Revista FUERZA NUEVA, nº 475, 14-Feb-1976
LOS TRES NO ( al revisionismo, al cambio, a la reforma)
DISCURSO DE BLAS PIÑAR EN CARTAGENA (1 de Febrero de 1976)
(Discurso pronunciado por Blas Piñar en el teatro Mariola de Cartagena, en un acto de afirmación nacional, el 1 de febrero de 1976)
“Señoras, señores, camaradas y amigos: Decía el presidente del Gobierno, en el marco solemne de las Cortes Españolas, el pasado 28 de enero, al presentar a las mismas el programa de su Gabinete, que estamos en un momento excepcional de nuestra historia”. Pues bien, ningún marco mejor que Cartagena para completar y reflexionar sobre ese momento histórico.
Desde un punto de vista personal, porque si desde la limpieza desinteresada de la niñez los ojos aprenden las cosas sin prejuicios, a mí Cartagena me instaba en esa postura de anhelante y nítida comprensión, ya que en vuestra ciudad transcurrieron algunos años de mi infancia.
Desde un punto de vista objetivo, porque si España es un enigma, como ha dicho Sánchez Albornoz, o un misterio, como yo corregiría, no por lo que tenga de irreal, sino por lo que tiene de oculto o de místico, como nación y como empresa, aquí, entre vosotros, se puede transitar por dos de las dimensiones de ese misterio: hacia lo alto con el autogiro de La Cierva, y hacia lo hondo, con el submarino de Isaac Peral.
Porque por aquí pasaron o aquí se hallan vinculados nombres ilustres de la Marina española, que en el capítulo reciente de la Cruzada nos dejaron, con su ejemplo y su sacrificio, un legado de honor.
Basterreche, antes de su fusilamiento, dice a un camarada: “No llore, doctor; en este momento lo único que importa es ir con la conciencia tranquila”.
Cervera, alentando a los que van a compartir la muerte con él, exclama decidido: “¡Vamos! ¡Por Dios y por la Patria!
Barreto quebrará con guasa su impaciencia ironizando al comprobar cómo se retrasa el piquete de ejecución: “Hasta en eso son informales. Ya nos llevan robada media hora de cielo”.
Los ejemplos que nos ofrecen los marinos de España, al enfrentarse con la muerte en aquellas jornadas de horror son innumerables. Giral, el ministro de Marina del llamado Gobierno republicano, al tener noticia de los asesinatos a bordo y en masa, dio la siguiente y repugnante orden: “Con solemnidad respetuosa echen al mar los cadáveres”.
Y es que los marinos de España, en aquella hora límite y difícil, que puede, claro es, repetirse, se plantearon, como el resto de las Fuerzas Armadas, el tremendo problema de elegir entre la disciplina, que les hubiera llevado a traicionar a España, o el patriotismo, que les obligaba a quebrantar la disciplina. Pues bien, ante el dilema angustioso, al llegar esta situación límite, las Fuerzas Armadas, y, naturalmente, la Marina de guerra, comprendiendo que aquel género de disciplina era un engaño encadenante para el cumplimiento de su más alta misión, optaron políticamente, en el más puro y noble sentido del vocablo, el 18 de Julio de 1936, por el patriotismo. Y no se advierta que ello estaba en contradicción con aquel concepto de la disciplina que el director de la Academia General Militar de Zaragoza expuso en la arenga que dirigió a sus alumnos al clausurarse la misma por orden de la República, porque fue precisamente el director de dicha Academia, el general Franco, el que puso límite a esa disciplina al dirigir y encabezar el Alzamiento contra un Régimen sectario bajo el cual la Patria misma que había jurado defender y servir se hallaba en trance de disolución inmediata. (Ovación.)
Porque Cartagena, en fin, sumergida en el caos del dominio rojo, aún encontró hombres que el 5 de marzo de 1939 se levantaran contra la tiranía del marxismo. A esos hombres abnegados, y a los que sucumbieron en el buque Castillo de Olite en su intento frustrado de ayuda, yo quiero rendir ante vosotros homenaje público de admiración y de respeto. (Ovación.)
***
Este “momento excepcional de nuestra historia”, en frase del presidente, trae, sin duda, causa de aquel que comenzó con el arranque de nuestra Cruzada. Por eso nos preocupa la insistencia, incluso oficial, con que se pretende, por un juego de adaptación, metamorfosis, prestidigitación, copia y mimetismo, el retorno al sistema liberal, con independencia de su vestidura inicial monárquica o republicana, ya que, en definitiva, la Monarquía liberal de Sagunto [1874] terminó en República [1931], y la República llevó a España a un enfrentamiento heroico y cruel.
Hasta tal punto da la impresión que el retorno obsesiona a nuestros gobernantes, que el señor Fraga, ministro de la Gobernación y vicepresidente para Asuntos internos, se ha identificado con la obra de Cánovas, rechazando a la vez la conducta de Caetano [Portugal, 1974], con olvido de que, en virtud de un proceso evidente y comprobable de aceleración histórica, el Cánovas de la Monarquía de Sagunto puede convertirse, si no hay rectificaciones, en el Caetano del Régimen español; y tengo para mí que el señor Fraga tiene inteligencia bastante para no asumir la enorme y trágica responsabilidad de tan pobre y ridículo papel. (Ovación.)
