¿Es Putin el nuevo líder cristiano?


El año pasado, una banda de jóvenes encapuchadas, componentes del grupo "Pussy Riot", irrumpió en plena Cuaresma en la Catedral de Cristo Salvador, la mayor iglesia de Moscú, se abrió paso hasta el altar y empezó a proferir una serie de palabras soeces que ellas calificaron como "oración punk", pero que, para cualquiera que sea capaz de entender el texto original, sin pasar por las edulcoradas traducciones con que nos han obsequiado sus defensores, resulta evidente que se trata de una grave profanación de un templo cristiano. Las jóvenes fueron desalojadas del templo por los servicios de seguridad a los pocos minutos, no sin antes tener tiempo para grabar lo que hicieron y para difundirlo después por Internet.

La respuesta de los poderes públicos rusos fue inmediata. A los pocos días, tres de las componentes del grupo fueron identificadas y detenidas. En aplicación del Código Penal ruso, que prohíbe, como en casi todos los países, los actos que ofendan los sentimientos religiosos de las personas, dos de las tres mujeres (la tercera se desmarcó de las anteriores y fue capaz de demostrar que no había llegado a subir al altar) fueron condenadas a dos años de prisión, a pesar de una poderosa campaña mediática por su liberación. No hace mucho fueron amnistiadas, tras cumplir la mayor parte de su condena.

Profanaciones como ésta no son, por desgracia, tan excepcionales como deberían ser. En España podemos recordar, por ejemplo, la de la capilla de la Universidad Complutense, al entrar en ella un grupo de mujeres semidesnudas. Pero también en España hay leyes que, de haberse aplicado, hubieran debido llevar a la detención de estas personas. Lo singular es que en Rusia estas leyes sí se aplicaron, a despecho de los medios con los que contó la defensa de las profanadoras y de la presión que recibió el gobierno ruso por parte de organismos internacionales, e incluso de gobiernos.

La oposición rusa, no tan numerosa en términos relativos como se supone en el extranjero, y toda la parafernalia anticristiana que padecemos en nuestro mundo, puso el grito en el cielo por un supuesto neoconfesionalismo de la Federación Rusa. Nuestra prensa antirrusa, que es prácticamente toda, de derechas y de izquierdas, se apresuró a tomar partido por estas mujeres y a publicar todo tipo de indicios que, según ellos, ponían de manifiesto la enorme influencia que la Iglesia Ortodoxa rusa estaba alcanzando en la Rusia del siglo XXI. Aparecieron el presidente Putin y el primer ministro (y ex-presidente) Medvedev asistiendo públicamente a los servicios religiosos oficiados por el patriarca Cirilo; aparecieron toda serie de supuestos escándalos, financieros en particular, que afectaban a la jerarquía del Patriarcado de Moscú; cualquier medida legislativa en favor de la familia, o simplemente no demasiado contraria a ella, se vio como una vergonzosa concesión a la Iglesia; la situación de los homosexuales en Rusia, que de hecho ni son perseguidos ni se pregunta a nadie si lo es o deja de serlo, ha sido retratada como opresiva e insoportable, por supuesto por la influencia de la Iglesia; y eso por no hablar de medidas que ni en España, ni en Occidente en general, deberían sorprender, como la introducción de asistencia religiosa en el ejército o la posibilidad, aun en estudio, de empezar a impartir clases de Religión en los colegios.

La postura de la prensa tiene poco de imparcial. Más que la verdad, los directores de los periódicos españoles tienen un interés inexplicable por denigrar a los actuales gobernantes rusos, como si cualquier país que no siga el modelo liberal occidental, aunque dé los resultados que estamos sufriendo, sea un enemigo. En estas circunstancias, cabe preguntarse si esta actitud del presidente Putin, que, como todos recuerdan machaconamente, es un antiguo agente de la KGB, puede marcar una tendencia favorable a la restauración de una política más o menos cristiana en un país tan importante como Rusia, o si es una pose temporal que puede irse tan pronto como vino.

En primer lugar, lo que decía Menéndez y Pelayo sobre España es mucho más aplicable a Rusia. Decía Menéndez y Pelayo en sus "Historias de los heterodoxos españoles" que España no se podía entender sin el cristianismo, y que el día que dejáramos de ser cristianos acabaríamos divididos, como en los tiempos de los arévacos y vacceos. Y como en España está pasando exactamente eso, no parece el momento de discutir sobre si don Marcelino tenía razón o no, como fue el caso durante mucho tiempo. Es evidente que la tenía.

