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Tema: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio



    Revista FUERZA NUEVA, nº 505, 11-Sept-1976

    EL PERJURIO A EXAMEN

    (Sobre juramentos y principios)

    Una especie de obnubilación culpable por parte de muchos, y de maldad confabulada por parte de otros, deben ser las causas de que no se hayan valorado debidamente las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Digamos de antemano, contando ya con el escándalo farisaico consabido, que nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional, por su contenido, sabiduría y acierto, son inmensamente superiores a la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948.

    Básicamente las Leyes Fundamentales proclaman, con gallardía única en el mundo de hoy, los postulados indiscutibles y perennes de la civilización cristiana. El concepto de hombre como persona dotada de inmortalidad. La familia, como institución de origen divino y arquetipo de toda organización social. La nación, como conjunto de las tierras, de los hombres, de la historia y del futuro, en su misión en la gran comunidad de todos los otros pueblos. El engranaje del municipio y del sindicato, como piezas fundamentales de la convivencia vecinal y de los intereses de la empresa y del trabajo. Y toda una jerarquía, trabajada por el consenso de siglos y de experiencias, con sus aparatos jurídicos, políticos y culturales, para mantener en vigor la Patria, justicia y pan, que sintetizan los valores humanos del bien común.

    Unas leyes superiores

    Si buscáramos antecedentes de nuestras Leyes Fundamentales, habríamos de recurrir a las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio. No nos sirven aquellas Constituciones que desde Cádiz, en 1812, hasta la República de 1931, representan y significan la decadencia, la ruina, el enfrentamiento y la desmoralización del pueblo español.

    Nuestras Leyes Fundamentales son superiores a la “Magna Charta Libertarum”, que todavía inspira la vida inglesa. Macaulay nos dice: “Aquí empieza la historia de la nación inglesa”. Y la Constitución inglesa es parecida, en su formulación, a la manera viva y original con que se han ido formando, desde 1936, las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Nuestras Leyes Fundamentales, incomparablemente, tienen mayor vuelo y plenitud que el documento del presidente Hancock, cuando la declaración de independencia en los Estados Unidos, cuyo bicentenario ahora se celebra.

    Digamos, con toda tranquilidad, que la Carta del Atlántico, de 1941, el comunicado de Teherán, los acuerdos de Yalta, las cláusulas de las Naciones Unidas y la ya citada Declaración de los Derechos Humanos de, 1948, son auténticos garabatos y borrones al lado de nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Sin tapujos observemos que la Declaración de los Derechos Humanos, tanto como una repercusión del discurso de Roosevelt sobre las “Cuatro libertades del hombre”, y remontándonos sobre los mismos “Catorce puntos de Wilson”, son un reflejo de la Declaración de Derechos del Hombre, de 1789, excomulgada por Pío VI. Quien tenga curiosidad, que lea la alocución de Pío VI, en 29 de marzo de 1790, y la encíclica “Adeo Nota”, de 23 de abril de 1791.

    (...) la Declaración de los Derechos Humanos es totalmente atea. En ella no hay ni la más mínima profesión de creencia en el Creador. (...) Pío XII, inmediatamente, el 11 de noviembre de 1948, se refirió a esta desgracia internacional, afirmando que “mientras no se llegue al reconocimiento expreso de Dios y de su ley, por lo menos del Derecho natural, sólido fundamento en el que están anclados los derechos del hombre”, la paz era frágil, falsa e inestable. (...)

    No lo arregla la doctrina del mal menor

    Estas pegas, escandalosas, horribles, nefastas, no las curan ni las palabras bondadosas de Juan XXIII, ni todo el humanismo de Pablo VI, aplicando en esta materia la doctrina del mal menor, ya que como Papa no puede aceptar como doctrina cristiana el nuclear agnosticismo y ateísmo de la Declaración de los Derechos Humanos, ni su postura disolvente de la familia, por el divorcio, incompatible con la naturaleza humana rectamente entendida con la luz natural. Ni Pablo VI ni ningún doctor de la Iglesia podrán negar jamás lo que Roger Peyrefitte nos dice en “Les fils de la lumière”: “Se aceptará la declaración de los derechos del hombre. Es de las logias masónicas de donde ha salido”.

    ¿Puede sorprender a alguien que tenga conciencia cristiana y piense rectamente que, sin rebozo, levantemos nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional muy por encima de toda esa basura masónica, aunque la caridad pastoral de algunos papas y la tontería de millones de tontos útiles se agarren a la Declaración de los Derechos Humanos, cuyos frutos están a la vista en Vietnam, en Camboya, en tantas y tantas naciones entregadas al comunismo y al imperialismo del dinero?

    La lucidez de España

    Cuando el mundo se ha debatido, en los siglos XIX y XX, entre el materialismo capitalista, el totalitarismo racista y las dictaduras sangrientas e invasoras del comunismo, con sus teorías democráticas enfrentando el individuo contra la sociedad, y el Estado aplastando a la persona humana, España por una gracia de Dios, alumbró un Estado levantado sobre las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Frente al ateísmo comunista y al ateísmo masónico, España con sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional se cuajó en una ordenación de la vida pública que, con las limitaciones propias de lo humano, interpretaba las bases de la familia, de la justicia social, de la participación en la vida pública, de la extensión de la cultura y del ejercicio de la libertad entendida según la filosofía perenne, claramente en una órbita de superación y de realizaciones que desbancan cualquier comparación con las naciones mantenidas con las ideologías al uso. También en el terreno de la intervención en la vida pública, no retrocedemos. J. T. Delos, en “La Societé Internationale”, nos dice: “La parte de la verdad de la democracia es, no la soberanía absoluta del número, sino el derecho para cada uno de participar en la formación de la voluntad común -lo que es también, como ya lo observó Santo Tomás, la mejor manera de interesar a los ciudadanos en la cosa pública-, y el deber para los gobernantes de convencer antes de reprimir”.
    Esto es lo que se plasmó en el gobierno de Franco, en las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional.

    Fruto de esta realidad jurídica y nacional ha sido el progreso moral, económico, cultural y social de España, hasta la muerte de Franco. Y habría sido todavía máximo este triunfo de España si se hubieran evitado claudicaciones y transigencias con los eternos enemigos de la soberanía y del ser nacional. España, con sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional, no entraba en lo que un hombre descreído como Maurice Druon ha recordado: “Resulta claro que el mal y las desgracias de la modernidad proceden de una crisis y de como una desaparición de los valores supremos... Los valores supremos no están por inventar, ni se pueden hacer surgir de no sabemos qué trituraciones... Los valores supremos son los valores permanentes. ¿No convendría, acaso, reconocerlos buenamente, e inspirarse en ellos para nuevas creaciones?” Esto se decía en la Asamblea Nacional Francesa, en 1973. En España, a lo menos en la letra legislada, esto estaba resuelto.

    El juramento, algo trascendente

    De ahí que como norma y clave de la Monarquía instaurada por Franco y de sus Gobiernos, en el umbral de su proclamación y toma de posesión, se asiente sobre el juramento, solemnísimo ante la imagen de Cristo crucificado, con la mano sobre los Evangelios, y con una fórmula que lo convierte en un acto de virtud de la religión, con el más comprometido realismo. El juramento es siempre algo trascendente. La justicia del juramento radica en la honestidad, licitud y bondad de lo que se jura. Cuando se trata del bien de España, esta honestidad, licitud y bondad adquieren categorías superiores (...) España no es objeto de diversión para nadie. Ni siquiera para hacerse el guapo en la Cancillerías que sean.

    Dios bendijo a España cuando se habían cumplido sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Pero no se cumplen cuando se admiten propagandas ateas, marxistas, pornográficas. Cuando se legalizan convenciones para propagar el aborto y el divorcio. Cuando se toleran de hecho partidos políticos marxistas, que efectivamente se organizan y preparan el asalto al Estado. (...)

    No tratamos de una cuestión teórica, sino sumamente práctica. En el juramento cumplido a las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional va unida la ciudadanía de España hacia el futuro. En el perjurio nos vienen los odios, la crisis económica, la degradación moral, el ateísmo, la colonización de España. No, el camino de España no es el de la Declaración de los Derechos Humanos, aceptables en lo que tengan de lícito, rechazables en sus lagunas visceralmente erróneas (...) Ni necesitamos el Tratado de Roma, en lo que tiene de imperativo ideológico. (...)

    La catedral vale más que la muralla. Pero, ¿qué le ocurre a la catedral si la muralla llega a ceder?”, decía Charles Péguy. Nuestra catedral es España. La muralla son las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. La pregunta brota espontánea: ¿no depende el presente y el porvenir de España del juramento o del perjurio? (...)

    Jaime TARRAGÓ

    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Una aproximación a la demolición de los Principios del 18 de Julio por obra del perjuro presidente Adolfo Suárez (notorio ex-falangista y ex-franquista)

    Desde otra perspectiva, ver: http://hispanismo.org/historia-y-antropologia/28317-ilegalidad-de-la-ley-para-la-reforma-politica-de-adolfo-suarez-para-la-transicion.html


    Revista FUERZA NUEVA, nº 512, 30-Oct-1976

    LA REFORMA DEL GABINETE SUÁREZ, CONTRARIA A LA DOCTRINA CATÓLICA

    por JAIME TARRAGÓ

    Obsesivamente, Adolfo Suárez ha repetido: “La meta última es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”, como dijo en su primer mensaje televisado. En la declaración programática del Gobierno, Suárez afirmaba: “El Gobierno expresa claramente su convicción de que la soberanía reside en el pueblo”. Posteriormente, machacó: “El futuro no está escrito, porque sólo el pueblo puede escribirlo”, en su intervención del día 10 de septiembre. Y, como es ya corriente en el nuevo estilo, también lo ha declarado en la prensa extranjera y ante los parlamentarios de otras naciones, alguno de los cuales se ha permitido insultar a Franco, sin la reacción obligada.

    Estamos en la Revolución francesa

    Consecuente con esta línea heterodoxa -desde la doctrina católica y desde las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional-, el proyecto de Ley de Reforma Política auspiciado por Adolfo Suárez desbarra ya, en su artículo primero, con este enunciado: “La democracia, en la organización, política del Estado español, se basa en la supremacía, de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo”. No nos importan las correcciones que haya podido matizar el Consejo Nacional, sustituyendo la “voluntad soberana” por la “voluntad mayoritaria”.

    El problema está situado en otro horizonte. La expresión de que la democracia radica en “la voluntad soberana del pueblo” es una mera copia textual de la Declaración de los Derechos del Hombre, de 1789, en su artículo tercero, que reza así: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”. O sea, que estamos en la Revolución francesa. A esta decadencia, a este desastre, a este rosseaunismo, nos retrotrae la reforma Suárez.

    Aunque quizá no impresione a muchos, digamos que la Declaración de los Derechos del Hombre, de 1789, está condenada por el papa Pío VI solemnemente. En la alocución de Pío VI en el Consistorio Secreto de 29 de marzo de 1790, el Papa anatemizaba tal declaración por “asegurar que cada uno tiene la libertad de pensar como le plazca, no sólo en materia religiosa, sino de manifestar su pensamiento públicamente con impunidad, y enseña que todo hombre no puede estar sujeto por otras leyes que aquellas que él ha consentido”. En la Encíclica “Adeo Nota”, de 23 de abril de 1791, el mismo papa enseñaba que tal declaración promulgaba unos derechos “contrarios a la religión y a la sociedad”.

