Fuente: Boina Roja, Número 71, Febrero de 1962.
CADA COSA EN SU SITIO
Sevilla, 31 de Diciembre de 1961.
Sr. D. Vicente Marrero.
MADRID
Querido Vicente:
Gracias, como carlista, por la generosa reacción de tu ánimo cara a las críticas que te elevé al libro La guerra española y el trust de los cerebros, al brindarme las páginas de Punta Europa para que desde ellas mismas me fuera dable defender al Carlismo del daño inmenso que, pese a tu buena voluntad, nos haces. Gracias, porque los carlistas no estamos acostumbrados a generosidades semejantes, sino al cerrilismo del silencio propio de los que suelen proclamarse liberales y del que es blasón ese símbolo de la fofez espiritual de las Españas canovistas que se llama el ABC.
Gracias, además, porque te escribo con sinceridades. Y es la primera, querido Vicente, la de decirte que ya pasó la hora en la que era lícito adormecer a los carlistas echándole piropos al Carlismo, con la técnica taurina de emborrachar de rojos bellos al toro totémico para mejor encuadrarle en la suerte final en donde muere. Hemos aprendido lo bastante para aquilatar los extremos y sabemos ya que, tras de los elogios que nos prodigas y que tanto te agradecemos por lo que de justicieros son, ocúltase el escamoteo más fenomenal que he visto en mis días: loas al Carlismo para matar al Carlismo. Procedimiento viejo que ya usaron Cánovas y Pidal, que fue el peligro inherente al craso error de haber participado en Acción Española [1], y que los carlistas de 1961, ya ilustrados bastante por tan nocivos precedentes, no estamos dispuestos a aceptar en modo alguno.
Hay en tu libro muchas cosas buenas, y sería admirable si no apadrinara el más nefasto de los confusionismos, moviéndose como te mueves a caballo entre la cultura y la política. Era ya hora de que la pluma valiente y libre desenmascarara el juego de traiciones al 18 de Julio de ese puñado de autollamados intelectuales enquistados en el favor oficial, también logrado con engaños: primero cantores de Hitler, y luego de la USA, siempre al giro de las modas extranjeras, reñidos con la substancia entrañable de nuestra Tradición española. Lo que dices, y tan estupendamente dicho, sobre aquéllos que no quiero nombrar para no enrojecer mi pluma tanto como mi boina, aupados por la ingenua magia bobalicona de mi inefable amigo Joaquín Ruíz Giménez, son verdades de a puño; y el hecho de que ahora militen en la acera enemiga los inspiradores de Escorial, por ejemplo, que han hecho la parábola íntegra, mientras yo sigo donde estuve y estaré siempre, debería solicitar tu meditación acerca de la intuición carlista; quien modestamente te escribe la calificó de “revistilla”, precisamente por las razones por ti aducidas, nada menos que en 1941, provocando las iras pontificales del fugaz teórico de la Falange entonces y hoy teórico del liberalismo rojoide, Excmo. Sr. camarada Don Pedro Laín Entralgo. Tu libro cumple a maravillas aquí su misión de poner «orden en nuestra casa, limpiándola de telarañas», tal como te propusiste en la página 616. Pero piensa [que] ha de limpiarse la casa entera, y, por desgracia, siembras telarañas en tu libro. En esta carta afectuosa aspiro a señalarte algunas, seguro de que tu buena fe de estudioso serio, servida por tu talento claro, termine por limpiarlas por tu cuenta.
Tu libro quiere edificar un Tradicionalismo prescindiendo del Carlismo; porque prescindir del Carlismo es reducir sus hombres a soldados heroicos, agarrados a una legitimidad que, primero explicas, para condenarla en las páginas 642-648 como se arroja al basurero de la Historia un trasto viejo e inservible; pero desconociendo su pensamiento antiguo y presente, ignorando sus hombres representativos, dando de lado a nuestros libros y a nuestros Círculos culturales, lanzando cortinas de humo sobre el ideario carlista, negras de olvido aunque olorosas de incienso.
