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Tema: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caídos"

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    El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caídos"

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1366, 1 de Abril de 1940, páginas 234 a 240.


    INSTRUCCIÓN PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    Sobre los derechos de la Iglesia


    EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
    AL CLERO Y FIELES DE LA ARCHIDIÓCESIS



    Venerables Hermanos y amados Hijos:

    Uno de los deberes más sagrados de los Obispos es el de mantener íntegros los inviolables derechos de la Iglesia, y el de instruir a los fieles cuidadosamente acerca de esta parte importantísima de la doctrina católica, principalmente en los tiempos actuales.


    Derechos divinos de la Iglesia

    Puédense, ante todo, distinguir, para mayor claridad, dos clases de derechos divinos, pertenecientes ambos a la naturaleza misma de la Iglesia: derechos acerca de su fe y de su doctrina; y derechos acerca de su organización, de su régimen y disciplina.

    Hablando a los sagrados Pastores el Papa Pío IX en su Encíclica “Qui pluribus”, de 9 de Noviembre de 1846, de la obligación que tienen de defender los derechos doctrinales de la Iglesia, les decía:

    «Conocéis perfectamente que es obligación de vuestro cargo pastoral defender con fortaleza episcopal la fe católica, y velar con sumo cuidado para que el rebaño que se os ha confiado permanezca firme e inconmovible en esa fe, tan necesaria que perecerá sin duda para siempre todo aquél que no la guarde íntegra e inviolada.

    »Trabajad, pues, con el mayor empeño, impulsados por vuestro celo pastoral, en conservar y defender esta fe, y no ceséis de instruir a todos en ella, sosteniendo a los que vacilan, contradiciendo a los que la impugnen, fortaleciendo a los débiles, no disimulando jamás ni tolerando cosa que pueda manchar en lo más mínimo la pureza de esta fe».

    Si ya a mediados del siglo pasado se preocupaba tan hondamente el Sumo Pontífice de «hac undique serpentium errorum colluvie, atque effrenata cogitandi, loquendi, scribendique licentia», de «este aluvión de errores que serpentean por todas partes, y del desenfrenado libertinaje de pensar, hablar y escribir», ¡qué no tendrá que lamentar hoy el Vicario de Jesucristo ante el cuadro desolador que presenta el mismo mundo civilizado!

    Contienen los Documentos Pontificios del Papa Pío XI, de feliz recordación, descripciones aterradoras del panorama que presenta, a la luz de la fe, el mundo contemporáneo; mas todas las compendia una frase gráfica en extremo, que copiamos de la Encíclica “Quadragesimo Anno”, de 15 de Mayo de 1931: «Nobis enim nunc, ut alias non semel in Ecclesiae historia, mundus objicitur in paganismum fere relapsus». «Como ha acontecido otras veces en la historia de la Iglesia, el mundo se presenta a nuestra vista casi sepultado de nuevo en el paganismo».

    En menos palabras nada puede decirse, desgraciadamente, ni más real ni más desconsolador.

    Estamos a pasos agigantados volviendo a un paganismo embrutecedor, que envuelve las inteligencias en las densas tinieblas del error y de la ignorancia, y sepulta los corazones en el cieno de todas las concupiscencias.

    Pero en este universal naufragio sobrenada, como siempre, en las grandes tempestades que ha padecido la humanidad después de la venida de Jesucristo, la barca de Pedro, la Iglesia católica, única tabla de salvación en todos los tiempos.

    Por esto, el Vicario de Jesucristo hace una nueva llamada a los Obispos en defensa de los derechos imprescriptibles que dimanan de la constitución divina de la Iglesia, en lo que respecta a su organización, régimen y disciplina.

    «Con no menos fortaleza, –dice Su Santidad Pío IX (Encicl. cit.)–, debéis fomentar en todos la unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y debéis procurar la obediencia a esa Cátedra de Pedro, en la cual, como en solidísimo fundamento, estriba todo el edificio de nuestra sacrosanta religión.

    »Con igual constancia debéis de procurar se guarden las leyes santísimas de la Iglesia, por medio de las cuales prosperan con perenne lozanía la virtud, la religión y la piedad.

