5. La Inquisición Española y los judíos
La judaización de la sociedad española proseguía en forma alarmante, lo que hacía clamar en Sevilla al dominico Fr. Alonso de Ojeda contra la turba de conversos sospechosos que llenaban no solo el palacio real, sino también la curia eclesiástica, siendo el problema tan grave, decía el predicador, que "estaban a punto de proclamar la ley de Moisés y que no podían encubrir el ser judíos".
Ortiz Zúñiga refiere en los Anales de Sevilla, que vino a exasperar los ánimos el hecho de haberse descubierto el
Jueves Santo de 1478, un conciliábulo de seis judaizantes que blasfemaban de la fe católica.
Fr. Alonso de Ojeda impetró de Su Santidad Sixto IV en 1480 que se autorizase por bula para proceder contra los herejes "por vía de fuego", como se había hecho en el siglo XIII contra los albigenses. El 6 de febrero de 1481 fueron entregados a las llamas seis judaizantes en el campo de Tablado, publicándose en el mismo año el Edicto de Gracia, en el que se llamaba a penitencia y reconciliación a todos los culpables,
siendo el resultado que se acogieron al indulto veinte mil personas en toda Castilla, abundando entre ellos canónigos, frailes, monjas y altos funcionarios del Estado. Fue así como se reveló la peligrosa incertidumbre en que vivía la sociedad española, no pudiendo distinguirse al cristiano sincero del fingido, ni tampoco al amigo del traidor, por lo que se dejó sentir en los espíritus de la época la necesidad del establecimiento de una Inquisición bien organizada y permanente.
Tal era el problema capital con que debían enfrentarse los nuevos gobernantes de España, los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, interesados en salvar la unidad nacional de España y la religión tradicional de su raza. Su primer paso para resolver la cuestión judía fue gestionar ante la Santa Sede que se les autorizase el establecer un Tribunal de Fe, encargado de celar la unidad religiosa; permiso que alcanzaron de Sixto IV mediante bula del 11 de febrero de 1482, confiando en seguida la presidencia del Consejo Supremo al dominico fray Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia y consejero de la reina Isabel.
Dos años después del establecimiento de la Inquisición en el reino de Castilla, se extendió al de Aragón; la pujante judería de Zaragoza no dejó de presentar resistencia al tribunal, invocando los Fueros Aragoneses.
Esta oposición culminó con el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués la noche del 18 de septiembre de 1485, sorprendiéndole en la catedral mientras oraba, y después de martirizarle le dieron muerte. En el proceso que se abrió resultó comprobada la culpabilidad de la mayor parte de los judíos conversos de Aragón, figurando entre ellos los hebreos Mosen Luis de Santángel y Micer Francisco de Santa Fe, entre los decapitados, y el vicecanciller Micer Alfonso de la Caballería, entre los reconciliados.
La nobleza de Aragón había emparentado mucho con judíos, por lo que la Inquisición desarrolló importante labor en dicho reino. Micer Gonzalo de Santa María, asesor del gobernador de Aragón y autor de la Crónica de D. Juan II, fue penitenciado tres veces por el Santo Oficio en virtud de sus reincidencias, muriendo a la postre en la cárcel, su mujer, Violante Belviure, fue castigada con el sambenito el 4 de septiembre de 1486. Luis de Santángel, escribano de Fernando el Católico, y arrendatario de las contribuciones reales, fue también procesado por judaizante y reconciliado el 17 de julio de 1491,
y ya veremos cómo este judío prestaba al año siguiente a la Corona de Castilla el dinero necesario para la empresa oceánica de Cristóbal Colón.
El 20 de julio de 1487 se establecía la Inquisición en Barcelona, nombrándose inquisidor a Fr. Alonso de la Espina. El primer auto de fe tuvo lugar en 25 de enero de 1488, siendo agarrotados cuatro judaizantes y quemados en efigie doce, sanción última que se aplicaba a ciertos reos prófugos de la justicia. Entre los penitenciados de alta categoría figuran: Jaime de Safranca, lugarteniente del tesorero real; Sent Jordi, grande enemigo de los cristianos catalanes y muy versado en las obras de Maimónides, el judaizante Dalmau de Tolosa que fue canónigo de la catedral de Lérida; sin embargo, la mayoría de los penitenciados barceloneses eran menestrales, mercaderes, barberos, drogueros, etc.,
pues la nobleza catalana no se había mezclado tanto con los judíos como la aragonesa.