Todo ello para presentar como Tradición de las Españas cierta línea de la cual está ausente el Carlismo: la que denominas “línea áurea”, de la que te proclamas continuador, y que en las páginas 142, 143, 349, 377, 475 y 645 presentas integrada por la teoría de los Jovellanos, Balmes, Aparisi, Menéndez y Pelayo, Maeztu, Minguijón, Acción Española, Generación de 1948, de la que te sientes miembro activo. Yo niego, redondamente, y voy a demostrártelo, que esa línea tenga nada que ver con la verdadera Tradición de las Españas, la cual está en cambio formada por los clásicos escalonados de los siglos XIII al XVII, que no citas ni una sola vez; por los enemigos del absolutismo europeo introducido por Felipe V [2], desde el Marqués de Villena hasta Francisco Javier Borrull; por los polemistas forales como Pedro Novia de Salcedo; y por los carlistas, desde Don Juan Vázquez de Mella hasta Don Enrique Gil Robles, seguidos por quienes hoy, con todas nuestras limitaciones, hijas de nuestros defectos, desde Don Claro Abánades hasta Agustín de Asís, desde Jaime de Carlos hasta Don Luis Ortiz Estrada, desde Mariano del Mazo hasta Melchor Ferrer, desde José María Valiente hasta Miguel Fagoaga, desde Francisco Canals hasta quien ahora te escribe, por citar solamente unos pocos, hermanados con los hermanos de otros pueblos nuestros cuales José Pedro Galvao de Sousa o Silvio Vitale, continuamos con los pies bien clavados en la roca viva de la Tradición hispánica. Con alguna mención para Aparisi y una cita a Mella, despachas la verdadera Tradición nuestra, para presentar como tradicionalistas máximos a Maeztu o a Don Marcelino, que nada tuvieron de tradicionalistas políticos. E incluso osas –y esto ya es intolerable– presentarme a mí, carlista, como soldadito alistado bajo la capitanía de Rafael Calvo Serer (página 504), en esta empresa de confusionismo que acometes en este libro, bajo otros conceptos tan espléndido.
Quiero proceder con orden y separo las cuestiones.
1.– Confundes en tu libro tres cosas: la cultura, la política y la cultura política o política cultural. Así, porque Don Marcelino defendió la cultura española, lo quieres presentar como teórico de nuestra Tradición política, siendo así que la política española, e incluso el pensamiento político tradicional español, eran materias de las que Don Marcelino anduvo ayuno por completo. Al par que reconoces los valores españolísimos del Carlismo, para luego acusarle de enarbolar un Programa que defines irrealizable en la página 631. En esta contradicción, ¿cómo te atreves a recortar a Don Manuel Fal Conde a la categoría de conspirador impenitente, capaz de organizar apenas Tercios para la guerra, pero no de preocuparse por la preparación de minorías intelectuales, cual haces en la página 248? Los que venimos luchando desde hace más de veinte años para una acción cultural carlista sabemos que tan falsa es tu condena del Carlismo intelectual como este menosprecio a un Fal Conde que desde hace mucho tiempo comprendió la trascendencia de un movimiento cultural carlista. Que no lograra verlo cuajado a la medida de sus anhelos, no fue culpa suya. En cambio, sí es falta tuya darnos de lado, ignorando nuestros libros o los actos culturales que en los Círculos “Vázquez de Mella” organiza ese admirable carlista que es José María Domingo Arnau, para luego redondamente concluir por negarnos hasta la existencia.
2.– Y ello, para exaltar ese Ersatz de Tradición que es tu supuesta “línea áurea”, donde no hay ni un solo pensador válido para el pensamiento político de las Españas verdaderas, salvo un Aparisi Guijarro traído por bandera que ampare la fraudulenta mercancía. Razonaré brevemente tu lista.
