Revista FUERZA NUEVA, nº 106, 18-1-1969
“Os juro sobre el Evangelio -ha confesado monseñor Morcillo- que es la misma Santa Sede la que ha expresado sus deseos de verme ejercer todas estas funciones políticas que actualmente ejerzo”
PRELADOS ESPAÑOLES EN LOS ÓRGANOS DEL ESTADO
Algunos obispos de la Iglesia Católica pertenecen (1969) a las Cortes Españolas y al Consejo del Reino. Durante la Monarquía tomaban también asiento, por derecho propio, en el Senado.
No será así en los países musulmanes de Asia o África, ni en los protestantes de Europa o América (aunque por excepción, el misionero leonés, padre Segundo Llorente, hace unos años, fue elegido, sin presentarse, para la Cámara de Representantes del Estado de Alaska). Los países que se proclaman laicos, por su constitución o por su procedimientos, según el antiguo y peor sentido de este vocablo, tampoco designarán prelados católicos para sus Cámaras legislativas.
Sólo sucede eso en un Estado católico como el español. Los mahometanos y judíos que haya por aquí no torcerán el gesto al saberlo, ni los protestantes o los laicos, en el sentido dicho: les parecerá lo más natural del mundo. Pero claman contra esa designación algunas personas o grupos que se consideran católicos auténticos, sinceros, militantes.
Simplismo y presunción
Ante todo, el juicio sobre la conveniencia o disconveniencia, oportunidad o inoportunidad de un asiento en las Cortes o en el Consejo del Reino para un prelado parece que debe corresponder a ellos mismos. Hombres de ciencia y de conciencia, saben que no pueden comprometer su movimientos ni aceptar una investidura que ponga en peligro el libre ejercicio de sus funciones específicas tan sagradas, como son las episcopales, mientras no se sigan provechos suficientemente compensadores de este riesgo, que ellos entonces sabrán prevenir y sortear.
Censurarlos en seguida, “a priori” y en general por esta actitud, demuestra el simplismo característico de esos hombres que no ven en los acontecimientos sino la corteza y las apariencias, incapaces de comprender a fondo la totalidad de los problemas, y proclives a estimar las ambiciones personales como única motivación de los actos ajenos. En nuestro caso, esa censura puede obedecer también a cierto énfasis y prurito de modernismo, y a mohines de anti-triunfalismo, mezclado todo con antipatía y oposición sistemática a cuanto se relaciona con el régimen político imperante.
La presunción o vanidad de estos hombres, y sus prejuicios, los lleva a considerarse así como más juiciosos, más prudentes, más comprensivos de las realidades, más desprendidos, más observantes y más fieles servidores de la Iglesia que los mismos obispos. Sin excluir al de Roma, cuyo criterio es diametralmente opuesto.
En efecto, el arzobispo de Madrid, monseñor Morcillo, ante una comisión de sacerdotes que le pedía renunciar a su cargo de procurador en Cortes, pronunció estas palabras: “Os juro sobre el Evangelio que es la misma Santa Sede la que ha expresado sus deseos de verme ejercer todas estas funciones políticas que actualmente ejerzo”.
Copio estas palabras de la revista “Informaciones Católicas Internacionales”, preferida y la más citada por los enemigos de España y de su Régimen. Lo publicó en su edición española de Méjico, número 312, página 12, y corresponde a la primera quincena de mayo de 1968.
Los Estados por derecho divino
Un teólogo de talla cimera, H. de Lubac, muy grato a los católicos que se precian de avanzados, escribió esta frase: “La Iglesia ha de esforzarse por retener a la sociedad civil dentro de ciertos límites”.
Durante el medievo, los “espirituales” discutían a la Esposa de Cristo, y quisieron prohibirle lo que ellos consideraban como una injerencia inoportuna en medio del mundo. Clérigos y prelados habían de reducirse a sus funciones sagradas de predicar y absolver, y dejar libre las manos al príncipe. Llevada la doctrina hasta el extremo, dio origen a los reyes por derecho divino, que llegaron a negar a la iglesia facultad de pararles los pies en sus ambiciones césaro-papistas.