El tribunal del Santo Oficio, celador de la unidad católica de España, y encargado por lo tanto de poner coto a la labor cada día más descarada de judíos y judaizantes, difería de las antiguas Inquisiciones de Cataluña, Valencia, Aragón, etc., así como de la Inquisición establecida por los pontífices en el siglo XIII, no solo en la mejor organización, sino sobre todo en que
constituía un organismo sujeto al Estado español e independiente por lo tanto de la jurisdicción episcopal. Mas como la índole de las funciones de dicho Tribunal reclamaba la intervención de peritos en teología, la autoridad eclesiástica nombraba teólogos que juzgasen si en las causas de que conocía había o no herejía; pero una vez declarada ésta, los reos eran entregados a la potestad civil para la ejecución de la sentencia.
El Estado, estimando de interés vital para la sociedad cristiana el cuidar de la unidad religiosa nacional, había declarado grave delito la herejía, más como los seglares no podían decidir si tal o cual teoría o práctica era heterodoxa, se imponía la intervención de los teólogos.
El derecho del estado español para declarar delito a la herejía es innegable, pues así como es elemental la facultad de castigar a quien falsifica la moneda, con mayor razón debe sancionarse a quien adultera la fe nacional, cuando se trata de países que cuentan con una inmensa mayoría de individuos pertenecientes a una misma confesión religiosa. Tal cosa acontecía en España, en la que una absoluta mayoría católica, era gravemente inquietada por una minoría judía que, no contenta con la tolerancia que por largo tiempo se le había dispensado, minaba astutamente la fe tradicional.
Por lo tanto, la Inquisición en España fue establecida originariamente, como medio de defensa del catolicismo contra la labor solapada del judaísmo. Más tarde se extendió a combatir el mahometanismo, el protestantismo y a la postre las doctrinas heréticas de los enciclopedistas franceses, si bien cuando esto último sucedía, había entrado la Institución mencionada en plena decadencia, pues hasta muchos de sus miembros estaban imbuidos en las ideas de la filosofía racionalista. No otra es la opinión del distinguido historiador don Carlos Pereyra, quien en su Breve Historia de América formula el siguiente juicio apreciativo de la labor de la Inquisición:
"Una de las primitivas funciones del episcopado fue la inquisitorial, es decir, la de abrir procesos por causa de fe. Pero esta jurisdicción tomó en España una forma especial, que la vinculó estrechamente al Estado. Pocos años antes del primer viaje de Colón, se había iniciado el establecimiento de una Inquisición Española, cuya fuerza era trasunto de la que adquiría el poder real. A diferencia de la Inquisición Medieval, que fue obra de los pontífices del siglo XIII, para combatir a la herejía, sobre todo la albigense, mediante tribunales de obispos, religiosos y jurado (boni viri) en la Inquisición Española se acentúa la intervención de los reyes. Doña Isabel solicitó de Roma, en 1478, la autorización para crear Tribunales de Fe, que empezaron a funcionar tres años después. El primero se estableció en Sevilla. Como los reyes medievales, doña Isabel veía el aspecto político de la unidad. Los judíos eran la pesadilla no solo de los monarcas, sino de los pueblos. Las cortes de Toledo, reunidas en 1480, expresaban la inquietud general.
El pueblo espontáneamente atacaba a los hombres de aquella raza, aun los conversos. Se les aislaba, se les obligaba a llevar ciertas señales, se les excluía de oficios, hasta humildes.
La expulsión decretada en 1492, año de la toma de Granada y el descubrimiento de América, era la continuación de un movimiento antisemítico, manifestado en Francia, en Inglaterra y en otros países europeos, desde siglos atrás, con más o menos intensidad, y bajo la misma forma.
