Fuente: In Memoriam. Álvaro d´Ors y el tradicionalismo (a propósito de una polémica final), Miguel Ayuso, Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, Año 2004, páginas 186 – 197.
2. ¿Una revisión en sede «testamentaria»?
Uno de sus últimos artículos, escrito para una publicación carlista, no dejó –sin embargo– de provocar una cierta discusión a cuenta de su reflexión sobre –tal era el título– La actualidad del «Dios-Patria-Rey» (El Boletín Carlista de Madrid, n.º 69, Navidad de 2002 – Año Nuevo de 2003). Es cierto que el texto se publicó sin firma, pero una nota redaccional aclaraba que «el editorial que hoy publica este Boletín, en cuyo fondo y forma se trasluce el pensamiento y aun la pluma de un maestro de juristas y de un gran maestro de la Tradición Carlista, merece ser explayado». Para nadie podía caber duda de que el autor no era sino Álvaro d´Ors. Lo que se reforzaba, por si hiciere falta, con otro hecho. Y es que la misma nota pospuesta al texto editorial anónimo, anunciaba una serie de glosas del texto en los Números sucesivos. La primera, que vio la luz en el Número 73 (Mayo de 2003), aparecía firmada con las iniciales J. N. Mientras que las dos últimas, ya sin firma ni inicial alguna, vieron la luz en los Números 75 (Septiembre-Octubre de 2003) y 77 (Año Nuevo de 2004). Las tres estaban escritas, y ahí radica la confirmación, por el jurista navarro, gran amigo de d´Ors, Javier Nagore, nombre que se corresponde con las iniciales que rubricaban el comentario.
Como el texto de Don Álvaro es ejemplar en su concisión, no estará de más reproducirlo íntegramente:
«El trilema carlista de “Dios-Patria-Rey” tenía, en su origen, un sentido polémico, pues era invocado en defensa de la confesionalidad, la foralidad y la legitimidad, contra el liberalismo de la época. Mucho ha cambiado el contexto histórico desde las Guerras Carlistas, pero ese trilema sigue conservando su sentido polémico, aunque sea distinto el actual adversario, y también distinto por ello el sentido de esta triple invocación.
Los cristianos vivimos hoy, aunque esperamos que no sea para siempre, en una sociedad, no ya envenenada por el laicismo, como antes, sino declaradamente pagana. Por eso, la obligada defensa de la “Religión” viene a ser más parecida a la que incumbió a los primeros cristianos.
Aunque la confesionalidad del Estado era en principio justa para un pueblo fundamental y mayormente católico como el español, hoy no podemos plantear el tema como en otro tiempo; no sólo por la profunda paganización de la sociedad, sino porque el mismo concepto de “Estado” se halla hoy en inevitable crisis; y nada ganaríamos pretendiendo su confesionalidad. Esta crisis del “Estado” se debe, no sólo a la integración de las naciones en grandes espacios sin una tradición religiosa común, sino, a la vez, por la desintegración de aquéllas a causa de la pugna de nuevos nacionalismos regionales contra los antiguos estatales.
Así pues, la defensa de la Religión se plantea hoy como un deber personal del cristiano: de esfuerzo por la congruencia de la propia conducta con la Fe profesada, y por la propagación apostólica de ésta. En cierto modo, se puede decir que la lucha se ha privatizado; aunque esto no implique en modo alguno una renuncia a la cristianización profunda de toda la sociedad, empezando por la Familia, donde la confesionalidad sigue siendo natural y necesaria, hasta alcanzar las estructuras institucionales más amplias de la vida moderna. Así hicieron los primeros cristianos, y Dios premió su esfuerzo; aunque, quizá por nuestra desidia, nos encontremos hoy sin méritos para conservar el éxito de aquéllos.
Por la “Patria” luchan hoy los tradicionalistas al resistir contra las tensiones desintegradoras de la unidad gloriosa y tradicional de España; pero, al mismo tiempo, su lucha sigue siendo también, como desde un principio, en defensa de la foralidad. El “Fuero” puede entenderse como institucionalización de un orden social, incluso en una escala universal, fundado en la responsable libertad de las personas y de todos los grupos sociales conforme al principio de subsidiariedad, en el sentido tradicional de autonomía sin autarquía de “Las Españas”.
La foralidad se encuentra hoy desvirtuada por la actual deformación del régimen de Estatutos, que aspira inevitablemente a una futura proliferación de Estados, siendo así que, como queda dicho, la idea de “Estado” resulta hoy del todo anacrónica.
