció el petróleo, un preciado fósil que le dio a Venezuela la impresión de que finalmente todo tuvo sentido, y de que había un futuro a pesar del desastre. Pero con dicho rubro milagroso sólo aumentaron las pugnas domésticas, y no tanto la riqueza.

    Con mucho menos recursos, en otros países y regiones del mundo se hizo y se sigue haciendo infinitamente más que en Venezuela.

    Todas las élites empoderadas desde la independencia le deben pues su poder a Bolívar, por supuesto, el bandido que les dejó un país para su disfrute personal (he ahí el verdadero significado de la tan cacareada «Libertad»), y por eso todos los gobiernos posteriores a Bolívar obviamente le han rendido culto. Especialmente el chavista. «Bolívar, el padre de la patria», la de ellos…

    Venezuela debe, pues, fundarse después de este último Estado forajido bolivariano sobre la base de un proyecto hispánico enteramente nuevo y deslastrado de toda simbología independentista decimonónica; es decir, no refundarse sino fundarse como 1ra República, no como 6ta, por aquellos que ganen la guerra contra la actual tiranía.

    ¿Pero tendrán suficiente consciencia histórica quienes venzan…? Me temo que no, pasarán aún muchos años antes de que sepan quiénes originalmente somos, seguirán adorando a Bolívar en sus plazas, y en un santiamén brotará el mismo bárbaro protagonismo.


    X. P.




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    Xavier Padilla

  6. #146
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    Simón Bolivar, masón y asesino, con Pablo Victoria - El pasado que no pasa 35

    España entregó a Hispanoamérica la civilización occidental: la religión, la lengua y la cultura. Los enemigos de la Cristiandad hispánica no cejaron en su propósito de sembrar y financiar las semillas del odio y la traición, que llevaran a la rebelión y la venganza sangrienta de los españoles de América contra la Madre Patria. Uno de los aspectos menos conocidos en la narración de la emancipación de los virreinatos de América es una tragedia, ya que no solo se refiere a épicas batallas, sino porque también es una historia de crueldad humana y de genocidio. Es decir, la carnicería fuera de combate que Simón Bolívar desencadenó contra miles de indefensos e inocentes españoles en la Nueva Granada (Colombia) y Venezuela, dos países claves para comprender el drama que se desarrolló en las dos orillas del Atlántico.
    Para desarrollar este tema contamos con Pablo Victoria, autor de El Terror Bolivariano. Guerra y genocidio contra España durante la independencia de Colombia y Venezuela en el siglo XIX.





    https://www.youtube.com/watch?v=M0B8cwzfvf4

  7. #147
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    Re: La verdad sobre Simón Bolívar, el ídolo de Chávez

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Capuchinos catalanes en la Guayana



    Cesáreo Jarabo 01/03/2024



    En 1637, Juan de Urpí del Pou, natural de Piera, en Barcelona, fundó La Nueva Barcelona en Venezuela, donde acudieron en misión los Padres Misioneros Observantes del Colegio de la Purísima Concepción, de la Propaganda Fides de Nueva Barcelona, cuya labor consistiría en fundar un pueblo con los indios de la zona.



    En 1.686 arribaron los jesuitas Andrés Ignacio y Alfonso Fernández a la Guarnición de Santo Tomé de Guayana, misión que acabaron abandonando a favor de los Misioneros Capuchinos Catalanes, que llegaban autorizados por Real Cédula de 7 de febrero de 1686, confirmada el 29 de abril de 1687 y el 24 de junio de 1722, cuando los padres Tomás de Santa Eugenia y Benito Moya llegaron para la fundación de futuras misiones, la primera de las cuales, la Misión de la Purísima Concepción de Suay fue fundada el 5 de mayo de 1724, que al siguiente año sería trasladada al río Caroní, donde sería renombrada Misión de la Purísima Concepción del Caroní, no sin antes haber sido atacada por piratas, huelga decir que ingleses y holandeses.

    En su nueva ubicación plantearon un sistema de desarrollo cultural de los naturales que les facilitaba un sistema económico encarado al beneficio directo de la comunidad, de forma similar a la aplicada por los jesuitas en las reducciones del Paraguay.

    Las comunidades originarias, caribes, waikas y otras tribus antes enfrentadas fueron integradas al sistema de manufacturas. Cada día los niños y adolescentes asistían a la escuela hasta las diez de la mañana, donde volverían a incorporarse a las tres de la tarde cuando se impartía catequesis.

    Pero no todo era paz; las misiones debían defenderse de diverso tipo de ataques; fuese de piratas o de otros indios salvajes, especialmente caribes.

    En principio, la relación con población española estaba restringida, llegando con el tiempo a tener un contacto prolongado, cuando se consideraba conveniente que accediesen a conocimientos de técnicas especializadas de trabajo.

    La cédula real facultaba a los capuchinos para fundar pueblos de indios y para fundar pueblos donde se juntasen estos con blancos, mulatos y negros, pero guardando para los indios el gobierno del pueblo, siendo admitida la otra población como elementos que facilitasen la socialización.