La Inquisición tuvo pues, por objeto principal, destruir el judaísmo (RESALTE DE RICARDO C. ALBANES), como se vio en las ejecuciones de que fue teatro Sevilla, antes de la expulsión. Cuando ésta se hubo efectuado, el fin que se buscaba era no solo el de acabar con los gérmenes de las creencias judaicas, sino del islamismo también. Reyes y pueblo coinciden en un sentimiento, del que fue expositor el inquisidor Torquemada. Años después, al iniciarse la Reforma con Lutero, la Inquisición se hizo arma defensiva contra el protestantismo. La ramificación inquisitorial se extendía por todos los reinos de la Corona. Tenía tribunales en Sevilla, Toledo, Granada, Córdoba, Cuenca, Valladolid, Murcia, Llerena, Logroño, Santiago, Zaragoza, Valencia, Barcelona, Mallorca, Cerdeña, Palermo, Canarias, México, Lima y Cartagena".
La Inquisición veló con especial cuidado por el cumplimiento de las leyes españolas que prohibían que pasasen judíos y moros a los Virreinatos y Capitanías generales de la América Hispana, a cuya labor se debió que el porcentaje de judíos en el Nuevo Mundo no fuese muy elevado durante la dominación ibérica.
6. El decreto de expulsión
El asesinato de don Pedro de Arbués por los judíos en 1485 fue uno de los hechos que más contribuyeron a perder la causa de Israel en España, pues hizo comprender a los Reyes Católicos que una solución definitiva del grave problema social que agitaba la península, no podía alcanzarse a través de los dilatados procesos de la Inquisición, cuya labor de limpieza embarazaba la astucia judía.
Una solución radical y cristiana a la vez del problema judío, era algo muy difícil en la España de los Reyes Católicos, pues el estudio que hemos hecho revela que los israelitas se habían apoderado de buena parte de los centros vitales de la nación; pero el genio de Isabel encontró sin embargo la forma de resolverlo, decretando el 30 de marzo de 1492, al pie de las almenas de la recién tomada Granada, la expulsión en masa de los judíos de España, todos los judíos que dentro de seis meses se negasen a recibir bautismo e instrucción cristiana. Los considerandos de este real decreto acusan la descristianización y la subversión que realizaban los hijos de Moisés cuando expresan:
"el daño que a los cristianos se sigue e se ha seguido de la participación, conversación y comunicación que han tenido e tienen con los judíos, los quales se precian que procuran siempre, por quantas vías e maneras pueden, de subvertir de nuestra Sancta Feé Catholica a los fieles, é los apartan della e tráenlos a su dañanda creencia e opinión, instruyen dolo en las creencias e cerimonias de su ley, faciendo ayuntamiento, donde les leen é enseñan lo que han de tener e guardar, según su ley, procurando de circuncidir a ellos é persuadiéndoles que tengan é guarden quanto pudieren la ley de Moysén, faciendoles entender que non hay otra ley nin verdad si non aquella... lo cual todo consta por muchos dichos é confesiones, así de los mismos judíos como de los que fueron engañados por ellos".
El decreto de los Reyes Católicos, si bien tenía que ser duro para los israelitas, no fue inhumano ni anticristiano. No arrojó de plano a los judíos sin excepciones ni miramientos, como lo habían efectuado dos siglos antes Inglaterra y Francia, y como hizo Alemania en el siglo XX. Ninguna incautación decretó en favor del tesoro real sobre los bienes de los judíos, ni les expropió de sus inmuebles, obligándolos únicamente a enajenarlos dentro del plazo señalado, , y si en muchos casos debieron ser malbaratados, es también evidente la imposibilidad de dictar una medida enérgica sobre cualquier problema social que no ocasione perjuicios a determinado sector.
Mucho mayor es la lesión patrimonial que causan las nacionalizaciones y expropiaciones que decretan las modernas legislaciones comunistas y socialistas, invocando también para ello el bien público.
El filosemita español Amador de los Ríos critica sin embargo el decreto de expulsión, afirmando que "debieron los Reyes Católicos oponerse a la corriente de intolerancia", cuando él mismo nos ha narrado en su célebre Historia social, política y religiosa de los judíos de España,
la espontaneidad del antisemitismo del pueblo español, por lo que como buen liberal, respetuoso de la voluntad popular, no debería sino reconocer que dichos monarcas sólo se hicieron eco de los sentimientos de su país; pero es una dolencia de los liberales cantar loas a la democracia cuando ésta es anticristiana, y levantarle cadalsos cuando ha sido antisemita.