    »Y siendo, según observa San León Magno (Serm. VIII, Capítulo 4), “una gran obra de piedad descubrir los escondrijos de los impíos, y combatir en ellos al demonio, de quien son servidores”, os llamamos la atención sobre el deber que tenéis de poner de relieve ante el pueblo cristiano, con todo empeño y diligencia, las muchas y variadas asechanzas de los adversarios, sus falacias, errores y maquinaciones, exhortándole constantemente a que se aparte de las publicaciones pestilenciales, para que, huyendo, como de la vista de una serpiente, de las sociedades y sectas de los impíos, evite cuidadosamente todo aquello que pugna con la integridad de la fe, de la religión y de las costumbres».

    Santísimas, llama el Soberano Pontífice en las graves palabras citadas, a las leyes de la Iglesia, en las que se afirman, tutelan, regulan y aplican los sacrosantos derechos que le concediera su divino Fundador, y que son patrimonio inalienable, que conservará intacto hasta la consumación de los tiempos, sin que poder ninguno de la Tierra ni del Averno se los pueda arrebatar, ya que dimanan de su divina constitución, y se ordenan a su conservación y actuación, que están garantidas por el poder de Dios, ante el que todos y todo tienen que rendir vasallaje.

    Santísimas son estas leyes de la Iglesia, no sólo por su origen, sino por los maravillosos efectos que producen en el mundo, el cual no ha desaparecido ya entre las aguas de un nuevo diluvio merced a la santidad que ellas han hecho germinar en las almas.

    Y santísimas han de ser por el respeto que a los poderes de la Tierra deben inspirar, si no quieren, más tarde o más temprano, caer aniquilados, cual han venido cayendo, uno tras otro, los opresores que, prevaliéndose de la fuerza en las diversas épocas de la Historia, han pretendido, ¡insensatos!, sojuzgar a la Iglesia.

    En la renuncia de estos derechos divinos sustanciales, que tantas veces han sido vanamente agredidos por la violencia de los tiranos y usurpadores, la Iglesia ni ha cedido, ni cede, ni cederá nunca un solo ápice, porque la Iglesia no puede ceder.

    Expresión de esta respuesta constante, indomable, apostólica de la Iglesia, aun en las épocas más aciagas de su existencia, a las pretensiones, o de la astucia, o de la fuerza imperante, ha sido el memorable Non possumus, cuyo eco sigue repercutiendo en el Vaticano en nuestros días mismos.


    Derechos connaturales de la Iglesia

    La Iglesia es una sociedad verdadera, perfecta, libre, que disfruta de sus derechos propios y constantes, que le fueron conferidos por su divino Fundador (Syll., Prop. 19).

    De esta verdad fundamental de la doctrina católica se deduce que la Iglesia no tiene tan sólo aquellos derechos especiales que su divino Fundador, Jesucristo, expresamente le otorgó, –derechos irrenunciables, derechos indestructibles, derechos inalienables, derechos consiguientemente duraderos hasta la consumación de los tiempos, derechos propios de la constitución orgánica inalterable que Jesucristo le diera–, sino que tiene, además, todos aquellos otros que, por derecho natural, competen a las sociedades perfectas para la consecución de sus propios fines.

    Estos derechos van inherentes a la Iglesia, y del mismo modo que toda sociedad perfecta de orden puramente temporal goza de estos derechos, sin que legítimamente pueda de ellos ser despojada, así tiene la Iglesia estos derechos connaturales a su existencia de origen divino positivo, y no hay poder humano que pueda arrebatárselos.

    Más aún: cuando estos derechos connaturales son sustanciales en toda sociedad perfecta, la Iglesia, que es sociedad verdadera y perfecta por voluntad de Jesucristo, no puede renunciarlos, ni enajenarlos, ni consentir en su despojo.

    A esta índole de derecho pertenecen, por ejemplo, las facultades legislativa, judicial y coercitiva, propias de toda sociedad perfecta.

    Atribución natural de toda sociedad perfecta es la de adquirir, poseer, retener y administrar toda clase de bienes temporales.

    En una palabra: es propio del concepto de sociedad perfecta el tener en sí misma todos los medios necesarios para la consecución de sus propios fines.

    Y no se vaya a creer que la doctrina según la cual la Iglesia Católica es una sociedad perfecta, es opinable y sometida al arbitrio de los hombres; es una doctrina de fe, que ningún católico puede poner en tela de juicio sin padecer naufragio en sus creencias, conforme lo declaró el Papa León XIII en su Encíclica “Libertas”, de 20 de Junio de 1888, pues de manera expresa incluye esta verdad en el tesoro de las reveladas por Dios:
    «… earum rerum, quae Deo auctore cognoscimus», con estas terminantes palabras: «Perfectam quamdam ab eo conditam societatem, nempe Ecclesiam, cujus ipsemet caput est, et quacum usque ad consummationem saeculi se futurum esse promisit».

