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Tema: Historias militares y gloriosas Hispanas

  1. #221
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    Respuesta: Historias militares y gloriosas Hispanas

    La batalla de Alarcos


    Época: Reconquista
    Inicio: Año 1195
    Fin: Año 1195

    (C) ARTEHISTORIA



    La debilidad de los reinos de taifas y la presión de los ejércitos cristianos movieron a los andalusíes a llamar en su ayuda a la dinastía africana de los almorávides. Estos consiguen en el año 1086, en Sagrajas, frenar la expansión cristiana. Los almorávides controlarán al-Andalus durante cerca de 100 años, pero su poder acabará por debilitarse, lo que aprovechan los reinos cristianos para atacar. Los aragoneses ocupan el valle del Ebro. Castellanos y leoneses toman la cuenca del Tajo, mientras que los portugueses ganan Lisboa. La presión de los cristianos motivará de nuevo la entrada de un pueblo musulmán africano, los almohades, que sustituirá en el gobierno de al-Andalus a los almorávides. El gran enfrentamiento entre cristianos y almohades se producirá en Alarcos.
    El rey castellano Alfonso VIII llegó a Alarcos y se situó en retaguardia junto a sus Caballeros, mientras que la vanguardia la ocupaba la Caballería pesada, dirigida por López de Haro. Enfrente, voluntarios y arqueros forman el ataque almohade, con las tropas de Abu Yahya detrás, tribus magrebíes y andaluces a ambos flancos y, en retaguardia, Al-Mansur y sus tropas.
    La caballería pesada cristiana comienza el ataque, que se produce en oleadas, aplastando a la vanguardia almohade y pereciendo el mismo Abu Yahya. En respuesta, la caballería almohade rodea a los cristianos por ambos lados, mientras que sus arqueros lanzan una lluvia de flechas. Las bajas cristianas son numerosas. Derrotados, Alfonso VIII debe huir en dirección a Toledo, mientras que las mesnadas de López de Haro se refugian a duras penas tras los muros de Alarcos. Cercado, será liberado a cambio de algunos rehenes. Los cristianos han perdido la batalla.
    Como consecuencia de la derrota cristiana, las fronteras volvieron a las riberas del Tajo, oponiendo los musulmanes un frente homogéneo desde Portugal a Cataluña, a lo largo del Tajo, el Guadiana y el Ebro.
    La victoria almohade en Alarcos supuso un duro golpe para los reinos cristianos. La situación se agravó en 1211, cuando el castillo de Salvatierra, único baluarte cristiano al sur del Tajo, cae en manos musulmanas, amenazando Toledo. Ante la delicada situación, el rey castellano Alfonso VIII, solicita la ayuda del resto de reinos cristianos y del papa Inocencio III, que da a la lucha el carácter de cruzada. Respondiendo al llamamiento llegan a Toledo tropas de Aragón y numerosos cruzados de toda Europa. León y Navarra, por el contrario, rehúsan unirse a la partida.
    El 19 de junio de 1212 salieron de Toledo las huestes cristianas. En su camino tomaron las plazas musulmanes de Malagón, Calatrava, Alarcos y Caracuel. Aquí se les unió el ejército de Sancho de Navarra, con sólo 200 caballeros. Tras una escaramuza en el Puerto del Muradal, el choque definitivo se producirá junto al lugar llamado Mesa del Rey. Será la batalla de las Navas de Tolosa.



    "QUE IMPORTA EL PASADO, SI EL PRESENTE DE ARREPENTIMIENTO, FORJA UN FUTURO DE ORGULLO"

  2. #222
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    Respuesta: Historias militares y gloriosas Hispanas

    La batalla de las Navas de Tolosa


    Época: Reconquista
    Inicio: Año 1212
    Fin: Año 1212
    Siguientes:
    Una victoria envenenada
    La toma de Calatrava
    Losa, un paso infranqueable
    Un pastor providencial
    La estrategia de Alfonso VIII
    El despliegue almohade
    Malos comienzos
    Al-Nasir leía el Corán
    Cifras controvertidas
    El juicio histórico

    (C) ARTEHISTORIA



    Carlos Vara, autor de este texto, reconstruye la batalla de las Navas de Tolosa, la lid campal más importante de toda la Reconquista. Se trata, también, del acontecimiento crucial del medievo hispano, porque el triunfo de las huestes cristianas, el 16 de julio del año 1212, cambió el signo de la contienda iniciada en Covadonga, aunque aún se prolongaría casi tres siglos hasta la toma de Granada por los Reyes Católicos, en 1492.
    Y fue, además, una auténtica cruzada y como tal, una empresa colectiva que unió a naciones y reinos, por encima de sus divisiones y luchas feudales. A principios de 1210, el papa Inocencio III ordenó al arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada que presionara al Rey de Castilla para que reanudase la lucha contra el Islam, de la misma forma que se proponía hacerlo Pedro II, rey de Aragón.
    En esta batalla se enfrentaron las tropas de Castilla, de Aragón y de Navarra, al potente ejército musulmán, compuesto por tropas almohades, beréberes e hispano-musulmanas de al-Andalus, además de un cuerpo de arqueros kurdos, enviados por el califato de Bagdad al monarca almohade.
    Para entonces, la situación en la Península Ibérica era la siguiente: el Norte, hasta la línea del Tajo, se dividía en cuatro reinos cristianos, León, Castilla, Navarra y Aragón-Cataluña. El Sur y Levante formaban parte del extenso Imperio Almohade, que no sólo comprendía al-Andalus, sino también Marruecos, Mauritania, Túnez y Argel. La actual Castilla-La Mancha era en buena parte una extensa frontera, prácticamente despoblada y jalonada por una serie de castillos defensivos, a la sazón en poder de los musulmanes.
    El rey de Castilla Alfonso VIII había sufrido, unos años antes (1195), una grave derrota en Alarcos y, por si esto fuera poco, el único baluarte cristiano al sur del Tajo, el castillo de Salvatierra, que había sido la segunda sede de los Caballeros de Calatrava, cayó tras una heroica resistencia en poder de al-Nasir, cuarto califa almohade, en el año 1211.
    En aquella delicada situación, Fernando, infante de Castilla y heredero de la corona, solicitó al Papa Inocencio III, que concediera la categoría de Cruzada a la expedición bélica convocada para el año siguiente, en la octava de Pentecostés, que debía concentrarse en la ciudad de Toledo.
    Alfonso VIII ordenó a Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, canciller del reino y primado de España, que predicara dicha Cruzada. Y lo hizo, con gran éxito, aparte de ocuparse directamente de la complicada logística de la operación: mover un ejército de más de diez mil hombres durante un mes por La Mancha, despoblada y seca, en pleno verano.
    Pese al llamamiento de la Cruzada, no todos los reinos cristianos acudieron. Alfonso IX de León, primo y vasallo del rey de Castilla, se negó a prestar su ayuda y aprovechó la salida de las tropas castellanas hacia el sur para invadir la Tierra de Campos. Sancho el Fuerte de Navarra, también primo del rey castellano, tampoco quiso colaborar, pues era amigo de al-Nasir, que le había proporcionado grandes sumas de dinero. Todo lo contrario que Pedro II de Aragón -Pedro I de Cataluña-, quien, desde el primer momento, fue incondicional colaborador de Alfonso VIII y, junto a él, todos los grandes magnates de su reino.
    A la concentración de Toledo llegaron además numerosos cruzados de toda Europa, especialmente del Mediodía francés, pero también de Alemania e Inglaterra. Son los llamados ultramontanos en la Crónica del Arzobispo.
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  3. #223
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    Respuesta: Historias militares y gloriosas Hispanas

    Conflictos exteriores de Carlos I


    Época: Austrias Mayores
    Inicio: Año 1516
    Fin: Año 1556
    Antecedente:
    El reinado de Carlos I

