Tanto en periodistas como en lectores la sobrecarga informativa daña el periodismo reflexivo; la marea, la vorágine va en detrimento de los matices, de la contextualización, de la profundización, del análisis y, por lo tanto, de la comprensión.
«¿Quién tiene tiempo de sopesar las palabras si, además de escribir, tiene que estar activo en Twitter y emitir vídeos en directo a través de Facebook Live?», observa Elizabeth Jensen, defensora del oyente de la radio NPR.
Los antes lectores, han devenido en gallináceas: picotean mucho y leen muy poco; y sufren, además, las consecuencias psíquicas y físicas del durísimo y continuo empeñarse y despeñarse en el no perderse nada («Al hambre de clics de los medios se suman las ganas de comer de los lectores: siempre hay algo a lo que prestar atención. Se empieza por el picoteo de titulares y se acaba en el empacho informativo, alimentado por una amalgama de datos masivos, algoritmos, newsletters, feeds, likes, retuits…»); llegar a todo, sin entender nada a fondo, una tensión ideológica, en palabras de Víctor Lapuente de El País, provocada por la exposición permanente y sin descanso a un “vendaval de estímulos informativos” que nunca descansan porque los llevamos a todas partes en el bolsillo y que, además, no nos ponen en contacto con diferentes versiones de la realidad, sino que nos radicalizan cada vez más en nuestras convicciones tal y como mostró Pariser en su libro El Filtro Burbuja que ya comentamos en este blog. Y nuestra radicalización es la de la sociedad. No basta con captar el escasísimo bien de la atención del lector, sino que hay que mantenerla enganchada, por lo que los medios tradicionales ya no median entre la realidad y sus lectores, sino que obsesionados por ofrecerles lo que piden son estos con sus clics lo que gobiernan la orientación de la información.
«Internet nunca dice: vale, ya has tenido bastante; ahora, márchate», dice Nir Eyal, por lo que es imprescindible dominarlo personalmente: desinstalar Facebook y Twitter del móvil pasándolos al ordenador que no va con nosotros, sino al que hay que acudir para su consulta, y obligarse a leer un periódico en papel al día. Volver a la calma del papel, de la columna, del artículo, del reportaje, del cruce de opiniones.
Del mismo modo que aumentan movimientos en contra de la comida rápida cada vez son más los que, como Dan Gillmor recomiendan un distanciamiento de la esclavitud de la última hora: «Llámenlo noticias lentas. Llámenlo pensamiento crítico. Llámenlo como quieran. Pero consideren practicarlo en su consumo de noticias y en su producción».
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Otros lo ven de manera diferente. "Las redes sociales y, en general, las empresas de internet, no pueden reconocer mucha responsabilidad en materia de información política. Porque, si lo hacen, entran en una carrera cuesta abajo ya que se les va a exigir responsabilidad por muchas cosas, desde violación de los derechos de propiedad intelectual hasta pornografía infantil", explica uno de los responsables de una organización involucrada al máximo en la controversia de la trama rusa de Donald Trump y que no puede dar su nombre por consejo de sus abogados.
Otro asunto es que gran parte del modelo de negocio en internet se basa en no tener empleados y dejar que los algoritmos decidan. El problema es que, por muy sofisticado que sea un programa informático, éste siempre es consecuencia de las personas que lo han hecho y, también, reflejo de los contenidos de la propia Red que, a su vez, son realizados por miles de millones de individuos. Pero al final, siempre, están las personas.
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Y sin embargo, en cierto modo, la profecía no estaba equivocada. Facebook murió en algún momento, pero no nos dimos cuenta. De hecho, hasta es posible que haya muerto varias veces.
Primero cuando pasó de ser un gigantesco repositorio de contactos a un negocio, porque ese fue el inicio de todo. Es evidente que
en el mundo en que vivimos, cuando no pagas por un producto es que el producto eres tú. Y en Facebook, que de tontos no tienen un pelo, vieron rápidamente el modelo que seguir: tenían entre mano
un gigantesco catálogo de datos personales que los usuarios les estaban regalando sin pensárselo.
[...]
Pronto llegaría la segunda muerte de Facebook:
el algoritmo. Se trata de una operación matemática que decide, en base a criterios desconocidos, qué contenido enseñar. Nada de esto es nuevo: la base del éxito de Google es su algoritmo de búsqueda, es decir, cómo criba los resultados (porque no, Google no lo enseña todo, ni mucho menos) y cómo los jerarquiza.
Desde su implantación, el contenido que aparece en tu muro ya no es cronológico, y su permanencia dependerá de muchas cosas. Así, hay contactos a los que ves siempre, y contactos a los que no ves nunca y quizá ni sabrías que tienes añadidos. Y no es porque tengan su perfil cerrado para que no veas cosas que publican: sencillamente, Facebook elige qué te muestra.
La tercera muerte, que fue la que empezó a escamar a las empresas, fue la de condicionar no solo qué se veía por criterios desconocidos —interacciones, repercusión, lo que fuera—, sino también por formatos. Aparecieron los vídeos con
autoplay silenciados, que solo se volvían sonoros si los tocabas. Los
timelines empezaron a parecer discotecas con movimiento por todas partes: únicamente los vídeos eran visibles, básicamente porque la publicidad en ellos se vendía mejor.
Sin embargo, no todos los vídeos valían. Si compartías el enlace a un vídeo externo no funcionaba de la misma manera que si subías el vídeo directamente a la plataforma. De hecho, hasta firmaron acuerdos con proveedores de contenido para que empezaran a volcar su contenido directamente en Facebook. El mensaje estaba claro: si quieres ser visible, danos tu contenido.
La cuarta muerte, la más reciente, ha consistido en cerrar las puertas a todo. Ahora las empresas solo serán visibles si pagan por serlo. En el fondo, tiene sentido. Facebook ha montado un
freemium gigantesco: tiene la mayor sala del mundo y la tiene hasta arriba de gente. Si quieres entrar, paga; si no, serás invisible.
Haz la prueba: comparte algún comentario con enlace y caerás en la mayor de las irrelevancias; comparte un vídeo que subas en la plataforma, o quizá incluso una foto, y alguno te verá. Haz lo anterior y paga y llegarás a miles de personas. En
The Oatmeal daban en el clavo contándolo hace unos días.
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