Dejo antes copia del folleto original del que se ha tomado el texto (lo he dividido en tres documentos pdf para no salirme del límite de capacidad admitida en el Foro para cuando se adjuntan documentos digitales):
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OBSERVACIONES DE UN VIEJO CARLISTA A UNAS CARTAS DEL CONDE DE RODEZNO
Justa alarma ha venido inspirando a los carlistas la no disimulada actuación juanista del Conde de Rodezno. Los que ya somos viejos, encanecidos en las luchas carlistas, tenemos dolorosa experiencia de actividades de Don Tomás Domínguez Arévalo, tendentes a sacar a la Comunión de sus posiciones. Él, de un carlismo estático e ineficaz, es quien, en todas las épocas críticas que ha conocido, ha sustentado la misma desalentadora tesis: «El Carlismo está en vía muerta; es un organismo inoperante». Y en una «consecuencia» política invariable, ha propugnado en todo momento la colaboración de la Comunión con cualesquiera otras tendencias políticas que han ido surgiendo en su extrarradio, bajo pretexto de atraerse a los afines. Esto le ha conquistado en su historia política dos notas características de su personalidad: para el gusto de los liberales, es el Conde de Rodezno modelo de tolerancia; para el sentir de los carlistas, es el Conde de Rodezno exponente de flaqueza y falta de fe.
Por tanto, cuando lo hemos visto actuar cerca de Don Juan de Borbón, en constantes tertulias con aristócratas juanistas; cuando hemos sabido que había ido a Estoril, todos los carlistas que no somos débiles ni tolerantes hemos experimentado el temor y la alarma, viendo en sus pasos una maniobra.
Don Manuel Fal Conde, nuestro Jefe Delegado, que parece haber aprendido de nuestro último Rey, el llorado Don Alfonso Carlos, esa política, que también el Príncipe Regente practica delicadísimamente, de la más pura intransigencia en los principios, junto con una condescendencia y suavidad de modo con las personas, ha venido manteniendo en pie la inclaudicable tradición de nuestra intransigencia dinástica, pero tratando a los partidarios de Don Juan con miramientos que a muchos nos han parecido excesivas blanduras. No sabemos si Don Manuel Fal hubiera desautorizado públicamente al Conde si éste no lanza sus declaraciones a la United Press. Creo que sí, pero el propio Conde dio la ocasión inaplazable. Las declaraciones de Rodezno a la prensa extranjera, arrogándose la representación de la Comunión Tradicionalista, reconociendo como Rey a Don Juan y haciendo la apología de éste, determinan la primera carta del señor Fal Conde, en la que públicamente se limita a calificar la personalidad del Conde. Usted, viene a decir el Jefe Delegado, no ha podido representar a la Comunión Tradicionalista en sus conversaciones con Don Juan, porque no le ha sido concedida esa representación, y porque usted no pertenece a nuestra disciplina, supuesto que voluntariamente se separó de ella para colaborar con Franco.
Cualquiera pudo esperar que Rodezno se limitara a consignar en público que, efectivamente, no había llevado a Lisboa representación alguna de la Causa carlista, y a rectificar, por tanto, las declaraciones a la United Press.
El Conde de Rodezno no fue eso lo que hizo. En carta, también pública, a Fal Conde, levanta el cartel de su nuevo rey, y se dedica a combatir, con toda la vibración de su voluntad, raras veces decidida, al Príncipe Regente, a la Comunión, a la Regencia, al Jefe Delegado, a todos los que no piensen como él. Sin duda, el Conde, al consagrar en su corazón como rey de España a Don Juan de Borbón, recaba el derecho de hacer que todos los españoles, y particularmente los carlistas, lo reconozcan como a tal.
Dio lugar esa carta a una réplica del Jefe Delegado, verdaderamente contundente. Con superioridad y dominio muy propio del que ocupa tan alto cargo, rehúsa la polémica a la que el Conde quería arrastrarle. Ni el tema, ni el contradictor, ni la ocasión, ni el apasionamiento del Conde, son merecedores para Fal Conde de una sola palabra en terreno de discusión y controversia. Lo que Rodezno había rehuido en su carta es lo que a Fal interesa, en defensa de la Comunión, dejar concluyentemente fijado: que el Conde de Rodezno no pertenece a la Comunión desde que la abandonó, en acto de rebeldía contra S. A. R. el Príncipe Don Javier, para entrar en las tiendas del caudillaje. Y esto queda demostrado en dicha carta con tal acopio de citas documentales, con tal serenidad y aplomo, que dan ganas de atribuir a candidez la infeliz ocurrencia de Rodezno de provocar de tal modo condenación pública tan grave.
Finalmente, una nueva carta de Rodezno es el último ejemplo de su obstinación, que sería incomprensible en otra persona. Es un nuevo alegato en favor de su rey, un nuevo enconado ataque contra la Comunión, una nueva declaración de enemistad a la Causa que años atrás había servido.
Con estos antecedentes, suponiendo al lector en conocimiento de las cuatro cartas aludidas, las del Jefe Delegado de fechas 26 de Abril y 4 de Junio, y las del Conde de Rodezno de 3 de Mayo y 24 de Junio, todas del corriente año, se puede entrar en el análisis de lo que sería exagerado calificar de «cuestión» y mejor le cuadra llamar el «caso» Rodezno.
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Por lo tocante a la disciplina y al prestigio de la Comunión, no corresponde a este viejo carlista otra cosa que el acatamiento y el aplauso a las declaraciones de nuestro Jefe nacional. Pero no obsta a esos sinceros sentimientos el que podamos formular unas preguntas: ¿Bastará haber deslindado los campos y condenado la claudicación? ¿Se ha dicho todo lo que puede decirse? ¿Podemos intervenir los que no somos nada, y nada pretendemos ser? Una última pregunta lleva implícita la contestación a las anteriores: ¿La actitud del Conde de Rodezno es meramente un error político, una desorientación de criterio, una flaqueza de voluntad? Y, para contestar esta última pregunta, si convocamos legiones de carlistas leales, si pensamos que la lealtad exige sacrificios, desproveerse de ambiciones personales, vivir abrazados a un constante y espinoso deber, no hay duda que fluye ardientemente de todos los pechos la sensación de que algo más grave que todo eso ha existido en la conducta política del Conde: una gravísima ofensa, un verdadero ultraje a la lealtad de los carlistas. Porque, si cada virtud se mancilla por el vicio que le es contrario, la consecuencia carlista tiene, como el más horrendo de los ultrajes que se le puede inferir, el de la deslealtad, que nos conduciría a la traición de nuestros ideales, a la que se nos invita.
Uno de tantos, uno de tantos carlistas que nada son y nada quieren ser, entra a responder, en nombre de los carlistas anónimos, en presunta representación de las abnegadas masas de nuestra gran familia carlista, a una ofensa. Si el Jefe Delegado, por estricto deber, habló en defensa de la Comunión, habla aquí este humilde carlista en ejercicio de un irrenunciable derecho de defensa del patrimonio común de los que siguen las banderas de la Tradición.
Por si carlistas jóvenes no me conocen, debo presentarme. Nunca fui integrista, ni fui minimista [1], ni fui mellista, ni fui de la Unión Patriótica, ni fui cruzadista [2], ni fui ni soy de FET. Ni alfonsino, ni juanista. Carlista soy; carlista desde mi mocedad a las órdenes de Carlos VII el Grande; carlista al servicio, muy de cerca, del caballeroso Jaime III; carlista bajo el recto Alfonso Carlos; carlista en la disciplina del nobilísimo Príncipe Regente Don Javier de Borbón Parma.
En síntesis: a veces he discrepado en mi pensamiento de mis jefes inmediatos, pero jamás he sido disidente. Una sola virtud me arrogo: la lealtad carlista. Una vida azarosa, continuamente acompañada de trabajos y desventuras, de persecuciones políticas y cárceles, no me ha permitido ahorrar para mis hijos otro patrimonio que esa consecuencia y fidelidad en mis principios, en la que me recreo como verdaderamente rico.
Ante una ofensa a la lealtad de los carlistas, levantando mano, por unas horas, del cuidado de mis archivos, y dejando en paz mis trabajos de la «Historia del Tradicionalismo», vuelvo a verme nuevamente como aquel modesto director de El Correo Español, en días bien tristes y azarosos de rebeldías, nombrado por Don Jaime, estoy seguro que como la más preciada recompensa a mi lealtad.
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Razones de método obligan a proponer la sinopsis de los puntos y cuestiones que en sus cartas toca el Conde de Rodezno:
1.º Explicaciones sobre el viaje a Lisboa, conversaciones con Don Juan, política de éste y acuerdos.
2.º Exculpaciones fundadas en su historial político, en asistencias, en autorizaciones, en convencimientos apriorísticos.
3.º Pensamiento de Rodezno sobre el significado y fines de la Comunión Tradicionalista, deberes que atribuye al Príncipe Regente y acusaciones consiguientes.
4.º Dogmatismo y doctrinarismo del Conde respecto a la Comunión, al Jefe Delegado y a los Carlistas nuevos.
I
EXPLICACIONES SOBRE EL VIAJE A LISBOA, CONVERSACIONES CON DON JUAN, POLÍTICA DE ÉSTE Y ACUERDOS
Empieza el Conde de Rodezno, en su primera carta, proponiéndose desvanecer la confusión que, según Fal Conde, había producido su viaje a Portugal, por no haber aclarado suficientemente Rodezno la distinción entre su opinión personal y la de la Comunión.
A esta aclaración se endereza el párrafo sobre que, «en momento oportuno y previo a aquellas conversaciones» había dicho al Jefe Delegado que él a ninguna parte llevaba más que su «subjetiva apreciación, con el valor que cada cual quiera concederle y con el que le presten las de los amigos y correligionarios con ella coincidentes».
Agrega más adelante que, después de aquel viaje, había contado al señor Fal Conde sus conversaciones con Don Juan, sus impresiones sobre éste, todo lo que había actuado, sin que aquél le recusase nada. Y, finalmente, asegura que allí no hubo pacto alguno con Gil Robles y Sáinz Rodríguez. «Yo y los que me acompañaron –dice– visitamos a Don Juan de Borbón, Príncipe en quien, como V. me ha confesado en diferentes ocasiones, concurren las mayores probabilidades de reinar». Agrega que propugnaron ante él «nuestros principios y convicciones», conforme a una nota, de la que quedó constancia en aquella secretaría, y que había sido antes consultada y aprobada por las personalidades más destacadas de la Comunión. «Lo demás, las comunicaciones que el Príncipe haya enviado al Generalísimo, son suyas y no nuestras, si bien sea natural que las veamos con satisfacción, por recoger inspiraciones de evidente doctrina tradicionalista».
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Al propósito indicado de aclarar confusiones orienta el Conde los extractados párrafos, que contienen afirmaciones tan falsas como la de que, previamente a las conversaciones con Don Juan, viera ni hablara, ni se comunicara en absoluto, con el Jefe Delegado. Afirmaciones tan insidiosas como la de que este Jefe Delegado hubiera hecho a Rodezno esas confesiones probabilistas que le atribuye, y que contienen el impenetrable equívoco de confundir lo privado con lo público. Si fuera verdad que privadamente había hecho constar que no llevaba a Lisboa otra representación que la de su subjetiva apreciación personal, ¿por qué dijo lo contrario a la Agencia periodística?
Y contiene, por último, la insidiosa alusión a amigos y correligionarios con él coincidentes, personalidades las más destacadas de la Comunión, concordes con una nota que a Lisboa llevara, y la aprobación calurosa a las inspiraciones de «evidente doctrina tradicionalista» que se contienen en la nota de Don Juan al General Franco.
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Cuando Fal Conde dirigió la carta primera al Conde de Rodezno, ya hacía algunos días que por España circulaban las declaraciones hechas por el Conde de Rodezno a la Agencia americana United Press. Se preguntaban muchos cómo se compaginaban la carta de Don Manuel Fal Conde a Don Juan de Borbón con las declaraciones que, precedidas del viaje a Lisboa, había hecho el Conde de Rodezno. Unos, los más reacios a transigir con la dinastía que ocupó ilegítimamente el Trono de España, temían que se impusieran criterios transaccionistas que hicieran estéril el hermoso y glorioso historial de sacrificios y abnegaciones del secular Carlismo español. Otros, lamentando aquel viaje, sentían el dolor de ver patente una escisión en el Carlismo, entre los nuevos reconocementeros y los que mantenían la intransigencia. Muchos, que ignoraban la verdadera posición política del Conde de Rodezno, en relación a la disciplina de la Comunión Tradicionalista, sentían confusiones y auguraban desventuras. Los que no forman en nuestras filas, señalaban quebrantos a nuestras decisiones; y no hay que decir que los impertérritos juanistas, enarbolando el nombre de Rodezno, se atribuían el ingreso en sus filas de nuestras masas, nuestras masas honradas, que han sabido siempre reaccionar estigmatizando de traidores a aquéllos que han pretendido entregar nuestras banderas a sus seculares enemigos.
Por una causa y por otra; por estar vivas en el alma del Carlismo todas aquellas traiciones que comienzan en los campos de Vergara y acaban en las playas de Estoril; por la euforia de los juanistas de hoy, alfonsinos de ayer, y anticarlistas de siempre; y, en fin, por la misma curiosidad de los que estaban más alejados de unos y de otros, era natural que se produjera confusión. Confusión, por los que nos invitaban a sumarnos a sus filas; confusión entre los que no concebían que Rodezno, dentro de la disciplina, pudiera obrar como lo había hecho, oponiendo sus actuaciones personales a la carta que nuestro Jefe Delegado, con el beneplácito, la aprobación y el apoyo de S. A. R. el Príncipe Regente, había dirigido a Don Juan. Los que no sabían que en nuestras filas ya no estaba el Conde de Rodezno; los que, sabiéndolo, temían que sus manejos volvieran de nuevo a empañar el horizonte carlista; los que, no estando al tanto de los acontecimientos, creyeron que un pasado, y, más que un pasado, el nombre de aquel caballero nobilísimo, dechado de lealtad, que fue el anterior Conde de Rodezno, Don Tomás Domínguez Romera, pudiera influir en que se plegaran banderas y se rindieran a nuestros enemigos, pasaron horas de zozobra y sintieron la amargura de aquellos momentos. Y así se explica, aunque no se lo explique el Conde de Rodezno, que la Jefatura Delegada interviniera públicamente para fijar criterios, para acallar temores, para decir a la faz del mundo que el Conde de Rodezno no pertenecía a la Comunión Tradicionalista, y que, si había estado en Lisboa, si había firmado pactos en Estoril, si había reconocido por su rey a Don Juan, era como ex-carlista; y no porque hubiera perdido en aquel momento su cualidad política, sino porque desde antes había dejado de ser de los nuestros, por haber quedado excluido de nuestra Comunión. Y si algo se puede reprochar a la Jefatura Delegada es justamente, por consideraciones atendibles, haberlo sólo insinuado, sin haber sido explícita y contundente.
Toda disciplina encierra, en sí misma, unas limitaciones. Dentro de estos límites se puede pensar, criticar y juzgar. Pero los límites nos señalan que, más allá de los mismos, quien quiera que sea el que se coloque, por el solo hecho de hacerlo, pierde el derecho de pertenecer a la disciplina. Incluso, como veremos con el ejemplo, discrepando se puede uno retirar a sus lares, esperando que los acontecimientos le den la razón; pero salirse de la disciplina, actuar independientemente de las autoridades carlistas, sustentar públicamente criterios que significan rebeldías, eso no se puede hacer. La disciplina carlista nos dice: éste, y no aquél, es el camino a seguir; pero, si desconocéis a vuestros jefes, si os oponéis a sus procedimientos, si pactáis con sus adversarios, no os extrañe que os diga: «En el hogar de la tradición no tienen cabida los que se sienten inclinados a abandonar sus ideales, aunque hagan muchas protestas de «pureza» de principios». Una disciplina representa intransigencia, pero a nadie se obliga a ser de sus seguidores. Dice, eso sí: ¿Aceptáis nuestras doctrinas y nuestras orientaciones? Estáis dentro de ella. ¿Las rechazáis? Estáis excluidos.
Por eso el Jefe Delegado, ante los temores y zozobras de nuestras abnegadas masas, debía actuar; y es indudable que, de haber diferenciado a tiempo lo que era opinión personal del Conde de Rodezno y opinión de la Comunión, holgaba la carta del señor Fal Conde.
No sabemos con qué personalidad se presentó el Conde de Rodezno a Don Juan, en Portugal; no sabemos si fue como ex-diputado y ex-senador jaimista; si fue como ex-jefe de la minoría tradicionalista en las Cortes de la República; si fue como ex-Ministro de Justicia del Régimen del General Franco, o como Vicepresidente de la Diputación de Navarra. En todo caso, todo esto lo cotizó. No dijo que, si fue diputado y senador jaimista, lo fue porque nuestras masas, masas de caballeros como no han existido en la Historia de ningún pueblo, eran tan generosas y magnánimas que sabían perdonar y sabían olvidar, y que el recuerdo de su padre, ejemplo de lealtad, era el que permitía que el hijo fuera acogido y aceptado. No dijo que, en la Comunión, nuestras masas no votan nombres, sino ideales, y que no importa el nombre del candidato, porque éste no es más que el peón que se mueve en la defensa de los ideales. No dijo tampoco que su actuación en la presidencia de la Junta Suprema Nacional dejó amargos recuerdos, y que, debido a su significación, se incrementaron escisiones, ya que, por falta de confianza en él, muchos eran los que temían a cada momento que se produjera algún acto que, llevando el duelo a los corazones de todos, obligara a manifestar una protesta airada [3]. Se le conocía como alfonsino vergonzante, y, como esto estaba en la mente de todos, a nadie extrañaba que se abrieran las puertas de nuestros actos para que tomaran parte nuestros constantes adversarios, y que, prestando nuestro público, los nuevos «amigos» se acogieran al amparo de las masas carlistas, y que los mismos actos que nosotros organizábamos sirvieran para que, por ejemplo, un Goicoechea levantara el estandarte de Renovación Española; es decir: el partido nuevo que venía a competir con nosotros en el campo de las mal llamadas derechas. Mientras el Carlismo desconfiaba de su Jefe en España, nuestros adversarios podían rehacerse, y, no temiendo ya las iras revolucionarias, salvaguardados por los Carlistas, disputaron la dirección del Movimiento restaurador de la Monarquía española. No dijo, tampoco, que había abandonado las filas del Carlismo a cambio de un Ministerio. ¡Un Ministerio! ¡Qué poca cosa es cuando se le compara con una ejecutoria de lealtad que se rompe! Porque ser Ministro no es nada, o muy poco, cuando el que ejerce la función no tiene personalidad para realzar el cargo.
Hace quince años, esto mismo escribí, dirigiéndome a Don Fernando de los Ríos, Ministro de Justicia de la República, y ahora lo vuelvo a repetir dirigiéndome al Conde de Rodezno, ex-Ministro del Régimen actual. Ser Ministro no es nada si no hay una personalidad en el ocupante del Ministerio. ¿Quién se acuerda, ni siquiera quién sabe quiénes fueron, Don Juan de la Dehesa, Don Ramón Salvato, Don Domingo María Ruiz de la Vega, Don Modesto Cortázar, Don Ventura González Romero, Don Federico Bahey…? No vale la pena de alargar la lista. Ilustres desconocidos que fueron Ministros de Gracia y Justicia, y cuyos nombres quedaron en la «Gaceta» y no en la Historia.
¿Dijo el Conde de Rodezno que él no era carlista? ¿Añadió que estaba expulsado de la Comunión? ¿Manifestó que siempre había sido tildado de alfonsino, y de juanista ahora? ¿Añadió que había sido rechazado en las elecciones de 1919 por los electores navarros –por los carlistas, naturalmente–, porque se dudaba fundamentalmente de su lealtad a Don Jaime en los días de la escisión de Mella? No hay hombre en el mundo capaz de iniciar una conversación política diciendo esto, y, por lo tanto, Don Juan debía creer que, oficial u oficiosamente, era el jefe de una gran masa de carlistas dispuestos a claudicar en sus ideales. La lealtad de decir que estaba solo, y que le acompañaban solamente aquéllos que coincidían en el reconocimiento y, por lo tanto, en el abandono de sus ideales, no la tuvo ni pudo tenerla; y tanto es así que, en su carta primera, señala cómplices, busca asistencias, pretende caudillaje; es decir, que no quiere reconocer su aislamiento. Ya veremos, a su tiempo, lo que todo esto significa y representa.
Y cuando llega el corresponsal de la United Press, no abandona su etiqueta tradicionalista, y queda en el aire, en el ambiente, que el Conde de Rodezno ha obrado como mandatario de los tradicionalistas, de los carlistas, de la Comunión. No lo aclara, como, si hubiera sido sincero, lo hubiera hecho contestando a la pregunta: «¿fue usted como representante de la Comunión?». La contestación gallarda era decir: Desde 1937 estoy excluido, por decisión del Príncipe Regente, de las filas de la lealtad; sólo podía ir en mi nombre, y, en todo caso, en el de la bandería que me sigue.
Y, así, Don Manuel Fal Conde no hubiera tenido necesidad de fijar posiciones referentes al Conde de Rodezno, ni habría habido confusiones, zozobras ni temores en algunos, ni tampoco euforias en otros.
Por lo que queda evidente: Primero, que se había producido confusión acerca del alcance que, para la Comunión, podía tener el viaje del Conde de Rodezno. Segundo, que éste, ni en sus declaraciones a la United Press, ni por otro medio alguno, había señalado su condición de estar excluido de la Comunión Tradicionalista. Tercero, que su situación de aislado no la puso en conocimiento de Don Juan de Borbón.
Ya que el Conde de Rodezno dejó de figurar en la Comunión Tradicionalista por sanción disciplinaria de S. A. R. el Príncipe Regente, queda aclarada su posición, y, naturalmente, la de aquéllos que, coincidiendo con sus apreciaciones, se enfrentan con la autoridad jerárquica de la Comunión; que, si bien son sus «correligionarios», son «correligionarios» en el exterior de la Comunión, copartícipes del error político de creer que los carlistas que sienten en carlista, que no han olvidado la historia del Carlismo, que no pueden olvidar las ruinas de España causadas por, o al servicio de, la dinastía usurpadora, puedan, porque se le antoje a éste o aquél, entregar nuestro pasado y nuestro porvenir a un Príncipe que ha heredado con la sangre los mandatos imperiosos de sus antepasados. Y sería ridículo, y haría reír si no hiciera llorar, que el Carlismo quedara satisfecho con vanas promesas, con ofrecimientos, con programas, que se cumplen o no se cumplen según los vientos que lleguen. Recordemos aquella República, de que habló Alcalá Zamora, bajo el Patronato de San Vicente Ferrer; con Senado, y Obispos en él; República de tolerancia; República de magnanimidad; y recordemos lo que fue.
No olvidemos tampoco aquella Jauja, superación intelectual, de que hablaban Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón y demás, en su «Al servicio de la República»; y cómo después, según frase de Ortega, el perfil de la República fue cambiando, hasta que más tarde todos constatamos que la «Niña» era una arpía. El prometer no es difícil, sobre todo cuando acucia el interés de alcanzar pronto un lugar; lo difícil es mantener lo prometido. Así, somos muchos los carlistas viejos que no queremos un Rey que sea tradicionalista para ser Rey, sino que lo queremos Rey porque sea tradicionalista. Que lo primero es disfraz, y lo segundo es substancia. Que al Conde de Rodezno le satisfagan promesas, ni entramos ni salimos los carlistas; pero que se quiera hacer creer que el Carlismo está representado por él, eso no. Por tanto, acogimos con satisfacción la carta del señor Fal Conde, en que se deslindaban los campos.