Ahora (1969) no son pocos los que desean enterrar la era postridentina y la del Vaticano I. Como esa expresión levantaría un griterío, la suavizan y hablan del “réquiem al constantinismo: ver http://hispanismo.org/crisis-de-la-iglesia/29026-jesuitas-marxismo-desintegracion-y-aniquilacion-tras-el-vaticano-ii-y-el-p-arrupe.html#post177894. Es igual. Aunque aparentemente intentan todo lo contrario, estas maquinaciones desembocarán en una especie de Estado por derecho divino, libre de las trabas que en su legislación puedan imponerle otras leyes superiores.
Albergada o recluida, mejor dicho, en esa estructura tan soberana, la Iglesia, sin interferencia ninguna con el Estado, se vería desposeída; no solo de sus privilegios seculares, que ella siempre reclamó (y que significan, como dice don Blas Piñar, el reconocimiento explícito, por la sociedad civil, de su naturaleza divina), sino también de su dominio indirecto “ratione peccati”, y aun de sus atribuciones como organización de derecho público.
Sustraído de esa manera todo soporte natural a la Iglesia, ésta no podrá retener dentro de sus límites a la sociedad civil, que la invadirá y la dejará por fin “a merced de los dioses de la época”, concluye H. de Lubac.
“Encarnarse en la sociedad”
Después del Concilio Vaticano II, que estos hombres no cesan de mentar, una tesis así, sobre la inhibición de los prelados, parece que desentona y desorienta. A primera vista, debería prevalecer entre nosotros el criterio contrario.
En efecto, la aspiración del cristiano y, sobre todo, del sacerdote en los tiempos actuales ha de ser “encarnarse” en la sociedad para sacralizarla. Los clérigos, según nos dicen hoy, deben meterse no sólo en colegios y Universidades, sino en el muelle, entre los cargadores, y en la fábrica, entre los obreros; han de ir al tajo, con los mineros, y a las obras en construcción, con los peones.
Ahora bien; ese testimonio específico, constante, omnipresente, activo, eficaz y trascendente que los eclesiásticos deben dar de los valores escatológicos lo necesitan, y no menos, los legisladores. Y por motivos más profundos y justificados. Si los obispos, a fin de sacralizar otra clase social, se “encarnan” en las Cámaras legislativas, la obra de éstas preparará, sin duda, entre los cargadores del muelle y los obreros de las fábricas, entre los mineros del tajo y los peones de la construcción, un ambiente mucho más acogedor y más propicio para los clérigos inferiores que, a su vez, deseen “encarnarse” también en esos distintos grupos sociales.
Influir, por tanto, en la elaboración de las leyes, y de una manera oficial y directa, debe ser aspiración de todos los militantes que, por haber abierto de par en par la puerta de su espíritu a las auras actualizantes y reconfortantes del último Concilio, quieren ocupar todos los caminos del mundo para orientarlo hacia Dios.
Para incorporar los valores cristianos
Su Santidad Pablo VI se queja, con frecuencia, de la “desacralización creciente” y de la pérdida del sentido religioso en la sociedad.
¿El remedio? Discurramos. Para juzgarnos, corregirnos y perfeccionarnos a nosotros mismos, incorporar los valores cristianos a nuestra conducta y orientarnos hacia Dios, la ascética perenne siempre propuso, como medio muy eficaz, el consejo y la dirección de un sacerdote prudente y experto. Del mismo modo, si aspiramos a ejercer una actitud crítica, y bajo perspectivas trascendentes y ultramateriales, de las leyes en proyecto, si queremos orientarlas por caminos cristianos e infundir espíritu religioso en ellas, y a través de ellas, en las costumbres cívicas y sociales del país, los obispos en las Cortes serán los mejor situados. Y con más garantías aún en nuestra Patria, que desea ver penetrada toda su actividad pública por las enseñanzas de su religión oficial, única verdadera, como lo ha consignado en sus Leyes Fundamentales.
En una palabra, “encarnarse” los obispos en los órganos legislativos de un país parece que podría ser un medio, y muy útil, para contener esa “desacralización creciente” de la sociedad de que se lamenta Pablo VI.
