"¡Viva la Inquisición!" (I)




Resuelto como estoy a ennegrecer la poca buena reputación que me pueda quedar después de haber defendido las “cadenas” de los realistas frente al afrancesamiento camuflado de patriotismo de los constituyentes de Cádiz, hoy quiero reivindicar la memoria de esta benémerita institución.


Y esta vez lo hago tomando por bandera otra exclamación popular de principios del siglo XIX, lógica continuación del irónico “vivan las cadenas”, que demuestra que los españoles que hicieron la guerra a los revolucionarios bonapartistas en 1808 y a los revolucionarios doceañistas en 1821 ―porque la intervención de los cien mil hijos de San Luis en 1823 tuvo el camino preparado por la Guerra Realista, luchada por españoles― no combatían por una monarquía absolutista, más parecida al régimen liberal que a la monarquía católica y foral que, es cierto, tanto había degenerado hacia el despotismo ilustrado en las últimas décadas borbónicas, pero es de justicia reconocer que prometía una pronta regeneración con las corrientes reformadoras en clave tradicional que ya desde los albores del siglo XIX quisieron volver a impregnar las instituciones con ese espíritu que nunca abandonó el patriotismo popular durante los años de afrancesamiento de las élites, manifestándose en toda su gloria en la guerra contra Napoleón, rebrotando en la Guerra Realista y en las revueltas del reinado de Fernando VII ―ya sin una invasión extranjera que pudiera encubrir de nacionalismo el auténtico móvil religioso de estas guerras―, y encontrando finalmente respaldo dinástico en el carlismo.


Y es que los Agraviados o Malcontents que en 1827 se rebelaron en Cataluña contra el “despotismo ministerial” de la última década del reinado de Fernando VII, no pudiendo creer que el Rey Católico gobernara de esa manera por su propia voluntad y suponiendo que volvía a estar cautivo en su Palacio como durante el Trienio Liberal, lo hicieron bajo este lema:


“¡Viva la Inquisición y muera la policía!”(1)



Quiero hacer una breve reflexión personal sobre la Inquisición española, sin pretender ofrecer una siquiera somera síntesis histórica ni entrar en el terreno de las cifras (aunque son elocuentísimas por sí solas), alrededor de tres preguntas: ¿qué hacía el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición? ¿Por qué lo hacía? Y ¿tenía razón para hacerlo?





¿Qué hacía la Inquisición?


Todo el mundo lo sabe: perseguía la herejía, enjuiciaba herejes. Lo que no sabe todo el mundo es qué es un hereje. No es hereje todo el que no es cristiano. Al contrario, para ser hereje es necesario ser cristiano, o decir serlo. “Quien profesa la fe cristiana tiene voluntad de asentir a Cristo en lo que realmente constituye su enseñanza”, dice Santo Tomás de Aquino, y puede desviarse de la rectitud de la fe si “tiene la intención de prestar su asentimiento a Cristo, pero falla en la elección de los medios para asentir, porque no elige lo que en realidad enseñó Cristo, sino lo que le sugiere su propio pensamiento” (Suma teológica, II-IIae, q.11, a.1). El que no es cristiano no puede desviarse de una fe que nunca fue la suya, y por tanto no puede ser hereje. Y si no es hereje, no puede ser procesado por la Inquisición.

En términos generales, la Inquisición española no mandó ejecutar, ni siquiera procesó, a ningún judío o mahometano, sencillamente porque en España no había ningún judío o mahometano. La Inquisición se establece en 1478 y empieza a actuar en 1480; los judíos son expulsados en 1492 y los moriscos en 1502. En el relativamente breve espacio de tiempo entre la creación del Santo Oficio y las expulsiones, que yo sepa sólo se conoce un caso, el del Santo Niño de la Guardia, de judíos no conversos procesados (por asesinato ritual, no por cuestiones de fe), aunque no he encontrado fuentes fiables que esclarezcan si el enjuiciamiento de los dos judíos lo hizo la Inquisición, como con los seis conversos también implicados, o bien las autoridades civiles.

En todo caso, después de las expulsiones oficialmente sólo hay cristianos en España. Los Reyes Católicos, estableciendo la Inquisición una década antes de la expulsión de los judíos, ofrecen una alternativa: o te quedas y te conviertes, o te vas; pero si te quedas, ya sabes que esto es lo que hay. Quién duda de que esta elección se ofrece en condiciones menos que favorables, con todo lo que supone para una familia mudarse a otro país en pocos meses con el perjuicio económico de la venta rápida de sus propiedades y la prohibición de llevarse ciertos bienes. Pero la conversión no fue forzada. Muchos, naturalmente, prefirieron anteponer su hacienda a su religión y convertirse sin sinceridad. Pero que ellos no tomaran en serio su fe no convierte en una injusticia que los Reyes Católicos sí tomaran en serio la suya.




Tampoco para los católicos supuso la Inquisición una especie de reinado del terror, donde nadie se atrevía a aventurar alguna palabra que mal entendida pudiera llevar a la hoguera. “Herejía, vocablo griego, significa elección; es decir, que cada uno elige la disciplina que considera mejor” dice Santo Tomás citando a San Jerónimo, y luego citando a San Agustín: “si algunos defienden su manera de pensar, aunque falsa y perversa, pero sin pertinaz animosidad, sino enseñando con cauta solicitud la verdad y dispuestos a corregirse cuando la encuentran, en modo alguno se les puede tener por herejes” (II-IIae, q.11, a.2). El proceso inquisitorial es, lo dice su nombre, un proceso judicial de averiguación: minuciosamente reglado y con garantías, no es arbitrario. Ofrece numerosas oportunidades para aclarar malentendidos y para el arrepentimiento.

