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Tema: Ley de Reforma Política: Debate entre Fernando Suárez y Blas Piñar

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    Ley de Reforma Política: Debate entre Fernando Suárez y Blas Piñar

    Fuente: Escrito para la Historia, Blas Piñar, FN Editorial, Madrid, 2000. Páginas 536 a 539. Y Boletín Oficial de las Cortes Españolas, Número 1.532, 21 de Octubre de 1976, páginas 37.104 y 37.105 (Proyecto Ley Reforma Política (21-10-1976).pdf).




    III

    TRATAMIENTO JURÍDICO-POLÍTICO DE LA REFORMA EN LAS CORTES


    El Proyecto de ley para la Reforma política fue aprobado por el Consejo de Ministros celebrado el 10 de septiembre de 1976 y publicado en el Boletín Oficial del Estado el 21 de octubre. El Boletín de las Cortes transcribía el proyecto de Ley, y el informe no vinculante del Consejo Nacional.

    He aquí su texto, con las notas correctivas, fruto de las enmiendas aceptadas:



    PRESIDENCIA DE LAS CORTES ESPAÑOLAS


    Por acuerdo del Consejo de Ministros ha sido enviado a esta Presidencia de las Cortes el proyecto de Ley para la Reforma Política, proyecto que ha sido calificado por el Gobierno como de urgente tramitación.

    Con el aludido proyecto se ha remitido también el informe del Consejo Nacional del Movimiento, emitido de acuerdo con lo dispuesto en el apartado b) del artículo 23 de la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967.

    En su consecuencia, se ordena el envío de ambos documentos a la Comisión de Leyes Fundamentales y Presidencia del Gobierno, así como su publicación en el BOLETÍN OFICIAL DE LAS CORTES ESPAÑOLAS con arreglo a lo preceptuado en el número 2 del artículo 63 del vigente Reglamento y el artículo 2.º de las normas reguladoras del procedimiento de urgencia de 21 de abril de 1976.

    Los Procuradores, cualquiera que sea la Comisión a que pertenezcan, podrán, en uso del derecho que les confiere el artículo 7.º del Reglamento de las Cortes y el artículo 3.º de las normas antes indicadas, presentar, por escrito dirigido a la Ponencia, las observaciones que estimen pertinentes sobre la conveniencia, oportunidad o líneas generales del proyecto, así como las enmiendas que consideren procedentes. El plazo para esta presentación terminará el domingo día 31 de octubre de 1976, a las doce de la noche.

    Palacio de las Cortes, 19 de octubre de 1976.– El Presidente, Torcuato Fernández-Miranda y Hevia.



    Artículo 1.º 1) La democracia en la organización política del Estado español se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo (1).

    2) La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes. El Rey sanciona y promulga las leyes (2).


    Art. 2.º 1) Las Cortes se componen del Congreso de Diputados y del Senado.

    2) Los Diputados del Congreso serán elegidos por sufragio universal, directo y secreto, de los españoles mayores de edad.

    3) Los Senadores serán elegidos en representación de las entidades territoriales. El Rey podrá designar para cada legislatura Senadores en número no superior a la quinta parte del de los elegidos.

    4) La duración del mandato de Diputados y Senadores será de cuatro años.

    5) El Congreso y el Senado establecerán su propio Reglamento y elegirán sus respectivos Presidentes.

    6) El Presidente de las Cortes y del Consejo del Reino será nombrado por el Rey.


    Art. 3.º 1) La iniciativa de reforma constitucional corresponderá:

    a) Al Gobierno.

    b) Al Congreso de Diputados.

    2) Cualquier reforma constitucional requerirá la aprobación por la mayoría absoluta de los Miembros del Congreso y del Senado. El Senado deliberará sobre el texto previamente aprobado por el Congreso, y si éste no fuera aceptado en sus términos, las discrepancias se someterán a una Comisión Mixta bajo la presidencia de quien ostentara la de las Cortes y de la que formarán parte los Presidentes del Congreso y del Senado, cuatro Diputados y cuatro Senadores, elegidos por las respectivas Cámaras. Si esta comisión no llegara a un acuerdo o los términos del mismo no merecieran la aprobación de una y otra Cámara, la decisión se adoptará por mayoría absoluta de los componentes de las Cortes en reunión conjunta de ambas Cámaras.

    3) El Rey, antes de sancionar una ley de reforma constitucional, podrá someter el proyecto a referéndum de la nación (3).


    Artículo cuarto. En la tramitación de los proyectos de Ley ordinaria se procederá conforme a lo previsto en el apartado 2 del artículo 3 de esta Ley, si bien, en caso de que la Comisión Mixta no llegara a un acuerdo o los términos del mismo no merecieran la aprobación de ambas Cámaras por mayoría simple de votos, el Gobierno podrá pedir al Congreso de Diputados que resuelva definitivamente por mayoría absoluta de sus Miembros.


    Artículo quinto. El Rey podrá someter directamente al pueblo una opción política de interés nacional, sea o no de carácter constitucional, para que decida mediante referéndum, cuyos resultados se impondrán a todos los órganos del Estado.

    Si el objeto de la consulta se refiriera a materia de competencia de las Cortes y éstas no tomaran la decisión correspondiente de acuerdo con el resultado del referéndum quedarán disueltas, procediéndose a la convocatoria de nuevas elecciones.


    DISPOSICIÓN TRANSITORIA

    Primera.– El Gobierno regulará las primeras elecciones a Cortes para constituir un Congreso de 350 diputados y elegir 204 senadores, a razón de cuatro por provincia, dos por Ceuta y dos por Melilla. Los senadores serán elegidos por sufragio universal directo y secreto de los españoles mayores de edad que residan en el respectivo territorio.

    Las elecciones al Congreso se inspirarán en criterios de representación proporcional (4). Las elecciones al Senado se inspirarán en criterios de escrutinio mayoritario.


    Segunda– Una vez constituidas las nuevas Cortes:

    1) Una Comisión compuesta por los Presidentes de las Cortes, del Congreso de Diputados y del Senado, por cuatro Diputados elegidos por el Congreso y por cuatro Senadores elegidos por el Senado, asumirá las funciones que el artículo 13 de la Ley de Cortes encomienda a la Comisión que en él se menciona.

    2) Cada Cámara constituirá una Comisión que asuma las demás funciones encomendadas a la Comisión prevista en el artículo 12 de la Ley de Cortes.

    3) Las Cortes elegirán de entre sus Miembros los Consejeros del Reino que deban cubrir las vacantes producidas por el cese de quienes lo son en virtud de su condición de Procuradores.


    Tercera.– Desde la constitución de las nuevas Cortes y hasta que cada Cámara establezca su propio reglamento se regirán por el de las actuales Cortes en lo que no esté en contradicción con la presente Ley, sin perjuicio de la facultad de acordar, de un modo inmediato, las modificaciones parciales que resulten necesarias o se estimen convenientes.


    DISPOSICIÓN FINAL

    La presente Ley tendrá rango de Ley Fundamental.




    Las correcciones últimas que ha introducido la ponencia son las siguientes:

    (1) Se añade el siguiente párrafo: “Los derechos fundamentales son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado”.

    (2) En vez de “La potestad de hacer las leyes”, se dice ahora: “La potestad de elaborar y aprobar las leyes”.

    (3) La palabra “podrá” se sustituye por “deberá”; o sea, que “El Rey (…) deberá someter (…)”.

    (4) Después de la palabra “proporcional”, la ponencia ha añadido el siguiente párrafo: “aplicándose dispositivos correctores para evitar la excesiva fragmentación de la Cámara”.

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    Re: Ley de Reforma Política: Debate entre Fernando Suárez y Blas Piñar

    Fuente: Escrito para la Historia, Blas Piñar, FN Editorial, Madrid, 2000. Páginas 539 a 542.




    El procedimiento de urgencia arbitrado por el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda –el que había vehiculizado el acceso de Suárez a la Presidencia del Gobierno– me permitió por vez primera subir a la tribuna de oradores de la Cámara y exponer una enmienda a la totalidad del proyecto de ley para la Reforma política, en franca oposición a los portavoces que la defendían en nombre del Ejecutivo: Gregorio López Bravo, Fernando Suárez y Miguel Primo de Rivera. Fue publicada en el Boletín Oficial de las Cortes, número 1532 de 21 de octubre de 1976.

    La Ponencia que estudió las enmiendas la formaban: Belén Landaburu, Lorenzo Olarte, Miguel Primo de Rivera, Fernando Suárez y Noel Zapico, siendo presidente de la Comisión de Leyes fundamentales Gregorio López Bravo.

    Recuerdo que el 15 de noviembre, y ya de noche, me llamó por teléfono José Antonio Girón de Velasco para rogarme que retirara la enmienda y me sumara a la Reforma. Me aseguró que era conveniente el voto a favor de la misma para no estar ausentes a la hora de estructurarla. Le contesté que esas maniobras, presuntamente hábiles, no las consideraba correctas, y que no se acoplaban a mi modo de ser y actuar. José Antonio Girón no pidió la palabra para hablar a favor del proyecto de ley, pero no votó a favor del mismo, sino en contra, tal y como lo había hecho en el Consejo Nacional del Movimiento.

    Mi enmienda [presentada a la Ponencia] decía así:


    Toda reforma de nuestro ordenamiento jurídico debe encaminarse a la perfección del Sistema edificado sobre (los Principios del Movimiento Nacional) y no a deteriorarlo, desmontarlo o sustituirlo por otro.

    El proyecto de Reforma no sólo está en contradicción evidente con los “ideales que dieron vida a la Cruzada”, y que tales Principios recogen, sino que viola los señalados con los números II, IV, V, VII, VIII, IX y X.

    Conforme al artículo 1º de la Ley citada, todos y cada uno de los Principios que en la misma se enumeran y proclaman “son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”.

    Por consiguiente: o se deroga la Ley de Principios, en cuyo caso se subvierte el orden constitucional y se cambia de Estado, o el proyecto de ley de Reforma Política es inviable.


    Conforme al artículo 2º de la Ley de Principios: “Todos los órganos y autoridades vendrán obligados a su más estricta observancia. El juramento que se exige para ser investido de cargos públicos habrá de referirse al texto de estos Principios Fundamentales”.

    Por consiguiente: no puede pedirse a las Cortes, como Cámara legislativa, ni a los procuradores en Cortes, que han prestado el juramento prescrito, que voten una ley que viola lo que se obligaron a cumplir con la “más estricta observancia”.


    Conforme al artículo 3º de la Ley de Principios: “Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino”.

    Por consiguiente: tratándose de un proyecto de ley de Reforma Política que vulnera y menoscaba los Principios enunciados, procede, en razón de su manifiesta nulidad, su devolución al Gobierno.


    Madrid, 28 de octubre de 1976.


    La enmienda debió producir impacto en las alturas, a juzgar por lo que decía El País, del 16 de noviembre: “Según medios allegados a la Ponencia, Fernando Suárez estaba estudiando con especial atención la enmienda de Blas Piñar, en cuya contestación estaba poniendo especial esmero. El máximo interés se centra en el duelo dialéctico entre el procurador ultraderechista Blas Piñar y el ponente reformista Fernando Suárez”.

    La contestación de la Ponencia [al escrito de enmienda a la totalidad presentado] fue la siguiente:


    En la enmienda del señor Piñar López se pide que el proyecto sea devuelto por estar en contradicción con la Ley de Principios del Movimiento Nacional, ya que:

    1) Tales Principios “son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”.

