Juan Pujol Martínez
Revista “Domingo”, 21-II-1937
“Cruzados”
No es mero azar que cuando se les compara físicamente con los nuestros, los jefes de la España roja sean una colección de monstruos obesos, adiposos, afeminados, zoológicamente deformes. Algunas veces pienso que si nuestra época tuviera la imaginación de los medievales, podría representarse a Franco como a San Miguel matando al diablo, un dragón con pezuñas y siete cabezas –las de los siete pecados capitales- que fueran las de Azaña, Casares, Indalecio Prieto, Ossorio y Gallardo, Álvarez del Vayo, la Nelken, Marcelino Domingo- y una lengua de víbora que bien podría ser la de doña Dolores Ibarruri. Porque, en efecto, estos caudillos nuestros tienen, si se les afronta con aquéllos algo de paladines de poema caballeresco, no sólo en la prestancia física, sino en la limpieza moral que hace de ellos verdaderos trasuntos de héroes de las Cruzadas. En los primeros días de la campaña, acudí desde Portugal, donde acompañé al general Sanjurjo hasta minutos antes de su trágica muerte, a presentarme al general Mola que, en aquellos momentos, instalado ya en Burgos, hacía frente con escasas fuerzas del Ejército y no sobradas milicias de voluntarios, al empuje de la horda embravecida en Madrid por la fácil victoria del Cuartel de la Montaña (…)
Me abrazó sonriente, porque nos conocíamos de horas adversas, tristes o grises de desesperanza, y él sabía de antiguo la mucha estimación en que, como escritor, lo único en que podía atreverme a juzgarle, le tenía.
-Menudo jaleo hemos armado –me dijo-, como si se tratase de una travesura.
-Era ineludible.
Y luego me habló con su discreción y sobriedad habituales, pero con franqueza que no estaba mal depositada, de la situación planteada entonces. Alma clara y diamantina, espíritu disciplinado en la adversidad y en la pobreza honrada, con episodios de íntima austeridad que algún día saldrán a la luz cuando se pueda hacer su biografía, inteligencia pronta y severa que enfoca las cosas objetivamente, sin deformarlas por la propia ilusión o el propio deseo, bien veía las dificultades de la empresa, mejor que sus mismos adversarios. Pero ni un instante dudaba del éxito final. En aquel drama de que era voluntario protagonista se había instalado con la naturalidad de un piloto en la tormenta (…)
Llegaban noticias de victorias parciales, de encuentros, de episodios, de obstáculos que sobrevenían para dificultar las operaciones. Tarea ingente, que él iba resolviendo con frases breves, decisivas, reconcentrado en sí mismo, con una capacidad de abstracción y de examen interno de los problemas, sorprendente. Y uno de aquellos días en que subía a su despacho viniendo de algún frente que había visitado en horas difíciles, una vez que hubo dado sus órdenes a los Jefes del Estado Mayor, mientras encendía un cigarrillo, le oí decir con aire preocupado:
-Estos individuos de mi escolta tienen buen apetito. Me van a desequilibrar el presupuesto.
-Pero mi general, ¿es usted quien abona sus comidas?
-Claro, en los viajes…
-¿No hay una cantidad destinada a estos fines?
-No se ha pensado.
-¿Y usted tiene mucha paga?
-Mil quinientas pesetas al mes es lo que cobro.
Así el hombre aquel, que mandaba un Ejército victorioso, el conquistador de Irún y San Sebastián, que tenía a sus órdenes millares de voluntarios armados, regimientos y batallones innumerables, el hombre que estaba haciendo frente, de momento, a la horda roja provista de los tesoros de España, ayudada por la Francia inmunda y la Rusia bárbara, se preocupaba porque de sus diez duros diarios de sueldo –él, que era señor auténtico de media España- tenía que vivir y a la vez pagar las comidas de su escolta. Entre risas y bromas era cierto. No había pensado que los Bancos, las tierras, las riquezas todas del país situado bajo su autoridad, se hallaban a su disposición, puesto que sobre ellas ejercía prácticamente plena soberanía. Su honestidad profunda, su respeto al derecho ajeno, y su escrupulosa limpieza moral, le impedían siquiera afrontar la probabilidad de disponer de otros recursos que de los de su peculio personal y su propia paga lealmente obtenida con anterioridad al alzamiento.
Y nadie habló de ello entre los que le escuchábamos, pero yo me preguntaba si en aquellos instantes los piratas del Frente Popular, los capitanes de bandidos rojos estarían atormentados por problemas semejantes. Yo comparaba aquella confesión de penuria, en aquel hombre vestido con elegancia militar, que no tenía más oro que el de los entorchados de su uniforme, con la codicia de la tropa de tíos gordos y ladrones, grasientos y codiciosos, que ya entonces habían comenzado a robar para ellos y para sus hijos los lingotes de oro del tesoro español, las joyas históricas, los tapices y los libros raros, como en un saqueo de invasión asiática en la Roma antigua y no como gentes que operan en su propia patria.
Y en rigor éste había sido un contraste permanente. Salvo en muy raros casos –pueden contarse enumerando a los que se hallan prestando servicio a los rojos- estos militares españoles eran gente pobre, orgullosa y austera. Tenían algo de monjes laicos. Religión de hombres honrados llamaban las ordenanzas, si no recuerdo mal, a la milicia. Cuando Queipo de Llano, metido por error en una aventura revolucionaria, tuvo que huir a París, se encontró allí sin recursos. Un día fue a buscar a un amigo mío:
-¿En qué puedo servirle, general?- le interrogó éste.
-Pues verá usted –le contestó Queipo con su franqueza característica-. Tengo muy escasos medios. Se me van a acabar según veo. ¿No podrá usted, que tiene relaciones, buscarme algunas lecciones de español para ir ganándome la vida?