    Y replicando a los que niegan a la Iglesia «los derechos propios de las sociedades perfectas, cuales son los de legislar, juzgar y sancionar», dice en la misma Encíclica: «Divinitus esse constitutum, ut omnia in Ecclesiae insint, quae ad naturam ac iura pertineant legitimae, summae, et omnibus partibus perfectae societatis»; «que está establecido por Dios que a la naturaleza de la Iglesia pertenezca todo aquello que es propio de la naturaleza y derechos de una sociedad legítima, suprema y perfecta en todos sus aspectos».

    Y por si, atendida la diversidad de fines de la Iglesia y de las sociedades civiles, alguien tratara de hallar disparidad en el concepto de sociedad perfecta que a la Iglesia compete, enseña en la Encíclica «Immortale Dei»: «Que la Iglesia es, no menos que los Estados civiles, una sociedad perfecta en su naturaleza y en sus derechos».

    Mas para tener un concepto más exacto de los derechos connaturales de la Iglesia, sociedad perfecta que convive con los Estados civiles dentro de unos mismos confines territoriales y tiene los mismos súbditos, es necesario advertir la naturaleza de esta sociedad perfecta, comparada con la de los Estados.

    Las sociedades se especifican por sus fines, a cuya prosecución tienden con medios a ellos acomodados. Siendo, pues, el fin de la Iglesia más elevado y excelente que el de los Estados, se deduce como consecuencia legítima que la Iglesia es sociedad perfecta superior a los Estados civiles.

    Hermosamente, como acostumbra, expone esta doctrina, hoy tan desgraciadamente olvidada, el Sumo Pontífice León XIII en la Encíclica antes citada:

    «Es necesario que exista entre la Iglesia y la potestad civil un perfecto orden de relación análogo a aquél que en el hombre constituye la unión del alma y del cuerpo. Para conocer cabalmente la naturaleza de esta relación, es necesario considerar la naturaleza de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines, ya que los Estados tienen por fin próximo y especial procurar los bienes caducos de la Tierra, y la Iglesia proporcionar los bienes sempiternos del Cielo».


    Derechos adquiridos de la Iglesia

    Los derechos de la Iglesia hasta ahora enumerados, lo mismo los divinos que los connaturales, bien pueden decirse derechos nativos y sustanciales suyos, en tal forma que nunca estuvo, ni pudo estar, ni estará, de ellos desposeída.

    En los días de prosperidad y de gloria, como en los días de persecución y abatimiento; en las sombras de las catacumbas, como en los esplendores de la Roma papal; en el destierro, como en el cautiverio de sus Pontífices, la Iglesia apareció siempre soberana, independiente de todo poder secular y superior a él, diciendo con San Pablo: «Verbum Dei non est alligatum»; «a mí me podrán tener entre cadenas como un malhechor, pero la palabra de Dios no puede ser encadenada» (II Tim., XI – 4), y proclamando con Pedro, el Príncipe de los Apóstoles (Act. Ap., V – 29): «Obedire oportet Deo magis quam hominibus»; «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres».

    El tesoro de estos derechos nativos de la Iglesia ha ido acreciendo, a través de los veinte siglos de su historia, con otros derechos que han emanado legítimamente de los más sanos y puros orígenes, y que pueden denominarse «derechos adquiridos».

    En primer término, la Iglesia, en virtud de la facultad legislativa de que la dotó su divino Fundador, ha ido, como sociedad perfecta que es, detallando su organización y régimen, mediante nuevas normas, hoy cuidadosamente compiladas en su Código Canónico.

    Muchos de estos derechos, que proceden, en cuanto a su determinación y forma, de la autoridad de la Iglesia, son meros corolarios y consecuencias de los principios básicos de los derechos divino-positivos y connaturales, que le son sustanciales.

    Y ciertamente se puede asegurar que todos los derechos, por su origen estrictamente eclesiástico, van encaminados a desarrollar, proteger, explicar y aplicar los derechos primordiales, de que por sí mismo le dotara nuestro divino Salvador.

    Y con tal sobriedad ha usado en esto Nuestra Santa Madre Iglesia de sus divinos poderes, que la legislación canónica, no obstante ser la sociedad perfecta que abarca más súbditos, que se extiende a todas las latitudes, y que persigue fines tan altos, es, entre todas las sociedades perfectas, la que cuenta con una legislación más breve, más sencilla y más estable.