    2) Las Cortes están obligadas “a su más estricta observancia” y los procuradores vinculados por el juramento que se les ha exigido, y

    3) “Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier rango que vulneren o menoscaben los Principios”.

    A juicio de la Ponencia, el señor Piñar López da por supuesto que la actual Constitución española (conjunto de las Leyes Fundamentales hoy vigentes) es de las llamadas “pétreas”, que excluyen la posibilidad misma de toda modificación. No parece ésta la calificación jurídica más acertada. El artículo 10 de la Ley de Sucesión –también Ley Fundamental y, por tanto, también Ley cuya observancia ha sido jurada por los señores procuradores– prevé la posibilidad de modificación y reforma de nuestro sistema constitucional, si bien a través de un procedimiento que requiere un especial “quórum” de votación en las Cortes y el referéndum de la nación. Se encuadra así nuestra Constitución entre las que la doctrina constitucionalista denomina “rígidas” –frente a las “flexibles”, que pueden ser modificadas por procedimiento legislativo ordinario– y que, a través de procedimiento especial, son susceptibles de modificación.

    Esta posibilidad de modificación alcanza a la propia Ley de Principios del Movimiento Nacional. En primer lugar, porque la expresión “por su propia naturaleza” que se contiene en el artículo 1º de la citada Ley no puede referirse más a que a su “naturaleza constitucional”, que es la única calificación que puede atribuir válidamente el Ordenamiento positivo, pues sería absurdo pensar que la Ley (Fundamental u ordinaria) pueda pronunciarse sobre problemas de naturaleza ontológica (por ejemplo, sobre si Dios existe o no existe), o física (por ejemplo, sobre si el átomo se compone o no de electrones). Las calificaciones legales sólo son relevantes en el mundo del Derecho.

    En segundo lugar, la propia Ley de Principios del Movimiento Nacional afirma que estos Principios constituyen la “síntesis” de los que informan nuestras Leyes Fundamentales; luego, si la modificación de éstas está expresamente prevista, también el cambio puede afectar a aquélla, que es su síntesis y resumen y que, además, tiene según su propio artículo 3º el mismo rango fundamental (ni menos, pero tampoco más) que las restantes que enumera el artículo 10 de la Ley de Sucesión.

    Finalmente, conduce a la misma conclusión un elemental razonamiento ad absurdum: ¿quiere decirse que cualesquiera que sean los cambios o circunstancias del país y de la sociedad española ésta tendrá que ajustarse al “traje jurídico” que significan las leyes constitucionales promulgadas en un determinado momento, y así “por los siglos de los siglos”? Para la Ponencia, la contestación negativa es obvia; el único condicionamiento es que la Reforma se haga desde la legalidad constitucional vigente y, por tanto, de acuerdo con un procedimiento (que es precisamente el que se está aplicando al proyecto de ley que se estudia) que culmina con la consulta directa, por vía de referéndum, al pueblo español.
    Pious dio el Víctor.

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    Re: Ley de Reforma Política: Debate entre Fernando Suárez y Blas Piñar

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    Fuente: Cortes Españolas. Diario de las Sesiones del Pleno. X Legislatura. Núm. 29. Páginas 11 a 40.



    […]


    El señor PRESIDENTE
    : El Procurador don Blas Piñar López tiene la palabra para defender su enmienda a la totalidad.


    El señor PIÑAR LÓPEZ
    : Señor Presidente, señores Procuradores, subo a esta tribuna con una doble emoción: por primera vez hago uso de la palabra en un Pleno de las Cortes, y lo hago, además, en una sesión que es sin duda histórica, que será larga y que ha despertado una expectación lógica, porque de nuestro voto depende, sin duda, el futuro inmediato de nuestra Patria.

    Yo he presentado una enmienda a la totalidad del proyecto de Reforma Política pidiendo la devolución del mismo al Gobierno, con o sin mecanismos correctores, ya que, por importantes que sean, suponen la aceptación de la misma en sus coordenadas esenciales.

    Para justificar mi enmienda a la totalidad utilizo tres argumentos: uno eminentemente político, otro moral y otro jurídico. Voy a ceñirme a los tres, haciendo notar que la Ponencia, embebiendo quizá en su contestación los dos últimos, sólo da cumplida, pero insatisfactoria respuesta al primero.

    Mi enmienda arranca, en síntesis, de estas proposiciones: nuestro ordenamiento constitucional descansa en unos principios doctrinales. A partir de ellos puede modificarse o derogarse cualquiera de las leyes que integran ese ordenamiento constitucional. Es así que el proyecto de Reforma Política no perfecciona el ordenamiento constitucional vigente, sino que se halla en contradicción con los principios doctrinales básicos; luego procede su devolución al Gobierno.

    A esta proposición de partida se añade un argumento moral –valor del juramento prestado– y un argumento jurídico –el de contrafuero–.


    Primer argumento. El proyecto de Reforma Política se halla en contradicción con la Ley de Principios, toda vez que en el artículo 1.º de aquél se proclama que “la democracia en la organización política del Estado español se basa en la supremacía de la Ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”, añadiendo que la elección de diputados y senadores se hará “por sufragio universal, directo y secreto” (artículo 2.º, apartado 2, y Disposición transitoria primera).

    La ley, por tanto, y conforme al proyecto, no goza de fuerza coercitiva y vinculante porque se halle de acuerdo con el derecho natural y con la ley divina, sino porque es la expresión de la voluntad soberana del pueblo, decantada por mayoría de votos a través del sufragio universal.

    La concepción voluntarista de la ley, el sistema del sufragio universal como cauce de representación y la democracia inorgánica, no tienen nada en absoluto que ver con el ordenamiento constitucional que descansa en los Principios.

    Creo que fue José Antonio el que, hablando de la ley, dijo que la misma debería ser exponente de las “categorías permanentes de la razón”, y no tan sólo de las arbitrarias “decisiones de la voluntad”; y creo que fue José Antonio el que afirmó que el liberalismo es “el más ruinoso sistema de derroche de energía”.

    Balmes, el gran filósofo catalán del siglo pasado, contrapuso la democracia social, que recogen los Principios, y la democracia liberal, que contempla la Reforma. Aquélla concibe a la sociedad civil tal y como es, respetando y vitalizando sus estructuras básicas, sus cauces naturales de representación. La última, atomizando y dislocando la realidad social, sometiéndola al juego artificioso de los partidos, es (recojo sus palabras en cuanto manifiestan el pensamiento de la tradición española) “errónea en sus principios, perversa en sus intenciones, violenta e injusta en sus actos”. Por eso, “ha dejado siempre un reguero de sangre, y, lejos de proporcionar a los pueblos la verdadera libertad, sólo ha servido para quitarles la que tenían”.

    Y Franco, al que si se califica de hombre irrepetible, debe ser para respetar su obra y no para deshacerla (porque en ese caso lo de irrepetible, lejos de ser un elogio, sería un desprecio, sería tanto como aceptar su herencia para despilfarrarla en seguida), afirmó con claridad meridiana, refiriéndose a la democracia del sufragio universal y de la ley fruto de la voluntad mayoritaria, que dicho Sistema había traído el “ocaso de España” [13-VI-1958], añadiendo con palabras que quiero recordar aquí y ahora, cuando hemos de adoptar una resolución trascendente: “Cada día se acusa con mayor claridad en el mundo la ineficacia y el contrasentido de la democracia inorgánica formalista, que engendra una permanente guerra fría dentro del propio país; que divide y enfrenta a los ciudadanos de una misma comunidad; que inevitablemente alimenta los gérmenes que, más tarde o más temprano, desencadenan la lucha de clases; que escinde la unidad nacional al disgregar en facciones beligerantes una parte de la Nación contra la otra; que fatalmente provoca, con ritmo periódico, la colisión entre las organizaciones que se dicen cauces y mecanismos de representación pública; que, en lugar de constituir un sistema de frenos morales y auxiliares colaboradores del Gobierno, alimentan la posibilidad de socavar impunemente el principio de autoridad y el orden social” [31-XII-1959].

    ¿Acaso no preveía Franco con estas palabras las consecuencias ya visibles y alarmantes del abandono de los Principios durante el año transcurrido desde su muerte?

    El proyecto de Reforma se halla en conflicto con la filosofía política del Estado que surgió de la Cruzada. Si el proyecto prospera, por muchos y hábiles que sean los mecanismos correctores, lo que no podrá conseguirse, como no sea rechazándolo, es que el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, la unidad entre los hombres y las tierras, la subordinación al interés nacional de los intereses individuales y colectivos, la Monarquía tradicional, la representación orgánica, la justicia social, la función social del trabajo, la iniciativa privada, la concepción comunitaria –en intereses y propósitos– de la empresa, a que aluden los Principios que enumero en mi enmienda, sean respetados por las decisiones soberanas de una mayoría, cuya voluntad puede manipularse en el caldo de cultivo que es, para los grupos de presión, la democracia inorgánica.

    De la Patria, como fundación, y del Estado al servicio de la misma, pasaremos, si la Reforma se aprueba, a la comunidad política como fruto de un pacto social, y al Estado como espectador o como súbdito –aunque parezca paradoja– del partido más fuerte o de los partidos coaligados.

    Dice la Ponencia en su informe, al rechazar mi escrito, que doy “por supuesto que la Constitución española (conjunto de las Leyes Fundamentales) es de las llamadas “pétreas” que excluyen la posibilidad de toda modificación”.

    Tal afirmación “petrificante” carece de fundamento y la reputo gratuita, aunque no me molesta, pues Cristo, al petrificar a Simón lo hizo piedra angular de la Iglesia; y nadie pondrá en duda la fuerza vitalizante y salvadora de semejante piedra. (Rumores).

    Pero de petrificado, en el sentido en que usa el término la Ponencia, nada. El que os habla y la corriente de opinión que sin duda existe y que puedo interpretar ahora, no somos enemigos de la reforma de nuestro ordenamiento constitucional y jamás hemos dicho que tal ordenamiento sea inmodifica[ble]. Todo lo contrario. Por nuestra lealtad al juramento y a la obra de Franco, por nuestra inserción en la realidad española de nuestra época y por un entendimiento sin confusión de cuanto ese ordenamiento constitucional permite, no sólo admitimos, sino que deseamos y queremos las reformas; pero no precisamente esta Reforma, porque esta Reforma, tal y como la quiere el Gobierno y tal y como la defiende la Ponencia, no es de verdad una Reforma, es una Ruptura, aunque la ruptura quiera perfilarse sin violencia y desde la legalidad.

    Y es que, como teníamos no hace mucho ocasión de decir, la palabra “Reforma” es una palabra hueca, vacía, que puede llenarse con ideas muy diferentes y hasta contrarias. Y así: hay una Reforma para conformar y otra para deformar; hay una Reforma para rematar una Constitución y otra para cambiarla; hay una Reforma para depurar de incrustaciones y perfeccionar la obra realizada, y hay una Reforma que aspira a sustituir un Régimen por otro Régimen distinto; hay una Reforma para hacer coincidir la empresa con los planos ideales del comienzo y una Reforma para destruir lo edificado y, sobre el solar, si algo queda del mismo, construir un edificio diferente; hay una Reforma que pretende adaptar mejor las leyes fundamentales, el ordenamiento jurídico de rango inferior y hasta los hábitos sociales a los Principios que configuran el alma nacional, y hay una Reforma que lleva consigo el desconocimiento fáctico y la denegación subsiguiente de tales Principios; hay una Reforma corolario de la dinámica interna de una comunidad política fiel a sí misma, que aspira a la perfección, equivalente a lo que para la comunidad espiritual supone el “Ecclesia semper reformanda”, y una Reforma que implica un comportamiento negativo, una conversión al revés, una apostasía; hay, en suma, una Reforma, como la carmelitana de Teresa y Juan de la Cruz, o la franciscana de Pedro de Alcántara, que nacen del propósito de acabar con la relajación y de volver a la regla fundacional, y hay una Reforma, como la de Lutero o la de Calvino, que acabaron saliendo de la Iglesia para fundar otra Iglesia distinta.