El peso de las actividades puramente temporales del quehacer político y su responsabilidad definitiva no han de gravitar sobre los eclesiásticos, sino sobre los laicos, guiados por su clara conciencia cristiana. Pero sabemos también que no todas las expresiones o manifestaciones de ese quehacer político son indiferentes, ni tienen para la Iglesia igual valor.
Interferencias morales en la legislación
La obra legislativa versará, muchas veces, sobre cuestiones mixtas, y en casi todas las demás son inevitables las interferencias morales y aun canónicas. La Iglesia tiene entonces el derecho y la obligación de hablar y de exponer su criterio. Porque a ella corresponde no sólo la tutela del orden ético y religioso, sino la autoridad para intervenir, cuando llegue el momento de aplicar esos principios éticos y religiosos a los casos concretos, en la legislación y administración temporal.
Estas ideas fueron expuestas por “L’Osservatore Romano”, diario oficioso de la Santa Sede, el 15 de febrero de 1968, a propósito de las elecciones italianas.
Ahí está, por ejemplo, el problema inminente (1969) del divorcio, en el Parlamento de Italia. La intervención de los obispos, con su voz y con su voto, podría ser utilísima, necesaria y aun decisiva. Ahí están el caso reciente de la libertad religiosa en nuestra Patria, y en otros países, los proyectos de ley sobre la regulación de nacimientos, a cuyas discusiones no serán admitidos los prelados, sin voz ni voto en aquellos Parlamentos. Para tener en cuenta adecuadamente los puntos de vista de la otra parte interesada, que es la Iglesia, nada mejor sino una representación oficial de ella en las Cortes.
Los seglares, por muy cultos y entendidos que sean o se precien de ser, ajenos a las perspectivas teológicas y a las interferencias de la casuística moral, pueden deslizarse fácilmente hacia esas inexactitudes, imprecisiones y aun aberraciones, como las que hemos leído, oído y lamentado en artículos y conferencias de algunos de esos teólogos laicos, improvisados o pseudoteólogos, como han dicho ciertas revistas. Otros seglares más juiciosos, sinceros y humildes prefieren callar ante esos problemas y dejárselos a los clérigos. Los órganos legislativos pueden entonces verse auxiliados y orientados por la voz autorizada, sin recelos ni cortapisas, de verdaderos teólogos, moralistas y canonistas, representantes, a la vez, del pueblo en las Cortes.
El talento de nuestra unidad
Con palabras más autorizadas podemos fácilmente confirmar cuanto llevamos dicho. Según una exhortación de nuestro episcopado, escrita a principios de año, queda excluido el “concepto de Estado arreligioso o indiferente”. Así lo declaró y repitió muchas veces el magisterio eclesiástico.
El Concilio, en efecto, admite y sanciona un especial reconocimiento civil a una comunidad religiosa determinada “en atención a peculiares circunstancias de los pueblos”. La conciencia colectiva del nuestro y su realidad histórica y sociológica exigen que ese reconocimiento especial se tribute a la Iglesia Católica por parte del Estado en el ordenamiento jurídico de la nación española, como afirma la exhortación episcopal citada.
Esa unidad, siguen diciendo los obispos, es un talento que nos ha confiado la bondad divina para hacerlo más productivo, como el de la parábola.
Pablo VI afirma a su vez que corresponde “en primer lugar a los sacerdotes encauzar la unidad católica hacia su dinamismo más profundo, para convertirla en un foco más luminoso de irradiación evangélica”.
Según esto, un Estado religioso, oficialmente católico en nuestro caso, pues no va a ser budista, ni mahometano, ni protestante, que ha de cultivar ese talento de su unidad religiosa, debe acudir a la colaboración oficial de los más altos representantes de la Iglesia católica, en la confección de sus leyes. Porque si éstas han de dar consistencia al ambiente y a la estructura jurídico-social de un país, en ellas debe manifestarse, ante todo, esa irradiación y ese dinamismo a que aspira Pablo VI, y que los obispos españoles, dentro de las Cortes, pueden, como nadie, encauzar y promover, hasta rendir así productivo el talento de la unidad.
Eso no merma la soberanía del Estado, podemos repetir con el documento episcopal a que nos estamos refiriendo, ni traba la libertad de los representantes de esa confesión religiosa.
V. FELIU
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