    La llamada “soberanía popular” jamás puede desplazar a la auténtica soberanía, que es la de Dios

    Lo que no era imaginable, razonablemente, sucede en España. Después de una guerra cruenta que nos impuso el comunismo, con unas Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional perfectamente sabios y encadenados en la tradición y en el bien común de España, al instaurarse la Monarquía, con unas características juradas por el Rey y su Gobierno, nos encontramos con presiones internacionales y obediencias desconocidas por el pueblo español, que nos imponen un texto legal opuesto totalmente a la doctrina católica y que será fautor de enfrentamientos y miserias sin cuento.

    Lo que es la soberanía

    Que la soberanía arranque de la mayoría del pueblo, originalmente, tiene su manantial en el protestantismo, en la filosofía de Descartes, Kant, Cousin, Bayle, Diderot y Voltaire. Y, principalmente, en Rousseau. Para Rousseau, en su “Contrato Social”, “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos, además, a cada miembro como parte indivisible del todo”.

    El cardenal Billot, uno de los teólogos gigantes, comentaba:
    Referir esta ficción es haberla refutado, porque a simple vista aparece impío en sus fundamentos, contradictorio en su concepto, monstruoso en sus consecuencias y completamente quimérico y absurdo. Impío, digo, en los fundamentos, porque del ateísmo se origina, esto es, de la radical negación de la sujeción natural del hombre a Dios y a su ley. Contradictorio en su concepto, porque si la innata libertad del hombre no puede limitarse antes del pacto por ninguna obligación ni derecho, no aparece por qué pueda enajenarse irrevocablemente, total o parcialmente, en virtud del pacto, ya que, excluida una ley superior que dé firmeza a los pactos y donaciones celebrados entre los hombres, no puede concebirse ninguna estable transferencia de dominio de uno a otro. Monstruoso en sus consecuencias, ya que doblega todas las cosas delante del ídolo de la voluntad general; y en lo que a los hechos se refiere, opone a los demás ciudadanos la violencia desenfrenada y la tiranía de los partidos dominantes”.

    Por esto los Papas han condenado esta aberración de que “la soberanía reside en el pueblo”. León XIII en la encíclica “Diuturnum Illud”, enseña:
    Las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que, andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar, se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan asentada la soberanía sobre un cimiento demasiado endeble e inconsistente. Porque las pasiones populares, estimuladas con estas opiniones como con otros tantos acicates, se alzan con mayor insolencia y con gran daño de la república se precipitan, por una fácil pendiente, en movimientos clandestinos y abiertas sediciones”.

    San Pío X, en “Notre charge apostolique”, nos recuerda la misma doctrina frente al sillonismo, gemelo de la democracia cristiana, desmontando los errores en que han caído Dom Sturzo hasta nuestros Ángel Herrera Oria, José María Gil-Robles y sus actuales discípulos.
    Dice Pío X:
    "El sillonismo hace derivar de Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero de tal suerte que la "autoridad sube de abajo hacia arriba, mientras que, en la organización de la Iglesia, el poder desciende de arriba hacia abajo". Pero, además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque prosigue: "Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar el Estado, pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer".

    Y Pablo VI, en la carta enviada a la Semana Social Francesa de Caen, renueva este magisterio, diciéndonos:
    La iglesia nos recuerda el origen divino de la autoridad y enseña a quienes la ejercen que su poder está limitado por los derechos de la conciencia y las exigencias del orden natural querido por Dios”.

    Lo que es muy diferente de lo que intenta imponer a España la reforma Suárez.

    Aclarando, que es gerundio

    Tenemos muy presente la doctrina sobre la participación política de los ciudadanos. Sabemos que el ciudadano tiene derecho a la actividad política y social. Pero Pío XII, en su radiomensaje navideño de 1944, sobre la democracia, distingue entre el verdadero pueblo y la masa amorfa. La estructuración de la participación política debe ser orgánica. “El pueblo es un gran conjunto histórico y comprende todas las generaciones ligadas. No sólo las vivientes, sino las del pasado, las de nuestros padres y abuelos”, decía Nicolás Berdiaeff. El pueblo no está constituido por individuos sueltos. Esto será muy rousseauniano, muy de Adolfo Suárez, pero muy contrario a la verdadera filosofía.

    En esta reforma todo es discutible, negociable y arbitrario bajo la borrachera del sufragio universal

    De ahí que el mismo Pío XII entiende la democracia dentro del principio de subsidiariedad, o sea en la autonomía de los grupos sociales frente al Estado, lo que realiza el justo equilibrio entre el ejercicio de la autoridad y la función específica de los órganos menores, de las sociedades infrasoberanas, en lo que respecta a sus atribuciones, intereses y derechos. Cada uno en su competencia y todos ellos complementándose.
    Pero si tenemos la desgracia de que se degrade a España con esta malhadada reforma Suárez, caemos en este triste presagio de Pío XII:
    En el dominio de la vida nacional y constitucional, por todas partes, actualmente, la vida de las naciones está disgregada por el culto ciego del valor numérico. El ciudadano es elector, pero, como tal, él no es en realidad sino una de las unidades cuyo total constituye una mayoría o una minoría, que el simple cambio de algunos votos, o mismamente de uno solo, bastará para invertir… De su lugar y de su papel en la familia y en la profesión no se toma cuenta” (6-V-1951).

    Si la vida de España se tiene que regir por “la libre voluntad de la mayoría”, sin límites, sin unas verdades indiscutibles, no hay orden jurídico asegurado. Entramos en el ateísmo social.
    Pío XII enseñaba:
    Una profunda penetración de la Religión en la vida privada y pública es capaz de purificarlo todo; nada destruye, sino es el pecado; nada quita que sea justo a la autoridad de los que gobiernan; nada, tampoco, a la razonable libertad de los gobernados; a los unos y a los otros los educa con el sentido de la responsabilidad ante una ley eterna, que ha fijado los límites sagrados más allá de los cuales no pueden ir ni el abuso del poder, ni el exceso de la libertad. Dentro de tan inviolables fronteras, cuyos hitos son los más sólidos principios, los matices naturales de cada gente y de cada momento, las oscilaciones ocasionadas por los diversos sistemas o las distintas preferencias —dentro de lo puramente político— conservan y ejercitan aquella exacta libertad de actuación y de movimientos, sin la cual, en el campo de lo temporal, nunca podrá realizarse el equilibrio de las opiniones, encontradas acaso pero siempre admisibles, que deben circular como linfa vital en las venas del complejo organismo nacional”. (10-III-1952)

    Coherentemente, el Vaticano II, en la “Gaudium et Spes” nos dice:
    El ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer” (74).

    Sí, los ciudadanos deben intervenir en la vida política en lo relativo, pero no para discutir los principios nucleares, objetivos y ciertos de la sociedad, como son Dios, la ley moral y la familia. Y, en el orden político, para España, la unidad nacional, la justicia social y la Monarquía, si es fiel a los juramentos de las leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional.

    Si la democracia rousseauniana y de Adolfo Suárez agarrota nuestro presente y porvenir, para nosotros ya no vale la afirmación de San Pablo de que “no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha establecido las que hay”.
    Si la autoridad en la España de la reforma y del perjurio, se amasa con la “libre voluntad de la mayoría”, las unidades sociales, la familia, el municipio, el sindicato, las corporaciones -, ya no tienen ninguna entidad. Estaremos bajo la tiranía de los comités, de los pistoleros, de las sociedades secretas, de las logias, de las internacionales, de los bancos mundiales. La razón política de España estará dirigida por la materialidad del número, de la fuerza bruta, de los votos. Aquí no hay otra metafísica que el artificialismo de los partidos políticos y el absurdo de que la mayoría de los votos puedan cualquier día proclamar la III República marxista, el aborto, el divorcio y el fin de España, descuartizándola según el arbitrio de las “nacionalidades” nacidas de las pasiones más elementales y groseras.

    Lo que no podía faltar: el sufragio universal

    En la reforma Suárez se proclama:
    Los diputados del Congreso serán elegidos por sufragio universal, directo y secreto, de los españoles mayores de edad”.

    Dicen que Adolfo Suárez ha tenido contactos y relaciones con miembros del Opus Dei. Nosotros tenemos un inmenso respeto para el Opus Dei, pero desgraciadamente las amistades o contactos de Adolfo Suárez con dicho instituto religioso o con algunos de sus socios no han bastado, por lo visto, para impregnarle de que la doctrina católica es inconciliable con el sufragio universal sin limitaciones. Se puede admitir el sufragio universal sobre puntos concretos, sobre materias conocidas por los ciudadanos, sobre asuntos que les afecten y tengan conocimientos para deliberar. Pero es inadmisible e irracional el sufragio universal desprovisto de las verdades fijas y jurídicamente, ya por la Revelación o por el bien común nacional, intocables.

    En la reforma Suárez, alegremente, se nos embarca en la democracia –“expresión soberna del pueblo”- y en el sufragio universal, sin que en el mismo proyecto, positivamente, se haga valer lo que nada ni nadie puede abolir. Todo es negociable, discutible y arbitrario bajo la borrachera del sufragio universal. Y esto está condenado, especialmente por el “Syllabus”, en que se asienta como imposible de conciliar con la doctrina católica que la autoridad provenga de la “suma del número y de las fuerzas materiales” (Proposición LX y Alocución “Maxima quidem, de 9-VI-1862).

    El individualismo liberal destruyó la sociedad cristiana. El Estado levantado desde el 18 de julio de 1936 ha sido un camino logrado con éxito, pero que podía perfeccionarse muchísimo más en la reconstrucción de España y en la democracia orgánica de las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Ahora hemos entrado en el vértigo suicida de la reforma ruptura. Sin ton ni son, al compás de las presiones masónicas y de intereses ajenos a España.
    Hemos hecho todo lo contrario de lo que enseña Santo Tomás
    :
    Se modifica la ley sólo cuando mediante su mutación se contribuye al bien común. Pero el mero cambio de una ley es ya en sí mismo un perjuicio para el bien común, porque la costumbre ayuda mucho al cumplimiento de las leyes, hasta el punto que se consideran graves todas las cosas establecidas en contra de la costumbre común, aun si son en sí leves. Por esto, cuando se modifica una ley disminuye su poder coactivo en la medida en que impide la costumbre. De ahí que no deba modificarse la ley humana, si por una parte no se favorece el bien común en proporción a lo que por otra se perjudica. Esto acontece siempre que del nuevo estatuto proviene una utilidad máxima y evidentísima, y cuando hay suma necesidad del cambio de razón de que la ley vigente implique manifiesta iniquidad o de que su cumplimiento sea extremadamente nocivo”.

    A los que hoy cantan sus deliquios a Rousseau, no les entra esto en la cabeza. Propugnan, en cambio, la ruptura, caminos inmediatos del comunismo y del ateísmo.