Quizá haya países que sean capaces de mantenerse unidos sin una idea que los aglutine, pero está visto que España no es uno de ellos y Rusia lo es menos todavía. Rusia siempre ha tenido una idea que la ha unido. Desde su conversión al cristianismo, en el lejano 988, muy poco antes del Cisma de Oriente, y desde que tuvo capacidad de desempeñar un papel en el concierto internacional, Rusia asumió el papel de heredera del Imperio Romano de Oriente en la defensa del cristianismo ortodoxo. Superada su propia división política a lo largo de los siglos XV y comienzos del XVI, Rusia se considera la "tercera Roma", después de la caída de la primera en la que ellos denominan herejía papista, y de la caída de la segunda, Constantinopla, en manos de los infieles. La tercera Roma, es decir, Moscú, no caería.

Con mayor o menor intensidad y con detalles que harían este escrito demasiado prolijo, tal concepción llegó en líneas generales hasta la Revolución de Octubre de 1917. Allí se dio la vuelta a la tortilla, y de forma completa: el país que había sido sostén de la ortodoxia era ahora su mayor perseguidor. Pero una cosa no había cambiado: seguía habiendo una idea aglutinadora del país. Ya no era el cristianismo, sino el socialismo, su extensión a todo el mundo y la persecución del quimérico paraíso socialista a costa de lo que fuese, incluyendo el exterminio de quienes fueran incompatibles con la idea. Una idea inicua y terrible; y además una mentira, como quedó en evidencia con el tiempo; pero una mentira aglutinadora, con el apoyo de un potentísimo estado policial, del que, como ya saben hasta los niños de teta, el presidente actual formó parte.

Como dicen todavía hoy nuestras abuelas, las mentiras tienen las patas cortas, y el comunismo pudo huir unos cuantos decenios, pero finalmente quedó en evidencia su impostura. Había tenido, sin embargo, éxito, en destruir una sociedad que había sido cristiana y en dejar a la Iglesia Ortodoxa desprestigiada y hecha jirones. El resultado es que, cuando el comunismo terminó por hacer aguas, Rusia se quedó sin una idea aglutinadora.

Si Menéndez y Pelayo hubiera vivido en los primeros años noventa del pasado siglo, seguramente le hubiera sorprendido la velocidad con que, sin una idea común, se desarrolló el desmembramiento del imperio soviético. Las quince repúblicas que formaron la URSS se fueron cada una por su lado en cuestión de meses. Y el proceso no terminaba ahí; incluso dentro de la Federación Rusa, las tendencias separatistas parecía que iban a salir victoriosas y, bajo el débil gobierno del presidente Yeltsin, diversas regiones (Tatarstán, la famosa Chechenia...) se separaron de hecho. Por un tiempo, daba la impresión de que se iba a hacer realidad un pronóstico que hizo la CIA por entonces, que venía a decir que también la Federación Rusa desaparecería dividida en distintos estados.

Putin era un perfecto desconocido cuando llegó al poder. Había hecho una carrera poco llamativa en los servicios secretos, y luego en la administración de San Petersburgo, que pasaba por ser de las más reformistas del país. Estaba en los servicios de seguridad del Kremlin cuando, de forma bastante inesperada, emergió como presidente en funciones y luego como presidente electo.

Es imposible saber cuáles son las motivaciones que pueda tener el presidente de Rusia para llevar a cabo sus actos. Sí que hay que tener en cuenta que, en un país como la Unión Soviética, la información oficial era sistemáticamente falsificada y la información de calidad era muy difícil de obtener; ni siquiera los dirigentes del Partido Comunista estaban bien informados de la situación real del país. Los pocos que lo estaban eran los servicios secretos, que en los tiempos en que Putin formó parte de los mismos no eran unos angelitos, desde luego, pero tampoco eran ya el aparato sanguinario que había sido unos cuantos decenios antes. Curiosamente, entre los servicios secretos era donde podían encontrarse quienes, conocedores de cómo estaban las cosas realmente en la Unión Soviética, abogaban por un cambio en profundidad.

La llegada de Putin al poder coincidió con un reforzamiento del poder central en la Federación Rusa. En poco tiempo, los "barones" regionales plegaron velas, empezando por el otrora semiindependiente presidente de Tatarstán, Mintimer Shaimíev, que se apresuró a asegurar a Putin su lealtad y a ingresar en Rusia Unida, el nuevo partido hegemónico. El único caso en que fue indispensable recurrir a las armas fue en Chechenia, donde actualmente las autoridades locales, encabezadas por el estrambótico presidente Kadírov, se encuentran entre las más leales a Putin, a pesar de la permanencia de grupos guerrilleros y terroristas que siguen siendo una amenaza.