Por último, la invocación del “Rey” debemos entender hoy que se trata, ante todo, de defender la Monarquía como forma de gobierno. Si, en otro tiempo, el Carlismo se centraba en la defensa de una legitimidad dinástica, hoy este aspecto de la legitimidad no es ya el que más urge defender, sino el de la misma forma de gobierno que es la Monarquía, como contrapuesta, no ya a la «República», de pésimo recuerdo en la Historia de España, sino a lo que es propiamente la forma de gobierno contraria, que es la Democracia.
Sólo la ofuscación teórica y práctica de los tiempos modernos ha llegado a hacer compatibles las dos formas de gobierno, que, no sólo son distintas, sino esencialmente incompatibles, pues la Democracia prescinde de toda legitimidad al desvincularse de la familiar, de la que todas las otras legitimidades dependen. Y, con esa forzada inserción de un rey en la forma democrática, no se ha salvado la supervivencia de la Monarquía, sino que ha venido a desvirtuarla, mediante la falsa fórmula de que “el rey reina, pero no gobierna”; algo incomprensible si no es por olvido de que la Monarquía es, precisamente, una forma de “gobierno”, y no puede quedar rebajada a simple aditamento decorativo de la Democracia. Porque, si se priva al monarca del gobierno de su pueblo, deja de haber auténtica Monarquía.
Lo esencial de la Monarquía está precisamente en el carácter personal del vínculo que une al rey con su pueblo; un vínculo de fidelidad recíproca, que sólo puede darse entre personas de verdad y responsables, no entre un ente impersonal y abstracto, como es el Estado, y un pueblo anónimo, como es la Democracia.
Este vínculo personal de la Monarquía, es entre un rey que gobierna como delegado de Dios, de quien procede toda potestad –concretamente, de Cristo Rey–, y unos súbditos personales y responsables, que confían a ese rey la defensa de su libertad y de su seguridad. En esta fidelidad natural radica la legitimidad esencial de toda Monarquía como forma de gobierno; falta, en cambio, en la Democracia, régimen de legalidad, que prescinde de Dios y de la familia, y carece por tanto de toda legitimidad.
Nuestro trilema sigue siendo, así, el de las fidelidades tradicionales, aunque con un nuevo sentido: a la Fe, a la Libertad foral, y a la Legitimidad del gobierno monárquico. Y su principal adversario es hoy la Democracia».
3. Una réplica contundente
Pero entre la publicación del texto de d´Ors y las glosas ulteriores, el Número 70 (Enero-Febrero de 2003) venía encabezado –tras una advertencia preliminar de la Redacción algo impertinente– por una réplica del Profesor Rafael Gambra titulada «¿Quién busca hoy la destrucción del carlismo?». Como su autor fue siempre amigo sincero de Álvaro d´Ors, con amistad no ensombrecida, como en el caso de Elías de Tejada (puede verse al respecto lo que se dice en la presentación de este volumen de Anales, y en mi libro La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada, Madrid, 1994), por diferencias personales, y aunque Gambra compartiese la antipatía de Elías de Tejada para con el Instituto Secular al que pertenecía d´Ors, no puede buscarse en la réplica ninguna finalidad solapada. Sólo la intención recta de salir al paso de lo que entendía una desnaturalización gravísima del ideario tradicionalista-carlista. De ahí la contundencia, y aun dureza, del texto del Profesor Gambra, gran maestro del tradicionalismo del siglo XX.
Helo aquí:
«Recibo ahora el Número navideño de
El Boletín Carlista de Madrid, publicación que se señaló siempre por su lealtad carlista y su pureza doctrinal. Sin embargo, en su portada, y como Editorial, encuentro un artículo titulado “La actualidad del Dios-Patria-Rey”, de autor anónimo. Tras su lectura, no he salido todavía de mi asombro. Asombro que comienza por su mismo carácter anónimo, puesto que, cuando se escriben enormidades del calibre de las que su lectura nos deja, es moralmente obligado firmarlo con nombre y apellidos.
Su tesis general es que el trilema Dios-Patria-Rey, que sostuvo desde sus orígenes el Carlismo hace cerca de dos siglos, y por el que tanta sangre se ha derramado, debe hoy cambiar el sentido e intencionalidad polémica porque el contexto histórico ha cambiado durante esta larga andadura, y nuestros objetivos ideales (es decir, nuestra fe) deben también variar al compás del contexto histórico creado por la evolución de los tiempos y del mundo circundante. No son la sociedad, el orden jurídico y las conductas lo que deben evolucionar según los eternos principios de nuestra fe, sino nuestros designios y nuestra mentalidad los que deben cambiar su sentido, los que deben adaptarse al contexto histórico creado por la evolución de los tiempos.
