CUARTA ANÉCDOTA
¿Cortés uxoricida?
Los lectores de la primera espiga de esta gavilla de anécdotas recordarán a aquella joven casadera, Catalina Suárez Marcayda, a quien Cortés prometió matrimonio, estuvo harto remiso de llevarla al altar, y, a la postre, aceptó recibir junto a ella las bendiciones nupciales in facie ecclesiae. Sus relaciones con ella serían de opereta si no acabasen en drama. Y drama por todo lo alto.
Hernán Cortés la abandonó en el tálamo, como quien dice, tálamo ya estrenado, y se engolfó en los avatares de su portentosa aventura mexicana. Primero hizo el prodigio de convertir a sus primeros y feroces enemigos, el Cacique Gordo de Zempoala y los tlaxcaltecas en sus más fieles y decisivos aliados; después penetró en la admirable Tenochtitlán, capital del imperio de los aztecas, y se hizo amigo del gran Moctezuma, quien acabó muriendo a manos de los suyos por defender su causa; posteriormente desbarató, como acabamos de ver, el poderoso ejército de españoles que mandó contra él su antiguo amigo Diego Velánzquez; más adelante --y a causa de esta guerra civil entre españoles: éste fue el gran crimen histórico del gobernador de Cuba y de su adlátere Pánfilo de Narváez-- los aztecas se alzaron contra él y se inició una terrible guerra que hubiese podido ser evitada, en la que los naturales rayaron a una altura inimaginable de heroico, y Cortés en el más alto grado de estrategia militar, al construir una flota para tomar la ciudad lacustre por y desde el agua.
Pasa el tiempo y, pacificada ya gran parte de la Nueva España, y viviendo todavía en la villa de Coyoacán, al borde del lago, recibe Cortés la noticia de que su mujer, su suegra --doña María Marcayda: no olvidemos su nombre--, y su cuñado Juan Suárez (que fue su mejor amigo en los tiempos juveniles) se están acercando a la ciudad, acompañados de otro bravo capitán de los tiempos heroicos: Gonzalo de Sandoval, quien, estando en la conquista de lo que hoy es el estado de Veracruz, abandonó sus tareas militares por la cortesía y bien crianza, y dejando aquéllas en las manos de su teniente, se avino galantemente a acompañar a la comitiva hasta este barrio de hoy, que entonces era la capital de Nueva España, y de paso dar aviso a Cortés de quienes llegaban... No fuesen a encontrarle en situación embarazosa, porque, como dijimos en otro lugar, el curtido guerrero era, además, muy blando y dúctil de corazón.
El capitán general y gobernador de la Nueva España salió a caballo hasta Texcoco para recibir a su familia política acompañado de músicos y caballeros, quienes hicieron grandes fiestas, tal como lo relata Bernal Díaz. Es de advertir que el Cortés que salió de la isla de Cuba no era más que un hidalgüelo de buenas dotes y de buen talle; pero el hombre al que se encontraban ahora la esposa, suegra y cuñados (y a cuya sombra y a cuya costa pensaban vivir) era el hombre más poderoso de esa tierra, aureolado de una fama singular, respetado y temido por los naturales, adorado por quienes colaboraron con él en la singular aventura, recelado por quienes no le fueron leales, buscado por unos y otros, amigos y enemigos, como dispensador de favores, fuente de poder, señor absoluto, reflejo del rey.
Es lícito pensar, puesto que los héroes son héroes en tanto que humanos, que a don Hernando no podría menos de halagarle mostrarse ante los suyos como lo que en realidad era: el número uno, el más grande entre los grandes, el favorecido por la fama, el que impartía justicia. Y que esta lícita vanagloria ante los suyos era a su vez incompatible con ninguna suerte de chanzas o insolencias que enturbiaran su autoridad.
Mas he aquí que su familia política no llegaba a la Nueva España como los desterrados que van al encuentro del héroe, sino como una legítima familia real que va a encontrarse con un príncipe consorte. ¿Tal vez porque Cortés era en Cuba menos que ellos? Son matices muy difíciles de calibrar a distancia, pero lo que es indubitable es que ni en el plano económico ni en el social Cortés era en México, en ese instante, inferior a nadie, aunque recibiese la visita del mismo rey.
Los servidores e incluso los capitanes de Cortés se hacían lenguas del menosprecio con el que doña Catalina Suárez trataba a don Hernando en público (como si con esto se ensalzara) y a sus capitanes, pues se dirigía a ellos como si fuesen sirvientes o esclavos. El día de Todos los Santos de 1522 hubo fiesta en casa del capitán general con varios caballeros y damas, y se danzó. La alegría del festejo se empañó por una agria discusión entre doña Catalina y un capitán de artillería llamado Solís Casquete a cuenta de unas órdenes que ella dio y no se habían cumplido. Don Hernando Cortés suavizó la acritud de las palabras que se cruzaron con una chanza de la que todos rieron, lo cual irritó tanto a doña Catalina Suárez que a poco de levantarse los manteles se encerró en su dormitorio sin despedirse de sus invitados. Concluida la fiesta, por retirarse damas y caballeros tal vez antes de tiempo, encerrado también Cortés en su recámara, a medianoche llamó a gritos a sus servidores pidiendo que avisasen a un médico porque su esposa se hallaba gravemente enferma. Cuando éstos acudieron, comprobaron que doña Catalina estaba muerta.
