Fuente: Aparisi y Guijarro, Número 27, Enero 1980, páginas 5 – 6.



EL RÉGIMEN DE FRANCO

Por Raimundo de Miguel


No resulta fácil hablar de este tema en las presentes circunstancias, porque la caballerosidad carlista recela que alguien pudiera pensar en aplicarnos el refrán de que del árbol caído todo el mundo hace leña. Pero es necesario arrostrar el riesgo, porque, cuando el árbol estaba vivo y frondoso, no acudimos a cobijarnos bajo su sombra sustanciosa. A la intemperie del poder, antes y ahora, quizás seamos de los pocos españoles que podamos hablar alto, claro y con derecho a que se nos escuche.

Es necesario, porque nuestra decisiva participación en el Alzamiento del 18 de Julio de 1936, por un lado, y la utilización de nuestros signos (boina, bandera, himno) y, nominalmente, de nuestras formulaciones doctrinales clásicas (Monarquía tradicional, representación orgánica, Cortes, etcétera), por otro, hace que pudiera creerse superficialmente en una casi identificación, o, por lo menos, incorporación sustancial, de la Comunión Tradicionalista al régimen de Franco.

Por otra parte, la común coincidencia en la negativa a los partidos políticos (aunque para Franco no lo fuera absolutamente, porque admitía el partido único) y al socialismo, vienen a acentuar los motivos de confusión.

Si a esto unimos el sinnúmero de males, desgracias y desventuras que sobre nuestra Patria ha acumulado la democracia que padecemos, fuerza a volver instintivamente la vista hacia atrás y recordar los indudablemente mejores tiempos de Franco. Para el sencillo observador no parece haber otra alternativa que “esto” o “aquello”, y, como nosotros no somos “esto”, nos sitúa sin vacilaciones en “aquello”.

Pero, así como Franco no fue la solución al problema político de España (si no, no estaríamos como estamos hoy), menos puede serlo su recuerdo nostálgico, y de aquí la importancia de que tratemos de esclarecer bien las diferencias y de delimitar los campos, para no inutilizar la única fórmula política que aún no se ha ensayado en España, y que el Carlismo ha conservado y mantenido al día con frescura y vigor.


EL ALZAMIENTO NACIONAL DEL 18 DE JULIO

La Segunda República produjo en España el desmoronamiento de todos los valores espirituales, de su subsistencia material, y la aparición de riesgo cierto e inminente de la implantación de una dictadura marxista. No podía imaginarse que una situación política llegase a cotas más bajas de disgregación; porque no sabíamos que Dios nos reservaba para verlas ahora más graves y dolorosas. Fue entonces necesario tocar a rebato y unirse los buenos españoles para salvar a la Patria a cualquier precio.

La Comunión Tradicionalista llevó a la práctica su teoría doctrinal, de la más pura ortodoxia filosófico-cristiana, del derecho a la rebeldía (nadie puede extrañarse de la aplicación de este legítimo derecho, cuando se admite como bueno, de contrario, el derecho a la revolución), y se dispuso a utilizarlo incluso en solitario. Enlazó en sus propósitos con la conspiración militar, y se produjo conjuntamente el Alzamiento del 18 de Julio de 1936, al que se unieron otras fuerzas políticas y, unánime y entusiásticamente, la sociedad española entera. Ahí estuvo la razón de su éxito: el Ejército había acertado a tocar la fibra popular. Y eso le diferenció sustancialmente de un pronunciamiento: fue una auténtica Guerra de Liberación Nacional.

La Comunión acudió a las armas por su iniciativa, obedeciendo a sus propias jerarquías (no por convocatoria ajena, aunque fuera muy honrosa, como la del mando militar), y bajo su peculiar encuadramiento: el Requeté. Hubo unos Pactos con el Director (Mola) y el Jefe (Sanjurjo) –Franco, incorporado tardíamente a la conspiración, no era ni una cosa ni otra–, consistentes, principalmente, en la abolición de la legislación anticatólica republicana, bandera bicolor, sociedad orgánica, supresión de partidos políticos, y aplazamiento de la cuestión de régimen político futuro; cuyo posterior incumplimiento parcial, dio lugar al nacimiento de una situación política totalmente impensada: el régimen de Franco, que, por su peculiaridad, no puede encasillársele en un patrón conocido, salvo el muy genérico de dictadura, y que sólo cabe denominarle así.