A la hora de la verdad, lo cierto es que nos encontramos, a primera vista al menos, con tres lenguajes distintos. Se podría hablar, en términos políticos, del español en tres idiomas, o para tres auditorios diferentes: el de las Cortes y el Consejo Nacional, el del pueblo español en directo, y el de la prensa, la radio y la televisión de los países extranjeros. De este modo, la palabra, que debe ser vehículo claro de las ideas, se ha tornado ambigua, confusa y hasta contradictoria según las ocasiones. Para entender algo de lo que en realidad se ha querido decir se hace imprescindible la consulta a una clave o a un mecanismo de cifra y la confección de un diccionario sui generis. (Risas.)
A veces resulta útil, para aclarar el tema, cotejar y complementar con lo dicho cara al exterior lo que con disimulo o tono conciliante se ha dicho para dentro de casa. De cualquier modo, si con el español en tres idiomas distintos lo que se pretende es no quedar mal o servir a tres señores, decidme hasta qué punto ello no será complicado y hasta imposible cuando con frase evangélica no es nada fácil servir a dos amos distintos. (Risas.)
Continuidad perfectiva
Para orientar el curso de lo que voy a deciros, conviene subrayar que, de momento y en un plano oficialista, se advierten dos expresiones programáticas contrapuestas al parecer: la del presidente del Gobierno, señor Arias, y la del vicepresidente del Gobierno, señor Fraga.
Don Carlos Arias, en su discurso ante el pleno del Consejo Nacional, del pasado 19 de enero, habló de la “continuidad perfectiva” del Régimen.
Don Manuel Fraga, en múltiples intervenciones, viene hablando de adaptación, cambio y reforma.
Quede bien claro, y así lo hemos dicho en repetidas ocasiones, que nosotros, que no estamos, como se nos reprocha con frivolidad o con mala fe, por el inmovilismo, estamos con la “continuidad perfectiva”, siempre, claro es, que esta continuidad sea auténtica y no una soflama que, calmando la inquietud de nuestro pueblo, persiga en el fondo, por medio del cambio, la ruptura con el Sistema.
De aquí se infiere que rechazamos la reforma propuesta, sin que llegue a convencernos la argumentación endeble del ministro de que “sólo se reforma aquello que quiere conservarse, en lo que de verdad se cree”, pues, por un lado, una cosa son las intenciones reformistas de origen y otra la realidad a que, no queriendo, se llega; y, de otro, que es preciso aclarar en qué consisten las reformas, pues éstas pueden tener entidad y consecuencias muy distintas.
Para verlo claro, pensemos de una parte en Lutero, el hombre de la Reforma. Yo no dudo que al poner en marcha su propósito reformista quisiera adaptar, manteniendo; cambiar, conservando; reformar, consolidando. Pero la verdad es que la Reforma por antonomasia arrancó de la unidad de la Iglesia una gran parte de Europa. Su resultado fue, en muchos órdenes, y no sólo en el espiritual, verdaderamente catastrófico. Por contraste, la catarsis de la Iglesia de Roma, su verdadera purificación, se hizo con la llamada Contrarreforma. El campeón de la reforma auténtica no fue Martín Lutero sino Ignacio de Loyola, y no se realizó por medio de protesta, sino en el Concilio de Trento. (Ovación.)
De otra parte, no es lo mismo la revocación de una fachada, que puede resultar imprescindible, o una rectificación en el tabicado de las habitaciones para que se acomoden mejor a las necesidades de la familia, que el derribo total de la casa, la reducción a solar del inmueble y la construcción de otra casa nueva, con planos y arquitectos diferentes. Las consecuencias urbanísticas y fiscales –políticas en nuestro caso- no pueden ser idénticas.
Examinemos
De aquí la conveniencia de examinar con detenimiento el discurso del señor Arias del pleno de las Cortes, del pasado 28 de enero, y, en especial, sus definiciones y enunciados programáticos. Como no es posible, no obstante el interés del tema, que aquí y ahora nos ocupemos de todas las definiciones y enunciados con la atención que se merecen, espigaremos en los que, a nuestro juicio, son de la máxima expectación y urgencia. Sólo con este examen podremos entrever si estamos ante una “continuidad perfectiva” que no destruye el Régimen, sino que, haciéndolo más auténtico y fiel a sí mismo, lo consolida, o ante una reforma que, pese a su buena intención de origen, equivale a la ruptura.
Hay unas afirmaciones de principio en el discurso del presidente que debieran ser ilusionadoras e interpretativas de su contenido y de cada una de las apreciaciones que encierra. Tales afirmaciones de principio son las siguientes:
1ª. “Estamos ante dos tiempos claramente diferenciados: distintos, pero no distantes”, es decir, el tiempo de Franco y el tiempo del Rey.
2ª. “El legado de (la) obra gigantesca (de Franco) constituye una exigencia de comportamiento en la lealtad”.
3ª. “Partimos de unos elevados niveles, alcanzados por sacrificadas generaciones”.
Vamos a ver si el programa expuesto por el presidente, y que debiera quedar iluminado por tales afirmaciones de principio, puede contribuir o no a que el tiempo actual sea no solamente “distinto”, sino, como da la impresión, “distante” del tiempo de Franco; si la “lealtad” a la obra de Franco permite o no –y parece que se está permitiendo- su rápida y total disolución; y si el “sacrificio” de esas generaciones puede o no quedar inútil y frustrado.
Dice el presidente: “La claridad ha sido en todo momento una de las constantes de mi actuación política”. Espero que con idéntica apelación estas reflexiones en voz alta, que inspiran un concepto claro de mi deber como español y como consejero nacional designado por Franco, se entiendan, desde el Gobierno y desde la calle, como exposición de lo que comparto de ese discurso, de lo que discrepo, y de lo que me ofrece dudas, precisamente por su ambigüedad o por su contradicción, pero jamás como postura hostil y falta de espíritu constructivo.
