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Tema: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

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    Re: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

    III DOCTRINA CRISTIANA SOBRE EL EJERCITO

    1.—Señores alumnos, pido licencia para esbozar en pocas palabras y de un modo no demasiado sistemático esa doctrina o actitud oficial de la Iglesia, formulada ya íntegramente en el siglo IV. Pero procedamos con orden.

    Si la fuerza militar —que puede ser mal empleada— tiene, no obstante, una función legítima y recomendable, y puede por lo mismo ser asumida por el Evangelio, en vez de constituir una especie de polo opuesto, ello es porque la fuerza militar contiene valores positivos. ¿Cómo se explicaría, si no, lo que antes he llamado afinidad espontánea y sintonía espiritual de los soldados con la propagación inicial del Evangelio? Si hay una violencia, un uso de la fuerza que es la expresión del pecado, hay también un uso de la fuerza que puede ser expresión de la virtud y liberación del pecado.

    El hecho es que en este mundo hay violencia al servicio del egoísmo, hay violencia en virtud de la cual yo o un grupo intentamos perturbar injustamente el orden armónico de los derechos y de las legítimas aspiraciones de los demás; hay violencia injusta. Ahora bien, un ejército es, ante todo —perdonad la definición elemental—, una fuerza organizada, disciplinada, ordenada al servicio del bien general, al servicio de la comunidad. Esto es ya una diferencia muy importante: la fuerza como portadora del egoísmo disolvente y caprichoso, o la fuerza como servidora del bien común. Esta disciplina de la fuerza es por sí misma un bien, un avance prodigioso de la civilización, de la comunidad humana. La disciplina comunitaria de la fuerza implica el ejercicio de virtudes (fortaleza sometida a norma, abnegación, dominio racional de lo instintivo o primario, etc.) que no solamente contribuyen a una utilización racional de la fuerza sino que favorecen la vida civil, la vida comunitaria y pacífica.

    Así se explica el hecho innegable de que tantos ejércitos en la historia hayan dejado un sedimento civilizador. A cualquier hijo de esta tierra, España, y muy particularmente de esta tierra de Cataluña, el simple nombre de «los romanos» le evoca un complejo mundo de cultura, de paso desde la oscuridad anónima de nuestro pasado a la luz de la historia. Y no somos ingenuos: no desconocemos el proceso complicado, algunas veces turbio, de la ocupación y transformación de nuestro país por el poder romano. Pero la resultante histórica que, una vez depurada de todas las gangas, queda ahora como signo de todo aquel período histórico es positiva. Y es manifiestamente, básicamente, el fruto, quizá no siempre pretendido, del paso de unas fuerzas militares; enmarcadas, eso sí, en un extraordinario orden jurídico. Pero es que no hay fuerza militar auténtica sin orden jurídico.

    Con todo, a pesar de ese bien intrínseco, inherente a la misma disciplina de la fuerza, hay que reconocer que la simple disciplina de la fuerza no basta para una calificación cristiana de la fuerza o de un ejército. Porque, si imaginamos el caso más sencillo, el de un ejército invasor injusto, al que se opone un ejército defensor justo, —caso posible, caso real más de una vez—, nadie se atreverá a decir que la disciplina de la fuerza, en cuanto tal disciplina y organización, ha de ser necesariamente mayor en el ejército defensor justo que en el ejército agresor injusto. Es decir, que, como tal, la simple disciplina de la fuerza, aunque lleva inherentes tantos valores morales positivos, es todavía un instrumento, está en el plano de los medios; y como tal medio o instrumento, puede ser utilizada para un fin o para otro, para bien o para mal. Lo cual nos lleva a la consideración, obvia, de que la clave de la interpretación humana y cristiana de esa fuerza organizada al servicio del bien común, que es el Ejército, está en la subordinación de la misma a un fin superior; un fin que regula desde arriba el uso servicial de dicha fuerza.

    2.—¿Cuál es este fin? En la doctrina de la Iglesia el fin superior que da sentido al uso de la fuerza y a la función militar, y los justifica, es la paz. La fuerza militar tiene que hacer muchas veces la guerra, pero el fin que justifica ese medio es la paz. Lo ha dicho siempre la Iglesia; recientemente, de manera reiterada. Ahora bien (también lo ha dicho la Iglesia, y a todos se nos alcanza), la paz es un producto de orden espiritual. La paz no se realiza sólo por la fuerza, por la hegemonía despótica, aunque a veces sea esta «paz» la única que se logra. No resulta tampoco de la mera compensación o equilibrio de las fuerzas, aunque a veces, insisto, sea esta paz la única que se logra; Pero tampoco resulta de la simple huida de la violencia.