    Nosotros admitimos la viabilidad y hasta la conveniencia de la Reforma en la línea de pensamiento que acabamos de exponer, pero aun así, lo que no llegamos a entender es que este tipo deseable de reformas, y menos aún lo que se nos propone y que rechazamos, se quiera tramitar con urgencia y con trámite acelerado.

    Reformas que afectan tan profundamente al ordenamiento constitucional, que tienen tanta repercusión y alcance, no deben hacerse con la rapidez y premura que se exige. Al contrario, requieren tiempo –como se insinuaba aquí por don Miguel Primo de Rivera– sosiego, reflexión, madurez de juicio, contrapeso, en la serenidad que tanto se nos predica, de los pros y los contras. Con este método precipitado e incongruente se da la impresión: o bien de que el sistema recibido estaba profundamente tarado, lo que no es verdad, pues ha funcionado a la perfección en el momento difícil de ponerse en marcha el juego [sucesorio], o bien de que presiones foráneas y fuerzas inconfesables obligan a que el cambio se produzca de esta forma, lo cual debe considerarse inadmisible.

    Entiende la Ponencia –y esto es lo grave, a mi juicio–, que el artículo 10 de la Ley de Sucesión, al prever la posibilidad de reforma de nuestro sistema constitucional a través de un especial “quórum” de votación en las Cortes y del referéndum de la nación, engloba en esa posibilidad modificativa a la Ley de Principios, y ello, según la Ponencia, por las siguientes razones:

    Primera, porque la misma, a tenor de su artículo 3.º, tiene el mismo rango fundamental que las otras leyes así calificadas (son, diríamos, leyes hermanas).

    Segunda, porque la permanencia e inalterabilidad que su artículo 1.º predica, lo es en tanto en cuanto los Principios que en ella se recogen son, por su propia naturaleza, síntesis y resumen de los que informan las otras Leyes Fundamentales; por lo que, pudiendo modificarse éstas, podrían modificarse aquéllos, y

    Tercera, porque constituye un razonamiento “ad absurdum” tener que llevar el mismo traje jurídico “por los siglos de los siglos”, a pesar de los cambios que se operen en la sociedad española.

    La argumentación esgrimida para el rechazo de la enmienda es inválida. Vayamos por partes.


    Primero: La Ley de Principios no es del mismo rango político que las Leyes Fundamentales, pues no se trata de leyes hermanas sujetas al mismo trato.

    La alusión que hace la Ponencia al artículo 10 de la Ley de Sucesión es incompleta. Efectivamente, dicho artículo, en su párrafo 2, dice que para derogar o modificar las Leyes Fundamentales será necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum nacional. Pero olvida la Ponencia que el párrafo 1 de dicho artículo enumera las Leyes Fundamentales que se pueden derogar o modificar por ese procedimiento extraordinario. Tal enumeración, exhaustiva, comprende: el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley de Sucesión y la del Referéndum Nacional y cualquier otra que en lo sucesivo se promulgue calificándola con tal rango.

    ¿Quién autoriza a la Ponencia a incluir la Ley de Principios en la enumeración del artículo 10 de la Ley de Sucesión?

    El que las Leyes Fundamentales se puedan modificar y derogar y no los Principios, responde a la distinta naturaleza de aquéllas y de éstos. Los Principios y la ley que los recoge, son, algo así, como lo subyacente a la Constitución, o lo que los juristas alemanes llaman “Constitución de la Constitución”; es decir, la filosofía política de un sistema determinado, la expresión viva de las valencias que definen e identifican a una comunidad concreta, y en este caso a España; la base de lo permanente, que decía José Antonio, y que no puede ponerse en peligro.

    Por eso, Franco, previendo la argumentación de la Ponencia (Risas) de que, desde el punto de vista legal, todas las Leyes Fundamentales tienen el mismo rango jurídico, aseguraba que la Ley de Principios “posee su propia singularidad”, y con ella “un valor relevante”. “Y esto es así” (añadía) “no porque los principios contenidos en dicha Ley se declaren por su propia naturaleza permanentes e inalterables, sino porque en ellos se perfila y descansa la estructura de nuestro sistema político” [28-XI-67].

    Por eso, más allá de la Constitución francesa o de la Constitución soviética –por poner algunos ejemplos–, subyace una filosofía política inderogable (como no sea por medio de una sustitución del Estado) de signo liberal o marxista.

    Un ilustre soldado decía no hace mucho saludando oficialmente al Rey de España: “En la vida de las naciones hay unos principios consustanciales con su manera de ser, incrustados en su alma, que cuando se olvidan o simplemente se vulneran, la vida de la Nación se desarrolla en un estado de inquietud e intranquilidad y al final surgen el caos, la destrucción y la miseria” [Mateo Prada, 09-VI-1976].

    Quizá por eso: a) el artículo 9.º de la propia Ley de Sucesión, distinguiendo el rango diferente de las normas en juego, establece que el Rey ha de “jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional”; b) el artículo 43 de la Ley Orgánica del Estado, con análogo carácter diferenciador, habla de que el juramento de fidelidad que han de prestar las autoridades y funcionarios públicos se refiere a “los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino”; y c) el artículo 2.º de la propia ley de 17 de mayo de 1958 preceptúa, no un juramento genérico a todas la Leyes Fundamentales, sino a la de estos Principios.

    El juramento, pues, se presta a una Ley –la de Principios–, que no puede modificarse por su propia naturaleza, porque es presupuesto de la Constitución, y a unas leyes que, por ser constitucionales, pueden modificarse y derogarse, según el procedimiento que la propia Constitución establece.

    Decir, como lo hace la Ponencia, que “la expresión ‘por su propia naturaleza’ no puede referirse más que a su naturaleza constitucional”, porque “las calificaciones legales sólo son relevantes en el mundo del Derecho”, es una interpretación muy respetable, pero forzada y retorcida, que no puedo compartir. Que la inscripción de un derecho en un Registro público sea constitutiva o declarativa podría ser una calificación legal sólo relevante en el campo del Derecho, pero que la ley diga, por ejemplo, que el matrimonio es indisoluble, es una calificación que no sólo escapa al mundo del Derecho, sino que el Derecho positivo recoge de la naturaleza misma de la institución matrimonial.


    Segundo: Dice la Ponencia que la modificación o derogación de los Principios cabe, además, porque, según la propia Ley (artículo 1.º), son “la síntesis de los que inspiran las Leyes Fundamentales”. Por tanto, si éstas pueden modificarse, de esta modificación [se] seguirá la de aquéllos.

    El argumento es muy pobre, porque entonces huelga que ese mismo artículo los declare “permanentes e inalterables”. Ello supone una “contradictio in terminis”, una falta absoluta de lógica, imperdonable en asuntos de tan vital importancia.

    Pero es que, además, las cosas no son así. Los Principios no son una síntesis extraída de las Leyes Fundamentales, obtenida por destilación meticulosa de éstas, de tal forma que si cambiamos los ingredientes de la infusión, el líquido resultante tendrá un color y un sabor distintos. No; las cosas, como digo, no son así, sino que son todo lo contrario, pues tales Principios coinciden, como señala el breve preámbulo de la Ley, con “los ideales que dieron vida a la Cruzada”; Cruzada e ideales que son los únicos que históricamente legitiman el Estado actual, la Monarquía y la Constitución.

    Los Principios son “síntesis”, es verdad, pero no como resultado, sino como savia, como fuente inspiradora y animadora de ese mismo Estado y de su ordenamiento jurídico. Los Principios, por serlo, son inmutables; es lo que permanece a pesar de los cambios. Más aún, partiendo de su fuerza genesíaca y creadora, los cambios han de producirse bebiendo de su manantial, acudiendo a las ideas que cobijan. De las Leyes Fundamentales no se obtienen los Principios, sino que tales Leyes son fruto y emanación de ellos.

    A partir de los Principios toda perfección es posible cara al futuro, como ahora se dice. Toda vulneración de ellos es un error incalculable y un regreso al pasado, porque, como dijo Franco, “no hemos configurado una doctrina para que esté sólo vigente en el momento en que vivimos, sino para que en el mañana siga proyectándose con ímpetu y vigor sobre las instituciones que hemos creado” [28-XI-1967].


    Tercero: De aquí que el último argumento de la Ponencia, en línea con su propósito “petrificante” del que os hablé, sea no sólo poco elegante, sino también poco afortunado. Afirmar, rechazando la enmienda, que según nuestra tesis habría que seguir “per secula seculorum”, con el mismo traje jurídico, “ya que nos oponemos a la Reforma”, es un absurdo todavía mayor que su propio razonamiento “ad absurdum”; porque una cosa es el traje, jurídico o no, y otra, como vulgarmente se dice, la percha; es decir, la persona, el ente político, la comunidad nacional que lo lleva; y la Reforma que se pretende, a mi juicio, no afecta al traje, que conviene cambiar según la estación, llevar al quitamanchas cuando se ensucia o reponer cuando quedó raído o fuera de moda, sino que afecta a los Principios, a lo permanente, al ser mismo de España, que se rescató a un precio excesivamente alto para que ahora, envueltos en la confusión y en la prisa, lo juguemos a cara o cruz en un procedimiento de urgencia.

    El pueblo, con una clara intuición, cuando habla del cambio de traje, de camisa o de chaqueta, cosa frecuente y llamativa ahora, no se refiere, claro es, a las mudanzas accidentales y perfectivas, sino a la “metanoia” interior, al cambio de ideología o táctica, al acomodo intrínseco a las situaciones en que ingresamos o que ya se vislumbran.


    Me quedan, señor Presidente y señores Procuradores, dos motivos breves para comentar de mi enmienda, a los que sólo de una forma implícita se me ha contestado. Uno, constituye, como decía de entrada, el argumento moral, y el otro, el argumento estrictamente jurídico.


    Argumento moral: Se trata del valor y alcance que cada uno dé a su juramento. Si cuando juramos, de conformidad con lo prevenido en la ley, entendimos, como yo al menos lo entendí y lo entiendo, que juraba unos Principios inamovibles y un orden constitucional sólo modificable en función de aquéllos, la respuesta al proyecto de Reforma Política debe ser un voto negativo; y negativo, claro es, será mi voto.

    Para los que con esta perspectiva nos enfrentamos con el tema, está claro que la modificación o derogación de los Principios permanentes e inalterables, sólo pueden realizarla aquéllos que no los juraron, aquéllos que, desde una posición distinta y adversaria, pero, a la postre, honesta y congruente, discrepan de ellos y tratan de suprimirlos. Pero los que hemos puesto a Dios como testigo de nuestra fidelidad, empeñando en ello nuestra palabra para conservarlos, no podemos quebrantar nuestro juramento sin gravar la conciencia y sin escándalo.


    Argumento jurídico: “Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier rango que vulneren o menoscaben los Principios” (dice el artículo 3.º de la Ley en que se proclaman).

    Esta nulidad se declara y hace efectiva a través del recurso de contrafuero; vicio grave en el que incurre, según el artículo 59 de la Ley Orgánica del Estado, “todo acto legislativo o disposición general que vulnere los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino”.