Analicemos, pues, la exposición que el presidente Arias hizo en su discurso sobre la Monarquía, la democracia, la política exterior y los valores del espíritu.
I- MONARQUÍA
Habla el presidente, refiriéndose, como es natural, a la Monarquía española, de una Monarquía “reinstaurada” y arbitral, en la que el Rey no es responsable de la acción específica de gobierno, no se identifica con los grupos políticos y no está sujeto a sus vaivenes, anunciando una rectificación sobre lo prevenido para el caso de Regencia.
Pues bien, el empleo de la palabra “reinstauración” supone tanto como romper la palabra acuñada por Franco que fue la de instauración. Con ella se evitan las ambigüedades que evidentemente comporta la de “reinstauración” y que puede confundirse en el lenguaje ordinario con la descartada totalmente de restauración.
Los términos “Monarquía reinstaurada” pueden insinuar, sobre todo por lo que supone de despegue de un vocablo cuyo valor todos entendíamos, que la Monarquía que se corona con Juan Carlos I no trae su causa y última legitimidad de origen del 18 de Julio y que, por lo tanto, no se trata de la Monarquía por la cual combatieron nuestros bravos carlistas (ovación) sino de la Monarquía liberal, cáscara vacía de contenido, que repudió José Antonio, y que a la hora de la verdad no tuvo monárquicos que la defendieran. (Ovación.)
La Monarquía española, instaurada, para que no haya lugar a dudas, es la Monarquía tradicional, la Monarquía de la Ley Orgánica y de los principios del Movimiento, con aquella unidad de mando y de poder que José Antonio quería, tal como la concibieron y edificaron los Reyes católicos. (Ovación.)
Dice el presidente que la Monarquía española es una “Monarquía arbitral, sustancialmente análoga a la de algunos países europeos que se distinguen por su alta cultura cívica y sosegado desenvolvimiento político”.
Con todos los respetos, me parece que esto no es así, toda vez que las Monarquías de esos países europeos son Monarquías liberales y con ellas, si somos fieles a los ideales inspiradores de la Cruzada, la nuestra, la española, no tiene sustancialmente nada en común, toda vez que responde a postulados y exigencias doctrinales e históricas distintas.
Por otra parte, dudo que los países escandinavos, en los que se dan las Monarquías propuestas como modelo, tengan una “cultura cívica” tan elevada, cuando legalizan el aborto, la anticoncepción, las comunas promiscuas, el matrimonio entre homosexuales y alcanzan los índices más elevados de suicidios; ni estimo que el ejemplo del Ulster, donde el crimen y el terror se han hecho endémicos, puedan ser alicientes para imitar a la Monarquía inglesa. (Ovación.)
El árbitro
En la Monarquía española, según el discurso del presidente, al Rey le cabe la función de “árbitro”, función muy expuesta, ya que todo el mundo sabe que no se puede arbitrar a gusto de todos y que, por tal motivo, durante los encuentros, las ofensas más graves se dirigen al árbitro y es al árbitro al que, al terminar los partidos se despide arrojándole las almohadillas.
Al escuchar de labios del presidente que al Rey correspondía esta función arbitral, imaginé que, al terminar la sesión, el Gobierno se presentaba corporativamente en la Zarzuela para entregar al Rey un silbato de bronce a fin de que pite, de ahora en adelante, las faltas de toda condición que se cometan en el juego político. Pobre y difícil papeleta la que se encomienda al Jefe del Estado. (Risas y ovación.)
En la Monarquía española, dice, el Rey “no es responsable de la acción específica de gobierno”. Y tal afirmación no deja de ser sugestiva, aunque apenas examinada se entienda que es errónea, no sólo porque es responsable, como es lógico de su propia actuación “arbitral”, sino porque, como la Historia demuestra, y tuvimos ocasión de exponer en el discurso de Badajoz, cuando llega la hora de la verdad, y pese a las afirmaciones cargadas de énfasis, el Rey responde de todo y asume la responsabilidad de todas las acciones específicas y equivocadas de sus gobiernos, mientras que los artífices de tales equivocaciones, que son sus ministros, no responden de nada o de muy poco. Así don Alfonso XIII, víctima del sistema liberal, respondió de todo y tuvo que marcharse, mientras que algunos de sus ministros, como Alcalá Zamora, no sólo no respondió de nada, sino que llegó a ser presidente de la segunda República española. (Ovación.)
Hay que distinguir
En la Monarquía española, el Rey “no se identifica con los grupos políticos… pues, como fiel guardián de un depósito inalienable, personifica e integra a todos los españoles en un consenso de concordia nacional”.
Sin embargo, habría que distinguir entre “grupos y grupos políticos”, pues mientras hay y puede haber unos que respetan, admiran y sirven a ese depósito inalienable, hay y puede haber otros que pretendan dilapidarlo. De aquí que, si el Rey “no puede identificarse con los grupos políticos”, como afirma el señor Arias, será preciso aclarar, en previsión de equívocos y ambigüedades que podrían traer consecuencias muy dolorosas, que esa “no identificación” ha de entenderse con respecto a los temas accidentales en los que resulta lógico y hasta necesario la discrepancia de opiniones.
Y de otro, que, por la razón apuntada, el Rey ha de identificarse y buscar el respaldo de aquellos grupos políticos que defienden el depósito inalienable del que la Corona se ha convertido en fidelísimo guardián. De lo contrario, es decir, considerando lo mismo a quienes defienden ese depósito y a quienes lo atacan, y llamando a colaborar a los últimos, podía convertirse en cómplice o encubridor de su quebranto; y el quebranto de ese depósito es más grave, a mi juicio, desde el punto de vista moral, por la frustración de confianza que supone, que por el daño económico que pudiera implicar.