    Pero, además de estos derechos, derivados de la autoridad misma de la Iglesia, hay otros, de especial importancia, que dimanan de sus pactos con las naciones.

    «Acontece, –decía a este propósito León XIII en su Encíclica «Immortale Dei»–, que llegan tiempos en los cuales prevalece otra manera de afianzar la concordia y de asegurar la paz y la libertad; a saber, cuando los Jefes de los Estados y los Soberanos Pontífices se ponen de acuerdo por medio de un tratado sobre algún punto particular. En estas circunstancias, la Iglesia tiene dadas pruebas relevantes de su caridad maternal, llegando sin indulgencia y condescendencia al mayor límite posible».

    No es necesario recordar con cuánta fidelidad deben ser respetados por los pueblos los derechos que dimanan de estos pactos, principalmente cuando, además, tienen fuerza de ley.

    Toda disposición legal del poder civil que viole los derechos que a la Iglesia le han sido reconocidos u otorgados, además de ser nula, constituye un atentado a la dignidad de las naciones, cuyo prestigio se vulnera con estos desafueros.

    Existen, finalmente, en la Iglesia, multitud de derechos, que dimanan de las mimas leyes civiles de los Estados, o del derecho llamado internacional; derechos que, si deben ser respetados siempre, mucho más merecen serlo cuando radican en la sociedad perfecta más excelente de la Tierra, que es la Iglesia Católica.


    La defensa de los derechos de la Iglesia

    Jesucristo Nuestro Señor, al fundar la Iglesia como sociedad perfecta, no pudo menos de otorgarle todos los medios necesarios para la prosecución de su fin altísimo, que se logra mediante el cumplimiento de sus deberes y el ejercicio de sus derechos.

    No lo entienden así quienes creen que no son verdaderos derechos aquéllos que no pueden ser hoy urgidos sino con una armada de buques de guerra y una escuadrilla de aviones, o con un centenar de miles de hombres provistos de ametralladoras y cañones, y colocados del lado de acá de nuestras fronteras.

    Bien podemos afirmar con el Apóstol (II Cor., II – 14) «que el hombre animal no puede comprender las cosas que son del espíritu, y que, al no entenderlas, las juzga como necedad».

    ¡Qué dignos de lástima son, venerables Hermanos y amados Hijos, los que miran las cosas tan sólo con los ojos de la carne, y tienen cegados los ojos de la fe y aun los de la razón!

    Los derechos de la Iglesia, pese a los que sostienen la supremacía del poder civil sobre el religioso, tienen la defensa validísima y eficaz que les corresponde. Está encomendada, en primer término, a aquél que, en la persona de Pedro, ha recibido el poder de las llaves, y a quien se dijo (Mat., XVI – 19): «todo lo que atares en la Tierra será también atado en los Cielos; y todo lo que desatares en la Tierra será también desatado en los Cielos».

    Y bajo la obediencia, y en unión estrechísima con los sucesores de Pedro, está encomendada la defensa de los derechos que contienen «las leyes santísimas» de la Iglesia, a nosotros los Obispos, «a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios» (Act. Ap., XX – 28).

    A tomar parte en este «bonum certamen» (II Tim., IV – 7) invitaba nuestro Santísimo Padre el Papa Pío XI, en su Encíclica «Ubi arcano», de 23 de Diciembre de 1922, a todos los buenos católicos, con estas palabras:

    «Al amor, al culto y al imperio del Divino Corazón de Cristo Rey corresponde el «bonum certamen», la noble batalla que es preciso trabar por los altares y los hogares, y el combate que hay que sostener en muchos frentes para defender los derechos de la sociedad religiosa y de la familia».

    La Iglesia no necesita las armas materiales de la fuerza, que tan poco alcance tienen en relación a sus derechos; maneja, en cambio, dos armas, que puso en sus manos su divino Fundador, el Rey inmortal de todos los siglos: sus preceptos, que obligan en conciencia; y sus penas canónicas.

    ¡Ay de los Heliodoros de todos los tiempos, que, sin respeto al Señor (II Mac., III – 14 ss.), «que puso la ley de los depósitos», osan penetrar por la fuerza en el templo para arrebatar los sagrados tesoros de los derechos de su pueblo escogido. ¡Caerán «por tierra, envueltos en oscuridad y en tinieblas»!

    ¿Que para nada valen respecto de los espíritus fuertes de nuestros días las excomuniones de la Iglesia, con que Ella, en determinados casos, defiende sus derechos?