Así, el lema “Dios”, que representaba nuestro designio de que la sociedad recobrara su fundamento religioso-católico, fue en su día la justa defensa de su cimiento político en un pueblo mayoritariamente católico como el español. Pero hoy las cosas han cambiado: ya no cabe plantear la confesionalidad del Estado porque la sociedad actual, no sólo ha sido envenenada de laicismo, sino que se presenta ya como profundamente paganizada. Y, por otro lado, la noción misma de Estado se encuentra en profunda crisis, al estar siendo asumida, de una parte, en grandes espacios carentes de una tradición religiosa común, y, de otra, troceado en múltiples autonomías heterogéneas. El imperativo religioso del Carlismo debe reducirse al plano individual (ajustar la conducta personal a la fe profesada), y a la familia, donde la religiosidad puede y debe seguir vigente como fundamento y norma. En lo demás (en las estructuras más amplias del Estado y del Derecho), cabe sólo una impregnación religiosa por irradiación de esos núcleos individuales y familiares. Se hace así preciso renunciar a la lucha por la confesionalidad del Estado y la unidad religiosa del país, para adherirse al ideal individualista y liberal de la sociedad moderna. El designio religioso debe así “privatizarse”, reduciéndolo al plano puramente personal o familiar, y abandonando así cualquier forma de lucha por una sociedad confesionalmente religiosa.
En cuanto al ideal de Patria, de las patrias o naciones históricas, que van a quedar engullidas en los macroespacios laicos, carecerá de sentido luchar por la religiosidad de lo que ya no existe. Sólo cabrá al tradicionalismo resistir a las tensiones disgregadoras de España (¿por qué? ¿para qué?), y mantener el principio de foralidad, que, privado de la noción de una Patria común, y laicizado, se convertirá en la mente de todos en puro autonomismo laicista.
En cuanto al Rey, como poder en cierto modo sacralizado y padre de la Patria, carecerá de todo sentido al prescindirse previamente de su arraigo religioso (“rey por la gracia de Dios”), del fundamento religioso del poder, y de la Patria misma como tierra de los padres.
Con todo lo cual –con ese triple cambio de sentido– se viene a identificar al Carlismo
con las democracias cristianas, que, brotadas inicialmente del protestantismo (separación radical del orden religioso y el político), se infiltraron en el catolicismo con el modernismo de Lamennais y Sagnier hasta Maritain en nuestros días, y
llegando a España con Herrera, y
El Debate, y la escuela populista-liberal hoy en boga. Las distintas democracias cristianas, con su nombre contradictorio, han sido la causa –o el vehículo– del caos espiritual que campa hoy en la Iglesia postconciliar y en la legislación civil; en fin, de la rápida descristianización de Occidente. No podían imaginar los carlistas que en 1936 dieron su vida por el trilema puro de Dios-Patria-Rey, que años después, la alta intelectualidad –los “maestros de juristas”– del propio Carlismo, iban a proponer semejante “cambio de sentido” que los convertiría –de imponerse– en un
grupo católico-liberal más. Menos mal que los carlistas, que, por desgracia, son ya pocos, no leen esas elucubraciones aggiornadas, y permanecerán fieles a la doctrina heredada.
¿El Carlismo convertido en
un grupo demócrata-cristiano más? Creo que existen ya bastantes. Alguien ha de quedar para defender el honor de Dios, la unidad de la Patria, y la legitimidad del poder».
4. Otros comentarios y una respuesta
El ejemplar y siempre pugnaz Manuel de Santa Cruz, por su parte, ceñidamente desde el ángulo de la «cuestión religiosa», reclamaba «menos disquisiciones sobre la confesionalidad católica» (Siempre p´alante, n.º 468, 16 de Enero de 2003):
«
El Boletín Carlista de Madrid, n.º 69, extraordinario de Navidad (2002) y del Nuevo Año (2003), publica con los honores “de editorial” un artículo titulado “La actualidad del Dios-Patria-Rey”. No lleva firma, pero su estilo confirma y detecta la autoría que la Redacción del Boletín insinúa al escribir que “su fondo y su forma traslucen el pensamiento y aun la pluma de un maestro de juristas y de un gran maestro de la Tradición Carlista”. La importancia propia de este Editorial se incrementa con la que el grupo, o la persona, que le da acogida y rango, anuncia que “la magistral síntesis será ampliada y ratificada con glosas que aparecerán en Boletines sucesivos”.
