III DOCTRINA CRISTIANA SOBRE EL EJERCITO
1.—Señores alumnos, pido licencia para esbozar en pocas palabras y de un modo no demasiado sistemático esa doctrina o actitud oficial de la Iglesia, formulada ya íntegramente en el siglo IV. Pero procedamos con orden.
Si la fuerza militar —que puede ser mal empleada— tiene, no obstante, una función legítima y recomendable, y puede por lo mismo ser asumida por el Evangelio, en vez de constituir una especie de polo opuesto, ello es porque la fuerza militar contiene valores positivos. ¿Cómo se explicaría, si no, lo que antes he llamado afinidad espontánea y sintonía espiritual de los soldados con la propagación inicial del Evangelio? Si hay una violencia, un uso de la fuerza que es la expresión del pecado, hay también un uso de la fuerza que puede ser expresión de la virtud y liberación del pecado.
El hecho es que en este mundo hay violencia al servicio del egoísmo, hay violencia en virtud de la cual yo o un grupo intentamos perturbar injustamente el orden armónico de los derechos y de las legítimas aspiraciones de los demás; hay violencia injusta. Ahora bien, un ejército es, ante todo —perdonad la definición elemental—, una fuerza organizada, disciplinada, ordenada al servicio del bien general, al servicio de la comunidad. Esto es ya una diferencia muy importante: la fuerza como portadora del egoísmo disolvente y caprichoso, o la fuerza como servidora del bien común. Esta disciplina de la fuerza es por sí misma un bien, un avance prodigioso de la civilización, de la comunidad humana. La disciplina comunitaria de la fuerza implica el ejercicio de virtudes (fortaleza sometida a norma, abnegación, dominio racional de lo instintivo o primario, etc.) que no solamente contribuyen a una utilización racional de la fuerza sino que favorecen la vida civil, la vida comunitaria y pacífica.
Así se explica el hecho innegable de que tantos ejércitos en la historia hayan dejado un sedimento civilizador. A cualquier hijo de esta tierra, España, y muy particularmente de esta tierra de Cataluña, el simple nombre de «los romanos» le evoca un complejo mundo de cultura, de paso desde la oscuridad anónima de nuestro pasado a la luz de la historia. Y no somos ingenuos: no desconocemos el proceso complicado, algunas veces turbio, de la ocupación y transformación de nuestro país por el poder romano. Pero la resultante histórica que, una vez depurada de todas las gangas, queda ahora como signo de todo aquel período histórico es positiva. Y es manifiestamente, básicamente, el fruto, quizá no siempre pretendido, del paso de unas fuerzas militares; enmarcadas, eso sí, en un extraordinario orden jurídico. Pero es que no hay fuerza militar auténtica sin orden jurídico.
Con todo, a pesar de ese bien intrínseco, inherente a la misma disciplina de la fuerza, hay que reconocer que la simple disciplina de la fuerza no basta para una calificación cristiana de la fuerza o de un ejército. Porque, si imaginamos el caso más sencillo, el de un ejército invasor injusto, al que se opone un ejército defensor justo, —caso posible, caso real más de una vez—, nadie se atreverá a decir que la disciplina de la fuerza, en cuanto tal disciplina y organización, ha de ser necesariamente mayor en el ejército defensor justo que en el ejército agresor injusto. Es decir, que, como tal, la simple disciplina de la fuerza, aunque lleva inherentes tantos valores morales positivos, es todavía un instrumento, está en el plano de los medios; y como tal medio o instrumento, puede ser utilizada para un fin o para otro, para bien o para mal. Lo cual nos lleva a la consideración, obvia, de que la clave de la interpretación humana y cristiana de esa fuerza organizada al servicio del bien común, que es el Ejército, está en la subordinación de la misma a un fin superior; un fin que regula desde arriba el uso servicial de dicha fuerza.
