UN LIBRO DISTINTO Y SORPRENDENTELa desmembración de España hace doscientos años pudo haberse evitado
Enrique Rodríguez
La unidad que formaban los (actuales) Estados americanos era una unidad entre sí, y la sustituyeron tras la independencia por décadas de guerras decretadas por gobernantes irresponsables. Era asimismo una unidad, no con España, sino con la Península en España, pues Españas lo eran todas; y romper esa unidad convirtió a los componentes de la mayor entidad política del mundo en piezas decadentes de un sueño imposible. Por último, era una unidad interna, un sistema de convivencia que tras las rebeliones que arrancan en 1810 se transforma en una batalla de todos contra todos y en la cual los indígenas y los negros (dos grupos nada partidarios, por cierto, de las aventuras de los libertadores) son los grandes perjudicados.
Ésta es la tesis histórica, contra corriente, que expone José Antonio Ullate en un libro diferente a los demás sobre este tema: diferente por su escasa disposición a aceptar que, si las independencias sucedieron, es porque tenían que suceder o era bueno que sucediesen. Más bien defiende y justifica que los motivos aducidos para la rebelión, tanto por historiadores antiespañoles como incluso por grandes exaltadores de la Hispanidad, eran meras excusas. El descontento por el mal gobierno (justificado, sí, pero no más que siglos antes, sin que entonces pensase nadie en romper con el Rey), la expansión del suarecismo (inexistente, según el autor) o la ruptura del vínculo monárquico ante la suspensión del poder efectivo del monarca por la invasión napoleónica, fueron pretextos para lo que Ullate considera, sin ambages, como una falta de patriotismo hacia la Patria real, sustituido por un nacionalismo de nuevo cuño cuya primera tarea tenía que ser crear las supuestas naciones a las que consagrarse.
La gran tragedia fueron esos Españoles que no pudieron serlo de los que habla el título del libro. En España hemos asumido tanto lo que ocurrió, que incluso honramos a los próceres de las independencias con estatuas, calles y simposios, mientras dejamos en el olvido a quienes, entre 1810 y 1825, dieron la vida por mantener la unidad trasatlántica, cuyos nombres han quedado sepultados en el olvido.
Pero los datos objetivos dan idea de la magnitud de lo que sucedió. En 1810, todos los españoles americanos eran españoles y como tales se sentían, con idéntico título a los españoles peninsulares. Quince años después, el 95% del territorio español y el 50% de la población española dejó de serlo. Quedó, por supuesto, la huella cultural de la Hispanidad, y eso perdura aún hoy y para siempre, pero Ullate lee lo acontecido en una clave muy original, que es la segunda gran aportación del libro: una clave en términos de bien común y de comunidad política.
Habla del "abandono de la piedad patriótica" como una injusticia, porque aunque algunos gobernantes de la Corte y algunos reyes se hubiesen hecho acreedores a la animadversión y el desprecio en América, existe un bien común acumulado que recibimos de la Patria y nos obliga a serle leales aun cuando el bien común actual sea pisoteado por sus representantes.
La perspectiva de Españoles que no pudieron serlo es sugerente y polémica, y abre un debate imprescindible justo cuando están comenzando, aquí y allá, los fastos del Bicentenario. Ullate es un aguafiestas, en el mejor sentido de la palabra: no hay nada que celebrar. Y leyendo su libro, quedamos plenamente convencidos, salvo que reinterpretemos la conmemoración como momento adecuado para estudiar y no repetir aquellos lamentables errores.
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