La respuesta a Amador de los Ríos podemos dejarla al erudito escritor F. Elguero, quien expresa:
"El 30 de marzo de 1492, se firmó en Granada la disposición real promulgada al día siguiente, por la cual los judíos de ambos reinos (Castilla y Aragón) y de sus dependencias deberían abandonar en el término de seis meses los respectivos territorios... Los judíos eran muchos, sobre todo en Granada, Aragón y Cataluña; sus propiedades y tesoros eran considerables; su ciencia y cultura, en las clases superiores, notables; los servicios que prestaban a la administración pública, la medicina y las finanzas, muy importantes.
Los hebreos en el floreciente reinado de los Reyes Católicas eran sospechosos (los conversos), odiados (los recalcitrantes) y temidos todos. La medida no los hería como un rayo, pues ya habían tenido ocasión de intuir la medida que contra ellos se avecinaba, y dicen que con maña ofrecieron a la reina Isabel treinta mil ducados de oro para impedir el decreto. Cuando de esto se enteró el inquisidor Tomás de Torquemada, entró en la cámara real, y habló con toda la autoridad con que en España los frailes hablaban a los soberanos: "no lo quiera Dios, señora, porque esos treinta mil serían como los treinta dineros de Judas"... Lo cierto es que los reyes, la perspicaz Isabel, sobre todo, comprendían el peligro judío, amenazador de la religión y la patria, y quisieron conjurarlo de una vez... La gran unidad religiosa necesitaba consumarse y afianzarse en España; los judíos que en otro tiempo habían ayudado a las conquistas africanas, no dejarían de hacerlo otra vez en odio al cristianismo, cuando la ocasión se presentase; la perfidia de la raza constantemente se estaba manifestando en la infidencia de los judaizantes, que seguían siendo judíos con capa de cristianos;
el mismo hecho de que tan pocos consintieran el bautismo para evitar la expulsión, demuestra el apego que tenían a sus creencias, y que podrá ser todo lo plausible que crean Prescott y otros escritores protestantes, pero que indica el peligro que corrían los españoles conviviendo con una raza que odiaba su religión, fría pero implacablemente... Si la reina era católica, si el pueblo lo era también, si su conciencia le mostraba a los judíos como súbditos terriblemente peligrosos, quizá más que por su propaganda solapada a favor de su fe para minar el cristianismo en cuanto pudieran, porque favorecían las revueltas, ligándose con la nobleza levantística.
Isabel y Fernando hubieran faltado a sus principios, si no dictaran esa medida por dura que pueda parecer a la sensiblería moderna, que más debe haberlo sido para el corazón bien puesto de la más noble de las mujeres...
Si los judíos hubieran permanecido en España durante el siglo XVI, más fuertes y numerosos que antes, tan pérfidos y astutos como siempre, ¿no hubieran logrado o pretendido al menos introducir en España la desunión religiosa?, uniendo su actividad interior a la protestante del exterior, cuya osadía llegaba, según Balmes, a introducir en la península libros luteranos y calvinistas, pese al celo inquisitorial, en botas de vino francés. El cardenal Ciliceo, según Opisso (Historia de España, vol. 88), descubrió en Constantinopla una correspondencia entre Ussuf, jefe de los judíos bizantinos y Machorro, llamado príncipe de los judíos españoles, y por ella se viene en conocimiento de la perfidia que el primero les aconsejaba a sus hermanos españoles".
"Efemérides Históricas", por F. Elguero, edic. "Virtus", Buenos Aires.
7. El éxodo de Sephardi
En cumplimiento del decreto de expulsión, millares de sefarditas, que unos calculan en 170,000 y que otros hacen subir a 400,000, abandonaron la península española en la que habían morado a sus anchas durante muchos siglos.
Un grupo numeroso de judíos españoles, alentados por la esperanza de retornar pronto a la "pérfida Sephardi", como le llamaban, lograron ser admitidos con determinadas condiciones en el vecino reino de Portugal, en el cual también se levantaría en breve el antisemitismo lusitano.