Por otro lado no puede olvidarse, y así nos lo dice la experiencia histórica, que en el tipo de Monarquía liberal a que parece ser que ahora se nos empuja, el Rey, como sucedió el 14 de abril de 1931, al no sentirse constitucionalmente responsable de la acción específica de sus gobiernos, dejó sin custodia ese depósito inalienable, y fue el pueblo español el que, para preservarlo, tuvo que alzarse y contabilizar un millón de muertos. ¡Sería muy triste que alguien quisiera reservar al Rey de la nueva Monarquía un papel idéntico y al pueblo español la ardua tarea de tener que luchar otra vez para continuar subsistiendo! (Inmensa ovación.)
La Monarquía española, siempre según el discurso del señor Arias, “(no) está sujeta a los vaivenes del juego político”.
Y así debiera ser. Lo que ocurre es que, si tal afirmación fuera cierta, en España estaríamos aún bajo la Monarquía de Sagunto (1874), no se hubiera implantado la República y no hubiera sido necesario un régimen nacido de la Victoria nacional para instaurarla.
No basta lo retórico
Por eso, y aprendiendo las lecciones del pasado, para evitar las consecuencias suicidas de los “vaivenes”, hay que asentar la Monarquía sobre cimientos bien sólidos, no sólo no renegando de su origen, sino afianzándola en los grupos políticos que pueden darle permanencia. Sacar de sus covachuelas, alentar y magnificar, por ejemplo, a la democracia cristiana, que habla sólo de “los pueblos del Estado español”, soslayando a España y que por añadidura se ha confesado escéptica e indiferente a las formas de gobierno, y al partido o partidos socialistas, que colaboraron con la Monarquía y hasta con la Dictadura de don Miguel Primo de Rivera, para sumarse después a la conjunción republicana, expulsando al Rey, es algo que mueve a risa si no fuera realmente dramático para la propia Monarquía y para España.
Y es que no bastan las proclamaciones retóricas, aunque sean muy sugestivas. En política, terreno como ninguno en que la doctrina cuenta en tanto sea susceptible de aplicación, no pueden dejarse nunca a un lado ni el terreno de operaciones ni los ejércitos en presencia.
…
II- DEMOCRACIA
Dice el señor Arias en su discurso que “caminamos hacia una alternativa democrática (mediante) fórmulas de limpia y clara participación.
Ello, con las máximas consideraciones, equivale a decir que hasta la fecha no hemos sido una democracia, y ello aun cuando Francisco Franco repitiera hasta la saciedad que España era una democracia orgánica. Y una de dos, o Franco no nos dijo la verdad o la democracia orgánica no es una de tantas modalidades democráticas sino su negación y por ello caminamos ahora, precisamente ahora, después de la muerte de Franco hacia ella.
Y caminamos hacia ella –la democracia- mediante “fórmulas de limpia y clara participación”. Es verdad que el presidente no explicita ni detalla esas fórmulas –que luego han enumerado sus colaboradores en sus comparecencias en el exterior-, pero está claro, al menos implícitamente, que hasta la fecha las fórmulas de participación establecida en la Ley de Principios, concorde con la doctrina de la Tradición y de la Falange, no eran “limpias” ni “claras”. Por ello, para que sean “limpias y claras” hay que despegarse de las estructuras básicas de la comunidad nacional, familia, municipio, sindicatos y corporaciones profesionales –democracia orgánica-, para acudir al sufragio universal y al sistema de partidos políticos.
Ahora bien, ¿puede probarse con la experiencia electoral española –abstenciones masivas, rotura de urnas, presiones sobre las mesas, procedimientos de proclamación- que el sufragio universal y el sistema de partidos, aparte de su antieconomía y del complejo pasional que promueven, sean, en serio, “fórmulas de limpia y clara participación”?
La democracia a la que alternativamente caminamos es, en palabras del presidente, una “democracia española, no copiada” y “más próxima a los países más prósperos del mundo occidental”.
Si esto es así, si nuestra democracia –a la que vamos- ha de ser española y no copiada, no comprendo las razones que pueden mover a nuestro equipo de gobierno para aceptar la visita de tantos supervisores y de tantos maestros de fuera. La obsesión por el beneplácito del mundo occidental ha colmado todo lo que hubiera podido imaginarse. Comisiones de demócratas cristianos, liberales, socialistas, sindicalistas, etcétera, deambulan por nuestro país, emitiendo dictamen, aprobando y desaprobando públicamente y formulando opinión en los despachos oficiales. En este trance, el Consejo de Europa examina y censura, y Kissinger, en ese famoso desayuno norteamericano, pronuncia, para júbilo del ministro secretario de la Presidencia, un sonriente beneplácito para la evolución española hacia la democracia.
España, ¿un maniquí?
Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que nuestros demócratas del Ejecutivo, en vez de buscar de inmediato y sin tapaderas la opinión y el apoyo, en su caso, del pueblo español, mendiguen las bendiciones de ciertos poderes de fuera? (Inmensa ovación del público, puesto en pie.)
Parece que España es un maniquí al que ha de vestirse entre todos. Cada uno saca de su bolsa de retales un trozo de tela distinto: rojo los socialistas, amarillo los liberales y morado los vaticanistas. Se trata de un traje tricolor y republicano, que puede ser… (Inmensa ovación.) Y Dios quiera que España, aturdida, no pierda la ecuanimidad y se sienta a gusto con el traje, porque entonces acabará no sólo envilecida sino siendo el hazmerreír del mundo. (Ovación.)