2.—¿Cuál es este fin? En la doctrina de la Iglesia el fin superior que da sentido al uso de la fuerza y a la función militar, y los justifica, es la paz. La fuerza militar tiene que hacer muchas veces la guerra, pero el fin que justifica ese medio es la paz. Lo ha dicho siempre la Iglesia; recientemente, de manera reiterada. Ahora bien (también lo ha dicho la Iglesia, y a todos se nos alcanza), la paz es un producto de orden espiritual. La paz no se realiza sólo por la fuerza, por la hegemonía despótica, aunque a veces sea esta «paz» la única que se logra. No resulta tampoco de la mera compensación o equilibrio de las fuerzas, aunque a veces, insisto, sea esta paz la única que se logra; Pero tampoco resulta de la simple huida de la violencia.
El Papa Pablo VI, cuya predicación en favor de la paz no ofrece ambigüedades, ha dicho en solemne ocasión (Mensaje de Navidad, 1964) que no vale fiarlo todo a un desarme; aunque él mismo en aquella ocasión estaba invitando a un desarme prudente y magnánimo, que dejase a salvo la legítima defensa de los países y el mantenimiento de la paz universal; un desarme que de algún modo vaya limitando la tentación de actitudes que fomentan la psicología del poderío y de la guerra, o que tienden a fundar la paz sobre la base insegura e inhumana del recíproco temor. Antes había advertido el Papa Pío XII que sería un materialismo práctico, un sentimentalismo superficial, y en el fondo inhumano, no considerar sino la amenaza de las armas: pensar que el simple desarme es garantía sólida de una paz duradera, si no hay al mismo tiempo una preocupación continuada y seria por abolir las armas del odio, de la codicia, del inmoderado deseo de prestigio, es decir, por instaurar un orden de relaciones libres y responsables, de cooperación humana (a escala mundial, si es posible o es, como ahora, necesario) ; un orden que aspira a la justicia, pero que no puede producirse y mucho menos mantenerse si no es impulsado por amor, amor de verdad, amor apasionado y sacrificado.
Palabras de Pío XII: «El terror que las armas inspiran llega a perder con el tiempo su eficacia, como cualquier otra causa de miedo» (Mensaje de Navidad, 1951). Yo mismo os confesaré que, cuando por los años 1950 todo el mundo estaba invadido por el temor a la fuerza terrorífica y destructora de las armas atómicas, nunca he sentido con viveza ese temor. Y bien sabe Dios que no ignoro cual es la fuerza destructora de esas armas, y que no quiero que se ejerza, y que si llegase el caso haría lo posible para evitar ese mal; pero lo sé racionalmente, sin la sensación del temor. Y como no creo ser ningún fenómeno extraordinario, sospecho que este acostumbramiento a los factores del temor es más general de lo que yo mismo puedo saber.
Si el fin único que justifica el uso de la fuerza es la paz, y la paz tiene que ser buscada y construida primariamente no por la fuerza, sino con factores morales y espirituales, que son la Justicia y el Amor..., ello exige de cada uno de nosotros que amemos hasta a los enemigos, que nos sacrifiquemos por ese amor; que no cultivemos el espíritu de dominación, sino el de servicio; que estemos dispuestos a perdonar toda injuria, para no perpetuar la cadena de las venganzas y de los rencores: dispuestos a poner la otra mejilla, según la palabra gráfica y exactísima del Señor. Este espíritu —que algunos falsamente creen opuesto al espíritu militar, y que en algún tiempo pudo ser motejado por intelectuales como una especie de utopía irrealizable—, es ahora más necesario que nunca, con necesidad palpable. Me atrevo a creer que todos y cada uno de los presentes, cualesquiera que sean las contingencias de su vida, sabe por experiencia que no puede construirse una auténtica comunidad de paz y de orden justo sin una efusión continua y una impregnación profunda de este espíritu. Por tanto, —queda ya dicho para siempre— este espíritu es un ingrediente esencial del soldado cristiano, del Ejército entendido cristianamente.