El artículo del Profesor Emérito de Navarra, está dedicado a desvirtuar todos y cada uno de los puntos del lema tradicionalista, “Dios-Patria-Rey”, con consideraciones de las cuales solamente traeremos a las páginas de esta revista religiosa las referentes a la confesionalidad católica del Estado. Pero el ataque al Carlismo es masivo.
Empezando por el final, digamos que, si todo cuanto sostiene el autor fuera admisible, entonces, lo riguroso y honesto sería proponer la disolución del Carlismo y fundar otra cosa, maravillosa, pero con otro nombre. Como propuso
la Redacción de El Siglo Futuro, con Don Manuel Senante al frente, al Papa Pío X, a principio del siglo XX. El Papa les contestó que siguieran con su campaña contra el liberalismo, y él siguió con sus ambigüedades. Cambiar las sustancias conservando las denominaciones, me parece una trampa indecente.
Los católicos españoles no deben adentrarse en ese bosque de disquisiciones semánticas, eruditas, filosóficas, y, sobre todo, esterilizantes y mortales. Sería hacer el juego a los que quieren convertir el viejo Carlismo en una especie de
democracia cristiana de derechas, dócil a los liberales infiltrados en la Iglesia. A los que quisieran silenciar que el viejo y eterno Carlismo mantiene indeleble la reclamación de que se restituya al pueblo español la confesionalidad católica que le fue arteramente escamoteada. A los que quieren que la buena sal de la Tierra se vuelva insípida.
Concluye el articulista que hoy no podemos plantear la confesionalidad del Estado como en otro tiempo. Hoy, la defensa de la Religión se plantea, según él, como un deber personal del cristiano; se ha privatizado, aunque esto no implica una renuncia a la cristianización profunda de toda la sociedad, hasta alcanzar las estructuras institucionales más amplias. Pero esto es la
tesis liberal y de la democracia cristiana, y de algunos propagandistas de algunas organizaciones religiosas: el día que todos se hagan de nuestra organización, no hará falta la confesionalidad del Estado. Para este viaje, no necesitamos sus alforjas, Señor Profesor.
La teoría del articulista en lo referente a la confesionalidad,
parece inspirada en Maritain, porque, con mentalidad pragmatista, la relaciona exclusivamente con la situación política y social, y omite totalmente el imperativo teológico inmutable del culto público y colectivo a Dios, establecido en las Encíclicas
Vehementer Nos, de Pío X, y
Quas Primas de Pío XI. Como el adversario actual es, según él, distinto del originario, también tiene que ser por ello distinto el sentido de la triple invocación. Pero no. Porque el cambio de circunstancias puede afectar a la aplicación de la confesionalidad como “hipótesis”, pero no alcanza a la “tesis” teológica, al componente esencial del “por ser Vos quien Sois”, que es indeleble e independiente del planteamiento de los tratantes de feria de si “nada ganaríamos” o todo ganaríamos, exclusivamente. Todos los perjuros que en la transición han sido, se han querido exculpar con el cambio de circunstancias (que ellos mismos produjeron),
y con el mal menor.
Dice que vivimos en una sociedad declaradamente pagana y que, por eso, la obligada defensa de la Religión viene a ser hoy más parecida a la que incumbió a los primitivos cristianos.
Ad hominem, recordemos que antes que Constantino estableciera la confesionalidad del Estado (a. 313 de N. S. J.), ya lo habían hecho el Rey de Armenia y algunos de la actual Abisinia. Desde entonces hasta ahora, se han producido en todas partes grandes cambios, y, frente a ellos, la Iglesia ha mantenido siempre, al menos doctrinalmente, como “tesis”, la confesionalidad católica del Estado o sus equivalentes.
Menos mal que termina diciendo que nuestro principal adversario es hoy la Democracia».
Antes de la publicación de las réplicas citadas de Rafael Gambra y Manuel de Santa Cruz, en el curso de nuestra frecuente correspondencia, le escribí a Álvaro d´Ors en –para lo que aquí interesa– los términos siguientes (2 de Enero de 2003):
«(…) Le pedía yo en mi carta anterior un texto suyo carlista, y, pocos días después de recibir su respuesta razonadamente negativa, descubro con sorpresa un artículo suyo (aparecido sin firma) en cabeza de El Boletín Carlista de Madrid. Artículo inteligentísimo, como suyo, y sugestivo de planteamiento. Le diré, sin embargo, y espero que me disculpe, pero creo que tenemos amistad para ello, además de tratarse de asunto a mi juicio grave, que lo que escribe sobre las transformaciones del lema “Dios”, esto es, sobre la privatización de la lucha religiosa y el abandono de la confesionalidad del Estado, me han dejado no sólo sorprendido, sino incluso consternado.
