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Protestantismo y Europa contra España y la Cristiandad
La Reconquista fue, también ella, una guerra civil, pues los musulmanes, aunque inicialmente invasores, vinieron a integrarse en la misma población del territorio hispánico. Había entre moros y cristianos una contradicción de orden político, institucional y cultural, pero esa guerra fue fundamentalmente una cruzada contra el infiel. A ella debió España su permanente carácter católico, que la separó del curso común de la historia europea, a pesar de la continuidad geográfica de su territorio, y por ello tuvo España el singularísimo privilegio de quedar exenta de la contaminación herética de la reforma protestante extendida por Europa y que configuró la “modernidad”. Porque “moderno” equivale a “protestante”, con todas las graves consecuencias que esto tiene para la historia europea y universal, empezando por la general entronización de la idea de “Estado”.
La separación de etapas históricas es siempre convencional, y depende del punto de vista de los historiadores, por lo que en su determinación puede presentar diferencias notables. En mi opinión, así como el fin de la Antigüedad debe fijarse en el año 700, fecha simplificada de la desaparición de la unidad mediterránea, que las invasiones germánicas no habían destruido, pero sí la expansión islámica, así también el fin de la que en el Renacimiento vino a llamarse la Edad Media no se produjo realmente, a pesar de evidentes síntomas de descomposición moral, hasta la Reforma; en este sentido, el comienzo de la Edad Moderna puede fijarse en la fecha concreta de 1517, momento de la solemne ruptura de Lutero con Roma, es decir, la ruptura de la Cristiandad que da lugar al nacimiento de Europa como entidad moral. Así, “modernidad” equivale a “protestantismo”, y todos los fenómenos que caracterizan a Europa en estos últimos cinco siglos, son todos ellos de raíz protestante: Europa es un producto de la Reforma y sigue viviendo en ella. En este sentido, España no pertenece a Europa (como traté de explicar desde mis escritos reunidos en “De la guerra y de la paz”, libro publicado en 1954), y cualquier intento europeizante presupone, entre nosotros, una desviación de la esencia de lo español; por ello mismo, la confesionalidad católica viene a ser una exigencia política, pese a las declaraciones de la Iglesia sobre la libertad religiosa, que no pueden afectar a la entidad misma del ser de España, siempre “más papista que el papa”; una confesionalidad, después de todo, no muy distinta de la de otros muchos pueblos, como los musulmanes, el Estado de Israel, la misma Inglaterra, por no hablar ya de los negativamente confesionales de signo marxista.
Entre estos fenómenos políticos derivados del Protestantismo, ninguno tan relevante como el de la aparición en Europa del “Estado”. Sin Lutero, como ya han dicho algunos, no hubiera sido posible Luis XIV, y esto es así porque el Estado, monárquico o republicano, lo mismo da, surgió de las guerras de religión, con el fin de constituir un nuevo dios, un nuevo Leviathán, dueño absoluto de los súbditos de un determinado territorio. España, en cambio, no se hizo un estado. A la Monarquía de los Austrias, la idea de Estado era totalmente extraña, y los pensadores españoles de la época reaccionaron contra la teoría “estatista” de los que ellos llamaban los “políticos” de Europa. Era lo más natural que un pueblo que se había librado de la Reforma no hubiera sentido la necesidad de constituirse en Estado. La crisis de este esencial anti-estatismo español hubo de hacer crisis desde los inicios del siglo XVIII. La Guerra de Sucesión fue también una guerra civil, pero que no logró configurar una nueva identidad para España, porque esta ya se hallaba muy sólidamente constituida por la Reconquista. Es verdad que, bajo una contradicción puramente dinástica, había algo más, de carácter moral: la dinastía que resultó vencedora, los Borbones, venían a imponer la concepción política europea de un estado absolutista, y no deja de ser sintomático que la doctrina del tiranicidio, sobre la que hemos de volver en nuestra “Perspectiva”, no inquietara para nada a los monarcas de la casa de Austria, pero sí a los soberanos borbónicos; y lo mismo con el tradicional regionalismo del todo incompatible con una concepción congruente del Estado, la misma que lleva hoy a nuestros “administrativistas” a oponerse tenazmente contra todo foralismo, pues siguen siendo fieles al “régime administratif” de los estatistas sobrevenidos con los Borbones. Pero esa idea de Estado soberano fue visceralmente rechazada por el sentimiento popular español que, si acabó por tener una general aceptación de la nueva dinastía venida de Francia, lo hizo con la misma mentalidad personalista de su antigua fidelidad a los Austrias. Sin embargo, las nuevas estructuras oficiales, en su pretensión de convertir a España en un Estado, crearon una crisis permanente de España, facilitando la entrada en ella, no ya de la herejía protestante, primera responsable de la Revolución, pero sí de esta misma, y muchas veces en sus formas más extremadas. Con esta crisis España parecía haber perdido su primera identidad lograda con la Reconquista. De ahí la melancólica historia de España desde el siglo XVIII, con la ruina de su Imperio.
Álvaro D´Ors. La violencia y el orden. 1987
Protestantismo y Europa contra España y la Cristiandad
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