    Ahora bien, ¿cómo determinar si una ley de rango constitucional, una de las Leyes Fundamentales –ésta, por ejemplo, que se nos ofrece– es contrafuero, si no se mantiene la permanencia e inalterabilidad de la Ley de Principios, a la luz de los cuales será preciso examinar si tal Ley se inspira en ellos o los desconoce, deteriora o conculca?

    El artículo 65 de la Ley Orgánica del Estado preceptúa que: “El Jefe del Estado, antes de someter a referéndum un proyecto o proposición de ley elaborados por las Cortes, interesará del Consejo Nacional que manifieste, en el plazo de quince días, si, a su juicio, existe en la misma motivo para promover el contrafuero”. Pues bien, ¿qué esquema de normas habrá que traer a colación para formular ese juicio, como no sea la Ley que recoge los Principios, que son, por su propia naturaleza, permanentes e inalterables?

    Si esa ley, subyacente al orden constitucional, no se mantiene, el contrafuero de una ley que tenga ese rango sería inviable, y no puede suponerse, en materia como la que ahora nos ocupa, una disposición tan absolutamente ineficaz y vacua.

    La tesis final de la Ponencia de que lo importante es que “la reforma se haga desde la legalidad constitucional vigente”, se vuelve, claro es, contra su propósito, ya que, como estimo haber demostrado, la Reforma Política que el Gobierno nos propone no se hace desde esa legalidad, sino en abierta contradicción con ella. No se nos invita a una ruptura desde la legalidad, bautizándola de Reforma, sino a una ruptura de la propia legalidad.

    Y en este caso, lo importante es el fin que se pretende –la sustitución del Estado nacional por el Estado liberal, y la liquidación de la obra de Franco–, aunque los medios para lograrlo sean distintos. Si un cambio en la identidad personal se acaba produciendo, a la postre es lo mismo que se consiga por medio de un tratamiento de hormonas o por medio de ablación y trasplante, a través de un internista o de un cirujano.

    Yo ruego al Presidente de las Cortes que no tome a mal lo que le voy a decir, que no se enfade, que no agite la campanilla y que no me aplique el aparato ortopédico (Risas). Pero la verdad es que el Presidente, a quien quiero y estimo [desde] hace muchos años, ha tomado postura en torno al tema que ahora nos reúne. Ha dicho, o así por lo menos lo recoge la prensa (“Ya”, del 13 de noviembre de 1976), que “es evidente que el cambio que se va a producir es radical”, y que este cambio le “parece extraordinariamente positivo”. El presidente ha hablado de “crear un supuesto político radicalmente distinto”, y ha resuelto que la consideración de este cambio sustancial como ruptura “es, con todos los respetos, terquedad”.

    Yo, señor Presidente, soy uno de los aquejados de terquedad. Por ello, con todos los respetos también para la Presidencia, para mí mismo y para esta Cámara, me atrevo a pedirle que, después de su toma anticipada de postura, añadida a la elaboración de un trámite de urgencia sin el concurso del Pleno, baje a su escaño para litigar sobre la legalidad o ilegalidad de la Reforma y hasta la conveniencia o inconveniencia de los mecanismos correctores del proyecto, pasando la dirección de los debates a uno de los Vicepresidentes de las Cortes. (Aplausos).

    Entre las últimas palabras, y termino, que Franco dirigió a su pueblo congregado en la Plaza de Oriente –que para mí no es sino la Plaza del Caudillo– el 1 de octubre de 1975, recordamos éstas: “El pueblo español no es un pueblo muerto”. Pues bien, yo estoy seguro de que estas Cortes, que fueron elegidas viviendo Franco y que están nutridas por hombres del pueblo que veneran su pensamiento y su obra, responderán ante el proyecto de ley que se nos propone con lealtad al único imperativo exigible: el de su propia conciencia, debidamente ilustrada. Si el enmendante que se retira de la tribuna ha contribuido a ilustrarla y esclarecerla, se da, desde luego, por satisfecho. Muchas gracias. (Aplausos).



    […]



    El señor PRESIDENTE
    : En cuanto a la cortés petición que me ha hecho el señor Procurador últimamente en el uso de la palabra, de que se aplique el artículo 88, número 2, y que cuando se termine el debate sobre las enmiendas a la totalidad se voten éstas, siento decirle que es el propio artículo citado el que me lo impide. (Rumores). Y me lo impide porque dice que, terminados los dictámenes, si hubiera enmiendas o votos particulares, se votará primero el dictamen. Pero el dictamen no está terminado hasta que todas las enmiendas o votos particulares estén naturalmente deliberados. Según los supuestos, veremos; pero inmediatamente después no, porque el artículo 88, 2, en función del 86, me lo impide, señor Procurador.

    Por la Ponencia tiene la palabra don Fernando Suárez para contestar a las enmiendas a la totalidad.



    El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia)
    : Señor Presidente, señores Procuradores, al ocupar esta tribuna por vez primera en mi vida parlamentaria, deseo ante todo cumplir el uso tradicional de saludar con toda cordialidad y respeto a VV. SS., para añadir inmediatamente que lamento tener que consumir un turno en defensa de este dictamen, que ha sido tan elocuentemente presentado por don Miguel Primo de Rivera, e impugnado tan firme y brillantemente por don Blas Piñar y tan firme y malhumoradamente por el señor Fernández de la Vega. (Rumores).

    Es verdad, pueden creer VV. SS. que durante los últimos días he abrigado la esperanza de que este debate de totalidad no llegara a plantearse. Imaginaba yo que los señores enmendantes, a la vista de que la inmensa mayoría de la Cámara aceptaba la conveniencia de una reforma –convicción a la que llegó la Ponencia tan pronto examinó todas las enmiendas presentadas– y a la vista de las argumentaciones expuestas en nuestro dictamen, revisarían acaso sus puntos de vista, como lo ha hecho el señor Escudero Rueda, que, sin renunciar, en absoluto, a sus respetables pretensiones, comprende que no puede condicionar a ellas el objetivo entero de la reforma.

    La Ponencia agradece mucho al señor Procurador su actitud, y hasta se permite añadir, con su venia, que durante sus deliberaciones había ya maliciosamente supuesto que este proyecto de ley no iba a embarrancar precisamente por la oposición del señor Escudero Rueda.

    Permítanme, pues, VV. SS. que, reiterando cuanto se ha consignado en el dictamen, exponga las razones por virtud de las cuales la Ponencia discrepa de las posiciones mantenidas por los señores Piñar López y Fernández de la Vega.

    Vaya por delante la afirmación de que el proyecto de ley para la Reforma Política no concuerda, efectivamente, con algunos preceptos de nuestro actual ordenamiento constitucional, y tan no concuerda que lo que pretende es justamente modificarlos para el futuro. Consiguientemente, el primer problema que nos plantean los señores Procuradores enmendantes es un problema jurídico constitucional. ¿Se pueden o no se pueden modificar las Leyes Fundamentales españolas? Si se pueden modificar no es lícito hablar de violación de las mismas, salvo que por violación se entienda cualquier modificación de leyes anteriores, o bien que la violación consista en la inobservancia de los procedimientos previstos para tal innovación.

    Que el primer supuesto está fuera de la lógica, no requiere la menor demostración. Y que el procedimiento previsto para la modificación de nuestras Leyes Fundamentales está siendo exquisitamente observado es algo de lo que VV. SS. y España entera son testigos presenciales.

    Desde que Bryce, al comparar la Constitución americana con la inglesa, acuñó la distinción entre Constituciones rígidas y flexibles, según su reforma exija o no órganos y procedimientos distintos del procedimiento legislativo ordinario, tal distinción figura recogida en todos los manuales de Derecho constitucional. Y es bien sabido que nuestra Constitución debe ser incluida entre las rígidas, porque, si bien puede modificarse, e incluso derogarse, exige para ello, además del acuerdo de las Cortes –mediante el voto favorable de los dos tercios de los Procuradores presentes, que habrá de equivaler, por lo menos, a la mayoría absoluta del total de Procuradores–, el indispensable referéndum de la Nación. Y en tal procedimiento nos estamos moviendo con escrupulosa exactitud.

    Me apresuro a añadir que la posición mantenida por los señores Procuradores enmendantes no contradice cuanto acabo de afirmar. Los señores Piñar López y Fernández de la Vega, que se han remitido a argumentos jurídico-constitucionales, no han discutido la modificabilidad de las Leyes Fundamentales ni la irreprochabilidad del procedimiento que se está siguiendo para ello. Su tesis se basa, como es bien notorio, en la distinción –que ellos defienden como trascendental– entre la Ley de Principios del Movimiento Nacional y las demás Leyes Fundamentales del Reino, de modo que, aceptando que éstas puedan ser alteradas, consideran que tales alteraciones tienen un límite insalvable, determinado por los Principios. De donde resultaría que no sólo no pueden modificarse los Principios, declarados permanentes e inalterables, sino que tampoco cabe la modificación de los preceptos de las restantes Leyes Fundamentales que tengan su respaldo en los propios Principios.

    La Ponencia no ignora que una tesis semejante ha sido defendida antes de ahora por muy ilustres comentaristas de nuestra Constitución, según los cuales las disposiciones intangibles son frecuentes en el Derecho constitucional comparado, implicando límites explícitos a la revisión constitucional. Pero la Ponencia sabe también –y está convencida de que no lo ignoran los señores Procuradores enmendantes– que ni esa interpretación ha sido nunca compartida por la totalidad de la doctrina española, ni faltan las críticas en otros países a los preceptos que pudiéramos considerar semejantes de las Constituciones extranjeras. Y hasta tal punto es esto así, que incluso el más caracterizado de los constitucionalistas españoles cuyo testimonio pueden aducir los señores enmendantes, no deja de reconocer que “cuando se promulgó la Ley de Principios del Movimiento, suscitó cierta extrañeza, y aún escándalo, esta cláusula de irreformabilidad”.

    No voy a recordar a los señores Procuradores conceptos que tienen perfectamente claros, especialmente en estos días en que todos, más o menos, manejamos los textos usuales de Derecho constitucional. Quiero únicamente decir que, efectivamente, la idea de permanencia aparece tan vinculada a la idea de Constitución que se piensa que una de las mejores formas de asegurar la permanencia es llegando a la inmutabilidad. Y, efectivamente, hay precedentes numerosos de la pretensión de detener el curso histórico en un arquetipo determinado. Como recuerda García Pelayo, “en épocas especialmente dominadas por el “pathos” del orden, se hicieron pactos constitucionales “in perpetuum duraturis”, a la vez que el “iusnaturalismo racionalista del siglo XVIII… hubo de afirmar también la inmutabilidad de las normas constitucionales”.

    Pero no es menos cierto que no es ésta la doctrina hoy predominante. Desde Jefferson, para quien ninguna sociedad puede hacer Constitución o Ley alguna perpetuas (porque la tierra pertenece siempre a la generación viviente), hasta Pergolesi, para quien resultaría antihistórico pretender cristalizar en fórmulas jurídicas la vida política en continua evolución; desde Burke, para quien una Constitución sin posibilidades de transformarse es una Constitución sin posibilidades de existencia, hasta Biscaretti di Ruffia, para quien resulta inadmisible que un órgano con poder normativo niegue a sus sucesores, dotados del mismo poder normativo, el poder de modificar sus prescripciones, lo normal es que se piense en encontrar un sistema que proteja por igual contra la extrema facilidad y contra la exagerada dificultad de modificación.