    La historia de todos los tiempos, y en particular la historia contemporánea, viene a confirmar la verdad de aquellas palabras del escarmentado Heliodoro, y que tienen su perfecto cumplimiento en la Iglesia católica: «No se puede dudar de que existe en aquel lugar una cierta virtud divina, pues Aquél mismo que tiene su morada en el Cielo, está presente y protege aquel Lugar, y castiga y hace perecer a los que van a hacer allí algún mal» (l. c., vv. 38 y 39).

    Ésta es la verdadera y suprema defensa de los derechos de la Iglesia: la palabra, el poder, la asistencia divina de Jesucristo, que dijo (Mat., XXVIII – 20): «He aquí que Yo mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los tiempos».

    Dichosos, venerables Hermanos y muy amados Hijos, los que tenemos la dicha de ser Hijos fieles de esta Santa Madre Iglesia católica, y más dichosos todavía si, por defender sus derechos, que son los de Jesucristo, somos hallados dignos de padecer persecuciones.

    Prenda de las más preciadas bendiciones del Cielo sea la que de corazón os damos en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.

    Sevilla, 26 de Marzo de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ,
    ARZOBISPO DE SEVILLA.
    L. † S.
    Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor,

    DR. MANUEL RUBIO DÍAZ,
    Secretario-Canciller.




    (Esta Instrucción Pastoral será leída al pueblo fiel en la forma acostumbrada).
    Última edición por Martin Ant; 18/02/2019 a las 19:18

  2. #2
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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1366, 1 de Abril de 1940, páginas 241 a 244.


    ADMONICIÓN PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    En defensa de los sagrados derechos de la Santa Iglesia


    AL CLERO Y FIELES DE LA
    CAPITAL DE SEVILLA




    Venerables Hermanos y amados Hijos:

    Conocidas os son las circunstancias que Nos rodean y que Nos obligan a una suma discreción y reserva pastorales por el bien de las almas que Nos han sido confiadas.

    Nuestros trabajos todos han resultado fallidos para evitar se atentase contra los sagrados derechos de la Santa Iglesia, cuya custodia y tutela Nos han sido encomendadas y que hemos jurado solemnemente defender.

    En su día, cuando se calmen un tanto las pasiones y la excitación provocada, no lo dudamos, desde fuera se verá con claridad la verdad que hoy se trata de oscurecer.

    Nos limitamos a daros cuenta de las dos comunicaciones que, con grande pena, Nos hemos visto obligado a dirigir a la primera autoridad civil de la provincia.

    «ARZOBISPADO
    DE
    SEVILLA


    Excmo. Señor:

    Contestando la comunicación de V. Excia., de fecha 28 de los corrientes, hemos de significarle que, a raíz del Decreto a que se refiere del mes de Noviembre de 1938, hubimos de dar las instrucciones al caso pertinentes, y que, de conformidad con las disposiciones existentes en el Código de Derecho Canónico, eran que, según el canon 1.178, teníamos grave obligación de impedir fuese utilizada la Iglesia para todo lo que desdijese de la santidad a que estaba destinada; esta misma obligación Nos impone los Decretos 733 y 4.376 de la Sagrada Congregación de Ritos, doctrina que se encuentra todavía más concretada en los cánones 169 y 170 del Concilio Provincial VIII Hispalense.

    En su virtud, y en cumplimiento de grave deber de conciencia, haciendo uso de las facultades que Nos competen, en virtud del canon 1.495 del mismo Código de Derecho Canónico, Nos vimos en la necesidad, en la que permanecemos, de no poder conceder Nuestra licencia solicitada.

    Dios guarde a Vuestra Excia. muchos años.

    Sevilla, 30 de Marzo de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA.




    Excmo. Señor Gobernador Civil de la Provincia».






    «ARZOBIPADO
    DE
    SEVILLA


    Excmo. Señor:

    No obstante haber amonestado por medio de Nuestro Teniente Vicario y Secretario de Cámara a Vuestra Excia. acerca de la gravedad del delito canónico perpetrado contra Nuestra autoridad, con abuso de la fuerza armada constituida en guardia permanente bajo la declaración e imposición de penas canónicas y censuras correspondientes, volvemos a amonestarle por escrito, participándole, por última vez, que si no se retiran los rótulos escritos en Nuestro Palacio Arzobispal y la fuerza que los custodia, y si se llegara a quebrantar Nuestra prohibición de que escriban en los muros de Nuestra Santa Iglesia Metropolitana o de las Parroquias de Nuestro Arzobispado los nombres que se indican en la comunicación de Vuestra Excia. del 28 de Marzo de los corrientes, le serán aplicadas las penas correspondientes a los cánones 2.331 y 2.334.