Probablemente, Putin y los ideólogos de Rusia Unida saben perfectamente que al comunismo había sucedido la nada pura y dura, y que faltaba una idea aglutinadora y una referencia moral. La Iglesia Ortodoxa es la única institución capaz de llenar ese vacío, y las autoridades, por lo menos, no se lo están impidiendo.

De la vida personal de Putin no se sabe mucho a ciencia cierta, aunque hay rumores abundantes de que podría no ser demasiado consecuente alguno que otro de los mandamientos. No hace demasiado se anunció su divorcio de su esposa Ludmila, pero, puesto que la Iglesia Ortodoxa, a diferencia de la católica, admite el divorcio con cierta generosidad, eso tampoco le aparta de la iglesia. Ha asistido en público a bastantes actos religiosos oficiados por el patriarca Cirilo, y está poniendo en marcha algunas medidas muy modestas para mejorar la asistencia religiosa y la formación de la población. Pero también en cierto que no sólo Putin y Rusia Unida, sino los demás partidos políticos rusos (que los hay) persiguen la foto con el clero y se cubren con el manto eclesial, incluso el Partido Comunista, de cuya verdadera ideología actual habría mucho que escribir.

Sin embargo, considerar a Putin como el paladín del Cristianismo es, por lo menos, optimista. Es cierto que ha puesto en marcha algunas medidas de apoyo a la familia, pero es muy dudoso que lo haya hecho por convicciones religiosas, sino por purísimo sentido común, a la vista de los problemas demográficos de Rusia (que pierde población constantemente) y de la espantosa desestructuración familiar y social que siguió a la caída de la Unión Soviética. Sin embargo, ahora que el tema está aún de mayor actualidad que de costumbre, el aborto sigue siendo completamente libre y, es más, es directamente insinuado por los ginecólogos que allí ejercen. La Iglesia Ortodoxa, es cierto, trata de luchar contra esta situación, pero sin éxito alguno.

Ello sucede en buena medida porque la situación del Patriarcado de Moscú todavía es muy débil. En los años noventa, enfrentada a problemas financieros de difícil solución, hizo un mal uso de las exenciones fiscales y arancelarias que consiguió; con anterioridad, había sido infiltrada por los servicios secretos soviéticos; comete errores de comunicación bastante burdos y tiene serios problemas para encontrar un laicado comprometido. A la vista de la enorme escasez de sacerdotes después de la caída del comunismo, quienes hubieran debido desempeñar el papel de laicos comprometidos fueron ordenados sacerdotes, mientras el nivel de cultura religiosa de la población es semejante al que, si Dios no lo remedia, tendremos en España dentro de no demasiado tiempo. Muchísimos rusos desconocen completamente cosas del cristianismo que son muy básicas; otros han leído la Biblia a su manera y han llegado a conclusiones que no se sostienen por ningún sitio; en este contexto, la práctica religiosa ronda el 3% de la población.

Y, sin embargo, la inquietud religiosa entre los rusos existe. Quienes logran romper con la ignorancia y se dedican a formarse tienen un entusiasmo encomiable y en poco tiempo adquieren enormes conocimientos. Como en tantos otros sitios, en Rusia se libra la batalla entre los dos dioses: Dios y el dinero, pero en Rusia, un país donde el término medio no existe, se da de manera extremada.

En mi opinión, sería incorrecto decir que Putin está llevando a cabo una política cristiana. Ojalá fuera así, y eso que, con el poder que tiene, probablemente podría hacerlo. Llama la atención en Occidente porque Rusia era hasta hace cuatro días la paladina del ateísmo y esta actitud no puede menos que chocar. Y resalta aún más porque aquí los cristianos estamos recibiendo capones en nuestros principios prácticamente todos los días, y en Rusia, cuando alguien como las Pussy Riot se atreve a dar un capón excesivo, las autoridades sí se mueven.


Pero es que eso debería ser lo normal. En un mundo políticamente correcto como el nuestro, la existencia de Putin, al menos, que a menudo dice las cosas por su nombre, resulta un contrapunto chocante, y eso nuestra clase política y bienpensante no se lo va a perdonar. Le tolerarán, porque está armado, es peligroso, y tiene el petróleo y gas que necesitamos, pero nada más.

El futuro dirá si Putin realmente sigue una línea no demasiado desagradable para los cristianos por convicción, o si lo hace porque sencillamente le conviene. Yo, aquí, lamento mucho poner en cuarentena el entusiasmo de sus seguidores en España, pero las medias en apoyo de la familia o de la formación religiosa, o contra la propaganda gay, se explican perfectamente por puro cálculo político, prescindiendo de las convicciones que pueda tener el presidente. Quizá eso no haga las medidas que toma menos meritorias, pero yo tengo mis dudas de que vaya a llegar hasta el final.

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