    El verdadero planteamiento

    Pío XII, en su radiomensaje de 1955, nos dice:
    Entonces, ¿en qué dirección se debe buscar entonces la seguridad y la íntima firmeza de la convivencia sino haciendo volver a las mentes a conservar y despertar los principios de la verdadera naturaleza humana querida por Dios? Es decir, hay un orden natural, a pesar de que sus formas cambien con los avances históricos y sociales: pero las líneas esenciales fueron y serán siempre las mismas: la familia y la propiedad, como base de proveimiento personal; luego, como factores complementarios de seguridad, las entidades locales y las uniones profesionales, y, finalmente, el Estado”.

    En esta órbita están nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Pero se prefiere a Rousseau y a Kerenski.

    No puedo menos que rememorar a mi gran maestro don Julio Meinvielle, que tanto me enseñó, me distinguió y me orientó en mis largos años inolvidables en Buenos Aires. Decía Meinvielle:
    Tanto la dialéctica histórica como las exigencias metafísicas de la democracia reclaman hoy que el universo sea entregado a la dominación comunista… De aquí que no sea simplemente táctica la razón de la propaganda comunista hecha en nombre de la libertad y de la democracia. La razón es metafísica. Rusia ha llevado a sus consecuencias más lógicas el desarrollo del igualitarismo, anidado en los conceptos de libertad y democracia… En nombre, entonces, de la libertad y de la democracia, le corresponde al comunismo soviético el cetro del universo”.

    España era la única nación del mundo con un Caudillo y con unas Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional que sólidamente podía librarse de esta catástrofe. Había mucho que purificar de la vida política española, corrompida parcialmente en muchos aspectos, ya por limitación del propio Caudillo, ya por las interferencias de tantos malvados y sectas que han querido desbaratar el sentido de la política nacional. España era la nación ideal, con su fortaleza católica, con su familia tradicional, con la moral de sus costumbres, con su desarrollo económico, con su gallardía patriótica, que podía realizar la democracia orgánica, sin adherencias ni gangas socialistas ni totalitarias, y con una integración plena de sus hombres, corporaciones y grupos sociales en la responsabilidad de sus derechos y la vigencia de la autoridad legítima.

    Se quiere echar por la ventana esta oportunidad por el sufragio universal, ciego e inmoral, y que jamás puede definir auténticamente la verdad y la mentira, la justicia y la injusticia, el bien y el mal.

    Toda una desesperación

    Que nadie lo dude: si la reforma Suárez cuaja, entraremos en el huracán de la democracia de las bombas atómicas, del Watergate, del laicismo, de la descristianización, de la pornografía. Se podrá defender a Marx, pero no a Vázquez de Mella ni a José Antonio. Se podrá propagar el ateísmo bajo todas sus formas, pero se hará astillas de su unidad católica, gracias a los demócratas rousseaunianos. Finalizará su unidad nacional bajo la hipnosis de la “ikurriña”, del separatismo catalán, y de todos los cantonalismos que la fantasía devastadora inventará. Exquisitamente, se arrasa la obra de Franco y de los héroes y mártires que murieron por la España cristiana, civilizada y literalmente progresiva. Es toda una desesperación. Pero… no desesperemos. Con Maurras, afirmamos:
    Las naciones son amistades. Esta aseveración mide la profunda malignidad de todo sistema de lucha entre los miembros de una nación. Importa esencialmente que todas las buenas cabezas y los buenos corazones de los hombres hoy día en vida arrojen la fórmula de Marx, cuyo único sentido es la ruptura de la larga amistad a la cual pertenecemos”.

    Confiemos en que “las buenas cabezas y los buenos corazones” de España nos liberen de la tiranía anticatólica que supone la reforma Suárez. Porque lo más parecido a la muerte es la anestesia, sobre todo cuando uno no se despierta.

    Jaime TARRAGÓ

    Última edición por ALACRAN; 03/09/2021 a las 14:06
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    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Jamás la Iglesia había exigido la necesidad de partidos políticos como requisito para legitimar un Gobierno; si acaso, lo contrario.



    Revista FUERZA NUEVA, nº 514, 13-Nov-1976

    DERECHO NATURAL Y PARTIDOS POLÍTICOS

    DERECHOS fundamentales del hombre son aquellos que dimanan directamente de la misma naturaleza y de la dignidad intrínseca de la persona humana. Por eso se llaman también derechos humanos o derechos naturales, porque le competen al hombre por el mero hecho de serlo y no dependen de ninguna legislación positiva. Son, pues, derechos universales e inviolables. Ni el hombre puede renunciar a ellos, ni a nadie es lícito actuar contra ellos. Todos se engloban en lo que se entiende simplemente por Derecho natural. El ejercicio circunstancial de los mismos ha de imbricarse con las exigencias del bien común. La razón es obvia: lo personal y lo social del hombre tienen un mismo origen frontal en el acto creador de Dios. En definitiva, es Dios quien ha querido que la criatura humana sea como es y no de otra manera.

    Sin esos derechos fundamentales no puede el hombre subsistir en su dignidad personal ni alcanzar su promoción humana, ni cubrir responsablemente el destino de su vida. Por eso son fundamentales. Y también porque sobre ellos se cimenta, de una manera o de otra, cualquier derecho posterior que pueda reclamar el hombre. Al menos en el sentido de que ninguno puede estar en contradicción con esos derechos fundamentales e inalienables. Todos ellos han de ser reconocidos y tutelados, dentro de sus exactos límites, por la sociedad y por el régimen político de la misma. Por consiguiente se opone a las leyes intrínsecas de la naturaleza cualquier estructura social o política que contradice a los derechos fundamentales de la persona.

    • • •

    Desde que el hombre es capaz de actos personales y responsables (y en la medida en que lo sea), esos derechos le imponen forzosamente el deber de ejercitarlos para realizar el sentido humano de la existencia. Derecho y deber emergen como hermanos gemelos del mismo seno de la naturaleza humana. La Pacem in terris de Juan XXIII hablaba de estos «derechos y deberes universales e inviolables», que dimanan «inmediata y simultáneamente de la naturaleza del hombre, dotado de inteligencia y libre albedrío».

    Esta es la doctrina católica, propuesta repetidamente por el Magisterio pontificio desde León XIII y recogida muy explícitamente por el Vaticano II. Lo que nunca han dicho los Papas o el Concilio es que «según la doctrina católica, los partidos políticos son de derecho natural». Esto es cosa que habíamos de escuchar precisamente hoy, cuando vendavales tempestuosos azotan a España desde los cuatro puntos cardinales. Llevamos aquí cuarenta años sin partidos políticos y con una oposición sistemática e irreductible contra los mismos. Nunca, en tan largo tiempo, surgió ninguna voz jerárquica para poner enfrente las exigencias del Derecho natural. Y no surgió porque, en limpia doctrina católica, no podía surgir.

    Hoy, en cambio, se ha levantado una autoridad subalterna, sin competencia magistral, para contarnos su personalísima opinión sobre los partidos políticos, enfocados desde la doctrina católica. Que yo sepa, un diario madrileño picó en el cebo, instaló sus resonadores y, con un titular falseante (como suele ser costumbre en la prensa), lanzó a la calle como enseñanza católica lo que no pasa de ser un comunicado diocesano sin categoría.

    El lector que quiera conocer sin ambigüedades cuál es en este punto la doctrina de la Iglesia, hará bien si deja a un lado comunicaciones vicariales y noticias periodísticas. El camino más recto y más seguro nos lleva hasta la constitución Gaudium et Spes, del Vaticano II: «La comunidad política y la autoridad pública tienen su fundamento en la naturaleza humana y pertenecen al orden determinado por Dios; pero la estructuración del régimen político y la designación de los gobernantes se dejan a la libre decisión de los ciudadanos.» (*)

    Es una distinción neta entre lo que es ley y derecho natural y lo que pertenece tan sólo al derecho humano y positivo de cada pueblo. «Las modalidades concretas, por las cuales se configura la estructura comunitaria y la organización de la autoridad pública pueden ser diversas, según el modo de ser de cada pueblo y la marcha de su historia.» Por tanto, un régimen de partidos políticos no es algo postulado por el derecho o la ley natural. Por consentimiento popular, podría adoptarse un régimen de partidos como podría también adoptarse un régimen contrario o divergente. Si se aceptan los partidos, a éstos «en ningún caso les será lícito anteponer sus propios intereses al bien común».

    • • •

    ¿Cuáles son en nuestro caso los intereses comunes y supremos de España? ¿Qué régimen político se adapta mejor a nuestro genio y temperamento hispánico y a la marcha histórica de nuestro pueblo? Esto es precisamente lo que hemos de buscar y no una homologación impertinente y ciega a formas políticas exteriores.

    Pedro MALDONADO

    (*) OPINIÓN NUESTRA: Sin entrar en que muchas proposiciones de “Gaudium et Spes” (Vaticano II) estaban condenadas ya por el Magisterio anterior, la propia “Gaudium et Spes” contradice o matiza tal texto en otros artículos (artículos que silenciaban los “conservadores” y que hacían valer los progresistas), como. p. ej.(art. 75), que “TODOS LOS CIUDADANOS... DEBEN tomar parte... en la fijación de los FUNDAMENTOS JURÍDICOS de la comunidad política”..., o que “ES NECESARIO un orden jurídico positivo que establezca la ADECUADA DIVISIÓN DE LAS FUNCIONES INSTITUCIONALES de la autoridad política”, etc.

    .
    Última edición por ALACRAN; 23/12/2021 a las 15:07
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    El texto trata sobre el gravísimo error de fondo de la “soberanía popular” que acompañó a la "reforma democrática", y que contrariaba radicalmente a los principios del 18 de Julio para homologarse con los de la Europa anticristiana.

    Por su carácter de crítica filosófica-teológica lo separó de otro hilo específico con el que está relacionado:http://hispanismo.org/historia-y-antropologia/28317-ilegalidad-de-la-ley-para-la-reforma-politica-de-adolfo-suarez-para-la-transicion.html?highlight=




    Revista FUERZA NUEVA, nº 521, 1-Ene-1977

    EL FONDO DE LA CUESTION DE LA REFORMA POLÍTICA APROBADA

    Un proyecto que se basa en un error

    “Consummatum est”. A trancas y barrancas, un poco por las buenas y un tanto por las malas, ya está aprobado el proyecto de reforma política que el Gobierno Suárez -inspirado, sin duda, en sospechosas fuentes ideológicas- se ha sacado de la manga. El tal proyecto tiene a todas luces un tufillo liberal que produce náuseas y, por tenerlo, más tarde, o más temprano ofrecerá a los españoles sus venenosos frutos. Se debatió, un tanto apresuradamente, el proyecto: intervinieron los ponentes y los enmendantes; respondieron los ponentes haciendo como que contestaban, pero ni en las intervenciones, ni en la duplica, ni en la réplica, se ha tratado para nada del verdadero fondo de la cuestión, por lo que parece prudente que meditemos un poco sobre él para, tras la meditación, estar en condiciones de predecir si el rumbo que, al parecer, va a tomar España, conduce a buen puerto o sí, por el contrario, la nave hispana lleva camino de estrellarse contra las rompientes de la costa.

    Bien pudiera ocurrir que nuestra voz no pasará de ser “vox clamantis in deserto”. Puede, pero no importa. Creemos en conciencia que tenemos el deber moral de decir a los españoles la verdad y la diremos (...)

    Sabido es que cada cosa genera según su especie, de donde se sigue que del error sólo pueden derivarse errores. Sí, pues, conseguimos demostrar que el proyecto de Reforma política está concebido erróneamente, la consecuencia lógica será que de su aprobación sólo podrán derivarse errores y, de los errores, incontables males.