    El Papa Pablo VI, cuya predicación en favor de la paz no ofrece ambigüedades, ha dicho en solemne ocasión (Mensaje de Navidad, 1964) que no vale fiarlo todo a un desarme; aunque él mismo en aquella ocasión estaba invitando a un desarme prudente y magnánimo, que dejase a salvo la legítima defensa de los países y el mantenimiento de la paz universal; un desarme que de algún modo vaya limitando la tentación de actitudes que fomentan la psicología del poderío y de la guerra, o que tienden a fundar la paz sobre la base insegura e inhumana del recíproco temor. Antes había advertido el Papa Pío XII que sería un materialismo práctico, un sentimentalismo superficial, y en el fondo inhumano, no considerar sino la amenaza de las armas: pensar que el simple desarme es garantía sólida de una paz duradera, si no hay al mismo tiempo una preocupación continuada y seria por abolir las armas del odio, de la codicia, del inmoderado deseo de prestigio, es decir, por instaurar un orden de relaciones libres y responsables, de cooperación humana (a escala mundial, si es posible o es, como ahora, necesario) ; un orden que aspira a la justicia, pero que no puede producirse y mucho menos mantenerse si no es impulsado por amor, amor de verdad, amor apasionado y sacrificado.

    Palabras de Pío XII: «El terror que las armas inspiran llega a perder con el tiempo su eficacia, como cualquier otra causa de miedo» (Mensaje de Navidad, 1951). Yo mismo os confesaré que, cuando por los años 1950 todo el mundo estaba invadido por el temor a la fuerza terrorífica y destructora de las armas atómicas, nunca he sentido con viveza ese temor. Y bien sabe Dios que no ignoro cual es la fuerza destructora de esas armas, y que no quiero que se ejerza, y que si llegase el caso haría lo posible para evitar ese mal; pero lo sé racionalmente, sin la sensación del temor. Y como no creo ser ningún fenómeno extraordinario, sospecho que este acostumbramiento a los factores del temor es más general de lo que yo mismo puedo saber.

    Si el fin único que justifica el uso de la fuerza es la paz, y la paz tiene que ser buscada y construida primariamente no por la fuerza, sino con factores morales y espirituales, que son la Justicia y el Amor..., ello exige de cada uno de nosotros que amemos hasta a los enemigos, que nos sacrifiquemos por ese amor; que no cultivemos el espíritu de dominación, sino el de servicio; que estemos dispuestos a perdonar toda injuria, para no perpetuar la cadena de las venganzas y de los rencores: dispuestos a poner la otra mejilla, según la palabra gráfica y exactísima del Señor. Este espíritu —que algunos falsamente creen opuesto al espíritu militar, y que en algún tiempo pudo ser motejado por intelectuales como una especie de utopía irrealizable—, es ahora más necesario que nunca, con necesidad palpable. Me atrevo a creer que todos y cada uno de los presentes, cualesquiera que sean las contingencias de su vida, sabe por experiencia que no puede construirse una auténtica comunidad de paz y de orden justo sin una efusión continua y una impregnación profunda de este espíritu. Por tanto, —queda ya dicho para siempre— este espíritu es un ingrediente esencial del soldado cristiano, del Ejército entendido cristianamente.

    Pero —¡atención!— este espíritu es manifestación del amor sacrificado hacia los demás; no de la blandenguería, no de la inhibición, no de la pasividad cobarde, aunque se vistan con los ropajes de la belleza evangélica. El amor cristiano no es un amor blando, sino fuerte: si el amor a los demás necesita el uso servicial de la fuerza, es el mismo amor evangélico el que reclama esa fuerza.

    El Concilio Vaticano II, refiriéndose a la moderna espiritualidad pacifista, tiene un texto que en su concisión es notable por su equilibrio. El Concilio, dice, alaba «a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa que, por otra parte, están al alcance de los más débiles; con tal —añade— que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad» (Gaudium et Spes, núm. 78).

    3.—En este clima de amor auténtico a la paz, en esta disposición cristiana «escandalosa» a poner la otra mejilla, se inserta armónicamente, sin ninguna contradicción, el uso legítimo de la fuerza, cuando es el servicio del amor a los demás el que la reclama, cuando es el único medio de evitar males que deben ser evitados. Por eso la doctrina de la Iglesia añade a lo ya dicho —y no como una excepción sino como una confirmación— que la fuerza al servicio de la comunidad, contra la agresión injusta o contra la resistencia injusta a la ordenación social, es un medio al servicio de la paz.

    Para no extenderme en consideraciones, leo unos pocos textos, más autorizados que mis palabras. Primero, de San Agustín, obispo de Hipona en el Norte de Africa. Escribe el Santo al general romano Bonifacio, que trataba de contener la invasión asoladora de los Vándalos, y planteándose el problema de conciencia le dice: «La paz debe ser el objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad, y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esta necesidad y los guarde en paz. No debe buscarse la paz a fin de alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz».