Entiendo las dificultades que defender esa tesis tradicional levanta, pero su fundamento teológico (más allá de la realidad sociológica) y el vínculo diamantino que tiene con el tradicionalismo español, determinan la muerte de éste de aceptar su parecer. Más aún, recuerdo un texto suyo precioso en el que defendía que de la unidad católica de España dependía todo nuestro pensamiento tradicional, y que, aceptando la interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurría en la más grave contradicción. Propiamente sería la muerte del carlismo a favor de un cierto tipo de democracia cristiana (pese a la denuncia final contenida en su artículo, que comparto, de la Democracia)».
Según su costumbre, a vuelta de correo, encontré carta de Don Álvaro. En la misma escribe (10 de Enero de 2003):
«Querido amigo: Me llegó su carta a la vez que una tarjeta de mi querido amigo Gambra con el mismo reproche por este artículo que me encargó el Boletín Carlista, y que yo preferí no firmar, ya que me reconozco sin autoridad suficiente como carlista, y, en cambio, la revista parecía plenamente identificada con lo que yo decía.
Digo a Gambra que, como sé que él nunca me consideró del todo “puro” –con mucha razón por su parte–, y como filósofo quizá me entienda peor que Vd. como jurista, prefiero darle a Vd. explicaciones, que podrá, si le parece oportuno, comunicar a Gambra, de modo que él no se considere desatendido en su reproche.
Me sorprende que me censuren por no persistir en la “confesionalidad del Estado”. Vd. conoce bien mi pensamiento, y en el mismo artículo aclaro que no debemos renunciar a la confesionalidad de los grupos sociales, en la medida en que sea posible. Pero de lo que yo prescindo, y creo que Vd. también, es del “Estado”. Otra cosa, que sí defiendo, es la confesionalidad de la “Corona”. Pero, ¿para qué “del Estado”, si ya no existe el “Estado”? Yo desearía la confesionalidad del “gran espacio” que pretende ser “Europa”…, pero ya ve Vd. que estamos lejos de eso».
5. Un intento de explicación
Tras lo anterior, con todas las cartas sobre la mesa, permítaseme un intento de explicación.
a) El punto de partida del ensayo orsiano, a saber, el sentido polémico del trilema carlista «Dios-Patria-Rey», y el sentido distinto, aunque también polémico, que hoy tiene en nuestros días, es digno de una primera observación. Cierto es que, como afirma el autor, el lema se invocó –contra el liberalismo de la época– en defensa de la confesionalidad, la foralidad y la legitimidad. Pero no lo es menos que tal formulación polémica no debe confundirnos atribuyendo prioridad a la reacción (contrarrevolucionaria) respecto del pensamiento y las actitudes liberales. Esto es, por su origen guerrero no puede desprenderse del sentido polémico, pero sólo puede alcanzarse a comprender su significado prístino a través de la contemplación del orden que la Revolución atacó, frente a la que lo defendió el tradicionalismo, pero sin subordinarse éste a aquélla. Diríase, pues, que si el orden precede (y no sólo cronológica sino también ontológicamente) al desorden revolucionario, el combate contra éste se hace a través de la afirmación primera de aquél. De aquí deriva una consecuencia, a mi juicio de gran trascendencia, cual es que los cambios de coyuntura justifican razonablemente ajustes tácticos o estratégicos, ligados al necesario combate contra la Revolución, pero no pueden alterar el orden que el tradicionalismo defiende y busca (en lo que sobrevive) restaurar e (en lo que haya desaparecido) instaurar.
Es precisamente en este punto donde, a la hora de señalar los cambios que han afectado a la triple afirmación católico-comunitaria, foralista y legitimista, se hace preciso realizar una exégesis cuidadosa de las explicaciones del llorado Profesor d´Ors, que podrían exceder el razonable «ajuste» polémico a la situación presente y entrar de lleno en lo que la Comunión Tradicionalista no puede en modo alguno disminuir u olvidar, so pena de dejar de ser lo que ha sido y lo que es. Esto es lo que, justamente, habría motivado la respuesta del no menos llorado Rafael Gambra y del siempre celebrado Manuel de Santa Cruz.
b) De modo eminente ocurre con la primera afirmación del trilema, la relativa a la confesionalidad. Advierte el autor que los cristianos de hoy vivimos en una sociedad, no ya envenenada por el laicismo, como antes, sino declaradamente pagana. De ahí, de tal situación, más parecida a la que incumbió a los primeros cristianos, concomitante además con un Estado en crisis, superado por grandes espacios sin tradición religiosa común, concluye el autor que la defensa de la confesionalidad debe replegarse a la propagación apostólica de la fe a partir de la congruencia con la misma de la propia conducta.
