Re: El Reyno Castellano de las Indias
Nobleza Indiana:
“TAN PRÍNCIPES E INFANTES
COMO LOS DE CASTILLA”.
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ANÁLISIS HISTÓRICO-JURÍDICO DE LA NOBLEZA INDIANA DE ORIGEN PREHISPÁNICO1
MIGUEL LUQUE TALAVÁN
DOCTOR EN HISTORIA DE AMÉRICA
I
LA NOBLEZA INDIANA DE ORIGEN PREHISPÁNICO
No es mi propósito el realizar un estudio de los grupos dirigentes en la época prehispánica, ya que la rica diversidad cultural existente en lo que los españoles designaron genéricamente como Reinos de las Indias, harían necesario un estudio pormenorizado de este sector social en cada uno de estos pueblos, lo que excedería los límites temáticos y espaciales que nos hemos impuesto a la hora de realizar este análisis.
Heterogeneidad que sin embargo deberían tener en cuenta aquellos investigadores que, temerariamente, tratan en unas líneas de sintetizar una serie de características propias de las élites prehispánicas de una determinada región americana, pretendiendo con posterioridad atribuírselas –como norma general– a toda las élites continentales en la época precolombina.
Por tanto, en esta ocasión, únicamente abordaremos el estudio de la situación legal de esos grupos de poder, o nobleza indiana de origen prehipánico, durante la época de la dominación española; prestando atención a algunos ejemplos significativos que nos permitan ahondar en la esencia de ese grupo social.
Las diferentes culturas que existieron en el continente americano antes de la llegada de los españoles poseyeron diferentes estructuras sociales –más o menos complejas– en las cuales y como rasgo común entre todas ellas, había un grupo dirigente que ostentaba el poder y regía los destinos de las poblaciones y territorios sometidos a su mando.
Estas élites fueron las que los españoles se encontraron al descubrir y conquistar el Nuevo Mundo y fueron ellos, los que utilizando una terminología europea, identificaron a las élites prehispánicas, bien con la realeza, o bien con la nobleza europea del momento, según los casos.
De este modo, cuando los conquistadores se encontraron con un gobernante que tenía sometidos bajo su dominio amplias extensiones de territorio e incluso tenía por vasallos a los soberanos de regiones más pequeñas, procedieron a identificarlo en status con los emperadores del viejo continente –caso del Vlei-Tlatoani mexica, Motecuzohma II y del Sapay Inca del Tahuantinsuyu, Atau-Huallpa–.
Mientras que a los miembros de sus respectivas familias, generalmente los denominaron príncipes.
Así Fray Bartolomé de las Casas pudo sostener que los nobles indígenas eran “(...), tan príncipes e infantes como los de Castilla, (...)” (“Carta de Las Casas a Miranda”, en Fabié, 1879, tomo II: 602).
Mientras que Juan de Matienzo, en su Gobierno del Perú, afirmó que “Caciques, curacas y principales son los príncipes naturales de los indios” (Matienzo, 1567).
Y en los conocidos Lexicón de Fray Domingo de Santo Tomás y de Diego González Holguín, así como en la obra de Ludovico Bertonio, fueron incluidas varias voces consagradas a identificar a la sociedad prehispánica, asimilando sus títulos antiguos a los de la sociedad peninsular.
Pero los soberanos sometidos a la autoridad de Motecuzohma II y de Atau- Huallpa, también tenían por vasallos a señores de menor importancia.
En ambos casos, la Corona les designó genéricamente –a ellos y a sus descendientes–, desde 1538, como caciques, término de procedencia caribe –popularizado desde el primer viaje colombino–(Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973, Libro IV, Título VII, Ley V)4.
Por otra parte, todos los indios que ejercían magistraturas o el gobierno de estancias o barrios bajo el control de Motecuzohma II, Atahu-Huallpa o de cualquiera de sus soberanos vasallos o de los vasallos de estos, recibieron la denominación de “principales” (López Sarrelangue, 1965: 86-87)5 –denominación que, por otra parte y en la legislación, se dio también a los caciques–.
Sin embargo, no todos los territorios de las Indias estaban habitados por culturas en tan avanzado estado de desarrollo como las sociedades mexica e inca.
En el Nuevo Mundo, abundaban los pequeños territorios sobre los cuales un jefe local ejercía su poder. Estos, a los ojos de los conquistadores, no podían ser comparados en status a Moctecuzohma II ni a Atau-Huallpa, por lo que les dieron también el nombre de caciques.
La Corona aceptó la nobleza de unos y otros a través de diversas disposiciones.