Pero —¡atención!— este espíritu es manifestación del amor sacrificado hacia los demás; no de la blandenguería, no de la inhibición, no de la pasividad cobarde, aunque se vistan con los ropajes de la belleza evangélica. El amor cristiano no es un amor blando, sino fuerte: si el amor a los demás necesita el uso servicial de la fuerza, es el mismo amor evangélico el que reclama esa fuerza.
El Concilio Vaticano II, refiriéndose a la moderna espiritualidad pacifista, tiene un texto que en su concisión es notable por su equilibrio. El Concilio, dice, alaba «a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa que, por otra parte, están al alcance de los más débiles; con tal —añade— que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad» (Gaudium et Spes, núm. 78).
3.—En este clima de amor auténtico a la paz, en esta disposición cristiana «escandalosa» a poner la otra mejilla, se inserta armónicamente, sin ninguna contradicción, el uso legítimo de la fuerza, cuando es el servicio del amor a los demás el que la reclama, cuando es el único medio de evitar males que deben ser evitados. Por eso la doctrina de la Iglesia añade a lo ya dicho —y no como una excepción sino como una confirmación— que la fuerza al servicio de la comunidad, contra la agresión injusta o contra la resistencia injusta a la ordenación social, es un medio al servicio de la paz.
Para no extenderme en consideraciones, leo unos pocos textos, más autorizados que mis palabras. Primero, de San Agustín, obispo de Hipona en el Norte de Africa. Escribe el Santo al general romano Bonifacio, que trataba de contener la invasión asoladora de los Vándalos, y planteándose el problema de conciencia le dice: «La paz debe ser el objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad, y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esta necesidad y los guarde en paz. No debe buscarse la paz a fin de alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz».
Pío XII en el año 1948, recién terminada la segunda guerra mundial, y amenazadora ya la que entonces parecía que iba a ser la tercera, dice: «El precepto divino de la paz es para proteger los bienes de la humanidad. Ahora bien, entre estos bienes hay algunos de tal importancia para la convivencia humana, que el defenderlos contra la injusta agresión es plenamente legítimo; a esta defensa viene obligada también la solidaridad de las naciones... La seguridad de que tal deber no ha de quedar sin cumplir servirá para desalentar al agresor y para evitar la guerra o, al menos, para abreviar sus sufrimientos» (Mensaje al final de 1948).
Antes, en plena guerra mundial, cuando el Papa clamaba, solo, ante el mundo contra la misma guerra, había dicho: «En realidad, la paz no puede lograrse sino mediante algún empleo de la fuerza. Necesita apoyarse sobre una normal medida del poder. Pero la función propia de esta fuerza, si ha de ser moralmente recta, debe servir para protección y defensa, no para disminución u opresión del derecho» (Mensaje de Navidad, 1943).
Y en otro discurso de Pío XII aparecen las siguientes palabras, llenas de alusiones: «El anhelo cristiano de paz es fuerte. No es un simple sentimiento eudemonístico y utilitario, que aborrece la destrucción por el horror a la misma más que por la injusticia. No es un simple sentimiento utilitario, que prepara el campo en que luego veremos alineados el engaño del estéril compromiso, la tendencia a salvarse a costa de los demás y el afortunado éxito de un agresor» (Mensaje a fines de 1948). Terminaba diciendo que no podía aceptar sin matices ninguna de las fórmulas elementales que entonces se barajaban para salvar la paz: por una parte, el adagio clásico «Si vis pacem, para bellum» (si quieres la paz prepara la guerra), porque esta fórmula, por sí sola, engendra continuamente desconfianza, factor de guerra; por otra parte, la fórmula «paz a toda costa». El pensamiento del Papa trasciende ambas fórmulas y recoge en armonía superadora lo que ambas tienen de válido. Prepárate para la guerra, si quieres la paz; no quieras salvar la paz con un espíritu de renuncia a toda costa: ¡pero pon por delante los factores espirituales de generosidad y sacrificio ,que fomentan la convivencia y el orden, en que se cimenta la auténtica paz!