    Pío XII en el año 1948, recién terminada la segunda guerra mundial, y amenazadora ya la que entonces parecía que iba a ser la tercera, dice: «El precepto divino de la paz es para proteger los bienes de la humanidad. Ahora bien, entre estos bienes hay algunos de tal importancia para la convivencia humana, que el defenderlos contra la injusta agresión es plenamente legítimo; a esta defensa viene obligada también la solidaridad de las naciones... La seguridad de que tal deber no ha de quedar sin cumplir servirá para desalentar al agresor y para evitar la guerra o, al menos, para abreviar sus sufrimientos» (Mensaje al final de 1948).

    Antes, en plena guerra mundial, cuando el Papa clamaba, solo, ante el mundo contra la misma guerra, había dicho: «En realidad, la paz no puede lograrse sino mediante algún empleo de la fuerza. Necesita apoyarse sobre una normal medida del poder. Pero la función propia de esta fuerza, si ha de ser moralmente recta, debe servir para protección y defensa, no para disminución u opresión del derecho» (Mensaje de Navidad, 1943).

    Y en otro discurso de Pío XII aparecen las siguientes palabras, llenas de alusiones: «El anhelo cristiano de paz es fuerte. No es un simple sentimiento eudemonístico y utilitario, que aborrece la destrucción por el horror a la misma más que por la injusticia. No es un simple sentimiento utilitario, que prepara el campo en que luego veremos alineados el engaño del estéril compromiso, la tendencia a salvarse a costa de los demás y el afortunado éxito de un agresor» (Mensaje a fines de 1948). Terminaba diciendo que no podía aceptar sin matices ninguna de las fórmulas elementales que entonces se barajaban para salvar la paz: por una parte, el adagio clásico «Si vis pacem, para bellum» (si quieres la paz prepara la guerra), porque esta fórmula, por sí sola, engendra continuamente desconfianza, factor de guerra; por otra parte, la fórmula «paz a toda costa». El pensamiento del Papa trasciende ambas fórmulas y recoge en armonía superadora lo que ambas tienen de válido. Prepárate para la guerra, si quieres la paz; no quieras salvar la paz con un espíritu de renuncia a toda costa: ¡pero pon por delante los factores espirituales de generosidad y sacrificio ,que fomentan la convivencia y el orden, en que se cimenta la auténtica paz!

    Ante esta doctrina de la Iglesia, naturalmente se reduce a sus términos propios la corriente del pacifismo integral, sustentada por algunas sectas cristianas y por algunos escritores famosos. Dejando a un lado la intención, que puede ser nobilísima, quisiera —como sacerdote, como portavoz en este momento del espíritu del Evangelio— hacer sólo una observación. Es una injusticia dar por bueno que un pregonero del pacifismo integral constituye automáticamente la expresión pura del ideal evangélico del amor, mientras que la aceptación de la fuerza militar sería una traición, o, más benignamente, una transacción o acomodación a las necesidades de la historia.

    No, mis queridos amigos; esto es injurioso. Respetemos la sinceridad de todo el mundo, ya que no podemos constituimos ahora en tribunal para nadie. Dejemos aparte los casos en que determinadas posturas individuales ofrecen una coherencia heroica, depurada, sacrificada, generosa, digna de todo respeto y de toda admiración. Pero acerquémonos también a la consideración objetiva del problema, y veremos en seguida que no pocos pacifistas integrales —lo mismo que les pasa a no pocos admirables «anarquistas»— pueden ser lo que son porque sus actitudes se sostienen al amparo de un orden tutelado por los demás; es decir, y lo digo sin ofensa, en una condición parasitaria. Ahora bien, el parásito puede vivir del cuerpo u organismo que lo mantiene (y no discutiré ahora si lo hace justamente en determinadas ocasiones); mas no tiene derecho a acaparar para sí los valores espirituales de la situación, denigrando mientras tanto al organismo portador. Tampoco el anarquista puro (que quisiera no dar un paso sino por la vía del consenso deliberante, obtenido en todos y cada uno de los momentos de la vida de la comunidad), cuando llegue la hora del fallo inevitable del sistema, la hora de la irrupción de las tiranías y despotismos anónimos y violencias —que brotan, incluso sin querer, de tal fallo—, tampoco tiene derecho a alzarse con el monopolio del espíritu de fraternidad y mansedumbre, frente a aquellos que buscan el mismo fin tratando de aplicar medios eficaces.
    Lo que las actitudes aludidas tienen de anhelo lo compartimos todos. Pero lo que a veces tienen de huida de un servicio, exigido por el mismo amor a los hermanos, no lo podemos compartir, no lo podemos alabar.

    En conclusión: un uso recto de la fuerza militar, dentro de una concepción cristiana, no tiene por qué ser colocado en el rincón de lo tolerable, de lo que se permite a regañadientes, de las concesiones transaccionales. No, el soldado cristiano tiene el deber, el derecho, la posibilidad de realizar en el ejercicio de su propia función el ideal cristiano de amor y mansedumbre. No tiene por qué soltar esta bandera. No hemos de entrar en el juego de los equívocos; ni confundir las vagas aspiraciones ingenuas, pero irresponsables, con las exigencias de una auténtica responsabilidad servicial. «Servicial»: ésta es la palabra. Servicial, depurándose de las tentaciones insidiosas del egoísmo personal o de grupo, de la propensión al abuso. Servicial, bajo la inspiración del amor. Cuando así es, la fuerza jurídicamente organizada, lejos de oponerse al Evangelio, se encuadra, desde su misma intimidad, en las exigencias del mensaje evangélico.