DISCREPANCIAS INICIALES

Quede, pues, claro que ya, desde los comienzos del Alzamiento, se produce una desviación entre el pensamiento político de la Comunión Tradicionalista y la realidad que iba tomando cuerpo en la estructuración del naciente Estado nacional. No han transcurrido tres meses, y ya, el 1 de Octubre de 1936, Franco, alzándose con el santo y la limosna, se proclama Jefe del Estado, aun cuando legalmente (Decreto del día anterior) lo sea sólo del Gobierno. La reserva de la Comunión no iba a servir de nada; pero ésta, atenta al fin principal de ganar la guerra, a ella dedicó generosamente sus esfuerzos, descuidando la retaguardia política, tanto por nobleza de conducta, en fidelidad a su compromiso y la importancia transcendental del objetivo, cuanto por no crear dificultades internas.

Podía mucho más en el ánimo de sus dirigentes; mejor aún, era la verdadera expresión de su sentir, la frase de Don Alfonso Carlos: “Sublevaos por Dios y por España solamente, que lo demás se nos dará por añadidura”. La verdad era que Don Quijote se había puesto boina roja en lugar de yelmo, y había sueltos por el campo muchos yangüeses.


EL SISTEMA TOTALITARIO

La Comunión consideró siempre que la restauración político-social de España, después de los destrozos causados durante más de un siglo por el liberalismo, necesitaba, en frase de Mella, pasar por la tienda de campaña de la dictadura. Por eso aceptó de muy buen grado un Gobierno militar, necesario, por otra parte, de todo punto, mientras durase la guerra. Quizá la no prevista prolongación de ésta durante tres años, contribuyó a dar salida fácil al régimen de Franco, que se amparaba en cada éxito militar para dar media vuelta al torniquete político y cerrarse sobre sí mismo.

Es incuestionable el influjo que en su desarrollo tuvieron las potencias del Eje (Italia y Alemania), entonces en plena pujanza, y que ayudaron a la España nacional, así como las democracias y la U.R.S.S. lo hacían al Gobierno republicano. Las fichas del tablero internacional estaban ya colocadas para empezar el juego de la Segunda Guerra Mundial, y el color con el que se mira el resultado de aquélla (el de los vencedores) califica “a posteriori” los hechos anteriores ocurridos en España.

Los sistemas políticos imperantes en aquellos países se engloban conjuntamente con la calificación de “fascistas”. Me parece una simplificación interesada e injusta; hay diferencias profundas entre el fascismo italiano y el nacismo alemán (racista), pero no podemos descender a ellas; basta con dejarlo apuntado.

Pero lo que resulta cierto es que ambos se caracterizaron por su ideología antiliberal y antimarxista y de exaltación patriótica (lo que iba al hilo del impulso “nacional”, y sirvió para meter gato por liebre a los incautos), de régimen de gobierno autoritario y de partido único (totalitarismo).

Así, ante la casi forzada complacencia, que las circunstancias imponían, hacia las referidas potencias, y la conveniencia de Franco, se creó un sistema personal de gobierno (Caudillo, réplica a Duce y Führer) y de Partido Único, mediante una unificación de corte nacional-socialista (Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Nacional-sindicalismo). Al socaire de aquél se introdujeron en el Gobierno y en la Administración del Estado unos personajes y un estilo que, vistos y oídos desde estas alturas del tiempo, nos resultan ridículos y vacíos, pero que, tristemente, ya lo eran entonces, aunque influyeron decisivamente en apartar al nuevo Estado de toda raigambre tradicional auténtica. El aire nuevo y foráneo se imponía.

