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Tema: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

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    Re: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

    II EL EVANGELIO Y LA "ESPADA"

    1.—Supuesto lo anterior, acerquémonos al Evangelio en sus comienzos; al momento germinal de este espíritu nuevo que algunos creen incompatible con el espíritu militar.

    El Evangelio aparece en el mundo con Cristo Jesús. Evocad en la imaginación el coloquio de Cristo, que va a morir, con Pilato, el representante del máximo Poder de entonces, el Poder romano (Jn. 18, 36-37). Cristo le Índica que el Reino de Dios que El viene a instaurar no es de este mundo—no se establece por la fuerza, por la ocupación, por medios militares, como establecieron el suyo los romanos—, y que, por tanto, el representante del Imperio romano no tiene por qué temer que Jesús, el Rey del Reino nuevo, sea un competidor.

    El mismo Jesús, cuando uno de los discípulos, Pedro, trata de defenderle echando mano a la espada, se lo impide: «Vuelve la espada a la vaina... ¿No sabes que, si yo quisiera, el Padre me enviaría hasta doce legiones de ángeles?» (Mt.), 26, 52) . Jesús renuncia a defenderse a sí mismo y se somete mansamente al poder constituido, aunque este poder en aquel momento fuese manejado por el espíritu malévolo de sus perseguidores. Lo hace no sólo con mansedumbre sino con acatamiento respetuoso.

    El Reino de Dios, mis queridos amigos, es sustancialmente una revelación de la Voluntad, del Amor del Padre; que se propaga por la predicación; que requiere ante todo la apertura íntima del corazón de cada persona; que, por consiguiente, no se puede imponer por vía de simple dominación o de poderío exterior. Ahora bien, el Reino de Dios, aunque no es de este mundo, se instaura en este mundo; asume sus valores; trata de inspirar, dándoles un sentido nuevo y una esperanza total y una dimensión infinita, todas las realidades y todas las aspiraciones que constituyen lo que llamamos «este mundo»: el mundo que está a nuestro alcance, al alcance de nuestro conocimiento, al alcance de nuestros atisbos y de nuestros deseos. Todo este mundo es asumido, para ser transfigurado, no para ser anulado. Sólo una cosa excluye de sí o tiende a excluir el Reino de Dios (la vida cristiana), que es el pecado. El Reino de Dios asume a los pecadores, mas para liberarlos: para liberarlos del odio, del egoísmo, del rencor, de la venganza, de la prepotencia, del aislamiento suicida; para abrirnos a una solidaridad que nos trasciende y nos obliga a la sumisión, pero al mismo tiempo nos libera de nuestra mezquina cerrazón, de nuestra estrechez individual o de nuestra pequeñez de grupo.

    2.—Pues bien, en el mismo momento inicial de la propagación del Evangelio, éste asume esa forma de vida humana que llamamos vida militar (el «soldado», en todas sus graduaciones); y la asume tal cual es, sin exigir que cambie, sin exigir que deje de ser. A otras formas de vida, precisamente porque eran pecaminosas, las acoge misericordioso el Señor, misericordiosos los Apóstoles, para purificarlas y convertirlas, para que cambien.

    Ya al principio, cuando Juan el Bautista, el Precursor, a nuncia la proximidad del Reino de Dios y del Rey que lo instaura (el «Mesías») y suscita en torno a él un movimiento profundo, implacablemente exigente, de purificación y penitencia, de cambio de vida y de mentalidad, es decir, de conversión, se le acercan, entre otras categorías de personas, unos soldados preguntándole: «Y nosotros, ¿qué hemos de hacer?». Como han notado muy bien los comentaristas, el Precursor —¡tan enérgico y exigente!— no les insinúa en modo alguno que deban cambiar de oficio. Se limita a recomendarles que no cometan abusos en el ejercicio de sus funciones: «No hagáis extorsión a nadie, no denunciéis falsamente, contentaos con vuestra soldada» (Lc. 3, 14).

    Las mentes fáciles en ver, o al menos en proclamar, la supuesta distancia o incompatibilidad entre un auténtico espíritu cristiano y un auténtico espíritu militar, suelen a veces echarnos en cara que, si tal incompatibilidad no es sentida por la Iglesia actual y por la Iglesia de muchos siglos, se debe acaso a que ésta ha ido separándose del auténtico espíritu original del Evangelio.

    Mis queridos amigos, estoy evocando el momento germinal del Evangelio. Y para ser del todo fiel a la verdad histórica, aún he de añadir algo que algunos buenos exegetas, entre ellos un hijo de esta tierra, el ya difunto Padre Bover, han subrayado claramente. Es un fenómeno que pronto fija la atención, por su espectacular relieve, del que lee toda la historia evangélica, contenida en los Evangelios, en los Hechos de los Apóstoles, en las Cartas Apostólicas.