    La Iglesia, que ve al Ejército como una fuerza preparada para una guerra posible, exige al mismo tiempo que los ejércitos, sobre todo en nuestro tiempo, se desarrollen en una atmósfera espiritual que aspire sinceramente a evitar la guerra.

    En esa línea se mueve la enseñanza del Concilio Vaticano II. Desea el Concilio que se llegue a la eliminación de las guerras en el mundo. Sabe que, según algunos, este ideal no se podrá realizar del todo a no ser que fuera posible construir de verdad una autoridad pública universal, reconocida por todos y dotada de poder eficaz para asegurar la justicia, la seguridad de los pueblos, el respeto de todos los derechos. A falta de esto, pide que tanto las asociaciones internacionales como los poderes nacionales se esfuercen por conseguir el mismo objetivo. Que los gobernantes de los pueblos renuncien a las formas obtusas de egoísmo nacional y a la ambición de dominar sobre los demás; que no piensen que la simple posesión de la potencia bélica justifica cualquier empleo militar o político de la misma; que se preocupen tanto del bien de su patria como del bien universal, con un patriotismo abierto, coordinado (Gaudium et Spes).

    Pero mientras haya riesgo de guerra —reconoce el Concilio— los gobiernos de cada pueblo tienen el derecho y el deber de proteger su seguridad con una defensa legítima.

    Sólo que la dimensiones de la guerra moderna obligan a considerar la gravísima cuestión: ¿es posible utilizar, como medio para la defensa de un derecho, el sistema de la guerra total? No se puede aceptar la forma de guerra que destruye indiscriminadamente, en su totalidad, territorios, poblaciones, ciudades. En todo caso —aunque no se llegue al empleo efectivo del sistema de guerra total—, tampoco es tolerable una prolongación indefinida de un sistema de disuasión que consista únicamente en el equilibrio del terror. El Concilio pide que, al mismo tiempo que se prepara el uso legítimo de la fuerza en caso de necesidad, se vayan superando los supuestos de una situación que podría llevar a una guerra que ya no fuese medio para la paz, sino destrucción estéril.

    En este contexto —en que es legítima la preparación para la guerra, al mismo tiempo que se propugna la eliminación sincera de los supuestos actuales de la guerra—, lo que sí queda clara es la necesidad y legitimidad del Ejército: el Ejército en sus formas nacionales; el Ejército en las formas internacionales, y, aun en la hipótesis de una autoridad mundial, el Ejército como fuerza eficaz de esa autoridad, aunque sólo la emplease para evitar la guerra.

    Porque —conviene subrayarlo— el Ejército, encuadrado en un orden moral y jurídico, no es sólo un instrumento legítimo para la guerra. Si es verdad que el Ejército se prepara, técnica y profesionalmente, con miras a la posible necesidad de intervenir en una guerra, también lo es que sus servicios no se agotan en la disponibilidad para una guerra posible. El Ejército, bien concebido, tiene una función actual y continua, que cumple antes de la guerra y que no se frustra, sino todo lo contrario, aunque la guerra no llegase a producirse nunca.

    En resumen, el Ejército es también artífice de paz. El Concilio Vaticano II contiene unas palabras bien expresivas, redactadas frente a la hostilidad propagandística de grupos mundiales interesados en impedirlas. Las palabras están ahí, y no son, por otra parte, más que el reflejo normal de una actitud permanente de la Iglesia: «Los que, al servicio de la patria, se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función, contribuyen realmente a estabilizar la paz» (Gaudium et Spes, núm. 79).

    Se explica, pues, queridos amigos, que, aunque la Iglesia muestra la mayor comprensión, en orden a su tratamiento humano, con los llamados objetores de conciencia, no admita como actitud general la validez objetiva de la objeción de conciencia. Como actitud general, se entiende; porque ante situaciones concretas puede haber, y a veces hay, gravísimas objeciones de conciencia.

    Al término de estas consideraciones, quisiera hacer notar que la doctrina de la Iglesia en torno a la fuerza militar y a la guerra no es una teoría abstracta. Para valorar la sinceridad y el equilibrio de la misma, recuérdense, por ejemplo, dos circunstancias concretas de los últimos tiempos:
    1) las declaraciones de Pío XII, Pablo VI, Concilio Vaticano II, no se hacen para justificar una guerra, sino más bien clamando contra la guerra;
    2) la Iglesia supo hablar también en medio de una guerra como la de España, en la que dio su bendición a «cuantos se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión...». (que se detallará en el siguiente envío)

    (continúa)
    Última edición por ALACRAN; 01/10/2023 a las 11:58
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

    III DOCTRINA CRISTIANA SOBRE EL EJERCITO (II)

    La Iglesia supo hablar también en medio de una guerra como la de España, en la que dio su bendicióna «cuantos se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurarlos derechos de Dios y de la religión...».