El profundo sentimiento cristiano yacente en el alma española, unido a la pérdida total de influencia política que la derrota produjo al Eje, hizo que la ascendencia primera de éste, al no poder subsistir, no resultase lo dañosa que se temía al principio. (Recuérdese solamente, a modo de ejemplo, que, en plena Cruzada, fue prohibida en España la publicación de la Encíclica de Pío XI “Mit Brennender Sorge”, sobre la situación de la Iglesia en el Reich alemán).

El Partido Único (fórmula española), desprovisto de su apoyatura exterior, perdía influjo a ojos vistas, mientras se incrementaba el poder personal del Caudillo, alentado por los aduladores que siempre rodean al Poder y que el Sistema mismo fomentaba. Franco nunca reconoció formalmente sus errores, y el Partido siguió (cambiando su nombre en Movimiento), pero su impacto político era nulo. Lo que conocemos más inmediato del régimen de Franco (y, por lo tanto, lo que mejor recordamos, porque los arriesgados tiempos primeros, o se han olvidado, o hay que acudir a la Historia, y eso no es asequible a la generalidad) es como el de una dictadura personal, no excesivamente dura, sin contenido ni garra política (y, por lo tanto, sin poder de transmisión y perduración), y movida por un indiscutible noble deseo (en líneas muy elementales, sin profundidad de visión) de enaltecimiento de España. Buen propósito, que, unido a un sentido de la responsabilidad del ejercicio del Poder y treinta y cinco años de paz, permitieron gozar de una sensación de seguridad y de una prosperidad acumulativa, que, desde las negruras democráticas de hoy, nos parecen envidiables.

Y en realidad lo son. Lo que demuestra que gobernar no es tan difícil; pero también que no es bastante un orden estable y un desarrollo económico, y que se necesita un planteamiento político de fondo, para que no se venga abajo el andamiaje y arrastre consigo el edificio. Que es lo que nos ha pasado.


LA POSTURA DEL CARLISMO

La Comunión Tradicionalista no se dejó engañar por las apariencias y supo resistir, tanto al halago, como a la persecución del Poder; así como la incomprensión de muchos para los que, no unirse alegremente al carro triunfal, les parecía una manifestación más de los eternos descontentos, cuando no era otra cosa que la expresión de una sabiduría y una entereza políticas. Más difícil es morir en la guerra, que participar en el gobierno de la paz, y, sin embargo, los carlistas supieron, con dignidad, aceptar una cosa y rechazar otra.

Hubo, cierto es, pequeñas, pequeñísimas excepciones de algunas individualidades, que pueden contarse con los dedos de una mano (y sobran dedos), que aceptaron la colaboración con el Dictador, pero fueron como un quiste, que el organismo aisló en autodefensa, o que se desprendió sin vida, por sí solo. Pero la Comunión en bloque rechazó la participación en el Gobierno, en la Administración pública y en el Movimiento. Don Javier fue expulsado de España; Don Manuel Fal Conde, repetidamente desterrado y confinado; y muchos carlistas sufrieron cárceles, extrañamientos, multas, persecuciones, procesos, incomodidades y agresiones, que a veces llegaron a la muerte (bomba de Begoña).

Hugh Thomas, en su Historia de la Guerra Civil Española, dice que, según le manifestó el Embajador alemán ante Franco, éste le dijo que no dio orden de fusilar a Fal Conde por miedo a la repercusión que este hecho pudiera tener en los frentes, donde combatían heroicamente millares y millares de requetés. (De hecho, hubo dos atentados contra la vida de Don Manuel, uno de ellos en desarrollo muy avanzado, y cuyos detalles he oído de boca del mimo Fal).

A este precio consiguió la Comunión Tradicionalista (al igual que dijera Mella con relación a la monarquía liberal) que, a la hora de las responsabilidades, el Carlismo quedara libre de toda culpa. ¡Véase si no hay interés en deslindar bien los campos!


LA DOCTRINA TRADICIONALISTA

Y es que no es bastante una postura antiliberal para considerar satisfecho el contenido doctrinal de la Comunión Tradicionalista, mucho más rico y completo que una actitud negativa.