Jovellanos está a la cabeza. Porque lo habéis leído en Menéndez Pelayo, que nada sabía de la Historia del pensamiento político español, José María Pemán, tú y todos los de vuestra escuela, ofrecéis a Jovellanos como tradicionalista político únicamente porque frente a las Cortes de Cádiz propugnó un sistema de representación orgánica contra la copia infame del francés de la Constitución de 1791 sancionada por aquellos magnos traidorzuelos de 1812. Pero en realidad Don Gaspar Melchor de Jovellanos no fue sino la encarnación del absolutismo europeo importado en el siglo XVIII, con todas sus consecuencias. Con ser varón, por sus inclinaciones naturales, de tempero ponderado y recto, sufrió la intoxicación ideológica del afán de nivelaciones, que es precisamente lo que caracteriza la europeización absolutista en contraste con el pensamiento tradicional español. Los remedios que en las diversas ramas de la vida pública propuso, están impregnados de semejante ordenancismo burocrático e intervencionista, secante de las iniciativas individuales. Así, en los espectáculos públicos, cuando aconsejó fuese impedida la representación de ninguna pieza escénica sin censura previa en su Memoria para el arreglo de la política de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España; tal en su famoso Informe en el expediente de la ley agraria, enarbola su igualitarismo a la europea para atacar de frente a los privilegios consignados en los fueros vascos, escribiendo:
«Se dirá que este mal no es general, y que no aflige ni a las provincias de la Corona de Aragón, que tienen su catastro, ni a la Navarra y País Vascongado, que pagan según sus privilegios, ni en fin, a los pueblos de la Corona de Castilla, que están encabezados. Pero esta diferencia, ¿no es un grave mal, igualmente repugnante a los ojos de la razón que a los de la justicia? ¿No somos todos hijos de una misma patria, ciudadanos de una misma sociedad, y miembros de un mismo estado? ¿No es igual en todos la obligación de concurrir a la renta pública, destinada a la protección y defensa de todos? ¿Y cómo se observará esta igualdad no siendo ni unas ni iguales las bases de la contribución?».
Con su mentalidad igualitariamente europeizante, Jovellanos fue ejemplar burócrata borbónico [3] que ignoraba la variedad radical de las Españas, y, por ende, la substancia de la Tradición nuestra. Por eso, fue el máximo enemigo de los Fueros de Vizcaya, como demuestro en mi libro El Señorío de Vizcaya, ya concluso. Fue Jovellanos quien descubrió las cualidades de polemista antivasco del canónigo Juan Antonio Llorente, cuando, siendo Ministro de Justicia en 1792, llegó a sus manos el informe de Llorente sobre la ilegalidad de la Cruzada; quien le encargó por Real Orden la composición del libro polémico contra los Fueros, que luego serán las tristísimas antivascas, y, por tanto, antiespañolas, Noticias históricas; quien encomendó al académico de la Real de la Historia, Juan de Villamil, la censura de cada capítulo a medida que los iba terminando, en garantía de sus venenos; y quien le prometió en recompensa el deanato de la Catedral de Calahorra. Su sucesor en el Despacho de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, limitóse a seguir los pasos de una campaña inspirada y trazada por este enemigo de las libertades forales. Y tú, querido, Vicente, le colocas nada menos que en el arranque de la Tradición de las Españas. ¡Pobre Tradición política la de las Españas si hubiera debido esperar a tener por padrino a este absolutista a la francesa? [4].
Sigamos con Balmes. Comprendo por entero incluyas a Balmes en tu línea oportunista; pero niego sea el oportunismo que presumes. Si en vez de ignorarnos porque sí a los carlistas, te hubieras preocupado de nosotros, verías que, hace años, quien hoy tiene el placer de escribirte, señaló ya esta plurifacética posibilidad en las interpretaciones de Balmes, bastante para que no sea admisible sin un previo aquilatamiento del Balmes al que te refieras; porque, de otra guisa, cabe estemos hablando de ideologías diferentes al referirnos a un personaje de quien se ha dicho todo para traerlo cada cual a su personal trinchera.