Ante esta doctrina de la Iglesia, naturalmente se reduce a sus términos propios la corriente del pacifismo integral, sustentada por algunas sectas cristianas y por algunos escritores famosos. Dejando a un lado la intención, que puede ser nobilísima, quisiera —como sacerdote, como portavoz en este momento del espíritu del Evangelio— hacer sólo una observación. Es una injusticia dar por bueno que un pregonero del pacifismo integral constituye automáticamente la expresión pura del ideal evangélico del amor, mientras que la aceptación de la fuerza militar sería una traición, o, más benignamente, una transacción o acomodación a las necesidades de la historia.
No, mis queridos amigos; esto es injurioso. Respetemos la sinceridad de todo el mundo, ya que no podemos constituimos ahora en tribunal para nadie. Dejemos aparte los casos en que determinadas posturas individuales ofrecen una coherencia heroica, depurada, sacrificada, generosa, digna de todo respeto y de toda admiración. Pero acerquémonos también a la consideración objetiva del problema, y veremos en seguida que no pocos pacifistas integrales —lo mismo que les pasa a no pocos admirables «anarquistas»— pueden ser lo que son porque sus actitudes se sostienen al amparo de un orden tutelado por los demás; es decir, y lo digo sin ofensa, en una condición parasitaria. Ahora bien, el parásito puede vivir del cuerpo u organismo que lo mantiene (y no discutiré ahora si lo hace justamente en determinadas ocasiones); mas no tiene derecho a acaparar para sí los valores espirituales de la situación, denigrando mientras tanto al organismo portador. Tampoco el anarquista puro (que quisiera no dar un paso sino por la vía del consenso deliberante, obtenido en todos y cada uno de los momentos de la vida de la comunidad), cuando llegue la hora del fallo inevitable del sistema, la hora de la irrupción de las tiranías y despotismos anónimos y violencias —que brotan, incluso sin querer, de tal fallo—, tampoco tiene derecho a alzarse con el monopolio del espíritu de fraternidad y mansedumbre, frente a aquellos que buscan el mismo fin tratando de aplicar medios eficaces.
Lo que las actitudes aludidas tienen de anhelo lo compartimos todos. Pero lo que a veces tienen de huida de un servicio, exigido por el mismo amor a los hermanos, no lo podemos compartir, no lo podemos alabar.
En conclusión: un uso recto de la fuerza militar, dentro de una concepción cristiana, no tiene por qué ser colocado en el rincón de lo tolerable, de lo que se permite a regañadientes, de las concesiones transaccionales. No, el soldado cristiano tiene el deber, el derecho, la posibilidad de realizar en el ejercicio de su propia función el ideal cristiano de amor y mansedumbre. No tiene por qué soltar esta bandera. No hemos de entrar en el juego de los equívocos; ni confundir las vagas aspiraciones ingenuas, pero irresponsables, con las exigencias de una auténtica responsabilidad servicial. «Servicial»: ésta es la palabra. Servicial, depurándose de las tentaciones insidiosas del egoísmo personal o de grupo, de la propensión al abuso. Servicial, bajo la inspiración del amor. Cuando así es, la fuerza jurídicamente organizada, lejos de oponerse al Evangelio, se encuadra, desde su misma intimidad, en las exigencias del mensaje evangélico.
La Iglesia, que ve al Ejército como una fuerza preparada para una guerra posible, exige al mismo tiempo que los ejércitos, sobre todo en nuestro tiempo, se desarrollen en una atmósfera espiritual que aspire sinceramente a evitar la guerra.