Cierto es que la sociedad presente, apóstata más que pagana, ha debilitado la apoyatura sociológica de la doctrina de la confesionalidad del Estado. Y cierto es también que el propio Estado atraviesa una grave crisis, preocupante no por lo que éste tiene de encarnación histórica de lo político, sino por lo que conserva de la forma institucional eterna de la comunidad política, de modo que, en su caída, puede arrastrar no sólo elementos ligados a la historicidad sino también a la naturaleza del vivir en sociedad de los hombres. En la carta antes citada, Álvaro d´Ors insiste en estos aspectos, e incluso con base en ellos me escribe a mí en vez de hacerlo a Rafael Gambra, por creer que mi adhesión a tal explicación técnica debía hacer más fácil la comprensión de su respuesta.
He de añadir, inmediatamente, que no me resultó convincente la defensa del maestro. Sin discutir los dos aspectos de su argumentación (los cambios sociales y la volatilización del Estado), más aún, pudiendo añadir incluso otra razón, cual es la de la progenie protestante de la doctrina de la confesionalidad estatal, creo que la tesis tradicional de la unidad católica, ajena a tales orígenes, y más allá de los cambios contingentes, conserva toda su fuerza, en general, y más aún, en particular, para el tradicionalismo.
En varias ocasiones he resumido los fundamentos teológicos, filosóficos, políticos y pastorales de la unidad católica. Esta tesis de la unidad católica, que es la propia del tradicionalismo, es la que centró las disputas más enconadas a lo largo del siglo XIX y de buena parte del XX entre quienes –de un lado– seguían adheridos a la «integridad» de la doctrina, y quienes –de otro– habían cedido, al menos en la práctica, pero en verdad también en la doctrina, a las sugestiones del liberalismo católico y de la democracia cristiana a través de la aceptación de una «hipótesis» que terminaba convirtiéndose en auténtica «tesis». La «confesionalidad del Estado», por el contrario, tiene su origen en la escisión de la unidad religiosa de la Cristiandad y en el surgimiento de los Estados, que adoptaban la confesión del Príncipe, según la conocida máxima cuius regio eius et religio. Ese origen seguirá gravitando todavía durante el siglo XIX, cuando las peripecias de la crisis del Antiguo Régimen a manos de la Revolución liberal, con sus avances y retrocesos, y aun con sus incoherencias, determinen la mayoría de edad de los Estados. Por ceñirnos al caso español, el constitucionalismo de matriz «moderada» o «conservador» (moderación y conservación –según dijera Balmes– de la Revolución), tras la desamortización y la persecución normalmente «progresista» o «liberal», introducía la «confesionalidad», de sólito sociológico-legal, en ocasiones incluso de apariencia teológica, siempre o casi siempre como una concesión forzada por una sociedad «imposible», en la que –como escribió Menéndez y Pelayo– la Revolución no terminaba de ser orgánica. También de ahí el sentido inicial del lema «Más sociedad, menos Estado», defensivo de la sociedad todavía cristiana frente al Estado agresor, y hoy superado en la situación presente de separación de la Iglesia y de la «sociedad», tras haberse consumado la separación entre la Iglesia y el Estado. Y llegamos al argumento principal de d´Ors: la crisis presente del Estado hace patente la inutilidad de la confesionalidad del Estado. Aunque no la de los grupos sociales o la de la Corona (del gobierno que es eterno, podría decirse, frente al Estado que es una forma histórica de lo político), e incluso la de los grandes espacios. Hasta aquí me parece poder concordar con el gran romanista. Ya insinuaba en su carta que le sorprendía mi sorpresa, toda vez que conozco bien su pensamiento.