«Y así –escribía yo en 1949 en mi estudio Balmes y la tradición política catalana–, el estudioso que a investigar llegue el pensamiento político balmesiano, se encontrará con el estupendo fenómeno de que cada autor le califique a través del color de su cristal; y así, hemos visto que ha habido plumas de llamados investigadores que nos han hablado de un Balmes profundamente dinástico y defensor del trono de Isabel II: José Elías de Molins; de un Balmes inspirador de la constitución doctrinaria de 1876: José María Ruiz Manent; de un Balmes ultramontanista y precursor del “ralliement” de carlistas al alfonsinismo en la época canovista: Alejandro Pidal; de un Balmes precursor del pragmatismo que, so pretexto de anteponer la eficacia al efectismo y lo social a lo político, concluye en un conformismo colaboracionista de cualquier gobierno en el poder, séase totalitario, séase ultrademocrático: Alberto Martín Artajo; de un Balmes antecesor de la política de unificación entre falangistas y requetés, simbolizada por el Decreto del 19 de Abril de 1937: Ernesto La Orden Miracle; de un Balmes cuyo opinar se centra en delinear, a un siglo de distancia, la labor legislativa del nacional-sindicalismo: Fernando Valls y Taberner; de un Balmes paladín que escribe henchido de un profundo sentido de lo tradicional: Jaime Carrera Pujal; de un Balmes conciliador entre el tradicionalismo político y los factores revolucionarios: Juan Bautista Solervicens; de un Balmes realista del momento, que pretende ayuntar lo bueno de la Revolución con lo bueno del Sistema Antiguo: Pascual García Cabello… ¿A qué seguir? ¿No hemos visto, incluso, el peregrino caso de algún profesor español, que en 1934 escribía un libro para considerarle soldado en la empresa de la reconquista intelectual de España que quiso ser, bajo signos de monarquismo actuante, el grupo de Acción Española, decirnos once años más tarde, en 1945, que su pensamiento político se reduce a intentar anteceder al de José Antonio Primo de Rivera en el afán de descubrir por las mismas vías la que llama ahora la eterna metafísica de España? Me refiero al catedrático de la Universidad de Valencia, José Corts Grau».
Y desde entonces, te podría ampliar una docena de interpretaciones de las que he alcanzado noticia luego. Yo creo [que] era intérprete de los valores permanentes de la tradición política de su pueblo, de Cataluña, como ya razoné en 1949, o sea, carlista, cual sostienen Melchor Ferrer Dalmau y Luis Ortiz Estrada [5]; pero es posible que lo que yo opino sobre Balmes no coincida con lo que tú opinas; y mucho me temo que, al hablar de Balmes, quieras darnos, en lugar del Balmes que a mis ojos fue, pura Tradición de las España catalanas, el Balmes de José María Ruiz Manent o de Alejandro Pidal. Mientras no concretemos con claridad este punto, tengo que suprimirle de tu pomposa “línea áurea”, dados los camaradas que le das.
Saltando [a] Aparisi y Guijarro, puesto en ella para mayor engaño de los bobos, vayamos a Don Marcelino. También aquí es de lamentar tu desprecio hacia el carlismo; porque de otra suerte quizás hubieras recordado lo que, polemizando con Rafael Calvo Serer, escribí yo en 1954 en mi libro La monarquía tradicional:
«Para Menéndez y Pelayo, el Carlismo era el absolutismo dieciochesco, y, desconociéndole, le negaba ni más ni menos que negó el liberalismo decimonónico. Su alma, apasionadamente tradicionalista, no se percató de que aquel puñado de tradicionalistas políticos no tenía nada que ver con el absolutismo, ni cayó en la cuenta de que eran los lógicos propagandistas políticos de su tradicionalismo cultural… Por vivir entre los muertos, a fuerza de mirar perspectivas pasadas, se le escapó la perspectiva del horizonte contemporáneo y confundió los contornos de los hombres con los de las ideas en la barahúnda ininteligible de la desmochada monarquía de la Restauración canovista. Certero en el alumbramiento de nuestra tradición cultural, no tuvo tiempo de ahondar en nuestra tradición política, ni supo siquiera quiénes enarbolaban sus estandartes; ignorando por la vía del estudio la tradición política nuestra y alejado de los portaestandartes políticos de ella, la actitud de Don Marcelino fue profundísimamente eficaz en lo cultural, documentada cual ninguna y creadora de un universo de verdades sacado titánicamente de las garras del olvido; pero en lo político quedó en intuición, mera intuición. Rafael Calvo Serer propone como fórmulas máximas el Epílogo de los Heterodoxos y el Brindis del Retiro; pero cuando Don Marcelino los expresaba, apenas pasaba de los