Carlos II, por Cédula de 22 de marzo de 1697, estableció la equiparación de los descendientes de familias indígenas nobles con los hidalgos castellanos, debiéndoseles guardar desde ese momento las mismas preeminencias que a los hidalgos de Castilla, pudiendo así ejercer desde esa fecha los “puestos gubernativos, políticos y de guerra, que todos piden limpieza de sangre y por estatuto la calidad de nobles”. (Larios Martín, 1958: 7).
Asimismo se les otorgaron numerosos escudos de armas con los que aderezar su condición social; y por Real Cédula de 26 de marzo de 1698, se les autorizó a usar el tratamiento honorífico de “Don”, antepuesto a su nombre (Larios Martín, 1958: 20-22. Heras y Borrero, 1994: 24).
Las aludidas armerías resultan muy interesantes desde el punto de vista iconográfico puesto que, si las analizamos detenidamente, podemos constatar cómo en ellas aparecen elementos de la iconografía prehispánica –mascapaycha o borla real inca, huacas, nopales, serpientes, etc...– conviviendo con los símbolos heráldicos europeos; convirtiéndose así en una manifestación más del mestizaje cultural surgido tras la conquista del territorio americano (véase figs. 1 y 2)7.
Fusión de la que también encontramos magníficos ejemplos en la heráldica municipal indiana.
Inclusive, nuevas líneas de investigación apuntan, en el caso de los territorios del Virreinato del Perú, a que los antiguos emblemas pre-heráldicos de la nobleza prehispánica –como los tocapus, motivos geométricos relacionados con la realeza incaica– pudieron ser adaptados a las leyes del blasón europeas por los caciques en sus tradicionales uncus o camisas, prenda fundamental de la indumentaria masculina inca; ofreciendo esas piezas textiles “(...) .
Atuendos de los que han quedado evidencias materiales en las colecciones de diferentes museos –entre ellos, el Museo de América (Madrid)– y en representaciones pictóricas de la época (véase fig. 3)1.
Continuando con nuestra argumentación, señalar cómo algunos nobles indígenas ingresaron en alguna de las cuatro Órdenes Militares y en la Real y Distinguida Orden de Carlos III11.
Como ejemplo, citamos a Don Melchor Carlos Inga, caballero de la Orden de Santiago –desde 1606– (véase fig. 4) y a su hijo, Don Juan Melchor Inga, caballero de la misma Orden –desde 1627–, ambos descendientes del Inca Huayna Capac y de la Coya Añas Calque (Archivo Histórico Nacional (Madrid). Órdenes Militares.
Santiago. Pruebas de Caballeros. Expedientes 4081 y 4082 –respectivamente–).
Si bien es cierto que esta comunidad nobiliaria no era homogénea ya que podemos distinguir dos grupos dentro de la nobleza indiana de origen prehispánico en la época colonial.
El primero de ellos, fue el representado por los miembros del linaje de los soberanos Motecuzohma II y Atau-Huallpa.
Mientras que el segundo, estaba compuesto por los caciques.
A continuación pasaremos a analizar brevemente a estos dos grupos, prestando una mayor atención al segundo, debido a que el ejercicio de las facultades gubernativas tuteladas que la Corona les reconoció como descendientes de los antiguos señores naturales, les colocaron en un lugar preeminente no sólo en el seno de sus comunidades indígenas sino también en el de la sociedad colonial indiana.
II
SITUACIÓN NOBILIARIA DEL LINAJE DE LOS SOBERANOS MEXICAS E INCAS EN LA SOCIEDAD INDIANA Y PENINSULAR (SIGLOS XVI-XIX)
Los familiares de los emperadores Motecuzohma II y Atau-Huallpa, últimos soberanos de sus respectivos estados, gozaron, en virtud de este parentesco, de especial consideración por parte de los monarcas españoles y de las más importantes familias tituladas castellanas.
Los primeros, además de reconocer su nobleza de sangre, les distinguieron desde el siglo XVII hasta el siglo XIX con diversas mercedes honoríficas, tales como la concesión de Títulos de Castilla y hábitos de las órdenes militares peninsulares.
Los segundos, entroncaron frecuentemente con ellos, siendo resultado de este mestizaje nobiliario el hecho de que aun hoy existan descendientes de la unión de linajes nobles originarios del Viejo y del Nuevo Mundo.
Algunos de los descendientes de Motecuzohma II fueron agraciados por los monarcas españoles –desde el siglo XVII y hasta el siglo XIX– con Títulos de Castilla, en recuerdo de sus reales antepasados.