Sin embargo, por no callar nada, los tres párrafos dedicados a la cuestión religiosa en el artículo inicial permiten la interpretación de Gambra y Santa Cruz. El propio d´Ors, en muchas ocasiones precedentes, se había mostrado firme defensor de la doctrina de la unidad católica y aun (sin los matices que me he permitido introducir en las últimas líneas) de la confesionalidad del Estado. En una carta anterior al año 1989, y que no he encontrado en mi archivo, pero que cité en mi presentación del Número monográfico de Iglesia-Mundo sobre el XIV Centenario del III Concilio de Toledo (n.º 384, 2.ª quincena de Abril de 1989), escribía Álvaro d´Ors:
«Nuestro pensamiento tradicionalista, si abandonara sus propios principios y abundara en esa interpretación absolutista de la libertad religiosa, incurriría en la más grave contradicción, pues la primera exigencia de su ideario –Dios-Patria-Rey– es precisamente el de la unidad católica de España, de la que depende todo lo demás».
Y en ese mismo Número de Iglesia-Mundo, en una contribución titulada «Libertad religiosa y libertad política»:
«La cuestión (de la libertad religiosa) está en cómo una comunidad tradicionalmente católica, en la que se ha vivido la confesionalidad del Estado, puede aplicar ese principio sin deterioro de su propia identidad histórico-política. Tal es el caso de España, donde el abandono intermitente y accidental de su confesionalidad resulta haber contribuido siempre a la pérdida de su identidad histórica. Un régimen aconfesional se explica tan sólo en aquellos pueblos que, por haber sufrido la ruptura de la unidad religiosa, como no ocurrió en España, deben aceptar un régimen de neutralidad religiosa, es decir, de agnosticismo, para poder vivir en paz; pero no es neutral cuando ese agnosticismo –o el anticatolicismo sin más– se ha convertido en dogma oficial: también tal Estado es confesional y no pluralista. En ese sentido, no puede negarse la dificultad que encuentra un Estado católico para perder su confesionalidad y crear una ética pública convencional (…). El caso de España es ilustrativo: al eliminarse la tradición católica, se ha hecho imposible toda ética pública, con grave repercusión en el deterioro de la moral privada. Negar este hecho es negar la evidencia».
El tono de estos textos, en cambio, no habría chocado a sus contradictores. De ahí que, al lado y más allá de la explicación debida a la crisis del Estado, así como de los cambios sociales que han profundizado la secularización (es de orden natural que no es posible un pueblo cristiano sin estructuras cristianas que lo protejan), aparezcan en el texto discutido una serie de elementos que implican un viraje hacia lo que podría interpretarse en clave democristiana, como la referencia a la privatización de la Religión y el parangón con los primeros cristianos. A mi juicio, al contrario, y por más que las circunstancias dificulten cada vez más la defensa de la tesis tradicional, se hace cada vez más necesario recuperar su plena intelección: la tesis de la unidad católica, es sociológica, sí, pero mucho más, filosófica y teológica incluso. La confesionalidad de la comunidad política, o del gobierno o de la «Corona» (si se quiere evitar la referencia al «Estado» decadente, como me dice en su carta, pero no decía en su artículo), se desenvuelve más en el orden racional que en el de la fe (aunque también desde éste sea posible hallar apoyaturas), pues impone a la inteligencia la captación de lo que es justo –lo ha explicado magistralmente Danilo Castellano (La razionalità della política, Nápoles, 1993, págs. 45 y ss.)– a fin de que la comunidad se ordene según derecho. Los textos de Gambra y Santa Cruz, pues, responden de modo más auténtico a tal exigencia que los distingos interpretables en clave democristiana del último d´Ors.