cinco lustros y andaba en los comienzos de su gigantesca carrera literaria. Si nunca se apartó de lo que en ambos documentos propugnara, tanto mejor, porque ello implica que, dando de lado a la especulación política y concentrado en el ámbito cultural, no sometió a revisión sus ideas juveniles, ya que con ellas tenía bastante para sus fugaces contactos con la vida diaria, metido en su tarea de desenterrador de verdades culturales… No cabe dudar que, si Don Marcelino hubiera vertido sobre la Historia del pensamiento político español aquellas sus capacidades incomparables, la respuesta habría sido harto dispar y sus posturas muy distintas. Por eso sería peligroso desvío suponer que el menendezpelayismo político consiste en deducir del Maestro una ideología en lugar de una orientación, sujetándose a las palabras lanzadas en campos dispares a la Historia del pensamiento político, en lugar de procurar llevar a cabo la empresa que el Maestro no tuvo ocasión de realizar: la Historia de la Tradición política española. Paréceme que no es lícito sacar de los escritos de Don Marcelino lo que él mismo no quiso poner en ellos, y que la más cabal testamentaria de su ingente hazaña redescubridora es seguir velas adelante por los inexplorados mares de nuestra Historia política. Hay que ver a España tal como fue, que eso quiso él, despabilarla de oscuridades y falsías, limpiarla de escorias y de interpretaciones torcidas; no empeñarse en reducir nuestra Tradición al modo en que él la vio, porque él no tuvo tiempo para desvelárnosla. Hay que admitir hoy sus intuiciones geniales, pero sin aferrarse a ellas, antes profundizando en el ayer con cautela de aceptarlas o corregirlas según los hombres o los hechos canten. Hay que ir directamente a los libros viejos, esquivando este planteamiento de las polémicas presentes, que nunca van más allá de Donoso o de la Institución, de Balmes o de Ortega. Hay que sondear en los siglos pretéritos para averiguar si hubo o no creaciones políticas hispanas, y si, habiéndolas, han dejado o no huellas fehacientes. El mejor menendezpelayismo político será, no el que se aferre a los libros del Maestro en cuanto historiador de la filosofía o de las letras, sino el que rehaga la Historia de la tradición política española empleando los mismos criterios que Don Marcelino empleó para rehacer la Historia de las ideas estéticas o los orígenes de la novela entre nosotros».
Hoy sigo creyendo lo mismo. Menéndez y Pelayo es bandera cultural, nunca criterio para el pensamiento político de las Españas. No lo estudió, y de ahí su lejanía del Carlismo militante. Presentarle, al margen del Carlismo y confundiendo cultura con pensamiento político, cual parte de la Tradición política de las Españas, me parece forzar los términos con un confusionismo que los carlistas no podemos admitir.
De Menéndez y Pelayo pasas a Maeztu, para ti «máxima figura del pensamiento tradicional español» (página 234) y «santo padre de la patria» (página 553). Bastante menos, querido Vicente: un talento genial de periodista que intuyó, sin conocerle tampoco, el pensamiento político de la Tradición de las Españas. Don Ramiro fue un vástago del 98, de aquella generación que buscó la realidad nuestra con ansias del corazón, pero sin lograrla por excesos de filosofía positivista y defecto de fe católica, dándonos el sustitutivo positivista de la idea de la Tradición con el casticismo unamunesco; la visión apasionadamente angustiada de las Españas en el Idearium ganivetano; el sentido geográfico de la vaciedad histórica con los relatos azorinescos; los versos de Machado o Maragall; la “raza”, en vez de la continuidad histórica, en Enric Prat de la Riba o en Sabino Arana Goiri;… De entre ellos, Ramiro de Maeztu, gracias a poderosos vigores de su talento, descubrió en Inglaterra la falsía del liberalismo, y quedó deslumbrado luego por la realidad palpitante de la Hispanidad; pero, si fue el único que logró superar aquellas limitaciones que atenazaron a los de su generación, la superó con intuición, no con razonamiento documentado. Y quedó prendido del constante error de querer casar lo incasable, desconociendo al Carlismo como España verdadera, para procurar superarlo con un programa tarado de los mismos yerros que combatía. Lo dice tu mismo libro, querido Vicente. Ahí van las citas que tú mismo aportas:
«En mi libro Maeztu –escribes a la página 261– creo haber expuesto su deseo de hermanar lo mejor de la España de sus abuelos liberales con lo mejor de la España de sus abuelos carlistas, a Peñaflorida con Loyola, a Azpeitia con Azcoitia».