Así, el Rey Felipe IV distinguió en 1627 a Don Pedro Tesifón de Moctezuma de la Cueva, caballero de la Orden de Santiago y nieto segundo del último soberano mexica, con los títulos de Conde de Moctezuma13 y Vizconde de Ilucán.
La III Condesa de Moctezuma, Doña Jerónima de Moctezuma y Jofre de Loaysa contrajo matrimonio con Don José Sarmiento de Valladares, que llegó a ser virrey de la Nueva España (véase fig. 5)15.
Posteriormente, el Rey Carlos III otorgó la Grandeza de España de Primera Clase al Condado de Moctezuma de Tultengo.
Ya en el siglo XIX, un descendiente del primer poseedor de la merced, Don Antonio María Marcilla de Teruel Moctezuma y Navarro, XIV Conde de Moctezuma de Tultengo, fue creado por la Reina Isabel II, Duque de Moctezuma de Tultengo, denominación que aun hoy mantiene este título nobiliario.
También, el Rey Felipe V concedió en 1718 a Doña María Isabel de Moctezuma y Torres, Dama de la Reina, el título de Marquesa de Liseda.
Asimismo, la Reina Isabel II otorgó en 1864 el título de Marqués de Moctezuma, a Don Alonso Holgado de Moctezuma, Teniente Coronel de Infantería y maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Ronda.
Vasta revisar las genealogías de estos y otros individuos del linaje de los Moctezuma para darse cuenta de la gran cantidad de nobles españoles, titulados o no, que, desde el siglo XVI y hasta nuestros días, han emparentado con esta noble familia.
Por señalar únicamente dos ejemplos, citaremos en primer lugar el caso de Doña María Isabel Francisca de Zaldívar y Castilla, descendiente al mismo tiempo del Rey Pedro I de Castilla y del Vlei-Tlatoani Motecuzohma II, que contrajo matrimonio con Don Nicolás Diego de Vivero, IV Conde del Valle de Orizaba (Zabala Menendez, 1994, I: 90-91).
También, Doña Juana María de Andrade Rivadeneira y Moctezuma, novena nieta del Vlei-Taltoani Motecuzohma II, casó con Don Justo Alonso Trebuesto Davalos Bracamonte, IV Conde de Miravalle (Zabala Menendez, 1994, I: 101-108 y 323).
En lo que se refiere a los descendientes legítimos del último Inca del Perú, el Rey Carlos I, por Real Cédula dada en Valladolid el 1 de octubre de 1544, legitimó a los numerosos hijos naturales de Don Alonso Tito Uchi Inga –a petición de éste–, hijo de Huáscar y nieto del Sapay Inca Huayna Capac. Además, y por este mismo documento, el monarca español autorizó a los hijos varones de Don Alonso Tito Uchi Inga a ejercer cualquier oficio Real, concejil y público, pudiendo ostentar el blasón real en reposteros y en las puertas de sus casas, concediéndoles además el uso de la cadena real en dichas puertas (“Escudo con las armas reales que, ...”. Archivo General de Indias (Sevilla). MP, Escudos y Árboles Genealógicos, 77)20.
Poco tiempo después, Carlos I reconoció, a través de una Real Cédula dada en Valladolid el 9 de mayo de 1545, a Don Gonzalo Uchu Hualpa y Don Felipe Tupa Inga Yupangui, hijos del Sapay Inca Huayna Capac y nietos del Sapay Inca Tupac Inca Yupanqui, una nobleza de muy alto rango al reconocer su sangre real y la importacia de su linaje (Archivo General de Indias (Sevilla). MP, Escudos y Árboles Genealógicos, “Escudo de armas de Don Gonzalo Uchu Hualpa y Don Felipe Tupa Inga Yupangui”, 78).
Por su parte, el Rey Felipe III concedió, el 1 de marzo de 1614, el título de Marquesa de Santiago de Oropesa, unido a la dignidad perpetua de Adelantada del Valle de Yupangui, a Doña María de Loyola y Coya-Inca, Señora de Loyola (Zabala Menendez, 1994, I: 60) y representante legítima de los antiguos soberanos incas del Perú.
Doña María era pariente de San Ignacio de Loyola. Se da además la circunstancia de que ésta dama contrajo matrimonio con Don Juan Enríquez de Borja, nieto de San Francisco de Borja (Zabala Menendez, 1994, I: 60).
Debemos señalar también que hubo parientes de los Sapay Inca que mantuvieron relaciones con los conquistadores, fruto de las cuales nacieron bastantes hijos, llegando incluso algunos de ellos a emparentar con las principales casas nobiliarias españolas.