    (C) Fernando Bouza



    Fuera de la Península, la década de 1520 no resultó menos problemática para el Rey Católico-Emperador que lo que lo era en el interior. De un lado, las Guerras de Italia se reinician en 1521 y Carlos V encuentra su gran rival caballeresco en Francisco I (1494-1547); de otro, la presión turca encabezada por Solimán el Magnífico llega ese mismo año hasta Belgrado; por último, se suceden los primeros movimientos del protestantismo alemán y Martín Lutero es condenado como hereje en la Dieta de Worms, también en esa fecha crucial del 1521.
    En realidad, aunque haya que presentarlos por separado y cada uno de ellos responda a su particular proceso explicativo, todos estos conflictos se encuentran íntimamente unidos. Por ejemplo, Francia no dudará en aliarse con el Turco o con los protestantes para enfrentarse a la potencia del Emperador y éste podrá actuar de una forma más o menos decisiva contra los príncipes alemanes que se han ido uniendo a la Reforma sólo si se lo permiten sus compromisos en Italia o en el Norte de Africa, utilizando siempre la amenaza que representa Solimán para fortalecer su postura en España o dentro del Imperio.
    Frente a la sedentarización que para la figura real supone la época de Felipe II, la primera mitad del siglo XVI está llena de monarcas-guerreros que acuden con sus huestes al campo de batalla. Así, Carlos I participará activamente en las campañas alemanas -recuérdese el célebre cuadro de Tiziano que lo retrata en Mühlberg- y lo mismo harán Solimán y Francisco I. Pero esto puede resultar especialmente peligroso. En 1525, el rey francés, que había cruzado los Alpes con un contingente numerosísimo de soldados, es derrotado en la batalla de Pavía, cerca de Milán, y hecho prisionero.
    Trasladado a Madrid, en 1526 se firma el Tratado que lleva el nombre de esta villa por el que se pone fin a la primera guerra hispano-francesa de Carlos V, pero se dará paso rápidamente a una segunda conflagración en la que Francia se alía con Florencia, Venecia y el Papado contra Carlos V en la Liga de Cognac o Liga Clementina, llamada así en honor a Clemente VII de la casa de Médicis que la preside. La respuesta imperial a la Liga de Cognac o Clementina será el envío de sus tropas contra la misma Roma donde, con el Papa Clemente VII cercado en el Castel Sant'Angelo, se produce el saco de la ciudad por las tropas de lansquenetes y otros mercenarios que han entrado en ella bajo el mando del Condestable de Borbón. El célebre Saco de Roma de 1527 supuso una conmoción para toda Europa y deja bien claro tanto que el Emperador no se detendría en su intento de controlar Italia como que la Santa Sede era una potencia que entraba abiertamente en los enfrentamientos seculares de su tiempo.
    Las guerras con Francia no terminarán con la Paz alcanzada en Cambrai en 1529 (Paz de las Damas), pero la hegemonía de los Austrias en la Península italiana va a ir asentándose progresivamente. Además de mantenerse en la posesión de Sicilia y Nápoles, Milán quedará definitivamente en la órbita de los Austrias españoles desde que el futuro Felipe II es investido como Duque de Milán; los Médicis son expulsados de Florencia y sólo volverán a ella bajo tutela hispánica; Génova abandona el partido francés y los Doria se convierten en grandes aliados de los españoles, poniendo a su servicio la fuerza marítima de su flota de galeras. En suma, la coronación de Carlos V como Emperador en Bolonia en 1530 por el Papa Clemente VII marca su ascendencia hegemónica en la Península, de la que sólo Venecia parece poder librarse.
    La pujanza otomana que representa el largo sultanato (1520-1566) de Solimán el Magnífico, llegará a amenazar también Italia con su progresiva expansión desde el Mediterráneo oriental hacia las costas norteafricanas de Berbería, así como la frontera imperial avanzando sobre los Balcanes; ocupando Hungría, después de la batalla de Mohacs (1527), en la que muere el rey Luis II, y llegando a cercar Viena, por vez primera en 1529.
    La Conquista de Túnez (1535) constituye el gran triunfo de Carlos V contra este enemigo tradicional de la Cristiandad que pone en jaque continuo el poder imperial y que, como un elemento más, entra en las operaciones diplomáticas europeas con toda naturalidad. Desde las costas norteafricanas del Magreb, los piratas berberiscos apoyados por los turcos atacaban continuamente las plazas y el tráfico comercial del Mediterráneo occidental, poniendo en grave peligro a Italia, los archipiélagos (Sicilia, Cerdeña, Baleares) y el mismo litoral valenciano y andaluz. En este escenario, Carlos V sí logrará compaginar su imagen de Emperador que defiende el mundo cristiano contra el infiel y la ley del Rey Católico que es heredero de la política norteafricana de Isabel I y de Cisneros (conquista de Orán), con lo que contará con el apoyo de sus súbditos peninsulares.
    En 1529, Barbarroja (Kheir-ed-Din) se apodera de Argel y, desde aquí, cinco años más tarde se hace con Túnez, una plaza de importancia capital para la defensa del tráfico, en especial de cereales, entre Sicilia y los puertos españoles. El 31 de mayo de 1535, Carlos I parte de Barcelona con una gran flota en la que no sólo hay tropas españolas, sino también portuguesas, italianas, alemanas, flamencas y maltesas. A ella se unirá más tarde la armada genovesa al mando de Andrea Doria. En total más de cien barcos de guerra y trescientos de transporte que se dirigen hacia el Norte de Africa como si partiesen hacia una nueva cruzada.
    Después de ser ocupada la fortaleza de La Goleta, a la entrada de la bahía de Túnez, caerá también la ciudad teniendo que huir Barbarroja. Al frente del gobierno de la plaza se restaura al antiguo rey, que firma un tratado de vasallaje con el Emperador. Este, no pudiendo tomar Argel, se dirige hacia Italia, que lo recibe como un héroe clásico y cristiano.
    Pero la gloria de Túnez no supuso el final de Barbarroja ni terminó con el hostigamiento de los piratas berberiscos. En 1541, Carlos V intenta de nuevo tomar Argel, donde se había refugiado Barbarroja en 1535, y para ello se organiza una gran expedición naval en La Spezia. Su fracaso será conocido como el Desastre de Argel, cuyo recuerdo no será borrado por algunos éxitos que, como la toma de Africa-Mahadia en 1552, se logran contra el corsario Dragut, quien había sustituido a Barbarroja como principal aliado norteafricano de los turcos.
    Los corsarios berberiscos mantenían continua relación con los moriscos granadinos y levantinos -Argel, por ejemplo, estaba lleno de ellos-, así como con Francia, que los utilizaba para impedir los contactos entre España e Italia, que suponían un peligro evidente para su fachada mediterránea. En realidad, esta colaboración no era más que una parte de las relaciones que Francisco I estableció directamente con Solimán el Magnífico, con quien firmó un tratado de alianza en 1536. Francia también formalizó contactos con los príncipes alemanes que se oponían a Carlos V y que habían creado con algunas ciudades la Liga de Esmalkalda en 1530.
    El movimiento reformado iniciado por Martín Lutero en 1517 se convirtió rápidamente en soporte para numerosas aspiraciones sociales y políticas. En la década de 1520, caballeros y campesinos alemanes recurrieron al credo luterano para justificar sus protestas en sendas revueltas que acabaron por ser dominadas. Mayor relevancia y duración tendrá la vinculación con el Protestantismo de los intereses de los príncipes territoriales del Imperio. Bien porque compartieran la fe reformada y, en conciencia, se opusieran a la proscripción que Carlos V lanzaba contra Lutero como hereje; bien porque esperaran hacerse con las propiedades de abadías y episcopados que el luteranismo ponía en sus manos al suprimir el orden sacerdotal; bien, por último, porque hicieran de la Reforma un instrumento de su propio poder y autoridad, los príncipes coaligados en la Liga de Esmalkalda se opusieron militarmente a Carlos V quien, además de a sus campañas francesas y africanas, tuvo también que enfrentarse a las llamadas Guerras de Alemania.
    Las razones de tipo político parecen haber sido especialmente importantes para explicar por qué los príncipes se adhirieron a la Reforma. De un lado, lo hacían porque así se debilitaba la posición del Emperador, cuya política, desde tiempos de Maximiliano I, tendía a recortar la autonomía alcanzada por los señores en sus respectivos territorios; de otro, la idea de autoridad que defendía y propiciaba el luteranismo reforzaba la capacidad de acción de los príncipes sobre sus súbditos particulares, porque los convertía en jefes de las distintas comunidades espirituales que se iban formando y porque dotaba a los titulares seculares de un poder incontestado en función de la teoría del origen divino del poder que había manifestado Lutero. A su vez, Carlos V se veía obligado a actuar en materia religiosa porque así lo exigía su condición de Defensor Fidei como brazo ejecutor de la Iglesia y porque no podría retroceder ante el robustecimiento de la posición de los príncipes en la esfera territorial.
    Una vez que quedó claro que ni las Dietas (Augsburgo, Ratisbona) ni el Concilio General que, en principio, todos proponían no iban a servir para solucionar el conflicto espiritual, el enfrentamiento militar se reveló inaplazable. Aprovechando el respiro que le suponían tanto la Paz de Crepy con Francia (1544) como la firma de una tregua con el Turco, Carlos V inició la campaña danubiana de 1546, obteniendo la victoria de Ingoldstadt, y trasladó el teatro de operaciones a la cuenca del Elba al año siguiente. Aquí se produciría la batalla de Mühlberg (23-24 de abril, 1547), en la que el Emperador derrotó a los jefes militares de la Liga, Federico de Sajonia y Felipe de Hesse.
    Sin embargo, Mühlberg es sólo un espejismo de victoria imperial sobre los príncipes protestantes. En 1552, Enrique II de Francia, el sucesor de Francisco I, firma con los príncipes alemanes el Tratado de Chambord y ocupa las plazas de Metz, Toul y Verdun. El Emperador sufre la humillación de tener que huir de Innsbruck y, además, fracasa estrepitosamente al intentar recuperar Metz (1553). La solución definitiva se alcanzará en la Paz de Augsburgo de 1555 por la que cada príncipe podrá determinar la religión de su territorio (cuius regio, eius religio), y la posición del Emperador quedará irremediablemente debilitada en el interior del Imperio.
    El gobierno de Carlos de Gante llega, así, a su final con un balance no muy favorable en el que ni turcos ni príncipes alemanes han sido vencidos y, ni siquiera, los franceses que, ahora con el nuevo rey Enrique II, siguen contestando el supuesto poder universal que había querido imponer aquel Duque de Borgoña, Rey Católico y Emperador.
    Las abdicaciones de Bruselas parecen haber sido más la solución a un momento crítico que ese abandono del mundo y de sus pompas con el que la mitología monárquica recreó el retiro a Yuste. La postura mantenida por Fernando de Austria, futuro Fernando I, era claramente contraria a los designios de su hermano, e incluso en la sucesión de su hijo Felipe II hay más de sustitución que de relevo.
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  4. #224
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    La Santa Liga