    A. Montero, en el apéndice documental de su obra “Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939” (Ed. BAC, 1961) reproduce algunos documentos contemporáneos de la Guerra: “Instrucción pastoral de los obispos de Vitoria y Pamplona”, 6 de agosto de 1936 (obra citada, págs: 682-687); “Alocución de Pío XI a quinientos españoles refugiados”, 14 de septiembre de 1936 (ibid., págs. 741-742); “Las dos ciudades”, carta pastoral del obispo de Salamanca, doctor Pla y Deniel, 30 de septiembre de 1936 (ibid., páginas 688-708); “El sentido cristiano español de la guerra”, carta pastoral del cardenal I. Gomá, arzobispo de Toledo, 30 de enero de 1937 (ibid., págs. 708- 725); “Carta colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero”, 1 de julio de 1937 (ibid., págs. 726-741); “Radiomensaje del Papa Pío XII al pueblo español, al término de la guerra”, 16 de abril de 1939 (ibid, páginas 744-746).
    Se transcriben a continuación algunos fragmentos:

    — El radiomensaje de felicitación de Pío XII, al terminar la guerra, evoca la bendición de Pío XI, exhorta a la reconstrucción de la paz, en la justicia individual y social y en la benévola generosidad para los equivocados. El mensaje comienza así: «Con inmenso gozo nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros nuestra paternal congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano en vuestra fe y caridad, probados en tantos y tan generosos sufrimientos. Anhelante y confiado esperaba nuestro predecesor, de santa memoria, esta paz providencial, fruto sin duda de aquella bendición que en los albores mismos de la contienda enviaba a cuantos «se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión...», y Nos no dudamos de que esta paz ha de ser la que él mismo, desde entonces, auguraba, «anuncio de un porvenir de tranquilidad en el orden y de honor en la prosperidad...» (Oh. cit., pág. 744).

    — La Carta pastoral «Las dos ciudades», del doctor Pla y Deniel, contiene una exposición sistemática sobre: el heroísmo y el martirio; los principios cristianos acerca del origen de la autoridad civil; el carácter de la guerra de España y la posición de la Iglesia ante ella; las consecuencias redentoras de la misma; la doctrina social de la Iglesia; la confesionalidad del Estado. Refiriéndose a la bendición de Pío XI, ve en ella una confirmación de la doctrina que enseña «que hay ocasiones en que la sociedad puede lícitamente alzarse contra un Gobierno que lleva a la anarquía, y de que el alzamiento español no es una mera guerra civil, sino que sustancialmente es una cruzada por la religión, por la patria y por la civilización contra el comunismo». Añade: «La guerra, por acarrear una serie inevitable de males, sólo es lícita cuando es necesaria. Pero la guerra, como el dolor, es una gran escuela forjadora de hombres. ¿No estamos contemplando con admiración y asombro, en pleno siglo xx, cuando tanto habíamos estado lamentando la frivolidad y relajamiento de costumbres y la afeminación muelle y regalada, el ardoroso y heroico arranque de tantos millares de jóvenes que... van a ofrendar generosamente sus vidas en los frentes de batalla por su Dios y por España? Nosotros, al entrar ya en la senectud, esperamos confiadamente que la generación de los jóvenes ex combatientes de esta cruzada será mejor que las generaciones de las postrimerías del siglo XIX y principios del actual...».

    La Carta colectiva a los obispos del mundo entero es una exposición de los hechos que caracterizan la guerra de España y le dan su fisonomía histórica y una respuesta a las afirmaciones falsas y a las interpretaciones torcidas acerca de los mismos hechos. Refiere la posición del Episcopado ante la guerra. Recuerda sus precedentes en el quinquenio anterior. Explica el modo cómo se produjo el alzamiento nacional, que hace de la guerra como «un plebiscito armado». Señala las características de la revolución comunista y los caracteres del movimiento nacional. Responde finalmente a algunos reparos hechos desde el extranjero sobre la conducta de la Iglesia.

    Tratando de la posición del Episcopado desde el año 1931, dice: «Ajustándose a la tradición de la Iglesia, y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y, a pesar de los repetidos agravios..., no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia... A los vejámenes respondimos con... sumisión leal en lo que podíamos..., con la exhortación... a nuestro pueblo católico a la sumisión legítima, a la oración, a la paciencia y a la paz...».

    «Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho más que nadie, porque ella es siempre un mal gravísimo, que muchas veces no compensan bienes problemáticos, y porque nuestra misión es de reconciliación y de paz... Repetimos la palabra de Pío XI, cuando el recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar otra guerra sobre Europa: «Nos invocamos la paz, bendecimos la paz, rogamos por la paz».