Por poner un ejemplo significativo, es conocido el caso del Marqués Don Francisco Pizarro, al que más adelante haremos mayor referencia.
Del mismo modo, encontramos otros notables ejemplos de mestizaje nobiliario entre nobles españoles e incas, como es el caso del Capitán Sebastián Garcilaso de la Vega que, emparentado con lo más granado de la nobleza peninsular, tuvo un hijo con la noble inca Doña Isabel Chimpo Ocllo –nieta del soberano Tupac Inca Yupanqui–: el famoso escritor Garcilaso de la Vega, el inca (Miró Quesada S., 1971: 9-21).
Precisamente a este insigne autor debemos una de las más bellas definiciones del concepto de mestizo en el ámbito espacial indiano. En sus Comentarios Reales podemos leer: “A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen que sois un mestizo o es un mestizo, lo toman por menosprecio.” (Garcilaso de la Vega, 1965: libro IX, capítulo XXXI, 373).
III
EL LINAJE DE LOS SOBERANOS DEL TAHUANTINSUYU Y DOÑA INÉS YUPANQUI HUAYLAS
Doña Inés Yupanqui Huaylas y el marqués don Francisco Pizarro
Un ejemplo significativo de los vínculos contraídos entre miembros de la familia imperial inca y los conquistadores –y en el que a continuación nos centraremos–, es el caso antes mencionado del Marqués Don Francisco Pizarro, conquistador del Tahuantinsuyu, que de su unión –no consagrada– con Doña Inés Yupanqui Huaylas24 tuvo dos hijos: Doña Francisca Pizarro –nacida en Jauja en 1534–25-26 y Don Gonzalo Pizarro –nacido en Lima en 1535 y muerto en la infancia– (Zabala Menendez, 1994, I: 11-18. Galiana Núñez, 1994: 32-35 y 106). Ambos vástagos fueron legitimados por el César Carlos mediante Real Cédula dada en Monzón el 12 de octubre de 1537 (Canilleros y de San Miguel, “Los Pizarro Yupanqui: ...”, 1969: 470-471).
Doña Inés Yupanqui Huaylas, nacida en Tocas (Huaylas), era hija del Inca Huayna Capac (1493-1527) y de Contar Huacho, Señora de Huaylas.
Era por tanto hermana de Huáscar (1527-1532) derrotado y asesinado por orden de su hermano Atau- Huallpa (1532-1533), ejecutado a su vez por orden del Marqués Don Francisco Pizarro; de Tupac Huallpa (1533), coronado por los españoles y de efímero reinado debido a su repentina muerte; y de Manco Inca (1535-1545), también coronado por los españoles, contra los que se reveló en 1536 fundando un reino inca en las montañas que se mantuvo independiente hasta su reducción en 1572.
Asimismo, era prima segunda de Doña Angelina Yupanqui, con la cual, Don Francisco Pizarro –el conquistador– mantuvo también relaciones extramatrimoniales.
Son escasos los datos biográficos que poseemos acerca de Doña Inés, aunque por los que conocemos podemos deducir que fue una mujer de férreo carácter.
Además y por un documento dado en la Ciudad de los Reyes el 6 de julio de 1538, sabemos que era iletrada (The Harkness Collection ..., 1932: 88).
La rebelión de Manco Inca en 1536 que llegó a poner cerco a Lima, hizo recaer sospechas de deslealtad sobre Doña Inés, lo que pudo ser una de las razones por la cuales Don Francisco Pizarro se separó de ella en 1537 (Bromley, 1944: 119-120. Fernández Martín, 1991: 36-37). Doña Inés contrajo matrimonio en 1538 con Don Francisco de
Ampuero.
Tras el asesinato de Don Francisco Pizarro, se hizo cargo de la custodia de los niños su tía Doña Inés Muñoz –esposa del hermano uterino del Marqués, Francisco Martín de Alcántara, muerto también a manos de los asesinos de Pizarro– (Canilleros y de San Miguel, “Los Pizarro Yupanqui: ...”, 1969: 471. Muriel, 1992: 233-234).
Doña Francisca Pizarro fue retirada a un convento, pasando después con su hermano Don Gonzalo a Quito, en donde recibieron la protección del Gobernador Don Cristóbal Vaca de Castro que posteriormente los envió de nuevo al Perú y más concretamente al Valle del Chimú, bajo la atención de los caciques de Chanchán y de Conchucos (Fernández Martín, 1991: 36-37).
Los dos hermanos vivieron después sucesivamente en Tumbez, Piura, Trujillo y Lima. En la Ciudad de los Reyes residieron en casa de su madre y de su padrastro Don Francisco de Ampuero (Canilleros y de San Miguel, “Los Pizarro Yupanqui: ...”, 1969: 471).