Era –dices a la página 534– «el único que tuvo sentido verdaderamente europeo hasta convertirse en el principal apóstol de la europeización en su tiempo».
Quien –agregas en la 535– «propugnó, desde los años 20, un afán de concordia real y efectiva entre la europeidad moderna y la hispanidad tradicional, la única que lograría católicamente una nueva sensibilidad, a tono con el tiempo en que vivía, para España y su problema»
«En Maeztu –señalas en la página 536– se encuentra una actitud conciliadora entre dos mundos juzgados frecuentemente en España como antagónicos: concordia entre el catolicismo nacional y las minorías intelectuales».
Lo que corroboras con citas del mismo Don Ramiro, que copio de la página 535 de tu libro:
«”¿No ha de constituir el destino de la centuria nuestra –preguntaba Maeztu en su artículo Las Américas, aparecido en El Sol el 9 de Marzo de 1926– buscar la manera de fundir a Loyola con Peñaflorida, al ultramundano con la tierra, a la religión con la economía?”. Años antes, en 1922, en un artículo titulado La reconciliación, aparecido en el citado diario el 4 de Julio, había escrito Maeztu las siguientes líneas, antecedentes de su posición doctrinal más lograda: “La posibilidad de reconciliar el ideal mundano de mis abuelos liberales con el ideal ultramundano de mis abuelos carlistas, no se me ocurrió sino un día en que leí en Ireneo que el espíritu es la unidad del cuerpo y el alma”».
Exactamente, querido Vicente: la conciliación postulada por Pedro Laín Entralgo cuando decía en Septiembre de 1955, en el Prólogo a su España como problema, Madrid, Aguilar, I (1956), 20:
«Sé muy bien que en la España a que yo aspiro pueden y deben convivir amistosamente Cajal y Juan Belmonte, la herencia de San Ignacio y la estimación de Unamuno, el pensamiento de Santo Tomás y el de Ortega, la teología del padre Arintero y la poesía de Antonio Machado».
Porque nosotros, los carlistas, estamos en el Syllabus, sabemos que el liberalismo es pecado, que no caben concordias entre liberalismo y carlismo, como no es posible pacte la luz con las tinieblas.
Aquí huelgan los confusionismos. No puedes incensar a Maeztu cuando por lo mismo repudias a Laín. Nosotros, los carlistas, rechazamos ambos por idénticos motivos y no admitimos nos hables del “tradicionalista Maeztu” como haces en la página 543. Todo tu talento no es capaz de hacernos tragar la píldora de este sofisma, porque estamos, sin pactos ni componendas, en la Tradición de las Españas, de la cual tu cacareada “línea áurea” no es más que mentida imitación falsa y simiesca.
3.– Tal vez todo procede de tu empeño en salvar a la dinastía liberal de sus responsabilidades tremendas, tantas veces señaladas nada menos que por Francisco Franco Bahamonde, en textos tan conocidos que sería ocioso copiarlos ahora, y con olvido de que la dinastía carlista estuvo marcada por el sello con que Dios selló, al correr de los siglos, la causa de las gestas de las Españas verdaderas. Muchos creen, y me temo también quizás te cuentes en tal número, que la legitimidad es puro símbolo o estricto capricho de leguleyos. No voy a demorarme en demostrarte lo contrario alargando esta carta ya de por sí desmesurada. Pero sí te haré notar que la legitimidad carlista ha sido el instrumento manejado por la Providencia para dar personalidad a la Tradición de las Españas y para hacer posible nada más, pero tampoco nada menos, que el 18 de Julio. Tú mismo, con donosura, has debido reconocer en tu libro cómo fueron, los llamados Isabel II, Alfonso XII y Alfonso XIII, los magnos capitanes de la Revolución antiespañola que, con tanto tino, combates; los abanderados del liberalismo; los que ampararon la Institución Libre de Enseñanza, permitiéndola descristianizar a la patria en un permanente pacto con la Revolución que les permitió sentarse en un Trono al que carecían de derechos legales. Después de lo que confiesas en las páginas 59, 63, 65, 69, 129, 133, 134 y 394, me parece huelga vengas a sostener en la página 631 aquello de que el programa carlista es irrealizable. Sería solamente irrealizable si escarneciéramos a los muertos bajo las banderas españolísimas de la Causa Santa, humillando su memoria con el ludibrio de aceptar por Reyes a los hijos de sus verdugos. A tanto, querido Vicente, no podrán convencernos jamás tus hábiles malabarismos.