Claro es que la opinión del Conde de Rodezno es «subjetiva», como él mismo reconoce. No es objetiva, aunque obra en este caso con una consecuencia admirable, digna de loa: fue alfonsino en tiempos de nuestro llorado Rey Don Jaime; siguió alfonsino en tiempos de Don Alfonso Carlos; y hoy es juanista. Innegablemente, es consecuente en sus opiniones, aunque estuvo perdido entre las filas de los legitimistas españoles. No es de hoy su convicción en favor de la dinastía de Don Francisco de Paula. Vivía todavía Don Jaime cuando lanzó aquella especie de que «la dinastía que tenía como heredera a su adversaria, estaba juzgada». Vaciló cuando la separación de Vázquez de Mella, y en un periódico de San Sebastián arrojaba también su saeta a la causa jaimista en el verano de 1919. La entereza y lealtad del entonces Conde de Rodezno, Marqués de San Martín, y el entusiasmo y fervor jaimista de su hermano Don José, hoy Conde de Valdellano, contuvieron, sin duda, en el borde del abismo que le atraía, la caída del actual Conde de Rodezno [4]. Por esto, los carlistas navarros le hicieron fracasar en las elecciones de aquel año, puesto que, como ya he dicho, los nombres de los hombres eran lo de menos en las candidaturas para Diputados, ya que nuestras masas votaban con los ideales la protesta contra la usurpación. Y en aquellas fechas trágicas en que las deslealtades cundían; en que los primates asestaban sus flechas al propio honor del Rey; que cometían aquella vileza, de que hablaba Bilbao, de rebelarse contra un Rey que no podía castigar –aunque, después, él mismo incurriera en igual acción–, en noviembre de 1919, como náufragos arrojados sobre una balsa, y en Biarritz, alrededor de nuestro caballeroso Rey, tan injuriado y vilipendiado, nos reunimos los que no habíamos querido renunciar a nuestra lealtad. Y, unos presentes, y otros con sus adhesiones, formamos el cuadro alrededor del Abanderado, dispuestos a mantener incólumes los postulados inscriptos en nuestra bandera con la sangre de nuestros mártires, expresados por el lema de Dios, Patria y Rey… En aquel momento, ¿dónde estaba Don Tomás Domínguez Arévalo, actual Conde de Rodezno? ¿Temió, quizás, que le pidieran cuentas de sus declaraciones en el diario donostiarra «Excelsior»? Lo que sabemos es que, en la hora de las tribulaciones para la Causa, no estuvo.
Con estos antecedentes, no es extraño que el Conde de Rodezno hiciera este viaje a Portugal, que tanto comentario ha suscitado, y más todavía después de las confusionistas declaraciones al corresponsal de la United Press. Es el propio Rodezno quien nos dice: «Yo, y los que me acompañaron (con un poco de modestia hubiera dicho “los que fuimos”, o bien, “los que me acompañaron y yo”) visitamos a Don Juan de Borbón, Príncipe…». Y en sus declaraciones a la United Press, agrega: «Este mi primer contacto personal con el rey»; y luego vuelve a repetir, «me he presentado al rey»; es decir, que el Conde de Rodezno y sus amigos se rindieron ante el hijo de Alfonso XIII y lo reconocieron como su rey…
Después de esto, huelgan los pactos; su incorporación a la disciplina juanista está trazada, y, por lo tanto, ha abandonado definitivamente todo contacto con la Comunión Tradicionalista para pasarse al enemigo. Esto no lo reconoce en su carta, pero es la verdad. Como un barco que ha perdido el timón, ha llegado a un puerto de arribada, arrastrado por los vientos de sus inconsecuencias carlistas. Allí ha encontrado gente alrededor de Don Juan, fracasados de la política, hombres que han estado jugando con las izquierdas, individuos que se acogen al rey liberal. Esta comunidad no le ha repugnado, y ha reconocido a Don Juan como rey. Lo mismo hizo Cabrera cuando reconoció a Alfonso XII; y también hubo personalidades, como los generales Polo y Díaz de Rada, Caso y Nombela, Miquel y Patero, que le siguieron. El tilde de traidor que empañó, desde entonces, el nombre de Cabrera ha quedado indeleble. Rodezno ha seguido la misma ruta, y ha llegado al mismo fin…
«Príncipe en quien, como V. me ha confesado en diferentes ocasiones, concurren las mayores probabilidades de reinar». El que se diga, como según ha dicho el Conde de Rodezno dijo el señor Fal, que en una persona concurran mayores probabilidades, no supone que adquiera con esto un derecho. Mayores probabilidades que Carlos V y Carlos VI tuvo Doña Isabel, puesto que ya reinaba de hecho; y mayores probabilidades que Carlos VII tuvieron Don Amadeo y Alfonso XII, puesto que reinaron de facto; y más que Carlos VII y Jaime III, tuvo Alfonso XIII, quien también ocupó el Trono de España. Constatar un hecho no implica aceptación del hecho. Fal Conde pudo, que no lo sé, pesar las probabilidades que había entre los pretendientes hasta entonces presentados; pero, el que dijera que uno tenía más probabilidades, no suponía mejor derecho ni mayor aceptación por los carlistas.
Sigue el Conde de Rodezno, en su primera carta, diciendo que «propugnamos ante Don Juan nuestros principios y convicciones». Lo que debe considerar como un mérito, aunque sea el menor tributo que podía pagar a su significación política del pasado, en un acto en que la perdía para siempre. Por mucho menos que esto, en 1872, fue expulsado de la Comunión Tradicionalista, por Carlos VII, el diputado navarro Don Joaquín María Muzquiz, aunque éste también propugnara «sus principios y convicciones» en una simple fusión dinástica [5].
Y, por último, nos dice que las comunicaciones del Príncipe al Generalísimo eran cosas de Don Juan y no «nuestras» (supongo que los “nuestros” son Rodezno y los reconocementeros de hoy), pero las ven «con satisfacción, por recoger inspiraciones de evidente doctrina tradicionalista».
¡Qué poca inventiva tiene el Conde de Rodezno! Esto es lo mismo que dijo que sería el decreto de unificación en aquella Asamblea de Pamplona en 1937. ¡Y el éxito que tuvo! Tanto es así que, más tarde, tuvo que preocuparse de acentuar el «contraste» con las concepciones, los modos, tónicas y estilo de la Falange. ¿Y habrá alguna persona que, después del resultado de sus impresiones en Abril de 1937, pondrá fe en sus impresiones de Abril de 1946? Por donde se quiera, se advierten sus fracasos. Mas él ya está contento, y, seguro del éxito que se atribuye, pregunta: «¿y esto le parece a V. mal?». Supongo que, por la carta del Jefe Delegado, sabrá la opinión de éste. La de los carlistas, expresada por un viejo carlista, será explícita: En el Conde de Rodezno no me parece mal; en un carlista, sí.
De regreso a España, el Conde de Rodezno procuró hacer más ostensible esta ya, al parecer, definitiva posición adoptada. Aunque él, en su carta, diga que no ha propugnado para extender fuera de Navarra su actuación dirigida contra el Príncipe Regente, aunque él lo afirma, permítaseme tener ciertas dudas. Tengo entre mis papeles unas instrucciones que dicen: «1.º El escrito de adhesión a los dos que recientemente han elevado los carlistas navarros a S. A. R. el Príncipe Don Francisco Javier de Borbón Parma… debe redactarse en los concretos y precisos términos que se consideren necesarios para expresar el sentimiento de solidaridad de sus firmantes con el contenido de los dos referidos documentos del Carlismo navarro. Por consiguiente, el mencionado escrito de adhesión debe ser breve… 2.º Se procurará que los firmantes de la adhesión sean carlistas destacados… habida cuenta de las circunstancias de la Región, discrecionalmente apreciadas en cada caso… 3.º Dicho escrito de adhesión debe ser dirigido y enviado directamente a S. A. el Príncipe Don Francisco Javier de Borbón y Parma. Es conveniente, y en este sentido recomendable, que, en pliego aparte, se consignen datos relativos a la personalidad del firmante… 4.º Sería también deseable que el primer firmante del escrito de adhesión, comunicara a… el hecho de la lograda expresión de solidaridad. El acompañar a esta carta copia del escrito que se eleva al Príncipe Don Javier, con sus firmas, y del anexo referente a la personalidad de los firmantes, constituiría la mejor manera de satisfacer el deseo expuesto».
Si, después de haber leído estas instrucciones, para ejercer una coacción sobre el Príncipe Regente para que acepte su reconocimiento de Don Juan y sus propósitos de un tradicionalismo trasnochado, se sostiene todavía que no se hace propaganda juanista para desmembrar a la Comunión, se falta intencionadamente a la verdad. Por esto, al decir que «ni yo ni ninguno de los firmantes» han tratado de que las demás regiones secundasen a Navarra –¡Navarra, no!–, hemos de confesar que le habrán hecho otro «abuso de confianza» sus nuevos correligionarios; pero, en todo caso, es notorio que no ha confesado su actuación para disgregar a las masas carlistas.
De cuanto hemos resumido, llegamos a una conclusión definitiva, incontrovertible: El Conde de Rodezno fue a Lisboa para reconocer a Don Juan. El que hubiera o no pacto en Estoril, no altera el hecho del público reconocimiento, que le permite, ante el corresponsal de la United Press, tratar a Don Juan como su rey.
Y tampoco sabemos lo que dijo a Don Juan. Y si le regaló un ejemplar de su libro «La Princesa de Beira y los hijos de Don Carlos», en el que sustenta algunas afirmaciones sobre los ascendientes de Don Juan que deberían hacer a éste poquísima gracia. Ya sabemos que por esos caminos anduvo, a su tiempo, el Marqués de Villaurrutia, y que fue, sin embargo, Ministro de Estado y Embajador de Alfonso XIII. Nos resistimos, sin embargo, a creer que el hijo tenga las tragaderas del padre. En todo caso, hay unas afirmaciones que pertenecen personalmente al Conde de Rodezno, ya que equiparó la situación del Infante Don Francisco de Paula con la de la Reina de Etruria, lo que era de la cosecha particular del propio Conde. Jamás los diputados de las Cortes de Cádiz hubieran atribuido a la Reina de Etruria orígenes sospechosos, puesto que sabían perfectamente lo que parece no llegó a enterarse el Conde de Rodezno: la fecha del nacimiento de la Infanta. Y, por lo tanto, si lodo se arrojó sobre la estirpe del Infante Don Francisco de Paula, por su cuenta y riesgo lo hizo el Conde de Rodezno en la citada obra, que, como decimos, no creo que haya tenido la libertad de recomendarla como lectura de cabecera a Don Juan de Borbón. Puede, sin embargo, alegar que, siendo tantos los errores acumulados en su obra llamada histórica, uno más no afecta a nadie si no es a la solvencia histórica del autor [6].
II
EXCULPACIONES FUNDADAS EN SU HISTORIAL POLÍTICO, EN ASISTENCIAS, EN AUTORIZACIONES, EN CONVENCIMIENTOS APRIORÍSTICOS
Pretendiendo el Conde de Rodezno exculparse de sus actuaciones anteriores en lo referente a la cuestión de la Regencia, alega que, si firmó en 1943 un documento dirigido al Generalísimo abogando por su implantación, fue porque «en aquella fecha me vi acuciado por sus representantes de V.» a firmar un documento que llevaba «adjunto otro, que se me mostró incompleto, a falta de unos párrafos finales. Se me dieron seguridades de que, en lo que faltaba, nada se hablaría de la Regencia, que a mi juicio haría pueril toda la exposición». Sostiene que, a pesar de esas seguridades, «se cometió el abuso de confianza de añadir, hurtándolo a mi conocimiento, lo que a mí se me había silenciado de propósito». Y que, en consecuencia, se dirigió al General Vigón, a quien se entregó el documento para su tramitación al Generalísimo, «dejando constancia de mi discrepancia en el mencionado punto». Sin embargo, considera de escasa transcendencia su apreciación sobre la concepción de la Regencia, si no fuera que coincide, a su entender, con el «desengaño creado por el estéril designio».
También pretende exculparse en lo que hace referencia a los dos escritos que fueron dirigidos al Príncipe Don Javier, que Fal Conde calificaba de irrespetuosos, y acude a que le «preceden trece firmas y me siguen 37, que, en lo que a Navarra afecta, corresponden a quienes han representado a la Comunión como Diputados a Cortes, Senadores, Diputados forales, miembros de diversas Junta Regionales –algunos designados por V.–, de la pasada Junta de Guerra, Alcaldes de Pamplona, Jefes de Merindad y personalidades representativas de nuestra acción política». Y no teniendo bastantes «correligionarios», busca y afirma que están con él, con lo que llama «posición unánime de Navarra», los nombres de los que dice son los más significados del Carlismo vascongado, aragonés y riojano. Y haciendo todavía más extensa la posición juanista de los pretendidos rebeldes, los busca y dice que los halla en los más destacados colaboradores del propio Fal Conde, y se pregunta: «¿por qué singulariza en mí la expresión de una discrepancia que a tantos y tan señalados afecta?».
Otra alegación en su defensa la hallamos cuando pretende que, a raíz de la unificación, comunicó al Príncipe «las razones de nuestra determinación». Y asegura que obtuvieron «su asentimiento, expresa y verbalmente manifestado en París, a los que con este objeto le visitaron».
No fue obstáculo para la colaboración del Conde de Rodezno el hecho de que la unificación no fue como él pretendió iba a ser decretada. Considera que «no bastaba con ver morir a los requetés, que era preciso defender desde el Gobierno sus doctrinas». Y está tan seguro de su labor que «a la prolija legislación que lleva mi firma me atengo, sin que de nada tenga que desdecirme».
Pretende, además, que fue al Gobierno después de consultar y obtener el «asenso unánime y entusiasta de las organizaciones carlistas de Navarra, representadas por sus Juntas Regional, de Guerra y de Merindades; asenso que, sin ofensa para V., me bastaba». Y reincidente en este extremo, en su segunda carta vuelve a insistir diciendo que él no necesitaba autorización ninguna para cumplir con lo que creía era deber de su conciencia. Conciencia que, sin embargo, debía remorderle algo cuando «no hubo hombre político –dice– que se distinguiese de la Falange, no ya en sus concepciones, sino hasta en sus modos, tónicas y estilo, tanto como yo». Y recrimina que «no supieron, o no pudieron, ofrecer tan advertible contraste aquellos incondicionales de la Jefatura que, «con su beneplácito expreso», ocupaban a la sazón diversas delegaciones nacionales en los servicios de FET y de las JONS, en direcciones bancarias de nombramiento y dependencia del Gobierno, y en direcciones generales, algunas en mi propio Ministerio».
* * *
No es demostración de una gran dosis de capacidad política una actuación que debe ser exculpada, no sólo invocando la concurrencia de otras personas en ella, sino también acudiendo al poco gallardo acto de invitar al examen de una obra legislativa, que ahora es imposible hacer sin graves consecuencias para el que la realizara. Pero todo esto lo podemos atribuir a que el Conde de Rodezno es víctima de una buena fe congénita, lindante con la ingenuidad, muy opuesta a la sagacidad que se requiere para actuar en política en momentos difíciles, cuando las invitaciones son tentadoras y se necesita mucha serenidad para sustraerse a los halagos.
Le ocurren al Conde de Rodezno cosas muy raras. Cuando era Presidente de la Junta Suprema, se organizan en Madrid, en el Cine de la Ópera, unas conferencias de exposición de nuestras doctrinas, y, siguiendo el criterio de ir infiltrando el Tradicionalismo en los afines, sólo se consiguió que el señor Goicoechea organizara su grupo alfonsino de Renovación Española [7]. Se dio el caso, pues, de que los proyectos del Conde de Rodezno dieron por resultado que, en vez de haber extendido la influencia de la Comunión, se nos arrancaban los elementos que él quería conquistar, para otra organización opuesta a la nuestra. Más tarde vino lo del Bloque Nacional, y a ello se prestó también con mucho entusiasmo el Conde de Rodezno, aunque era, y cualquier carlista lo vio, y más que nadie nuestro llorado Don Alfonso Carlos, un artilugio político en oposición al Carlismo. Cuando el General Franco se decidió a dar el decreto de unificación, le fueron comunicados los puntos principales del decreto, lo que transmitió a los navarros en aquella lamentable Asamblea de Pamplona; pero lo cierto es que no se enteró, o entendió mal al Generalísimo, o engañó a sabiendas, ya que no quiero ampliar el trilema. Lo cierto es que, lo que dice que le dijeron, no fue lo que se hizo. Y ahora nos sale con que firmó un documento en blanco, y que le habían añadido unos párrafos finales sobre el punto en que había advertido no estar conforme.
Veamos lo que hay en este asunto. No estando en lo que se llama el secreto de los dioses, ignoro plenamente si fue acuciado para que firmara, ni si las personas que le hablaron le dijeron verdad o mentira. Quien quiera que sea, que se defienda. Y tampoco entro en si se agregaron o no unos párrafos antes o después de haber puesto su firma el Conde de Rodezno. Por mi parte, nunca firmaría un papel político, menos de tal importancia, fuera la que fuera la persona que me invitara a ello, sin que estuviera completo y pudiera meditarlo. Porque, en política, estas ligerezas son muy graves, y pueden dar lugar a muy desagradables sorpresas. Haciéndolo así, no es fácil que me sorprendan la buena fe, y un día salga reconociendo a Don Juan de Borbón, o apartándome de la lealtad que debo al Príncipe Regente, continuador de los Caudillos de la tradición española, nuestros llorados Reyes. Pero se me antoja que, si esto me ocurriera, no esperaría tres años –agosto 1943 a mayo 1946– para hacer saber a todos que yo no he firmado aquello, o, a lo menos, que no lo he hecho en la forma que se ha hecho público. Y pediría cuentas a la persona que hubiese cometido tal «abuso de confianza», para escarmiento, y así aligerar la grave responsabilidad de mi conciencia. Es verdad que no todos tenemos la misma «tendencia temperamental» del Conde de Rodezno.
Porque, en realidad, yo no quisiera que saliera un malévolo –que los hay, señor Conde de Rodezno, aunque su simplicidad e ingenuidad parece que se lo hagan dudar– diciendo que había jugado de ventajista, con dos barajas, a la expectativa de lo que pudiera ocurrir; o bien, que había tratado de congraciarme «sotto voce» con el destinatario del documento, por si a éste le disgustara o tomara a mal aquella exposición. Yo no digo que esto lo haya hecho el Conde de Rodezno, pero el mundo es muy malo…; pero…, ¿no es verdad que así se podría interpretar?
Sin embargo, en la exposición de 1943 hay un párrafo en el escrito visto y firmado por el Conde de Rodezno, no en el adjunto, que dice: «El poder político, rescatado triunfalmente por el Ejército, debe ser entregado a esta gloriosa Comunión, para que instaure el orden definitivo y nacional inspirado en el pensamiento tradicionalista, servido por ella con tal acrisolada fidelidad».
¿Para qué quería la Comunión Tradicionalista que le entregaran el Poder? ¿Sería, quizás, para llamar inmediatamente a Don Juan, y que éste honrara a los tradicionalistas con una cartera de Ministro, tipo Pidalino? Si había alguien para quien el sentido de la frase anterior tenía que ser claro y evidente; si para alguna persona no ofrecía dificultades su interpretación, era justamente para el Conde de Rodezno. Porque, al reunirse la Asamblea Carlista en el Palacio de Insúa, el 13 de febrero de 1937, bajo la presidencia efectiva de S. A. R. el Príncipe Regente, había quedado formulada y decidida la necesidad de que la Regencia se estableciera en España, precediendo a la instauración de un Rey. A la Asamblea de Insúa asistió el Conde de Rodezno, y aprobó su Acta.
Que el Conde de Rodezno no sintiera la necesidad de la Regencia, no nos interesa. La Comunión Tradicionalista no impone un criterio, lo señala; los que lo aceptan, están dentro de ella; los que lo rechazan, sea cual sea la razón, le son ajenos. Y, por lo visto, esta posición del Conde de Rodezno se traduce ahora en que le sabe mal haber firmado aquel documento. Muchos son los que creen lo mismo, aunque por causas distintas. No puede pensar la amargura de muchos cuando vieron el nombre del Conde entre los firmantes de la exposición. Probablemente, si la Jefatura Delegada quisiera abrir los archivos de su Secretaría sobre este particular, podría hallar las trazas de más de una, no diré protesta, pero sí lamentación, de que esto hubiera ocurrido. Como es probable que algún otro amigo del Conde haya también estampado su firma en el mismo documento, quizás sería interesante que cada uno de ellos nos explicara cómo habían firmado, probablemente también en blanco, o quizás también engañados, y así veríamos puestas al descubierto las «intrigas» de que se vale nuestra Jefatura Delegada, al mismo tiempo que pondría en evidencia la simplicidad y –¿por qué no decirlo?– la «bobaliconería» de ciertos personajes o personajillos que andan por las tierras de España. Y quizás sería mejor, algo más distraído y menos cansino, darnos una explicación distinta para cada persona.
Sin embargo, es de poca trascendencia el hecho de que él no sienta lo de la Regencia. Más grave es que pretenda imponer, o, cuando menos, difundir, su negativismo político disfrazado con practicismo juanista. Que hay quienes piensan como él no es discutible, porque de todo hay en la viña del Señor. Si coinciden con él, fuera están de la disciplina de la Comunión; y si hay desengañados, la Historia del Partido Carlista está llena de ejemplos de desengañados. Muchos, muchos y muchos lo estuvieron antes que ellos. Y, coincidentes, todos los desengañados se fueron tras las ollas de Egipto. Los desengañados de hoy serán los que también suspiran por aquellas ollas, que ya son clásicas en la terminología de nuestra Comunión. Lo único que me resisto a creer es que el designio de una Regencia merezca el calificativo de estéril. Para el Conde de Rodezno, para cuyo aristocrático y elegantísimo pensamiento las cosas han de tener una elegancia impecable, nada ha habido más estéril que el «negativismo» del partido carlista. Él, con sus dotes intelectuales tan maravillosas, había sentido siempre un desprecio olímpico para los que llamaba, entre irónico y despectivo, «los musulmanes». Que lo sepa el carlista de abolengo, el carlista amante de nuestras glorias, el carlista que soñaba y sueña en reverdecer nuestros laureles: los «musulmanes» éramos aquéllos que, no transigiendo en un ápice de nuestras convicciones, soñábamos, aspirábamos, sentíamos el deseo, la voluntad, la necesidad de conspirar. Nuestras glorias eran, por tanto, las glorias de «musulmanes». Nada más loco, nada más estéril, para él, que la gesta de Corrales [8]; nada más absurdo que la de Balanzátegui [9]; nada menos racional que la de Torrents [10]. Estos eran «musulmanes». El comadreo, el flirteo con los poderes constituidos, era la elegancia. Así, pudo calificar de «alocado» al noble y generoso General Ortega, «hombre arriscado y turbulento, más impulsivo que pensador», como dice Rodezno. Sonroja la cara de los carlistas que un hombre que se ha llamado carlista, aunque fuera sin convicción, trate de cualquier forma a quien supo dar la vida por la Causa, y que se califique la noble aspiración de Carlos VI de salvar a España en la empresa de 1860, sólo porque en aquel momento no triunfó, por traición de unos y cobardía de otros, de «desatinada». Sólo excusa al Conde de Rodezno su desconocimiento absoluto de lo que fue la conspiración de San Carlos de la Rápita. Y otra excusa podría alegar: la de que el Conde de Rodezno de entonces, diputado «polaco» por la Rioja, o no estuvo complicado en la conspiración de Ortega, lo que demuestra su arraigo isabelino; o no prestó el apoyo que debía, si había entrado en la conspiración. Sea como sea, insultar, porque no otra cosa es lo que hizo el Conde de Rodezno en su «La Princesa de Beira y los hijos de Don Carlos», la memoria de un mártir de la Tradición española, le juzga y le sitúa [11].
Estéril, a su entender, es la actitud tomada por la Comunión Tradicionalista, y negativa fue su actitud anterior. ¡Gracias a Dios, aquella negatividad nos permitió mantener incontaminadas nuestras doctrinas y nuestras masas, y, gracias a aquella posición «negativa», en 1936 florecieron en los campos de España los Tercios de Requetés!