    El problema se plantea, por tanto, así: ¿está o no está concebido erróneamente el proyecto de Reforma política? Si no lo está, apruébese y realícese en buena hora; mas si lo está, la única conducta sensata es enviarlo al cesto de los papeles. Y como nosotros pensamos que esto es lo que se debería hacer, trataremos de demostrar que el proyecto está erróneamente concebido.

    Dónde radica el error

    La base, el fundamento o la raíz del proyecto de Reforma está en afirmar que “el pueblo es soberano” o, dicho de otro modo, que “la soberanía reside en el pueblo”. Así, al menos, lo ha afirmado el presidente Suárez, y en esa frase altisonante y halagadora está precisamente el error, porque lo cierto es que ni el pueblo es soberano, ni tiene autoridad ni cosa que se le parezca.

    Habrá quien, al leer lo que antecede, se mese los cabellos o rasgue sus vestiduras. Pues sentiremos que pierda sus guedejas o se quede “in puribus”, pero la verdad es ésa, cómo vamos a demostrar.

    Supongo, lector, que usted estará conforme en que ningún hombre, como tal hombre, tiene soberanía ni autoridad sobre otro. Yo, lector, no tengo autoridad alguna sobre usted, ni usted sobre mí, y aunque nos juntemos diez como yo, veinte como yo, o cien como yo, como ninguno de los diez, de los veinte o de los cien tiene autoridad sobre usted, la suma de ellos tampoco la tiene, por la sencilla razón de que la suma de todos los ceros que usted quiera sigue siendo cero. De aquí se desprende, sin lugar a dudas, que los treinta y cinco millones de españoles juntos no tenemos autoridad alguna sobre usted. ¿Me va entendiendo?

    Si ningún hombre es, como tal hombre, soberano de otro, ¿será acaso cada hombre soberano de sí mismo? Tampoco, porque el hombre no es hombre porque él haya decidido ser hombre, sino que lo es porque su ser le ha sido dado sin intervención suya. Ningún hombre tiene el ser por sí mismo; lo tiene siempre por participación. El único ser que es por sí mismo es Dios (...) Ninguno es soberano de sí mismo; todos dependen de Dios, y el hombre, también. (...)

    Si ningún hombre es soberano de sí mismo; si ningún hombre es soberano de otro hombre, ¿de dónde puede salir la soberanía del pueblo? De ningún sitio, por la evidente razón de que la muchedumbre de seres no puede tener una cualidad que no reside en ninguno de ellos. Esto es pura lógica elemental.

    Un galimatías liberal

    A quienes afirman que el pueblo es soberano, les preguntamos: “¿Qué clase de soberanía es esa que, según ustedes, tiene el pueblo, si luego resulta que el pueblo no la puede ejercer y tiene que delegarla? Porque, ¿cómo puede ejercer el pueblo directamente su soberanía y cómo puede directamente tener autoridad y gobernar? ¿Qué clase de galimatías se organizaría si tal cosa se intentara? Todo el mundo -y ustedes, señores liberales, los primeros- admite que el pueblo tiene que delegar su soberanía en alguien -sujeto individual o plural- que será quien ejerza la soberanía y ostente la autoridad. Y, para salvar ese escollo, sostienen que el sujeto en quien se delega ejerce la soberanía y ostenta la autoridad “en nombre del pueblo”, pero yo digo que, cuando más, desempeñara todas esas funciones “en nombre de aquella fracción del pueblo que haya delegado en él”, porque si es verdad -como afirman los liberales- que la soberanía reside en el pueblo, yo, que soy parte de ese pueblo, tendré parte de esa soberanía, y si yo no he delegado en quien dice que va a ejercerla, seguro estoy de que en mi nombre no la ejerce. ¿Adónde ha ido a parar, entonces, mi parte alícuota de soberanía? Si sigue en mí porque no he querido o no me ha sido posible delegarla en alguien, ¿para qué me sirve?

    Para contestar a está incontestable pregunta, los liberales han inventado la “ley de la mayoría”, según la cual yo tengo que aceptar que los que han sido designados por la mayoría para ejercer esa autoridad delegada la ejercen también en mi nombre; pero a eso contesto que yo -que soy libre- no tengo por qué aceptar esa ley, y que si se me obliga a aceptarla, mi soberanía y mi libertad vivirán en un régimen de opresión y de tiranía y, en tal caso, ¡adiós los derechos del hombre de los que tanto se habla... sin saber lo que se dice!

    Como los liberales, pese a su inconmensurable ignorancia se dan cuenta de la existencia de esta grave dificultad, para “orillarla” han hecho un segundo invento: “el pacto social”, que, en el fondo, no es otra cosa que las reglas del juego del contubernio político, pero a este descubrimiento se puede responder que si, como en el caso anterior, yo no estoy dispuesto a aceptar ese “pacto”, por mucho que se me diga que ésas son las “reglas del juego”, el hecho real será que mi libertad y mi soberanía siguen estando tan sometidas a la tiranía y a la opresión como lo estaban antes de descubrir el “pacto social”. Y como ante esta realidad, no hay escape posible, se puede afirmar -y afirmo- que la democracia, tal y como la conciben los liberales, se resuelve siempre en la constitución de un régimen opresivo, despótico y tiránico con relación a cierta parte del pueblo que recibe el nombre genérico de “minorías”. Y no importa que pueda ocurrir, y de hecho ocurra, que la “mayoría” de hoy sea mañana “minoría”, porque, con tal cambio, lo único que se ha conseguido es que los déspotas de ayer sean los oprimidos de mañana y viceversa.

    Contestación a una pregunta

    Si la soberanía y la autoridad no residen en el pueblo, porque no pueden residir en él, según acabamos de ver, ¿en quién residen y en dónde están? He aquí la pregunta crucial que vamos a contestar para conocimiento, sosiego y tranquilidad del lector. Y, para más claridad, pondremos un ejemplo analógico:

    El hombre es un ser compuesto de “cuerpo” y “alma”, “materia” y “espíritu”. En el mismo momento en que un nuevo ser es engendrado, Dios crea un alma que es la que va a hacer que ese nuevo ser llegue a convertirse en hombre. Los padres del nuevo ser formaron la “materia” y Dios puso el “espíritu”. Ellos dieron lo que podían dar: la materia. Dios puso lo que en su omnipotencia puede crear y otorgar: la forma.

    De similar manera, el hombre, que es social por naturaleza, por naturaleza propende a constituirse en sociedad, en la que una vez organizada, Dios pone y otorga lo que el hombre no puede poner ni otorgar: la autoridad. “Nulla potestas nisi a Deo”. En este caso, la sociedad organizada viene a ser la materia, y la autoridad viene a ser la forma que Dios pone en ella. De esta manera, ya estamos en condiciones de contestar a la pregunta que nos formulamos más arriba: ¿dónde residen la soberanía y la autoridad? En Dios, y nada más que en Dios. Decir que reside en el pueblo es un crasísimo error de los liberales -por muy halagador que parezca- que procede de que quien se abraza con el liberalismo se hace incapaz de conocer la verdad.

    Obsérvese que hemos escrito que Dios otorga autoridad a la sociedad “organizada”, pero no a la muchedumbre anónima de los hombres; de donde se sigue que es condición previa y “sine qua non” la existencia de esa sociedad “organizada” y la designación del sujeto -individual o plural- en quien Dios va a poner la autoridad. Según esto, lo primero es “organizar” la sociedad; mas ¿cómo debe organizarse esa sociedad?

    La contestación casi, casi, podría ser. “como ustedes quieran”, porque aquí, entra de lleno la libertad humana, pero, en todo caso, la sociedad que se organice habrá de estar sometida a las siguientes condiciones:

    *tener muy presente que la sociedad civil está tan absolutamente sometida a Dios y tan absolutamente dependiente de Él cómo lo está cada una de las personas que componen esa sociedad, y

    *no olvidar jamás que los fines de esa sociedad, cuando alcanza la categoría de sociedad civil, no pueden ser otros que los que concuerdan con la ley moral y con la ley natural, que se resumen en lo que se conoce como bien común.

    Los fines del hombre

    Es decir, que los hombres no pueden, moralmente, constituirse en sociedad civil para actuar conjuntamente como se les antoje, sino para procurar, conjuntamente, que se haga en la tierra la voluntad de Dios. Esa sociedad civil podrá constituirse adoptando para ella la forma que mejor parezca a quienes la componen, pero, a semejanza de lo que ocurre con el hombre individual, pecará si se olvida de Dios y conculca su ley. Podrá hacerlo, podrá pecar, al igual que peca el hombre, pero, si lo hace, no podrá escapar al justo castigo que le impondrá la justicia divina. Y téngase en cuenta que ese castigo lo tendrá. que soportar y padecer aquí, en la tierra; cosa que no ocurre con el hombre, pues sabido es que éste -el hombre- puede delinquir aquí sin experimentar, al parecer, y a veces, daño alguno, pero así puede suceder porque ya sentirá el peso de la sanción el día en que, tras su muerte sea juzgado.

    Volviendo a nuestro tema, hora es ya de preguntar: ¿es así que la ley de Reforma política está fundada sobre un principio -el de la soberanía del pueblo- que no está conforme con la verdad emanada de Dios? Luego la sociedad civil que va a regirse por ella el día de mañana tendrá un pecado de origen y lo tendrá que pagar más tarde o más temprano. La cuestión no tiene vuelta de hoja, y quiere decir que, sin remedio, se avecinan para España días de tristezas, de amarguras y de lágrimas, y que, si no se cambia de orientación y conducta, la nave hispana naufragará irremediablemente, al igual que va camino del naufragio todo ese desdichado mundo occidental que suele decir que cree en Dios y que es cristiano, pero que no hace otra cosa que actuar en contradicción con la ley de ese Dios en el que dice que cree.

    J. M. BONELLI




    Última edición por ALACRAN; 23/12/2021 a las 15:08
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Un simple laico, don Eulogio Ramírez, consuela a los católicos españoles, derrotados en el referéndum de Suárez que entronizaba la descomposición y el descuartizamiento de España. Por contra, salvo mons. Guerra Campos y cuatro más, la jerarquía episcopal (sesenta y tantos obispos) estaba exultante de gozo.


    Revista FUERZA NUEVA, nº 525, 29-Ene-1977

    NUESTRA VICTORIA ES LA FE

    Queridos correligionarios:

    Una doble y diabólica tentación nos amenaza a aquellos españoles que parecemos vencidos en el reciente referéndum, donde ha triunfado nueva y pasajeramente la España liberalista sobre la España católica, eterna: la tentación de aceptar la sugestión liberalista de que en el referéndum no ha habido vencedores ni vencidos (de que “sólo ha triunfado la democracia”); y la tentación de creer que hemos sido verdadera y definitivamente vencidos (de que la Europa de las tres reformas, la luterana, la racionalista y la liberalista, ha obtenido la victoria final sobre la España católica).

    Habrá de llegar el momento de hacer un análisis profundo sobre las causas determinantes del hecho. Pero el hecho brutal, fenomenal, dominante, es que el referéndum ha habido vencedores y vencidos; el hecho es que la España bastarda, colonizado por el imperialismo occidental -por las ideas y los intereses del liberalismo capitalista mundial-, ha vencido oficialmente, políticamente, “referendariamente” a la España auténtica, a la España legítima, a la España católica, a la España ultra y tradicional.