La democracia hacia la que alternativamente caminamos es una “república coronada” y no, como dijo Fraga Iribarne con poco acierto una democracia coronada. Pero, así y todo, para los oídos y el recuerdo de los españoles, la fórmula presidencial, la de “democracia coronada” resulta molesta. Quienes deseamos que en España se consolide la Monarquía que Franco quiso, no podemos olvidar que esa fórmula se empleó sin éxito en Grecia, país mediterráneo de sensibilidad muy próxima a la nuestra. La solución de la “democracia coronada” se rechazó en un plebiscito popular, y el Rey, cuñado de Juan Carlos, continúa fuera de su país. (Ovación.)
El régimen asociativo, fracasado
“En la democracia española han de conjugarse el Movimiento y unas Asociaciones políticas evolucionadas”. Esto es lo que, en síntesis, vino a decir el presidente Arias en su discurso del 28 de enero. Sobre el particular conviene que hagamos algunas observaciones que estimo importantes.
En primer término, que el régimen asociativo, como era de prever y nosotros anunciamos y pusimos de relieve al negarnos a participar en el mismo, está fracasado. El presidente, que en su día fue su gran animador [Feb. 1974] y que lo espoleó desde su alta magistratura en su penúltimo discurso al Pleno de las Cortes, confiesa ahora con sinceridad que “la respuesta a la oferta asociativa ha resultado limitadamente satisfactoria”. Y es natural que así sucediera, pues el asociacionismo político no era un anhelo del pueblo español, sino la puesta en marcha, por intereses y grupos de presión conocidos, de un propósito confesado por otra parte, de liquidar o fragmentar al Movimiento y de abrir brecha a los partidos políticos.
Por eso, y al modo del despotismo ilustrado, el sistema asociativo fue, no algo que el pueblo pedía, sino una oferta gubernamental, que, no obstante las incitaciones de oficio y la financiación del Estado, tuvo una respuesta “limitadamente satisfactoria”. De aquí que, con palabras del presidente, “persuadidos de la insuficiencia de las normas asociativas, por su escaso arraigo en la realidad en que deben insertarse, no tendremos ningún escrúpulo en reconsiderarlas”.
Al llevar a cabo esta reconsideración, aunque el presidente haya salvado con habilidad la trampa, es posible que se admitan los partidos, de acuerdo con sus declaraciones a «Newsweek» de 12 de enero de 1976 y a las aclaraciones para el exterior de algunos de sus compañeros de Gobierno.
En cualquier caso, partidos o asociaciones políticas evolucionadas, y siempre de acuerdo con el discurso presidencial, han de ser compatibles con el Movimiento, al que define como “pacto social básico”. Ahora bien, como por una parte se llama a colaboración a las fuerzas que “sintonicen con los Principios de nuestro orden constitucional” [Principios del Movimiento], y por otro a “todos cuantos quieran aceptar unas reglas de convivencia elementales”, el problema que surge es el de si los Principios se diluyen transformándose en reglas elementales de convivencia, o bien si tales reglas elementales de convivencia son precisamente los Principios del Movimiento. El dilema pone en marcha una contradicción tan evidente como insoluble:
Si los Principios, como “pacto social básico”, se identifican con las “reglas de convivencia elementales”, no se explica la legalización de facto de los partidos políticos que se manifiestan hostiles a tales Principios, propugnando abiertamente, dentro y fuera de España, la ruptura con el Régimen.
Si, por el contrario, esa legalización se justifica porque los Principios han dejado de ser –no obstante lo que se dice con solemnidad- el “pacto social básico” y las “reglas de convivencia elementales”, entonces habrá que definir estas últimas y correlativamente derogar o modificar tales Principios, lo que, por definición constitucional, resulta imposible.
Sugiere confusiones
Es verdad que el presidente arroja del seno de la legalidad a la violencia terrorista, al anarquismo, al separatismo y al comunismo totalitario, pero también es verdad que no conocemos ningún comunismo que no sea por esencia totalitario, por lo que el calificativo sólo sugiere confusiones y hasta la posibilidad de que algún género de comunismo fuera admisible; que el separatismo campa por sus respetos con libertad digna de mejor causa desde los actos de Guernica a los de Barcelona (ovación) y que los secuestros y asesinatos de guardias civiles gozan de desgraciada actualidad.
Las severas admoniciones del presidente, cuyos puntos de vista en este supuesto comparto, me recuerdan, no obstante, esas películas del Oeste en una de cuyas secuencias la cantina se convierte en un auténtico pandemónium de gritos, disparos, espejos y lámparas rotas, mujeres que huyen y puñetazos a granel, mientras el sheriff, representante de la autoridad, subido en el mostrador, grita enloquecido y sin que nadie le haga ni caso. “¡Respeto a la ley, orden y paz!” (Risas y aplausos.)
Democracia y Monarquía. He aquí dos temas fundamentales. De la Monarquía tradicional no se dice nada. Dela democracia orgánica, tampoco. Por ello, si es difícil precisar “la frontera entre lo lícito y lo ilícito en política”, una cosa es clara: que el fraude ideológico es ilícito.
III- POLÍTICA EXTERIOR
El tema de la política exterior es muy amplio, y no es posible que entremos a fondo en cada uno de los apartados que engloba.