Tras la derrota de su tío paterno Don Gonzalo Pizarro, Don Pedro de la Gasca notificó al César Carlos la conveniencia de alejar del Perú a los des- cendientes del Marqués (Vargas Ugarte, MCMXLVII: 212-213).
Muerto Don Gonzalo Pizarro, hermano de Doña Francisca, ésta y su hermano de padre Don Francisco “(...) vinieron a España pero no acompañados por Juan Vicioso, como pretendió su tío Hernando Pizarro sino confiados a su padrastro de ella, Francisco de Ampuero.
En el navío de que era maestre Bartolomé de Mella partieron los dos hermanos hacia Tierra Firme a mediados de abril de 1551. El 2 de mayo llegó a Panamá. Desde Nombre de Dios pasando por las Azores y Sevilla llegó a Trujillo y antes de finalizar octubre ya estaba en Medina del Campo.” (Fernández Martín, 1991: 37)30.
El viaje fue encomendado a Ampuero, “en atención a que vos sois casado con doña ynés yupanqui mujer que fue del difunto marqués” (Canilleros y de San Miguel, “Los Pizarro Yupanqui: ...”, 1969: 472).
Doña Francisca Pizarro se casó en 1552 con su tío paterno Don Hernando Pizarro31, prisionero en el castillo de la Mota (Medina del Campo) por haber ordenado la muerte de Don Diego de Almagro (Ortolá Noguera, 1994: 40). Vivieron juntos en la Mota un total de nueve años, hasta la liberación de Don Hernando el 17 de mayo de 156132.
Marchó entonces el matrimonio a su casa fuerte-palacio situada en el lugar de La Zarza –hoy Conquista de la Sierra– (Fernández Martín, 1991: 51)33. Para pasar finalmente a vivir en Trujillo, donde ordenaron la construcción del magnífico Palacio de la Conquista, joya de la arquitectura civil española del siglo XVI.
En su soberbio balcón de esquina, bajo el escudo de armas del Marqués Don Francisco Pizarro y flanqueando las jambas del vano, encontramos a la derecha los retratos del Marqués y Doña Inés Yupanqui Huaylas, y a la izquierda los de Don Hernando y Doña Francisca Pizarro (véase figs. 6 y 7)35.
Fruto de este matrimonio fue Don Francisco Pizarro, progenitor del II marqués de la Conquista. Don Hernando Pizarro murió en Trujillo en 1557. Doña Francisca Pizarro, al enviudar, contrajo segundas nupcias el 30 de noviembre de 1581 con Don Pedro Arias Portocarrero, hijo mayor del conde de Puñoenrostro, matrimonio del que no hubo descendencia (García Carraffa; García Carraffa, MCMLIII: “Pizarro”, 139, nota (I)).
Tras ser repudiada por Don Francisco Pizarro, Doña Inés Yupanqui Huaylas contrajo matrimonio en 1538 con Don Francisco de Ampuero, paje del Marqués37. Nacido en Santo Domingo de la Calzada (aproximadamente 1515), fue hijo legítimo de Don Martín Alonso de Ampuero y de Doña Isabel de Cocas. Falleció en Lima el 23 de marzo de 1578 (Lohmann Villena, 1983, tomo II: “XXI. Ampuero y Cocas, Francisco de”, 39).
Ampuero pasó al Perú en 1535 acompañando a Don Hernando Pizarro, donde desde 1539 comenzó a ocupar puestos destacados en el Cabildo secular de la Ciudad de los Reyes (Lohmann Villena, 1983, tomo II: “XXI. Ampuero y Cocas, Francisco de”, 37).
De su unión nació en Lima, el 27 de agosto de 1539, Don Martín de Ampuero Yupanqui que llegó a ser Regidor perpetuo del Cabildo secular de la ciudad de los Reyes (1570-1612) (Lohmann Villena, 1983, tomo II: “L. Ampuero Yupanqui, Don Martín de”, 39-42).
Las relaciones de éste con Doña Francisca Pizarro, su hermana de madre, debieron ser buenas a juzgar por la carta de poder que ésta y su esposo Don Hernando Pizarro le dieron –en Trujillo (España), el 25 de mayo de 1578– para defender sus asuntos e intereses en el Perú (The Harkness Collection (Washington 1932): 252).
Por alguno de los documentos que conservamos, podemos deducir que el matrimonio de Ampuero con Doña Inés no debió resultar muy armonioso.