    Época:
    Inicio: Año 1571
    Fin: Año 1571

    (C) ARTEHISTORIA



    Durante años trató el papa Pío V de levantar una liga católica contra el amenazador poderío turco en el Mediterráneo, pero Felipe II le daba largas, tanto porque no estaba interesado en la intervención francesa en el Mediterráneo como porque no valoraba la amenaza otomana. Finalmente, en 1569, aceptó formar paree de la Santa Liga junto con Venecia y el Papa, tanto para conjurar la amenaza turca, como para terminar con las esperanzas de los moriscos granadinos, y para cortar la importante actividad de la piratería norteafricana.
    La alianza cristiana no se logró por completo hasta 1571, porque Venecia recelaba de los españoles tanto como de los turcos y prefería negociar con la Sublime Puerta -en cuya zona de influencia hacía pingües negocios- que sostener una guerra prolongada. Finalmente, al no lograr las concesiones que pretendía de Selim II, se adhirió a la Liga, cuya flota se fue reuniendo durante el verano de 1571. En total se juntó una fuerza de más de 250 naves, entre galeras, galeazas, fragatas y barcos de carga y unos 30.000 soldados. El mando supremo lo ostentaba Juan de Austria, impuesto por España, que proporcionaba más de la mitad de los barcos y dos tercios de los hombres. La flota cristiana se dividió en cuatro escuadrillas: la primera, que ocupaba el centro o "batalla", la mandaba Juan de Austria -asistido por Luis de Requesens y Alejandro Farnesio- con la colaboración de Sebastián Veniero el jefe veneciano- y Marco Antonio Colonna -el jefe de las fuerzas pontificias; la segunda la mandaba Andrea Doria -genovés al servicio de España-; la tercera estaba a las órdenes de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz; la cuarta, a las del veneciano Agustín Barbarigo; y había, además, un grupo de exploración, mandado por Juan de Cardona. Las flotas se encontraron en el Golfo de Lepanto, iniciando el fuego la capitana turca, donde alzaba sus banderas el almirante Alí, a mediodía del 7 de octubre de 1571. "La mayor ocasión que vieron los siglos", en palabras de Miguel de Cervantes- que mandó un grupo de 12 hombres en la galera Marquesa, de la escuadrilla de Barbarigo- fue una batalla extraordinariamente confusa, con medio millar de barcos evolucionando durante unas cinco horas en un espacio reducido. Sólo cuando murió Alí y se perdió su capitana y cuando Requesens tomó la galera del pirata Caracush, que le había sucedido en el mando, cedió el centro turco y sus alas se dieron a la fuga.
    La escuadra de la Liga quedó dueña del Golfo. Se dice que los otomanos perdieron unas 250 galeras -la mitad quedó en manos de los vencedores- y sólo salvaron medio centenar, que alcanzó Constantinopla al mando de Luchalí. Las bajas turcas se calcularon en 15.000, pero en manos cristianas quedaron, además, cerca de diez mil prisioneros y 18.000 remeros, en su mayoría cristianos, que fueron liberados. La armada de la Liga perdió unas 40 galeras y lamentó la pérdida de 12.000 hombres, además de unos 10.000 heridos, entre ellos el propio Cervantes, que fue alcanzado en el pecho y quedó manco del brazo izquierdo.
    La gran victoria de Lepanto tuvo algo de pírrico. Cuentan que Selim II dijo "Habéis afeitado la barba del Gran Sultán, pero brotará más fuerte en pocas semanas". En efecto, la actuación de la Liga careció de continuidad: no aprovechó su enorme superioridad en los meses siguientes para tomar algunas posiciones estratégicas otomanas; Felipe II estaba más pendiente de Flandes y no quería comprometer más fuerzas en el Mediterráneo; Venecia, por su parte, volvió a sus negociaciones con la Sublime Puerta... La Santa Liga se disolvió en la primavera de 1573, mientras el nuevo gran almirante turco, Luchalí, se enseñoreaba del Mediterráneo Oriental, con una fuerza similar a la que combatió en Lepanto.
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  5. #225
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    La batalla de Rocroi