Ha podido, sin embargo, producirse un cierto espejismo, porque el Carlismo se pasó todo un siglo combatiendo al liberalismo, la democracia inorgánica y el régimen de partidos. Y esto lo hizo, por añadidura, en soledad. No es que descuidara la elaboración de una construcción positiva, ya que ahí está formulada más que suficientemente la doctrina de la Monarquía tradicional y la representación social en Cortes, la sociedad orgánica (cuerpos intermedios), el regionalismo (fueros), etcétera. Pero toda esta doctrina estaba contemplada frente a un régimen liberal opuesto, que era el que se erigía como contrario al régimen tradicional.

El pensamiento tradicionalista en 1936, no había tenido ocasión ni tiempo (porque el fenómeno era de la misma fecha) de argumentar contra otro sistema político, también contrario, aunque con distinto signo, a los postulados de la Comunión Tradicionalista: el totalitarismo.

Por ese lado no habían ido los tiros nunca, porque era enemigo nuevo. De aquí que, aparentemente, pudiera presentarse como aliado y amigo, y de aquí también el doble interés en evitar confusiones precipitadas. El Carlismo no era liberal, pero tampoco totalitario, y estaba tan distanciado de uno y de otro, como también lo estaba de la dictadura permanente como sistema de gobierno (el mesianismo, que elaboró Javier Conde, el teórico del caudillaje).


EL PLANTEAMIENTO ANTE FRANCO

En lo apuntado anteriormente está la clave de la cuestión que venimos tratando, que no es una distinción “a posteriori”, sino que se planteó, con muy clara visión política, desde el inicio del Alzamiento.

En el profundo estudio elaborado por Don Manuel Fal Conde, en colaboración con varios pensadores tradicionalistas, conocido con el título de “Manifestación de los ideales tradicionalistas al Generalísimo y Jefe del Estado español”, y que fue presentado a Franco con fecha de 10 de Marzo de 1939 (y válido aún en casi su totalidad), se dice, mucho mejor que yo lo he hecho:

«Ante un siglo de liberalismo y parlamentarismo, al aparecer cada una de sus modalidades, ante las diversas y episódicas dictaduras, el Tradicionalismo fue exclamando: “No es eso”. Mas ahora, ante la reacción actual producida del lado de los sistemas totalitarios, estatistas, desconocedores de las libertades de las sociedades infrasoberanas, volvemos a decir: “Tampoco es eso”. El sistema tradicional dista tanto de las democracias, como de los Estados totalitarios…».

Y a continuación se extiende en sendos anexos que recusan el sistema de partido único; bosquejan ampliamente una organización política inspirada en los principios tradicionales; y previenen contra una instauración en el Trono de la Dinastía Liberal.


TENÍAMOS RAZÓN

Contemplados los acontecimientos, después de cerrado el ciclo franquista, resulta que, una vez más, los hechos han venido a dar la razón a los carlistas, ya que parece evidente que los males que hoy padecemos traen su origen en la ausencia de la aplicación de los remedios que la Comunión Tradicionalista propugnaba.

No se quiso restaurar una sociedad orgánica, permitiendo la libertad y desarrollo de las fuerzas sociales (asociaciones, corporaciones, instituciones) que hubieran dado vida, vigor y cauce a las energías y aspiraciones legítimas de los ciudadanos, agrupados conforme a sus afinidades naturales, porque eso hubiera significado una merma efectiva de las atribuciones que ya el Estado liberal tenía usurpadas, pero que el nuevo pretendía ampliar mucho más.

Por la misma razón, en el cauce político, la representación en Cortes no fue expresiva de una autenticidad, sino una mera designación digital de funcionarios –de una u otra forma–, para que no ofreciera dificultades a la labor autoritaria del Gobierno. Los Municipios carecieron de representatividad y autonomía, y los Sindicatos fueron meras dependencias administrativas de un Departamento Ministerial. La diversificación y realidad regional fue tan desconocida y maltratada, que ni siquiera en apariencia y nominalmente fue tenida en cuenta, sino más bien negada y escarnecida.