Si hubiéramos escuchado, a través de toda nuestra historia secular, los consejos de muchos como Rodezno, quizás hubiéramos formado en las filas del Marqués de Viluma; y hubiéramos seguido las invitaciones de Pidal, y nos hubiéramos entusiasmado con la Unión Católica; pero, a cambio de cuatro zarandajas de Ministerios y demás, 1936 nos hubiera encontrado sin esa fuerza admirable que es el Carlismo, el Carlismo de las masas, el de los «musulmanes», el de los «alocados», el de las empresas «disparatadas», pero que ha estado, y lo estará, no lo duden Rodezno y sus amigos, en la brecha, presentando su pecho a las balas enemigas o traidoras, si llega de nuevo a ponerse en peligro el nombre de Dios y el de España.
Porque no estaría de más, a todos éstos que no tienen otro propósito que romper la unidad del Carlismo, el darse cuenta de que los avances de la Revolución en España han sido precedidos por una herida que se ha querido mortal para el Carlismo. Si la Revolución de Julio se hizo, antes hubo el fin de los «Matiners», y la vuelta en masa de los emigrados [12]; si la de Septiembre juzgamos, nos parece que, aparentemente, había desaparecido el Carlismo con las torpezas del Conde de Montizón [13]; si la Revolución de 1931 pudo imponerse en España, fue porque, cuando Vázquez de Mella, se había roto la Unidad, y Primo de Rivera –muy amigo del Conde de Rodezno– pudo creer que el Jaimismo había sido enterrado por su Unión Patriótica. Pero, mientras los que se rendían a los halagos claudicaban, los «musulmanes» continuaban en su política «negativa», y laboraban como podían, sin él ni sus paniaguados, que filosofaban muy aristocráticamente en los salones madrileños; y unos cuantos, desconocidos, sin importancia, sin aristocracia de sangre, trabajaban para reunir las fuerzas de los humildes, en vísperas de la caída del Gobierno del General Berenguer, antes que le sucediera el Almirante Aznar. ¡Qué política más negativa! ¡Qué estéril la labor de aquellos alocados! ¡Cuán positiva era la labor del Conde de Rodezno!
Y pretende ahora persistir en sus clásicas frivolidades, pero agravadas con el reconocimiento de su rey. Y no le basta hacerlo él, sino que quiere apoyarse en otros para dirigir al Príncipe Regente comunicaciones que, si Fal las tacha de irrespetuosas, más justo, aunque más duro, hubiera sido calificarlas de injuriosas.
Y esta cuestión la quiere soslayar, suscitando una secundaria; y, por último, con una accidental, pretende que todo se convierta en esta última, como centro de la cuestión.
La que soslaya, es la de las cartas al Príncipe; la que suscita, es la de sacar a relucir que no está solo; y la accidental, la de acusar a Don Manuel Fal Conde de un antiguo achaque: «atribuirme –dice el Conde– la exclusiva en actuaciones en que no voy solo».
Vayamos a la fundamental. Don Manuel Fal Conde, en su carta, decía: «En este afán, ha pretendido usted del Príncipe Don Javier, en dos escritos improcedentes –uno de ellos, además, irrespetuoso–, que declare la sucesión de la dinastía legítima en favor de Don Juan, por el solo título de la indicación genealógica o de sangre». Y, contestando el Conde de Rodezno por el método Ollendorff, dice: «en realidad, no son más que expresivos de una honrada convicción», y, buscando apoyo, nos suelta la retahíla de los firmantes. Lo consecuente a la manifestación de Fal Conde, era decirnos si era verdad o no que se había dirigido a S. A. R. el Príncipe Regente con tal designio. Si no era verdad, podía confundir al Jefe Delegado; si era verdad, quedaba él en mala posición.
Fal Conde, dirigiéndose a Rodezno, no tenía por qué, como ha hecho el aristócrata firmante del pacto de Estoril y acatador de Don Juan, mezclar terceras, cuartas, quintas y enésimas personas en una comunicación a una de ellas, para punto tan necesario como era acabar con una confusión que este destinatario había creado y fomentado en sus declaraciones a la United Press. Por esto, probablemente, le bastó al Jefe Delegado declarar que era irrespetuoso el escrito dirigido al Príncipe, y debía el Conde de Rodezno haber probado que no lo era, pues subsiste el calificativo de Fal, aunque «en realidad, –según Rodezno–, no es más que expresivo de una honrada convicción». Si uno de nosotros mandara a freír espárragos al Conde de Rodezno, sería una expresión con falta de respeto, aunque pudiera expresar íntima convicción. Por lo tanto, lo que interesa será juzgar si hubo falta de respeto, y, entonces, podremos discutir sus pretensiones de no singularizarse.
Dice la exposición de Rodezno y sus amigos al Príncipe Regente: «¿Cómo un Príncipe extranjero –justificadísimo para la misión interna y concreta que se le confió–, podría convertirse en gobernante español, y obtener la amplia confianza nacional que siempre ha radicado, o en la auténtica representación de una estirpe dinástica consubstancial con la Patria, o en hombres singulares que le hayan prestado servicios inolvidables?». Dirigirse al Príncipe Don Javier de Borbón para tratarle de Príncipe extranjero, decirle que no pertenece a una estirpe dinástica consubstancial con la Patria, y acabar por afirmar que no ha prestado servicios inolvidables, es más que una acción irrespetuosa: es casi una injuria, y es mayor la injuria porque se falta absolutamente a la verdad. Por la Ley de 1713, la rama del Príncipe de Parma tiene su sitio bien señalado para la sucesión de la Corona. Entronizada en Italia por las armas españolas, fue siempre miembro de la dinastía de Felipe V, fundador y regulador de la casa de Borbón en España. Los navarros que todavía recuerden nuestras guerras, y no lloren Lácar, sino que se enorgullezcan de Lácar, han de considerar más españoles al Duque Roberto, padre del Príncipe Javier, que defendía sus fueros y sus libertades empuñando las armas en el Ejército Real de Carlos VII, que Alfonso XII, poniendo los pies en polvorosa al oír los primeros disparos de nuestras guerrillas, cuando huían, arrojando las armas, para escapar más ligeros, los batallones alfonsinos que habían ido a Navarra mandados por Don Alfonso, para cerrar el paso a los Ejércitos de Carlos VII e impedir el restablecimiento de las libertades forales. No es sólo de navarros, es de españoles y es de caballeros agradecer a quien nos presta un servicio, y no olvidar a quien nos entrega a nuestros enemigos. Si hay un navarro que considere más español al que los sujetó a la Constitución de 1876, y les arrebató la Unidad Religiosa, y les privó de sus libertades, de sus Cortes, de sus Fueros, que el Príncipe de la misma sangre que expuso su vida por sus libertades, por sus Fueros, por su Rey legítimo y por su Dios, es preferible que, desde ahora, se enrole en las filas de Don Juan, donde todos caben, ya que no tiene puesto en la Comunión Tradicionalista.
Invocar la nacionalidad en un Príncipe, y considerarla como si fuera simple ciudadanía, encierra, en sí, un grave error. Una cosa es la ciudadanía en los nacionales o nacidos en un territorio, y otra es la nacionalidad de un Príncipe. Todo Príncipe tiene la nacionalidad de la casa a que pertenece, y esta nacionalidad no está sujeta a unas disposiciones legislativas, sino que es inherente a su cualidad de Príncipe. Los Príncipes de Borbón-Parma pertenecen a la Casa de Borbón de España, y a nadie se le ha antojado decir que un Príncipe de Parma pertenece a la Casa de Parma, sino a la rama de los Borbones de Parma. Es decir, que pertenecen a la Casa Real de España, y, por lo tanto, los Príncipes como Don Javier no son ajenos ni extraños en nuestro país, donde radica el centro de la Casa a que pertenecen. De otra forma, se va a errores que, involuntarios o voluntarios, crean confusiones. Todo Príncipe que tiene su ascendencia en nuestro tronco Real de Felipe V, no puede nunca ser considerado, si no es con manifiesta injuria y aviesa mala fe, separado de la Casa a que pertenece. Y no se alegue que ha nacido en el extranjero, que también nacieron en el extranjero nuestro Carlos VII, nuestro Alfonso Carlos y nuestro Jaime, todos los cuales fueron siempre más españoles, porque amaban más nuestras tradiciones nacionales, que los Príncipes de la familia que reinó usurpando el Trono, que, aunque nacidos en España, se divorciaron, por interés y voluntad, de nuestra tradición. Lo que interesa es la identificación de este mismo Príncipe con las cosas, con el modo de ser, con el pensamiento tradicional español. No basta ocupar un Trono para llevar en el corazón el amor a las tradiciones. Después de una cruel guerra de sucesión entre el Duque de Anjou y el Archiduque de Austria, la historia nos cuenta cómo invadieron la Corte y la nación las modas francesas, que pugnaban con nuestra tradición; y Felipe V fue un Rey que, aun queriendo identificarse con España, no supo nunca sustraerse a un ambiente francés que le impusieron su educación y los consejeros que Luis XIV le dio para el comienzo de su reinado. Y, en cambio, el Archiduque Carlos, lejos de España, conservó aquel recuerdo y aquel amor a nuestras tradiciones, y acogió con cariño y respeto a los españoles que le siguieron fuera de España. Porque, si bien estos españoles supieron escribir una página imborrable en el asalto de Belgrado, también es cierto que en los Consejos del Emperador Carlos VI estuvieron los españoles, y aquella Corte de Viena fue tan españolizada como afrancesada era la de Madrid en los mismos tiempos, y, mientras en España se hacía tabla rasa de tradiciones forales de la Corona de Aragón, la preocupación de Carlos VI en el Tratado de Viena era la de que sus antiguos servidores y defensores no fueran perseguidos por la lealtad demostrada a la Casa de Austria. Y tanta era la españolización de la Corte de Viena que, reinando la Emperatriz María Teresa, era gala aristocrática y de cultura el usar, en la misma, la lengua castellana [14].
Como se ve, desde el verdadero punto de vista a que debemos sujetarnos, ni el Príncipe Don Javier es un extraño a España, porque pertenece a la Casa Real de los Borbones, en su rama de Parma; ni su alejamiento material supone que pueda sentirse despegado de unos ideales tradicionalistas, por los que su padre luchó tan heroicamente, y con tradición familiar que ha dejado huellas en el Carlismo, como el recuerdo, siempre vivido por todos los leales, de la Santa Reina Doña Margarita de Borbón.
Pero hay todavía mayor ultraje al Príncipe Regente cuando se sabe, como tiene que saberlo Rodezno y los que le acompañan, el interés, la voluntad, la firmeza del Príncipe Regente (entonces delegado para efectos de los trabajos que se realizaban por nuestro Rey Alfonso Carlos) en defender que, en la lucha que se iba a entablar contra el régimen que nos deshonraba, nuestros Requetés no tuvieran que convivir con fuerzas que enarbolaran la bandera tricolor de aquella República comenzada con los incendios de Mayo de 1931 y que llegó a todos los crímenes, culminados con el asesinato de Calvo Sotelo. Entereza del Príncipe para que la bandera roja y gualda fuera desplegada en la guerra de liberación; entereza que contrasta con la quietud del Conde de Rodezno y de sus amigos, que, en aquel momento, mientras el Príncipe sostenía irreductible el retorno a la bandera de nuestros amores, estaban transigiendo con el General Mola en la cuestión de la tricolor republicana. ¿Quién representaba más el espíritu español? ¿El Príncipe, al que motejan de extranjero, al que injurian porque les cierra el paso de la claudicación, y que, en aquel momento, defendía algo tan sentimental como son los colores de nuestra bandera, algo tan nuestro porque nos representaban una España sin recuerdos ni sombras del período republicano; o bien aquéllos que, dispuestos siempre a todas las transacciones, a todas las claudicaciones, aceptaban la bandera tricolor sólo porque al General Mola se le hacía difícil, por sus compromisos, el retorno al pabellón rojo y gualdo?
Que contesten los carlistas de buena fe, y pongan a uno y otros ante su juicio, y entonces no será el Príncipe Don Javier a quien se le podrá reprochar el no sentirse identificado con el pensamiento español.
Otra injuria es la de suponer que el Príncipe Regente, en su actuación, no ha prestado servicios inolvidables a España. Ellos mismos, si han pretendido ahora hablar como miembros de una Comunión Tradicionalista de la que se separaron voluntariamente, lo deben a la entereza del Príncipe Javier, que no estuvo nunca conforme con la unificación, que ellos aceptaban y secundaban, y mantuvo la existencia de la Comunión Tradicionalista, ya que no quiso claudicar como lo hicieron ellos; y gracias al tesón, a la voluntad y al honor del Príncipe Regente, la Comunión Tradicionalista no es una página de la Historia del pasado, sino que es una realidad viviente. Como vemos, el señor Fal Conde estuvo suave en el calificativo.
Y, para dejar este punto terminado, no se olvide que los Príncipes de la rama de Parma son Infantes de España. Y esto quiere decir mucho, porque no es un mero título de cortesía, sino una dependencia que tienen del Rey Legítimo, que ejerce sobre todos ellos una especie de tutoría, y si el Duque Roberto no figuró más tarde oficialmente como tal en España –pero se le siguió reconociendo como Infante en el Gotha– fue porque no quiso acatar la usurpación alfonsina.
Dicen también los firmantes de la exposición a S. A. R.: «la Regencia, instituida por Don Alfonso Carlos a virtud de evidentes y razonados motivos circunstanciales, se refirió sólo a la vida interna de la Comunión, y a plazo que nunca pudo ser diferido hasta ahora. Sin más tardanza que la necesaria. El Príncipe instituido ha debido señalar la sucesión con arreglo a las leyes, y ha debido tener en cuenta, además, las posibilidades nacionales. Ésta, y no otra, era su función. Y, una vez señalada la sucesión, ha debido dejar a la Comunión, compuesta de españoles, en libertad para tratar, debidamente organizada, con el Príncipe de derecho, todo lo referente a su acople a las legitimidades de administración o ejercicio». ¿Habrá quien dude que, en lo que antecede, hay falta de respeto y, al mismo tiempo, injuria? ¿No es decirle a S. A. R. que él ha conservado indebidamente una autoridad, y que se ha arrogado funciones que no le competían, y que, además, está de sobra en las cosas de España?
Si el Conde de Rodezno y sus amigos no saben leer las disposiciones y mandatos de Don Alfonso Carlos, son cosas que no nos competen, como tampoco compete al Conde de Rodezno señalar si el Príncipe estuvo o no dentro de los límites fijados por la disposición regia. Y no le compete al Conde de Rodezno, expulsado de la Comunión, y tampoco le compete a Don Luis Arellano, igualmente expulsado, ni a los que se hallen en su caso. Los otros son los que deben reflexionar y elegir entre Don Juan y la Comunión; y pido a Dios que algunos, cuyo recuerdo me es tan grato, opten por la bandera, y se dejen del hijo de Alfonso XIII.
Lo que buscaban, sin duda, los inspiradores de la carta, era que Don Francisco Javier, herido por tanta falta de consideración y caballerosidad, abandonase la dirección de la Comunión Tradicionalista. ¡Si son los mismos que la enterraban en aras del General Franco, en la reunión del 16 de abril de 1937, los que ahora pretenden enterrarla en aras de Don Juan! Si no fuera largo, si no creyera que entre las firmas las hay de muchos que sabrán mantenerse en el borde del abismo que se abre a sus pies, copiaría los nombres de aquéllos que nos enterraron en 1937 y nos entierran ahora, y que, mientras no se tomen decisiones ya definitivas por nuestras autoridades, algunos volverán a enterrarnos mañana.
Porque la pobreza de argumentos es tal, que si se lee el acta de la reunión de Pamplona de Abril de 1937, –Asamblea facciosa, por supuesto; «conciliábulo», como lo calificó S. A. R.–, se encontrarán casi los mismos argumentos en la carta dirigida al Príncipe, en las cartas del Conde de Rodezno al Jefe Delegado, y en el discurso del Conde en dicha Asamblea.
¿Tuvo razón o no para calificar los escritos al Príncipe, como lo hizo, el señor Fal Conde? El derecho de representar es legítimo y es español, no privativo de los navarros, que también representaban los vasallos de los demás reinos de España. Pero la representación requiere cortesía, y la franqueza en exponer el pensamiento no está reñida con el respeto requerido.
Reconozcamos sinceramente que la indicación del señor Fal Conde era benigna, y pasemos a la cuestión secundaria.
Dice el Conde de Rodezno que «él no va solo, sino que en el documento citado le precedían trece firmas y le seguían treinta y siete de lo más representativo de Navarra». Dejemos a Navarra tranquila, que no tiene la culpa de todo esto. El pueblo navarro tiene un historial de lealtad que es orgullo de todos los españoles, y desde el comienzo de la lucha contra el liberalismo parece que arrancó de su escudo las cadenas de Sancho el Fuerte para atarse a la lealtad debida a la dinastía desterrada. Éstos son los navarros de verdad, los que sufren, los que luchan, y los que se mantienen leales. Los otros, son navarros de nacimiento, porque claro está que navarros eran Oráa, Espoz y Mina, Moriones, Mendiry y Pérula…; pero éstos no representan a Navarra. El día que en Navarra, en sus masas honradas, cundiera la deslealtad, dejarían de ser lo que hasta hoy vienen siendo. Pero ahora nos interesa simplemente recoger la excusa de Rodezno. Si yo digo una blasfemia, y otro, y otro, y otro la repiten, mi blasfemia no queda compartida entre todos, en partes alícuotas, sino que hay tantas blasfemias como personas que las profieren. Si hay un error, y este error es compartido por otro, la responsabilidad del error incumbe a cada uno de ellos, pero no en partes proporcionales. Si la carta es improcedente y es irrespetuosa, cada uno de los firmantes lleva su culpa, no su parte de culpa, sino su culpa entera. Pero si el Conde de Rodezno era el destinatario de la carta del señor Fal Conde, no debía entrar éste, a mi entender, en lo que podríamos llamar la responsabilidad de los demás, puesto que, no habiendo hecho declaraciones reconocementeras en la United Press, podían, y seguramente más de alguno tengo la esperanza lo habrá hecho, comprender que, por el camino que se seguía, se llegaba a Estoril, pero se pasaba por Vergara.
Del valor que para el Conde de Rodezno tengan estas asistencias, ya trataremos más adelante.
Y queda la cuestión circunstancial, la de la manía del señor Fal Conde de singularizarle. Quizá también formará parte de la «tendencia temperamental» del señor Fal Conde. Y, como yo no soy el señor Fal Conde, y yo no tengo que salir en su defensa, que sólo me ocupo de nuestra Causa santa, –porque hay algo más grave que una cuestión personal, como es una rebeldía que conduce a una claudicación–, allá se entiendan los dos. Lo que es innegable es que el que se singularizó fue el Conde de Rodezno, porque él fue a Lisboa; conversó en Estoril con Gil Robles y Sáinz Rodríguez; después, en Madrid, habló sobre su viaje con el Generalísimo; y, por último, hizo las declaraciones en la Agencia United Press. Y así estuviera el primero, el último o el del centro de las firmas, no importa para singularizarse. Es indudable que, en el orden intelectual, cualquiera de los firmantes tenía tanta o más representación que el Conde de Rodezno. Se lo concedo. Pero tampoco hemos de olvidar que el Conde de Rodezno tiene una particularidad muy singular.
Apenas unos cuantos inquietos, o alguien fuera de nuestra Comunión, quiere torcer los destinos de la misma, se piensa en el Conde de Rodezno. No hay necesidad de insistir mucho sobre este particular. En la Asamblea de Insúa, de Febrero de 1937, se habló de que en Salamanca, en aquel entonces, se descontaba la destitución del cargo de Jefe Delegado que ostentaba el señor Fal Conde y el nombramiento del Conde de Rodezno en su lugar. En cualquier Asamblea, o reunión, o Junta, que se haya celebrado desde 1936 hasta acá, siempre se ha pensado en un lugar destacado para el señor Conde de Rodezno; pero todas estas juntas, reuniones o asambleas, siempre eran de carácter más o menos indisciplinado. Decide el General Franco hacer la unificación, y quiere que una persona prepare a los carlistas para que éstos acaten la disposición como inevitable. ¿A quién acude? Al Conde de Rodezno. En 1935, los elementos que querían entregarnos a Calvo Sotelo, bajo la etiqueta de Bloque Nacional, intentan derribar al señor Fal Conde, por saberlo opuesto a dicho conglomerado. ¿De quién se habla para nuevo Jefe Delegado? Del Conde de Rodezno. Personalmente a mí me lo dijo en el parador de Bailén, en diciembre de 1935, un destacado elemento de Renovación Española. Que en estas cosas entrara o no el Conde de Rodezno, no importa; lo interesante es que, cuando se ha pensado, por rebeldes, traidores o enemigos, someter a nuestra Comunión a sus fines, todos han señalado, como el más apto para facilitarles la victoria, al Conde de Rodezno. Es fatalidad, pero, como vemos, se singulariza por esto: el más apto para claudicar.
Y, además, es curiosísimo recordar que, en la exposición tan «respetuosa», nada menos que en interpretación de la «inmensa mayoría de la Comunión y, sobre todo, del Carlismo navarro» (¡navarros, tenedlo en cuenta!), se vertían los siguientes párrafos: «El Príncipe instituido ha debido señalar la sucesión con arreglo a las Leyes, y ha debido tener en cuenta las posibilidades nacionales. Ésta, y no otra, era su función». Es decir, que ni siquiera los principios tradicionalistas debían ser salvaguardados. Las Leyes –de las exclusiones, ni hablar– y las posibilidades nacionales. ¿No hay posibilidades? Pues que se fastidie el sucesor, aun cuando sea lealísimo a los principios. ¿Las hay? Pues aunque sea Riego…, porque, después, ya entran ellos en la liza: «Y una vez señalada la sucesión, ha debido dejar la Comunión, compuesta de españoles, en libertad para tratar, debidamente organizada, con el Príncipe de derecho, todo lo referente a su acople a las legitimidades de administración o ejercicio».
¡En buenas manos quedaba el pandero! Ante todo se reconocía al Príncipe de derecho, teniendo en cuenta las leyes que le llamaban, sin especificar si es la de 1713, o, lo que parece más atinado, la Constitución de 1876. Y, una vez reconocido a su añorado Don Juan, ellos, los firmantes de la carta, quedarían en libertad para tratar el «acople» de la Comunión en lo referente a las legitimidades de administración o de ejercicio. En realidad, no creo que muchos me explicaran lo que significa la legitimidad de administración, y sólo se me ocurre que, volviendo a restablecer en España un nuevo andamiaje caciquista, esperaban se les reservara alguna participación.
Si se cree que es ligereza pensar que lo que querían, ante todo, es su Don Juan, no hay más que volver a su primera representación, en que se decía: «suplicamos a V. A., a imperativo de patriótico impulso, que designe el Príncipe en quien concurre el derecho de sangre y las posibilidades de reinar». Si esto no es pedir a voces que se designe a Don Juan, no lo entiendo.
Y dicen además: «Por este camino se hubiese llegado a que la Comunión tuviese un Rey que conjuntase el derecho de origen y las legitimidades de ejercicio, que a nadie pueden negarse caprichosamente». (Como tampoco se pueden convalidar derechos sin tenerse en cuenta las exclusiones fijadas por las leyes tradicionales). «Esto hubiera sido dotar a la Comunión de su pieza fundamental. Pudiera haberse llegado también a que, quien ostentase el derecho de origen, no encarnase los principios para nosotros primordiales». (Ya era hora que nos acordáramos de ellos, pero ya veremos para qué). «Pues, aun en ese caso, la Comunión Tradicionalista, huérfana de Rey, y obrando como fiel custodio de sus doctrinas, actuaría con una flexibilidad política que le permitiera buscar otras soluciones para su problema esencial». Si es después de reconocer y designar al Príncipe en quien concurra el derecho de origen por la sangre y las posibilidades de reinar, lo que se conseguiría formar sería un nuevo pidalismo, y no creo que en Navarra nuestras masas, con tal de salvar un caciquismo mestizo, se entregaran a esta claudicación. Porque, una vez reconocido el Príncipe, con hombres de la sagacidad del Conde de Rodezno se pueden esperar que hasta firmen en blanco la Constitución de 1869, diciendo después que les habían metido un «embuchado» por verdadero «abuso de confianza», o bien que habían interpretado mal lo que les había dicho el flamante Rey, con lo que, igual que en 1937, mirarían de tapar la fosa en que yacería para siempre el Carlismo, aunque con él enterraran el honor y la salvación de España.