Estando combatiendo durante la tercera guerra civil en el bando de Don Gonzalo Pizarro contra las tropas del Virrey Don Blasco Núñez de Vela, su esposa pidió a una hechicera india que pre- parase un veneno “(...) que extinguiese a su cónyuge al cabo de unos cuatro años, cansada de que éste le infligiera “mala vida”.
Tal y como vimos, en el mes de marzo de 1551 y comisionado por la Real Audiencia de Lima emprendió viaje hacia España acompañado de su hijo Don Martín de Ampuero Yupanqui y de sus hijastros, los hijos del Marqués Don Francisco Pizarro, de los cuales era tutor.
Ampuero regresó al Perú en el mes de diciembre de 1553.
IV
SITUACIÓN JURÍDICA DE LOS CACIQUES EN LA SOCIEDAD INDIANA (SIGLOS XVI-XIX)
A medida que fue avanzando la conquista, los españoles se encontraron con que en los pueblos conquistados había algunos naturales que eran caciques y señores de pueblos –empleando la terminología del momento–.
En el Título VII, del Libro VI, de la Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, dedicado a los caciques, podemos encontrar tres leyes muy interesantes en tanto en cuanto determinaron el papel que los mismos iban a desempeñar en el nuevo ordenamiento social indiano. Con ellas, la Corona reconocía oficialmente los derechos de origen prehispánico de estos principales.
Concretamente, nos estamos refiriendo a las Leyes 1, 2, dedicadas al espacio americano.
Y a la Ley 16, instituida por Felipe II el 11 de junio de 1594 –a similitud de las anteriores–, con la finalidad de que los indios principales de las islas Filipinas fuesen bien tratados y se les encargase alguna tarea de gobierno.
Igualmente, esta disposición hacía extensible a los caciques filipinos toda la doctrina vigente en relación con los caciques indianos (Larios Martín, 1958: 25)41.
Los principales pasaron así a formar parte del sistema político administrativo indiano, sirviendo de nexo de unión entre las autoridades españolas y la población indígena.
Para una mejor administración de la precitada población, se crearon los “pueblos de indios” –donde se redujo a la anteriormente dispersa población aborígen–.
El resto de las leyes del Título VII, se hallan dedicadas a establecer los privilegios y obligaciones que los caciques iban a disfrutar y a cumplir, respectivamente, bajo la soberanía española.
Estas leyes, se encuentran además complementadas con otras que figuran en diferentes partes de la Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias.
A continuación señalaremos las exenciones privativas de los caciques, para después pasar a indicar las obligaciones que estaban comprometidos a acatar.
Desde el inicio de la época española, el título de cacique era hereditario de padres a hijos (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley III).
La Corona, en atención a las responsabilidades que un día recaerían en estos últimos, promovió la creación de colegios en los Virreinatos de la Nueva España y del Perú, para educar a los hijos de los caciques según la costumbre española (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título XXIII, Ley XI. Ibídem, Libro I, Título XXIII, Ley XI) (véase fig. 8).
Por ejemplo, en 1535, fue fundado el Colegio Imperial de Santa
Cruz, en Santiago Tlatelolco –Ciudad de México–, para educar a los hijos de los caciques.
Aquí, los alumnos aprendían latín y griego y leían a los autores clásicos como Aristóteles, Ovidio, Horacio, Virgilio, etc. (Torre [Villar], 1992: 20-21).
Alumno insigne de este centro fue el cronista novohispano Don Fernando de Alva Ixtlilxochitl, descendiente de los Señores de Texcoco y del Vlei-Tlatoani Cuitlahuac –el vencedor de la Noche Triste y penúltimo soberano mexica– (Esteve Barba, 1992: 273-275).
El cacique y su hijo mayor –como heredero– estaban exentos del pago de tributos y de la obligación de presentarse a mitas.
El resto de los hijos del cacique y demás descendientes, estaban, sin embargo, obligados a acudir a mitas (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título V, Ley XVIII).
Las justicias ordinarias no podían privar a los caciques de sus cacicazgos por ninguna causa criminal, ni por ninguna querella. Las únicas autoridades indianas autorizadas por la Corona para entender de estos casos eran las Reales Audiencias y los oidores visitadores del distrito (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título V, Ley IV).
Tenían derecho a que aquellos indios que se hubiesen marchado de su jurisdicción, les fuesen reintegrados “(...) al govierno, y jurisdicion del Cacicazgo natural, (...)”, del cual eran originarios (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley VII).
Se les reconocían los tributos, servicios y vasallajes heredados de sus antepasados, siempre y cuando estos fueran realizados “(...), con gusto de los Indios y legitimo titulo, (...)”.
