El llamado “pensamiento reaccionario” comenzaría, según los progresistas, a finales del siglo XVIII, a raíz de ser publicadas en España traducciones de tratados franceses condenatorios de los ensayos filosóficos de Rousseau y Voltaire, cuyos escritos eran gravemente contrarios al catolicismo y al orden tradicional de la Cristiandad.
Desde entonces pasa a ser decisivo el componente religioso o antirreligioso de los escritos y de los respectivos escritores y partidarios: si tienen componente religioso católico o defienden la fe católica (cosa que había sido habitual durante siglos y siglos) se pasaría a pertenecer a finales del siglo XVIII al bando de los “reaccionarios” (lo cual no deja de ser curioso, porque los progresistas nunca llaman “reaccionarios” a autores católicos intransigentes de otros siglos aun más católicos que el XVIII, sino sólo a los católicos que osaron enfrentarse a los falsos filósofos de los siglos XVIII y XIX y a su herencia político-progresista).
Hay que hacer una matización indispensable para comprender el distinto enfoque enjuiciador de tal época entre historiadores tradicionalistas (o reaccionarios) y progresistas.
Para el “reaccionario” el corte decisivo no se da en bloque contra toda la Ilustración (como imaginan los progresistas) sino solo a partir del anticatolicismo de ciertos escritores (Voltaire, Rousseau, Holbach, Helvetius...) cuyas obras, basadas en una interpretación naturalista de la razón y de la Filosofía, se consideraban atentatorias y ofensivas contra las verdaderas y tradicionales Filosofía, Razón, Religión y Ley Natural.
El progresista (que es escéptico), en cambio, no distingue entre catolicismo y anticatolicismo de la Ilustración (considerándola globalmente como anticatólica), sino entre la Ilustración en conjunto y sus enemigos “anti-ilustrados” (o “reaccionarios”); acusándolos de oponerse absolutamente a TODA Razón, a TODA Filosofía y a TODO conocimiento. Cosa falsísima, en tanto que los “reaccionarios” sólo se oponían a la antirreligiosidad de los Voltaire, Rousseau, Diderot, Holbach, etc. y a la penetración de sus ideas en la católica España de entonces, pero no a otras facetas culturales de la Ilustración, como ciencias históricas, lingüistica, arqueología, técnicas industriales y agrícolas, investigación científica, viajes, etc., como consta por la inexistente polémica filosófico-religiosa con anterioridad al último cuarto del siglo XVIII; polémica que con anterioridad sólo era referida a aspectos de afinidad pro o antieuropeísta, en general.
Este es el gran malentendido que distorsiona toda la explicación y todo el proceso, pero que no se resuelve, en la medida que el progresismo parte de un tópico excluyente preconcebido.
Al usarse como propaganda, por el bando "filosófico"-progresista, la posesión en exclusiva de “la razón" y "las luces”, pasó a calumniarse tendenciosamente como oscurantistas y retrógrados, y como negadores absolutamente de TODA Razón, TODA Cultura y TODA Ciencia a sus enemigos católicos, o sea a aquellos pensadores que matizaban o negaban solamente “la razón natural” progresista o sea, “las luces”, en conflicto con la Razón (en sentido Verdadero y Católico).
Y es que como el carácter incrédulo y materialista de los falsos filósofos les impedía reconocer la base espiritual del orden tradicional, su ataque hacia el orden tradicional no se basaba en razones filósoficas de negación de Dios (ellos, por supuesto, no tenían idea de latín, de Teología, ni de filosofía escolástica) sino en la grosera afirmación materialista (acorde con su filosofía) de que la Religión y la Filosofía tradicionales venían a ser un montaje retrógado para justificar que debía haber reyes y curas que oprimieran al pueblo, imaginando que reyes, nobles y clero eran tan materialistas como ellos sólo que, para vivir bien habían inventado la religión y mediante ella engañar y oprimir al pobre pueblo ignorante de la razón y de las luces.
El problema teológico de fondo que subyacía tras la nueva situación venía a ser, en resumen, el de la vigencia o no del Dogma del pecado original en el orden social, o sea, que un asunto teológico pasaba a estar en la base de un conflicto político cuando tal dogma figuraba ignorado (y atacado implícitamente) en las concepciones políticas anticristianas de los llamados “falsos filósofos” de la Ilustración.
Religiosamente, un orden social basado en las tesis de los falsos “filósofos”, bien en la simple “razón” o “filosofía” natural, o bien sujeto a una mayoría cambiante de opiniones, ataca a la Iglesia negando el dogma del pecado original, al ser su fundamento la apología absoluta del Hombre caído como tal, ajeno a la redención de Cristo y a los sacramentos, y negador del papel y la necesidad santificadora de la Religión en la sociedad cristiana.