Pretendiendo excusarse más, afirma: «que los hombres más significativos del Carlismo vascongado, aragonés y riojano, se han adherido a esta posición unánime de Navarra».
Dejemos la unanimidad de Navarra. Se nos haría siempre cuesta arriba aceptar que Navarra sea ejemplo de traiciones. Quizás podrán algunos errar en algo. Pero Navarra está más alta, y no se la debe acusar de traición a la Causa. Un recuerdo a su historia les haría meditar…
Siempre persistiendo el Conde de Rodezno en su posición de no aislado, agárrase ahora a los amigos, como dentro de poco le señalaremos agarrado a sus adversarios. No tiene bastante con haber querido meter a los que él llama «personalidades representativas» de Navarra, sino que ahora va a buscarlos en las regiones limítrofes, es decir, Vascongadas, Aragón y La Rioja. Tiene miedo de estar solo, porque sabe que, solo, no se le cotiza, y, hundiéndose en el abismo, procura arrastrar al mismo a cuantos le rodean, a cuantos están en contacto con él.
Tengan en cuenta los navarros, vascongados, riojanos y aragoneses que, por una influencia moral –que, dadas las dotes intelectuales, y su pasada actuación política, son inexplicables en este caso, pero que, en realidad, ejerce o puede ejercer–, las deslealtades pueden ser de dos clases, y, desgraciadamente, en nuestra Comunión las dos se han dado en momentos muy tristes. Existe la deslealtad del traidor, del claudicante, del que se pasa al enemigo, la del desertor; todos ellos repugnan a un carlista verdadero. Pero hay otra deslealtad, que es la antítesis de la anterior: la que podríamos decir del que peca por carta de más. Con un símil literario se comprende: basta tener presente «El condenado por desconfiado».
Como hemos dicho, esta deslealtad por exceso de lealtad no es desconocida en nuestra historia carlista.
No se olvide lo de los batallones navarros que, en 1839, ante la inminente traición de Maroto, se sublevaron en Vera, instigados por el canónigo Echevarría, el Obispo Abarca, y Arias Teijeiro; ya que, en realidad, a la descomposición del ejército del Norte, tanto contribuyeron ellos con su exceso de lealtad, como los traidores con su deslealtad manifiesta. Relajada la disciplina, desobedeciendo al Rey… pecaron contra la lealtad. Que llevaban buenas intenciones, no hay duda; pero, rota la disciplina, se cayó en los excesos que culminaron en el asesinato inicuo de González Moreno. De los excesos no tuvieron culpa directa, ni quizás remota, los carlistas que alentaron e instigaron la sublevación de los batallones en Vera, pero, como ellos fueron los que rompieron los lazos de la disciplina, Carlos V no les devolvió nunca más su gracia [15]. Reflexionen los navarros, que, sin reparar cuál era la sirena tentadora que les arrullaba con sus cantos, creyeron que podían dirigirse al Príncipe de forma inusitada y apremiante, que bien podrían estar ahora en situación de caer en manos de las maquinaciones de algún Aviraneta trasnochado [16]. Y no olviden los carlistas de buena fe que hayan firmado la adhesión de Vizcaya, que, fuera cual fuera el entusiasmo carlista y la popularidad de que gozara el Cura Santa Cruz, también éste fue rebelde a su Rey, porque, por exagerada lealtad a la Causa, rebelóse contra las órdenes y la disciplina impuesta por Carlos VII, y, dejándose llevar por su entusiasmo y su buena fe, fue el juguete de los cabreristas que, en Bayona, iban socavando la Causa carlista para conseguir sus fines, que eran los de hundir la Causa de Carlos VII, sirviéndose de los rencores y odios personales que para nuestro Gran Rey sentía el antiguo Caudillo de Morella.
No le bastan sus tentativas de arrastrar a los que puede considerar como más afines, sino que también le interesan hasta los que tienen reconocida la disciplina del Príncipe Regente. Si hay destacados colaboradores de la Jefatura Delegada que no se sienten solidarios de la carta de Fal al Príncipe Don Juan, debe ser, o bien que la rechazan y coinciden con las apreciaciones del Conde de Rodezno, y, en este caso, ellos mismos se excluyen de la disciplina, o que, teniendo tendencias en favor de Don Juan, sentimentales o las que sean, discrepan de la política seguida, pero la acatan, y no hacen viajes, ni están propicios a hacerlos, para doblar la espina dorsal ante el hijo de Alfonso XIII. En este caso, es por discrepancia no fundamental, parecida a la que tuvo Don Cándido Nocedal durante la tercera guerra civil. Pero la más elemental discreción imponía que no se trajeran a colación estas «personalidades», colaboradores de la Jefatura, y, de hacerlo, debían señalarse los nombres, para que cada cual dijera lo suyo y, como vulgarmente se dice, «cada palo aguantara su vela».
Que el Conde de Rodezno trata de sembrar confusión nos lo prueba su propia carta. Fíjese el lector que involucra dos cuestiones distintas: la del Primer Secretariado de Falange, y la de su Primer Consejo Nacional. Desgraciadamente para el Conde de Rodezno, existen documentos escritos que no necesitan de testimonios personales, y, además de estos documentos, ha de recordar la recepción que le hizo el Príncipe Regente cuando tuvo, no diré la osadía, pero sí la ligereza, de presentarse a S. A. R. en el viaje de éste a España [17].
Todavía puede decirse que, para la mayor parte de los carlistas españoles, existe un período cubierto por tupidos velos. Eran los tiempos en que nuestros gloriosos Requetés lo daban todo por la Causa y por España, mientras que había quienes se llamaban carlistas y preparaban, o cuando menos creían preparar, el fin de la Comunión.
Rudo golpe para la Causa fue la muerte por accidente de nuestro último Rey Don Alfonso Carlos. La sabia previsión de este Monarca había, sin embargo, preparado aquel momento, dispuesto a que no quedara huérfana la Comunión Tradicionalista, instituyendo la Regencia en la persona de S. A. R. el Príncipe Don Javier de Borbón Parma, a quien el hermano de Carlos VII consideraba habría sido el «ideal» para sucederle como Rey tradicional de las Españas. Mientras los políticos comadreaban, y los eternos díscolos iban tratando de derribar al señor Fal Conde del cargo que ocupaba por la confianza del Rey, el Príncipe D. Javier y el señor Fal conspiraban, organizaban y preparaban el movimiento que estalló en Julio de 1936.
Vino la guerra civil. Nuestras montañas y nuestros campos se cubrían de boinas rojas; la bandera roja y gualda fue desplegada en los campos de batalla; se actuó admirablemente, y se escribió una página gloriosa que se añadió a las ya escritas del partido carlista. Se instituyó la Junta Nacional de Guerra [18], que debía encauzar el movimiento; y la historia de sus componentes, sus actuaciones entonces y más tarde, demostraron que «no estaban todos lo que debían, y no debían estar todos los que estaban».
Más tarde, en Marzo de 1937, el Conde de Rodezno comunicó que se retiraba a su casa de Cáceres. Lo comunicó a S. A. R. el Príncipe Regente, y también, incidentalmente, al señor Fal Conde. Parecía que estaba un poco separado de toda la actividad política del momento. Poco después, fue llamado por el Generalísimo a Salamanca, y recibido el 12 de Abril. Iban tres más con él. Y el Generalísimo les anunció que iba a proceder, por un Decreto, a la Unificación de Falange con el Tradicionalismo. ¿Qué debió hacer el Conde de Rodezno? Lo primero, y más inmediato, hubiera sido decir que no era a él, sino a persona autorizada por su jefe, a quien debía dirigirse. Supongamos que esto lo hubiera hecho. ¿Se creerá por alguien que le hubiera ocurrido nada? Pero, supuesto que le hubieran contestado que se le llamaba para comunicarle una disposición que se iba a tomar, ¿no hubiera sido lógico que él y sus acompañantes, don José Martínez Berasáin, Don Marcelino Ulibarri y el Conde de la Florida, hubiesen protestado contra esta decisión, diciendo que ellos no podían aceptar la extinción de la Comunión Tradicionalista por un mandato externo? ¿Podría haberles acarreado algún sinsabor, alguna persecución? Si, mientras morían en las trincheras nuestros Requetés defendiendo a España, no eran capaces de exponerse al menor disgusto, ¡pobres carlistas eran! Bien les correspondía el dictado de «ojalateros». Porque, no saber siquiera protestar, estando ya al abrigo de las balas, y no tener en cuenta que otros sufrían y morían, era estar con el «¡Ojalá ganen!».
El Conde de Rodezno dijo luego, pública y oficialmente, que «el Generalísimo no les hablara para nada de que los llamaba en plan de consulta, ni siquiera de que otro día continuarían las conversaciones, etcétera; lo cual da a entender claramente, a su juicio, que el Jefe de Estado los llamó exclusivamente para notificarles la determinación que había tomado sobre este particular». No es muy airoso el papel que se atribuían, aunque fue todavía, probablemente, menos brillante el papel que se les encomendó. Y es curioso que ahora, al Príncipe Regente, que no tiene más fuerza que la moral, se le dirijan comunicaciones que, como hemos probado, contienen términos ofensivos, y que, entonces, porque quien hablaba la tenía material, callaran, –suponiendo piadosamente que callaran, que si viniera día en que se demostrara documentalmente que asintieron, y hasta aplaudieron, no nos cogería de sorpresa–.
Y, entonces, comenzó la segunda parte de esta comedia, o, mejor dicho, tragedia para muchos. La Junta de Navarra se reunió el 14 de abril, y debió escuchar al señor Martínez Berasáin. Y se acordó convocar a una Asamblea de Navarra. Allí debía hablar el Conde de Rodezno. El papel aprendido en Salamanca debía ser puesto en ejecución.
La reunión de la Asamblea extraordinaria de la Comunión Tradicionalista navarra comenzó en el Círculo Carlista de Pamplona, bajo la Presidencia de Martínez Berasáin [19].
Llevó la voz cantante el Conde de Rodezno, quien pidió «la máxima discreción y serenidad en su examen y posterior divulgación». Dio cuenta de su entrevista con el Generalísimo, en la que tan triste papel habían hecho. Según él, no fueron llamados en plan de consulta, y sí sólo para notificarles la determinación. Se nos antoja que se les invitó a preparar el ambiente para que no se encontraran resistencias. Si no se lo encargaron, actuó exactamente como si tuviera esa misión, oficial u oficiosamente; pero, por mandato expreso o por oficiosidad, y sea cual sea el móvil, nunca queda bien parado el Conde de Rodezno.
Manifestó, además, lo que sería el decreto de Unificación, aunque no resultó lo que él dijo. Justificaba lo que se iba a hacer, pues, a su juicio, «pensando serenamente las cosas, las mismas realidades actuales de la vida española traen consigo ese mismo resultado, ya que la Comunión Tradicionalista, en sus ciento tres años de lucha, ha representado la protesta constante de la España tradicional contra un régimen liberal; contra una dinastía usurpadora e ilegítima; la lealtad a una dinastía legítima; y, por último, la actuación como un partido político más, contra el juego de ellos dentro del régimen liberal; y ahora, al organizarse el nuevo Estado español, nos encontramos con que ninguna de estas cosas, que han sido fundamentales en la política española en el citado período, van a subsistir, porque desaparece el régimen liberal; no existe en España la dinastía ilegítima; se ha extinguido la dinastía legítima, la nuestra, a la que hemos seguido y defendido con una lealtad que quedará como ejemplo en la Historia de España; y, además, se ha acabado la actuación de los partidos políticos, que es propia de la organización de un Estado en régimen liberal». Como se ve, con el corazón ligero y con sofismas bien meditados, el Conde de Rodezno extendía la papeleta de defunción a la Comunión Tradicionalista. No era el primero, no ha sido el último, ni lo será tampoco.
Y después de este entierro, añadía el Conde de Rodezno: «ante esta nueva realidad de la vida española, que es realidad también de la humanidad (¿qué diablo querrá decir con eso?), ¿qué va a hacer la Comunión Tradicionalista?», respondiendo él mismo que, a su juicio, «nos quedan unos principios, los de nuestro Santo lema, los que hemos de procurar infiltrar en la sociedad española». Quizá quedaría asombrado el Conde de Rodezno si le dijéramos que esto último era caer en el integrismo, pero preferimos no decirlo así, y, dado lo que ocurría, ya que comportaba claudicaciones que el integrismo no soportaba, más vale asegurar que era en el pidalismo. Poco era éste y poco valía, pero quizá tenía todavía más valor que el rodeznismo.
Sigamos con esta Asamblea. Asamblea facciosa, indudablemente, por cuanto fue convocada con ausencia de la autoridad máxima de la Comunión, y en esto fue ladino el Conde de Rodezno, porque advirtió al final que «no tiene la representación oficial de la Comunión Tradicionalista», aunque esta manifestación tenía otro objeto. Habiéndose mostrado partidario, uno de los reunidos, de acatar el Decreto, pero expresando el deseo de que se dirigiera al Jefe del Estado un breve escrito para que recogiera nuestros principios en el preámbulo del Decreto de Unificación, le atajó Don Luis Arellano, –ex-Diputado a Cortes y Delegado de la Junta Carlista de Guerra en la Obra Nacional Corporativa, Subsecretario de Justicia con el régimen del General Franco más tarde–, diciendo que se hallaban ante una determinación del Generalísimo, impuesta por las circunstancias excepcionales, y que si el Partido Único «se inspira en normas contrarias a nuestro espíritu, no podríamos actuar de momento, en razón a las especiales características de la organización del Estado, teniendo que pensar, en este supuesto, en el modo y manera de intervenir en la nueva realidad de España». El señor Arellano no se había enterado de que el Carlismo había estado más de treinta y cinco años en estado de ilegalidad [20]. Sin embargo, como hubo otros que todavía insistieron para que se designara una persona que interviniera en la redacción del preámbulo del Decreto, intervino Don Juan Ángel Ortigosa, asesor de la Junta de Guerra, para aplacar ciertas euforias, diciendo: «en estos momentos, y a la altura a que han llegado las cosas, no cabe opción», «no quedando a la Comunión otro camino que colaborar con S. E. el Generalísimo».
¿Y, entonces, qué hace el Conde de Rodezno? Pues resumir las manifestaciones anteriores, diciendo: «que S. E. el Generalísimo les llamó para notificarles el Decreto que proyecta sobre el Partido Único, y que, a su juicio, no procede el nombramiento de Comisión alguna que visite al Jefe del Estado, porque éste no la ha solicitado, y porque, además, esta Asamblea, magnífica por la calidad de sus señores asistentes, no tiene la representación oficial de la Comunión Tradicionalista». El objeto que hemos indicado: convenía quitar oficialidad a la Asamblea para que no representara ante el General Franco. ¿Y habrá quien tenga confianza en el Conde?
No tuvo entereza para dirigirse al General Franco, no diré por miedo, pero quizá por prudencia; pero, en cambio, a S. A. R. el Príncipe Regente, que no puede tomar sanciones de ninguna clase, sí que se le pueden dirigir comunicaciones que no ha solicitado, y dar consejos que no ha pedido. Naturalmente, como siempre, ahora como entonces, alegan «el sentir de nuestra Comunión política de Navarra. El número y calidad de los asistentes al acto, y la unidad con que se produjeron, nos permiten asegurarle que su contenido refleja exactamente el sentir y el pensamiento de cuanto en Navarra representa la autenticidad tradicionalista». ¡Pobre Navarra, cómo te colocan tus representantes! Ayer era la necesidad de ponerte a las órdenes del Partido Único, y hoy de reconocer a Don Juan; mañana…, ¿quién lo sabe? Pero Navarra es consecuente, Navarra es leal, y ninguno de los camaleones de la politiquería la representan, porque el corazón navarro, noble, franco, abnegado, siempre carlista, no tiene ni puede tener contacto alguno con los que, un día a uno, y al siguiente a otro, entregan la Comunión, o, mejor dicho, quisieran entregarla, para satisfacer sus vanidades de caciques de aldea.
Pero hay más: en el documento que presentaron entonces al Príncipe, se escribe nada menos que lo siguiente: «Señor, desertaríamos de nuestro deber si no expusiéramos a V. A. la inquietud que nos produce la versión, llegada hasta nosotros por conducto autorizado, de que aconsejan a V. A. la publicación o divulgación de un documento que marque a la Comunión, siquiera sea en la escasa medida posible dentro de las circunstancias, una significación hostil a la constitución de la nueva entidad política social, caso de que el intento expresado por el Generalísimo llegue a requerimiento, en nombre de exigencias y necesidades del presente momento, cuya interpretación le corresponde». Y lo hacen porque tal postura política acusaría «dudoso patriotismo», y equivaldría a «encerrarse en un negativismo estéril»… Y nos vienen todavía de Navarra propugnando hoy a Don Juan, como ayer el Partido Único, con los mismos cuentos, con los mismos sofismas, y hasta con los mismos términos. Se llega a lo intolerable, a atacar al Príncipe Regente, que, con su actitud digna, salvó a la Comunión Tradicionalista, que, de haberles escuchado a ellos, sería ya una página muerta de la pretérita historia.
Y se dirá: ¿Y el Conde de Rodezno, qué papel jugaba? Pues justamente fue él quien impulsó la representación de entonces, y la comisión que se envió. Dice el acta: «Añade que a él (el Conde de Rodezno) le preocupa extraordinariamente el hecho de que, publicado el Decreto de referencia, la Comunión Tradicionalista no haya resuelto su punto de vista, lo que podría indicar una desorientación de nuestras masas, mostrándose, por ello, decidido partidario de que una comisión de esta Asamblea se traslade a San Juan de Luz, y visite al Príncipe Regente de nuestra Comunión, para decirle, con los máximos respetos debidos a la Jerarquía, que el deseo de Navarra (y dale con Navarra) es que, cuando aparezca el Decreto de S. E. el Generalísimo, sobre formación del Partido Único, la Comunión Tradicionalista tenga ya preparada una resolución adecuada para darla a conocer a la opinión española». Ya hemos visto antes, por la Exposición al Príncipe, que era la de entregarnos al Partido Único; y para que sea más evidente la intervención en todo este tristísimo hecho del Conde de Rodezno, basta leer este final: «el señor Archanco propone a la Asamblea conceda facultades a la mesa para la designación de esa comisión, y la Asamblea acepta, por aclamación, las respectivas propuestas de los señores Conde de Rodezno y Archanco».
Se impone una pregunta: ¿Quién comunicó «por conducto autorizado» que se pretendía oponerse con un documento oficial de S. A. al Decreto de Unificación? No hay traza alguna en el acta, y, sin embargo, este temor es el que se expresa como único motivo de la exposición al Príncipe Regente. ¿No es, pues, lógico que «la preocupación extraordinaria» del Conde de Rodezno era precisamente esta oposición a la unificación proyectada? ¿Y por qué, en este caso, se disfrazó, esta versión que existía, con las palabras expuestas en el acta, cubriéndolas de «preocupación extraordinaria»? Bien es verdad que hizo su labor entonces el Conde de Rodezno en favor del General Franco, como ahora la está haciendo en favor de Don Juan. ¿Y habrá navarros que le seguirán? ¿Es que Navarra ha dejado de ser leal y carlista, para hacerse rodeznista y juanista? No lo creo; necesito mayores pruebas para que me convenzan de que el pueblo navarro, las masas carlistas navarras, han traicionado sus banderas.
Y después de esto, el Conde de Rodezno, el señor Arellano, el Conde de la Florida y el señor Mazón aceptaron lugares en la Secretaría General de FET. No es de extrañar, pues ya hemos visto cómo, tanto el Conde de Rodezno como el señor Arellano, actuaron para sacrificar nuestra Comunión en el altar del Partido Único, el partido de Falange.
Que fueron autorizados, nadie lo puede creer en vista de la carta de Su Alteza el Príncipe Regente a Don Luis de Arellano. La reprimenda, las quejas y las acusaciones que se le dirigieron en aquel importante documento del 18 de julio de 1937, repercutieron, o debían de haber repercutido, en el rostro del Conde de Rodezno, porque allí también se le singulariza, pero no es en su favor. Publicada esta carta recientemente en un documento oficial de la Jefatura Delegada, me ahorro de reproducir sus párrafos en estas «Observaciones»; como tampoco he de reproducir, por la misma razón, la solemne declaración del Príncipe Regente, del 3 de diciembre de 1937. Los dos documentos fijan un hecho transcendental para la vida política de las personas a que se refieren, y señalan la terminación de la historia, llamémosla carlista, del Conde de Rodezno y de sus, ahora, correligionarios.
Pero, en realidad, bastaría darse cuenta del Decreto del 18 de julio de 1937 para saber que, quienes entraron en el nuevo partido, dejaban de formar parte de la Comunión Tradicionalista.
¿Se puede creer que habían ido a la unificación para introducir las ideas tradicionalistas en Falange? Nunca. El programa del partido unificado eran los veintiséis puntos de Falange. ¿Y habrá carlista, habrá tradicionalista, habrá antiliberal, que no vea que era antitético todo ello a nuestra concepción política? Después de tantos años de combatir al estatismo liberal; después de tantos discursos en que la oratoria de Mella combate al Estado-Dios; después de haber sostenido el carlismo su concepción del Estado delimitado por la exuberancia de nuestras libertades tradicionales, hasta reducir el Estado a su justa expresión; después de todo esto, ¿habíamos caído a reconocer lo que siempre se había rechazado?
Y cuando quiere justificarse, sostiene que fue Ministro del General Franco para defender las doctrinas de los Requetés, y que hizo una legislación que considera que puede sostener cualquier crítica.
Si fue Ministro, no lo fue como carlista, sino como excluido de la Comunión por su aceptación del puesto en el Secretariado de la FET, y por su acto en Las Huelgas el 2 de Diciembre de 1937, jurando lealtad al Caudillo y fidelidad estricta a sus mandatos. No pertenecía a la Comunión porque «no se puede tener en cuenta la personalidad de aquél que, por su actuación, podría ser causa de equívocos que desalentaran a los leales carlistas, en provecho de otro partido», como decía la Secretaría Real de Carlos VII, en la expulsión del veterano General Masgoret, en 13 de mayo de 1869. No pertenecía a la Comunión porque, también ahora, «la Causa de que se trata no es de particulares, ni en ella los particulares, como personas individualmente tomadas, deben entrar para nada», como dijo, en otra ocasión, el Consejo de Estado de Carlos V, en informe dado en Montpellier el 13 de abril de 1840. No era carlista, porque voluntariamente había adoptado la situación que le excluía.
Si intentaba defender las doctrinas de los Requetés desde el Gobierno, no puedo juzgar; pero sí se puede asegurar que nada tradicionalista se ha hecho. Porque, si no, ¿hay unidad católica? ¿Hay Fueros restablecidos, Cortes tradicionales? ¿Hay Monarquía o instituciones monárquicas tradicionales? Entonces, ¿qué hizo…? Y, en cuanto a la apología de su propia labor en el Ministerio, parece tener una gallardía de desafío; pero ésta pronto desaparece cuando se piensa que no es fácil, en este momento, enjuiciar su actuación. Gallardía falsa, pues sabe que hacerlo es imposible; gallardía mentira; gallardía de desafío que sabe no se puede recoger…; es decir, lo que se llama en Andalucía un «farol», lo que se llama en la Argentina una «pavada»… Adjetivos no faltan.
Y todavía se quiere excusar diciendo que no necesitaba la autorización de la Jefatura Delegada. En cuanto a la de S. A. R., después de la contestación a Arellano y la declaración de San Sebastián, no había necesidad de solicitarla, porque la conocía de antemano.