    La victoria pírrica de los liberalistas

    Han vencido en España la ideología, la fe y los convencionalismos liberales; pero con una victoria pírrica, con una victoria tan costosa y pobre que el Gobierno de España, que no siente empacho ni deshonor al rendir pleito homenaje ante las cancillerías y parlamentos de las potencias liberales más decadentes y decrépitas, tampoco oculta su debilidad, su impotencia y su entreguismo, en Madrid, en Bilbao o en Barcelona, negociando con las potencias intestinas e “internacionales”, separatistas y marxistas, enajenando con ello, entregando con esas negociaciones, una parte de la soberanía nacional que ese Gobierno, aparentemente, habría ganado en el referéndum. El Gobierno español, hoy, no es tan independiente y soberano, frente a los poderes interiores y exteriores, como lo fue bajo la égida de Franco. Victoria pírrica, pues, la de este Gobierno, que ha vencido hábilmente sobre todo aquello que lo podría robustecer, pero con la ayuda de todo cuanto lo va a quebrantar, enervar y sojuzgar, en detrimento de todos los españoles: el imperialismo liberal y separatista, hoy, y el imperialismo marxista, aquí incubándose, y contra el cual carece de resistencia la democracia liberal que han conseguido hacer triunfar en el referéndum.
    (…)

    Los aparentemente vencidos somos vencedores, y viceversa

    Indudablemente, como diría Montalembert, el hecho de haber luchado antes del referéndum, en él y después de él, por una España cuyo soberano legal y real sea Dios, por un Estado confesionalmente católico, es decir, que reconozca la ley moral como un absoluto (como una institución de derecho divino), que está por encima del sufragio universal relativista, arbitrario, veleidoso y a la vez amoral y aberrante, es una victoria, es la victoria de nuestra fe, el testimonio ante los hombres de que hemos actuado políticamente en coherencia con nuestra fe católica.

    Nosotros, los aparentemente “vencidos” en el referéndum somos, pues, en realidad vencedores. Los vencidos en el referéndum, desde el punto de vista definitivo y absoluto, desde el punto de vista de Dios, son aquellos que, víctimas de la ignorancia -o de la propaganda- de que el “sí” en el referéndum entrañaba un voto en favor del Estado ateo, una repulsa de Dios, o víctimas del pecado de rebeldía contra la ley de Dios, han dado paso a la reforma liberal, a la monarquía liberal, cuya dialéctica inexorable, si Dios no lo impide, nos arrastra a la república federal marxista, porque la monarquía liberal carece de virtualidades y de hombres capaces de evitar lo que se proponen todos los marxistas (socialistas, comunistas, trotskystas y maoístas) españoles que movilizan las masas.

    En nosotros no ha vencido el ídolo liberal

    (...) Nosotros somos de aquellos españoles invictos que no nos hemos arrodillado ante los ídolos engañosos de la democracia liberal, doquiera en retirada, doquiera en crisis, y por todas partes impotente y desarmada intelectual, moral y materialmente para resolver los problemas coyunturales y estructurales que la afligen y la postran, abriendo así en todas partes la vía al comunismo (...)

    Nosotros no hemos sido vencidos, porque luchamos y continuamos militando desde y por nuestra fe, por más que nos inciten a la capitulación -al pluralismo, a la desconfesionalización, al progresismo o, por lo menos, al liberalismo- los falsos profetas contra los que nos previno Jesucristo (...)

    La sublimación del fracaso

    (..) Como católicos, nosotros hemos de impregnarnos de los espíritus de los grandes místicos y teólogos del “fracaso”, como León Bloy, Charles Péguy. Georges Bernanos, Jaques Maritain, y no dejarnos arrullar por los grandes embaucadores de la espera camuflada de esperanza, como los marxistas Bloch, Moltmann, González Ruiz, José María de Llanos, etc. que pretenden sustituir el mesianismo religioso de Jesús por el mesianismo político de Marx. (...)

    La secularidad fracasa más que la cristiandad

    Y cuando ese teólogo de la historia aplique, más que Maritain y que Journet, esta ley de la ambivalencia de la historia a la política de los cristianos, escribirá: “¿Diremos, para concluir, que la cristiandad occidental ha sido, en resolución, un fracaso? Sí, en relación al ideal de la civilización cristiana que ella quiso realizar; pero, para ser justos, es menester medirla a la escala humana: todas las obras del hombre -y entre ellas su obra más ambiciosa de todas: la civilización- están llamadas al fracaso. Jamás se da un logro perfecto en el interior de la historia humana”. (...) Es claro que para el cristiano no hay más que un solo fracaso: el pecado; y un solo remedio para los males que padece la humanidad: la santidad universal, generalizada y total. (...)

    Estemos a la espera con esperanza

    Así pues, los católicos españoles tenemos derecho a prepararnos, a la espera del próximo y espectacular fracaso de los demócratas liberales, de los demócratas “de inspiración cristiana”, realmente inspirados en el liberalismo, así como los socialistas de todo el partidículo inspirado en el marxismo, mientras alimentamos la teologal esperanza de ver cara a cara al Dios al que queremos servir con fidelidad.

    Después de todo, simplemente discurriendo, como lo hacía Charles Maurras en “L'Avenir de l’intelligence”, “¡una raza, una nación, son sustancias sensiblemente inmortales! Disponen de una reserva inagotable de pensamientos, de corazones y de cuerpos. Una esperanza colectiva, por consiguiente, no puede ser domada. Cada brote podado reverdece más fuerte y más bello. Toda desesperación en política es una necedad absoluta.

    Si los enemigos de la España eterna, tradicional, auténtica, han esperado cuarenta años laborando con tesón y paciencia hasta conseguir el triunfo de ese referéndum, nosotros no vamos a ser menos. Nos cultivaremos a la espera con esperanza.

    Eulogio RAMÍREZ


    Última edición por ALACRAN; 18/02/2022 a las 13:58
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Conveniencia de la presentación de obispos para el orden cristiano de los Estados católicos (España), como recogía el Concordato de 1953, pero que, hacia 1968, atacaba intempestivamente el propio Pablo VI frente a Franco:

    Revista FUERZA NUEVA, nº 70, 11-May-1968

    LA OPINIÓN DE LOS DEMÁS

    EL NOMBRAMIENTO DE LOS OBISPOS (EN ESPAÑA)

    (…) Finalmente, si se nos pregunta por las razones en que nos fundamos para sostener que el Gobierno español no debe hacer una dejación unilateral e incondicionada de los derechos que tiene legítimamente adquiridos, respondemos:

    1. Porque tales facultades pertenecen a todo el pueblo español, y el Gobierno no puede ligera y arbitrariamente renunciar a un derecho sobre el que posee sólo una próvida administración.

    2. Porque al mismo decreto “Christus Dominus” (número 20) establece que se entablen negociaciones entre ambas supremas potestades.

    3. Porque, si bien es cierto que la Iglesia posee pleno derecho a que sus pastores sean dignos, también el Estado español, que, por cierto, desea que aquéllos no solo sean dignos, sino los más idóneos en cada caso, tiene derechos propios que salvaguardar, procurando que los obispos españoles cooperen eficazmente a la promoción de los intereses nacionales, o cuando menos, que no sean elementos negativos en la prosecución del bien común, al que pertenece la custodia del orden público.

    Y supuesta la distinción de competencias entre ambas sociedades, ello responde a los votos del Concilio Vaticano II, que dice: “… los sagrados pastores, al consagrarse al cuidado espiritual de su grey, favorecen también el provecho y prosperidad social y civil, uniendo para este fin su acción eficaz con las autoridades públicas, de acuerdo con la naturaleza de su oficio y cual conviene a un obispo, e inculcando la obediencia a las leyes justas y el respeto a los poderes legítimamente constituidos” (Decr. “Christus Dominus”, núm. 19). Lo que se reafirma en la Const. “Gaudium et spes”, núm. 36, principalmente, al calificar como “absolutamente legítima la exigencia de autonomía” de la realidad terrena.

    4. Porque son compatibles; aún más, se complementan mutuamente la acción de la Iglesia y la del Estado, para lo cual ayuda grandemente que exista entre ambas una “ordinata colligatio”, como decía León XIII (Encíclica “Immortale Dei”, número 6).

    5. ¿Es preciso para el bien de la Iglesia imponer unos pastores que, si bien reúnen apreciables condiciones, carecen de una sólida y prolongada formación interior y son más amantes de las novedades de la denominada por Pío XII “falsa ciencia”, que de las verdades eternas, cuya perenne acción salvadora tratan de escamotear?

    ¿No existen en España sacerdotes dignos que posean la idoneidad canónica y que al mismo tiempo sean amantes de su Patria?

    Pues bien; sólo esto desde España y su Gobierno.

    Diario “ARRIBA”



    Última edición por ALACRAN; 16/06/2022 a las 13:09
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    “Pluralismo partidista y derecho natural”


    Revista FUERZA NUEVA, nº 72, 25-May-1968

    PLURALISMO PARTIDISTA Y DERECHO NATURAL

    Como se ha escrito mucho, y se seguirá escribiendo, sobre el tema de los partidos políticos y sus excelencias y sobre que su prohibición, en España, constituye un atentado al derecho natural; y como en modo alguno esto que se dice tiene valor convincente, quiero salir al paso, en mi carácter de hombre independiente, de todo compromiso que sujete la libertad de mi conciencia, pretendiendo poner las cosas en claro.

    Para comenzar, formulo el siguiente interrogante: ¿Es el partido político resultado necesario del derecho natural?

    El problema no es sencillo de contestar sino para quien está formado en derecho por el previo estudio del mismo, la experiencia posterior y, además, tiene una regular capacidad asociativa.

    Creo que es necesario hacer constar que estamos educados excesivamente en derecho positivo, es decir, en derecho arreglado por los hombres de acuerdo con las circunstancias de cada época, y, por ello, muy diferenciado formalmente de un país a otro; pero se sabe muy poco de lo que en verdad es el derecho natural.

    Donoso Cortés opinaba que solo Dios tiene derecho, y el hombre solamente obligaciones. Esto frente a quienes opinan que el hombre tiene derechos por el solo hecho de ser hombre.

    Confieso que la lectura de esta opinión de un hombre célebre me produjo escalofríos. Mas el paso de la juventud a la madurez me ha proporcionado la comprensión de su certera verdad. Durante ese tiempo, el continuo roce con los problemas jurídicos humanos me ha hecho comprender lo que es la vida, y cuántas veces se toma a pecho la hojarasca confundiéndola con el tronco; o, dicho en clásico, el rábano por las hojas.

    Hoy no se escribe de esa manera tan teológicamente directa, como lo hizo Donoso Cortés; tenemos miedo a que nos llamen retardados. Nadie sabe nada de aquella época, o nos falla la memoria; pero en aquel tiempo también se perseguía con denuestos e ironías a quienes hablaban de los derechos de Dios.

    Sin embargo, sus tesis y otras semejantes son las únicas que explican el origen de los derechos naturales del hombre. Su autor es Dios porque es nuestro creador. Comienza por señalarnos obligaciones porque nos ha creado libres, con una mente capaz de distinguir y elegir, dominando nuestros instintos o nuestras apetencias.