Quien me lo cuenta, todavía conmovido, no era correligionario de Queipo. Pero le buscó las lecciones. Y cuando piensa en la forma en que están emigrando los que ahora lo hacen de la España roja, siente que el respeto que entonces le inspiró Queipo de Llano se le acrecienta.
-Es verdad que es un caballero- me dice a menudo.
-Un caballero y un héroe del temple de Francisco Pizarro. Quien ha hecho lo que ha hecho él con un puñado de hombres, tiene una plaza preferente asegurada en la Historia […]
Esta era una orden caballeresca, que indignaba, como un anacronismo y como un reproche, a la fauna interior de alma porcina, para quien el progreso y la verdad científica coincidían con la adoración a las más bajas apetencias y a los peores instintos corporales. El odio del obrero petulante, ensoberbecido, el odio del proletario urbano –capaz de todas las bajezas, de todas las abyecciones y todas las crueldades- se exacerba contra esta gente altiva y pobre. […]
Franco tiene esa seducción personal que emana de su equilibrio físico y fisiológico, de la serenidad interna, de la mesura, que son sus características. Cuando pasen los años y su personalidad entre en la Historia y pueda estudiarse sin la coacción de su autoridad y su presencia tan difíciles de olvidar para la censura como para el elogio, se verá que era el hombre predestinado para esta hora. Recuerdo que –después de comenzado este alzamiento nacional- el primer día que le vi salía de la catedral de Burgos. Con el fondo de las piedras centenarias –cresterías y pináculos que parecen de vieja argentería- bajo el cielo de un domingo de victoria, rodeado de la muchedumbre que le aclamaba, le vi descender la gran escalinata que da a la calle de Laín Calvo. Sonaban campanas y trompetas, aleteaban en el aire azul oriflamas de gloria. Y por el corazón de aquella multitud ferviente pasó una corriente que no era sólo de admiración y de fe, sino de amor hacia el héroe joven, que iba vestido con su sobrio uniforme de campaña, pro sobre cuya faz sonriente parecía proyectarse el fulgor de un imaginario casco de plata, como si en él se evocase inconscientemente el recuerdo de los Lohengrin y Parsifal legendarios, o el de aquel Cid cuyos huesos sacros reposaban bajo las bóvedas del mismo templo, redivivo ahora para mandar por igual a moros y cristianos, un Cid lampiño y casi adolescente. Esa capacidad de sonreír a su pueblo, a la vida entera, próspera o adversa, me pareció la promesa mejor que podía hacernos. Esa sonrisa suya –gesto de quien tiene la certeza de los demás y de sí mismo- disipaba como una mala pesadilla la visión de los monstruos de la España roja, los gestos feroces y crueles, sarcásticos y bestiales de los enfermos de envidia y de odio que habían tenido a España encadenada. Y le rodeaba, como de un halo, de eso que, folklóricamente se denomina simpatía.
¡Y con todo ello tan lejano de las captaciones demagógicas! Porque toda su vida ha sido recogimiento y disciplina. Nada más lejano de él, en efecto, que ese género de existencia que una literatura insubstancial ha solido atribuir a los hombres de guerra en tiempo de paz. Su distracción favorita han sido los libros. Su entretenimiento, el estudio de cuanto se relacionaba con su profesión castrense. No fuma. No bebe. Nadie le ha conocido esas aventuras fáciles que sin buscarlas le habrían salido por tantos motivos al paso. En este mundo desordenado en que vivimos, él realizaba sin jactancia ese ideal de soldado cristiano valeroso y austero, inteligente y modesto, que no censura los extravíos ni siquiera los vicios mundanos de los demás, pero que no los comparte. Lleno, por lo demás, de comprensión y de indulgencia, y exento de fariseísmo y de mojigatería. Su honestidad le es tan consubstancial, que no la exhibe, como nadie hace alarde de su esqueleto. Le parece natural en él, como naturales en los demás las debilidades que se excusan. Y poco a poco, sin buscarlo, sin quererlo, esta vida limpia y clara, había ido polarizando en torno a sí todos los sueños y todas las esperanzas de los patriotas y antes que de ninguno, de los propios militares. Durante estos años ominosos, muchas veces oía yo decir a los mozos tenientes y capitanes:
-Si Franco quisiera…
Yo mismo osé una vez ir a proponerle que quisiera. De aquella entrevista delicada y difícil guardo la impresión profunda de una conversación reflexiva, firme y serena, y de una esperanza que me henchía el corazón y al fin he visto confirmada…
-Si Franco quisiera…
Y Franco guardaba silencio. ¡Procedimiento tan distinto al de las seducciones electorales, al de las plataformas de los mítines en que se habla y se promete y se lisonjea y se miente a las multitudes! Y llegada su hora, Franco ha querido. Ahí está, con algo de arcangélico, contra el poder universal del diablo, sin perder su sonrisa juvenil, en la mano la espada invicta, y el pelo que era negro en torno a sus sienes, ya un poco gris, en pocos meses. Cuando visita los frentes, los soldados le aclaman y le echan sus capotes a guisa de alfombras, como a un capitán de romance. Y es cierto que hay muchas almas viles que quisieran aniquilarlo. Pero también lo es que en las horas de vigilia y de espera, millones de españoles tienen el pensamiento puesto en él, con una confianza que se acrecienta día a día, y no ha sido defraudada un solo instante. Guardia invisible y sentimental, de la que si es cierto que las almas se comunican por vías imperceptibles, debe sentir la presencia. (…)
Juan Pujol
(Revista “Domingo”, 21-II-1937)
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