En lo que se refiere a la de las Juntas consultadas, después de lo que venía ocurriendo, la conocía también. Yo no sé si hubiera consultado si hubiera tenido la creencia de la adversidad. En último caso, podía haber hecho lo que ocurrió con otro personaje tradicionalista que, por dos veces, ha abandonado sus banderas. Es una historia curiosa y la voy a explicar, para entretenimiento, y para que los ilusos se vayan dando cuenta de la lealtad de ciertos personajes. Érase, en un país donde había una dictadura, un partido legitimista que estaba en frente de dicha dictadura, y, nombrado por el Rey en el destierro, un Jefe señorial, provincial, o lo que se quiera. Un buen día, el Dictador ofreció al Jefe aquel un puesto en una Asamblea consultiva o cosa parecida. El Jefe señorial o provincial se dirigió a todos los demás jefes de las provincias o regiones, consultando el caso. La respuesta fue unánime: no debía aceptar… ¡¡Y aceptó!! Lo mismo pudo haber hecho el Conde de Rodezno. Pero la suerte quiso que hallara unas Juntas más complacientes que las que halló el Jefe señorial antes aludido [21].
Pero, ¿qué valor tienen esos asensos? ¿Cómo se compaginan con una Comunión jerarquizada, cuya autoridad política está bien especificada de arriba a abajo…?
Vayamos a otra historia: Un buen día, carlistas que habían hecho más por la Causa que el Conde de Rodezno, pues, si bien no fueron diputados ni senadores, en cambio se habían batido en los campos de batalla, y habían servido en el Ejército, y no en un Ministerio de un Poder no carlista, firmaron unas autorizaciones. «En la crítica posición en que nos hallamos, por los puntos que ocupa el enemigo y la imposibilidad de poder batirle en ninguna parte por la distinta posición que ha tomado la división alavesa, hemos acordado los señores Jefes de esta división, reunidos para el efecto en casa del señor Comandante General, autorizar en un todo a … Andoain, 27 de agosto de 1839» [22].
Veamos otra autorización: «reunidos todos los que abajo firmamos en casa del señor Comandante General, hemos acordado nombrar a S. E. con amplias facultades para que en nuestro nombre… Marquina, 29 de agosto de 1839» [23].
¿Quién duda que eran autorizaciones, las dadas a Maroto, de carlistas, de personalidades y jefes distinguidos, cuando menos tanto como los que autorizaron al Conde de Rodezno? No hay duda. También a Don Rafael Maroto le bastaron, y hubiera podido escribir al Ministro de la Guerra carlista de entonces, y al propio Rey: «asenso que, sin ofensa para V., me bastaba».
Y que no le faltaron a Maroto los asensos, bien a la vista está: Hilario Alonso Cuevillas, Jefe de la 1ª Brigada Castellana; Francisco Fulgosio, Jefe de la 2.ª Brigada de Castilla; Juan Cabañero, Jefe del 4.º Batallón de Castilla; Antonio Díaz Mogrovejo, del 3.º de Castilla; Manuel Lasala, del 2.º de Castilla; José Fulgosio, del 1.º de Castilla; Coronel primer jefe de las Compañías de Cadetes y Sargentos, Leandro de Eguía; Coronel de Ingenieros, Hugo Strauss; por la Artillería, Francisco Paula Selgas; Jefe del Escuadrón de Guipúzcoa, Manuel de Sagasta; Jefe del Primer Escuadrón de Lanceros de Castilla, Pantaleón López Ayllón; Jefe de la Brigada de Caballería, Brigadier Fernando Cabañas [24].
¿Y quiere más asensos que tuvo Maroto? Los generales Simón de la Torre y Antonio Urbistondo; el Auditor General del Ejército, Ángel María de Lafuente; el Coronel Manuel Álvarez Toledo… ¿Necesita más el Conde de Rodezno para darse cuenta de que las autorizaciones le bastaban? ¿Quiere que prolonguemos la lista?
Pero estas autorizaciones, estas firmas, no salvaron a Maroto del desprecio de todo buen carlista. Cuando se oye a alguien intentar justificarle por su alevosía y traición, no tendréis dificultad en conocer que es un liberal.
¡Pero ya tiene precedentes el Conde de Rodezno! También tuvo Maroto sus asensos que le «bastaban». Ya los tienen los que le dieron el asenso… Pero a ésos me dirijo y les digo: ¡no desesperéis! Un acto de contrición salva a un alma. Un acto de arrepentimiento salvó a Iturbe, a Echevarri, a Andéchaga, a Mogrovejo… Pero la «contumacia» se llaman Cabañero, Maroto y Urbistondo. Todos tienen libre la opción. Serán lo que ellos hayan escogido ser.
Es indudable que precedentes no le faltan al Conde de Rodezno, porque otros podemos añadir. Pero creo que el de Maroto debe ser suficiente. Y en cuanto al valor de todos esos asensos: «los amigos y correligionarios con ella coincidentes»; «las personalidades y sectores más representativos de la Comunión»; «trece firmas y me siguen treinta y siete»; «quienes han representado a la Comunión como Diputados a Cortes, Senadores, Diputados Forales, miembros de diversas Juntas Regionales, de la pasada Junta de Guerra, Alcaldes de Pamplona, de Merindad y personalidades representativas de nuestra acción política»; y «los nombres más significados del carlismo vascongado, aragonés y riojano…», ya vemos el que representan.
¿Pero no era representativo del Carlismo nada menos que el General Jefe del Ejército Real, Maroto? ¿No eran representativos del Carlismo el brigadier Cabañero, «aragonés»; el brigadier Cuevillas, «riojano»; el general Urbistondo, «vascongado»? ¿No representaban al Carlismo los jefes de batallón, los jefes de brigada, los jefes de división? ¿No eran representativos del Carlismo los nombres de los Fulgosio y el de Cabañas, hijo del ex-Ministro de la Guerra de Carlos V? ¿Pero es que reúne alguno de las Juntas señaladas por Rodezno, de los individuos asesores, o firmantes de comunicaciones al Príncipe, o asistentes a Asambleas más o menos facciosas, un historial de sacrificios que pudiera compararse al que, ya entonces, tenía Andéchaga, por ejemplo?
Y, sin embargo, como los de ahora, todo lo debían al Carlismo. Sin el Carlismo hubieran quedado, como los de ahora, en el anonimato. Fueron Generales muchos de ellos porque estuvieron en las filas de la Lealtad; otros han sido Diputados y Senadores, por la misma razón. Un Alcalde de capital de provincia, aunque sea de Madrid, es una efemérides local. Y un Alcalde carlista de Pamplona, y de otra población cualquiera, pasa de la vida local a la nacional, porque representa una protesta, representa una independencia, representa una «singularidad» que se pone al servicio de la Causa conjunta, y esta singularidad la obtiene porque es Carlista. Pero si el Carlista deja de serlo, de facto ha perdido su aureola, y ha perdido la razón de ser, pues le ha faltado el calor de la Comunión, y es aquel individuo uno de los veintitantos millones que forman la masa anónima del pueblo español.
¿Quieren más pruebas de que todo lo deben al Carlismo, hasta los de mayor categoría? ¿Quieren otros ejemplos? No hace mucho ocurrió lo de Vázquez de Mella. Mella carlista, era la vibración de las masas, era el cantor de la Tradición, era el que despertaba y hacía vibrar las fibras más delicadas de nuestro ser español. Un día se separó de su Rey. Le siguieron generales carlistas, aristócratas, políticos, escritores y una gran parte del jaimismo. Pero, en su ruta, le fueron abandonando las masas que le habían seguido, que, desengañadas, se retiraron a sus hogares. ¡Es indudable que ser Carlista es una gracia! ¡Pero se debe perseverar para ser digno de los efectos de esta gracia! Al marcharse del Carlismo, no debió ser tan clara la posición del Conde de Rodezno cuando ha de escribir: «que no hubo hombre político que se distinguiese de la Falange, no ya en sus concepciones, sino hasta en sus modos, tónicas y estilo, tanto como yo».
¿Por qué siguió en ella? ¿O es, quizás, que viéndose más comprometido que los demás, tenía que extremar las diferenciaciones, para que se advirtiese el contraste? Muchas veces uno se pregunta cómo el tuteo, la ordinariez y lo pedestre de Falange en sus tónicas y estilo, lo borreguil de sus consignas, y la plebeyez de sus modos, se han impuesto; y hace reír el pensar cómo el «camarada» Rodezno se podía tutear con el delegado de los limpiabotas de la C. N. S. [25] del municipio de Alcornoque de Abajo. Esto era lo que le interesaba diferenciar al Conde de Rodezno, para evitar el que pudiera ser aparente «que todos somos unos». Pero la diferenciación que podía enorgullecer era la política, y ésa no la acusó.
En su manía de meter y aludir a todo el mundo en su carta, Rodezno entra a hablar de los que, con el «beneplácito expreso» del Jefe Delegado, «ocupaban a la sazón diversas Delegaciones nacionales en los servicios de FET y de las JONS, en direcciones bancarias de nombramiento y dependencia del Gobierno, y en direcciones generales, algunas en mi propio Ministerio».
Si alguna vez se ha podido hablar de ingenuidades del Conde de Rodezno, es en esta ocasión. El Conde de Rodezno, como hemos dicho, fiel a su designio de fomentar las discusiones, ahondar heridas, señalar faltas y estigmatizar privilegios, con tal de sembrar disgustos y malestar en la Comunión Tradicionalista, ataca a un cierto número de personas que pudieron servir en Delegaciones de Falange, en Direcciones bancarias, y hasta en Direcciones generales de los Ministerios, con el «beneplácito expreso» del Jefe Delegado. No me he de entretener a defender a las personas, ya lo he dicho antes, pues no me interesan como tales personas políticas; ni me he de defender yo, que no he sido de estas personas autorizadas, ni he solicitado tales beneplácitos, y que puedo decir con orgullo que, cuando me decidí, por imperativo de conciencia impuesto por mis convicciones políticas, a no unificarme, sellé un tratado de amistad y alianza con la pobreza y el ostracismo, renunciando a ejercer mi profesión. Pero jamás se me hubiera ocurrido que el Conde de Rodezno acusara un trato de disfavor en contra suya; porque, en realidad, si hubo personas que, con beneplácito de nuestro Jefe Delegado, ocuparon cargos de Falange o del Gobierno, y a él no se le concedió este beneplácito, la explicación es clara: es que los demás merecían, o se les concedió, confianza, por creerlos dignos de ella; y al Conde de Rodezno, y a sus compañeros, no se les consideró merecedores de tal confianza. ¿Por qué razón? Yo no puedo conocer los motivos de que a unos se les otorgara y a otros no. Se me antoja que sería porque los unos, aunque desplazados en la FET, se juzgó que sabrían mantenerse fieles a sus ideales y servirían a la Comunión, aunque en campo enemigo; o que, en sus cargos oficiales de entidades bancarias y ministerios, al servicio de la Patria, sabrían cumplir como carlistas leales. Y que los otros, a quienes se les negaban tales beneplácitos, serían aquéllos que, por su debilidad, por su inclinación a claudicar, por su falta de fijeza en las doctrinas, o por su sospechosa lealtad, podían, prestados al Gobierno, empañar el nombre del Carlismo.
Lo que acabo de decir es evidente. En la Historia del Carlismo, casos como los anteriores que señalamos, se han repetido. Por ejemplo, el glorioso General Santocildes, muerto en la acción de Peralejo, en Cuba, en 1895, era carlista; y, cuando murió por la Patria española, defendiendo nuestra bandera contra los separatismos cubanos, su nombre quedó inscrito entre los mártires de la tradición española. A pesar de su abolengo carlista, jamás llevó el uniforme del ejército real, ni la boina cubrió su frente, aunque sí su corazón. El Carlismo lo ha contado siempre entre los suyos. El brigadier Don Martín Miret había alcanzado sus empleos y sus grados en las filas carlistas del ejército real en Cataluña, y, cuando la insurrección cubana, reingresó en el ejército nacional para luchar también en la Perla de las Antillas. Y, sin embargo, a pesar del parecido de ambos designios, el trato dado por Carlos VII no fue el mismo, y Miret dejó de pertenecer al partido carlista. ¿Trato desigual? ¿Simpatías o antipatías? ¡No! Confianza en Santocildes; desconfianza en Miret [26].
Tales cosas han podido ocurrir, y han ocurrido, en nuestra historia centenaria. Si el brigadier Peralta no hubiera estado en el Ministerio de la Guerra, cuando el Gobierno de la Unión Liberal, no se hubiera podido organizar, ni siquiera intentar, la vasta conspiración de 1860. Todo dependía de la confianza que se depositara en el brigadier Peralta. Pero también se ha de consignar que no a todos los brigadieres del ejército isabelino, incluso muchos que procedían del Carlismo, se les podía otorgar igual confianza [27].
Cuando el Príncipe, en su declaración del 3 de diciembre de 1937, señala a los que, «sin autorización, ni habiéndola solicitado», estaban en los servicios del nuevo Estado, indicaba, por este solo hecho, que tales autorizaciones se habían podido dar y se habían podido pedir, pero no implicaba que debían concederse a todos, porque no todos gozaban del mismo concepto. Por esto he dicho que había ingenuidad en el Conde de Rodezno, pues confiesa públicamente que las autoridades de la máxima jerarquía del carlismo no tenían confianza en él.
De cómo cumplieron los que tuvieron esa confianza, no toca a mí juzgar ahora. Allá ellos con su conciencia si no cumplieron; que tengan su satisfacción si supieron compaginar sus deberes oficiales con sus deberes por la Causa; y si alguno faltó, que S. A. R. el Príncipe Regente, y el Jefe Delegado en España, les exijan sus responsabilidades. Sólo se me antoja que, aquél que cumplía sus deberes para con la Comunión, y que tenía las debidas autorizaciones por quien podía darlas, no tenía necesidad de «ofrecer advertible contraste», porque, con la conciencia tranquila, sabía que no sería confundido.
III
PENSAMIENTO DE RODEZNO SOBRE EL SIGNIFICADO Y FINES DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA, DEBERES QUE ATRIBUYE AL PRÍNCIPE REGENTE Y ACUSACIONES CONSIGUIENTES
El pensamiento del Conde de Rodezno acerca de la Regencia del Príncipe Javier y de sus atribuciones, queda perfecta y claramente definido en el siguiente párrafo de su carta: «El Príncipe no recibió de nuestro último Rey Don Alfonso Carlos facultad que a tanto alcanzase y que éste no podía otorgar, y él bien lo sabía; su cometido fue el de dar solución, sin más tardanza que la necesaria, a la cuestión sucesoria, ateniéndose a la ley y a la obligada administración de los principios»; por lo que se deduce que el Príncipe Regente debía haber actuado ya en los límites que le fija el Conde de Rodezno, que no son precisamente los que le dio, para su actuación, el Rey; y considera que «los diez años transcurridos, y los acucies de las circunstancias, exigen ya sobradamente el cumplimiento».
* * *
El Conde de Rodezno no entendió, o, lo que es peor, no quiso entender el significado de la Regencia, legítima, nacional y tradicional, por lo que discute las facultades que le fueron concedidas al Príncipe Regente por nuestro último Rey. Para ir con método, demostraremos: Primero, que las facultades de que goza nuestro Príncipe no están limitadas a la simple solución de la cuestión sucesoria. Segundo, que las facultades que le fueron otorgadas, las podía dar, y las dio, nuestro Rey Don Alfonso Carlos. Y tercero, cuál era el significado de la solución de la sucesión dinástica que debía dar el Príncipe Regente.
Primero. Son dos los documentos que hacen referencia a la institución de la Regencia: el Real Decreto de 23 de enero de 1936, y la carta dirigida al Príncipe Javier por nuestro difunto Rey, fechada el 10 de marzo del mismo año; a los que debe añadirse el juramento prestado por el Príncipe Regente ante el cadáver de nuestro llorado Monarca. En su Real Decreto, el Rey decía que su deber no quedaría cumplido si «no proveyese, en momento oportuno, a eventualidad tan grave, dejando desamparada y huérfana de monárquica autoridad, siquiera sea provisoria, a la Santa Causa de España». Por lo que, conforme la Historia y las antiguas leyes le aconsejaron, designaba, «para continuar la sustentación de cuantos derechos y deberes corresponden a mi dinastía, conforme a las antiguas leyes tradicionales y al espíritu y carácter de la Comunión Tradicionalista», con carácter de Regente, «a mi muy querido sobrino S. A. R. Don Javier de Borbón Parma, en el que tengo plena confianza, por representar enteramente nuestros principios, por su piedad cristiana, sus sentimientos del honor, y a quien esta Regencia no privaría de su derecho eventual a la Corona».
Para decirnos que el Príncipe Regente tiene limitadas sus funciones en la Regencia a la simple solución dinástica, tendría que probarse que Don Alfonso Carlos no tuvo otra razón para actuar que la de resolver una cuestión dinástica; pero, como la dinastía carlista tenía más altos y más importantes fines, o sea, el salvar a España, restaurando sus instituciones tradicionales, «la sustentación de cuantos derechos y deberes corresponden a mi dinastía» significa una actuación en el orden efectivo nacional, que fue entregada, –aunque, como dice el Real Decreto, «siquiera sea provisoria»–, a S. A. R. el Príncipe Regente. Por los mandatos del último Rey Carlista está en su derecho, sin que nadie que haya conocido lo que significa el concepto de lealtad pueda rebelarse contra ello, porque, si villana es la rebeldía contra un Rey que en el destierro no puede castigar, villana y sacrílega es la rebeldía contra las disposiciones de un Rey en la tumba, que supo pervivir, después de su paso por el mundo, en las disposiciones que dio para después de su muerte. Justamente para la hora en que él no empuñaría la bandera de las patrias tradiciones, cuando sólo el respeto y el cariño podrían ser las fuerzas que nos obligaran a acatar sus disposiciones, es para cuando dio el Real Decreto, ya que tenía fuerza, podríamos decir, testamentaria, y los testamentos expresan una voluntad «post mortem».
Si el Regente no tenía otra misión que nombrar el sucesor, no es explicable el artículo tercero de dicho Real Decreto: «Tanto el Regente en sus cometidos, como las circunstancias y aceptación de mi sucesor, deberán sujetarse, respetándolos intangibles, a los fundamentos de la Legitimidad española, a saber: I. La Religión Católica Apostólica Romana, con la unidad y consecuencia jurídica con que fue amada y servida tradicionalmente en Nuestros Reinos. II. La Constitución natural y orgánica de los Estados y Cuerpos de la sociedad tradicional. III. La Federación Histórica de las distintas regiones, y sus fueros y libertades, integrantes de la unidad de la Patria española. IV. La auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y ejercicio. V. Los principios y espíritu, y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo Estado de Derecho y Legislativo anterior al mal llamado «derecho nuevo»». Es decir, que a estos principios restauradores deben subordinarse «los cometidos», uno de los cuales es «las circunstancias y aceptación de mi sucesor». Como se ve, el Príncipe Regente tiene otros cometidos que no son los de nombrar un sucesor, que, además, a juicio del Conde de Rodezno y de sus correligionarios, ni siquiera puede discutir nuestro Príncipe, ya que está impuesto, a su entender, por los dictados de la sangre. En este caso, no sabemos ni comprendemos por qué tenga que esperar que sea declarado su nombre, ya que, no habiendo, a su juicio, más que un candidato posible, huelga que el Príncipe Regente lo designe. Esto es, con la lógica de su consecuencia alfonsina, a donde ha llegado el Conde de Rodezno.
Confirma esa doble misión del Príncipe, la carta o instrucción dada por Don Alfonso Carlos, con fecha 10 de marzo de 1936; documento que tiene la misma fuerza e igual alcance que el Real Decreto del 23 de enero, en la que dice: «al instituir en tu persona la Regencia para el caso de que llegue mi muerte sin haberse resuelto todavía el problema de mi sucesión, he descargado en ti, mi querido Javier, la grave preocupación de los últimos años de mi vida, no dejando huérfana la Comunión Tradicionalista, ni dejando a la Nación en el peligro de una restauración monárquica en Príncipe que no ofrezca la garantía plena de observancia de los salvadores principios tradicionales». Y, como desde que existe la gramática castellana, la conjunción «no…, ni» ha sido siempre una conjunción copulativa, resulta que la previsión de encomendar la dirección de la Comunión Tradicionalista es una cosa, y el no dejar a la Nación en peligro de entronizar un Príncipe que no observe los principios tradicionales es otra; y que, por lo tanto, hay dos funciones completamente distintas que ejerce la misma persona: el Regente.
Y en la declaración quinta, queda bien especificado que «he creído procedente la constitución de la Regencia, bien para, con el concurso de todos los buenos españoles, restaurar la Monarquía Tradicional legítima y, en su día, con las Cortes representativas y orgánicas, declarar quién sea el Príncipe en el que concurran las dos legitimidades…». Y si esto no lo entienden el Conde de Rodezno, sus amigos y los de la acera de enfrente, es que no quieren entenderlo, porque el llevar a cabo la instauración de la Monarquía Tradicional en España y convocar las Cortes representativas y orgánicas, es una misión algo más transcendental que la de decir a quién corresponde la Corona. Especifica Don Alfonso Carlos que «si esa hora tarda, puedas tú llamar a mi sucesión a quien corresponda, y seguir todo el orden sucesorio hasta llegar al Príncipe que de veras asegure la lealtad a la Causa Santa, que no está al servicio de una sucesión de sangre, porque es ésta la que ha de servir a aquélla, como ordenada, ante todo, al bien común de los españoles». Y quien tenga suficiente objetividad, comprenderá el significado de las palabras «si esa hora tarda»; es decir: cuando agotadas las probabilidades y la posibilidad de la restauración de las instituciones tradicionales, y alejada la hora de llamar a la nación para que determine el Príncipe que ha de regirla, es cuando el Príncipe Regente debe designar, sin preocupación exclusiva de los imperativos más o menos genealógicos, al Príncipe que recoja la herencia de nuestros Reyes, el Abanderado que empuñe la bandera de las tradiciones y libertades españolas.
¿Es que se han agotado las probabilidades, y no queda posibilidad de restauración de nuestras instituciones y de convocar las Cortes? Nadie puede afirmar que la hora de la Comunión Tradicionalista ha pasado. En el mundo todo se bambolea, nadie está cierto del mañana, ninguna institución se puede sentir al abrigo de un derrumbamiento inesperado; pero, de todas las naciones, la que tiene el porvenir más incierto, la que tiene el mañana con más dudosos interrogantes, es España. Si los buenos carlistas no rompen entre sí los lazos de unión, nadie puede afirmar que no sea posible la restauración tradicionalista. Ahora bien: quien debe dirigirla es el Príncipe Javier. No habiéndose, pues, cerrado la actual interinidad por un acto político y nacional que fije la constitución definitiva española, el Príncipe debe mantenerse en el cumplimiento del mandato de Don Alfonso Carlos, de guiar la Comunión, ya que la hora no ha pasado, y, por lo tanto, la designación del sucesor no debe ser hecha.
Y el Príncipe Regente, en su juramento ante el cadáver de Don Alfonso Carlos, dijo: «… vengo, en este momento inolvidable, a renovar mi juramento de ser el depositario de la tradición legitimista española y su Abanderado, hasta que la sucesión quede regularmente establecida. Mi juramento de sostener y guiar a la Comunión Tradicionalista y Carlista española debe cumplirse en la época más grave de su gloriosa existencia». Es decir, que aceptó plenamente el mandato del último Rey carlista. Vilipendio es que este Príncipe dignísimo, al que tachan de extranjero, tenga que enseñar a los carlistas traidores lo que es cumplir los mandatos de nuestro último Rey legítimo.
Como se ve, Don Javier de Borbón Parma es Príncipe Regente de la Comunión Tradicionalista, y es Príncipe Regente de la España Tradicional; y están en rebeldía, contra las tradiciones de lealtad carlista, los que le atacan o los que le desobedecen; y están fuera del campo de la lealtad, los que reconocen príncipes que levantan bandera; y mucho más lo están, aquéllos que doblan su cerviz en cortesanos actos ante los Príncipes de la rama de Don Francisco de Paula, excluidos por las leyes del régimen tradicional al derecho de suceder.