    Época:
    Inicio: Año 1643
    Fin: Año 1643

    (C) ARTEHISTORIA



    A la muerte del cardenal infante don Fernando en 1641, fue nombrado como sucesor en el cargo de capitán general de Flandes don Francisco de Melo, portugués que, al sobrevenir el levantamiento de su país de origen, en 1640, se mantuvo fiel al rey de España. Don Francisco de Melo inauguró su mando militar con éxitos como la ruptura de las defensas de Aire-sur-le-Lys, y poco más tarde volvió a batir a los franceses en Hannecourt, donde, además, capturó 3.000 prisioneros y varios cañones. Posteriormente Francisco de Melo invadió Francia por la frontera de Luxemburgo y se dispuso a sitiar Rocroi, pueblo defendido por una pequeña guarnición que no podía representar nin un problema.
    Melo se comió demasiado y nada más llegar ante Rocroi, no efectuó demasiadas circunvalaciones de sitio y se dispuso a entrar en la villa, calculo que le falló porque los franceses, por uno de esos frecuentes achaques de la fortuna, tuvieron aviso a las intenciones de Melo y enfilaron a toda prisa el camino de Rocroi, para desembocar en el valle por el lado contrario que no estaba guardado. Esto obligó a Melo a replantearse la maniobra y dar vuelta al ejército, que paso a estar de espaldas contra la villa sitiada. El ejército francés estaba compuesto por una fuerza de 23.000 hombres (16.000 a pie y 7.000 a caballo), mientras que el español disponía de 19.000 a 20.000 hombres (18.000 a pie y de 1.000 a 2.000 a caballo).
    El 18 de mayo de 1643, a las 8 de la mañana, llegó la vanguardia de las fuerzas francesas al mando de Jean de Gassion. Posteriormente llegó el duque d'Enghien con todo el grueso del ejército y lo puso en movimiento.
    Lo situó en el centro y dos alas, en dos líneas y una reserva. El ala derecha al mando de Gassion; la izquierda a las órdenes de François de L'Hopital y de Jacques d'Etampes, marques de La Ferté-Imbault, Espenau en el centro y Claude de Letoul, barón de Sirot, en la reserva. Por parte española, la disposición era parecida pero su frente algo más estrecho. El conde de Fontaines mandaba el centro, formado por cinco tercios; el duque de Alburquerque, la izquierda; el conde de Isembourg, la derecha. Unidades de mosqueteros cubrían los huecos entre los escuadrones de caballería, de forma que el frente aparecía compacto. Ambos ejércitos estaban separados unos 900 metros.
    A las cuatro de la tarde comenzaron a disparar los 18 cañones de campaña de los españoles. Los 12 cañones franceses tardaron casi una hora en replicar. D'Enghien se incorporó entonces al mando del ala derecha, con Gassion a sus órdenes, mientras indicaba que el ala izquierda se limitara a sostener alguna escaramuza. Pero L'Hopital lanzó inesperadamente la caballería de La Ferté adelante, dejando el centro al descubierto. Isembourg, que esperaba ese momento, cargó con su caballería y puso la contraria en fuga. D'Enghien creyó llegado el desastre. Para postres, el ejército español se puso en movimiento, pero sólo era una rectificación de líneas; Melo desaprovecharía la ocasión ordenando a Isembourg que cesara el ataque. Llegada la noche, los combates cesaron. En el campo francés, un desertor informó a D'Enghien que Melo esperaba recibir en breve al 6° Tercio, que completaba el destacamento de Flandes. Asimismo, supo que Melo había dispuesto una compañía de mosqueteros emboscados en una zona cercana.
    A las tres de la madrugada comenzó el ataque francés. D'Enghien mandó a Gassion con siete escuadrones a envolver el bosque por la derecha, mientras él lo hacía por la izquierda. El efecto de sorpresa fue total y la compañía de mosqueteros quedó desarticulada. Una hora después, D'Enghien y Gassion atacaron el ala izquierda española, lo que hizo que la primera línea se hundiera. Alburquerque se hizo fuerte en la segunda, pero ésta también cedió; entonces L'Hopital cometió el mismo error del día anterior: lanzó al galope la caballería al mando de La Ferté, quedando aquél al descubierto. La carga llego muy desunida a las líneas españolas. Mientras tanto, Isembourg, que estaba al acecho, se lanzó contra la caballería francesa, derrotándola. Treinta cañones españoles tiraban contra el centro francés, pero sólo Sirot se mantenía firme cuando todo parecía perdido para los franceses.
    Entonces D'Enghien suspendió la persecución de la caballería de Alburquerque y formó una columna que, pasó por detrás de la tercera línea española, para desplegarse y embestir contra la segunda línea del ala derecha, que estaba desprevenida y a la que derrotó. Melo se tuvo que refugiar en el centro.
    Con la caballería española derrotada y huida, sólo quedaba en el campo de batalla los tercios formando el característico cuadro con las picas en ristre. D'Enghien dirigió la primera carga con un cuadro de tercios formado primero por los mosqueteros y después por las picas. Mientras los franceses avanzaban. De pronto, el conde de Fontaines, comandante de los tercios, levantó el bastón; las picas se inclinaron para dejar paso al tiro de los cañones que enviaban su carga mortífera contra los atacantes, que tuvieron que retirarse con graves pérdidas. Tres asaltos sucesivos de los franceses fracasaron ante aquella muralla humana, cuyas brechas se cubrieron continuamente, pero durante el tercer asalto, los cañones enmudecieron por falta de munición. Se inició el cuarto asalto con todo el ejército y los refuerzos de última hora, pero aquí caería el conde de Fontaines, con lo cual los oficiales que quedaron se vieron en la necesidad de pedir cuartel al francés.
    La batalla terminó a las nueve. El ejército español tuvo de 7.000 a 8.000 bajas y unos 6.000 prisioneros, en su mayoría heridos; perdió 18 cañones de campaña, 6 de batería, 10 pontones, unas 200 banderas, unos 50 estandartes y la paga de un mes. El Ejército francés tuvo 2.500 bajas. El duque D'Enghien mandó cuidar a los heridos sin distinción de bando.
    La resonancia de la batalla de Rocroi fue inmensa, tanto que, de allí en adelante, los franceses se hinchaban como pavos y pregonaban por todos los sitios que habían aniquilado a los legendarios tercios, lo cual no era del todo verdad, ya que aunque hubiera empezado la decadencia de nuestro imperio, el 10 de noviembre de Luis XIV todavía se llevaron una paliza de padre y muy señor mío por los mismos hombres que ya daban por muertos y enterrados en Rocroi.
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    La derrota napoleónica