En el caso de que el cacique pretendiese ejercer unos derechos excesivos –aunque estos fuesen legítimamente hereda- dos–, las autoridades españolas debían moderarlos.
La Corona ordenó también a los virreyes, Reales Audiencias y gobernadores que vigilasen y suprimiesen aquellos derechos impuestos ilegalmente por los caciques, “(...) tiranicamente contra razón, y justicia; (...)”.
Estas medidas pretendían proteger a la población indígena de los abusos de sus señores naturales (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley VIII. Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título
VII, Ley IX).
Los jueces ordinarios no podían prender a un cacique, a no ser que esta detención fuese motivada por haber cometido este último un delito grave, en el tiempo en que ese juez ejerciese su jurisdicción. Si se daban estos requisitos, el juez ordinario podía prenderlo, aunque debía enviar un informe de todo lo ocurrido a la Real Audiencia del distrito.
Ahora bien, si el delito había sido cometido hacía mucho tiempo o antes de que el juez ordinario ejerciese su jurisdicción sobre esa zona, éste debía dar noticia a la Real Audiencia de lo sucedido y sería esta la que determinaría si el juez ordinario estaba capacitado para juzgar los delitos cometidos por el cacique (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley XII).
Asimismo, estos no podían ser prendidos por deudas ni encarcelados en la cárcel pública. En caso de arresto, se les debía recluir o bien en su domicilio o bien en la casa del cabildo secular.
Los caciques tenían jurisdicción criminal sobre los indios de sus pueblos, pudiendo mantener cárcel (Cadenas Allende, 1986: 65-66).
Aunque tenían prohibido entender en aquellas causas criminales en que el castigo a imponer fuese la pena de muerte, la mutilación de un miembro u otro castigo corporal similar. La Corona, a través de las Reales Audiencias y de los gobernadores, se reservaba la jurisdicción suprema tanto en lo civil como en lo criminal, así como el derecho a hacer justicia donde los caciques no la hicieren (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley XIII).
Una Real Cédula, de 22 de marzo de 1697, les permitió también el ejercicio de cargos gubernativos, políticos y de guerra que exigiesen poseer la calidad noble para su desempeño.
Tenían derecho a poseer tierras en propiedad privada y a recibir encomiendas. Igualmente, en muchas regiones, tenían la facultad de seleccionar a los indios que debí- an ser repartidos y con que patronos, de acuerdo con el representante de la Corona (Cadenas Allende, 1986: 65-66).
En lo que se refiere a las obligaciones que los caciques estaban comprometidos a cumplir en el ejercicio de sus atribuciones, debemos señalar que el incumplimiento de alguna de las disposiciones que a continuación veremos, conllevaba la pérdida del título de cacique y de los derechos inherentes a dicho cargo.
Los caciques tenían prohibido llamarse o intitularse señores de pueblos, siendo los virreyes, las Reales Audiencias y los gobernadores, los encargados de no permitirles el uso de esta titulación.
Únicamente podían titularse caciques o principales y si alguno, contraviniendo esta disposición, se intitulaba señor de pueblos, las precitadas autoridades podían imponerles las penas que les pareciesen más convenientes (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley V)42.
Estaban obligados a pagar jornales a los indios que trabajasen en sus propiedades (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley X).
En la Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, se recogen dos interesantes leyes que datan del reinado de Carlos I, y más concretamente de los años 1537 y 1552 –esto es, en pleno proceso de la conquista–, referidas a la prohibición de que los caciques no recibiesen en tributo a las hijas de sus indios (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley XIIII) y a que las justicias evitasen que estos matasen a algunos individuos de su pueblo para enterrarlos con los caciques (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley XV).
El incumplimiento de estas normas –que nos hablan de la pervivencia de costumbres ancestrales en los primeros momentos del contacto– estaba fuertemente penado, y en el primer caso, el cacique perdía su título y era desterrado del cacicazgo a perpetuidad.
A los caciques y principales les estaba también prohibido tener, vender o trocar por esclavos a los indios que estuviesen sometidos a su jurisdicción (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley III).
Ningún cacique podía venir a la Península Ibérica sin licencia directa del rey. Y si estos deseaban hacer relación al monarca de sus servicios para obtener alguna merced, podían enviarle su relación de méritos y servicios sin necesidad de acudir personalmente o man- dar a otros indios a la corte para entregarla (Recopilación de las leyes de los reynos de Las Indias, 1973: Libro VI, Título VII, Ley XVII) (véase fig. 9).