    Pero si el hombre es sujeto de obligaciones, por su propia naturaleza, debemos obtener la conclusión de que tiene facultad de cumplirlas según su capacidad; y es a partir de esta facultad cuando el hombre puede considerarse titular del derecho natural.

    El hombre es sociable por naturaleza porque así ha sido creado. Por su facultad de elección puede vivir aislado; pero apenas vive así, sino que históricamente se muestra practicando vida comunitaria. Vida que va desarrollando la amplitud de la sociedad. De la familia a la tribu; de la tribu al municipio, que es una entidad extrafamiliar; del municipio la nación, cuando el desarrollo de la civilización proyecta sus necesidades más allá del ámbito localista; al imperio, a las alianzas internacionales. La facultad asociativa del hombre es infinita.

    Y no cabe duda de que la facultad asociativa del hombre es la mayor riqueza que Dios nos ha dado. Solos somos limitadísimos e incapaces de desarrollar nuestra personalidad; en sociedad nos civilizamos o educamos porque tenemos semejantes con quienes contrastar y con quienes intercambiar y enriquecer nuestras experiencias y conocimientos. La sociedad prolonga nuestros sentidos y potencias; nos da todas aquellas cosas que nosotros, solos, no podemos alcanzar porque carecemos de tiempo y espacio.

    Pero este derecho de asociación debe estudiarse en su doble aspecto: necesidad de asociarse de un modo estable; familia, municipio, nación, y necesidad circunstancial o accidental para fines particulares, para intereses concretos de carácter concreto también.

    El municipio, por ejemplo, responde a la necesidad que tiene el hombre de vivir una vida comunitaria estable, en la que realiza su vida establemente; y, asimismo, la nación, que en su origen más puro es una asociación de municipios, sin perjuicio de que muchos municipios y muchas naciones se hayan constituido por un poder superior a las comunidades; pero que por ser tal situación natural en el hombre se han consolidado por sí mismas.

    Por ello, estas sociedades estables exigen paz y autoridad internas. No se han constituido, como los frontones o los campos de fútbol, para ser teatro de contiendas entre hombres, en las que hay un vencedor y un vencido, sino para que los hombres se relacionan entre sí, se ayuden directa o indirectamente, y para que en sus accidentales disputas tengan una autoridad superior a su criterio individual, que solucione sus conflictos particulares.

    Cierto es que, para que las sociedades sean ideales es preciso que sus componentes observen conducta ideal en términos de justicia y caballerosidad; y no lo es menos que los hombres dejamos bastante que desear frente a tal ideal de conducta. Nos dividimos y disputamos demasiado.

    Pero ante esta fragilidad humana no creo que se justifique que por esas mismas razones los partidos políticos sean fenómeno inexcusable. La aceptación de esta teoría sería acto contrario al derecho natural, pues no hay que confundir la manifestación subjetiva de la naturaleza humana con este derecho. El hombre no puede alegar otro derecho consustancial a su persona, sino el de hacer el bien; pero no el de obrar de otro modo que los demás porque sea cojo o bizco.

    Es obligación que nos impone Dios la de amarnos los unos a los otros, y la de creer que no hay incompatibilidad esencial entre hombre y hombre, sino que el quehacer de todos es buscarnos, comprendernos y llegar a armonizarnos de tal manera que todas nuestras contiendas no tengan más categoría que las de una alegre partida de mus.

    De aquí que un día, 18 de Julio, se comenzó la barrida de los partidos políticos que iban desuniendo pavorosamente a la nación en su vínculo más acusado, el espiritual; en defensa de ese naturalísimo derecho de los hombres a vivir en paz y a desarrollar una política de armonía y de promoción social.

    Quienes se sintieron vencidos entonces, quienes tienen todavía amor propio de derrota, pueden invocar un régimen de partidos por si lograran revancha innecesaria; pero por su egoísmo, no por amor patrio. A quienes crecieron más tarde y no tienen referencia propia de aquella historia, puede engatusárseles con el derecho natural a los partidos políticos. Pero a quien tenga cuatro dedos de frente no ha de escapársele que no es justo apoyar la soberanía de una nación en la base de un partido mayoritario que impone su capricho sobre los demás; que el Poder público ha de ser independiente de las apetencias particulares y ser tutela y gestión del bien común, que es el bien de todas las personas que viven en la sociedad, sin discriminación de aficiones filosóficas, artísticas o recreativas.

    Porque no fue la Cruzada la que debeló una tradición histórica, sino que fue consecuencia del despertar del genio español que había sido sometido tabla rasa por los constitucionalistas, que proporcionaron a España un siglo vergonzoso; el mismo o semejante que le proporcionarían quienes despreciando la verdadera problemática española, intentan fomentar el desconcierto entre nosotros.

    Ramón ALBISTUR



    Última edición por ALACRAN; 09/07/2022 a las 13:09
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    La tentación del éxito en política

    Revista FUERZA NUEVA, nº 539, 7-May-1977

    La tentación del éxito en política

    Para los creyentes en la fe católica, esto es, los que aceptan, toman como suya, y aplican la doctrina católica, desde el dogma hasta los efectos temporales y sociales de la fe (cosa bien distinta de los que adoptan apodos cristianos sin fidelidad alguna a las exigencias de aquella religión), la política tiene su fundamento, raíz y arranque en la fe, de modo que la acción política no es sino reflejo y exigencia de la profesión que se hace en el Credo.

    Pero no solo esto; sino que, además, por añadidura, la existencia política, el desarrollo y realización temporal, la vivencia de la lucha por los postulados religiosos en la ordenación temporal de la sociedad, se produce de modo análogo a como se desarrolla, se vive y se expresa la fe. También en este orden práctico y cotidiano, la política es reflejo e imagen de la fe.

    Por ello, el católico está muy atento al fenómeno religioso para aplicarlo analógicamente, al fenómeno político, que es prolongación y complemento de aquél.

    La religión católica no promete en modo alguno el éxito en el mundo, sino todo lo contrario. El fracaso rotundo, absoluto y total en las glorias del mundo constituyen la salvación, el triunfo y la gloria. El Crucificado es el Salvador, el mártir, el héroe y siembra de más mártires. El que da y pierde todo es el que gana la realidad radical, que es la visión de Dios.

    ***
    De modo semejante, y de acuerdo con estas ideas, el católico que vive el problema temporal de la política no busca el éxito del poder, la gloria de la elección a costa de lo que sea, ni el honor de la alabanza interesada. El político católico mantiene, por el contrario, la verdad, antes que nada, lucha por la justicia, los derechos de Dios y de los hombres, exige el respeto a la ley natural y defiende los sagrados intereses de su patria, antes y aun contra aquellas glorias mundanas que son, como tales, sucias y pasajeras.

    Pero siente, como hombre que es, la tentación al éxito rápido y temporal; quiere muchas veces tocar con las manos lo que los sentidos le dicen que es bueno, antes que esperar a tocar con el corazón y con el entendimiento. lo que sabe es mejor. Ahí está su lucha consigo mismo, interior, en su conciencia, y que tiene que resolver antes de lanzarse, como verdadero católico, a defender las exigencias de su fe en el orden social.

    Cristo fracasó mundanamente porque su reino no era de este mundo, pero salvó a la humanidad entera.

    José Antonio, Ramiro de Maeztu, Víctor Pradera, Ledesma Ramos, Onésimo Redondo, Calvo Sotelo y muchos más, perdieron mundanamente ante una ejecución sin gloria ni votos, de modo infinitamente inferior, pero no distinto a Cristo. Ahora bien, con su doctrina, con sus ideas, con su lucha, con su ejemplo y con su fe, salvaron a España, pues hicieron posible un Alzamiento Nacional que hoy recordamos con emoción, a la vez que se le desmantela, real decreto-ley tras real decreto-ley.

    ***
    Imitemos su ejemplo en estos días en que algunos sienten la tentación del éxito fácil y electoral.

    José María PIÑAR


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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Más sobre las críticas al “privilegio” franquista de presentación de obispos


    Revista FUERZA NUEVA, nº 69, 4-May-1968

    El privilegio de presentación

    La acreditada revista “Mundo”, en su número del 23 de marzo (1968), ponía en lugar destacado unas reflexiones sobre las “diócesis sin prelado”, que actualmente, en número de 20, existen en España, según cálculos del “Diario Montañés”; esto sin contar otras que, lógicamente, deberían haberse producido de renunciar al cargo, a causa de la avanzada edad, el prelado titular, como recomendó el Concilio y en otros países hemos visto hacer con edificación a destacadas figuras del Episcopado. Esta anómala situación de sede vacante -prosigue el editorialista-, que en algunos sitios se prolonga excesivamente en contraste con “la rapidísima provisión de sedes episcopales en algunos países extranjeros, puede resultar altamente perjudicial a la “salus animarum” de una parte muy numerosa de los ciudadanos españoles. Se da como causa más verosímil de esta anómala situación -afirma el editorialista- el hecho -¿vamos a calificarlo de triste?- de que la católica España sea prácticamente el único Estado que no ha renunciado al derecho de presentación de obispos, a pesar de que el Vaticano II ha expresado de forma explícita su deseo de que los Gobiernos afectados renuncien a estos privilegios históricos. Hasta aquí la revista “Mundo”.

    Confesamos que nos produce extrañeza tanta alarma, aunque es de agradecer que revista tan “mundana” se preocupe de asuntos que tanto interesan o pueden interesar a la Iglesia española, siquiera sean de la competencia de las más altas esferas. Nos extraña porque, sinceramente, no acabamos de comprender cómo un privilegio que no se estrena hoy, sino que es de siglos, sea hoy “la causa más verosímil” de esa anómala situación. ¿Cómo se explica que una causa que hasta ahora no había producido esas dificultades en el nombramiento de obispos empiece a producirlos ahora, precisamente en tiempos menos propicios al “cesarismo” que ninguno de los precedentes? ¿Estará la dificultad aquí o estará en otra parte?

    Si el filósofo Bacon -por no citar a Santo Tomás de Aquino- hubiese aplicado sus famosas tablas de “Ausencias y Presencias” para averiguar la causa de tan anómala situación, seguro que no se hubiese inclinado, al menos con la misma verosimilitud, por la que señala el editorialista. Posible es; pero por lo mismo hubiéramos agradecido que nos hubiese dado alguna razón que, sin duda, tendrá para pensar así. Tanto más cuanto que poner la causa de una situación tan anómala y tan perjudicial para la “salus animarum” en un privilegio concedido por la misma Santa Sede, puede ofender no solo a quien usa del privilegio -que siendo católico hemos de suponer lo usa con recta conciencia-, sino mucho más a quien lo concedió y no lo retira, teniendo además en esa “salus animarum” una superior responsabilidad. (…)

    De todas formas, la existencia de este privilegio se estima hoy como algo anacrónico y que representa una manera de intromisión del poder temporal en lo sagrado, tan contraria a los signos de los tiempos. No vamos a discutir ahora lo que pueda haber de anacrónico y nocivo -según dicen- para la libertad de la Iglesia en este privilegio de presentación de obispos, que deja siempre y con gran margen la última palabra al Sumo Pontífice en la designación del prelado, y que desde hace siglos vienen disfrutando los reyes españoles por concesión de la Santa Sede. Sea de esto lo que fuere, lo que sí resulta curioso es que cuando invocando “los signos de los tiempos” se quiere y se pide por ciertos sectores la renuncia por parte del Gobierno español a este privilegio, por considerarlo una intromisión en lo sagrado, nos encontramos con la noticia que se va haciendo lamentablemente frecuente, de la intromisión de ciertos clérigos en asuntos temporales. Intromisión como jamás se hubiera creído, ni por la forma clandestina y aun subversiva a veces, ni por el fondo tan poco sagrado del asunto. Tan extraña actitud, en quienes mejor deben leer los “signos de los tiempos”, no recomienda ni acredita la aceptación indiscriminada de esos “signos”, que tienen, como todo, su momento y su circunstancia. Más aún: si de algo sirven esas actitudes es para dar al Gobierno español razones, más que de sobra, para no ser él quien tome la iniciativa en la renuncia de este privilegio. Y esto precisamente por bien de la misma Iglesia española.