Y que no se diga que «los diez años transcurridos, y los acucies de las circunstancias, exigen ya sobradamente» la designación del Rey, puesto que, si es verdad que desde la muerte de nuestro Rey legítimo han transcurrido, mal contados, diez años, para quien conserve una noción de la realidad será evidente que estos diez años no han extinguido las probabilidades; al contrario, pueden todavía convertirse en efectivas, por lo que no ha llegado el momento de, colocándose el tradicionalismo otra vez en oposición constante en representación de la protesta española, constituirse con un Rey que sea lo que fueron nuestros jefes: Caudillos en el destierro de la España tradicional, expulsada de la España oficial [28].
El Régimen de Regencia es, en realidad, ya lo hemos visto, consubstancial con la Monarquía. Todo régimen que no sea monárquico tendrá, en las interinidades, gobiernos provisionales; y en la monarquía, en cambio, no pueden existir éstos, y sí Regencias. Que las Regencias no están pasadas de moda, y que son soluciones prácticas, lo demuestra el que, en circunstancias dificilísimas, son utilizadas en la Europa de la posguerra. En Grecia y en Bélgica están todavía siéndolo, para salvaguardar la monarquía.
Es de suponer que el Conde de Rodezno creerá que los monárquicos griegos y los monárquicos belgas están sesteando «en hipotéticas e inactuales elucubraciones». ¿Hipotéticas las regencias que salvaguardan aquellas monarquías para evitar se derrumben y caigan en manos de los socialistas y comunistas? ¿Inactual lo que es de hoy, es decir, lo que es de la actualidad? ¿Y elucubraciones lo que se plasma en hechos tangibles? Es decir, que, en realidad, quien está en «hipotéticas e inactuales elucubraciones» es el Conde de Rodezno, que propugna un Rey que no es Rey, cuyos derechos le son discutidos, y que no se da cuenta de que la actualidad europea es muy distinta de la que él supone.
Segundo: Demostrado queda en el punto primero, según anuncié, que las facultades de que goza nuestro Príncipe, las recibió de Don Alfonso Carlos por documentos solemnes y precisos, y, por lo tanto, que éste se las dio. Para la masa carlista basta saber esto, porque si el Rey se las dio, y era de conciencia tan delicada y tan celoso en el cumplimiento de su deber, a un carlista sencillo no se le ocurrirá pensar que el Rey se extralimitó en sus funciones.
Pero el Conde de Rodezno, en su afán de buscar justificación para su actitud contra la Regencia, y su paso a las huestes de Don Juan, llega hasta revolverse contra lo que hizo Don Alfonso Carlos, afirmando «que éste no podía otorgar» al Príncipe ninguna facultad que no fuera la de «dar solución… a la cuestión sucesoria».
Tratando de cubrir esta falta de respeto y de obediencia al Rey, coloca esta afirmación entre otras dos: la de que no otorgó esas otras facultades, y la de que sabía que no las podía otorgar. Pero, como queda demostrado que el Rey las otorgó en los dos documentos dichos, y, con ello también, que el Rey sabía que podía otorgarlas, –porque si no, no lo hubiera hecho un Don Alfonso Carlos–, queda en pie solamente la pretensión de Rodezno de que el Rey «no podía otorgar» aquellas facultades, y, por tanto, que se extralimitó.
Ante tal actitud, cúmpleme el probar que el Rey pudo dar al Príncipe esos otros cometidos, y que obró prudente y sabiamente al hacerlo.
Al entender del Conde de Rodezno, es «con contumacia a prueba de todas las oportunidades del momento actual, nacional e internacional», como es propugnada la «Regencia que V. llama legítima, nacional y tradicional, vinculada a la persona del Príncipe Javier de Borbón Parma». Por lo que él considera que «tal designio no enlaza, por ningún concepto, con el de nuestra legitimidad, es totalmente desconocido nacionalmente, y no tiene raigambre en nuestro tradicional desenvolvimiento».
El sostener un criterio que se considera acertado, no es contumacia, sino convicción. Si el momento actual es propicio o no a esta Regencia, no es el Conde de Rodezno el más calificado para juzgarlo.
Se ha dicho que, como todas las cosas humanas, la Monarquía, en su sucesión hereditaria, tiene sus quiebras; pero, para solventarlas y vencerlas, está la institución de las Regencias. En este momento, extinguida la dinastía legítima carlista, sobran posibles pretendientes a la corona de España. Están los de las ramas de Don Francisco de Paula, tanto en la de Don Francisco de Asís como en la de Don Enrique; están los descendientes de Don Sebastián Gabriel; están los Príncipes de las dos Sicilias; están los Príncipes de Parma. Se puede alegar, por algunos, la rama femenina de las hijas de Don Carlos, aunque sea violentando el espíritu y la letra de la ley de 1713 [29]; se puede pensar, para una unión ibérica, en la descendencia de Doña Joaquina Carlota; y hasta se ha llegado a considerar que era venido el momento de acabar con las falacias de Utrecht, y retornar a nuestra gloriosa Monarquía de la Casa de Austria. ¡Cuántos y cuántos pueden ser los pretendientes! Entonces dice la Comunión: recordemos el compromiso de Caspe, el más grande ejemplo de respeto a las leyes que conocen los pueblos, que es florón de nuestra tradición. Pero las instituciones que subsistían en tiempos de la muerte de Martín el Humano han sido destruidas por la ola devastadora de las revoluciones, y antes es necesario restaurarlas. Se necesita una autoridad que llame a los pueblos de España, pues es necesario que haya un orden establecido en nuestra nación. Si no es la Regencia, ya que nada existe, no existirá nada tradicional.
Pero la previsión de nuestro último Monarca la dejó establecida. Por un derecho propio, y que al mismo tiempo se le imponía como imperativo de su conciencia, el último Rey carlista designó al que debía empuñar la bandera de la tradición española, para restaurarla; respetuoso con nuestra tradición, nos dio un Regente conforme a ella. Porque los Regentes eran designados por el Rey, que así perduraban en la época de transición entre su muerte y el gobierno efectivo de su sucesor. Y porque así lo hacían, porque lo podían hacer, Don Alfonso Carlos lo hizo. Sabía que habría muchos que se disputarían su corona, y necesitaba que, muerto él, su autoridad se mantuviera entre nosotros. ¿Por qué escogió al Príncipe Javier? ¿No había otros Príncipes para ello? Las respuestas son evidentes: necesitaba que el Príncipe que ocupara la Regencia fuera digno de su absoluta confianza, y no es culpa nuestra que tal o cual Príncipe no le mereciera esta consideración.
Y vea el Conde de Rodezno, y vean sus amigos, cómo nuestra Regencia es Legítima, porque arranca como prolongación de nuestro último Rey Carlista; y cómo es nacional, porque no lo es de una facción, ni de un partido, sino nacida de la entraña de la misma España; y cómo es Tradicional, porque viene a instaurar la Monarquía tradicional, que unos, so capa de los tiempos modernos y de las modas, nos quieren hurtar, y que otros, aspirando a congraciarse con los poderes constituidos, quieren conciliar, como si pudiera ser posible, el tradicionalismo con el totalitarismo.
La necesidad de la Regencia se impone, además, ante una simple pregunta: ¿Ante quién juraría un nuevo Rey tradicionalista? ¿Quizás en las Cortes actuales? ¿O bien ante unas Cortes que convoque el nuevo Rey? ¿Qué juraría, qué fueros, qué instituciones, si antes no ha habido una institución que las haya restaurado? Preguntas que no se responden, porque en realidad no tienen respuesta. ¿Serán, quizás, los fueros de Navarra que existen ahora? Pero, ¿existen fueros en Navarra? ¿Y qué fueros son los que quedan vigentes? ¡Los fueros! Como catalán, los siento más que nadie. Tanto es así, que considero que Rey que no los respetase no es Rey legítimo de España. Amo los fueros de Cataluña; los amo tanto que, por amarlos, amo a todos los fueros de nuestros Reinos de las Españas, de los Municipios, de las Universidades, de los Gremios, de cuanto es la rica gama de nuestra variedad infinita, de este florón y joya de todos los pueblos que es la España tradicional. Pero los fueros se tienen que adaptar a nuestra vida de hoy, como estuvieron adaptados a la vida española de antaño; y, para adaptarlos, necesitamos instituciones tradicionales; y, entonces, el Rey puede jurarlos, no con el juramento de que ya serán adaptados, con lo que podría conculcarlos, sino sabiendo que aquellos fueros son la barrera con que sus pueblos, al garantizar sus libertades, delimitan las facultades del Rey.
Si esto no es tradicionalismo, es que ya no sabemos lo que es la España tradicional, que no se inclinaba cortesana ante los Reyes, sino que sabía exigirles el respeto a las libertades de los Reinos de España.
Bueno es recordar, como remate de este punto, que en el cuarto artículo decía el Real Decreto: «Ordeno a todos la unidad más desinteresada y patriótica en la gloriosa e insobornable Comunión Católica Monárquico-Legitimista». Al ver cómo la mantienen los propugnadores de Reyes de bandería, queda patente el ningún caso que hacen de los mandatos que, más allá de su tumba, nos impuso nuestro último Rey legítimo.
Tercero. El problema de la sucesión de la Monarquía legítima estaba planteado desde el momento en que los últimos Reyes legítimos no tenían sucesión familiar. La dinastía carlista se asentaba en los principios fundamentales y consustanciales de la nación, conservadora de todas las esencias de España, de nuestro pensamiento a través de los siglos, de nuestras grandezas del pasado y para el futuro, de nuestras instituciones seculares nacidas del mismo ser, del alma, del pueblo español. Nuestra dinastía no ha sido la ambición mezquina de unos reyes con ansia de poder, que bien sabían rechazar en todo momento la menor claudicación antes de comprar a este precio una corona, porque si ésta no era para servicio de España, no era para nada. Nuestros Reyes no querían una corona que tuviera mancilla. Ahora, ¡qué triste es el espectáculo de los pretendientes! Prometiéndolo todo, aceptándolo todo, ofreciéndose para todo; y uno, incensando a los poderes constituidos [30]; y otro, halagando las modas del presente [31].
En estos momentos, y ante este panorama, es cuando Rodezno quiere que el Príncipe, sin que se hayan agotado todavía, ni mucho menos, las posibilidades de que las Cortes concurran a resolver esta ardua cuestión, la resuelva él urgentemente y a gusto del Conde.
Si llega el momento en que, por imposibilidad de resolución conjunta entra la Nación y el Príncipe, tiene éste que fallar el pleito dinástico, no podrá hacerlo sin tener bien presentes las instrucciones del Rey.
En el Decreto de constitución de la Regencia, dice Don Alfonso Carlos que «las circunstancias y aceptación de mi sucesor, deberán ajustarse, respetándolas intangibles, a los fundamentos de la Legitimidad española», que va enumerando el Decreto y que ya he insertado. No es, pues, la indicación de sangre y las posibilidades de reinar, como pretende el Conde, lo que ha de tenerse en cuenta en la designación de sucesor, sino que es fundamental la cuestión de los principios.
Y concretando más el Rey su pensamiento, dice, en su citada carta de 10 de marzo, documento fundamental también: «te prevengo, además, que, según las antiguas leyes españolas, la rama de Don Francisco de Paula perdió todo su derecho de sucesión, por su rebeldía contra sus Reyes legítimos; y la perdió doblemente Don Alfonso (llamado XII) para él y toda su descendencia, por haberse batido al frente de su ejército liberal contra su Rey Carlos VII; y, así, lo perdieron los Príncipes que reconocieron la rama usurpadora». Lo que, para un hombre de conciencia escrupulosa y recta como el Príncipe Don Javier, Regente de la Comunión Tradicionalista, ha de ser, más que una prevención, un mandato; porque justamente lo difícil para él sería conceder la reintegración de los Príncipes que descienden de Don Alfonso XII, quien hasta en eso fue desafortunado, ya que la única acción de guerra en que intervino en toda su vida fue en la batalla de Lácar, en la que no recogió precisamente laureles, aunque se cubrió de polvo en su retirada de Navarra a Madrid.
Y antes, en la instrucción 5.ª, decía el mismo documento: «quedando, por tanto, en duda cuál sea el orden sucesorio, excluida la línea de Don Francisco de Paula, he creído prudente la constitución de la Regencia». Por lo tanto, no piense el Conde de Rodezno que una declaración del Príncipe Regente sea favorable a su querido Don Juan.
Y téngase en cuenta que, si empezamos a hurgar en las exclusiones comprendidas en el último párrafo de la instrucción del 10 de marzo de 1936, aludiendo a la Ley de 1713, y las aplicamos en la larga lista de actuales, presentes y posibles pretendientes, quedaría tan reducida la de éstos que casi podríamos decir que el sucesor surgiría sin competidor [32].
En esta materia de sucesión, no pueden darse frívolamente por agotadas las posibilidades, pues todos sabemos, y lo sabe también más que nadie el propio Conde, que cuando él decía, en vida de Don Jaime, que el Príncipe de Asturias de la dinastía legítima era el Rey usurpador, en aquel momento no pasaba por su mente que en Austria había un Príncipe Real, Don Alfonso Carlos, a quien correspondía la sucesión dinástica. Si la diferencia de edades hacía probable la muerte del tío antes que la del sobrino, no era el Conde quien podía escrutar los designios de Dios, y suficiente ejemplo encontraba en la historia: no tenía más que fijarse en Portugal para ver que un anciano podía ser llamado a la sucesión de un Rey mozo, porque la hora de nuestra muerte sólo Dios la conoce [33].
IV
DOGMATISMO Y DOCTRINARISMO DEL CONDE RESPECTO A LA COMUNIÓN, AL JEFE DELEGADO Y A LOS LLAMADOS CARLISTAS NUEVOS
En su primera carta afirma Rodezno que no puede conceder a Fal Conde «el monopolio de la definición infalible, convirtiendo su opinión personal en la de la Comunión jerarquizada», por cuanto se le ofrece acusadamente «la discrepancia entre su concepción sobre el futuro político español y la que mantienen las personalidades y sectores más representativos de la Comunión, que integran también la jerarquía». Y continúa que «las posiciones negativas» están muy bien, a su entender, cuando un régimen adverso, pero bien asentado, «nos hace posible la vida». Y para probarlo afirma: que esta postura la ha practicado, muy a gusto, «mucho antes de que V. advirtiese la existencia del Carlismo». Y, dogmatizando ahora el Conde de Rodezno, califica de «demencia o inconsciencia vivir al margen de todo criterio de posibilidad», «convirtiendo a la Comunión más sustantiva y activamente monárquica, en simple coro de teorizantes, de monárquicos sin Rey, al servicio de minúsculos rencores».
* * *
La trayectoria política de la Comunión que combate el Conde, y que pretende achacar a «opinión personal», impuesta como «definición infalible», no es otra que la que se trazó en la Asamblea de Insúa, presidida personalmente por el Príncipe, como consecuencia del Real Decreto de Regencia, sin que deba olvidarse que a aquella Asamblea asistió el propio Rodezno, que, como todos, firmó el acta correspondiente. No podrá negar el Conde que allí estaba actuando la Comunión jerarquizada. La idea fundamental de esta trayectoria constituye el núcleo y finalidad del Manifiesto del Príncipe a los carlistas, de julio de 1941, en el que se desarrolla el concepto y los caracteres de la Regencia; esos caracteres de legítima, nacional y tradicional que el Conde combate [34].
Si discrepantes hay que actúan sin tener en cuenta las normas dictadas, y reconocen a Don Juan o a Don Pedro, quedan fuera de la disciplina; y, en este caso, habiendo obrado fuera de la lealtad carlista, dejan de ser carlistas. Si las discrepancias son simplemente de apreciación distinta, porque se considere errónea la orientación tomada, o bien porque se tenga simpatía por este o aquel pretendiente, o se interprete de una forma u otra la Ley de sucesión de 1713, pero no se exteriorizan en rebeldía, en ataques o en reconocimientos, se permanece en las filas de la Comunión…
Unos ejemplos lo ilustrarán. Hace cien años, unas esperanzas de terminar, con la cuestión dinástica, el avance de la revolución, se tradujeron en probabilidades halagadoras. Pero se consideraba que Carlos V era obstáculo para poder poner término a la cuestión española. Los propugnadores del matrimonio del Príncipe de Asturias con Doña Isabel de Borbón consideraban, entre ellos Balmes, que era necesaria la previa abdicación de Carlos V en su hijo. Se consultó a muchas personalidades, y, por mediación de Fray Fermín de Alcaraz, más tarde Obispo de Cuenca, se obtuvo la opinión de S. S. Gregorio XVI. Éste aconsejaba la abdicación. Muchos eran los emigrados que, habiendo vertido su sangre por Carlos V, no querían aquel acto soberano, que consideraban, además, que estaba destinado al fracaso; entre éstos estaba Cabrera, todavía leal. Y se hizo la abdicación, y los leales de entonces, entre ellos Cabrera, acataron lo que creían un error. Los desleales levantaron bandera de rebelión. Tenían derecho a discrepancias, pero no tenían derecho a protestar públicamente. Los que, en aras de una fidelidad a ultranza por Carlos V, levantaron públicamente la voz, fueron excluidos del partido carlista [35].
Y más tarde, al iniciarse la tercera guerra civil, habiendo prevalecido la opinión de los partidarios de la acción bélica sobre la sustentada por Don Cándido Nocedal, éste, creyendo errónea la disposición tomada por Carlos VII, no se levanta en rebeldía, ni se va a los adversarios y enemigos del Carlismo, sino que se recluye en su casa y espera el paso de la tormenta; y, aunque ha discrepado del Rey, como ha continuado dentro del partido, al terminar la contienda Carlos VII le puede dar el primer lugar, porque no fue desleal ni fue rebelde [36].
Afirma, además, el Conde de Rodezno que las discrepancias entre la posición política fijada, y ciertas personalidades y sectores «más representativos de la Comunión», le es patente. Hay un deseo manifiesto en las cartas que analizamos de señalar discrepancias entre los leales, y buscar cooperadores a la rebelión. Si entre los dirigentes, o entre las personas representativas, hay disidentes en las normas fijadas, lo mejor que pueden hacer es decirlo claramente, y marcharse. Los estorbos no sirven para nada; gente sin fe y sin entusiasmo, es impedimenta que debe dejarse en el primer recodo del camino.
Lo cierto, lo innegable, es que no hay discrepancias de fondo en nuestras masas carlistas, y, ¡no lo dude nadie!, el Carlismo ha estado vinculado a estas masas, como lo ha estado a sus Reyes. Sus Reyes, que se mantuvieron insobornables en el destierro. Los dirigentes, los primates, los representativos, lo recibieron todo del Carlismo, pero nuestras masas lo dieron todo; y, entre aquéllos que recibieron, y fueron exaltados, y se les concedieron los honores, y nuestro pueblo, que vertió su sangre, que dio sus ahorros, y no tuvo recompensa humana, ni siquiera el agradecimiento de la Patria, nos quedamos con éste, porque somos pueblo, y hemos visto desfilar intelectuales, escritores, oradores, prelados, generales, aristócratas y grandes de España, que fueron exaltados por las masas carlistas, que hicieron su nombradía sirviéndose de la aureola de lealtad que es propia de nuestra Comunión, y después se fueron tras los poderes constituidos. Lo que quedó fue la masa, el pueblo carlista dolorido, desengañado de sus hombres, pero que, al primer llamamiento de sus Reyes, de sus jefes naturales, se levanta unánime y sabe escribir las páginas de gloria indeleble de nuestras epopeyas guerreras.
Y si se refiere a los «sectores más representativos» para hablarnos de sus correligionarios, ya hemos dicho que los rodeznistas, por el solo hecho de serlo, se representarán a sí mismos, representarán a banderías de desleales, pero a la Comunión no.
Otro desconocimiento del Carlismo es atribuir a éste una función negativa, estéril, que, de ser admitida, nos conduciría a sustentar que ha obrado en su historia antipatrióticamente.
La posición del Carlismo nunca fue estéril ni negativa, sino constantemente activa. Mantener el amor a España y a sus instituciones tradicionales; organizar sus juventudes, que, como en la Semana Sangrienta de 1909, salvaron templos de Dios, casas de religiosas y vidas de sacerdotes y regulares, no es acción negativa. Mantener en Cataluña una juventud que gritaba “¡Viva España!”, frente a los que voceaban “muera la Patria”; tratar de poner un valladar al nacionalismo vascongado; todo esto, no era una acción negativa. Si el Conde de Rodezno no intervenía en ello, era que prefería estar lejos de donde había luchas y se repartían estacazos, cuando no tiros. Si el combatir a las leyes sectarias en las Cortes, como en los tiempos de Canalejas, era acción negativa para el Conde de Rodezno, allá él con sus positivismos políticos. Es que el Conde de Rodezno, en su ignorancia, ahora repite lo mismo que en la Asamblea de Pamplona de 1937, de que sólo podemos existir si el partido adverso nos permite la vida. El partido carlista existió desde 1827 a 1868 siendo partido ilegal, perseguido, llegándose hasta el extremo de asesinar a los carlistas con el mismo procedimiento de las «sacas» de los rojos, en tiempos de Narváez [37]. El Carlismo, y lo está probando desde 1939 hasta hoy, no necesita de favores oficiales, ni de lenidad en el trato, para mantenerse y existir.
Y ahora vamos con eso de los carlistas nuevos que, con tanto retintín, aplica repetidas veces Rodezno al Jefe Delegado. Nos recuerda aquello de los republicanos, que distinguían entre los de la víspera de la República y los del día siguiente de su advenimiento, sin tener en cuenta que en el Carlismo estamos todavía en la víspera. Singular concepción, además, en quien trató de justificar sus tolerancias con los afines, y su actitud «unificadora», con la pretensión de captarlos.
Tales distinciones repugnan a la caballerosidad carlista, y, además, son contrarias a su modo de ser. Concepto mezquino de convertir la Santa Causa en un coto cerrado, en provecho de los propietarios; un club de plazas limitadas; una facción o bandería hecha sindicato para explotar la Nación o el Estado.
También repugna a nuestra historia, y a la manera de ser de nuestros Reyes. «Para mí no habrá partidos, ni habrá más que españoles», decía Carlos VI en su manifiesto de 1845. «No conozco partidos, no veo sino españoles, y todos ellos capaces de contribuir poderosamente conmigo al grande objeto para que la Divina Providencia me conserva», repetía el Conde de Montemolín en 1846. «A nadie considero como enemigo mío, a nadie rechazo, a todos llamo, y todos los españoles honrados y de buena fe caben bajo la bandera de vuestro Rey legítimo», decía de nuevo Carlos VI en 1860. Y hasta la Princesa de Beira, que tan mal ha estudiado el Conde, decía en 1867: «Me basta que sean españoles. No excluyo sino a las autoridades de Isabel. Sigo, en esto, el sistema de Carlos, mi esposo».
Y si el Rey los consideraba a todos, y a todos los llamaba, ¿era quizás para establecer categorías de carlistas de primera, y de carlistas de segunda? ¡Hay hombres que empequeñecen todo lo que tocan! Y más tarde, Carlos VII decía: «a ninguno rechazo, ni aun a los que se dicen mis enemigos…; a todos llamo…; y los llamo afectuosamente en nombre de la Patria…; quizás necesite de todos para establecer, sobre sólidas e inconmovibles bases, la gobernación del Estado». Y a estas palabras de la Carta Manifiesto de 1869, en 1870 añadía todavía: «cierto que todos los españoles no están con nosotros; pero son españoles al fin, y espero en Dios que vendrán». ¿Para motejarlos de advenedizos, o echarles en cara lo que fueron? ¡No! El Carlismo es algo más serio que una tertulia de café, o una peña de casino. El Carlismo es España, y España tiene brazos muy grandes para abarcar a los españoles todos.
Establecer tales diferencias es falta de espíritu verdaderamente carlista. Y más cuando tenemos tantos ejemplos de hombres que, después de haber combatido al Carlismo, dieron ejemplaridad en la lealtad. Recordemos a Navarro Villoslada. En los tiempos de Balmes, combatióle duramente, oponiéndose a la candidatura del Conde de Montemolín a la boda de Doña Isabel. De su juventud se conserva su poema «Luchana», cantando la derrota de los Carlistas en diciembre de 1836. Vino más tarde a las filas de la lealtad, y allí perseveró hasta su muerte. ¿Le motejarían de carlista nuevo?