De la cuestión del Sáhara hablamos detenidamente en los discursos de Las Palmas y del Puerto de la Cruz, hace tan sólo unos días, y a ellos me remito, no sin reiterar que en plena alternativa democrática ni el pueblo ni las Cortes saben a estas alturas en que consiste el Tratado de España con Marruecos y Mauritania, ni cuál, como no sea por la prensa, el estado de anarquía en que se vive en la que fue próspera y pacífica provincia española (Ovación.)
Por lo que se refiere al Tratado que el señor Areilza acaba de firmar con los Estados Unidos, representados por Kissinger, creo que no se ha hecho otra cosa de carácter sustancial que una actualización, por el doble proceso inflacionario de la peseta y del dólar, de las sumas a percibir por España. Todo lo demás son préstamos con interés, entrega de material de segunda mano y muchos futuribles y “desiderata”, amén de documentos que aún han de firmarse y de normas adjetivas que han de discutirse. Demasiado papel para pocas nueces, relegando el tema de la balanza comercial deficitaria con los Estados Unidos y sobre todo el tema de las exportaciones españolas, de trato tan escasamente amistoso. (Ovación.)
La posición de España al respecto debió quedar absolutamente clara subrayando: que encuadrados en Occidente no somos neutralistas; que no toleramos la postura de segundones; que las bases militares y todo nuestro dispositivo de defensa y ataque debe estar en nuestras manos; que una cosa es la ayuda y el suministro de material y otra la presencia en nuestro territorio de tropas extranjeras en situación de paz; que en ningún caso puede admitirse chatarra como sustitutivo; y que tampoco es admisible que nuestro Ejército se vea coartado en el uso libre del material recibido, como ocurrió, al menos que yo sepa, cuando las agresiones de Marruecos en Ifni [1957]. (Ovación.)
IV- VALORES DEL ESPÍRITU, MORALES Y RELIGIOSOS
Habla el presidente del cultivo de estos valores. ¡Y cómo no hemos de compartir su punto de vista y el énfasis con que en ello insistió! Pero basta salir a la calle para darse cuenta de que el libro, el folleto, la revista, el espectáculo y los anuncios llamativos y a todo color de tales espectáculos, atentan gravísimamente y con desafío cada día mayor a tales valores, degradando al individuo y a la sociedad.
El propio presidente reconoce, al referirse a los medios de comunicación social, que los mismos, a veces, se utilizan de tal modo que son vía abierta “para la difamación”, para el “ataque al honor”, a la dignidad de instituciones, grupos o personas”, para “la insidia y el insulto”, para “campañas contra el Estado, la sociedad, la familia (y) la moral pública”.
Yo no me atrevería a dar ningún calificativo a este género de campañas, pero la verdad es que el presidente, con harta razón, las repudia y las condena; lo que sucede es que, siendo así las cosas, lo que hay que hacer, como indica con razón Ricardo de la Cierva, con el que estoy de acuerdo en este caso, no es tanto hablar de reforma de la ley, sino sencillamente aplicarla. (Aplausos.)
***
Señaló Franco a la masonería y al comunismo como los grandes adversarios de España y de la civilización cristiana contra los cuales debíamos y debemos permanecer alerta. ¿Y será precisamente el programa de reforma que se anuncia el mejor camino de permanecer alerta? ¿La “continuidad perfectiva” no será tan sólo un bello enunciado adormecedor al confundirse e identificarse con un cambio que nos llevará a la ruptura, a desatar todo lo atado y bien atado?
Para mí está claro que el retorno al punto de partida, mediante la instalación de un sistema liberal, equivale a reponer las causas de los mismos desastres que acarrearon la ruina de la nación. El liberalismo es el clima más apto para la implantación de la tiranía comunista, sin que la socialdemocracia, que tanto se cacarea como fórmula de contención, sirva en realidad para algo positivo, pues, como dijera José Antonio, sólo actúa como arena en los cojinetes del capitalismo.
Todo lo que facilite o acelere las posibilidades de sovietización de nuestra Patria nos parece condenable, y el comunismo, como es lógico, aprovechará la incertidumbre y el juego permisivo del sistema liberal para adueñarse de la situación y monopolizarla.
A tal fin, dispone de medios extraordinarios. El comunismo sacrifica todo a la propaganda, a las exigencias de la lucha política, a la causa de la revolución universal. El hambre de los pueblos dominados, la esclavitud de millones de seres, significa muy poco para los cuadros dirigentes del marxismo. Los grandes tópicos con que encabezan sus campañas, aun torpes y fraudulentos, proliferan ante el olvido histórico, las manipulaciones de la opinión pública, la apelación constante a sentimientos primarios o a movimientos reflejos.
Incomprensible
Así, el comunismo hace un llamamiento reiterado a la libertad. Las grandes pancartas de las manifestaciones públicas que los dirigentes comunistas preparan o encabezan, lucen de un modo llamativo, estridente y entre admiraciones la palabra ¡Libertad!
Y ello es incomprensible, porque el comunismo, no sólo en la práctica, allí donde domina, no admite libertades ni derechos humanos, que conculca sistemáticamente, sino que niega doctrinalmente la libertad que solicita. En efecto, si la libertad procede del espíritu y el marxismo niega lo sobrenatural, exaltando el determinismo materialista, que somete a la Naturaleza y al hombre a una dialéctica sin autor y sin destino, no es posible concebir a un comunista pidiendo una libertad que niega. El propio Lenin, cuya autoridad no discuten ni siquiera los comunistas heterodoxos de nuestro tiempo, preguntaba: “La libertad: ¿para qué?”.
