Revista FUERZA NUEVA, nº 536, 16-Abr-1977
EDITORIAL
España, sin Gobierno
La historia futura recordará al segundo Gobierno de Su Majestad (Adolfo Suárez) como uno de los más despóticos y singulares a la hora de administrar la nación. Nunca, que recordemos, un presidente de Gobierno fue tan ilimitado en su maniobra política. Jamás que sepamos, sobre todo cuando lo opinable alcanza a todas las esferas nacionales, se manejó la paleta con tanto descaro legislativo como en estos instantes de España. Y cuesta trabajo creer que en algún pasaje histórico de nuestra época constitucional se desbaratasen las leyes anteriores -sin guerra y sin sangre- como los momentos actuales.
Todo el conflicto nace de un aspecto evidente, concreto. Franco quiso atar las leyes con fuerza en sus nudos, ya que los vendavales políticos, en España, suelen alcanzar con harta frecuencia niveles insospechados de deslealtades, y también, y por ello, de traiciones. Presagiando -quién sabe- la sesión histórica de las Cortes Españolas del 9 de junio de 1976, y el desmantelamiento de una obra en avanzado estado de construcción, hizo con los preceptos aquello que no iba a ser posible con su carisma vivo, con su persona. Algo se palpó con soberana inquietud: que si bien las adhesiones de palabra, y los juramentos, alcanzaban cotas impensables de fidelidades, por dentro de muchos que lustraban sus uniformes en ese carisma histórico discurría una procesión de Judas Iscariotes prestos al banquete de los treinta dineros.
Las Cortes votan la Reforma. A partir de ahí, como si el Gobierno se hubiese dado cuenta de poseer en su mano un cheque en blanco, comienza a ponerse en marcha un aparato demoledor que no atiende, ni mucho menos, a dejar en pie las paredes maestras. El Decreto Ley se hace el amo, basculando con prisa sobre aspectos intocables de lo habido hasta entonces.
Se decreta la objeción de conciencia al servicio militar por motivaciones religiosas; se elabora una Ley Electoral que antes se había pactado, a partes iguales, con los clandestinos y con los conspiradores; se desmantela y liquida la Secretaría General del Movimiento, además de ratificarse la disolución, atomización y entrega a los sindicatos de clase de toda una Organización Sindical gigante. A los militares se les dicta otro Decreto-Ley que les sitúa en una vertiente incómoda, por no decir de franco menosprecio de sus derechos ciudadanos. Así, poco a poco, el separatismo vasco, que tiene sus interlocutores válidos incrustados en las comisiones que visitan con frecuencia al presidente del Gobierno, decide que Pamplona sea la capital del futuro Estado Vasco después de que se consiga el Estatuto. Y el Aberri-Eguna, que representa la insolidaridad no solamente de algunos vascos con el resto de España, sino el recipiente donde confluyen los barbarismos de clase -instigados por los ejecutivos de sus partidos-, pone nuevamente al descubierto la brutal inconformidad con lo pactado, el reverso transparente de una medalla en cuyo anverso, y engañando, se cobija el respeto a las instituciones, entre ellas, a la misma Monarquía.
Ante el panorama desolador, y en medio de un sinfín de desvaríos, el vaso se colma con la salida de tangente de la legalización del Partido Comunista, al enviarse al Tribunal Supremo el expediente del mismo. El Ejecutivo no quiere mojarse, y por ello propone, al parecer no muy correctamente, un presidente para la Sala IV del Tribunal Supremo que es rechazada por ésta. Acto seguido, el alto Tribunal devuelve el asunto de la legalización del PC al Gobierno sin solución, ya que las decisiones solicitadas no son de su competencia. Y el Gobierno, en el colmo del encorajinamiento, decide (todavía no se sabe por qué procedimiento) mediante la puesta en marcha de un conducto que pasa por el fiscal del Reino. De aquí sale, por fin, el visto bueno para un partido totalitario e internacional que lleva sobre sí, en España, junto con el Partido Socialista Obrero español, un historial salvajemente aniquilador, productos, ambos, del odio social llevado hasta sus últimas y más sangrientas consecuencias.
Y por si faltaba poco, y ya sin poder operativo, una Ley de Prensa violentada continuamente, un nuevo retal legislativo viene a suplir el control de lo que se publica, mediante una brillante trilogía de tabúes: Monarquía, Fuerzas Armadas y unidad de España. Justo tres bases sustantivas de la vida nacional que están siendo descaradamente combatidas por aquellos que hoy son ya tan legales como el mismo aire de nuestra Patria.
Se ha cubierto el pasado con un tupido velo morado, como las imágenes en tiempo de Pasión. Lo que no sabemos es si han tapado los santos o las figuras carcajeantes de los Judas, los Pilatos o los Caifás. El tiempo lo dirá.
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