    Con gran pena Nos vemos obligado a hacer uso de la potestad espiritual que Nos ha dado la Iglesia en defensa de sus sagrados derechos, una vez que se Nos ha dejado completamente indefensos y no se han atendido Nuestras indicaciones y mandatos.

    Dios guarde a Vuestra Excia. muchos años.

    Sevilla, 30 de Marzo de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA.




    Excmo. Sr. Gobernador Civil de la Provincia, Jefe Provincial de F.E.T. de las J.O.N.S.».


    Como veis, Hermanos e Hijos muy amados, ante una amenaza de fuerza con la que se pretendía cohibir Nuestra actuación pastoral, Nos hemos visto forzado a dar un paso para Nos muy angustioso, pero necesario en el cumplimiento de Nuestro deber.

    Réstanos el recurso a la oración, que no cesamos de elevar al Cielo por mediación de Nuestra Madre y Protectora la Santísima Virgen, para que cese esta tempestad que se ha suscitado, en la que peligran los sagrados intereses de las almas.

    Orad, Hermanos e Hijos muy amados, y recibid todos Nuestra Bendición Pastoral.

    Sevilla, 30 de Marzo de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ,
    ARZOBISPO DE SEVILLA.

    Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor.
    L. † S.
    DR. MANUEL RUBIO DÍAZ,
    Secretario-Canciller.




    (Esta Admonición Pastoral será leída al pueblo fiel en la forma acostumbrada).

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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1367, 15 de Abril de 1940, páginas 262 – 286. (Las Notas al pie del documento son mías).


    CARTA PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    Por los fueros de la verdad y de la justicia


    EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
    AL CLERO Y FIELES DE LA ARCHIDIÓCESIS




    Venerables Hermanos y amados Hijos:

    No podemos callar por más tiempo sin hacer traición a Nuestro sagrado ministerio pastoral, y, consiguientemente, sin faltar a Nuestra conciencia.

    Sabemos bien lo delicado que para Nos es hablar en estas circunstancias, que todos sobradamente conocéis. Mas, si por agradar a los hombres y eludir el sacrificio que nos impone el cumplimiento del deber callásemos…, Nos tendríamos que aplicar las palabras del Apóstol San Pablo (Galat., I – 10): «Si adhuc hominibus placerem, Christi servus non essem». Si por no evangelizaros «todavía tratase de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo».


    El deber pastoral según San Pablo

    Ejemplar acabadísimo de Obispos, el Apóstol San Pablo nos traza las normas invariables de Nuestro sagrado ministerio.

    Los fieles no siempre las conocen: y por esto fácilmente se dejan seducir por quienes, o abierta o solapadamente, persiguen a la Iglesia en la persona de sus Prelados.

    El Apóstol San Pablo, en su segunda Carta a su discípulo Timoteo, dice a todos los que habían de ser puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Act. Ap., XX – 28) estas gravísimas palabras:

    «Protesto delante de Dios, y de Jesucristo, que ha de juzgar a vivos y muertos, en su venida y en su Reino, que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo: reprende, ruega, amonesta con toda paciencia y doctrina.

    »Porque vendrá tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes amontonarán maestros conformes a sus deseos, teniendo comezón en las orejas. Y apartarán los oídos de la verdad, y los aplicarán a las fábulas.

    »Mas tú vela, trabaja en todas las cosas, haz la obra de Evangelista, cumple tu ministerio».

    Con visión profética descubre el Santo Apóstol lo que había de acontecer después de su muerte.

    Han llegado esos tiempos tristes en «que no se sufriría la sana doctrina, y en los que se apartarían los oídos de la verdad y los aplicarían a las fábulas».

    Y, precisamente, al llegarse estos tiempos, es cuando repercute enérgica la voz del Santo Apóstol, que en los actuales momentos resuena en Nuestra conciencia: «Ministerium tuum imple». «Cumple tu ministerio».

    No somos los Obispos ni son los sacerdotes, en su sagrado ministerio, funcionarios y servidores del Estado, sino única y exclusivamente ministros de Jesucristo.

    Lo decía el Santo Apóstol en su Carta primera a los fieles de Corinto (I Cor., IV – 1):

    «Así nos juzguen los hombres como ministros de Cristo y dispensadores de sus misterios».