Allí está Cándido Nocedal, que había sido Ministro de Doña Isabel. Vino al Carlismo, terminando una evolución que comienza en 1854. ¿Difamaréis su memoria? ¡Pues difamáis a Carlos VII! Allí está Aparisi y Guijarro, ejemplo y gloria de nuestra Comunión. De familia liberal, formó entre los neo-católicos, que no eran precisamente carlistas; y más tarde fue el gran apologista de Carlos VII. Allí está González Bravo, último Ministro de Doña Isabel en 1868, antiguo redactor de «El Guirigay». ¿No es una satisfacción que viniera a buscar su última bandera en la Tradición de Carlos VII? Allí está el Conde de San Luis, el Ministro «polaco» de Isabel, muriendo en las filas de la lealtad… ¿Por qué recordar más nombres? ¿No eran estos carlistas nuevos? ¿Se les iba a recriminar el que se habían pasado muchos años sin advertir la «existencia del Carlismo»? ¡Pero si muchos de ellos no sólo lo conocieron, sino que lo combatieron antes!
Si alguno, por gracia de la Providencia de Dios, lleva más años en las filas del Carlismo, no le da eso una preferencia, sino que le impone un deber: de dar ejemplo de lealtad… Lo triste, lo vergonzoso, lo bochornoso, es que, con frecuencia, son «los nuevos», los que se habían dado cuenta de la «existencia del Carlismo», los que dan lecciones de lealtad y disciplina a hombres que, por los años que llevaban en sus filas, debieran tener el concepto de la lealtad más firmemente cimentado, y que, sin embargo, claudican…
Porque esto de las lealtades es muy curioso. Como en la conversión del cristiano, se comienza una vida política el día que se entra en la Comunión de la Lealtad. Desde aquel momento es cuando se exige la constancia, la consecuencia y la disciplina. El Carlismo imprime un sello en la vida del hombre. Pero la lealtad es muy frágil. Pronto se puede empañar y se puede romper. Saber conservarla, pidiendo a Dios la gracia de la perseverancia, es lo importante.
Voy a poner unos ejemplos. Un general ilustre se cubre de gloria en dos campañas: en la guerra de los Siete años, y en la de los «Matiners». Todos comprenderán que hablo de Cabrera. Vierte su sangre en los campos de batalla, sabe del cuerpo de su madre atravesado por las balas liberales… Y un día, por su desdicha, abandona a su Rey legítimo, y más tarde reconoce a Alfonso XII. Al lado suyo ponemos otra figura. Marino de guerra, ha servido a Doña Isabel, aceptando la revolución, y, con Pi y Margall, es Ministro de Marina en la Primera República. Hablo de Anrich. Deja el Ministerio, y va al campo carlista. Sirve en la tercera guerra civil. Terminada la guerra, regresa a su hogar. Y muere sin haber quebrantado el juramento de lealtad prestado a Carlos VII. ¿Quién de los dos fue más leal? ¿Cabrera, con su historia gloriosa borrada por su deslealtad final; o Anrich, recién venido al campo de la Lealtad, en la que no quebrantó su juramento al Rey? ¿Quién era el más leal, o, mejor dicho, el único leal: el carlista «antiguo» o el carlista «nuevo»? ¡Dios nos dé muchos carlistas «nuevos» como Anrich, y nos libre de muchos carlistas «viejos» como Cabrera! [38].
Si lo que ha querido es establecer una comparación entre Fal Conde y él, ¿cuántas persecuciones, encarcelamientos, destierros y confinamientos ha tenido Rodezno, y cuántos Fal? ¿Cuántas veces ha sido diputado, senador, o diputado provincial, el señor Fal Conde, y cuántas lo ha sido el Conde de Rodezno? ¿Es verdad que en 1936 se invitaba a Fal, desde muchas provincias, para que se presentara diputado, y, sin embargo, consecuente con su antiparlamentarismo, se negó a aceptar? Ésta es historia que todos conocemos, y, por sabida, parece inútil que hayamos debido refrescar.
En materia de comparaciones –siempre odiosas– no saldrá Rodezno el mejor librado.
«No confunda a los nuestros». Pero, ¡Dios mío! ¿Quiénes son estos nuestros? ¿Son los «nuestros» los de la lealtad, de la Comunión? Pues no son de Rodezno. ¿Son, quizá, los que le siguen? Pues son los suyos, pero no los carlistas. ¿Son comunes a la Jefatura Delegada y al Conde de Rodezno? No puede ser. La Jefatura Delegada tiene a los carlistas. El Conde tiene a los neojuanistas… Pero no se debe confundir… ¡No queremos que se nos confunda!
«Arbitrarias disquisiciones». ¿Es arbitraria disquisición, o realidad, la Regencia de Grecia? ¿Es arbitraria disquisición la Regencia de Bélgica?
«Ha desaparecido nuestra dinastía». Sí. Pero perdura en la persona del Príncipe Regente, porque la Monarquía legítima no muere, y sobrevive por la voluntad y la previsión del último Rey…
«No se sustituye con una quimera caprichosa». ¡Escuchad bien, navarros! El titulado «historiador» Don Tomás Domínguez Arévalo, terrateniente, ex-diputado y ex-senador, diputado llamado foral, y Vicepresidente de la Diputación adjetivada de foral… ¡no sabe la historia de Navarra!
Si hay un reino, de los que forman la Corona de las Españas, en que la solución propuesta por la Comunión Tradicionalista de que sean las Cortes las que dispongan a quién, en realidad, le corresponde el llamamiento a la Sucesión de la Corona en el momento actual, tiene antecedentes históricos, justamente es el de Navarra. ¿No os parece oír la voz de nuestro Barrio y Mier?: «Las Cortes castellanas y leonesas no se vieron nunca en el caso de resolver problemas tan arduos en punto a la sucesión de la Corona, como las de Navarra y Aragón. La proclamación de Ramiro II el Monje, de García Ramírez, como Reyes de Aragón y Navarra, respectivamente, hechas a la muerte de Alfonso el Batallador, así como la elección de Fernando I en el célebre compromiso de Caspe, entre otros ejemplos de menor bulto que pudiéramos citar, demuestran la verdad de nuestro aserto». Esto lo explicaba en su clase Barrio y Mier, consecuente carlista hasta su muerte.
Pues vayamos a nuestro aserto. En 1134 hay un acontecimiento de importancia en la historia de Navarra. Se celebran, por primera vez, sus Cortes. ¿Y en qué ocasión? Pues nada menos que cuando, por la muerte de Alfonso I, se ha presentado una cuestión «ardua». El derecho de sangre, por ser el más próximo pariente del Rey muerto, llama a la Corona de Navarra y Aragón a Ramiro II. Pero los navarros no se sienten satisfechos de esta sucesión. No creen que, quien era hasta entonces monje, sea el más apto para dirigirlos en la defensa de su territorio, que despierta la codicia de sus vecinos. Y las Cortes de Pamplona eligen a García Ramírez, a García V el Restaurador. Los imperativos de la sangre y las posibilidades de reinar, no lo dude el Conde de Rodezno, estaban por Ramiro II. Pero los navarros también querían entregarse a «quimeras caprichosas».
Pero, anteriormente, había ocurrido en Navarra otro hecho curioso. Asesinado había sido Sancho el de Peñalén. Sigamos a Mariana, que es «Historia» que todo el mundo tiene a mano: «Los hijos del muerto acudieron a favorecerse: Don Ramiro, el mayor, al Cid; y los dos menores, al Rey de Castilla, Don Alonso. Su edad y fuerza no eran bastante para contrarrestar a las del tirano, que estaba muy pertrechado, y luego, con el favor de sus valedores, se llamó Rey. Por esto los principales del Reino se juntaron para acordar lo que convenía. No les pareció disimular, ni recibir por señor, al que tales muestras daba de lo que será adelante. Los Infantes eran flacos y estaban ausentes. Resolvieron convidar con aquel Reino y Corona a Don Sancho, Rey de Aragón…».
Es decir, que, por dos veces, y siempre por voluntad de los navarros reunidos, se procedió a la elección de Monarca, no teniendo en cuenta el mejor derecho según la sangre, sino el bien común, quedando despojados, en este último caso, los hijos del Rey asesinado, «por ser flacos y ausentes», y, en el primero, el hermano del Rey difunto, porque se le considera inhábil para el Trono, por su estado eclesiástico [39].
¡Quimeras caprichosas de los navarros de antaño! Y pobreza de conocimiento de historia de Navarra por el Conde de Rodezno.
«La Comunión necesita saber quién es el Rey», prosigue el Conde de Rodezno. Pero, ¿qué le importa a él la Comunión? ¿Y por qué ha de intervenir, si él ya tiene Rey a su medida? ¿No ha dicho al representante de la United Press: «este mi primer contacto con el Rey»? Que deje en paz a los Carlistas, que ya nos sabemos administrar solos…
Algo debe quedar que preocupa. Estos «monárquicos sin Rey», que al Conde de Rodezno le parece una novedad introducida en el léxico político por Ossorio y Gallardo [40]. Pues hace mal. Que no se olvide el Conde de Rodezno de que esto de los monárquicos sin Rey es mucho más antiguo. Como que supone la institución monárquica anterior a la persona del Rey. La idea antes que la persona. El pensamiento antes que la substancia. Con la teoría monárquica del Conde de Rodezno se puede tener «el Rey de palo» a que aspiraban los juanistas en 1931. Pero hay otros monárquicos que consideran que la Monarquía está antes que la persona del Rey.
¿Quiere una síntesis de los «pequeños rencores» de los carlistas? ¿Tan mal quiere a Don Juan, que pretende que recordemos una vez más todo lo que ha ocurrido en España desde Isabel II, en 1833, hasta la caída de Don Alfonso, en 1931? ¿Quiere que le digamos que aquella dinastía es la que nos condujo a la República de Azaña?
Gracias a la dinastía usurpadora, los carlistas han sido perseguidos, encarcelados, fusilados, asesinados, exilados, por haber amado y defendido a España y haberse puesto al servicio de la Legitimidad. ¡Minúsculos rencores! La sangre más noble, más generosa, más pura de nuestro pueblo. Evoquemos el recuerdo de Ortega, de Lozano, de Carnicer, del Barón de Hervés, de López, de Guergué, de Arzáa, de Don Santos Ladrón, de Balanzátegui, de Carrión, de Tristany, de tantos y tantos mártires fusilados por los servidores de la dinastía de Don Juan. No olvidemos los héroes muertos en las campañas: Zumalacárregui, Ollo, Radica, Tarragual, Ibáñez, el Marqués de Bóveda de Limia, el Conde de Caltavuturo, Ulibarri, Galcerán, Villalain, Villalobos, y millares y millares de carlistas que sucumbieron bajo los pliegues de nuestra santa bandera. ¡«Minúsculos rencores»!
¡Carlistas! Ya lo oís: mantenerse fieles a los mandatos de nuestros muertos, es servir a «minúsculos rencores»…
Y ahora comprendo el por qué del empeño de que nosotros, el coro de teorizantes, reconozcamos a Don Juan. Si nuestro Abanderado mantiene la bandera enhiesta, y fuera posible –¡que no será!– que el Carlismo por entero, claudicando, le abandonara, de sus tumbas saldrían nuestros héroes y nuestros mártires, y, en procesión fantasmal, irían a Lisboa y aparecerían a su Pretendiente, como en «El Sueño» de Aparisi, diciendo: «De España somos. Y allí caímos. ¡¡Míranos bien, míranos bien!!». Y una gran voz rugiría, como un trueno, y preguntaría: «¿Qué han hecho los tuyos de mi España?» [41].
El Conde de Rodezno, después de haberse llevado a todos los carlistas detrás de él, tiene ahora miedo de los fantasmas de los muertos.
Y tiene razón. Alguna vez se la habíamos de dar. Si, por desgracia, un día llegara que el pueblo abandonara la senda de la lealtad, y quedara solamente el Abanderado, sosteniendo la bandera de la monarquía tradicional, acompañándole un «coro de teorizantes» y, con éstos, algunos «musulmanes», los vacíos que en nuestras filas habrían dejado las deserciones, claudicaciones y cobardías, serían cubiertos por los espíritus de nuestros muertos, el espíritu de nuestros héroes y mártires, y surgirían de nuestro pasado histórico los «malcontents» de 1827; los héroes de la primera guerra civil; los «trabucaires» de 1843 [42]; los valencianos de 1844 [43]; los «matiners» de la segunda guerra; los guerrilleros de Carlos VI de 1855; los mártires de 1860; los manchegos de 1869; los soldados de Carlos VII de la tercera guerra; los voluntarios de 1900; los muertos en las luchas llamadas legales, con los nombres simbólicos de San Feliú de Llobregat [44], Eibar [45] y Granollers [46]; y, por último, los Requetés del levantamiento nacional, que dejaron escritas para siempre, en los anales de España, las gestas de Irún, Belchite y Codo… Tiene razón el Conde de Rodezno al temer a los fantasmas, porque éstos mantendrían nuestra excelsa Comunión, hasta que manos juveniles y puras de nuevas generaciones vinieran a proseguir las gestas de sus mayores; porque el Carlismo, con todas sus grandezas y glorias, con todas sus tristezas y dolores, representa a España.
¡El Carlismo es inmortal!
Nada más absurdo, nada representa mayor inconsciencia, que los últimos párrafos de la primera carta del Conde de Rodezno. No le basta estar excluido, no le basta arrastrar a unos cuantos desgraciados, sino que trata de fijar como propias las necesidades de la Comunión y de España; las opiniones que son, y antes había reconocido, «subjetivas». Necesita, por lo visto, convencer, o, quizás podríamos decir más justamente, convencerse a sí mismo, quizás para acallar los remordimientos de su conciencia política, justificando con exceso de argumentación el momento crucial de su vida, al abandonar el campo de la lealtad carlista para entrar en el nuevo, donde hallará la grata compañía de Gil Robles y Sáinz Rodríguez, Goicoechea, Romanones y el Duque de Alba. De aquí los párrafos huecos que no dicen nada, en que se invocan muchas cosas, y cuyo sólo fin es poder decir que tenía sus razones que le obligaban a dejarnos para siempre. Parece querer decir, a modo de despedida: «Entre vosotros he dejado la memoria y la tumba de mi padre; sé que las guardaréis con fidelidad, porque sois caballeros españoles; he dejado mis años mozos; he dejado aquella indolencia que me permitía darme el buen tono de ser muy legitimista entre una aristocracia nobiliaria que rendía pleitesía al éxito y no al infortunio. Y como os he dejado, quiero justificar este adiós que os doy, y por esto invoco la «esencia de nuestra nacionalidad», que se ha salvado y se ha conservado, y se conserva, por vosotros; invoco el «espíritu de la monarquía que la Comunión ha mantenido siempre», y que continuaréis manteniendo; invoco los «imperativos de la soberanía social», porque sois vosotros, y lo seréis, los únicos sustentadores.
Y nosotros, al despedirnos del Conde de Rodezno para esta última salida de su vida, última salida para nosotros, le decimos: «Todo lo que tú invocas, lo guardamos; todo aquello de que tú te despides, lo mantenemos; y, además, no perjuramos ni abandonamos la senda del honor, porque, sea cual sea nuestra visión política, el honor político y la lealtad legitimista no son nunca «arbitrismos»».
* * *
Entrando ya en un terreno, el de la historia, que, aunque él crea que le es propio, se da uno cuenta, a primera vista, de que Dios no le llamó por esos caminos, nos saca a colación que, cuando ha habido cuestiones de gran importancia, nuestros Reyes escucharon en Juntas las opiniones de los carlistas. Ni el Conde de Rodezno ni nadie es capaz de señalarnos una Junta Carlista, en este sentido, en tiempos de Carlos V y de Carlos VI. Se tomaban consejos, pero es natural que estos consejos fueran de «un reducido número de allegados», como se ha hecho siempre y se viene haciendo ahora. Porque las Juntas, por sí mismas, no tienen la representación delante del Rey, y jamás los diputados, ni los ex-diputados ni ex-senadores, se han considerado en el Carlismo como personajes llamados, por derecho propio, a las consultas reales. Sacar a relucir la Junta de Londres es absurdo e impropio, y, para demostrarlo, ya que no se ha enterado todavía el Conde de Rodezno, me veo obligado a situar los hechos.
El partido Carlista, después de la deserción de Don Juan III, no fue reunido para tomar decisiones. Solamente la voz de la Princesa de Beira, en la «Carta a los españoles», fijó la ruta a los leales. Y si hubo Junta en Londres fue porque Carlos VII, sabiendo lo que se tramaba contra Doña Isabel, creyó, con razón, que era necesario estar prevenidos; y como Don Juan continuaba siendo el Rey de derecho, había que ver cómo se podía orillar tal dificultad, ya que no era de esperar que el Conde de Montizón levantara la bandera contra la Revolución que estaba a la vista de los que conocían los preparativos liberales. Pero esta Junta fue, en realidad, la reunión de unas cuantas personas, «reducido número de allegados», como diría el Conde de Rodezno [47].
Cuando la Junta de Vevey, Carlos VII debía extirpar un grave daño que se venía haciendo al Carlismo, por los manejos, diríamos prerrodeznistas, de Cabrera. Y llama a representantes de toda España, y les comunica lo que ha ocurrido; pero no se convirtió aquello en una Asamblea parlamentaria. Ha señalado la defección de Cabrera, y, más tarde, cuando tenga que obrar, sabe que su pueblo carlista está enterado de la verdad de lo ocurrido con el General. Pero, al expulsar luego a Cabrera y a los cabreristas, Carlos VII no convoca Juntas, y si consulta hubo, fue la de un «pequeño número de allegados», sus consejeros [48].
¿Hay alguien que sea capaz de decir que Carlos VII, ni más tarde Don Jaime, ni Don Alfonso Carlos, estuvieran obligados a llamar a éste o aquél a sus Juntas, cuando consideraron que debían celebrarlas? Sin faltar a la verdad, no se puede sustentar tal opinión. El Carlismo es tan democrático que fija al Rey los límites en sus atribuciones, que respetan incólumes todas las libertades que forman el gran conjunto de nuestra tradición cristiana, española y monárquica. Pero no cae en la democracia de obligar al Rey a escuchar forzosamente a éste o aquél; y, así, los consejeros de sus Caudillos son escogidos entre aquéllos en quienes tienen puesta su confianza. ¿Es que quizás el Conde de Rodezno, en las circunstancias en que se colocó después de 1937, se creería con derecho a asistir a una Junta convocada por el Príncipe? ¿Y qué derecho alegaría? ¿La calidad de ex-diputado y ex-senador? Pues en Vevey no fueron llamados los diputados como tales; y a la Junta de Londres no asistió ninguno, porque no fueron llamados tampoco.
Pero lo más extraordinario, lo que deja al comentarista asombrado, es pensar que la Junta que reclama ya la tuvo la Comunión, y la tuvo a su tiempo, presidida por el Príncipe Regente, en Portugal, en el Palacio de Insúa; y se fijó la orientación carlista de que debía restaurarse la institución monárquica por medio de la Regencia, antes de decidir la persona que debía ocupar el Trono. Y esto era conforme a las instrucciones de Don Alfonso Carlos al Príncipe Javier. Fijada nuestra posición, no hay razón ninguna, a pesar de sus argucias, para tener que rectificar, como si se tratara de un partido constitucional con proclamas electorales, destinado a captar unas actas con que continuar en el disfrute del Poder.
Olvidando, nuevamente, el Conde de Rodezno que Clío no le prodiga sus sonrisas, y sea que su falta de preparación en los estudios históricos le arrastra a afirmaciones que no corresponden a la verdad de los hechos, sea que por ligereza él los interpreta «subjetivamente», las aportaciones documentales del Conde deben ser sometidas al examen crítico de cualquiera que quiera conocer su pensamiento. Hace muchos años, cuando el derrumbamiento de la monarquía liberal, lanzada por los elementos revolucionarios circuló la especie de que jamás se daba el caso de dos restauraciones consecutivas en la misma dinastía. Era una pretendida ley histórica, que ni era ley ni era histórica. Sin embargo, fue empleado este argumento por el propio Royo Villanova en su acusación a Don Alfonso. Acusación, por cierto, que no entró nunca en lo que realmente se debía acusar. Y el Conde de Rodezno, sujeto a aquel ambiente de los revolucionarios, dirigiéndose a Don Alfonso Carlos, aceptaba esta pretendida ley, aplicada a Don Alfonso, aunque lo hiciera apoyando las pretensiones de los entonces juanistas. Afortunadamente, nuestro Rey no debió hacer caso de aquella «ley histórica» que invocaba tan frívola como ligeramente el Conde de Rodezno, y que no tenía otro arraigo que el de haber sido lanzada por un indocumentado redactor del Heraldo de Madrid. Más tarde, dirigiéndose al Príncipe Regente para cohonestar su actitud unificadora y su aceptación de los cargos de FET, invocaba nada menos que la carta de Carlos VII a Don Alfonso proponiendo un armisticio ante el peligro de guerra con los Estados Unidos. La relación que podían tener los dos hechos no la pudo señalar ni él ni nadie, porque no tenían absolutamente ningún parangón. Se proponía en aquella carta un armisticio; y aquí, con la unificación, no había armisticio, sino absorción; ni se ponían las fuerzas del Carlismo a disposición de los mandos de Don Alfonso XII; y… ¿para qué seguir? Afirmo que nadie que conozca el documento puede establecer la menor relación entre los dos hechos, y, por lo tanto, la cita de la carta tan hermosa de Carlos VII era simplemente un «farol» de los muchos que señala el Conde de Rodezno, sabiendo que nadie va a entretenerse con él en una disputa o discusión histórica [49].
Para decirlo claro, el Conde de Rodezno entra en la historia como por su casa, y hace mangas y capirotes, como se dice vulgarmente, de los hechos y de la interpretación de los mismos. Lo curioso es que, cuando no significa desconocimiento, lo hace con el fin de favorecer sus «singularidades». Así, en los puntos que consigna en su última carta afirma que Don Alfonso Carlos, «siguiendo en esto la inclaudicable conducta de Chambord y de Jaime III ante los impremeditados requerimientos de sus adeptos», no podía designar sucesor, porque no podía faltar a la Ley de que recibía su derecho.
Es verdad que el Rey no puede nombrar sucesor, no diré como el Conde de Rodezno «fuera de la ley», sino contra la ley. Pero también es cierto que el interés nacional, el mismo interés de la monarquía, impone cambios cuando la dinastía sucesora es opuesta al bien común. Pero lo que nadie puede negar es que el Rey, antes de su muerte, puede nombrar Regente cuando haya inhabilidad, minoría o sucesión dudosa, para que el país no quede huérfano. Es lo que hizo Don Alfonso Carlos. Lo hizo con pleno derecho, con el mismo derecho con que se han nombrado siempre los Regentes para gobernar el Reino en la minoría de los sucesores. Así, es indudable que Don Alfonso Carlos consideró los males que la ley, interpretada sin exclusiones, como hace el Conde de Rodezno, podría acarrear a España. Y, además, ¿por qué negarlo? Aunque le sepa mal al Conde de Rodezno, hay el precedente de que la Casa de Borbón en España está fundada en el llamamiento hecho por el testamento de Carlos II, a pesar de la exclusión de los Borbones; y, sin embargo, no era monarquía patrimonial [50]. Lo que no quería Don Alfonso Carlos era que entrara a sucederle la dinastía de la usurpación; y si no nombró sucesor, bien sabido es, y tiene que saberlo también el Conde de Rodezno, que fue porque él creía, y con razón, que era la persona llamada a regir los destinos de España, quien, con humildad que le honra, aunque nos pese, renunciaba a ello; evidente está esto en la carta del 10 de marzo de 1936, y en la carta póstuma que dirigió al Jefe Delegado. Si no nombró sucesor no fue por un respeto de leguleyo, que no se compaginaría con sus servicios a España, sino por no poder nombrar en aquel momento al Príncipe que quería que levantase con dignidad la bandera tremolada por los carlistas desde las Arquijas [51] a Mendizorrotz [52]. Decir lo contrario es desconocer o falsificar la verdad.