    A través de los mencionados escritos, vamos asistiendo a la fulminante propagación inicial del Evangelio o Cristianismo, arrancando de la Palestina, avanzando por las orillas del Mediterráneo y cubriendo todo el mundo entonces civilizado, hasta plantar sus reales en Roma, el corazón del Imperio. Pues bien, en los momentos cruciales de esa propagación decisiva, destacan, por su sintonía espiritual con el Evangelio, figuras de soldados. Bastará reseñarlas; pues vuestra cultura complementa mis alusiones.

    Durante la predicación personal de Jesús, mientras una gran parte del pueblo le sigue con una fe turbia, insuficiente para acoger eficazmente dicha predicación, Jesús manifiesta su sorpresa y admiración gozosa porque ha encontrado el máximo de fe, la fe pura y exacta, en un soldado, un jefe de centuria romana: el Centurión de Cafarnaum ( Mt. 8,5-13; Lc. 7,1-10 ).

    Cuando Jesús muere en el Calvario, entre el odio de unos, la indiferencia de otros, el desánimo cobarde de algunos más, también el centurión, que mandaba a los soldados ejecutores de las órdenes de Pilato, supo ver en el espectáculo de aquella agonía la marca de Dios: «Verdaderamente este hombre era justo», «Hijo de Dios» (Mt. 27, 54…).

    Cuando el Evangelio quiere traspasar las fronteras de Palestina y abrirse al mundo de los gentiles —momento impresionante de la historia cristiana—, Pedro, inspirado por el Señor, se dirige primeramente a Cornelio, el centurión de la Cohorte Itálica, que estaba de guarnición en Cesarea de Palestina, en la costa del Mediterráneo. Aquella familia de soldados constituye las primicias de la incorporación del mundo pagano a una Religión que muchos por entonces creían reservada a los judíos (Hch. 10, 1-48).

    Otro momento significativo: la implantación de la primera Iglesia en Europa. Todos recordáis que el Apóstol Pablo, después de recorrer en peregrinaciones apostólicas toda el Asia Menor (la actual Turquía), atraviesa la lengua de mar que separa Turquía de Grecia y va a parar a Filipos, ciudad fundada por una colonia de soldados romanos veteranos («jubilados», diríamos ahora) y con una interesante guarnición militar. Aquí logra Pablo constituir la primera comunidad cristiana de Europa. Una noche, estando Pablo en la prisión, un terremoto produjo gran desconcierto entre todos sus acompañantes. El soldado encargado de la guardia, en vez de huir o agredir, se plantó ante los Apóstoles diciendo : «Señores, ¿qué he de hacer para ser salvo?», y Pablo lo evangelizó y lo bautizó con todos los de su casa (Hch. 16,25-34 ) .

    Y llegamos finalmente a la meta de esta primitiva historia cristiana, que termina con la inserción del Evangelio en la ciudad de Roma, núcleo fundamental de todo el mundo civilizado antiguo. Pablo va a Roma (hacia el año 61) como ciudadano romano prisionero, pues había apelado al tribunal del César. Es conducido por una guardia, custodiado por soldados. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Julio, el oficial de la Cohorte Augusta encargado de conducir a los presos, trató a Pablo con delicadísima humanidad, en momentos en que peligraba su vida. Ya en Roma, Pablo, todavía sometido a proceso, en una prisión que no le impedía la acción apostólica con sus visitantes, escribe una de sus cartas más afectuosas y gozosas a la comunidad de Filipos, a la que antes nos referíamos, contándoles cómo su prisión se había convertido en portavoz del Evangelio para todo el Pretorio, la gran estación militar de Roma; y envía saludos a la comunidad de Filipos de parte de muchos cristianos, que se habían convertido al Señor, gracias a su palabra, en «la casa del César» (Hch. 23,17).

    Esta sucinta reseña histórica resulta impresionante, casi increíble. Alguna afinidad, alguna sintonía espiritual tiene que haber entre el tenor de vida de aquellos paganos militares y el mensaje evangélico para que se produzca, de manera tan ostensible, el acercamiento entre ambos en los momentos decisivos.