    Así como toda la grandeza excelsa del Episcopado de la Iglesia Católica depende de esta su condición de ser los Obispos «ministros de Jesucristo», así de ella derivan los gravísimos deberes que sobre él pesan, y de los que afirma el sagrado Concilio de Trento que constituyen «una carga terrible, aun para los hombros de los ángeles».

    Tal importancia concede el Santo Apóstol al cumplimiento del sagrado ministerio «de reprender, rogar, amonestar con toda paciencia y doctrina» en los tiempos calamitosos que anuncia, «en que se cerrarán los oídos a la verdad», que vuelve a dar, mediante su propio ejemplo, en su segunda Carta a los Corintios (II Cor., VI – 3 y ss.), a los Obispos, las normas a que debe ajustarse su conducta ministerial.

    Un poco largo es el testimonio de San Pablo, pero es tan significativo y tan apropiado a Nuestras circunstancias, que hemos creído deberle reproducir por entero.

    Como podréis observar, si meditáis en sus luminosísimas enseñanzas, contiene un tratado completo del ministerio episcopal.

    Muchas veces, venerables Hermanos y amados Hijos, en los momentos nada fáciles de Nuestro ya largo Episcopado, hemos meditado estas palabras del Apóstol, que nos han dado luz, fortaleza, consuelo para cumplir Nuestro deber, con la gracia de Dios, que nunca Nos ha faltado, y con la que confiamos poder decir algún día, lleno de agradecimiento a la misericordia infinita de Dios: «Bonum certamen certavi» (II ad Tim., IV – 7). «He peleado buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado mi fe».

    Se expresa San Pablo en estos términos:

    «No demos a nadie ocasión de escándalo, porque no sea vituperado nuestro ministerio.

    »Antes, en todas las cosas, nos mostremos como ministros de Dios en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias,

    »En azotes, en cárceles, en sediciones, en trabajos, en vigilias, en ayunos,

    »En pureza, en ciencia, en longanimidad, en mansedumbre, en Espíritu Santo, en caridad no fingida,

    »En palabra de verdad, en virtud de Dios, por armas de justicia a diestro y a siniestro,

    »Por honra y por deshonra, por infamia y por buena fama, como seductores, aunque verdaderos; como desconocidos, aunque conocidos;

    »Como muriendo, y he aquí que vivimos; como castigados, mas no amortiguados;

    »Como tristes, mas siempre alegres; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como que no tenemos nada, mas poseyéndolo todo.

    »Nuestra boca, abierta está para todos, oh Corintios; nuestro corazón se ha dilatado;

    »No estáis estrechos en nosotros; mas estáis estrechos en vuestras entrañas;

    »Y correspondiendo igualmente, os hablo como a hijos; ensanchaos también vosotros.

    »No traigáis yugo con los infieles. Porque, ¿qué comunicación tiene la justicia con la injusticia?; ¿o qué compañía la luz con las tinieblas?;

    »¿O qué concordia Cristo con Belial?; ¿o qué parte tiene el fiel con el infiel?;

    »¿O qué concierto el templo de Dios con los ídolos? Porque vosotros sois el templo de Dios vivo, como dice Dios: Que Yo moraré en ellos, y andaré entre ellos, y seré Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo.

    »Por tanto, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo que es inmundo.

    »Y Yo os recibiré, y os seré Padre, y vosotros me seréis en lugar de hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso».

    Después de oír las palabras del Apóstol San Pablo entenderéis la razón del título de esta Carta Pastoral: «por los fueros de la verdad y de la justicia».

    Se nos anuncian tribulaciones y persecuciones de toda clase; se nos marcan las virtudes apostólicas que debemos practicar; se nos dan los consejos que debemos inculcar a los fieles, principalmente en orden a su trato y unión con los infieles; y se nos fija la norma invariable del procedimiento único que debemos seguir como ministros de Jesucristo: «In verbo veritatis, in virtute Dei, per arma iustitiae a dextris et a sinistris» (loc. cit., v. 7). «En palabra de verdad, en virtud de Dios, por armas de justicia a diestro y a siniestro».

    En palabra de verdad, no adulterando, ni tergiversando, ni callando el Evangelio, teniendo presente que, aunque indigno, somos ministro de Aquél que dijo (Ioan., XVII – 37): «Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo aquél que escucha la verdad, oye mi voz».

    El mundo es mentira, ficción, hipocresía. Sólo Jesucristo es la Verdad, como Él mismo dijo (Ioan., XVI – 6): «Yo soy la verdad».