    Época: Reinado Fernando VII
    Inicio: Año 1808
    Fin: Año 1814

    (C) Rafael Sánchez Mantero



    Una tercera fase de la guerra es la que coincidió con la campaña de Rusia del Emperador. Con la derrota de la Grande Armée, las tropas hispanoinglesas pasaron a la ofensiva. La batalla de Arapiles (22 de julio de 1812) en la que las tropas de Marmont fueron derrotadas por las de Wellington, fue la consecuencia de la nueva situación. La amenaza sobre la ruta de Madrid fue suficiente para que los franceses se apresurasen a abandonar Andalucía y para que el rey José abandonase la capital y se retirase hacia Valencia. Todavía se produjo el contraataque de las tropas francesas desde el Ebro y desde Levante, que consiguió restablecer a José en Madrid. Sin embargo, la gran ofensiva final, emprendida en mayo de 1813 empujó al ejército de Napoleón hacia los Pirineos, cuya retirada fue jalonada por las derrotas de Vitoria, el 21 de junio, y la de San Marcial, el 31 de agosto. El tratado de Valençay, firmado el 11 de diciembre de 1813, dejaba a España libre de la presencia extranjera y restablecía la normalidad después de varios años de una guerra en la que todos los españoles se habían visto implicados.
    Parte importante en la derrota napoleónica tuvieron las tropas inglesas comandadas por Arthur Wellesley, duque de Wellington. Inglaterra había sido durante siglos la tradicional rival de España en el Atlántico. La derrota de Trafalgar estaba todavía muy reciente en la mente de los españoles, y sin embargo el peligro napoleónico hizo que el enemigo de ayer se transformase en el heroico aliado del momento. La alianza se formalizó a comienzos de 1809, pero si al principio la colaboración se llevó a cabo con gran entusiasmo, en el curso de la guerra se iría apagando por la mutua desconfianza que mostrarían ambos aliados. Los políticos españoles se sentían disgustados con frecuencia por la crítica que hacían los ingleses a la forma de llevar la guerra, y éstos, por su parte, no acababan de entender la falta de rigor y de disciplina de los combatientes españoles. Además, la intervención inglesa ocultaba en realidad unos propósitos poco confesables de carácter puramente económico, como era el de hacer desaparecer la incipiente y débil industria española, que si acaso prosperaba podría hacer peligrar en el futuro las exportaciones inglesas de paños y algodones, que tenía en España un mercado prometedor. De hecho, los soldados británicos llevaron a cabo durante la guerra operaciones de destrucción que afectaban claramente los intereses económicos españoles. Tal fue el caso del desmantelamiento de las fábricas de textiles de Segovia y Avila, cuya producción podría constituir una competencia seria para las exportaciones británicas cuando terminase el conflicto. También a los ingleses les interesaba comerciar libremente con América, aunque esto no significase que apoyasen directamente los movimientos de independencia; es más, Inglaterra se ofreció como mediadora para resolver el conflicto entre las colonias y la metrópoli.
    En cuanto a la ayuda inglesa en material de guerra y dinero, Lovett adopta una postura intermedia entre los historiadores que la han exagerado hasta puntos poco admisibles, como Napier y Southey, y los que la han minimizado, como Gómez Arteche o el mismo Canga Argüelles. La cifra de 200.000 rifles y de 7.725.000 duros, parece que son los más ajustados a la realidad.
    Algunos historiadores ingleses han considerado que la contribución militar británica a la victoria final fue decisiva. Por el contrario, la mayor parte de los historiadores españoles han valorado la resistencia nativa como el elemento esencial de la derrota napoleónica, restando importancia a la acción de las tropas de Wellington. Sin embargo, resulta difícil, incluso hoy día, determinar con precisión qué porcentaje tuvo una y otra circunstancia en el resultado final de la guerra, puesto que, además, habría que tener en cuenta otro factor importante en el desarrollo de los acontecimientos, cual fue la necesidad que tuvo el Emperador de sacar tropas de la Península para dedicarlas a atender la campaña de Rusia.
    En definitiva, la Guerra de la Independencia fue un dramático telón de fondo que mantuvo a todo el país en una permanente situación anómala a lo largo de seis años, en el transcurso de los cuales su trayectoria histórica daría un giro de enorme trascendencia. Nada de lo que ocurrió en España en los años sucesivos hubiese sido igual sin el profundo trauma que causó la guerra, la cual sirvió además para acelerar un proceso de cambio profundo y para afirmar con rotundidad la voluntad de los españoles de defender por encima de cualquier consideración su libertad nacional.
    "QUE IMPORTA EL PASADO, SI EL PRESENTE DE ARREPENTIMIENTO, FORJA UN FUTURO DE ORGULLO"