El tormento, práctica probatoria común en los tribunales españoles y europeos del momento, sólo se aplica si las declaraciones del reo son contradictorias, y las confesiones así obtenidas sólo son válidas si se ratifican en veinticuatro horas, ya sin tormento. Si persiste la contradicción, se puede aplicar hasta dos veces más, y a la tercera hay que dejar libre al prisionero. Se tiene que hacer en presencia de un médico, que lo puede impedir, posponer, o limitarlo a las partes sanas del cuerpo. Los únicos métodos admitidos eran la garrucha, la toca, y el potro: los que hemos visto el museo “de la Inquisición” de Santillana del Mar difícilmente nos podremos olvidar de aquella procesión de horribles instrumentos de tortura que, qué sopresa, provienen de fuera de España. En cualquier caso, el uso del tormento por la Inquisición se limitó al 2% de los procesos.



No todos los condenados iban a la hoguera. Solo los no arrepentidos y los relapsos sufrían la pena capital, ofreciéndoseles hasta el momento final en el patíbulo la oportunidad de arrepentirse y morir a garrote antes de ser quemados. Pero también existían una serie de penas de menor severidad que se correspondían con la gravedad de la ofensa, como el sambenito (el menos severo, puramente infamante), los azotes, la cárcel, y las galeras para los hombres y casas de galera para las mujeres, donde éstas trabajaban y aprendían un oficio. Famosas eran las cárceles o casas de misericordia de penitencia de la Inquisición por su trato favorable comparadas con las civiles, hasta el punto de que había presos que fingían herejía para pasar a la jurisdicción de la Inquisición. ¡Qué lejos de la película Alatriste, en la que un hombre prefiere cortarse la garganta antes de ser detenido por la Inquisición!

La Inquisición, en propiedad, no mataba a los condenados: los relajaba al brazo secular, y éste ejecutaba la pena. Reconozco que a primera vista esto puede parecer un sofisma para descargarse la responsabilidad del trabajo sucio, pero tiene su razón de ser. Y este detalle, aparentemente de poca importancia, resulta absolutamente esencial para comprender qué era la Inquisición. Una vez más, Santo Tomás nos lo hace comprensible:


“En realidad, es mucho más grave corromper la fe, vida del alma, que falsificar moneda con que se sustenta la vida temporal. Por eso, si quienes falsifican moneda, u otro tipo de malhechores, justamente son entregados, sin más, a la muerte por los príncipes seculares, con mayor razón los herejes convictos de herejía podrían no solamente ser excomulgados, sino también entregados con toda justicia a la pena de muerte.
Mas por parte de la Iglesia está la misericordia en favor de la conversión de los que yerran, y por eso no se les condena, sin más, sino después de una primera y segunda amonestación(Tit 3,10), como enseña el Apóstol. Pero después de esto, si sigue todavía pertinaz, la Iglesia, sin esperanza ya de su conversión, mira por la salvación de los demás, y los separa de sí por sentencia de excomunión. Y aún va más allá relajándolos al juicio secular para su exterminio del mundo con la muerte. A este propósito afirma San Jerónimo y se lee en el Decreto: Hay que remondar las carnes podridas, y a la oveja sarnosa hay que separarla del aprisco, no sea que toda la casa arda, la masa se corrompa, la carne se pudra y el ganado se pierda. Arrio, en Alejandría, fue una chispa, pero, por no ser sofocada al instante, todo el orbe se vio arrasado con su llama.(II-IIae, q.11, a.3)

El poder secular quiere perseguir la herejía. Siempre ha querido, porque siempre ha sido una amenaza real. Y la seguiría persiguiendo aun si no existiese una Inquisición. Pero ésta sirve de filtro, administra esta tarea mediante un procedimiento de averiguación ―de inquisición― cuya conclusión se hace saber a la Justicia, que finalmente la ejecuta. Y el poder secular se beneficia de que exista esta jurisdicción separada porque los eclesiásticos que la dirigen aportan la especialización en el saber teológico, algo que no es estrictamente función de los príncipes, mitigando así un celo castigador que puede ver herejía donde en realidad no la hay, como ocurría con las cazas de brujas al otro lado de los Pirineos y del Atlántico norte.

Pero mediante esta mediación de la Iglesia no sólo se ven servidos los intereses de la justicia. Se va más allá. Parece que la Iglesia, cuando se interpone entre el hereje y el príncipe, dice a éste: te ayudaré a mejor administrar tu Justicia, pero antes me dejarás ofrecer mi misericordia. Gracias a la Inquisición, el que es hallado culpable de algo tan grave tiene la oportunidad ¡hecho insólito en los tribunales! de arrepentirse y salir completamente perdonado, con una segunda oportunidad y una nueva vida por delante. Por parte de la Iglesia está la misericordia en favor de la conversión de los que yerran.
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o "Levántate, toma tu camilla y camina"? (Marcos 2,9)




(1) La Inquisición fue suprimida y la primera policía establecida durante el Trienio Liberal. Fernando VII, en su segunda etapa de gobierno, confirmaría estos dos cambios.


Firmus et Rusticus