    Acabaron constituyendo once vecindarios de españoles repartidos en cuatro ciudades y siete villas, y sesenta y dos misiones de indios, que en conjunto sumaban una población de cerca de 25.000 vecinos, trece mil de los cuales pertenecían a distintas “naciones” indias.

    El desarrollo social, económico y cultural debía cumplirse en un proyecto global de socialización que en principio los capuchinos entendieron, debía empezar en la aclimatación de los naturales a los campos de labranza y en la aplicación de pequeños ingenios azucareros que permitiesen la viabilidad económica de la reducción.



    Viabilidad que se vio reforzada cuando en 1724 estos misioneros compraron 100 cabezas de ganado vacuno, a las que se unió el aporte de 28 vacas y 2 toros, que fueron regaladas por Pedro Figuera, rico propietario de los llanos de Anzoátegui, y que acabaría siendo de especial significación para el desarrollo de la misión. En 1810 se había creado una cabaña de 200.000 reses que se encontraba ubicada en el territorio que desde 1734 era controlado por las Misiones Capuchinas, y que se extendía desde Angostura hasta el río Esequibo colindante con la Guayana Holandesa y Francesa.



    Si desarrollaron ampliamente la ganadería, también abordaron el cultivo de algodón, que tras ser preparado en Cumaná sería remitido a las fábricas textiles de Cataluña, y la actividad económica se completaba con el curtido de cueros suministrado por su creciente cabaña ganadera, el cultivo de tabaco, del café y la producción de añil, y el circuito se cerraba con la participación de la Real Compañía de Comercio de Barcelona, que distribuía los productos en la Península, siendo que en los primeros años del 1800 las misiones se habían convertido en excelentes unidades agropecuarias, metalúrgicas y mineras.

    En el sector agropecuario eran grandes productores de ganadería bovina, caballar y mular; referencia necesaria en la cría de cerdos y aves de corral, en el cultivo de algodón, de la caña de azúcar, de tabaco, maíz, yuca o arroz…

    Y la gran producción ganadera, lógicamente daría lugar al desarrollo de sus derivados; así destacaron en la manufactura de queso, en el curtido de pieles, en la fabricación de zapatos, así como en la de todo tipo de objetos textiles derivados del algodón y de la lana de oveja, produciendo también hamacas, cordeles, y otros elementos de gran demanda.

    En el terreno industrial, los talleres de forja y herrería suministraban los elementos necesarios para el cultivo de la tierra… y completaban la producción con la extracción de oro en el río Caroní.
    También desarrollaron la producción de la quina, con la que preparaban un extracto (de Cortex Angostura), que distribuían a todas sus instalaciones.

    Lógicamente, toda esa ingente actividad debía estar servida por personas que desarrollasen los diversos oficios: agricultores, ganaderos, mineros, sastres, zapateros, carpinteros, albañiles, herreros, curtidores de pieles… Todos formados por los capuchinos, que llegaban incluso a fabricar acero que posteriormente sería trabajado en una fragua para ser transformado en herramientas varias: hachas, azadones, arados, palas, picos, machetes, clavos, tenazas, martillos, puntas para lanzas, ejes para carretas, pletinas para forrar los ruedas de los carros, etc.



    Este espectacular desarrollo no pasó desapercibido para aquellos que venían tramando la invasión; así, el geógrafo que sirvió los intereses de la Gran Bretaña, Alexander Humboldt, relata en sus informes aspectos como los siguientes:

    Las situaciones locales de la vieja y nueva Guayana …/… tiene además la ventaja de cubrir hasta cierto punto los hermosos establecimientos de los capuchinos catalanes del Caroni. Estos establecimientos podrían atacarse desembarcando en la Orilla derecha del Brazo Imataca; pero la embocadura del Caroni, en donde las piraguas se resienten del movimiento de las aguas, en el Salto de Caroni, está defendida por los fortines de la vieja Guayana. (Humboldt)

    Las misiones de los capuchinos catalanes comprendían, en 1804, 60,000 cabezas de bueyes, a lo menos, pastando en los prados que se extendían del extremo oriental de Larony y el Paraguay hasta las orillas de Imataca, Curumu y Guyuni. (Humboldt)

    Una labor que se desarrolló a lo largo de 131 años y tuvo un brusco final el 7 de mayo de 1817, cuando los últimos dieciocho frailes y dos enfermeros de la Misión fueron asesinados por las fuerzas de Bolívar a lanzazos y machetazos y sus cuerpos mutilados arrojados a las aguas del río Caroní.

    Podremos pensar que, al menos, se salvaría de la debacle la inmensa labor realizada; los campos de cultivo, las fraguas, las plantaciones… Y erraremos. Todo sería destruido por las tropas de Bolívar.

    Semejante actuación da lugar a un abanico de explicaciones.



    La primera que viene a la mente revierte necesariamente en los intereses británicos. Puntualizando: la acción de Bolívar en este caso, como en los demás, obedeció a las instrucciones de sus mandos, residentes en Inglaterra; instrucciones a las que Bolívar no se podía sustraer, aun suponiendo que lo hubiese deseado, ya que estaba rodeado de personajes ingleses que lo asesoraban y lo dirigían; el primero, su asesor Daniel O’leary.