De aquí que el marxismo, como tantas concepciones políticas y sociales –filosóficas, en el fondo- equivocadas de raíz acaben olvidando al hombre. El buen salvaje de Juan Jacobo Rousseau, el ciudadano de Robespierre, el proletario de Marx, son entes de razón, criaturas imaginadas y artificiales, ideas prefabricadas, que desorbitan o ignoran al hombre. Por el contrario, para una concepción política de raíz cristiana, como fue la de José Antonio, el hombre y sólo el hombre es el eje del Sistema; un hombre portador de valores eternos y no de valores económicos, productor o consumidor, como lo es para el marxismo.
Acudir a la libertad para, haciendo uso de ella, establecer el comunismo y la utópica sociedad sin clases, es otra de las contradicciones del marxismo toda vez que, si la Historia se mueve y avanza en virtud de un determinismo natural y por un juego inexorable e inevitable de la dialéctica materialista, la entrada en el proceso de la libertad, que por otra parte se niega, parece contradictoria.
Otro de los grandes espejismos en que se escuda la propaganda marxista es la que transforma al Partido en vanguardia de la clase obrera. Y ello no es verdad, porque si al Partido Comunista lo que le interesara en serio es la llamada clase obrera y por tanto la mejora de sus condiciones de vida y de trabajo, no pretendería la quiebra económica, que produce un colapso y un deterioro de los niveles conseguidos, la mayoría de las veces sin la intervención de sus agitadores. (Ovación.)
Destruir la civilización
El Partido Comunista no es la vanguardia de la clase obrera, sino la vanguardia de la subversión mundial, que pretende por todos los medios, hasta la violencia, la destrucción del orden recibido, para construir otro antitético en el que las nociones sustantivas del hombre, de la comunidad en que el hombre vive, de su origen y de su destino, descansen en una concepción atea y antitea.
Rosenberg, en su libro «Marx y el proletariado» nos descubre que, para Marx, el servicio al proletariado, a la clase obrera, no constituye un fin. Para Marx, que aspira a destruir la civilización recibida, subvirtiéndola y sustituyéndola por las estructuras que él imagina, la clase obrera tan sólo es un instrumento para llevar a cabo la subversión. No la sirve, sino que se sirve de ella, y a tal fin la explota, la azuza y la seduce, espolea odios y resentimientos, espíritu de venganza y revanchismo, llegando a crear, victimando al obrero, el hambre y la ira para que puedan darse lo que Lenin ha llamado con acierto las condiciones objetivas de la revolución.
Precisamente porque la clase obrera es para Marx un instrumento, cuando la misma deja de escucharle y se libera de su yugo –verdadero opio del trabajador, que le aliena de su contorno y de su esencia-, tiene que buscar febrilmente un sucedáneo. Y así, probando una vez más lo falso de su fundamento, crea o fomenta, según los países y las circunstancias, la lucha generacional, la de razas y tribus, la regional y la eclesiástica.
No es el marxismo militante la vanguardia de la clase obrera. Ni Marx ni Engels ni Lenin fueron trabajadores manuales. Y, que yo sepa, no son tampoco obreros Santiago Carrillo, Tierno Galván, Rodolfo Llopis y Felipe González.
El capitalismo, al máximo de poder
El eslogan anticapitalista campea en todo el aparato dialéctico del marxismo, siendo así que en el Estado comunista el capitalismo llega al máximo de poder y concentración monopolística. En el Estado soviético no hay más que un solo patrón y todos los súbditos se constituyen en dependencia burocrática y funcional del mismo. Si en el sistema capitalista puede darse la explotación del hombre por el hombre, cabe, con toda su tragedia, que el explotador tenga sentimientos de piedad o que el explotado cambie de empresa; en el sistema comunista, que concentra en el Estado todo el poder político y todo el poder económico, no cabe ni la misericordia ni el cambio, sólo cabe la esclavitud o la muerte.
Ahora comprenderéis el panorama sombrío que ofrecen los países comunistas; la tristeza de sus habitantes resignados; los heroicos levantamientos ahogados en sangre de Berlín, de Alemania Oriental, de Polonia, de Hungría y de Checoslovaquia; las guerrillas endémicas de Ucrania; los huidos a través del Muro de la vergüenza, del Telón de Acero, de la Cortina de bambú o de los tiburones del Caribe; las peticiones de asilo de los que con un motivo u otro pueden saltar las fronteras; los inmensos campos de concentración y los manicomios para los discrepantes.
Hasta El Campesino, comunista de renombre durante la Cruzada, ha podido escribir luego de su experiencia en Rusia: “Me arrepiento de haber tratado de imponer el comunismo. La URSS ha sido para mí la mayor desilusión, el mayor engaño y el peor fracaso de mi vida”.
¡Qué tremenda responsabilidad, pues, la de alejar el tema de España de este encuadramiento, de una España que, por otra parte, con un esfuerzo extraordinario, diríamos que sobrehumano, logró colocarse en una cota desde la que podía no sólo escapar a la maniobra envolvente del enemigo, sino encabezar a escala cósmica la ofensiva contra el adversario!
Guerras convencionales
¿Conseguirá ahora el enemigo, con el desmantelamiento iniciado, lo que no logró alcanzar en 1936? Porque si el comunismo se instaló en Rusia en 1917, a raíz de la primera guerra mundial, y se consolidó y extendió a raíz de la segunda, ¿no intentará adueñarse del mundo en la tercera? Y esa tercera guerra mundial, como dice Soljenitsin, testigo de primera línea, comenzó al firmarse el acuerdo de Yalta y alcanzó una victoria indudable con el Tratado de Helsinki [1975].