El orden tradicional, atacado por los falsos “filósofos” (Voltaire Rousseau, Holbach...), NO es la defensa de unos privilegios de ciertos individuos (Reyes, Nobleza, Clero) apoyado en la religión como manipuladora de las conciencias del pueblo, SINO una estructura heredada de siglos, vertebrada desde arriba (desde lo más noble espiritualmente y materialmente) hacia abajo; y necesaria para mantener el influjo espiritual y religioso de la gracia divina desde lo más alto (el Altar), defendida y protegida por el Trono, hasta lo más bajo y recóndito del cuerpo social; necesaria para redimir y santificar la sociedad con los méritos redentores de la Pasión de Cristo.
La religión cristiana precisa enseñar, purificar y elevar espiritualmente al hombre caído; y precisamente por ello y para ello, la Iglesia tenía una consideración política y social acorde con tal misión, y su status debía estar siempre un peldaño jerárquico más elevado que la de los individuos a quienes santificaba. Esa y no otra es la razón de la preeminencia y de los privilegios de la Iglesia en la sociedad: la espiritualidad y santidad de sus fines.
Ahora bien; esa gracia divina, esa fuente de salvación ...se pierde y se diluye irremisiblemente en la sociedad una vez que los falsos “filósofos”, pasan a ignorar ese hecho y parten de la tesis de una razón “natural” o de una “soberanía popular” antirreligiosa ( “desde abajo”: desde la ignorancia y las miserias del hombre caído y pecador, en sentido teológico).
Pues si los modernos monarcas absolutos o los representantes del “pueblo soberano” pasaban a sublimar los vicios del pueblo y a considerar la ignorancia, la impiedad y los vicios (llamándolos eufemísticamente: “cultura”, “razón”, “filosofía”...) como fundamento del nuevo orden social, ya no solo desconocían el carácter religioso y espiritual que fundamentaba el orden social sino que implantaban leyes que ignoraban la necesidad de la religión en la sociedad, con el consiguiente decaímiento de los sacramentos, el culto y los sacerdotes del conjunto del orden social, y en definitiva de todas las almas de esa sociedad.
Lo cual acaba generando un círculo vicioso de ignorancia y degradación, donde lo que acabará siendo expulsado de tal sociedad, a largo plazo pero inexorablemente, no es el pecado ¡¡sino la mismísima Religión!!, al ser considerada un estorbo innecesario para la felicidad terrenal del “pueblo” enviciado y degradado en su materialismo.
De ahí que la Religión y los tradicionalistas (o reaccionarios) no solo no debían disculpar sino atacar la tesis moderna de la razón ilustrada y de la soberanía popular, ...a menos de no querer contradecirse y autodestruirse, y no tanto por el hecho material de la desaparición de la religión y del clero, sino por el deber, ante Dios, de mantener la influencia santificadora de la Fe, el Culto y los sacramentos en el orden social, y en el fin sobrenatural de los individuos que forman esa sociedad.
Si la Iglesia negaba, minimizaba o disimulaba la existencia del pecado original en la sociedad y su necesidad imperecedera y urgente de santificación, acabaría irremisiblemente pasando a ser considerada ella misma por esa sociedad como una intrusa; pues resultando que tal sociedad tendería a considerarse perfecta y autocomplaciente consigo misma (precisamente debido a la ignorancia que tendría de su carácter caído y viciado), la Religión y la Iglesia sobrarían en absoluto, no apareciendo más que, para las mentes materialistas y degradadas, como una acaparadora de conciencias y privilegios.
Ese es el drama de la Iglesia en los dos últimos siglos, y ese es el centro de los conflictos con los poderes políticos contemporáneos. No había (ni hay) término medio: la lucha era (y es) a vida o muerte.
Religiosamente hablando, la moderna “soberanía popular” sería lícita, católicamente hablando, si Adán no hubiera pecado y toda la Humanidad, de él descendiente, tuviera status semejante a los ángeles: en tal caso, todo hombre rechazaría espontaneamente las tendencias viciosas y materiales, y tendría placer en la religión verdadera, tratando directamente con Dios sin necesidad de culto ni de coacciones directas o indirectas de poderes intermedios, al modo de Adán antes de haber pecado.
Pero, en fin, para el caso que nos ocupa, los progresistas (en su grosera ignorancia materialista y en su blasfema impiedad) sólo ven en el orden tradicional “una superstición para engañar al pueblo justificando que haya reyes y curas que lo exploten y avasallen”); y en esa mentira estamos desde hace más de dos siglos.
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