Fueron muchos los sefarditas que, atravesando los Pirineos, se refugiaron en las juderías del mediodía de Francia, dándoles especial acogida las ciudades de Burdeos, Bayona, Nantes y Marsella; no fueron pocos los que, cruzando el Mediterráneo, se radicaron en las ciudades italianas, particularmente en Venecia, Florencia, Roma, Génova y Ferrara, en las que hacía tiempo se advertía la importante influencia de los banqueros y mercaderes israelitas. Entre las familias que se recogieron en Venecia merece citarse la de Isaac Abrabanel, quien había sido ministro de Alfonso V de Portugal y de los Reyes Católicos de España. Abrabanel murió 14 años después de su destierro, legando al judaísmo importantes comentarios de crítica histórica sobre textos del Antiguo Testamento, y más tarde su hijo Jehudá, conocido generalmente bajo el pseudónimo del "León hebreo", enriqueció la literatura judeo-italiana con sus conocidos
Dialoghi di amore.
Otros sefarditas se avecindaron en el norte de África, singularmente en Túnez, en Argelia y en Egipto, debiendo mencionarse entre ellos al sabio cosmógrafo Abraham Zacuth, ex-catedrático de la Universidad de Salamanca y autor del célebre Almanach Perpetuum, que publicó en 1496, aunque era conocido desde antes, y el cual más tarde tradujo al portugués josé Vizinho, un judío de la corte de Lisboa que había sido discípulo de Zacuth. Este compuso también el
Sepher Yujasin (Libro de los Linajes), un fruto de su destierro en Túnez.
El turista que recorre el norte africano, encuentra aun hoy en día familias judías que se precian de descender de los sefarditas expulsados de España, los que aparentemente se confunden con la población indígena al hablar el idioma de ésta y llevar el vestido nacional de larga túnica y negro bonete;
pero no por ello han claudicado de su vieja fe, ni renunciado a sus inveteradas costumbres israelitas, lo que hace que frecuentemente padezcan persecuciones por parte de la población berberisca. La última de que tengo noticia se efectuó en Túnez y en Argelia en los años 1920-1921, sintiéndose especialmente en la judería de Oran.
Muchos judíos se trasladaron a Holanda, en donde encontraron campo propicio para su expansión financiera y mercantil, llegando pronto a trasladar a Amsterdam, el centro comercial del mundo y el centro de la cultura rabínica. Los "Parnassim" (sanhedrines) y la Jesibah (academia), judeo-holandesas debían brillar en los siglos XVI y XVII, levantándose en Amsterdam una sinagoga a imitación, decían, del templo de Salomón. Allí debían brillar los geniales judíos portugueses Baruch Spinoza, Uriel da Costa y Prado.
Otras familias judías no pararon sino hasta los países de la Europa Central y aun a los dominios del Gran Turco, formando importantes colonias en Constantinopla, Salónica, Ragusa y Corfú. El viajero descubre a menudo el origen iberico de diversas familias hebreas, tanto en apellidos de orden español (Peretz, Varga, etc.) como cuando escucha viejos romances castellanos o leyendas de las épocas felices, en que sus antepasados descansaban en tierras españolas bajo la frondosa higuera o de la parra cargada de racimos, y entonaban himnos de agradecimiento al poderoso Adonai que tan indulgente se mostraba con Israel.
El antisemitismo español perdura a través de los siglos XVI y XVII, influyendo no poco en la caída del conde-duque de Olivares, privado del rey Felipe IV, pues pretendía dicho favorito nada menos que trasladar a España a los judíos de Salónica, so pretexto de que con sus tesoros remediarían la penuria del erario. El célebre Quevedo denunció y satirizó tal proyecto en "La Isla de los Monopantanos", combatiéndolo también el nuncio apostólico, César Monti, y los consejos de estado y de Inquisición, por todo lo cual no pudo realizarse, como también fracasó la proposición de D. Manuel de Lira, ministro de Carlos II, quien pugnaba por la admisión de judíos y protestantes en las colonias de América.
Los judíos no debían regresar sino hasta el siglo XIX, con la invasión de Napoleón Bonaparte.
8. Los judíos en Portugal
La similitud de condiciones de España y Portugal, así como el ejemplo de los Reyes Católicos, determinaron que el 5 de diciembre de 1496 el rey don Manuel I el Afortunado (1495-1521), decretase la expulsión de los hebreos establecidos en sus dominios, siempre que se negasen a recibir el bautismo;
pero este monarca cometió el grave error de hacer bautizar a muchos judíos de manera forzada, movido por la idea de que no salieran del reino los tesoros israelitas.