    Sirva de síntesis el testimonio de Pérez Serrano que, como bien saben VV. SS., criticó la propensión española a no consignar en las Constituciones un procedimiento específico para su reforma, pretendiendo así que no hubiera modificación posible. “En vez de Constitución rígida, que permite variación, aunque la dificulta” (escribe Pérez Serrano), “habría una Constitución pétrea” (la frase no es de la Ponencia, es de Pérez Serrano), “de granito, irreformable para siempre. Y, sin embargo, como no se concibe una Ley, ni siquiera la Constitución, que vincule a perpetuidad, el resultado era todo lo contrario de lo pretendido”… “Un exceso de habilidad política puede convertirse en una gran torpeza”.

    Ha sido ciertamente brillante la interpretación que acaba de hacer don Blas Piñar de la palabra “pétrea”, evocando a San Pedro, sobre cuya piedra se funda la Iglesia. Pero estamos hablando de tejas abajo; no estamos fundando la Iglesia o manteniendo el “non prevalebunt” de la Iglesia fundada por Pedro.

    Lo normal es, pues, de tejas abajo, que el cambio histórico penetre en la Constitución tan sólo por el procedimiento especial de revisión previsto por ella misma. Y en eso precisamente estamos.

    Aun a riesgo de cansar a los señores Procuradores, tengo necesariamente que entrar en la pormenorizada demostración de que la Ley de Principios del Movimiento Nacional tiene, en nuestro ordenamiento, el mismo rango que las demás Leyes Fundamentales y puede, consiguientemente, ser modificada –e incluso derogada– por el mismo procedimiento que se establece para las demás.

    En primer lugar, es la misma Ley de Principios del Movimiento la que se autocalifica como Fundamental. En el artículo 10 de la Ley de Sucesión está expresamente admitido que Leyes Fundamentales (me tiene que perdonar el señor Piñar, pero no entiendo por qué él cortó la frase en un determinado punto) son no sólo las que en aquel momento declara como tales, sino también “cualquiera otra que en lo sucesivo se promulgue confiriéndola tal rango”, y eso no lo ha dicho aquí don Blas Piñar. Si esas Leyes Fundamentales pueden ser derogadas o modificadas, es evidente que al calificar la Ley de Principios como Ley Fundamental se la está definiendo como ley modificable.

    Piénsese, en segundo término, que la pretensión de que la Ley de Principios del Movimiento sea de rango superior a las restantes (es decir, tenga una jerarquía tal que se imponga incluso a las demás Leyes Fundamentales) no está consignada en precepto alguno de nuestro ordenamiento, siendo, por el contrario, reiteradísima la asimilación a ellas. Basta leer los artículos 6.º, 19, 23 y 59 de la Ley Orgánica del Estado, para comprobar que en todos ellos se alude a los Principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del Reino, sin que entre ellas se establezca ninguna suerte de jerarquización, como no sea la simple mención especial de la que está considerada como síntesis. Una prueba de la imposibilidad de establecer una distinción entre la Ley de Principios y el resto de las Leyes Fundamentales y de que, por el contrario, todas ellas constituyen un bloque legal del mismo rango, la constituye el Decreto de 20 de abril de 1967, que, con las históricas firmas de Francisco Franco y de Luis Carrero Blanco, aprueba los Textos Refundidos de las Leyes Fundamentales del Reino. Entre ellas se incluye, en primer lugar, la Ley de Principios del Movimiento Nacional, sin que la parte dispositiva de la norma que aprueba la refundición establezca de manera alguna un distingo entre esa Ley y las demás.

    Pero es que, en tercer lugar, para consagrar debidamente el rango de super-Ley Fundamental a favor de la Ley de Principios, hubiera sido preciso configurar el recurso de contrafuero, no sólo frente a los actos legislativos o disposiciones generales del Gobierno que vulneren los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino, sino, incluso, contra cualquier hipotética Ley Fundamental futura, que no resultara concordante con dichos Principios. Y eso no cabe de ninguna manera en nuestro ordenamiento, porque nuestro ordenamiento no es absurdo, y si admite que las Leyes Fundamentales se modifiquen, no puede a continuación convertir en contrafueros las modificaciones de los Fueros.

    Por eso precisamente, el artículo 65 de la Ley Orgánica –que exige al Consejo Nacional manifestar si aprecia motivo de contrafuero en los proyectos o proposiciones de ley elaborados por las Cortes, antes de que el Jefe del Estado los someta a referéndum– sólo puede tener aplicación en los supuestos de Leyes no Fundamentales, puesto que cualquier innovación importante de las Fundamentales, aun siendo perfectamente legítima, vulneraría de algún modo las anteriores y constituiría siempre materia de contrafuero. De donde es perfectamente lícito concluir que por modificar mediante Ley Fundamental cualquiera de las Leyes Fundamentales anteriores –incluida la de Principios del Movimiento Nacional– no hay posibilidad de que se ejerza el recurso de contrafuero.

    Por todo este cúmulo de razones, los defensores de la intangibilidad de los Principios tienen que pasar a sostener que lo inmodificable no es, en rigor, la Ley, sino los Principios que la Ley contiene. Pero no dejará de admitirse que si la Ley puede modificarse, la declaración de permanencia e inalterabilidad que en ella se consigna puede, naturalmente, ser el objeto de esa modificación. Salvo que se acepte, claro es, que los Principios del Movimiento son permanentes e inalterables, no tanto porque una Ley Fundamental lo haya declarado así, sino por su propia naturaleza.

    Pues bien, me atrevo a asegurar que no hay metafísico en el mundo decidido a sostener que una ley humana pueda ser inalterable por su propia naturaleza.

    Las leyes sirven para regular la convivencia entre los hombres. Y es justamente la propia naturaleza del hombre la que exige inexcusablemente la libertad y, consiguientemente, el no sometimiento a leyes positivas inmutables. Porque el hombre, además de naturaleza, es historia.

    Como ha escrito con su acostumbrada lucidez el Profesor González Álvarez, compañero nuestro en esta Cámara, “sólo el hombre es sujeto de historia; Dios no la tiene, porque sus actos se miden por la eternidad; el animal, tampoco, porque sus actos no proceden de un principio radical de naturaleza libre. La acción del animal puede explicarse fácilmente conociendo la modalidad operativa propia de la especie. La acción del hombre, en cambio, es de suyo imprevisible. La vida de un animal es la ejecución de una melodía compuesta para la especie por la naturaleza o, para ser más exactos, por el Creador de la naturaleza. Para un hombre, empero, la vida es un drama que tiene que componer al ejecutarlo. El hombre es compositor y actor del drama de su propia vida”.

    No; no me parece posible que se haya intentado negar la naturaleza de los hombres, sometiéndoles a una ley inalterable por naturaleza.

    Pero es que hay más señores Procuradores. Es que, como la Ponencia ha dejado consignado en su dictamen, “las calificaciones legales sólo son relevantes en el mundo del Derecho”, y es inútil que nos pronunciemos sobre problemas de naturaleza ontológica o física. Lo que de verdad es permanente e inalterable por su propia naturaleza, no depende, precisamente por ello, de nuestros pronunciamientos. Por mucho que declaráramos en una Ley que quedaban suprimidos los montes Pirineos, la realidad nos demostraría al salir de aquí que nuestras decisiones no bastaban para alterar la naturaleza de las cosas. Pueden, pues, estar tranquilos los señores Procuradores enmendantes. Porque, una de dos: o de verdad los Principios son inmutables por su naturaleza, en cuyo caso ninguna nueva ley va a conseguir que se alteren, o si efectivamente el pueblo español decide introducir modificaciones en alguno de ellos y lo consigue con su sola declaración de voluntad, deberán desaparecer los escrúpulos de los enmendantes, porque quedará paladinamente demostrado que su permanencia e inalterabilidad no procedía de su naturaleza.

    Evidentemente, la inalterabilidad y permanencia tienen, en este caso, que tener otro significado. La Ponencia lo ha dicho en su dictamen: si la propia Ley de Principios afirma que son una síntesis de los que inspiran las Leyes Fundamentales refrendadas por la Nación, es claro que esa síntesis, por su propia naturaleza, no puede ser alterada sin que la Nación refrende previamente la modificación de las Leyes que los Principios sintetizan.

    El señor Piñar López (cuya brillantez vuelvo a ponderar, porque, ciertamente, ha estado brillante) nos ha explicado que la Ley de Principios entiende el Movimiento como comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada. Es absolutamente cierto. Pero no es menos cierto que el artículo 4.º de la Ley Orgánica del Estado asegura que el orden político está abierto a la totalidad de los españoles. Sería, pues, preciso demostrar que entre los ideales que dieron vida a la Cruzada figuraba como dogma el de la representación orgánica, y demostrar a continuación que, colocado ese dogma como premisa de cualquier participación, el orden político puede estar abierto a todos los españoles. Creo que es demasiado trascendental el espíritu de la Cruzada como para que haya de incluirse necesariamente en él la defensa de la representación familiar, municipal y sindical. Y, en todo caso, creo firmemente que si cuando la Patria convoca a todos los ciudadanos a servirla bajo las armas, por ejemplo, lo hace con independencia de que sean o no partidarios de la democracia orgánica, cuando el Rey quiere ser –como tiene que ser– defensor de las libertades de todos los españoles, mal puede condicionar esas libertades a que acepten previamente un determinado sistema, cuando menos discutible, de representación pública, que es el único principio que se modifica. Aquí se ha hablado del ser mismo de España; aquí se han traído a colación, realmente, verdades absolutamente impactantes para los señores Procuradores; aquí se ha hablado de que se levanta el hacha del revanchismo ideológico. No, señores Procuradores. De los Principios del Movimiento (extraído por razón de la necesidad de los tiempos), uno solo de ellos (que afecta a los modos de representación pública, quizá, incluso, para salvaguardar mejor otros mucho más importantes de esos mismos Principios, como la unidad de los españoles, la concordia, la convivencia pacífica, etcétera) sufre modificación como consecuencia de esta ley.

    Me perdonarán VV. SS. si me permito declarar –casi como en una confidencia– que en las últimas semanas he sentido más que nunca la ausencia dolorosa de dos compañeros y amigos admirables, como lo fueron para mí y pienso que para muchos de nosotros, Adolfo Muñoz Alonso y Fernando Herrero Tejedor. Como en tantas otras ocasiones, también en ésta hubiera acudido a ellos en demanda de consejo. Pues bien, sin pretender mover vuestro ánimo con esta conmovida evocación, tengo que recordar que a Muñoz Alonso se deben estas palabras, pronunciadas en mayo de 1974, muy poco tiempo antes de su fallecimiento: “Los Principios del Movimiento, mientras no se sometan a refrendo nacional con resultado negativo, es claro que son permanentes e inalterables. Por eso, cualquier ironía de teóricos del Derecho político o de liturgistas políticos del Derecho divino, es fruncimiento ridículo, ya que la inalterabilidad que se declara es la propia de la política, sin que se politice el contenido trascendente de algunas de las verdades que se expresan, ni se canonice el valor transeúnte de otros enunciados. Sencillamente, no se dejan al arbitrio de la Monarquía y de su Gobierno, sino a la voluntad del pueblo, de acuerdo previo con las Cortes”.

    No deseo disfrazar mínimamente la enteriza figura del profesor Muñoz Alonso, y debo, por lo tanto, añadir que él veía grandes riesgos en provocar un refrendo nacional a corto plazo. Pero no estamos hablando de la oportunidad, sino de la posibilidad, y puedo y quiero dejar consignado que en ningún caso hubiera considerado violación la reforma de los Principios por el procedimiento que se está siguiendo.