La tercera guerra mundial se diafragma en guerras convencionales, en confrontaciones civiles de carácter bélico y en la lucha política, subversiva y psicológica en todas partes. La confusión ideológica y la corrupción moral son tácticas insistentes y bien programadas, capítulos importantes de esta conflagración, para la cual los países occidentales se hallan, por culpa de su clase directora –negligente o cómplice-, infradotados.
Por estar infradotados, los países sucumben, como señala Soljenitsin, al primer encontronazo con el comunismo. Después del encontronazo, descubren con asombro su auténtico perfil, llegan a arrancarle la máscara y pretenden reaccionar. Pero ya es tarde. La sumisión por la fuerza de los embaucados es un juego de niños para las divisiones soviéticas. Entonces, cuando se descubre que el marxismo no tiene rostro humano y que habría que intentar que lo tuviera, de un lado ya no hay tiempo para conseguirlo, y de otro, el intento sería imposible, porque el marxismo, en tanto que lo sea, al arrancar al hombre su dignidad de hijo de Dios y considerarlo como un animal en alto grado de desarrollo, no puede tener jamás, aunque quisiera, un rostro verdaderamente humano. (Ovación.)
Los alzamientos contra la tiranía comunista, los gestos heroicos y escalofriantes de los pueblos subyugados, no fueron obra de los fascistas, ni de los conservadores, que habían sido asesinados o estaban en prisión, fueron obra de los engañados por el comunismo, de los militantes de las células, de los trabajadores, de los estudiantes, que reaccionaron con el vigor del arrepentimiento contra los autores del inmenso engaño. ¡Con qué razón se ha dicho que el comunismo es intrínsecamente perverso!
Para hacer frente al enemigo de la civilización cristiana, el liberalismo, primer disolvente de la misma, carece de aptitud; sin que valga tampoco el mejor armamento convencional o atómico. Sin la voluntad decidida, sin las convicciones firmes, el armamento puede entregarse al adversario, como ocurrió en Vietnam. El rearme de los pueblos sólo puede hacerse desde el campo moral e ideológico. Lo demás viene por añadidura; el uso de la fuerza se hace innecesario cuando el enemigo en acecho advierte nuestra decisión de combatirlo. Las victorias de los comunistas han sido deserciones del mundo libre.
La caridad no es la traición
Si para Occidente ha llegado el momento decisivo en que se pone en juego la civilización, no hay más remedio que huir de las libertades falsas, de las libertades de perdición, para anclarnos y fortalecernos en la libertad auténtica, devolviendo a la palabra su verdadero sabor. La libertad, se nos grita desde los campos de esclavos de la URSS, no es el cálculo, que pone en la balanza mi comodidad de momento o la miseria espiritual y material de mis hermanos, del mismo modo que la caridad no es la traición, ni la tolerancia la indiferencia, ni el amor a los enemigos pasarme a sus trincheras. Amor, tolerancia, libertad, ¡de qué modo os han falsificado en Occidente!
La libertad, estragada por tantos abusos, astillada y reblandecida, sólo es viable y se mantiene enhiesta cuando se nutre de las obligaciones que comporta, cuando se apercibe y asume las responsabilidades que conlleva, cuando sacrifica egoísmos, placeres y hasta valores lícitos de entidad menor en un tiempo difícil, cuando está dispuesta, si es necesario, al heroísmo. La libertad que dignifica no es el libre albedrío psicológico que me da a elegir entre matar o no matar, entre cumplir con mi deber o incumplirlo. La libertad psicológica no es un fin, es tan sólo un medio, y el medio, como todo camino, vale en tanto me conduce a la meta, es decir, a la verdad y al bien. La libertad psicológica afecta al ámbito autónomo de mis decisiones, pero el ejercicio recto, en orden a su fin, de esa libertad es el único que me libera y me perfecciona, que me hace realmente hombre.
Lo importante hoy es la claridad en las ideas, las convicciones firmes, la voluntad dispuesta, la libertad en su sentido auténtico, eligiendo la verdad y el bien, a costa de lo que sea. Este rearme ideológico y moral milita contra la abulia, la resignación, el fatalismo, la vida muelle y confortable, y demanda, individual y colectivamente, un esfuerzo como el que los españoles y España como nación, con el propósito de subsistir, hicieron durante la Cruzada (Ovación.)
La primera batalla, en la que todo va a decidirse, lo decíamos en Puerto de la Cruz, es la batalla interior, la que es posible que se esté librando dentro de nosotros mismos.
***
El presidente Arias, con sumo acierto ha dicho en su discurso, con toda valentía que:
“es evidente que se intenta borrar nuestro pasado político (y) volver a un imposible e indeseable punto cero”; y que es preciso evitar la
“aventura suicida de dinamitar… un orden tan dolorosamente logrado”.
Pues bien, como “albaceas de la memoria de Franco (y) para hacer operativo su mensaje”, utilizando palabras del discurso presidencial del 28 de enero, decimos:
No al Revisionismo
No al Cambio
No a la Reforma:
y decimos con frase del propio jefe del Gobierno,
Sí a la “continuidad perfectiva”, que asegure la autenticidad del Régimen del 18 de Julio y no su crisis de identidad y su desmantelamiento y demolición y, con una y otra, el suicidio de España.
De esta forma, la nostalgia –también siguiendo el hilo del discurso que comentamos- no será un freno, sino un estímulo para que la etapa de Juan Carlos, siendo distinta, no sea distante de la época de Franco.
(Clamorosa y larga ovación del público, puesto en pie, que entona como cierre del acto el “Cara al Sol”.)
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