    «Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro bando la palabra del apóstol: «El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las entrañas de Jesucristo.»

    «Pero la paz es la tranquilidad del orden divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el Servido fraternal de todos. Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia —-sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo— que, siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces, el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz...»

    «La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó... Miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristianas que secularmente habían informado la vida de la nación...» (Ob. cit,, págs. 727-728).

    Después de exponer los antecedentes de la guerra (persecución injusta del espíritu religioso; dejación del poder en la plebe anárquica o en poderes ocultos; revolución anárquica y revolución marxista; necesidad de la defensa del bien común...), la carta afirma: «El alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada; en su desarrollo lo ha sido contra la anarquía coligada con las fuerzas al servicio de un Gobierno que no supo o no quiso tutelar aquellos principios» (ibíd., pág. 732). Y establece las siguientes conclusíones:

    «1.ª Que la Iglesia, a pesar de su espíritu de paz y de no haber querido la guerra ni haber colaborado en ella, no podía ser indiferente en la lucha: se lo impedían su doctrina y su espíritu, el sentido de conservación y la experiencia de Rusia. De una parte, se suprimía a Dios, cuya obra ha de realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso, en personas, cosas y derechos, como tal vez no lo haya sufrido institución alguna en la historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos defectos, estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu español y cristiano.

    »2.ª La Iglesia, con ello, no ha podido hacerse solidaria de conductas, tendencias o intenciones que, en el presente o en el porvenir, pudiesen desnaturalizar la noble fisonomía del movimiento nacional, en su origen, manifestaciones y fines.

    »3ª.- Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva, y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión.

    »4.ª Hoy por hoy no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ella derivan que el triunfo del movimiento nacional...» (ibid., págs. 732-733).

    Después de diseñar los caracteres de la revolución comunista y del movimiento nacional, la carta —escrita en un momento en que faltaban casi dos años para terminar la guerra— contempla así el futuro: «Esta situación permite esperar un régimen de justicia y de paz para el futuro. No queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son gravísimos. La relajación de los vínculos sociales; las costumbres de una política corrompida; el desconocimiento de los deberes ciudadanos; la escasa formación de una conciencia íntegramente católica; la división espiritual en orden a la solución de nuestros grandes problemas nacionales; la eliminación por asesinato cruel de millares de hombres selectos llamados por su estado y formación a la obra de la reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado..., serán dificultad enorme para hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja historia y vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza de que imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios. Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida» (ibíd.,págs. 736-737).
    Última edición por ALACRAN; 08/10/2023 a las 11:07
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)


    IV EL EJERCITO COMO CAMINO DE PERFECCION CRISTIANA

    El Ejército se justifica, desde luego, como medio para una defensa legítima en orden a establecer la paz. En la plenitud de su concepción cristiana debe justificarse, además, como un factor continuo de paz, de convivencia fraternal. Si la concepción del Ejército es cristiana, formará hombres que, por una parte, se abran a la vocación divina, y que, por otra, en virtud de la sumisión al Padre, se abran con redoblado esfuerzo y horizonte más amplio a todas las formas del servicio a los hermanos.

    Sin duda, el Ejército tiene su función específica, y no ha de ser una institución que supla a todas las demás; pero desde la misma realización auténtica, generosa, cristiana, de su función brotará y redundará en todas direcciones una actitud de servicio abierto, que haga del soldado cristiano no solamente un buen soldado, sino un hombre integralmente cristiano; que, por consiguiente, trasplante espontáneamente las actitudes de servicio de su profesión, cristianamente vivida, a todas las relaciones que vayan surgiendo con el prójimo.

    1. A esto me refería al principio, cuando señalé en la reseña histórica la afinidad de unas figuras de Soldados con el Evangelio. Os invito, queridos amigos, señores Alumnos, señores Jefes y Oficiales, a destacar como cifra de esta actitud al Centurión de Cafarnaum. Sus palabras son las que decimos los cristianos en el momento más cristiano, cuando vamos a comulgar: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa». Aquel soldado, partiendo de sus propias virtudes militares (disciplina, jerarquía), de pronto ensancha el horizonte hacia una disciplina que empalma con Dios; hacia una jerarquía que le absorbe a él mismo, y le enmarca en una humildad que no es abyección, sino orden. En virtud de un sentido profundo y religioso de la disciplina, aquel soldado se eleva desde su propio poder («Señor, yo mando a uno, y va; le digo a otro: Ven, y viene; le digo a aquél: Haz esto, y lo hace») al poder oculto de Cristo, en quien reconoce el poder de Dios (también Tu puedes hacer lo mismo, y mandar a la enfermedad de mi criado que se vaya, y se irá sin necesidad de que llegues hasta mí casa).