Tanto más que, si Maeztu y Laín coinciden, es en el vértice del llamado Alfonso XII. Maeztu intenta amalgamar Carlismo con liberalismo; igual que Laín, Ortega con Menéndez Pelayo: porque los dos están de acuerdo con el llamado Alfonso XII cuando proclamó, en el Manifiesto de Sandhurst, estandarte de la ilegitimidad coronada: «No dejaré de ser buen español: ni, como todos mis antepasados, buen católico; ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».
4.– Cuanto antecede proviene del capricho de dar de lado a los varones de las Españas clásicas, por mor de ese sarampión europeísta que anda corroyendo tantos buenos cerebros de hoy. La fortaleza del Carlismo, querido Vicente, reside en algo que veo con pena no aciertas a calibrar en sus perfiles totalmente: en que no es mera contienda dinástica, sino la continuidad de las Españas contra el absolutismo del siglo XVIII, contra el liberalismo del XIX, y contra los varios ismos extranjeros del XX. De ahí que en tu libro des esa descomunal preferencia a los autores de los últimos ciento cincuenta años, sin ir a buscar el agua de la gracia española en sus hontanares auténticos: los que manan de los siglos XIII al XVII [6]. Es el error de Don Marcelino en su Brindis del Buen Retiro el 20 de Mayo de 1881, tomando por Tradición política española unas reglas sacadas del teatro de Calderón. Es el error que fuerza a Rafael Calvo Serer a estar pendientes del último librito del último escritorzuelo de París o de Viena, olvidando los Saavedra Fajardo y los Gerónimo Osorio. Es el yerro de nuestros regionalistas de la Lliga o del Bizcaitarrismo sabiniano, que traducen al catalán o al vasco ideas extrañas, sin citar una sola vez los clásicos de Cataluña o de Euskalerría, vertiendo a nivel regional las propias ideas que Cánovas del Castillo ponía en la lengua de Castilla. Es la confusión de Maeztu, no profundizando la Tradición que intuía, y yendo a buscar en el guildismo anglosajón los hitos de su trayectoria ideológica.
Ya sé que tú crees que Europa es la Cristiandad medieval y que cuando te proclamas europeo en realidad pretendes proclamarte cristiano; cuando yo te objeto, me replicas tratarse de terminologías. Mas lo haces por tu lejanía de nuestros clásicos. Infiel a Don Marcelino aquí, yo le soy más leal porque vivo, como él, entre los muertos nuestros. Salta más allá del polemismo decimonónico, y usa el lenguaje que ellos emplearon. Desde Nápoles a Nueva Granada, desde Cerdeña a Cataluña, así hablaron los maestros de la Tradición política de las Españas. Tú quieres enmendarles la plana para estar a buenas con los polemistas de los últimos doscientos años. Allá tú. Entre unos y otros, permíteme que, una vez más, me quede con los clásicos, porque juzgo que seguirles y estudiarlos es la verdadera herencia política de tu Menéndez Pelayo, completando la tarea que él no tuvo tiempo de acabar.
Concluyo, que ya he abusado de tus amabilidades en demasía. Pero escucha estas palabras de un carlista que no sabe, ni quiere, ni puede ceder en la trinchera de las Españas. Son para evitar que un libro como el tuyo, tan lleno de cosas buenas, dé pie a un confusionismo lamentable. Y no me reproches la poca valía del movimiento cultural carlista, porque si valemos poco, si estamos desamparados de la prensa bullanguera, tenemos un arma infalible: Dios y los muertos de las Españas. Con la certeza esperanzada de que, más allá de las tumbas repartidas por toda la geografía del planeta, se alzará un día, nueva Hostia Santa, el sol hidalgo de la verdad en la justicia.
