Revista FUERZA NUEVA, nº 536, 16-Abr-1977
“Consummatum est”
La conmemoración del 38 aniversario de la Victoria, el 1 de abril de 1977, se ha celebrado oficialmente suprimiendo por real decreto todo lo poco que quedaba del glorioso Movimiento Nacional.
Ya, después de haberlo dejado inoperante desde hacía mucho tiempo, el Gobierno de Adolfo Suárez ha tenido hasta la poca delicadeza de elegir el Día de la Victoria para consumar la rendición incondicional ante el enemigo. Sin lucha, sin más cerco que la tolerancia y el servilismo y la machacona homologación e intromisión europea, han conseguido que los vencedores, 38 años después, pasemos a ser los vencidos.
Ha habido una entrega sin honor ni gloria. Han sido arriadas humillantemente las dos banderas que arropaban a la nacional (falangista y “carlista”), a las que ésta debe su actual supervivencia, para dar paso a las rojas y separatistas, que no tardarán en desplazar a aquélla. Estas últimas banderas vuelven victoriosas, sin gloria, pero triunfantes, al paso triste del terror y del odio revanchistas, como ese puño cerrado que aprisiona a una paloma y que es todo un símbolo de un P. S…. no sé cuántos.
El Movimiento Nacional, engendrado el 18 de julio de 1936, y dado a luz el 19 de abril de 1937, fue la pieza política fundamental del Régimen de Franco. Unificó en una sola organización al servicio de España a tradicionalistas y falangistas, no sin sacrificios y renuncias de buena parte de sus respectivas doctrinas, pero con la satisfacción de ser todo ello por el supremo interés de la Patria. Y en él, en el Movimiento, se dio cabida a otras fuerzas más o menos afines que supeditaron su partidismo personal al supremo de la nación. Sólo quedaron voluntariamente marginados los rencorosos y envilecidos por un sectarismo fanático que les impedía ver la grandeza, moderación y acierto de nuestro Caudillo.
El Movimiento no fue tan excluyente como se lo quiere catalogar; tal vez pecó del defecto contrario, desplazó a no pocos de sus más leales servidores y acogió en sus filas -y no como simples militantes, sino encumbrados en sus más altas magistraturas- a gentes que hoy se declaran “liberales de toda la vida”. No es de extrañar, pues, que con los sentimientos que siempre anidaron en ellos no solamente dejaran de hacer en su día lo más conveniente para fortalecer y acreditar el sistema; lógicamente, debieron sabotearlo para hundir aquello cuyos principios habían jurado defender.
En consecuencia, no es sorprendente que algunas de aquellas jerarquías hayan resultado ser hoy sus más egregios enterradores.
¡En paz descanse el G. M. N.! ¡Esperemos un nuevo amanecer!
Manuel BERCEBAL LAFUENTE
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