    Humildad, reconocimiento de los límites y necesidades, prontitud, sintonía respetuosa y gozosa ante la manifestación del Salvador... Limpieza de ojos, disciplina para atacar la verdad tal como ella quiere presentarse, sin interponer obstáculos, prejuicios, concepciones subjetivas y unilaterales, que causan la ceguera presuntuosa... Apertura a la predicación de la fe. Todo esto es necesario para que se encienda la fe, y para que la fe sea eficaz, alegre, irradiante, transformadora. Todo brilla en el Centurión; como también su magnanimidad, su cariño enternecedor para el criado, a quien trata como a un hijo o un hermano. ¿No hay en todo ello como una transfiguración sublimante de ciertas virtudes típicas de la vida militar, aunque no siempre las alcancen en su plenitud armónica todos los que viven esta vida?

    Y junto a la apertura ante la fe, esta otra actitud, militar y evangélica, que hace de la vida entera una lucha constante de purificación íntima, en vigilancia tensa. La liturgia de la Iglesia ha incorporado desde los comienzos palabras características del oficio militar en la antigüedad: por ejemplo, la palabra «estación», puesto de guardia, tiempo de vela. El cristiano está de guardia, con gozoso vencimiento propio, para conquistar la auténtica libertad, que es la que se da cuando servimos en un orden armónico, que nos engloba y al mismo tiempo nos trasciende, haciendo posible nuestra adecuada realización personal.

    2. Con tal actitud se puede entender el hecho, no infrecuente, de que durante el mismo empleo de la fuerza actúe de veras el amor; de que se pueda herir sin odio. Evoquemos a Antonio Ribera, el joven toledano conocido como «Angel del Alcázar». A los compañeros, apostados en los huecos del Alcázar asediado y semiderruido, les decía: «Tirad, pero tirad sin odio». Lo decía de verdad. Es casi un milagro; quizá haya que experimentarlo para poder creerlo, para poder decirlo en serio. Pero yo lo he vivido, y debo dar testimonio.

    3. Pues si se puede llegar a eso, en continua ascensión a través de las propias flaquezas, ¿qué de extraño tiene el hecho de que un hombre dedicado a la profesión de las armas con sus funciones y virtudes características pueda convertirse, precisamente porque las vive en profundidad, en foco irradiante de servicio ilimitado a los demás hombres? ¿Qué de extraño tiene que en el clima de la vida militar se fragüen corazones, no solamente buenos en cuanto militares, sino integramente buenos, es decir, santos? ¿Qué de extraño tiene el que, en formas variables (una será la forma de los caballeros de la Edad Media, otras las actuales, aunque sustancialmente idénticas), se identifiquen en muchas personas la función y el espíritu militar con la plenitud del llamado «espíritu evangélico», sin excluir la forma de entrega y desprendimiento que significan los votos evangélicos? No tiene nada de extraño.

    Esta identificación armoniosa debe convertirse en punto de mira para el que, ya de modo ocasional, ya de modo profesional y permanente, vive la vida militar. Objetivo muy alto, que si no es fácil dar nunca por dominado, está siempre tensándonos en ascensión constante.

    Señores Jefes y Oficiales, señores Alumnos: Los que os dedicáis profesionalmente a la vida militar; los que pasáis por ella, con más o menos vocación, por algún tiempo; los que acaso algún día —Dios quiera que no llegue, pero no se puede excluir— seréis llamados nuevamente para encuadrar a millares de soldados, de hermanos y compañeros nuestros, movilizados en defensa de la patria y de otras patrias; deseo para todos: 1) que aspiréis de veras a realizar personalmente la síntesis de lo militar y de lo evangélico; 2 ) que, por la colaboración multiplicada de todos, las comunidades de vida militar sean, cada vez más, focos de elevación espiritual de las personas.

    Gracias a Dios, muchos cuarteles lo son ya hace tiempo. Los soldados, a vuestras órdenes, aprenderán algo más que la lección de la disciplina externa o del manejo eficaz de unas armas para fines legítimos. Descubrirán, si no lo habían hecho antes, la profunda liberación, el feliz ensanchamiento que produce en los corazones la auténtica disciplina, considerada como actitud de servicio a Dios y a los hombres. Que no se casan mal entre sí disciplina y liberación, porque, como dice la liturgia de la Iglesia, refiriéndose a más alto Señor:

    «Servir a Dios es reinar».

    Y ahora, perdonadme, y no me llevéis muy a mal haber abusado de vuestra paciencia.

    Campamento de «Los Castillejos», 28 de agosto de 1968.


    https://www.fundacionspeiro.org/verbo/1972/V-107-108-P-797-823.pdf
    Última edición por ALACRAN; 15/10/2023 a las 10:56
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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    Re: El Ejército, camino de perfección cristiana (mons. Guerra Campos)

    Confesar y creer”


    Revista
    FUERZA NUEVA, nº605, 12-Ago-1978

    Confesar y creer

    HAY que reconocer que nuestros tiempos son broncos como nunca, adversos, casi apocalípticos. Repasando la Historia se ven otras épocas no menos duras, crueles y violentas, donde el hombre podía naufragar totalmente en un mar de peligros para el cuerpo y para el alma. Pero ninguna, creo yo, que supere a la que actualmente vivimos.