V REFLEXIONES FINALES
Fue la nobleza indiana de origen prehispánico el grupo en torno al cual se cohesionaron los recién crea- dos “pueblos de indios”. A pesar de su progresiva asimilación a los usos y costumbres peninsulares, lo cierto es que, por lo general, supieron y quisieron conservar sus rasgos identificativos atávicos más importantes.
Ellos fueron quienes sirvieron de nexo de unión entre los conquistadores y la masa de la población indígena, facilitando así su acatamiento a la soberanía hispana y su evangelización.
Empero de su valioso papel inicial, la importancia de este grupo social fue decayendo a medida que se fue consolidando el régimen administrativo indiano; tal y como demuestran las continuas disputas entre la nobleza tradicional y sus antiguos vasallos, especialmente por el cobro abusivo de tributos.
Lo que constituye una manifestación más de la desestructuración de la sociedad prehispánica (Ruiz Medrano; Valle, 1998: 227-241).
Desarticulación iniciada por las autoridades hispanas al romper, en muchos casos y siguiendo los dictados del Derecho castellano, las tradicionales formas de sucesión del poder prehispánico –designando, inclusive, nuevos caciques sin tener en cuenta las leyes de la herencia–, con lo que se produjo una ruptura más entre el antiguo y el nuevo orden (Menegus, 1991: 17-49. Riva-Agüero, 1968: 125. Rostworowski de Díez Canseco, 2001: 313)44.
Si bien, y a pesar de las dificultades señaladas, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII los nobles indígenas reclamaron insistentemente el mantenimiento de los dere- chos heredados de sus mayores, alegando entre otras cosas: la nobleza de sus linajes, los servicios prestados por sus antepasados a la Corona y a los conquistadores, su pronta evangelización, etc...
A falta de una literatura de época sobre la nobleza indígena indiana –con la que sí contamos en el caso de la nobleza hispana–, que fuese rica en ejemplos de formas de vida y de valores privativos de ese grupo social, debemos acudir a la documentación –testamentos, pleitos por sucesiones o por tierras, etc...– y a la pintura –los retratos ya aludidos en el presente estudio– para intentar escrutar el orgullo y el sentimiento de clase de dicha comunidad nobiliaria.
No fueron los nobles indígenas un estamento uniforme, y si bien hubo algunos que gozaron de importantes riquezas, cultura y posición social, otros, por el contrario, vivieron humildemente, conservando –en el mejor de los casos– como único patrimonio el recuerdo de las pasadas grandezas.
Un conocido denunciante de tropelías cometidas en contra de los caciques –en el siglo XVI– fue Fray Bartolomé de las Casas quien decía: “Los reyes y señores naturales son privados de sus señoríos y dignidades y estados reales, y puestos en el más abyecto y vitu- perioso estado que se puede imaginar, y si algo de los servicios y tributos los opresos y desven- turados indios faltan que no pueden cumplir o con ello se tardan, los caciques, reyes y señores a palos y bofetadas y cepos y cadenas y azotes lo suelen llorrar, y quien tenía diez y veinte mil y doscientas y trescientas mil ánimas de hombres súbditos, se va por leña al monte, y la reina, su mujer al río por el agua, y los príncipes e infantes, tan príncipes e infantes como los de Castilla, salva sea la fe que los de Castilla tienen, y bondad cristiana, van a cavar, no con azadas, porque no las alcanzan, sino con un palo tostado, y con sus mismas manos hacer sus misérrimas y paupérrimas labrancillas y sementeras grano, para tener un poco de pan (...)” (“Carta de Las Casas a Miranda”, en Fabié, 1879, tomo II: 602).
A lo largo del presente estudio han sido esbozadas diferentes ideas en relación a la nobleza indígena: orígenes, situación socio-jurídica de los linajes de los soberanos mexicas e incas –con especial atención a la figura de Doña Inés Yupanqui Huaylas como ejemplo preclaro del mestizaje nobiliario–, así como a la situación legal de los caciques en la sociedad indiana. El trabajo es, por su extensión, necesariamente general; pero creo que detrás de cada idea y de cada dato ofrecido subyace una línea de investigación que merece ser explorada.
Hoy en día, lejanos ya los tiempos del virreinato, en las repúblicas iberoamericanas permanece aun la memoria de algunos nobles linajes de origen prehispánico, como recuerdo de un pasado que debe estudiarse y mantenerse vivo no sólo para conocimiento de las generaciones futuras, sino también para comprender una parte muy importante de la esencia más intrínseca del devenir histórico de dichas naciones: la Historia de sus élites nativas.
Última edición por Michael; 26/06/2013 a las 10:27
La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.
Antonio Aparisi
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