  7. #227
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    TRAFALGAR




    A pesar de saberse vencidos de antemano, y conocedores de su inferior posición táctica, los capitanes y las tripulaciones españolas y francesas se batieron con auténtica heroicidad durante horas contra un enemigo claramente superior, de tal forma que en algunas ocasiones ni siquiera quedó un oficial que rindiera el navío tras la batalla, puesto que muchos de ellos terminaron muriendo o siendo gravemente heridos en la cubierta superior, donde se encontraban a tiro de metralla de las carronadas y de los tiradores apostados en los palos de los buques enemigos.
    España tras el tratado de Utrecht se encuentra con una armada prácticamente inexistente.
    Para mantenerse en una posición competitiva con las demás naciones europeas se crea en 1714 la Real Armada. Con José Patiño empieza a formarse una sólida base para el resurgir de la marina, pero es con el Marqués de Ensenada donde se puede decir que la marina española toma el definitivo impulso; desde el desarrollo del sistema de comunicaciones hasta el apogeo de la construcción naval en los nuevos arsenales, pasando por la formación científica.
    Gracias a Ensenada que dejó el cargo en 1755, se alcanzó el número de 117 entre navíos y fragatas. Pero había mucha diferencia entre la armada Inglesa y la Española., Inglesa y Española. La marinería española estaba compuesta mayoritariamente por campesinos y presos que saldaban sus deudas con la justicia sirviendo en los barcos del Rey. El oficio de marinero en un navío de guerra era aborrecido, lo que llevaba a la situación de tener barcos fondeados por falta de personal, y los que estaban en servicio, a ser manejados por marineros mas prestos a desertar que ha cumplir órdenes.
    El Siglo de las Luces, el XVIII, supuso la consagración del navío de línea como una de las creaciones más espléndidas jamás realizadas por el hombre. Ya a finales de la centuria anterior se había adoptado y definido la línea de combate, con duelos artilleros a corta distancia, frente a la línea frontal o clásica que suponía la conclusión del combate al abordaje. La disposición de la artillería en baterías y la formación en línea consistente en agrupar los navíos formando una muralla con los costados implica la construcción de buques más grandes y robustos.
    Las “murallas de madera” impactaron por el volumen de sus aparejos, sus elegantes castillos de popa y el poder de su potencia de fuego y ejemplares como el Victory (inglés, de 106 cañones), y el Santísima Trinidad (español, de 118 y el mayor del mundo hasta 1805) figurarán para siempre en los anales más gloriosos de la arquitectura naval.
    Sin embargo ¿Cómo transcurría la vida a bordo? ¿Cómo se mantenía la disciplina en travesías que duraban meses o durante los cruentos combates? ¿Y la convivencia y la alimentación? La realidad, más allá de glorias y medallas, no era tan poética.
    Un navío constituía el fiel reflejo de la muy estratificada sociedad de la época. El alcázar ocupaba casi la mitad de la cubierta superior y era coto exclusivo de los oficiales, de forma que a ningún marinero corriente se le permitía el acceso, salvo que fuera requerido para ello o para realizar una tarea específica.
    El capitán y los almirantes ocupaban una espaciosa camareta abierta, con ventanales y balaustradas a popa, acogedora y bien iluminada, pero los oficiales dormían en unas cabinas parecidas a armarios en el comedor de oficiales, mientras que los guardias marinas (entre 20 y 30, según los casos) se apiñaban en un cuarto de 6x3 m en un pequeño espacio situado en la cubierta inferior, un recinto sucio y sórdido por debajo de la línea de flotación.
    En él los olores de la mantequilla y el queso rancio procedentes del almacén del sobrecargo se mezclaban con el hedor de las sentinas situadas justo debajo de ellos. La mesa del comedor servía también como banco del cirujano, mezclándose las manchas de salsa con las de sangre reseca.
    El resto de la dotación, la chusma, se amontonaba en las cubiertas de batería (dos, tres o cuatro, según los buques) y el castillo de proa. Sin intimidad alguna, atestadas y hediondas, cientos de hombre dormían en ellas sobre hamacas que se colgaban justo encima de los cañones. Si eran artilleros pasaban prácticamente cada momento de vigilia junto a las monstruosas piezas y, por la noche, los que no hacían guardia desplegaban sus hamacas y las colgaban de ganchos fijos a las vigas del techo.
    Las cubiertas eran cerradas, las vigas superiores no sobrepasaban el 1.80m de altura y las únicas ventanas por las que penetraba el aire fresco y la luz natural eran las portas de los cañones. Si hacía mal tiempo, se cerraban dichas portas permaneciendo cientos de hombres encerrados y apiñados en casi total oscuridad, apenas iluminados por algún candil. A los pocos días de permanecer en esta situación se amontonaban en la sentina todas las aguas negras del barco produciendo tales emanaciones que el aire, ya de por sí enrarecido, se hacía irrespirable y el buque se convertía en un organismo en estado de putrefacción, donde el individuo más equilibrado podía perder la razón si sobrevivía.
    Como instalación sanitaria se utilizaban cajas abiertas que se descargaban al mar por la proa. Esta era también el emplazamiento de la pasarela de los marineros, un puesto de vigilancia en donde se colocaban los guardias cuando el buque recalaba en puerto, con orden de disparar a cualquiera que intentara escabullirse por los costados del barco.
    Las comidas calientes se preparaban en un enorme hornillo alimentado por carbón capaz de asar un cerdo entero en su espetón de 2m y sacar 40 Kg de galletas en una sola horneada. Por lo general, la dieta consistía en pescado y carnes saladas, legumbres, galletas y, en ocasiones, mantequilla y queso. En teoría, porque tras las primeras semanas de travesía los víveres se corrompían, surgiendo toda una colonia de parásitos que era imposible separar de los alimentos. La carne curada, por ejemplo, aunque de calidad miserable, resultaba en principio nutritiva y no del todo desagradable hasta que se tornaba tan dura que se podía tallar como una baratija.
    El queso se infestaba de largos y rojos gusanos y lo mismo ocurría con las galletas. Los gusanos no frenaban a un marinero hambriento, de hecho eran recibidos con cierto alivio, sobre todo en las primeras fases de descomposición. Pero más adelante, cuando los gorgojos se apoderaban de ellas, las galletas se convertían en polvo y perdían todo su valor nutritivo.
    Llegados hasta este punto, los hombres se comían las ratas del barco. Eran conocidas como “molineras” debido a la capa blanca que se les pegaba encima por pasar mucho tiempo en la harina. Una rata grande y bien despellejada constituía un artículo muy apreciado. Mientras tanto, a la oficialidad se le ofrecía cerdo recién cortado acompañado de buenos vinos.
    En la Marina británica se hizo muy popular el “grog”, una ración de ron que se le proporcionaba dos veces al día a la tripulación. El almirante Edward Vernon, en 1740, ideó la fórmula de tres partes de agua y una de ron. La combinación era fuerte y conducía al bebedor al borde de una feliz ebriedad, de ahí el dicho de quedarse “groggy”.
    Un día rutinario en el mar comenzaba al amanecer. Con el sonido de la gaita del contramaestre y a voz en grito sus subordinados recorrían las cubiertas inferiores y golpeaban con cuerdas anudadas a los durmientes en las hamacas. Una vez arriba, los hombres trabajaban en el lavado de las cubiertas y pulían la superficie con “piedras benditas”, así llamadas porque la más pequeña de esas piedras de lijar tenía el tamaño de un libro de oraciones. La cubierta se rociaba con arena, lo cual ayuda a limpiar la superficie pero también cortaba las rodillas de los hombres que se arremangaban los pantalones para preservar las preciadas ropas, por otro lado escasas y livianas, hasta el punto de que el marinero pasaba la mayor parte del día desnudo de cuerpo para arriba y descalzo con el fin de sentirse más cómodo para subir y bajar de los obenques, levar anclas, etc.
    Las guardias nocturnas eran durísimas, sobre todo cuando hacía mar gruesa. Duraban cuatro horas, desde las 20.00h hasta la medianoche y así sucesivamente y podrían resultar insufribles para hombres vestidos tan solo con ropa de lona y algodón, ya que no se disponía de abrigos protectores. Un castigo frecuente que se imponía a los jóvenes guardiamarinas, por lo general adolescentes inexpertos de buena familia, era exiliarles durante horas en el tope del mástil, algo que con mala climatología podía resultar terrible.
    Con lo ya apuntado no es de extrañar que los hombres sucumbieran rápidamente víctimas de enfermedades (escorbuto, fiebre amarilla) que se propagaban con extraordinaria rapidez, diezmando las dotaciones y convirtiendo el buque en un foco de infección, de modo que cuando hacía escala en puerto el pánico se extendía por la población costera. En estos casos, se hacían ondear banderas de señales para indicar que la embarcación se encontraba en cuarentena. Incluso en circunstancias normales, al grueso de la marinería jamás se le permitía trasladarse a tierra firme para evitar deserciones en masa, de manera que la diversión en forma de mujeres y ron era transportada a bordo, y no a la inversa, y en estas ocasiones los puentes se transformaban en tabernas y burdeles improvisados donde hombres y mujeres copulaban, se emborrachaban y danzaban a toque de violín y gaita.
    Habitualmente cada buque contaba con un médico-cirujano. Como mesa de operaciones utilizaban la mesa del comedor de los guardiamarinas, en donde colocaba sus sierras, hojas y torniquetes. En tiempos de guerra el remedio milagroso para todas las heridas era la amputación, de modo que al lado de la mesa se colocaba un barril para arrojar los miembros amputados y un brasero en donde se calentaba el instrumental para reducir el shock del acero frío. Como anestésico se empleaba ron de alta graduación, si se podía disponer de él. Aún con todo, la proporción de muertos o heridos en combate resultaba inferior a las causadas por las durísimas condiciones de vida, de modo que la perspectiva de servir en la Marina resultaba realmente terrible y tan solo unos pocos se sentían atraídos por propia voluntad por los carteles de reclutamiento y los sueños de gloria en el mar.
    El alistamiento se realizaba casi siempre a la fuerza, a base de bandas de enrolamiento que recorrían las ciudades portuarias llevándose a casi todos los hombres útiles que encontraban, marineros o no, convirtiéndose en una indiscriminada caza del hombre. Ante el rumor de una nueva leva, las poblaciones costeras se quedaban desiertas. La falta de personal para nutrir los buques llegó a ser muy seria en España, y en la Francia revolucionaria, teniéndose que recurrir no pocas veces a vagabundos, pordioseros y proscriptos que huían de la miseria de la vida en tierra para llegar a un mundo no menos despiadado y cruel.Para moldear esta amalgama variopinta, la disciplina era feroz y los castigos se encontraban a la orden del día, muchos hombres no sobrevivían.
    La reciente alianza entre la decadente monarquía de Carlos IV de España y el poderoso nuevo emperador Napoleón I de Francia, merced a los tratados de San Ildefonso firmados con la anterior República Francesa (1796 y 1800), obligaba a España no sólo a contribuir económicamente a las guerras de Napoleón, sino a poner a disposición de éste la armada real para combatir a la flota inglesa que amenazaba las posesiones francesas del Caribe.Dado que la intención última que perseguía Napoleón al querer anular a la flota inglesa era abrirse camino para una futura invasión de las Islas Británicas, se urdió un elaborado plan para distraer a la marina inglesa mientras se efectuaban los preparativos de dicha invasión. Al tiempo que las numerosas tropas de infantería francesas se agrupaban en la costa a la espera de transporte marítimo, la escuadra al mando de Villeneuve se uniría con la española, iniciando una acción sobre las posesiones inglesas del Caribe que tenían como finalidad atraer al afamado almirante Nelson a la zona, alejándolo del Canal de la Mancha.
    Al llegar Nelson a la isla de Antigua a primeros de junio de 1805, la escuadra combinada abandonó el Caribe y puso rumbo a la costa atlántica francesa.Sin embargo, la acción emprendida por el almirante Robert Calder en la batalla del Cabo Finisterre el 22 de julio hizo desistir a Villeneuve de continuar hacia aguas del Mar Cantábrico, donde pensaba que podría ser vencido por los refuerzos ingleses. De este modo, la escuadra que Napoleón esperaba ansiosamente para iniciar la invasión dio la vuelta y tras unas reparaciones en el puerto de La Coruña, terminó refugiándose en Cádiz.Napoleón monta en cólera al enterarse. Levanta el campamento de las tropas que esperaban invadir Inglaterra y marcha hacia Austria.
    Visto desde una perspectiva histórica, es posible que esta retirada le sirviera a Napoleón para continuar en el poder, ya que es dudoso que, de haber embarcado a su Grande Armée hacia Inglaterra, hubiera podido resistir a la combinación de las fuerzas austriacas y rusas que estaban preparando el ataque y a las que, con este ejército, venció en una acción casi sorpresiva en Austerlitz, por lo que, sea la suerte o la casualidad, la posterior derrota que la flota combinada sufriría en Trafalgar afianzaría la posición de Napoleón en el Continente.
    Con la flota franco-española atracada en el puerto de Cádiz, Napoleón cambió de estrategia y ordenó que se dirigieran a apoyar el bloqueo de Nápoles, al tiempo que enviaba un sustituto para Villeneuve, que había caído en desgracia a ojos del Emperador.
    A pesar de que la combinación de ambas flotas representaba una fuerza de combate considerable, las auténticas condiciones de esta flota (al menos de su parte española) dejaban mucho que desear. La reciente epidemia de fiebre amarilla que había azotado Andalucía había desprovisto de tripulaciones a las naves, por lo que muchos de los marineros habían sido reclutados en una apresurada y obligada leva.
    Por otro lado, el estado mismo de los buques era lamentable, tanto que algunos capitanes españoles habían sufragado de su bolsillo las reparaciones y la pintura de sus barcos para no quedar deshonrados ante los capitanes franceses. Tal como el general Mazarredo comentaría: «...llenamos los buques de una porción de ancianos, de achacosos, de enfermos e inútiles para la mar», palabras que serían refrendadas por el mayor general Don Antonio de Escaño cuando escribió en su Informe sobre la Escuadra del Mediterráneo: «Esta escuadra hará vestir de luto a la Nación en caso de un combate, labrando la afrenta del que tenga la desventura de mandarla», de forma que, como puede observarse, la impresión de los oficiales de la flota española antes de la batalla era ya de por sí muy pesimista.
    Por otro lado, la escuadra inglesa al mando del almirante Nelson estaba compuesta por marineros profesionales, casi todos con varios años de mar y amplia experiencia en combate. De hecho, eran los mismos marineros y los mismos buques que habían puesto en jaque a Francia y a España en varias ocasiones como en la Batalla del Cabo de San Vicente, en la Batalla del Nilo o en la ya comentada del Cabo Finisterre. Además se encontraba comandada por un almirante que se había convertido por méritos propios en toda una leyenda en Inglaterra y en el resto de Europa. Horatio Nelson se había batido con éxito contra los daneses en Copenhague, contra los franceses en Aboukir, había afianzado la posición de fuerza inglesa en el Mediterráneo y había conducido el bloqueo contra Cádiz. A pesar de que el número de buques ingleses era menor que el de la flota combinada franco-española, la superioridad en cadencia de tiro y en capacidad de maniobra que le otorgaba su experta marinería la convertían en una fuerza insuperable para los espléndidos pero mal conservados y peor dotados buques españoles.
    Sin embargo, y ante las órdenes del almirante Villeneuve de partir a pesar de los consejos de los comandantes españoles Cosme de Churruca y Federico Gravina, que opinaban que no era prudente hacerlo, la flota franco-española partió de Cádiz el 19 de octubre, encontrándose finalmente ambas flotas al amanecer del día 21 a pocas millas frente al Cabo de Trafalgar.
    La flota inglesa, comandada por Nelson, atacó en forma de dos columnas paralelas a la línea en perpendicular formada por Villeneuve, lo que le permitió cortar la línea de batalla enemiga y rodear a varios de los mayores buques enemigos con hasta cuatro o cinco de sus barcos. En un día de vientos flojos, la flota combinada navegaba a sotavento, lo que también daba la ventaja a los ingleses y, para colmo de desdichas, Villeneuve dio la orden de virar hacia el noreste para poner rumbo a Cádiz en cuanto tuvo constancia de la presencia de la flota inglesa.
    Probablemente pretendía con esta orden acercarse a las defensas costeras de la ciudad, pero el efecto fue la completa desorganización de la línea de batalla, que permitió a la escuadra de Nelson capturar a los barcos franceses y españoles, cortar la línea y batirles con artillería por proa y popa, los puntos más vulnerables de este tipo de embarcaciones.
    A pesar de saberse vencidos de antemano, y conocedores de su inferior posición táctica, los capitanes y las tripulaciones españolas y francesas se batieron con auténtica heroicidad durante horas contra un enemigo claramente superior, de tal forma que en algunas ocasiones ni siquiera quedó un oficial que rindiera el navío tras la batalla, puesto que muchos de ellos terminaron muriendo o siendo gravemente heridos en la cubierta superior, donde se encontraban a tiro de metralla de las carronadas y de los tiradores apostados en los palos de los buques enemigos.
    En Trafalgar murieron entre muchos otros, Cosme de Churruca alcanzado por un disparo de cañón en una pierna, Dionisio Alcalá Galiano y Francisco Alcedo y Bustamante. El almirante Federico Gravina y Nápoli moriría meses más tarde a causa de las heridas sufridas en esta batalla.Un tirador de la cofa del Redoutable, comandado por el capitán Jean-Jaques de Lucas, acabó con la vida del almirante inglés Nelson durante el transcurso de la batalla al combatir el almirante con todas sus insignias y honores cosidos en su casaca y ser fácilmente distinguible del resto.
    Las bajas totales españolas fueron 1.025 muertos y 1.383 heridos. Las bajas francesas fueron de 2.218 muertos y 1.155 heridos. Los británicos sufrieron 449 muertes y 1.241 heridos.
    Esta batalla dio al traste con la intención de los franceses de invadir o al menos bloquear por mar a Inglaterra, y es el punto de inflexión del poder naval español, cuya hegemonía había durado más de tres siglos, y que a partir de ese momento ostentará, durante más de un siglo, Inglaterra.Villeneuve fue enviado preso a Inglaterra, pero fue puesto en libertad bajo palabra.
    Volvió a Francia en 1806. El 22 de abril se le encontró muerto en su habitación del Hotel de Patrie en Rennes, apuñalado en el pecho seis veces. Se informó que Villeneuve se había suicidado y se le enterró sin ceremonia alguna. Probablemente fuera víctima de una ejecución extrajudicial ordenada por Napoleón o por elementos de su gobierno para evitar el bochornoso espectáculo de un juicio y posterior ejecución de un almirante derrotado en la capital del Imperio.
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  8. #228
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    La gesta del cabo Noval