    Acertó Hillaire Belloc cuando, al hablarnos de las grandes herejías contra las cuales tendría que defenderse titánicamente la Iglesia, la última y peor de todas (las otras eran el mahometismo, la albigense y el protestantismo) es la «moderna» o modernismo, o sea el liberalismo que, a fin de cuentas, agrupa todas las corrientes ateas y corrosivas de la Historia, «el asalto en masa contra los fundamentos de la fe, contra la existencia misma de la fe».

    ¿Y quiénes guardan o han guardado la fe en España? La Iglesia y el Ejército. De ahí que los ataques más fuertes de esta época vayan dirigidos contra las dos grandes instituciones que en España han guardado la fe y en siglos de gloriosa historia han dado victorias incontables a la religión católica.

    No hay que ser muy perspicaz para comprender que toda la política liberal y parlamentaria de hoy no tiene más que dos objetivos, previos al definitivo de erradicar la fe, y son los de minar y corromper a la Iglesia y al Ejército. Los asaltos a esas fortalezas, todavía resistentes, y a las que dio mayor fuerza la Cruzada de 1936-39 y el caudillaje de Franco, adoptan hoy varías tácticas. La estrategia del mal conoce bien el terreno, y ha buscado los puntos débiles, los portillos y las brechas por donde penetrar en la fortaleza.

    Primero vino una debilitación de la moral y de los principios sociales a través del materialismo, de las ideas económicas que suplantaban al ideario político, y, con el tiempo, que todo lo puede, el desdibujar unos hechos históricos. El primer objetivo fue la Iglesia, y parece que en ella se ha conseguido la mejor baza, inutilizándola o manteniéndola al margen, bien con la argucia del apoliticismo y neutralidad, bien con la inculcación de ideas democráticas totalmente anticristianas en un clero alienado o vacío de convicciones, fácil al lavado de cerebro. Se ha cumplido el plan de Lenin: «A la Iglesia no hay que combatirla de frente, sino desde dentro.»

    ¿Ha quedado ya eliminada la Iglesia? A la vista de su nula reacción o mínima en el mejor de los casos, ante hechos tan flagrantes como desterrar la soberanía de Dios, la doctrina de Cristo y la moral del gobierno y legislación de la Patria, cabe pensar en lo peor.

    ¿Y el Ejército? Estos días (1978) hemos asistido a la culminación de un ataque que, más solapado y más habilidoso, se lleva a cabo contra él, y que ha costado la vida a un general y un teniente coronel. Como antes lo fue el comandante Imaz; como en estos años lo vienen siendo esos soldados —no son otra cosa— con uniforme de la Guardia Civil o de la Policía Armada; porque hay quien olvida que forman parte de las Fuerzas Armadas, que son Ejército.

    Pero, junto al ataque directo de las armas, está otro más sutil y venenoso: el de la adulación y el de la infiltración de ideas liberales y degradantes, que debilitan el sentido y el espíritu de la Milicia insensiblemente. El caballo de Troya no fue sino una estratagema religiosa, un halago al dios de los troyanos, para hacerles caer en la trampa. Por las bravas y a la tremenda, el enemigo sabe que no tiene nada que hacer y que hay que corromper a los soldados para anularlos. Esa corrupción se hace con palabras, con ideas, con engaños dialécticos. «Para un Ejército no hay nada peor que la inactividad», dijo recientemente un gran estadista, recogiendo la opinión de Tácito. Mantener inactivos a los militares es la táctica de quienes emboscan su maniobra en el pacifismo, que no es deseo de paz, sino utilización de la paz para el derrotismo.

    De cualquier manera, nosotros, que somos hombres de fe y que, como suele recordar Blas Piñar en sus discursos, debemos tener a Dios en medio siempre con nosotros, aunque las circunstancias sean contrarias y podamos asistir impotentes a la demolición de nuestras más firmes instituciones históricas, debemos hacer lo que el cardenal Monescillo, cuando en el Congreso (Cortes Constituyentes de 1869), el diputado Suñer y Capdevilla despotricaba contra la religión, en alarde de fanático ateísmo, decir: «Cuando oigo negar a mi Dios, confieso y creo.» Esta proclamación de fe la hacemos hoy, en iguales circunstancias, no sólo contra los ateos de la Constitución de 1978 sino ante nuestra Iglesia y nuestro Ejército, en los cuales proclamamos nuestra fe, pase lo que pase. Confesar y creer. Porque eso nos dará la victoria.

    Pedro RODRIGO


    Última edición por ALACRAN; Hace 2 semanas a las 13:06
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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