    Los pasos previos a la materialización del crimen nos presentan a Manuel Piar escribiendo a Bolívar que la Guayana era el único lugar de Venezuela donde se veía abundancia y campos cultivados, pero que también la resistencia popular era de importancia, siendo causa de la misma el influjo de los padres misioneros sobre la población, que les resultaba hostil. Caso similar al de Pasto.
    La respuesta de Bolívar a Piar cuando finalmente comunicó este la detención de los frailes fue: ¿Por qué no los han matado?



    Luego del asesinato masivo se producirían declaraciones varias exculpándose todos. La verdad es que nadie osaba contradecir una orden de Bolívar, y la verdad es que la noche antes del asesinato, Piar comunicó a los reos que serían ejecutados al día siguiente, momento en que el prefecto se revistió los hábitos, celebró el Santo Sacrificio de la Misa, y toda la comunidad recibió la Santa Comunión, tras lo cual entonaron cantos litúrgicos hasta que fueron asesinados a las cinco de la mañana. El Jefe del Estado Mayor, General Carlos Soublette, fue quien dispuso el lugar donde debía llevarse a cabo la ejecución.



    La historiografía bolivariana ha creado un teatro alrededor de estos hechos, intentando exculpar a Simón Bolívar, obviando el hecho que, a pesar de amenazar con sancionar debidamente a quién asesinó a los capuchinos, jamás hubo ninguna sanción… y más… los hechos se produjeron siguiendo sus instrucciones conforme a lo requerido en su decreto de “guerra a muerte”, y aún más, casi culpando del hecho a José Tomás Boves, patriota que se enfrentó con un ejército de llaneros a la tiranía de Bolívar, sobre cuyas tropas aplicó la misma táctica que previamente había dictado aquel.

    La masacre no se limitó a los veinte asesinados del 17 de mayo, sino que alcanzó un total de treinta cuatro frailes, y su más directo implicado fue Jacinto Lara, que estaba al frente del mando militar y político de Caruachi… y tras las protestas verbales de Bolívar por estos hechos, siguió siendo hombre de confianza de Bolívar.



    Daniel O’Leary
    , el cronista de Bolívar, relata así el hecho:

    Temeroso el Jefe Supremo de que emplease el influjo que tenían sobre los indígenas, para separarlos de la causa patriota, e informado por el gobernador del territorio de sus manejos sediciosos, dio orden por conducto del Estado Mayor de que les enviasen a la “Divina Pastora”. El coronel Lara, que estaba recién llegado a las Misiones, o ignoraba la existencia de una población de ese nombre, interpretó la frase como una orden de matarlos, y la ejecutó sin demora. Este acontecimiento fue sentido por todos los patriotas, pero especialmente por el coronel Lara y el Jefe Supremo. La orden dada por este y malinterpretada por un obediente y celoso militar, fue la causa de tan deplorable desgracia.”

    El único beneficio que sacó Bolívar de la destrucción de tan magnífica obra fue una enorme cantidad de mercancía que se encontraba almacenada en las Misiones: cuero curtido, maíz, algodón, telas, lingotes de acero y de oro, mulas, caballos y ganado… Todo lo demás desapareció; la estructura productiva de las Misiones, agrícola, ganadera, minera y artesanal, fue destruida; se abandonó la minería y se destruyeron los hornos que servían para la fabricación de acero o para la alfarería; se destruyeron los talleres que atendían las diversas producciones; se abandonaron los campos de cultivo, y se dispersó la fuerza laboral indígena que habían hecho posible tal desarrollo. Otros, como venía siendo habitual, fueron forzados a integrarse en el ejército revolucionario (para el caso en el de Manuel Piar), en el que la Legión Británica era el cuerpo estrella.



    En 1818, un año después de la desaparición de los frailes capuchinos, la Misión Purísima Concepción del Caroní que había contado con cerca o más de mil habitantes, estaba habitada por cinco indios viejos.

    En dos años cambió radicalmente el panorama de la región. Desaparecieron poblaciones enteras, y con ellas desaparecieron conocimientos milenarios; desapareció su cosmovisión, sus leyendas, sus conocimientos botánicos, su historia… y desapareció la cultura y la riqueza aportada por aquel grupo de españoles que abandonaron su Barcelona, su Manresa, su Tarragona, su Piera… natales en busca del gigantesco y quijotesco ideal de llevar a Jesucristo y con él los sueños de libertad a nuevas gentes.

    Las grandes manadas de reses que había poblado el territorio eran ahora un recuerdo que sonaba a mito; los caballos y las mulas, que antes prestaban sus servicios en la gran maquinaria productiva, desaparecieron, y todo quedó en la más absoluta ruina.

    Se perdieron las minas, las tierras, los telares, las fraguas… La población huyó a la selva y la que no huyó sirvió como carne de cañón a los “libertadores”, y sobre todo a los amos de los “libertadores”, que vieron cómo había sido destruida hasta los cimientos una industria cuyo funcionamiento era un obstáculo mayúsculo para sus objetivos.






    https://espanaenlahistoria.org/perso...en-la-guayana/

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