    Marruecos en la madrugada del 28 de septiembre de 1909, el campamento del Regimiento del Príncipe permanece en absoluto silencio. Los soldados descansan tratando de recuperar las fuerzas perdidas en los pasados días de combate, seis largas jornadas en las que su Unidad ha peleado bravamente para conquistar el poblado de el-Had de los Beni Sicar. A esas horas, solo la guardia permanece alerta. Serían las dos y media cuando el Cabo Noval sale a controlar la línea de escuchas. La intensa oscuridad de aquella noche le ha hecho adelantarse al perímetro defensivo cuando, de repente, el enemigo se lanza en furioso asalto. Capturado Noval, los atacantes deciden emplearlo como caballo de troya para franquear las defensas. ¡Alto el fuego, que somos españoles!, vocean los moros avanzando hacia a la alambrada. El Teniente Evaristo Álvarez, jefe de aquél sector, alcanza a distinguir la figura del Cabo y ordena el alto el fuego. Percatado Noval del peligro que esto entraña para el campamento, se zafa de sus captores y grita a sus compañeros: ¡Tirar, que vengo entre moros! ¡fuego! ¡viva España!. Inmediatamente se reanuda la defensa y el enemigo es rechazado tras sufrir numerosas bajas. Con las primeras luces del amanecer, los españoles efectúan una descubierta para examinar los daños causados por el ataque. Cerca de la alambrada descubren el cadáver de Noval, aferrado fuertemente a su fusil y con la bayoneta tinta en sangre; a sus pies hay dos moros muertos, uno de ellos con el pecho atravesado de un bayonetazo. Todos se dan cuenta inmediatamente de la heroica gesta protagonizada por el Cabo.
    Don Luis Noval y Ferrao había nacido en Oviedo el 15 de noviembre de 1887. Ejercía la profesión de carpintero ebanista cuando el 4 de marzo de 1909 se alistó en el Regimiento de Infantería del Príncipe nº3, de guarnición en la capital asturiana. Muy trabajador y disciplinado, pronto destaca entre los demás soldados y se le asciende a Cabo. Con su Unidad ya en África, es destinado al servicio de vigilancia, aunque por su pericia profesional no es difícil encontrarlo realizando labores de fortificación. La noticia publicada en los diarios con los pormenores de su muerte despierta una oleada de admiración hacia Noval y se multiplican los homenajes. El 19 de abril de 1910 se celebran las solemnes exequias en la Catedral de Oviedo descubriéndose, a continuación, una lápida en la fachada del hogar familiar en la calle de Santa Susana. "...ofreció su vida en aras de la Patria y murió gloriosamente...", puede leerse en la nívea superficie del mármol. Se suceden las muestras de cariño. Costeado por los habitantes de Madrid, se inaugura en 1912, frente al Palacio Real, una escultura en su memoria obra del reputado artista don Mariano Benlliure y, cuatro años más tarde, el asturiano Víctor Hevia corona la tumba del héroe con un magnífico monumento. Rara es la ciudad española que no dedica una calle al joven ovetense, y en aquellas fechas, Valencia incluye al Cabo Noval en las manifestaciones de homenaje a los soldados levantinos caídos en la guerra de África. Mientras tanto, el Ministerio de la Guerra, probado en juicio contradictorio el arrojo demostrado con desprecio de la propia vida, concede a título póstumo a don Luis Noval y Ferrao, el valiente Cabo Noval, la Cruz Laureada de San Fernando.
    Última edición por Liga Santa; 14/01/2010 a las 04:01