    Y el inolvidable Herrero Tejedor, que, por el contrario, sostuvo en su momento que el valor de los Principios era superior en rango al de las Leyes Fundamentales restantes, añadía, sin embargo, que “su valor no reside en el hecho de que estén reconocidos por una Ley de rango especial, sino porque provienen en su propia realidad y existencia de la conciencia y voluntad de un pueblo que los afirmó en circunstancias trascendentales para su existencia”.

    Tal es, para mí, la clave del problema que estamos debatiendo. Fue el propio poder constituyente del Jefe del Estado el que contrajo con su pueblo el compromiso de no alterar lo que el propio pueblo había refrendado en las Leyes que los Principios sintetizan.

    Jamás trató Franco de imponer algo que no creyera ampliamente compartido y respecto de lo cual no intuyera que iba a provocar el consenso mayoritario de los españoles. Ahí está para demostrarlo el preámbulo de la Ley de Referéndum Nacional, instituido para garantizar que en los asuntos de mayor trascendencia la voluntad de la Nación no pueda ser suplantada por el juicio subjetivo de sus mandatarios. Ahí está el artículo 65 de la Ley Orgánica del Estado, en el que la voluntad de la Nación se erige en instancia máxima de la soberanía, al afirmar que la aprobación de una Ley mediante referéndum impide toda posibilidad de contrafuero. Y ahí están sus propias palabras cuando se dirigió a su pueblo –pronto hará diez años– para pedirle que ratificara la Ley Orgánica: “Me bastaba –dijo– el derecho del que salva a una sociedad y la potestad que me conceden las Leyes para la promulgación de la Ley que tantos beneficios ha de proporcionar a la Nación; pero, en bien del futuro, creo necesario que os responsabilicéis con su refrendo, recogiendo y reteniendo en vuestras manos la seguridad de vuestro futuro, y que para modificarla o alterarla en el porvenir haya que acudir nuevamente a vuestro refrendo. Yo no puedo ir más allá de lo que Dios me conceda de vida útil; las leyes, sin embargo, contemplan y aseguran el más allá, entregando a los españoles la garantía de su porvenir”.

    Franco sabía, señores Procuradores, que lo único inmutable es la Verdad, con mayúscula, y no pudo pensar en dejar una Ley “clavada en los altos cielos de lo eterno”, para que desde su propia rigidez presidiera la conducta moral y política de los españoles hasta la consumación de los siglos.

    Por lo demás, el señor Piñar López está en su derecho de mantener su peculiar entendimiento de los juramentos y las fidelidades. La nuestra es plena y absoluta, como lo ha sido siempre, a las Leyes Fundamentales, e incluye, naturalmente, el respeto al procedimiento para su modificación. Justamente porque somos fieles al último mensaje del Caudillo tenemos que prestar al Rey de España idéntico apoyo y colaboración y no podemos ser obstáculo para que el Rey consulte a todo su pueblo el modo mejor y más seguro de perseverar en la unidad y en la paz. Piense V. S. como quiera, pero no trate de demostrarnos que para ser leales a Franco haya que impedir en estos momentos que sea el pueblo de España, en el que Franco tanto confió, el que decida su propio destino.

    Pienso que he entretenido demasiado la atención de VV. SS. extendiéndome en consideraciones jurídico-constitucionales acerca de la pretendida inalterabilidad de los Principios del Movimiento. Acaso hubiera bastado decir con toda brevedad que la defensa de la integridad de los Principios del Movimiento no corresponde tanto a los señores Piñar López y Fernández de la Vega, cuanto al Consejo Nacional. Y el Consejo Nacional, consciente, justamente, de que no puede haber contrafuero en una modificación de ley constitucional por otra del mismo rango y a través del procedimiento previsto, se ha abstenido –como era de esperar– de hacer consideraciones de esta naturaleza, porque siendo la representación colegiada del Movimiento, y siendo el Movimiento la comunión de los españoles en los Principios, es a los españoles –y sólo a los españoles– a quienes corresponde la decisión en cualquier modificación de tales Principios.

    Pero tengo todavía que abusar de vuestra atención para hacer también algunas consideraciones políticas, puesto que fundamentalmente político es el tema de fondo que nos congrega.

    Instaurada la Monarquía en la persona de S. M. el Rey Don Juan Carlos I, se abre una nueva etapa de la Historia de España. Y, como no podía ser de otra manera, el primer mensaje de la Corona muestra su afán de integrar a todos los españoles, y a todos convoca para el servicio de España: “Que todos entiendan con generosidad y altura de miras –dice– que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional”. “Que nadie espere una ventaja o un privilegio. Juntos podremos hacerlo todo, si a todos damos su justa oportunidad”. “La Patria es una empresa colectiva que a todos compete; su fortaleza y su grandeza deben de apoyarse por ello en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos”. “Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión…; hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de Gobierno”.

    Son estas palabras del Mensaje de la Corona, tan esperanzadoramente recibido por todos los españoles, las que promueven una reforma de nuestras instituciones. Y debe ser el pueblo –y nadie más que el pueblo– quien responda al nuevo Jefe del Estado, a nuestro Rey Don Juan Carlos, si desea que la legalidad constitucional se mantenga tal y como la recibió, o si prefiere que sea modificada en el sentido de este proyecto de ley. El Gobierno ha instrumentado el procedimiento para convocar al pueblo a una tarea de protagonismo y solidaridad, y –como ha dicho el Presidente Suárez– lo hace del modo más racional y democrático: dando la palabra al pueblo español. Porque para saber lo que piensa de todos estos temas el pueblo español, no hay nada como preguntárselo.

    Quienes hemos dictaminado este proyecto de ley, no vamos a intentar disimular, con piruetas de última hora, nuestras ejecutorias en el Régimen. Pero hemos pensado siempre –y no desde hace unos meses– que los orígenes dramáticos del actual Estado estaban abocados, desde sus momentos germinales, a alumbrar una situación definitiva de concordia nacional, una situación en la que no vuelvan a dividirnos las interpretaciones de nuestro pasado y en la que no sea posible que un español llame misérrima oposición a quienes no piensan como él… (Aplausos en las tribunas).



    El señor PRESIDENTE
    : Perdone un momento el señor Procurador. Advierto al público que el artículo 127 del Reglamento le impide manifestarse de ninguna manera y mucho menos iniciar los aplausos. No me obliguen a tomar medidas que no deseo.

    Perdone S. S. y continúe.



    El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia)
    : … porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político pacífico, que tiene una visión del futuro tan digna de consideración, por lo menos, como la nuestra y el irrenunciable derecho de proponerla a los demás y de trabajar por su consecución, sin que ello deba producir nuevos desgarramientos y nuevos traumas, porque se ha garantizado de manera permanente la posibilidad de acceso pacífico al poder.

    Por eso la Ponencia que dictaminó este proyecto no ha podido entender que los señores enmendantes traten de impedir el pronunciamiento de la Nación. La Ponencia entiende muy bien, por el contrario –y lo dice con absoluta sinceridad–, que los señores Piñar López y Fernández de la Vega –como sin duda otros señores Procuradores– prefieran la legalidad vigente a la legalidad que se propone. Ante tal preferencia, los Ponentes se inclinan con respeto, comprendiendo muy bien sus argumentos en favor de la democracia orgánica. Pero con esta ley no estamos prejuzgando ningún resultado, sino transfiriendo a los españoles la responsabilidad de decidir su futuro. Es sumamente justo y democrático que los señores Piñar López y Fernández de la Vega traten de convencer a sus compatriotas de que voten negativamente y traten de convertir los votos negativos del próximo referéndum en un plebiscito a favor de la democracia orgánica. Pero no me parece coherente intentar convencer a los españoles de que voten en uno u otro sentido, después de haber defendido la tesis de que no se les pregunte. Porque al votar aquí en contra de esta ley no se está decidiendo en contra de la democracia inorgánica: Se está decidiendo que no se le consulte al pueblo la democracia que prefiere. (Denegaciones.– Rumores). Y una cosa es no estar de acuerdo con esta ley globalmente, y otra muy diversa no permitir que sea el pueblo el que se pronuncie.

    Por eso quiero terminar mi intervención en este debate de totalidad, proponiendo a VV. SS. un punto de reflexión y haciéndoos a la vez un ruego encarecido. La reflexión es la siguiente: en este debate de totalidad, en materia de rechazar las enmiendas de totalidad, no se os pide, ni más ni menos, que el voto para pasar al referéndum y para que el pueblo español sea el que diga la última palabra. Quien tenga confianza en que sus deseos coinciden con los del pueblo, no debe poner reparos a que aquél se manifieste. Y quien piense que los deseos del pueblo no van a coincidir con los suyos, dudo que pueda invocar otras instancias desde las que argumentar su decisión.

    Si el pueblo desea el tránsito pacífico de la presente situación a una situación nueva, ésta será la primera vez –como se ha recordado agudamente en estos días– que una Constitución española se reforma por los procedimientos previstos en la misma y “sin romper un plato”, como se ha dicho también con buen humor. Este hecho, que sin duda ha de quedar consignado entre las páginas decisivas de la vida española, será –por mucho que se intente falsearlo– uno de los mayores méritos de la etapa histórica que estamos culminando. Y sería empequeñecer ese mérito resistirse a que el Régimen pase a la Historia como el primero que logra situar a los españoles en el nivel social, cultural, económico y político que hace posible la consolidación de una plena democracia.

    Y, finalmente, un ruego que surge de lo más profundo de mi corazón: Que si algunos o muchos Procuradores votan globalmente en contra de esta ley, tengan la elemental coherencia histórica de no atribuir su voto a un determinado entendimiento de la lealtad a Franco. Porque eso equivaldría a intentar el monopolio de una figura que, por ser de la Historia de España, es de todos nosotros. Eso equivaldría a desfigurar la grandeza de un magistrado egregio que sistemáticamente proclamó su fe en la capacidad política de los españoles y su absoluta confianza en el pueblo, al que acudió precisamente para adoptar las grandes decisiones. Negar al pueblo la posibilidad de decidir en este asunto, se podrá hacer desde las propias instancias personales, pero no debiera hacerse invocando el nombre insigne de Francisco Franco. Nada más. (Aplausos).



    El señor PRESIDENTE
    : Han solicitado hacer uso del derecho de réplica don José María Fernández de la Vega y don Blas Piñar López. Después de unos minutos de descanso les concederemos la palabra.




    Se reanuda la sesión.



    El señor PRESIDENTE
    : El señor Procurador don Blas Piñar López tiene la palabra para replicar.



    El señor PIÑAR LÓPEZ
    : Señor Presidente, compañeros de Comisión, señores de la Ponencia, y especialmente el que ha llevado la representación de la misma en este debate: réplica esquemática, simple, que me gustaría quedara privada de todo apasionamiento.

    La palabra “pétrea”, se ha dicho, no es de la Ponencia, es de don Nicolás Pérez Serrano, mi llorado profesor de Derecho político. Yo no lo sabía, porque no soy erudito; me basta tan sólo con saber que la Ponencia la ha hecho suya y la ha empleado contra este enmendante. El símil de Pedro y de la Iglesia le ha parecido a la Ponencia, representada por el señor Suárez, poco adecuado, puesto que el símil de Simón transformado en Pedro por la palabra de Cristo se refiere a la Iglesia, y España es una empresa “de tejas para abajo”. Yo creía que no, yo creía que España era una empresa trascendente, una unidad de destino universal, una Nación con un cometido histórico que, naturalmente, se hace en el tiempo, por supuesto con tejas y con ladrillos.