c) La prolongación de la crítica de Gambra –Santa Cruz, como dijimos, se detiene en el primer aspecto– adquiere también esencial relevancia. Porque encuentra, en las transformaciones de los otros dos miembros del trilema, ecos del decaimiento que ha sufrido el primero. Así, respecto de la Patria, es cierto que la fórmula del «regionalismo funcional» orsiano, expresión de su visión «geodierética», que desemboca en los «grandes espacios» (necesariamente laicos en la actualidad, anota Gambra, aunque también lo apunta d´Ors), puede dejar en la penumbra el aspecto moral y natural de la patria, de naturaleza afectiva y existencial. Algunos autores lo habían subrayado con anterioridad, conectándolo con la intentio tecnocrática del Instituto a que pertenecía, pero quizá sólo ahora, en el párrafo de Gambra, y a la luz de la transformación de la religiosidad social, adquiere pleno sentido. Al fin y al cabo, la patria es una dimanación de la familia (el propio Álvaro d´Ors lo dijo), con raíces por lo mismo sagradas. El papel de la foralidad, por su parte, necesariamente ha de aparecer desnaturalizado una vez perdido el carácter tradicional, entrañable y comunitario (también religioso) del Fuero. Con lo que d´Ors, uno de los grandes teóricos del foralismo en el siglo XX, y que detecta ejemplarmente los errores del sistema de Estatutos, estaría inconscientemente privándolo de su fundamento. He ahí las contradicciones de un pensador de gran lucidez, que ha contribuido a depurar el depósito doctrinal de mucha ganga, pero a su vez ha dado vida a un sistema propio, original, seductor, pero que en algunos puntos es difícilmente conciliable con el mismo pensamiento tradicionalista. Contradicciones que aparecen ante nuestros ojos con gran nitidez. Sería un estudio digno del maestro, y de los otros maestros del tradicionalismo contemporáneo, abordar sistemáticamente el problema. Y hacerlo con intención piadosa…
d) Llegamos al Rey. Aquí la exposición de Álvaro d´Ors se centra en la incompatibilidad entre Monarquía y Democracia. Precioso desarrollo, síntesis de tantas páginas admirables. Rafael Gambra, en cambio, extrayendo de modo implacable las consecuencias de la primera crítica, escribe que, si se prescinde del arraigo religioso, del fundamento religioso del poder y de la patria, carecerá de sentido el Rey como poder sacralizado. No le falta razón, si bien, en este punto, es el propio d´Ors el que hace protesta de un Rey que gobierna como delegado de Dios, de quien procede toda potestad (concretamente de Cristo Rey). ¿Otra muestra de la posible incoherencia señalada? Con todo, y aun siendo la parte más neta del texto, no deja de percibirse también algún desmayo, como la devaluación del elemento legitimista. Si, en otro tiempo, escribe,
«Si, en otro tiempo, el Carlismo se centraba en la defensa de una legitimidad dinástica, hoy ese aspecto de la legitimidad no es ya el que más urge defender, sino el de la misma forma de gobierno que es la Monarquía, como contrapuesta (…) a lo que es propiamente la forma de gobierno contraria, que es la Democracia».
No discuto la parte segunda de la afirmación, pero no puede aceptarse la primera, pues ¿qué queda entonces del Carlismo? Tengo delante de los ojos un texto precioso del mismo Álvaro d´Ors («Lo que el carlismo navarro puede dar al mundo»), del año 1962, donde escribe:
«Bajo el título de “tradicionalismo” hay mucho turbio y equívoco, hasta el extremo de cobijar a los que, si en su día fueron secuaces de la buena Causa, hoy andan perdidos por laberintos de liberalismo. Sobre todo por haber olvidado que la legitimidad es la garantía del contenido ideal, algo así como el tapón precintado del vino de marca. Ya se sabe: salta el tapón, y no hay quien responda del vino. Lo más natural, que se corrompa. Carlismo, pues, de pura legitimidad, pues sin ella las ideas se corrompen. Por algo el posibilismo, que cierra los ojos a las exigencias de la legitimidad, suele ser el peor enemigo de nuestra Causa» (Montejurra, n.º 22, Noviembre de 1962).
Quizá ese posibilismo, inducido por el cansancio, por su afiliación a un conocido Instituto Secular de corte liberal (que, sin embargo, en sus últimos años evitaba editar sus libros y artículos, de lo que se quejaba con frecuencia en sus cartas, acogidos en buena parte a mis iniciativas), o por el agnosticismo dinástico de los últimos tiempos, llevaran a Álvaro d´Ors a escribir el artículo sobre el que ha girado toda la nota. Rafael Gambra, también cansado, pero sin hipotecas religiosas y comprometido hasta el final con la Dinastía Legítima, como Jefe-Delegado de la Comunión Tradicionalista, a las órdenes de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, le replicó con solidez. Por mi parte, modestamente, comprendiendo las razones expuestas por el maestro de juristas, del que añoro la frecuencia de sus cartas siempre manuscritas, con consejos y observaciones, no puedo sino alinearme con la posición cerrada del maestro de filósofos. Don Álvaro, en una ocasión señalada, la creación de la Fundación Leyre, en que el querido Javier Nagore me invitó a pronunciar una conferencia, a la hora del coloquio, y ante mi perplejidad, me hizo el honor de considerarme como una especia de cerebro de la red tradicionalista y contrarrevolucionaria mundial. Exceso, sin duda, de su benevolencia y amistad, pero aceptando mi responsabilidad, he querido despedirle desde estas páginas con esta nota agridulce. Descanse en paz el amigo y el maestro.
MIGUEL AYUSO
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