En esa línea se mueve la enseñanza del Concilio Vaticano II. Desea el Concilio que se llegue a la eliminación de las guerras en el mundo. Sabe que, según algunos, este ideal no se podrá realizar del todo a no ser que fuera posible construir de verdad una autoridad pública universal, reconocida por todos y dotada de poder eficaz para asegurar la justicia, la seguridad de los pueblos, el respeto de todos los derechos. A falta de esto, pide que tanto las asociaciones internacionales como los poderes nacionales se esfuercen por conseguir el mismo objetivo. Que los gobernantes de los pueblos renuncien a las formas obtusas de egoísmo nacional y a la ambición de dominar sobre los demás; que no piensen que la simple posesión de la potencia bélica justifica cualquier empleo militar o político de la misma; que se preocupen tanto del bien de su patria como del bien universal, con un patriotismo abierto, coordinado (Gaudium et Spes).
Pero mientras haya riesgo de guerra —reconoce el Concilio— los gobiernos de cada pueblo tienen el derecho y el deber de proteger su seguridad con una defensa legítima.
Sólo que la dimensiones de la guerra moderna obligan a considerar la gravísima cuestión: ¿es posible utilizar, como medio para la defensa de un derecho, el sistema de la guerra total? No se puede aceptar la forma de guerra que destruye indiscriminadamente, en su totalidad, territorios, poblaciones, ciudades. En todo caso —aunque no se llegue al empleo efectivo del sistema de guerra total—, tampoco es tolerable una prolongación indefinida de un sistema de disuasión que consista únicamente en el equilibrio del terror. El Concilio pide que, al mismo tiempo que se prepara el uso legítimo de la fuerza en caso de necesidad, se vayan superando los supuestos de una situación que podría llevar a una guerra que ya no fuese medio para la paz, sino destrucción estéril.
En este contexto —en que es legítima la preparación para la guerra, al mismo tiempo que se propugna la eliminación sincera de los supuestos actuales de la guerra—, lo que sí queda clara es la necesidad y legitimidad del Ejército: el Ejército en sus formas nacionales; el Ejército en las formas internacionales, y, aun en la hipótesis de una autoridad mundial, el Ejército como fuerza eficaz de esa autoridad, aunque sólo la emplease para evitar la guerra.
Porque —conviene subrayarlo— el Ejército, encuadrado en un orden moral y jurídico, no es sólo un instrumento legítimo para la guerra. Si es verdad que el Ejército se prepara, técnica y profesionalmente, con miras a la posible necesidad de intervenir en una guerra, también lo es que sus servicios no se agotan en la disponibilidad para una guerra posible. El Ejército, bien concebido, tiene una función actual y continua, que cumple antes de la guerra y que no se frustra, sino todo lo contrario, aunque la guerra no llegase a producirse nunca.
En resumen, el Ejército es también artífice de paz. El Concilio Vaticano II contiene unas palabras bien expresivas, redactadas frente a la hostilidad propagandística de grupos mundiales interesados en impedirlas. Las palabras están ahí, y no son, por otra parte, más que el reflejo normal de una actitud permanente de la Iglesia: «Los que, al servicio de la patria, se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función, contribuyen realmente a estabilizar la paz» (Gaudium et Spes, núm. 79).
Se explica, pues, queridos amigos, que, aunque la Iglesia muestra la mayor comprensión, en orden a su tratamiento humano, con los llamados objetores de conciencia, no admita como actitud general la validez objetiva de la objeción de conciencia. Como actitud general, se entiende; porque ante situaciones concretas puede haber, y a veces hay, gravísimas objeciones de conciencia.
Al término de estas consideraciones, quisiera hacer notar que la doctrina de la Iglesia en torno a la fuerza militar y a la guerra no es una teoría abstracta. Para valorar la sinceridad y el equilibrio de la misma, recuérdense, por ejemplo, dos circunstancias concretas de los últimos tiempos:
1) las declaraciones de Pío XII, Pablo VI, Concilio Vaticano II, no se hacen para justificar una guerra, sino más bien clamando contra la guerra;
2) la Iglesia supo hablar también en medio de una guerra como la de España, en la que dio su bendición a «cuantos se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión...». (que se detallará en el siguiente envío)
(continúa)
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