    3.—En resumen, el Evangelio —que, como tal, no se propaga por medio de la fuerza— asume con toda naturalidad a los soldados en su propio ámbito espiritual; señal de que asume en ellos valores positivos. Pero hay más. Desde el comienzo, los apóstoles —Pedro y Pablo sobre todo—, aparte de acoger, como digo, a los soldados con toda naturalidad en la comunidad cristiana, proclaman la función que corresponde a la espada (a la fuerza canalizada por la autoridad legítima, a la fuerza militar): la «espada» no es solamente un instrumento de legítimas necesidades humanas, sino que, según la mente y la palabra de los Apóstoles, es expresión de la voluntad de Dios. Pablo y Pedro lo dicen con toda energía: estad sumisos a las autoridades, porque por ellas actúa Dios; por algo llevan espada: mas no estéis sumisos sólo por temor sino por conciencia (ver carta a los Romanos, 13; carta segunda de San Pedro, 2, 13-17). La espada legítima, en la concepción de los Apóstoles, no es un simple hecho bruto, de fuerza que se impone y con la que se tropieza, sino que es la expresión de un valor espiritual que afecta a la conciencia. No dejemos de decir, porque esto tiene importancia excepcional, que esta interpretación de los Apóstoles es absolutamente pura, absolutamente desinteresada. No valdría sospechar o sugerir: claro, encontraban apoyo en el Poder para su obra evangelizadora. No, mis queridos amigos; la espada, el Poder, a que se están refiriendo Pedro y Pablo son concretamente los de Nerón, el perseguidor, el que les llevó a la muerte. Como a perseguidor le conocían; sin embargo, respetaban en él la expresión de la voluntad de Dios.

    Este espíritu absolutamente puro, absolutamente desinteresado, es el que marca desde los orígenes la actitud básica de la Iglesia ante la fuerza, ante el Ejército: sean cuales sean los vaivenes, las vicisitudes históricas y contingentes en que tal fuerza se manifiesta a lo largo de los siglos. Por ello no será superfluo —continuando esta reseña histórica, quizá un poco fastidiosa— recordar aquí algo que muchos de los pacifistas a ultranza de nuestra época manejan como un dato contundente.

    En los tres primeros siglos una serie de autores cristianos (Tertuliano, Orígenes, el obispo Cipriano, Lactancio y algunos más) parece ostentar en nombre del Evangelio un espíritu totalmente antimilitar; desaconsejan a los cristianos que tomen el oficio de soldados. Pero conviene enmarcar esta postura en su auténtico contexto. Disuaden estos autores a los cristianos de que tomen el oficio de soldados, porque se trataba entonces de un oficio voluntario que se ejercía en una atmósfera impregnada de idolatría, de cultos paganos, de fórmulas supersticiosas, ciertamente no recomendables. Pero esto no impedía que al mismo tiempo los mismos autores en páginas inmortales proclamasen su reverencia religiosa hacia el Imperio romano y el ejército que mantenía la paz y el orden en aquel Imperio; como tampoco impedía que muchos cristianos fuesen de hecho soldados al servicio del Imperio (*).

    Por eso lógicamente surge un cambio al llegar el siglo IV, tiempo de la paz religiosa. El oficio militar era antes respetable en sus funciones esenciales, pero voluntario y del que podían encargarse otros, sin que la pequeña comunidad cristiana tuviera que considerarlo como de propia responsabilidad. Cuando es ya cristiana, en casi todas sus líneas, la contextura del Imperio de Roma, entonces no sólo los cristianos seglares que ocupaban puestos directivos en el Imperio, sino también los teólogos y los prelados tenían que examinar más de cerca cuál era la función del cristiano y el modo de ejercerla en ese sector inesquivable que impone la vida misma, esto es, la organización y el uso de la fuerza militar. A partir de ese momento, con hombres tan lúcidos como Ambrosio de Milán y San Agustín el de África, y luego con todas las escuelas jurídicas y teológicas de la Edad Media, se va formando una doctrina cristiana, que podríamos llamar oficial, acerca del valor y del sentido cristiano del Ejército.

    (*) Cfr., por ejemplo, Tertuliano: Apologeticum, 30, 1-7 (oración de los cristianos por la prosperidad del Imperio y de su Ejército, garantía de la «tranquillitas»); 41 («No somos inútiles... No somos hombres fuera del mundo... Nos acomodamos a todo: somos marineros, soldados, labradores..., todas las artes... Si no frecuento tus ceremonias, no por eso dejo de ser hombre aquel día...»). Cfr. De Corona, del mismo Tertuliano, 11,
    Como tipo de oración litúrgica, véase la Catechesis 23 de San Cirilo de Jerusalén: en el Sacrificio después de la Consagración, entre otras intenciones (la paz de las Iglesias, la recta ordenación del mundo, los enfermos, los afligidos, todos los necesitados, se pide por los emperadores y por los militares).


    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 24/09/2023 a las 20:48
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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