Mi único ruego es que en lo sucesivo no nos desprecies, para no volver a caer en el yerro de emparejarnos con un Calvo Serer o con un Pemán cualesquiera. Porque nosotros sí somos, y nosotros solamente, la Tradición de las Españas.
Un fortísimo abrazo de tu siempre buen amigo e invariable admirador.
FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA
[1] Nota mía. Tampoco conviene exagerar demasiado esa participación en Acción Española, que apenas quedaba reducida a las plumas de los legitimistas Agustín González de Amezúa, Conde de Rodezno, Víctor Pradera, Fabio y Marcial Solana. El principal y genuino órgano político-cultural de la Comunión Legitimista durante la II República fue la revista santanderina Tradición.
[2] Nota mía. Es conveniente recordar, cuantas veces haga falta, que la crítica de Elías de Tejada a los reinados de los Reyes legítimos españoles del siglo XVIII se encuadra, desgraciadamente, en las exageraciones e injustas apreciaciones originadas en la espuria historiografía liberal, y luego amplificadas y cacareadas por la oportunista e irresponsable historiografía neocatolicista (Vicente de la Fuente y Menéndez Pelayo) y su sucesora, la integrista (Ramón Nocedal), de las cuales bebe Elías de Tejada. Esta visión de los Reyes del siglo XVIII constituye, sin duda, la parte más débil de la obra del gran polígrafo extremeño, cuya relativa temprana muerte le impidió pulirla y corregirla adecuadamente y en su justa medida (hubiera bastado, para ello, con un ligero estudio de la riquísima bibliografía realista del reinado de Fernando VII, así como la bibliografía legitimista durante el período revolucionario cristino-isabelino: bibliografía, toda ella, que pone las cosas en su verdadero sitio).
[3] Nota mía. Con respecto al gratuito calificativo de “borbónico” usado aquí por Elías de Tejada, véase lo expuesto anteriormente en la Nota número 2.
[4] Nota mía. Jovellanos acabaría evolucionando en su revolucionarismo, pasando de la línea del despotismo ilustrado-reformista a la del liberalismo parlamentario (de corte británico), oponiéndose a la línea del liberalismo constitucionalista (de corte americano, importado por vía francesa). Esta oposición es la razón por la que algunos legitimistas españoles muy posteriores pudieron considerar equivocadamente a Jovellanos como un publicista genuinamente tradicional, cuando en realidad se le debería considerar como el verdadero fundador del doctrinarismo “español”, es decir, del liberalismo nacionalista-españolista de derechas, que amalgama nombres de elementos políticos tradicionales con nuevas realidades del “derecho” nuevo revolucionario, tratando de hacer pasar el espurio producto político resultante como supuestamente tradicional. El jovellanismo o simple reformismo “cortista” (que gozó de importantes teóricos como Martínez Marina, Juan Pérez Villamil, Antonio de Capmany, o incluso yo diría que también Francisco Javier Borrull, al que Elías de Tejada cita aquí como genuino realista tradicional) terminaría alcanzando su máximo triunfo con la creación del llamado “Estatuto Real” en 1834.
[5] Nota mía. Investigaciones y reflexiones posteriores realizadas con más profundidad por Elías de Tejada, le llevaron a rechazar a Balmes como genuino representante socio-político del legitimismo tradicional de las Españas, tal y como se refleja en la obra colectiva, editada por él, El otro Balmes, de 1974.
[6] Nota mía. Y también del siglo XVIII, en donde se escribió mucho y muy bien (resultan paradigmáticos los documentos de los calificadores de la siempre vigilante Santa Inquisición española) contra el marginal e incipiente (aunque tristemente poderoso e influyente) despotismo ilustrado que se iba accidentalmente deslizando, durante los reinados de Carlos III y Carlos IV, en algunas capas altas de la nobleza y de la Corte, y contra sus bases doctrinales socio-políticas racionalistas, aunque desgraciadamente no indagase en ello Elías de Tejada.
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