    La Ley de Principios es Fundamental, sí, pero no todas las Leyes Fundamentales son Ley de Principios. Por eso estamos aquí en nuestro Derecho político, constituido en un régimen, a mi juicio, perfecto de Constitución abierta, para emplear no la terminología de los tratadistas de Derecho político, que nos hablan de una Constitución pétrea, de una Constitución rígida o de una Constitución flexible.

    Ésta es, en frase repetida del artífice del Régimen, una Constitución abierta que se coloca en el término justo, medio y equilibrado. Ni la excesiva facilidad para reformar a diario la Constitución ni la inflexibilidad y rigidez monolítica que impiden su modificación e, incluso, su derogación.

    Y ¿por qué es una Constitución abierta, mesurada, equilibrada, fruto de la experiencia secular? Sencillamente porque hay unos preceptos, que no son constitucionales, vuelvo a repetir, sino que son los antecedentes, los que subyacen más allá de la Constitución política y que eso es lo que no se puede tocar, y, por el contrario, un régimen constitucional, un conjunto de Leyes Fundamentales que se pueden modificar e incluso derogar, reemplazar y sustituir, de acuerdo con la propia Constitución y con el sistema de votación especial de las Cortes y del propio referéndum. Constitución abierta, sistema mixto, equilibrado, mesurado, entre la facilidad para la derogación constante y la rígida inflexibilidad monolítica.

    La doctrina no es una fuente del Derecho. Si las amplias citas que ha traído aquí el representante de la Ponencia tuviesen valor, no sólo convincente sino resolutivo, no se nos habría convocado aquí en esta Cámara legislativa, no habríamos traído aquí nuestras opiniones, nuestros criterios para exponerlos naturalmente con toda lealtad, porque la misma lealtad que yo atribuyo a las opiniones de la Ponencia y a quien la ha representado pido también que se tribute a la mía. Si no fuese así, aquí se habría reunido un grupo de juristas españoles y extranjeros, porque de todo ha habido en las citas de la Ponencia. Y, entonces, sacaríamos la quintaesencia de sus resoluciones. Pero no sería la opinión de esta Cámara; no sería la opinión de una Cámara representativa del pueblo español, sino de una cámara de tratadistas políticos españoles y extranjeros.

    Artículo 10 de la Ley de Sucesión. Efectivamente, con toda intención, esperaba que ese argumento (estos son los graves inconvenientes de que no haya diálogo previo en la Comisión; son los inconvenientes de los procedimientos de rapidez y urgencia) se trajera a colación. Se ha dicho que el señor Piñar no ha enumerado lo que [se] dice al final del primer párrafo del artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado: y las otras leyes que en lo sucesivo se promulguen con tal rango. Es verdad, hay la posibilidad, conforme a este precepto –y yo lo traigo aquí a colación– de que existan otras leyes con rango de Fundamentales y, por consiguiente, conforme al segundo párrafo del artículo 10 de la Ley de Sucesión, podrían ser objeto de modificación o derogación en virtud del quórum especial de las Cortes y del referéndum nacional. Pero este argumento, que yo esperaba naturalmente, y que se habría ventilado con toda facilidad en la Comisión, si la Comisión hubiera podido reunirse en tema tan importante como el presente, donde habría que matizar las cosas y analizarlas escrupulosamente, habría quedado desechado. Porque es verdad que eso dice exactamente el artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. Pero vamos a ver las fechas.

    En torno a la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado hay dos fechas claves: la fecha de su promulgación inicial, exactamente el 26 de julio de 1947 (por favor, atención a las fechas: 26 de julio de 1947) y la modificación correspondiente a la aprobación por referéndum nacional de la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967.

    Estamos moviéndonos entre dos fechas: 1947, para simplificar, y 1967, es decir, 20 años después. Y entre 1947 y 1967 se dicta una nueva disposición, la Ley de Principios del Movimiento Nacional –Principios que decimos son permanentes, inderogables–, que lleva fecha de 17 de mayo de 1958. En resumen, 1947-1967, con una diferencia cronológica de veinte años, y en el centro se dicta la Ley de Principios del Movimiento Nacional, en 1958.

    Pues bien, en la Ley de 1947, si nos atenemos al texto de entonces, resulta que las únicas leyes que podían ser objeto de modificación por el procedimiento a que tantas veces aquí se ha aludido, son las que he enumerado; es decir, la Ley del Fuero del Trabajo, la Ley del Fuero de los Españoles, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley de Sucesión, la Ley de Referéndum Nacional y cualquier otra que en lo sucesivo se promulgue configurándola con tal rango. Eso sucedía en 1947. Y en 1958 se dicta la Ley de Principios del Movimiento con carácter de Ley Fundamental, pero en esta Ley se dice que estos Principios son, por su propia naturaleza –y no voy a discutir qué es lo que se entiende por “naturaleza”, puesto que creo que ha quedado perfectamente expuesto en mi primera intervención–, permanentes e inderogables.

    Luego si en 1947 se nos dice que para derogar o modificar las Leyes Fundamentales es necesario, además del acuerdo de las Cortes, el referéndum de la Nación, y en 1958 se dice que en el caso de la Ley de Principios del Movimiento, no, porque es una Ley inmodificable, permanente e inalterable, está claro que el rango jurídico, la catalogación que se pretende, desde el punto de vista político, de esta Ley de Principios del Movimiento es muy distinta a la de las Leyes Fundamentales consideradas en el artículo 10 de la Ley de Sucesión.

    Vamos al segundo supuesto: 1958-1967, veinte años después. El legislador, que lleva a referéndum la Ley Orgánica del Estado, tiene que contemplar la Ley de Principios del Movimiento de 1958, que existe, y dice que es inmodificable, que los Principios son permanentes e inalterables. Luego si está contemplando la Ley de 1958 en 1967, de acuerdo con esta posibilidad de que en el referéndum se subvierta el orden mantenido por los Principios, pudo haberse puesto perfectamente a votación o haberse enumerado que entre esas Leyes Fundamentales que se pueden modificar por este procedimiento, no están sólo las enumeradas, sino también la Ley de Principios del Movimiento Nacional.

    Lo único que cabe decir es que si en el futuro, de 1967 en adelante, de ahora en adelante, esta Ley de Reforma Política se aprueba, por acuerdo de las Cortes y referéndum, es Ley Fundamental y estará sujeta su modificación o derogación a los procedimientos previstos por el artículo 10 de la Ley de Sucesión. Pero en absoluto con una argumentación lisamente jurídica, de Derecho político puro, puede llegarse a la conclusión de que la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento es una Ley que puede modificarse de conformidad con lo previsto en el párrafo segundo del artículo 10 de la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado.

    Yo siento verdaderamente que se haya hablado del liturgismo, pero se ha hecho una alusión y acepto a fines dialécticos el que nos envuelva una atmósfera litúrgica; pero me va a permitir también quien ha hablado en nombre de la Ponencia que diga que si podría ser criticable el liturgismo –no digo el adivinismo–, también lo es el constituirse en médium, intérprete y oráculo de lo que en esta sesión habrían dicho dos queridos compañeros fallecidos, Muñoz Alonso y Herrero Tejedor.

    Invocación de la lealtad. Yo no pongo en duda la lealtad de nadie. He estado haciendo referencia a que cada uno, en conciencia, valore su propio juramento y el alcance de ese juramento. He tratado sencillamente, porque creo que es mi deber como Procurador, de ilustrar a mis compañeros en la medida en que torpemente y modestamente pueda, sobre la gravedad de la decisión que vaya a tomarse.

    No pongo en duda la lealtad de cada uno a su propia conciencia y a la misión que le haya sido encomendada. He dicho que el único imperativo exigible (nosotros que, conforme a nuestra Ley constitutiva, no podemos obedecer mandato imperativo alguno), [es] el de nuestra propia conciencia perfectamente ilustrada. He tratado de contribuir, sin convertirme en juez y sentenciador –para eso está la deliberación de estos días sobre la resolución que haya de adoptarse–, a esclarecer la conciencia o el conocimiento de mis compañeros de esta Cámara.

    ¿O es que va a extrañarse quien ha representado a la Ponencia de que en un sistema democrático como el que acabamos de iniciar haya interpretaciones democráticamente distintas de la lealtad? ¿Es que los contrastes de pareceres que han sido válidos en un sistema, criticado hoy, de democracia orgánica, que se quiere revisar, van a no ser posibles en un clima y atmósfera de democracia inorgánica y sufragio universal y que cada uno exponga su criterio y cada hombre un voto?

    La lealtad la Ponencia puede interpretarla de una manera, y el que está hablando de otra. No dudo de la lealtad; simplemente pido poner en juego el contraste de pareceres y diversidad de interpretaciones. ¿O es que también se trata de imponer democráticamente el concepto de la lealtad que tenga cada uno a sus restantes compañeros de Cámara?

    No hemos venido aquí, señor Suárez (permítame que lo diga porque esto sería una demagogia al revés), no hemos venido a escatimar en absoluto al pueblo. Nosotros no tememos al pueblo de España; amamos al pueblo de España y sabemos lo que las equivocaciones tremendas de su clase dirigente han producido al pueblo de España. Si España ha tenido el trauma doloroso de un enfrentamiento y una guerra civil, ha sido precisamente porque la clase dirigente de España no supo entenderlo y poner por encima de sus intereses particulares y sus pasiones el interés supremo de la Patria. (Aplausos). Por eso tenemos nosotros la obligación de decir, en esta hora difícil de España, que cada Procurador tenga conciencia de que estamos ventilando algo grande y decisivo para el futuro de nuestra Patria.

    Hemos hablado, y estamos todos contestes, al menos aquí se ha hablado centenares de veces, y yo estoy cansado de oírlo, yo que he subido aquí una sola vez a este pódium para hablaros, a maestros de la política, y mayores en la política, sobre los principios de la democracia orgánica, de la revolución nacional y de la tradición. Pues todo esto ahora va a sustituirse por un sistema liberal totalmente distinto, por el cual España no se puso en pie.

    ¿Vamos a regresar a aquellos días anteriores a esa supuesta legalidad de 1936? Si hemos dicho que Franco es irrepetible, que es la suya la gran obra de un estadista, vamos a conservarla, a continuarla y a perfeccionarla. Lo que no podemos hacer es destrozarla, destruirla, volver nuevamente a las andadas. Y esto es lo único que queremos decir.

    No escamoteamos nada a nuestro pueblo; no escamoteamos a nuestro pueblo su decisión. Hemos venido como Procuradores en Cortes a exponer si estimamos que el proyecto de Reforma es leal o no; unos, en función de su lealtad para con España, entenderán que a España le conviene esta reforma democrática inorgánica y el sufragio universal, y otros entenderemos, de manera distinta, con otro género de lealtades o una interpretación distinta de esa misma lealtad, que a España no le conviene, porque es volver al principio de los acontecimientos luctuosos que tuvo que resolver a sangre y a fuego, dejando en los campos de batalla a los mejores de sus hijos.