Ésta es la escueta historia de los hechos, tratada y maltratada por infinidad de cronistas y comentarios. Quien mejor trata este episodio, iluminando con deslumbrante lógica lo que ocurrió después, es el eminente historiador mexicano de la primera mitad del siglo que corre, don Francisco Fernández del Castillo.
El carácter desabrido de la primera esposa de Cortés, las constantes humillaciones de que le hacía objeto, el conocimiento de que nunca quiso casarse con ella, sino que fue obligado por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, dio pábulo a que corriesen malévolos rumores y se llegase a pensar que el propio Cortés, en un acceso de cólera, la estrangulase con sus trenzas. Se cuenta que un fraile cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros (o al menos hasta mí) antes del entierro, le dijo a Cortés: «Cata que dice toda la ciudad que vos mataste a vuestra mujer; por amor de Dios, que se mire y desclave este ataúd para que se manifieste no ser verdad todo lo que el pueblo dice, y todos se satisfagan por lo que toca a vuestra honra, porque de otra manera todo el mundo creerá que mataste a vuestra mujer.» A lo que el conquistador, enojadísimo, respondió: «Quien tal diga vaya para bellaco, porque no tengo que dar cuentas a nadie.»
Estas palabras que dijo pensando que era menoscabar su prestigio dar oídos a una calumnia tan burda fue muy hábilmente manejada por sus enemigos cuando, siete años después, se le abrió proceso acusándole de asesinato, a instancias de don Juan Suárez y de doña María Marcayda, hermano y madre de la muerta, respectivamente.
Los argumentos en defensa de Cortés que esgrime el historiador mexicano Fernández del Castillo son:
1º Que la acusación tardó siete años en producirse.
2º Que tuvo lugar en tiempos de la primera audiencia, empeñada, fuese como fuese, en acabar con el predominio de Hernán Cortés, y convencieron a la familia política de éste de las inmensas ventajas que obtendrían quedándose con la enorme fortuna de don Hernando.
3º Que el primer arzobispo de México, el benemérito fray Juan de Zumárraga, escribió secretamente a Carlos V (carta que se conserva) denunciado las maniobras enconadas e inciviles que se estaban desarrollando injustísimamente en contra del creador de la Nueva España.
4º En que uno de los testigos, probablemente pagado, llegó a decir que había visto el cadáver de doña Catalina con la cabeza envuelta en un maxtla. Esta palabra equivale a lo que los mayas llamaban un ex, es decir, los taparrabos que usaban los indios. Lo cual es inverosímil de toda inverosimilitud, porque, aun cuando don Hernando estuviese disgustado con ella, por decoro, por respeto a sí mismo, no hubiera hecho esto jamás.
5º El biógrafo de fray Juan de Zumárraga, J.García Icazbalceta, escribió en su tiempo, y Fernández del Castillo reproduce hoy esta frase: «No se le puede dar mucha fe a un proceso formado por el encono, guiado por la mala fe y sostenido por el temor o por declaraciones interesadas de enemigos declarados o de ruines sobornados.» (A quienes hayan leído el capitulillo anterior les interesará saber que muchos de los que declararon en contra de Cortés eran pertenecientes al ejército de Pánfilo de Narváez, a quien don Hernando desbarató del modo tan espectacular y humillante como queda relatado.)
6º Las dos hermanas de doña Catalina, doña Leonor y doña Francisca, murieron repentinamente igual que la presuntamente asesinada.
7º Un cronista de la época llamado Suárez, escribió: «Fue maldad gravísima levantada por malos hombres, los cuales creo y tengo por muy cierto que lo han pagado o pagan en el otro mundo.» El gran acierto del historiador mexicano tantas veces citdo es haber demostrado que el tal Suárez era nada menos que el hijo de don Juan, y por lo tanto nieto de doña María Marcayda, abochornado por quienes habían inducido a su padre y abuela a levantar tales infundios contra Hernán Cortés.
Nadie se extrañe, por tanto, que haya antecedido este brevísimo anecdotario con un prólogo titulado «Cortés y sus envidiosos». Sin que este vicio nacional sea nunca disculpable, sí es explicable en vida, puesto que aceptamos, aunque condenándola, la existencia de la envidia. Lo que no es lícito es el mantenimiento del olvido respecto a uno de los más grandes hombres que ha producido, no digo la historia de España, no digo la historia de México, no digo la historia de América, sino simplemente la Historia.
Tomado de América y sus enigmas (y otras americanerías), de Torcuato Luca de Tena. Editorial Planeta 1992
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