    Se insiste, con todo, que en asunto de tan clara referencia conciliar, hay que tener en cuenta una opinión pública nacional e internacional, que está a la expectativa. La cadena de Agencias Católicas Centroeuropeas acaba de difundir la noticia de que existen dificultades en las conversaciones sobre nombramientos episcopales en España. Admitido. Pero ¿se puede deducir de aquí que la razón de la dificultad está precisamente en el sistema de nombramiento y en concreto, en el privilegio de presentación y no en otra cosa? Porque pudiera ser que estuviera en otra cosa. Lo que sí hay que propugnar en todo caso y lo que verdaderamente interesa a la Iglesia y a los católicos españoles no es precisamente la rapidez de los nombramientos, sino el acierto en los mismos. De esto se trata. Subordinar el acierto a la rapidez o a otros considerandos, por respetables e internacionales que sean, sería insensato e irresponsable. Aquí es donde hemos de poner nuestro objetivo e insistir con la opinión en el acierto.

    Ahora bien, ¿estamos seguros de que, renunciando al privilegio de presentación, daremos con el sistema de nombramiento de obispos más apto para acertar con los mejores y más dignos? Puede ser. Con todo, no estaría de más a este propósito, recordar cuál fue la ocasión histórica de la concesión del privilegio. Y pensemos, para terminar, que ningún sistema de nombramiento está garantizado por sí solo y en todo caso como el más apto para acertar; que no son los sistemas, sino los hombres, que de una manera o de otra intervienen en los nombramientos, los que, en definitiva, hacen bueno o malo al sistema. (…)

    B. Pérez Argos, S. J.


    Última edición por ALACRAN; 19/06/2023 a las 13:01
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Las raíces agnósticas de la democracia liberal, opuestas a la democracia orgánica (del régimen 18 de Julio) que siempre defendió la Iglesia


    Revista FUERZA NUEVA, nº 553, 13-Ago-1977

    Educar para la democracia

    Parece que nadie se plantea la cuestión elemental de si es posible montar una democracia en España con hombres que no son demócratas. Hay otra cuestión fundamental a este respecto: la de si puede hacerse una democracia a la inglesa con ciudadanos españoles; Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, en coyuntura semejante, contestaban que no, que no se puede instaurar en España una democracia arcaica y ajena a la idiosincrasia española. La Historia dio la razón a esta Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República.

    Es claro que no se puede edificar una democracia con hombres de estructura mental, autoritaria, despótica, fanática.

    La cuestión inicial, pues, se reduce a preguntarse por el número de los demócratas en España. ¿Hay en España una inmensa mayoría o una conmensurable y exigua minoría de demócratas?

    Por un lado, basta con observar atentamente el comportamiento espontáneo de cualquier grupo humano, de cualquier pandilla, de cualquier peña, de cualquier asamblea, etc. para concluir que el hombre, sea niño, sea adolescente, sea adulto, sea varón o hembra, es naturalmente despótico, autoritario: en cualquier grupo o masa humana, de una o de otra manera, es una persona la que piensa, quiere y manda por todas las demás, que siguen más o menos dócilmente a su conductor; en la masa humana, lo mismo que en el rebaño o la manada.

    Por el contrario, la aparición del hombre democrático solo acontece en estadios muy refinados y hasta decadentes de la civilización humana. En efecto, en la civilización, lo normal es que el grupo humano o la Nación vivan de idénticos pensamientos, de unánimes propósitos y de la misma moral. Y entonces las decisiones de rango público o político son tomadas bajo los imperativos de esa unanimidad de criterio moral; en una sociedad cerrada y unánime huelgan la democracia y el sufragio universal, porque la inmensa mayoría estarán de acuerdo en las medidas que hayan de tomarse para el bien de la ciudad.

    La necesidad del sufragio universal y de la democracia debió nacer tardíamente, cuando adivino a la humanidad la creencia de que todos los hombres somos por naturaleza iguales ante la Ley a adoptar o por aplicar. Y cuando, además, quedara rota la unanimidad de creencias, de religión, de criterio moral, de intereses, de propósitos, etc.

    Hay que advertir que el hombre democrático sólo surge cuando cada cual opina y quiere a su manera, singularmente, al tiempo que se convence de que “su manera”, su singularidad, no vale ni más ni menos que la de su conciudadano, razón por la cual no hay otra manera de sustanciar las diferencias entre ciudadanos que el recurso al sufragio universal y la adopción de aquellas medidas o la designación de aquellas autoridades que cuentan con mayoría de adhesiones de sufragios, de votos.

    Hombre democrático sólo puede ser aquel que está convencido de que no hay verdades absolutas ni preceptos absolutos de la moral ni bien absoluto ni justicia absoluta, como tiene que serlo aquel que cree en la existencia de un Dios que se revela.

    ***
    Aquel que sea creyente en un Dios que se revela a la humanidad (como es el caso de los cristianos), lo mismo que aquel que sea creyente en una filosofía perenne, con principios metafísicos inamovibles, eternos, inmutables, “eo ipso”, está convencido de que hay verdades, preceptos morales, imperativos, de justicia, etc., que tienen valor absoluto, es decir, que deben acatarse, admitirse o respetarse independientemente de si es la mayoría o es la minoría de los hombres la que sufraga esos valores (la verdad, el bien y la justicia). Por eso el creyente en Dios no puede ser demócrata, es decir, no puede admitir como principio absoluto el que se haga en la sociedad, siempre y en todo, lo que sufraga la mayoría. Para el creyente en Dios, la verdad no es la opinión mayoritaria invariablemente. Para el creyente, el bien moral, el bien público, el bien político no es lo que apetece la voluntad de la mayoría. Para el creyente y el razonante, la política certera no es la que apetece la mayoría de los ciudadanos.

    Hombre democrático, verdadero demócrata, sólo puede serlo, y no necesariamente lo es, el escéptico, el cínico, el relativista, el nihilista, el amoral. En efecto, aquel que duda acerca de cuál es la verdad, el bien, la justicia y la política certera, lo mismo que a aquel que no cree en nada, igual que a aquel a quien todo le da igual, y como a aquel que considera que nada hay respetable absolutamente, que todo es según el color del cristal o según la subjetividad de quien lo mira, ¿qué más le da que se haga una u otra cosa, que se adopte una u otra medida política? En tal caso y no existiendo ningún criterio absoluto para conocer con certeza la verdad, el bien público, etc., y no existiendo tampoco imperativos morales de valor absoluto que hayan de guardarse, ni exigencias postuladas absolutamente por una justicia divina o trascendente al hombre, lo lógico, lo expeditivo, lo civil, es decidirlo todo por sufragio universal.

    Cuando hay unanimidad, concordancia o coincidencia en afirmar que no hay verdades absolutas ni justicia absoluta ni bien absoluto ni preceptos absolutos de moral, en efecto, lo lógico, lo civil, lo práctico, es decidirlo todo por sufragio universal, democráticamente, a menos que todos los ciudadanos hayan decidido unánimemente adoptar otro criterio o método de gobierno que no sea el mayoritario o democrático: el de sorteo o azar, aceptado por pensadores como Montesquieu y Rousseau y practicado en la Antigüedad.

    El creyente en Dios, por el contrario, cree que en la sociedad ha de hacerse lo debido, lo que quiere Dios, “aunque perezca el mundo”. ¿Estamos democráticamente educados?

    Eulogio RAMÍREZ


    Última edición por ALACRAN; 20/07/2023 a las 13:34
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    SOBERANÍA SOCIAL (DIOS, EL PUEBLO, EL REY)


    Revista FUERZA NUEVA, nº 553, 13-Ago-1977

    SOBERANÍA SOCIAL (DIOS, EL PUEBLO, EL REY)

    Por Marcelino González Haba

    El Derecho público cristiano, iluminado por el pensamiento radiante de la Iglesia, madre y maestra, adivinó en la entraña viva del buen gobierno de un pueblo o nación tres soberanías: una absoluta, y las otras dos de índole relativa.

    La primera, atribuida a Dios Creador y Conservador. Las otras dos pertenecen: una, al jefe del Estado, rey o presidente, y van encaminadas al “buen gobierno” de la comunidad nacional. Es la soberanía actual y rectora. Y la otra pertenece al pueblo, en calidad de soberanía habitual, “in radice”.

    Situadas una y otra en el plano humano, no es tarea fácil señalar, de un golpe de vista, la razón de su poder, ni el encuentro de su justificación filosófica. Porque los hombres, por razón de su unidad de origen divino y de su destino eterno, son iguales. Ninguno es fin ni instrumento de otro. Todos somos hijos de Dios, herederos de su gloria y redimidos por Jesucristo, que es lo que da categoría y realce al hombre, a todo hombre.

    Por tanto, siempre que se hable de poder, por imperiosa necesidad hay que señalar, con mano segura, un punto de apoyo firme que no sea el hombre y que esté por encima de la persona humana. Hay que remontarse a algo trascendente, que posea categoría de último fin. Habrá que buscarlo en la sagrada Teología, ciencia sublime de Dios, de Dios Luz y de Dios Verdad, según diría San Agustín. (…)

    Con firmeza apodíctica, exclama San Pablo: “No hay poder que no venga de Dios”. Y el apóstol reitera, con singular interés, la obligación de obedecer a las autoridades, pensamiento dominante en el cristianismo.

    Tan fúlgidas enseñanzas trascendieron a los santos Padres de la Iglesia. Y sabido es que San Agustín tuvo especial destaque entre ellos. Sus escritos fueron guía segura en la antigüedad cristiana, como son ahora, altos hitos en nuestros días. Hasta Santo Tomás se gloriaba de llamarse discípulo suyo. El “doctor angélico” reitera la doctrina de San Pablo sobre el origen divino del poder, y hasta amplía su contenido teologal con nuevos matices de profunda sabiduría política y de valor sociológico permanente.

    A Santo Tomás no le basta con la proclamación del origen divino del poder y su obligada obediencia. Es indispensable que el poder que viene de Dios derrame sus benéficas influencia sobre el pueblo, según la mente divina. Porque la autoridad ha de vivir consagrada a la mayor procuración del bienestar social de la comunidad, única razón que justifica su existencia.