    Éste es el único problema que está planteado. Lo que pasa es que si, realmente, se entiende que se afectan los Principios Fundamentales del Movimiento, nosotros entendemos que eso es una ruptura de la legalidad y no una legalidad a partir de la ruptura. Entendemos que eso se hace quebrantando las bases y postulados (la lucha de lo permanente que decía José Antonio) de nuestro sistema político; nosotros entendemos, no lo que dice éste o aquél Procurador en Cortes, no lo que dice éste o aquél tratadista de Derecho político, sino lo que dijo Franco, que fue el artífice e intérprete de su Estado, y dijo que esa Ley de Principios tenía un rango, una categoría, unas valencias superiores, distintas a las leyes que llamamos Fundamentales, y que no se había dictado para el momento presente, sino para el porvenir.

    No es que nosotros seamos tan soberbios que poco menos que nos deifiquemos, como dijo un ilustre Ministro del Gobierno anterior en cierta reunión particular, que sólo Dios hacía las leyes inmutables. No, no; es que hay unas leyes que pertenecen a la esencia, a la metafísica de las cosas, como es la Ley de Principios, que no es una ley casuística, no es una ley con muchos párrafos; son simplemente doce artículos donde posiblemente no se podía decir con mejor literatura ni más delicadeza todo aquello que constituye el ser mismo, el alma y la conciencia nacional.

    Es éste el problema. ¿Escamotear al pueblo nosotros? ¿Acaso escamoteamos al pueblo cuando entendemos que la apelación al referéndum era perfectamente legal en la Ley Orgánica del Estado? ¿Es que hemos puesto en tela de juicio la competencia, conforme a nuestro ordenamiento constitucional, del pueblo para decidir en los casos que la ley prevé? No hemos venido a escamotear al pueblo. Hemos venido a decir si estimamos que este proyecto de Reforma Política es viable o no, conforme a la legalidad que hemos recibido, y cada uno puede opinar, en conciencia, como estime conveniente.

    Pero es más, si se tuviese el valor de decir que se abroga la Ley de Principios del Movimiento, por las razones que sean, esas razones de la vida que priman, por lo visto, sobre el orden constitucional, esas razones de la vida que acaban yendo contra la vida misma, entonces nosotros diríamos: De acuerdo; esta disposición, esta resolución, esta convocatoria plebiscitaria a nuestro pueblo hágase en nombre de una sustitución clara, rotunda, paladina, de las circunstancias que sean, de un sistema político por otro sistema político diferente y aun contradictorio. Dígase al pueblo de España: Ha muerto Franco, estadista irrepetible; hay que venerar su memoria; pero Franco no existe y hay que adaptarse a nuevas situaciones; Europa nos mira con ojos muy abiertos; hay ciertas presiones extranjeras que aconsejan que España evolucione en cierto sentido y la prudencia política, que es una virtud muy necesaria, nos obliga a reconsiderar todas las cosas, pensando en el bien común de los españoles y en el bien futuro de la Patria, por lo que nos vemos obligados a plantearnos el tema de si seguimos con este régimen político de Franco, mejorándolo, continuándolo, en evolución, en Constitución abierta, o si, por el contrario, lo reemplazamos y lo suplimos por otro que, dado el prestigio que alcanzó el Régimen y el recuerdo de Franco, con el patriotismo de los españoles y las cotas conseguidas en cultura y economía, nos da una sociedad en la que la democracia inorgánica, que antes no era posible, ahora lo será. Perfecto.

    Entenderé que ese proyecto es antidemocrático, va contra la Constitución, quebranta los Principios del Movimiento, pero prefiero una declaración, porque lo seres en contradicción permanente no pueden sobrevivir. Vamos a preguntar al pueblo: ¿Quieres democracia orgánica o inorgánica? Pueblo de España, ¿quieres el Régimen de Franco continuándolo, perfeccionándolo, o quieres un régimen liberal, de sufragio universal, partidos políticos…? Y si el pueblo de España lo quiere, no se lo voy a escamotear. Si se quiere desde aquí o desde el Gobierno, este plebiscito, este refrendo o esta elección, iremos al pueblo de España a explicarle las consecuencias que se siguen de que adopte una u otra fórmula, pero con claridad, no presentando un proyecto de reforma de democracia inorgánica que ya ha prejuzgado la cuestión.

    Se plantea democracia orgánica o inorgánica, régimen de Franco o liberal, y si el pueblo dice: régimen liberal, entonces, que unas Cortes Constituyentes, arrancadas del pueblo, de ese pueblo nuevo en el cual hasta ahora no hemos creído, de ese pueblo nuevo que va a votar por primera vez después de cuarenta años de túnel de oscuridad absoluta, vengan aquí a elaborar unos preceptos fundamentales y un nuevo orden político, pero emanado directamente de la voluntad popular y del sufragio universal.

    Ésa es la única solución. Lo demás son componendas, pasteleos y ficciones. Yo prefiero un período constituyente abierto, con todas sus consecuencias, e ir a consultar al pueblo, que esta máscara estúpida de reforma democrática. Nada más. (Grandes aplausos).



    […]



    El señor PRESIDENTE
    : Tiene la palabra la Ponencia en la persona del señor Suárez González.



    El señor SUÁREZ GONZÁLEZ, don Fernando (de la Ponencia)
    : Con la venia, señor Presidente. Señores Procuradores, con toda humildad quiero, ante todo, decir a VV. SS., en particular después de algunos comentarios que me han llegado durante el descanso que el señor Presidente nos ha concedido, que estamos en un debate a la totalidad, que yo estoy contestando en nombre de la Ponencia a los señores Procuradores que piden que se devuelva el proyecto al Gobierno, y es naturalmente a esa decisión a la que yo dejo cualquier referencia al voto.

    Nadie, y menos yo, pondría jamás en duda la libertad de los señores Procuradores cuando durante su vida parlamentaria ha estado constantemente dando pruebas de discutir y respetar que se discutan todos los proyectos de ley. Me estoy refiriendo, por consiguiente, a pediros el voto negativo a que este proyecto de ley se devuelva al Gobierno, que es lo que proponen, si no he entendido mal, los señores enmendantes.

    Hay muy poco, realmente, en lo que insistir. De todo cuanto se ha dicho, creo que, fundamentalmente, lo que hace el señor Fernández de la Vega son manifestaciones terminantes de preferir el actual sistema y, por consiguiente, exige de la Ponencia algo así como que ésta haga la defensa de la nueva democracia que se instaura aquí; y vuelvo a decir que no es eso de lo que se trata. El Gobierno propone una consulta al país para ver si decide instaurar un nuevo sistema de representación basado en el sufragio universal, y ahí se detiene. Naturalmente que la Constitución no entra en más contenidos y cualquier Constitución de las pasadas ha perfilado mucho más los contenidos. Y es que el Gobierno no puede prejuzgar la voluntad que surja de las nuevas Cortes, que es a lo que se limita su propuesta: a escoger por sufragio universal, si así se quiere, si así lo quiere el pueblo, unas nuevas Cortes. La pregunta al pueblo está muy clara, pero precisamente porque nuestra Constitución impide el plebiscito, porque nuestra Constitución ha formalizado un referéndum que necesita un texto legal, el Gobierno, señores enmendantes, no puede decir al pueblo: ¿Qué quieren ustedes, democracia orgánica o democracia inorgánica? Tiene que decir: ¿Qué quieren ustedes, la Constitución que está vigente (y que defienden, naturalmente, los señores Piñar y Fernández de la Vega; esa opción es perfectamente legítima), o que hagamos una de la que en este texto se contienen los mínimos y elementales procedimientos, los básicos procedimientos para empezar a andar? Ésa es la opción.

    Yo no puedo, de ninguna manera, aceptar, señor Fernández de la Vega, el riesgo de que el pueblo no lo entienda. Allá usted y su concepto del pueblo español. Yo estoy muy gustoso y muy de acuerdo con el Gobierno en que se someta ese tema a la consulta del pueblo español.

    De las palabras del señor Piñar vuelvo a reiterar mi respeto, naturalmente, por sus tesis. Creo honradamente que sólo ha aducido un argumento nuevo para contestar a los que la Ponencia utilizó en relación con la Ley de Sucesión. El señor Piñar nos hace pensar en los tres momentos distintos constitucionalmente importantes en España: la Ley del 47, la Ley de Principios del 58 y la Ley del 10 de enero del 67. Ese tema, señor Piñar, la Ponencia, y este humilde Ponente, no lo quiso tocar. No quiso hacerlo, pura y sencillamente, porque era un argumento tan contundente, que realmente parecía excesivo traerlo aquí a colación. ¿Es que no es cierto, señor Piñar, y señores Procuradores, que en el año 1947, cuando España se declara Reino y cuando se exigieron o establecieron las condiciones que se van a exigir al Sucesor, se dice que jurará los Principios del Movimiento? ¿Y cuáles son en el año 1947 los Principios del Movimiento?

    Señores Procuradores, en el año 1947 los Principios del Movimiento eran los 26 puntos de FET y de las JONS. Lo dijo Franco en el Decreto de 3 de abril de 1970 que lleva su firma: “El Movimiento Nacional ha sido elevado a rango constitucional por la Ley Orgánica del Estado”. “Es, pues, evidente que el Movimiento Nacional institucionalizado por la Ley Orgánica del Estado, es el mismo Movimiento creado por el Decreto de 19 de abril de 1937, que, por necesidades históricas entonces evidentes, adoptó de momento la denominación de FET y de las JONS”. Pues bien, señor Piñar, el Generalísimo Franco en 1958, al traer aquí la proclamación de los Principios del Movimiento modificó, sin duda, los del 37. Porque si no los hubiera modificado, estaríamos, el Sucesor y nosotros, jurando fidelidad a la voluntad de Imperio, al repudio del sistema capitalista, a la tendencia a nacionalizar la Banca, y, en definitiva, a la revolución a que aspiraba FET y de las JONS, tan respetable, tan entrañable, tan admirable para muchos de vosotros y que es lógico defendáis porque son páginas de la Historia de España.

    Pero de eso a deducir que los Principios del Movimiento son los mismos en el año 1937 o 1958, o que puedan ser literalmente los mismos el día de mañana, creo que hay una cierta diferencia, y vuelvo a reiterar, querido Piñar, que cuando he citado al señor Muñoz Alonso y al señor Herrero Tejedor, naturalmente que no he querido abusar del testimonio de entrañables amigos fallecidos; creo que he añadido con toda sinceridad puntos de vista completos de uno y otro. No trataba de conmover vuestro ánimo con esos evidentes testimonios de autoridad. De lo único que se trataba era de demostrar que personas absolutamente poco sospechosas pensaban y creían que los Principios del Movimiento Nacional –no la Ley, sino los Principios declarados permanentes e inalterables– eran, en realidad, susceptibles de modificación.

    Vuelvo a decir que en esos Principios, en la modesta medida en que esta Ley los modifica, que afecta sólo a la representación política (porque todo lo demás, naturalmente, queda vigente y en función de que la propia soberanía nacional se manifieste), no hay problemas de la metafísica de las cosas que afecten a la esencia, al alma, o a la conciencia nacional. Hay, pura y sencillamente, una opción política de interés nacional: Que el pueblo decida si desea permanecer en los modos de representación actuales, o si desea cambiar a unas fórmulas más inspiradas en el sufragio universal. Creo que tanto una como otra opción se pueden legítimamente defender, y de ello se trata, sin atentar para nada a eso que se ha llamado la eterna metafísica de España.

    Por esa razón la Ponencia solicita de SS. SS. que voten que no, en cuanto a la devolución de este proyecto de ley al Gobierno. Nada más. (Aplausos).



    El señor PRESIDENTE
    : Continuaremos mañana a las diez de la mañana.

    Se levanta hasta entonces la sesión.



    Eran las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche.
    Pious dio el Víctor.

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