Y por lo que se refiere al caso francés, no podía presentar el Conde de Rodezno un solo caso en que se nos demostrara que el Conde de Chambord, el gran Enrique V de Francia, hubiera designado, para recoger la bandera blanca de la Legitimidad francesa, a los Príncipes de la casa de Orleans. Es decir, que el Conde de Chambord sólo exigió de los Orleans el reconocimiento de su derecho pleno, y la abjuración de su rebeldía a la Legitimidad francesa, pero nunca los designó como sucesores suyos, porque sabía que había mucha sangre y mucho daño para Francia entre la rama de los Orleans y la rama legítima.
Y, por tanto, si no los designó sucesores de la Corona de Francia, y no indicó que las banderas de las lises las empuñaran los Príncipes de Orleans en la persona del Conde de París, era simplemente porque se negaba a reconocerlos como los continuadores de su inclaudicable lealtad a la tradición francesa. Pero téngase, además, en cuenta que no hay necesidad de que se declare el sucesor cuando se hace según la ley. Los carlistas, a la muerte de Carlos VII, no tuvieron otra cosa que hacer que aclamar al nuevo Rey con la tradicional fórmula: «El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!». Y, apenas se cerraba la tumba del gran Carlos VII, los carlistas que habían acudido al luctuoso acto aclamaban como Caudillo de la Tradición española y como Rey legítimo de España a Don Jaime III. Y cuando moría Don Jaime, ocurría lo mismo con Don Alfonso Carlos. Entones, la Ley obraba. Y pregunto yo: si la ley obraba en favor de la rama de Don Francisco de Paula, el Conde de Rodezno, y los que con él piensan, debían haber aclamado como Rey a Don Alfonso, a la muerte de nuestro Caudillo. ¿Por qué no lo hicieron? No lo hicieron porque no podían ir a Don Alfonso XIII, después de lo ocurrido en España durante un siglo, al poco tiempo de su marcha por Cartagena, abandonando nuestro país. Y ahora, ¿por qué lo pretenden? ¿De quién recibe Don Juan sus pretendidos derechos? ¿No es de su padre? Y lo que no podía heredar su padre, para los carlistas, no puede heredarlo el hijo, a pesar de todos los sofismas que se aleguen y las inexactitudes históricas que se acumulen.
Y tanto es así que, en 19 de marzo de 1945, Don Juan no habla más que de su padre: «generoso sacrificio del Rey, de abandonar el territorio nacional…», «por renuncia y subsiguiente muerte del Rey Don Alfonso XIII en 1941, asumí los deberes y derechos a la Corona de España». ¿No basta con esto? Por lo tanto, si al padre no podía acudir Rodezno porque, a pesar de la Ley, no era posible descender a tanto, al hijo no puede acudir Rodezno, porque el hijo es el continuador del padre.
Es verdad que la ley nombra, o, cuando menos, supone en el sucesor los derechos de la legitimidad de origen y de ejercicio. Pero la ley, si no es para los tratadistas absolutistas, no significa entregarse a tiranos ni a usurpadores. La ley va acompañada de exclusiones. Estas exclusiones están determinadas por la legislación vigente en España a la muerte de Fernando VII, y ellas tienen también su función bien definida, pues la ley puede estar ciega, pero las exclusiones iluminan el camino para corregir la ceguera. Esto es lo que ha olvidado el Conde de Rodezno, y esto es lo que quieren olvidar los reconocementeros de hoy. Y exclusiones hay muchas.
No hay, pues, razón ninguna para el apoyo que hace Rodezno de la candidatura de Don Juan, pasando por encima de las exclusiones que las leyes tradicionales fijan, y, además, porque, contra lo que él afirma, no hay satisfacción a nuestros principios en los documentos de Don Juan. En la nota entregada por Don Juan al Generalísimo, aunque apunta principios más o menos concordes con la tradición española, vienen seguidos por un estrambote que lo anula todo. Se dice que todo quedará sometido a la decisión de las Cortes españolas, menos la posesión del Trono por Don Juan. No tiene parecido ninguno esa nota de Lisboa con la palabra de nuestros Reyes, que sabíamos que no nos engañaban y que sacrificaban el advenimiento al Trono al mantenimiento de su lealtad tradicional. De Don Juan no tenemos más que promesas, si promesas hay, y todas ellas respaldadas con la decisión de las Cortes, que sólo hacen intangible su permanencia en el Trono. Es decir: que si las Cortes juanistas decretaran una nueva monarquía liberal, Don Juan seguiría en el Trono, pero nosotros, los carlistas, seguiríamos en la oposición. Pero sería, de haberle reconocido, una oposición constitucional; es decir, un partido más, renovación del pidalismo que fracasó hace tantos años. ¡Y mestizos, no!
Lo que quiere Rodezno es lo que no queremos los carlistas. Al carlismo no se le entrega, sean quienes sean, sean cuantos sean los que sigan en su vía al Conde de Rodezno. El Carlismo no se entrega, porque quedaría por entregar la bandera que sostiene S. A. R. el Príncipe Regente. El Carlismo no se entregó en los campos de Vergara, cuando una gran cantidad de «personalidades» abrazaron al «mamarracho» de Espartero; el Carlismo no se entregó cuando en 1849 se acogieron muchas «personalidades» a la amnistía que les daba el «espadón» Narváez; el Carlismo no se entregó cuando, impulsado por el traidor Lazeu, Don Juan III pedía ser reconocido por Doña Isabel como Infante de España; el Carlismo no se entregó cuando Cabrera y otras «personalidades» reconocieron al abuelo de Don Juan; el Carlismo no se entregó cuando en 1879 eran invitadas las honradas masas para que acudieran a la Unión Católica, aunque muchas «personalidades» claudicaron; el Carlismo no se entregó cuando el Cardenal Sancha nos daba «sus desinteresados consejos» [53]; el Carlismo no se entregó cuando la madre de Don Juan iba a aplaudir a Vázquez de Mella, no sé si en la Zarzuela o en la Comedia [54]; el Carlismo no se entregó cuando Bilbao y tantos otros se fueron a la Unión Patriótica; el Carlismo no se entregó cuando el Conde de Rodezno y sus correligionarios se fueron con el General Franco a la Falange; ni el Carlismo se entrega ahora cuando Rodezno y todos lo que como él piensan vayan a Lisboa a «reconocer» a su Rey.
Porque el Carlismo era más que Maroto; y era más que Montenegro [55]; y era más que Cabrera; y era más que el Conde de Orgaz [56]; y era más que Mella; y, ya no digamos, más que Rodezno y Bilbao, porque esto salta a la vista. Con Carlos V, con Carlos VI, con Carlos VII, o sin Rey, como en tiempos de Don Juan III, y en la actualidad, el Carlismo no se entrega. Una mujer, por su nacimiento portuguesa, tuvo en sus manos la bandera, de 1861 a 1868; un hombre, descendiente, por línea de varón, de Felipe V, mantiene la bandera en este momento. Y si entonces Dios no nos hubiera deparado una Princesa de Beira, como ahora un Príncipe de Parma, tampoco el Carlismo se entregaría, porque lo mantendríamos los humildes, el pueblo, las masas carlistas, ya que nos lo dejó encomendado nuestro gran Carlos VII, en su Testamento político. «Y si aun así, apuradas todas las amarguras, la dinastía legítima que os ha servido de faro providencial, estuviera llamada a extinguirse, la dinastía vuestra, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás. Vosotros podéis salvar la Patria, como la salvasteis, con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas, y, huérfanos de Monarca, de las legiones napoleónicas. Antepasados de los voluntarios de Alpéns y de Lácar eran los que vencieron en las Navas y en Bailén». Por esto digo que, mientras quede un Español que no reniegue de las esencias tradicionales de España, ni deserciones, ni claudicaciones, ni apostasías políticas acabarán con el Carlismo. Hay ahora una nueva rebeldía, que quiere encabezar el Conde de Rodezno. Los carlistas de verdad ya saben cómo deben considerarlo y tratarlo; y Don Juan, al recibirlo, ha de saber que es un desertor de nuestra Causa y de Falange el que va, con unos cuantos amigos, a ofrecerse. Pero el Carlismo, ¡jamás!
El Carlismo, hoy como ayer, es digno de aquella dinastía insobornable de los Carlos V, Carlos VI, Carlos VII, Jaime III y Alfonso Carlos. Es digno de continuar su ruta para salvar a España por la Tradición, bajo la dirección del Príncipe Regente, aceptado unánimemente por todos, incluso, en 1936, por el propio Conde de Rodezno. Es digno este Carlismo de que se le respete, y si hay en su seno gente que se sienta incómoda, sean cuales sean sus razones, altas o mezquinas, no nos importa. Los que así piensen, bien hacen en dejarnos a nosotros, para que velemos las banderas que nos legaron nuestros padres. Y, en este caso, cuantos más sean los que se sientan incómodos, más necesario es que la puerta quede de par en par abierta para que salgan ellos.
Lo que no podemos tolerar es que se pretenda hablar en nombre de Navarra carlista; ellos no son Navarra carlista; el pueblo leal navarro no se merece esta injuria. No hay navarros que puedan abandonar nuestras banderas tras las «singularidades» del Conde de Rodezno.
Esto no es, y no será. No sólo Navarra carlista, sino que Cataluña, Castilla, las Vascongadas, Valencia, Aragón, Andalucía, Asturias, Galicia…, es decir, España entera, fiel a sus juramentos y a sus convicciones, no abandonarán, por un Conde de Rodezno, aunque vaya con un Don Juan, la alta figura del Abanderado designado por nuestro último Rey, en la plenitud de sus funciones: el Príncipe Javier de Borbón Parma.
MELCHOR FERRER
4 de noviembre de 1946, Fiesta de San Carlos Borromeo
[1] Sobre los “minimistas” (o defensores del Mal Menor), véase el Tomo 28, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 283.
[2] Los “cruzadistas” son los disidentes o cismáticos que se separaron de Don Alfonso Carlos y de la Comunión, y que se les conocía por ese nombre porque su principal órgano de publicación era el periódico madrileño El Cruzado Español. En 1935, en un conciliábulo celebrado en Zaragoza, designaron a Don Carlos Pío de Habsburgo como sucesor de Don Alfonso Carlos. Tras la muerte de este último, y a partir de 1943, pasaron a denominar públicamente a su particular Caudillo con el nombre de “Carlos VIII”, razón por la cual también eran conocidos o motejados vulgarmente con la etiqueta de “octavistas”.
[3] La política pro-alfonsina llevada a cabo por el Conde de Rodezno durante su jefatura de la Comunión (1932-1934), dio ocasión a los “cruzadistas” para consumar esa escisión a la que alude Melchor Ferrer.
[4] Sobre estas declaraciones de 1919, véase el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 115.
[5] Véase Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 251 – 253.
[6] La Princesa de Beira y los hijos de Don Carlos (Rodezno).pdf.
[7] La serie de conferencias organizadas por la Junta Suprema de la Comunión fue la siguiente: Esteban Bilbao, el 11 de Diciembre de 1932; Antonio Goicoechea, el 18 de Diciembre; Luis Hernando de Larramendi, el 8 de Enero de 1933; José María Pemán, el 23 de Enero; José María Lamamié de Clairac, el 30 de Enero; y Víctor Pradera, el 6 de Febrero.
Las de Bilbao y Goicoechea se celebraron en el Cine de la Ópera, en Madrid. Las del resto, fueron en el Monumental Cinema, de la misma ciudad.
[8] El Capitán Cipriano de los Corrales encabezó el Alzamiento que dio origen, en Zaragoza, a la campaña montemolinista (1855-1856). Véase todo el Tomo 20 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
[9] El Comandante General Pablo Balanzátegui y Altuna, tomó parte en la insurrección legitimista de 1869, encabezándola en el Reino de León. Véase el Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 101.
[10] El soldado José Torrents y Casals, tomó parte en el levantamiento de Octubre de 1900, capitaneando una partida de legitimistas que asaltaron el cuartel de la Guardia Civil de Badalona. Véase el Tomo 28, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 260.
[11] Para un resumen del Alzamiento de San Carlos de la Rápita, véase este hilo.
[12] La “Revolución de Julio” es la que se conoce como “La Vicalvarada”, que tuvo lugar en julio de 1854. Véase, al respecto, este hilo.
Sobre la vuelta de los emigrados legitimistas tras la “Guerra de los Matiners”, véase el Tomo 20 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 37.
[13] La “Revolución de Septiembre” se conoce también como “Revolución Gloriosa”. Tuvo lugar en Septiembre de 1868.
[14] Aquí Melchor Ferrer comete, de buena fe, errores e inexactitudes a la hora de enjuiciar las figuras de Don Felipe V y del Archiduque Carlos. Para una visión más ecuánime, véase el Capítulo titulado “La sucesión de Carlos II”, del libro ¿Quién es el Rey?, de Fernando Polo, a partir de la página 39 (en su edición de 1968).
[15] Sobre la sublevación de los batallones navarros en Vera, y el asesinato del General Vicente González Moreno, véase el Tomo 16 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 55.
[16] Sobre los manejos, manipulaciones y cizañas fomentadas por Eugenio Aviraneta en las filas de los legitimistas, véanse a lo largo de los cuatro primeros capítulos del Tomo 16 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
[17] Este viaje y recorrido de Don Javier por las tierras de la Península, tuvo lugar en Diciembre de 1937.
[18] La Junta Nacional de Guerra de la Comunión Tradicionalista se instituye por Decreto de la Jefatura Delegada el 28 de Agosto de 1936.
[19] Melchor Ferrer, por delicadeza, omite que fue realmente Joaquín Baleztena el que presidió el conciliábulo de Pamplona del 16 de Abril, y nombra, en su lugar, a uno de los pocos verdaderos traidores desleales a Don Javier: José Martínez Berasáin.
Joaquín Baleztena y casi todos los legitimistas navarros, que participaron equivocadamente de buena fe en todos estos manejos y manipulaciones del Conde de Rodezno durante esos años, terminaron permaneciendo leales a Don Javier, una vez que el Conde de Rodezno, junto con sus pocos compañeros de traición, consumaron su deserción con su acatamiento a Don Juan.
[20] Durante los regímenes revolucionarios cristino, esparterista e isabelino (1833 – 1868), la Comunión estuvo en la misma situación oficial de ilegalidad que durante el régimen revolucionario franquista, y los primeros años del actual régimen revolucionario juanista (1937 – 1977). Véase el Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 23.
[21] Melchor Ferrer se está refiriendo, obviamente, a Esteban Bilbao, y a su servil adhesión a la Dictadura del General Primo de Rivera. Véase el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, a partir de la página 172.
[22] Nota de Melchor Ferrer. El Comandante General, Bernardo Iturriaga; Jefe de la primera brigada, Manuel Oliden; Jefe de la segunda brigada, José Antonio de Soroa; Coronel comandante del séptimo batallón, Isaac Ramery; Coronel comandante del quinto batallón, Manuel Ibero; Coronel Comandante del primer batallón, Manuel Fernández; Comandante del tercer batallón, Faustino Echeto; Coronel comandante del cuarto batallón, Aniceto Alustiza; Segundo Comandante del quinto batallón, José Joaquín de Aguinaga; Segundo Comandante del quinto batallón, Domingo de Artola; Jefe del Estado Mayor Accidental, Gregorio de Balacain; Brigadier Jefe de la brigada de operaciones, José Ignacio de Iturbe; Coronel comandante del séptimo batallón, Manuel Altamira; El Comandante del segundo batallón, Zacarías de Jáuregui; El segundo Comandante del séptimo batallón, José Manuel de Echarri; El segundo Comandante del cuarto batallón, Ignacio de Arana; El segundo Comandante del segundo batallón, Lesmes Basterrica.
[23] Nota de Melchor Ferrer. Juan Antonio de Goyri; el Comandante General de la Provincia de Santander, Cástor de Andéchaga; el Brigadier primer jefe de la primera brigada de la segunda División de operaciones, Juan Antonio Verástegui; el Coronel Jefe de Estado Mayor, Pedro Briones; el Coronel Comandante del segundo batallón, Antonio de Urrusalo; José Pascual de Ybarriabal, José Antonio de Aguirre, Félix de Alday, Juan José de Perea, Nicolás de Sesumegui, Guillermo de Galarza, Manuel Ibáñez de Aldecoa, Manuel José de Urrengoechea, Martín Luciano de Echevarri, Bonifacio Gómez, Nicolás Goguenuri, Nicolás Aguisa.
[24] Nota de Melchor Ferrer. Firmantes del convenio de Vergara.
[25] Siglas de la Central Nacional Sindicalista, que era el sindicato del partido de Franco.
[26] Véase una breve biografía del General de Brigada Fidel Alonso de Santocildes, en la página 198 del Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
[27] El Coronel Joaquín Peralta y Pérez de Salcedo ostentaba la jefatura de la Secretaría de la Comisión Regia Suprema, la cual se encargaba de los preparativos del Alzamiento que terminaría teniendo lugar, finalmente, en San Carlos de la Rápita en 1860. Para una breve biografía, véase la página 62 del Tomo 21 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
Para un resumen del Alzamiento de San Carlos de la Rápita, véase el hilo al que se hace referencia en la nota 11.
[28] Para una crítica, desde posiciones leales, de esta interpretación de la Regencia, véase este hilo.
[29] Alude Melchor Ferrer a los llamados “octavistas”, partidarios de Don Carlos Pío de Habsburgo.
[30] Alude Melchor Ferrer a Don Carlos Pío de Habsburgo.
[31] Alude Melchor Ferrer a Don Juan.
[32] Sutil señalamiento de Melchor Ferrer en favor de Don Javier.
[33] A la muerte del Rey de Portugal Don Sebastián I en 1578, a la edad de 24 años, le sucedió en el trono su tío-abuelo Don Enrique I, hermano de su abuelo Juan III, con 66 años de edad.
El Rey-Cardenal Enrique fallecería dos años después, siendo su legítimo sucesor el Rey Felipe II de Castilla, consiguiéndose así la tan ansiada unidad peninsular española, perdida desde la invasión mahometana del 711.
[34] Para el Manifiesto de Don Javier de 1941, véase Apuntes y Documentos para la Historia del Tradicionalismo Español, 1939 – 1966, Tomo 3 correspondiente al año 1941, de Manuel de Santa Cruz, página 163. Apuntes y Documentos M. Sta. Cruz (I, II y III).pdf.
[35] Sobre el proyecto político del matrimonio entre el Conde de Montemolín y Doña Isabel, veánse los Tomos 18 y 19 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
Para una visión más resumida de este episodio, véase este hilo.
[36] Véase desde la página 256 hasta el final del libro, del Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
[37] La Comunión, propiamente hablando, no nació en 1827, sino en 1833. Es importante señalar que el llamado levantamiento de los “Malcontents” en Cataluña se hizo al grito de “¡Viva Fernando VII!” (a quien se creía que continuaba secuestrado en manos de liberales, como en el Trienio Constitucional) y no en favor de Don Carlos María Isidro. Circuló, en aquel entonces, un supuesto Manifiesto de partidarios de Don Carlos María Isidro injurioso hacia Don Fernando VII, pero dicho escrito era completamente apócrifo desde el punto de vista de su atribución.
[38] Para más información sobre la figura del Comandante General de la Marina carlista Federico Anrich y Santamaría, véase el Tomo 25 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 13.
[39] Estos hechos históricos que narra Melchor Ferrer podrían, sin embargo, interpretarse también como una defensa del derecho. No hay que olvidar que también forman parte de las leyes sucesorias las que fijan las causas de exclusión (en estos casos vendrían a ser leyes o normas consuetudinarias, con el único requisito de no ser contrarias a los principios de la religión verdadera).
[40] Alude Melchor Ferrer a la conocida frase “monárquico sin rey” con la que se autocalificó el político maurista Ángel Ossorio y Gallardo en una conferencia habida en el Ateneo de Zaragoza, el 4 de Mayo de 1930.
[41] Melchor Ferrer hace referencia al artículo “Un Sueño”, publicado por Aparisi y Guijarro en el periódico madrileño La Regeneración, el 2 de Diciembre de 1869, con motivo de los criminales fusilamientos de Montealegre (dentro del contexto de la insurrección legitimista de 1869). Para informarse sobre este último suceso, véase el Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 116.
[42] Sobre las partidas de “trabucaires”, véase el Tomo 18 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 107 (y, en general todo el Tomo).
[43] Sobre la insurrección del Maestrazgo de 1844, véase el Tomo 18 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 123.
[44] Sobre el enfrentamiento entre los jaimistas y los radicales de Lerroux en San Feliú de Llobregat, el 28 de Mayo de 1911, véase el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 46 y siguientes.
[45] Sobre el enfrentamiento con los republicanos a raíz del mitin que los jaimistas habían organizado en Eibar el 7 de Abril de 1912, véase el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 53.
[46] Sobre los sucesos de Granollers, en los que un pequeño grupo de jaimistas fueron a “reventar” un acto anticarlista organizado por liberales de distintas denominaciones que se celebraba el 13 de Julio de 1912 en las instalaciones de La Unió Liberal (centro cultural local difusor del liberalismo), véase el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 56 y 57.
[47] Sobre la Junta de Londres, de 20 de Julio de 1868, véase el Tomo 22 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 185 y siguientes.
[48] Sobre la Junta de Vevey, de 18 de Abril de 1870, véase el Tomo 23, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 155 y siguientes.
[49] Sobre la carta de Carlos VII a Alfonso “XII” de 9 de Noviembre de 1875, ofreciéndole una tregua por el tiempo que durare la guerra contra los Estados Unidos en caso de que ésta se iniciare por causa de su inicua política exterior en relación a Cuba, véase el Tomo 27 de la Historia del Tradicionalismo Español, páginas 80 y 81.
[50] El testamento de Carlos II no era constitutivo, sino meramente declarativo de aquél que debía sucederle conforme a derecho. Nos remitimos, una vez más, al capítulo IV, titulado “La sucesión de Carlos II”, del excelente libro ¿Quién es el Rey?, de Fernando Polo, página 39 (en su edición de 1968).
[51] Sobre la batalla de Arquijas (12 – 15 Diciembre 1834), véase el Tomo 5 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 156 y siguientes.
[52] Sobre la batalla de Mendizorrotz (29 Enero 1876), véase el Tomo 27 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 245.
[53] Sobre los “consejos” del Cardenal Sancha, véase el Tomo 28, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, páginas 243 y 244.
[54] Asistieron Alfonso “XIII” y su esposa Doña Victoria a una conferencia que dio Vázquez de Mella en el Teatro Real de Madrid, el 25 de Mayo de 1920, titulada “La transformación de la mujer por el cristianismo, y la transformación de la sociedad por la mujer”. Este acto se considera como aquél en que Vázquez de Mella formalizó definitivamente su traición al Rey legítimo Jaime III. Véase al respecto el Tomo 29 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, página 134.
[55] Se trata del mariscal de campo Joaquín de Montenegro. Fue uno de los emigrados participantes en la llamada Reunión de Burdeos en 1848, en la cual se decidió enviar emisarios a los jefes militares legitimistas para que se abstuvieran de cualquier incursión o acción militar en territorio español. Se acogió a la amnistía de Octubre de 1849, decretada al finalizar la guerra de los “matiners”.
Sobre todos estos asuntos, véanse las páginas 41 – 49 del Tomo 20 de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer.
[56] El Conde de Orgaz perteneció al grupúsculo de ex-legitimistas que pasaron a colaborar con el proyecto político de la Unión Católica de Alejandro Pidal, abandonando las filas de la Comunión. Hay que subrayar en su honor, sin embargo, que, a diferencia de sus compañeros de transbordo, el Conde de Orgaz no acabó ingresando en el Partido Conservador cuando la Unión Católica se disolvió en 1884, sino que se retiró de la política.
Véase, al respecto, el Tomo 28, Volumen 1, de la Historia del Tradicionalismo Español, de Melchor Ferrer, a partir de la página 55.
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