    “Los que mandan -dice un autor sagrado- tienen el poder de Dios, pero no siempre hacen lo que Dios manda, y el que no hace lo que debe pierde su categoría de delegado de Dios, es un impostor y mucho más”. En nombre de Dios gobernaron los de Israel y llevaron al Calvario a Jesús y lo hicieron morir en una cruz.

    Por las páginas de los libros santos pasa la ira del Señor sobre los abusos de los que mandan en nombre de Dios y agobian a los pueblos con terribles injusticias.

    ***
    Santo Tomás, en sus “Comentarios sobre las Epístolas” expone con magisterio ejemplar brillantes perspectivas sobre el Derecho político, referido a la soberanía, al exacto cumplimiento de la justicia social y las relaciones de la Iglesia y del Estado: son claros reflejos de las enseñanzas de San Agustín. Y las influencias del célebre obispo de Hipona, sobre los escritos de Santo Tomas, sólo son comparables con la ejercida por la sabiduría de San Isidoro de Sevilla, preclaro autor de las “Etimologías”.

    En la autoridad del santo obispo hispalense se refugió el “angélico doctor”. Santo Tomás ha asimilado los conceptos democráticos de pueblo y ley y tantos más, al gran estilo español, con profundo estilo evangélico.

    Bastaría citar la famosa sentencia lapidaria de San Isidoro, primer capítulo de las constituciones monárquicas que en el mundo cristiano han sido, para situar a España en cabeza de los demás pueblos europeos, en orden a la ciencia política. Es la forma, única y sustancial, de una nación anti-absolutista, que sólo ha reconocido como soberano eterno a Cristo Rey, y como a su celestial Señora, la siempre Virgen María. Dice así: “Rex erit si recta facis, si autem non facias non erit”. O su equivalente, en forma de proverbio: “Rey serás si fecieres derecho, si no lo fecieres, non serás rey”. Y el Derecho es el orden de los justos: el “sui cuique”de los romanos: “A cada uno lo suyo”.

    Sabia y profunda declaración, iluminada por el Derecho público cristiano, peculiar del alto sentido, ético y jurídico del pueblo español.

    Y todavía señala un más elevado exponente de la participación del pueblo en la vida política aquella otra máxima feliz, reguladora de la potestad habitual en la elección del príncipe: “Nosotros, que cada uno es tanto como vos y que juntos valemos más que vos, os nombramos por nuestro rey y señor”.

    Vivo y permanente testimonio del nombramiento del rey, según la normativa del Derecho público cristiano: Dios, autor y origen del poder, comunica a la sociedad política la potestad habitual para elegir el jefe que la ha de gobernar, según Dios y según Fuero. El pueblo y el rey quedan vinculados por una corriente recíproca de amor del soberano a su pueblo y del pueblo al soberano, iluminados, uno y otro, por la Soberanía de Dios, de la que ambos dependen: el pueblo y el rey, el rey y el pueblo.

    El proceso es claro como la luz del día: el pueblo recibe la potestad de gobernarse del Supremo Hacedor. Se la comunica al rey. El rey no es Vicario de Dios, sino del pueblo o nación, a diferencia del Papa, que es Vicario de Cristo y no de la Iglesia. La figura señera y mayestática del rey depende colectivamente del pueblo o nación. No es superior a él, sino a cada uno de los componentes de la comunidad nacional, según el pensamiento de las grandes figuras históricas del catolicismo nacional de nuestro Siglo de Oro, que rayaron en la ciencia del Derecho político a una altura a la que no llegaron los que vinieron después.

    Habían de aparecer en la escena nacional los tiempos inciertos que hoy vivimos; de importación democrática, del revuelto cajón de sastre de la Europa socialista, del marxismo y del comunismo internacional y ateo, con la cabalgata de terroristas, huelgas revolucionarias, ataques esenciales para la vida de los pueblos…

    Hoy por hoy (1977), la democracia europea padece una grave crisis, víctima de sus propios pecados. Allí, como en España, hay que descuajar y separar de ellas el oro cristiano que todavía atesoran, el saber equivocado que se les ha ido añadiendo con los delirios de Rousseau a los que han seguido la anarquía del liberalismo, del que decía Ortega que era “un vaso inane”, “un continente sin contenido”, y después se han sumado las violencias del socialismo, con su peculiar plaga de errores de toda clase, que ponen en grave peligro el desarrollo de la cristiana civilización y hasta su propia existencia.

    Por fortuna, en España, nada tenemos que aprender ni imitar de nadie en libertades legítimas, en política y sociología. A los españoles nos basta y nos sobra con el recuerdo honroso de nuestro estupendo pasado, limpio espejo que nos legaron nuestros mayores.

    España fue templo de la teología y altar mayor de la mística mundial. Nuestra raza, única en el mundo, florecida de la más rica espiritualidad, fue también, lo es y será, el pueblo más idóneo para el despliegue de los valores divinos y humanos que guarda como en depósito sagrado, el “alma mater” de esta gran nación.

    ***
    La Iglesia, en su alta calidad de educadora de pueblos, presenta ante la humanidad pecadora el candelabro de oro fino de su inmensa riqueza doctrinal, ungido con el óleo sagrado de la inmensa santidad que atesora, que es la santidad de Jesús, que es la misma santidad de Dios.

    Digamos que el Derecho público cristiano, en conjunción feliz con la espiritualidad de nuestra legislación histórica, nos dan la hermosa fórmula de la soberanía social que, en concreto, es la señalada por el dedo invisible de Dios, del que los hombres, siervos suyos, desde el más encumbrado hasta el más humilde, vienen obligados a la fiel observancia de sus preceptos.

    Este ingente y maravillosa soberanía social ocupa un plano superior a las dos soberanías relativas: la habitual del pueblo y la rectora del príncipe o rey. Porque, bajo la mirada misericorde y justiciera de Dios, abarca la protección de todos los derechos inalienables del hombre y de la comunidad a ser bien gobernados.

    La verdadera soberanía no es ni la cesarista ni la popular, desbordadas. Contra ambas, la Iglesia católica viene luchando desde su aparición en la Historia. La total soberanía es la de los fines sociales del hombre, de todo hombre, la soberanía de la paz y de la razón y de la justicia, la soberanía de la dignidad del trabajo y del trabajador, la soberanía del bienestar social del pueblo, la soberanía del perfeccionamiento humano, en su caminar incesante hacia la tierra prometida… Es decir, la soberanía de Dios en las instituciones jurídicas, culturales, humanas y divinas, en sus planes sobre los hombres y de sus eternos designios sobre el mundo.

    Muy por encima del pueblo y de sus gobiernos existe una zona, sagrada e intangible, a todo gobernante: contra el Decálogo; frente al Evangelio; contra la familia y el individuo; contra los atributos esenciales del hombre y de la sociedad; contra el sagrado de la Patria, contra el bienestar general…, nada pueden jurídicamente el Estado ni esa democracia bullanguera y anarquizante. Ni los piquetes y comandos socialistas; ni las huelgas revolucionarias, que van contra el bien común y arruinan los pueblos, impulsándonos a la desesperación, fin primario, para el logro del triunfo, del marxismo y de su ejecutor el comunismo. En los pueblos libres no todo es del César ni de la revolución. Hay mucho que es de Dios, que hay que respetar como algo sagrado. (…)

    Son, toda la filosofía y la ética, de ahora y de siempre, del socialismo, del marxismo, del comunismo internacional y ateo, eternas, enemigas de la España nacional.


    Última edición por ALACRAN; 31/07/2023 a las 13:04
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    Re: No fue exagerado hablar de una teología de los Principios del 18 de Julio

    Contra las críticas de Ruiz Giménez y otros católicos “progresistas” al derecho de presentación de obispos que establecía el Concordato de 1953.

    Sobre la vida y hazañas de ese peculiar "católico" Ruiz -Giménez, ver: Ruiz-Giménez: conspirador vaticanista-marxista contra la España católica


    Revista FUERZA NUEVA, nº 95, 2-Nov-1968

    Política y obispos

    Recientemente (1968) “Cuadernos para el diálogo” ha publicado un artículo en el que se propugna la renuncia del derecho de presentación de obispos y otras dignidades eclesiásticas.

    No creo, contra la opinión del articulista -Ruiz Giménez-, que la renuncia deba hacerse lisa y llanamente, cuando el derecho tiene un fundamento contractual, cuando existe en otros países y cuando el indudable y real carácter de autoridad de los obispos en España hace que su nombramiento lleve implicaciones sociales, que seguramente no desconocen las altas autoridades que pueden denunciar y no denuncian el citado privilegio.

    Pero esta discrepancia de opinión no me hubiera movido a tomar la pluma de no ser por los argumentos que para basar la suya emplea el señor Ruiz-Giménez.

    Alega que el derecho de presentación origina una serie de daños espirituales, considera que una de “las claves fundamentales” para la influencia moral y la “credibilidad” de la Iglesia es la renuncia al privilegio de presentación y cree que éste es la causa del “explicable” desconcierto de ciertos sectores cristianos de nuestra tierra, especialmente en Cataluña.

    ¡Buen razonamiento! Por lo visto, la espiritualidad dependería del procedimiento concordatario para el nombramiento de obispos. Y a la renuncia del mismo se condicionaría, ¡nada menos!, que la influencia moral de la Iglesia e incluso la “credibilidad”. La autoridad del Magisterio de la Iglesia y la propia fe (¿qué otra cosa sería la credibilidad?) quedarían vinculadas a la renuncia por España del derecho concordatario de presentación.

    La argumentación resulta disonante. Pero Ruiz-Giménez cree que tal modo de sentir es patrimonio de “los cristianos más sinceros y más conscientes”. Esto parece todavía más raro si no fuera porque luego la cosa se va aclarando.

    El derecho de presentación, sigue diciendo el articulista, puede acarrear “efectos desagradabilísimos en la conciencia de muchos creyentes, cabalmente de los más fieles a la enseñanza conciliar” y -añade- en los grupos sociales universitarios y del trabajo.

    Bien. La intención política asoma clara: hay una crítica al Régimen español, una referencia a los grupos sociales -no ya religiosos- del trabajo y de la Universidad, es decir, a los posiblemente inquietos, y la gran tapadera de la fidelidad al Concilio.

    Claro es que para ser fieles al Concilio hay que serlo a la Iglesia, que nació antes del Concilio, que tiene como fuentes de verdad la Escritura y la tradición y que ha proclamado sus dogmas antes del Vaticano II, único Concilio que nada ha definido ni querido definir.

    Me temo que los “fieles al Concilio” no lo sean tanto a la Iglesia. Y que a veces ni siquiera a la letra de aquél, como cuando -según Ruiz-Giménez- cambian “el ruego delicado… efectuado por los convenientes tratados” (Decr. sobre ministerio de los obispos, 20) por el “requerimiento solemne”, que no es precisamente lo mismo.

    Dejemos de usar la cortina religiosa para hacer política en la que se denuncien defectos del Régimen. Este los tiene, como todo lo humano. Y creo que en ellos puede haber influido más quien fue embajador con el Concordato y ministro del “sector social universitario” (J.Ruiz-Giménez) , que quienes no pusimos la mano en el timón del Gobierno.

    Yo pienso si la contrición no es también necesaria en política, y si el silencio no sería una fórmula aceptable para los hombres que pasaron sin fortuna.

    Leopoldo STAMPA


    Última edición por ALACRAN; 01/11/2023 a las 14:11
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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