La consecuencia fue una sociedad disgregada, y el fomento egoísta de la individualidad (lo que hoy llamamos consumismo), ausente de toda preocupación o responsabilidad por la cosa pública (Franco velaba, mientras los españoles descansan, nos dijo un día). Y sin base social auténtica, no hay orden político recto posible.

Así, cuando faltó Franco, el Partido Único, desprovisto de toda raigambre político-social verdadera, no pudo ser el continuador del régimen, y, de contrario, sus mismos antiguos Ministros-Secretarios (Fernández Miranda, Suárez) fueron los iniciadores de la reforma política, que dio al traste con el Sistema franquista y que los “procuradores” de sus Cortes (con los ex Ministros a la cabeza) votaron y aprobaron.

Y las gentes a las que se les negó la asociación natural autárquica, colaboradora del bien común, se organizaron en partidos políticos artificiales, disociadores y en lucha por el poder, representados en un Parlamento de espaldas a los problemas que afectan al país, y atentos sólo a la consecución de sus miras partidistas.

Los Sindicatos se transforman en centrales sindicales de esos mismos partidos, que predican y practican la lucha de clases, promueven la anarquía laboral, y son instrumentos de una acción revolucionaria.

Las legítimas libertades que se negaron a las regiones, han dado lugar a un separatismo que amenaza con destruir la unidad de España.

De las otras prevenciones que la citada “Manifestación” contenía, mejor es “no meneallo”.

La solución de los males presentes no es, pues, volver la vista al pasado, ni siquiera como añoranza (muerto Franco, tampoco cabe recambio, ni repetición de coyuntura posible), sino mirar al porvenir, sobre la base de una doctrina original y omnicomprensiva, como la carlista.

Pero para llevar al convencimiento de ella al pueblo español, no es bueno el confusionismo a que nos hemos referido varias veces, y conviene disipar las zonas difusas rápidamente. Los carlistas participamos en el Alzamiento, y de esto no renegamos, sino que lo consideramos como un timbre de legítimo orgullo (fue nuestra cuarta guerra); pero sí estuvimos ausentes y repudiamos el Movimiento, en el que Franco tipificó su Poder personal.


LA CONSECUENCIA

En el terreno ideológico, el régimen de Franco sirvió al Carlismo para depurar su pensamiento político y atender a combatir al nuevo error surgido: el totalitarismo. No sólo depurar el pensamiento, sino afinar y aquilatar su conducta, dándole un motivo más para ejercitar su ejemplaridad, al no claudicar con la participación en el Poder con un régimen al que, en definitiva, habíamos contribuido con nuestra sangre a establecer, pero que resultó incompatible con nuestros ideales.

Y la consecuencia que debe sacarse de los cuarenta años pasados es que nuestro antiliberalismo y antimarxismo no puede llevarnos a parecer –que no ser– un partido de corte totalitario. Que esta clase de ideas están tan alejadas, como las otras, de nuestra doctrina y nuestro pensamiento. Y que las formas, el estilo y los procedimientos, que pudiéramos llamar “fascistas”, tampoco se nos acomodan.

Y que tenemos que extremar el cuidado de que, ni por nuestras expresiones, o nuestras actitudes, pudiéramos dar lugar a confusiones.

El riesgo es grave, porque hoy los deseos y la necesidad de unidad, inconsiderados o precipitados, pueden resultar tan comprometidos y engañosos como lo fueron hace cuarenta años. Y son necesarias, conjuntamente, las virtudes de la fortaleza y la prudencia para poder vencerle, al igual que lo fueron entonces.

El esfuerzo que entonces se hizo, y los sacrificios que para salir el Carlismo de la trampa tendida (no quiero decir que fuera siempre de mala fe) se realizaron, no vayamos a esterilizarlos ahora. La Comunión siempre ha tenido serenidad y visión de futuro, no vayamos a perderlas ahora.

Y no hay suceso adverso, si sirve de experiencia para el futuro.