Las conversiones forzadas provocaron escandalosas apostasías, las que agravando el peligro judío, desencadenaron el antisemitismo popular. En abril de 1506 registrose en Portugal durante tres días una horrible matanza de judíos, siendo fama que sólo en Lisboa fueron muertos dos mil. El rey Manuel reprimió tales excesos con mano dura y aun dictó en 1507 una pragmática, la cual rehabilitaba a los "cristianos nuevos" en los beneficios de la ley común, permitiéndoles salir del reino o permanecer dentro de él, a la vez que enajenar sus bienes cómo y cuándo quisiesen.
La implacable labor de los judaizantes movió en 1515 al rey Manuel a solicitar de la Santa Sede, por conducto de su embajador en Roma, don Miguel da Silva, el establecimiento de un Tribunal de la Inquisición; pero los ricos e influyentes judíos portugueses sabotearon el proyecto. Prueba de los excesos de administradores y médicos judíos son las quejas que formularon los procuradores de los pueblos en las cortes de Torres-Novas, en 1525, percibiéndose de nuevo la necesidad de poner coto a la labor de los judaizantes y a los desacatos cometidos por los judíos contra las imágenes y lugares sagrados.
Por el espía Enrique Núñez se supo que la mayor parte de los "cristianos nuevos" se sujetaban ocultamente a los ritos mosaicos, y dicho espía acabó asesinado por judíos.
Una nueva ola antisemítica invadía a Portugal, por lo que para cortar el mal de raíz, el rey Juan III, sucesor de Manuel, impetró del papa Clemente VII el establecimiento del Tribunal de Fe, cuya petición elevó por conducto de sus embajadores Blas Nieto y Luis Alfonso, obteniendo la bula de 17 de diciembre de 1531 que autorizaba su creación. Los judíos portugueses enviaron entonces a Roma al hábil hebreo Duarte de Paz, quien supo gestionar la revocación de la bula por el mismo Papa, cancelándola como "subrepticia" y decretando un "motu propio" de perdón para los "cristianos nuevos", a la vez que mandaba se les restituyeran sus bienes y se atribuyera a la Santa Sede el conocimiento de todas las causas de fe pendientes de fallo.
Muerto el pontífice Clemente VII, su sucesor Julio III suspendió en 1534 la bula de perdón y ordenaba la apertura de una investigación sobre el problema de los judíos conversos. El emperador de Alemania Carlos V apoyó la causa de su cuñado Juan III de Portugal, expidiéndose el 23 de mayo de 1536 la bula que en definitiva creaba el Tribunal del Santo Oficio en Portugal, si bien con ciertas restricciones.
La Inquisición Portuguesa se enfrentó a los judaizantes, multiplicando los procesos contra la apostasía de los "cristianos nuevos", tornándose todavía más grave la situación de los judíos al prohibírseles la expatriación. Cuando sobrevino la conquista de Portugal por el rey de España Felipe II, éste autorizó en 1587 a los judíos para que pudieran salir del reino y enajenar sus bienes, a la vez que les permitía establecerse en las colonias portuguesas del África; dichas medidas fueron ratificadas por Felipe III el 4 de abril de 1601. Los judíos portugueses aplaudieron la conquista española, en virtud del alivio que trajo para su situación, como lo prueban las poesías del distinguido hebreo lisbonense Esteban Rodríguez de Castro.
No obstante el decreto de expulsión y la labor de la Inquisición Portuguesa, numerosos judíos permanecieron en el reino y en sus colonias, hasta que a partir del siglo XVIII adquirieron gran poderío económico y mucha influencia oficial. Una anécdota refiere que cuando el rey José I (1750-1777) proyectó expedir un decreto que obligaría a los judíos a llevar un gorro amarillo, se le presentó el ministro marqués de Pombal, favorito del monarca, llevando en la cabeza tres gorros amarillos, diciendo que uno era para el rey, otro para el gran inquisidor, y otro para sí mismo, lo que nos da idea de la mucha sangre judía que había entre la nobleza portuguesa.
SEA PARA GLORIA DE DIOS
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