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    LA TOMA DEL ALTO DEL LEÓN

    Sale de Valladolid el Coronel Serrador consiguiendo muy pronto, con sus inmediatos objetivos, el cambio de nombre del Collado "Alto de los Leones de Castilla" para la posteridad .......
    ....En la noche del 26 de Julio, el día más difícil y crítico en la defensa del ALTO DEL LEÓN, se anuncia la llegada inmediata de refuerzos enviados por Mola: 500 Requetés. "Si hacen honor a sus abuelos, no hay quien se nos eche de estos riscos",comenta el Coronel Serradoral verlos, en el amanecer del día 27.
    Toma su mando el Comandante Martín Duque, siendo anécdota muy conocida la originada por faltar los mandos subalternos y oficiales; cuando el Coronel Serrador, al dirigirse a un cincuentón que vio a su frente y en cabeza de la formación Carlista, le ordenaba:
    Mire Vd. Oficial, hay que desplegar por ahí para tomar aquella loma, desde la que nos hacen imposible la estancia en esta Posición del Alto.
    Pero si yo no soy Oficial, contestaba el Rdo. D. José de Ulibarri, Párroco de Ugar, en el Valle del Yerri, - Solo el Capellán.
    Bueno, es igual, aquello hay que tomarlo y estos chicos que son tan buenos le obedecerán a Vd., "Vinisteis sin cuadros, sin mandos, y aun sin organizar; no me desilusione: erais Requetés y basta" , escribió más tarde el Coronel.
    El Heroísmo de la columna entera y de sus Requetés fue enorme, en incesante combate diario de 15 horas en la primera semana, teniendo los Requetés 80 bajas en dos días y 35 Caídos por Dios, La Patria y el Rey que encontraron su puesto cerca de los luceros, en la primera semana de estancia en el Alto donde el día 28 cayó herido el mismo Coronel.
    El primer día entran en fuego con su Comandante Martín Duque y recuperan la Loma de Falange. Cuarenta solo, con su Comandante, bajan otro día de sus posiciones, y, ocupando la Loma que se llamó en lo sucesivo "Del Requeté", cogen de revés al enemigo con su artillería que estaba en Tablada y lo ocupan. Por su actuación de los primeros días y acciones durísimas de los 31 de Julio y 1º de Agosto, la columna del Alto del León obtiene la Medalla Militar Colectiva, premiándose con la misma, entre otras fuerzas, a las tres Compañías del Requeté de Navarra que constituían el TERCIO DE ABARZUZA.



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  11. #231
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    Parte importante en la derrota napoleónica tuvieron las tropas inglesas comandadas por Arthur Wellesley, duque de Wellington. Inglaterra había sido durante siglos la tradicional rival de España en el Atlántico. La derrota de Trafalgar estaba todavía muy reciente en la mente de los españoles, y sin embargo el peligro napoleónico hizo que el enemigo de ayer se transformase en el heroico aliado del momento. La alianza se formalizó a comienzos de 1809, pero si al principio la colaboración se llevó a cabo con gran entusiasmo, en el curso de la guerra se iría apagando por la mutua desconfianza que mostrarían ambos aliados. Los políticos españoles se sentían disgustados con frecuencia por la crítica que hacían los ingleses a la forma de llevar la guerra, y éstos, por su parte, no acababan de entender la falta de rigor y de disciplina de los combatientes españoles. Además, la intervención inglesa ocultaba en realidad unos propósitos poco confesables de carácter puramente económico, como era el de hacer desaparecer la incipiente y débil industria española, que si acaso prosperaba podría hacer peligrar en el futuro las exportaciones inglesas de paños y algodones, que tenía en España un mercado prometedor. De hecho, los soldados británicos llevaron a cabo durante la guerra operaciones de destrucción que afectaban claramente los intereses económicos españoles. Tal fue el caso del desmantelamiento de las fábricas de textiles de Segovia y Avila, cuya producción podría constituir una competencia seria para las exportaciones británicas cuando terminase el conflicto. También a los ingleses les interesaba comerciar libremente con América, aunque esto no significase que apoyasen directamente los movimientos de independencia; es más, Inglaterra se ofreció como mediadora para resolver el conflicto entre las colonias y la metrópoli.
    En cuanto a la ayuda inglesa en material de guerra y dinero, Lovett adopta una postura intermedia entre los historiadores que la han exagerado hasta puntos poco admisibles, como Napier y Southey, y los que la han minimizado, como Gómez Arteche o el mismo Canga Argüelles. La cifra de 200.000 rifles y de 7.725.000 duros, parece que son los más ajustados a la realidad.
    Algunos historiadores ingleses han considerado que la contribución militar británica a la victoria final fue decisiva. Por el contrario, la mayor parte de los historiadores españoles han valorado la resistencia nativa como el elemento esencial de la derrota napoleónica, restando importancia a la acción de las tropas de Wellington. Sin embargo, resulta difícil, incluso hoy día, determinar con precisión qué porcentaje tuvo una y otra circunstancia en el resultado final de la guerra, puesto que, además, habría que tener en cuenta otro factor importante en el desarrollo de los acontecimientos, cual fue la necesidad que tuvo el Emperador de sacar tropas de la Península para dedicarlas a atender la campaña de Rusia.
    En definitiva, la Guerra de la Independencia fue un dramático telón de fondo que mantuvo a todo el país en una permanente situación anómala a lo largo de seis años, en el transcurso de los cuales su trayectoria histórica daría un giro de enorme trascendencia. Nada de lo que ocurrió en España en los años sucesivos hubiese sido igual sin el profundo trauma que causó la guerra, la cual sirvió además para acelerar un proceso de cambio profundo y para afirmar con rotundidad la voluntad de los españoles de defender por encima de cualquier consideración su libertad nacional.
    Tal como dices la intervención del Reino Unido a favor de España durante la guerra de independencia no se debió a su generosidad con respecto a nosotros si no a sus propios intereses. Los ingleses no solo ayudaron con tropas sino con ingentes cantidades de material y dinero. El RU en esa época era el país más industrializado y rico de toda Europa.El RU financió a todos los aliados, al igual que financió las guerras de independencias de los países iberoamericanos.
    En referencia a lo que mencionas de la destrucción de intereses económicos. España no era para nada una rival en el aspecto comercial y económico para Gran Bretaña. La industria pañera castellana estaba en gran parte subvencionada por el gobierno o era de ámbito regional o nacional, ocasinando como la fabricas de Guadalajara perdidas. La producción y calidad de paños no podían competir con los tejidos ingleses o franceses. Muchas veces los comerciantes españoles encontraban los mercados americanos saturados de productos ingleses o franceses, ya que su precio era inferior y la materia de mejor calidad.

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