    En virtud de Dios; de ese poder que Él comunicó a sus ministros, cuando les dijo en la persona de los Apóstoles (Ioan., XX – 21): «Sicut misit me Pater, et ego mitto vos». «Como el Padre me envió, así también yo os envío».

    Os envío, comenta concisamente un insigne escriturista contemporáneo, «no sólo para el mismo fin de la salvación del mundo por medio de la predicación de la verdad y el perdón de los pecados, sino con la misma autoridad».

    No estriba la eficacia de la acción ministerial del Prelado en los medios humanos que en tanto estima el mundo, sino en la autoridad de Dios.

    Ya lo advertía el Santo Apóstol (I Cor., I – 25 y ss.):

    «Así, Hermanos, ved vuestra vocación; que no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles. Mas aquello que es necio según el mundo, escogió Dios para confundir a los sabios; y lo que es débil escogió Dios para confundir a los fuertes; y las cosas viles y despreciables del mundo escogió Dios, y aquéllas que no son, para destruir las que son. Para que ningún hombre se jacte delante de Él».

    Armas de justicia a diestro y a siniestro, finalmente, ha de manejar el Prelado, según el Apóstol San Pablo. Amparadora de la justicia es la Santa Iglesia, que defiende denodadamente sus fueros.

    No importa que se presente ante Ella el poder más encumbrado, con todos los recursos de la fuerza. Ante la injusticia saldrán de labios de la Iglesia aquellas memorables palabras que inmortalizó el Papa Pío IX: «Non possumus».

    Al abrigo de la rectitud indomable de la Iglesia, se han cobijado siempre los débiles oprimidos, en la certeza de encontrar defensa contra el opresor.

    Terminante es la afirmación de San Pablo condenando toda clase de injusticias con este anatema (I Cor., VI – 9): «Nescitis quia iniqui regnum Dei non possidebunt?». «¿No sabéis que los injustos no poseerán el Reino de los Cielos?».

    Tales son, a grandes rasgos, los caracteres del ministerio pastoral que nos traza con su vida y con su doctrina el Apóstol San Pablo.


    Un modelo perfectísimo del ministerio pastoral

    Os escribimos, Hermanos y muy amados Hijos, esta Carta en plena Visita Pastoral, aprovechando momentos de descanso, sin disponer ni de tiempo, ni de salud, ni de ninguno de los otros medios humanos que tanto facilitan el cumplimiento de este deber, uno de los más importantes, a Nuestro juicio, del cargo pastoral.

    En el Oficio Divino del día en que os escribimos, encontramos un modelo acabadísimo del ministerio pastoral.

    Celebra hoy la Iglesia hispalense, por especial concesión de la Santa Sede, con la máxima solemnidad litúrgica, la fiesta de San Isidoro, Arzobispo de Sevilla.

    De tal modo resplandeció en el ministerio episcopal por su vida y por su doctrina, que, dieciséis años después de su muerte, en un Concilio de Toledo, en el que tomaron parte cincuenta y dos Obispos, entre los que se hallaba el preclarísimo San Ildefonso, su discípulo, fue proclamado San Isidoro «Doctor egregio, ornamento novísimo de la Iglesia Católica, el más docto en los últimos tiempos y digno de ser citado con la mayor reverencia».

    Otro discípulo suyo, San Braulio, Arzobispo de Zaragoza, no sólo le compara a San Gregorio Magno, sino que afirma que fue «un don del Cielo concedido para la evangelización de España en lugar de Santiago Apóstol».

    Al ser designado, por la benignidad de la Sede Apostólica, para regir esta insigne Sede de Sevilla, Nos pusimos de un modo especial bajo la protección de San Isidoro, su intercesor y patrono, procurando seguir de cerca sus huellas de vida Pastoral en cuanto Nuestra pequeñez lo consentía.

    Días de grande inquietud eran aquéllos de la última mitad del siglo sexto para la España Católica.

    Eran también días de lucha, y en esta lucha contra los enemigos de la Santa Iglesia se distinguió por su fortaleza y santa intrepidez San Isidoro.

    En las notas históricas que del Santo Arzobispo nos dejaron San Ildefonso, de Toledo, y San Braulio, de Zaragoza, se dice acerca de su denuedo apostólico:

    «De tal modo retuvo la verdadera Religión, que era oprimida bajo el poder de Príncipes arrianos, y de tal modo la practicó y la enalteció, que, aun siendo joven, se manifestó como su defensor intrépido combatiendo públicamente la perfidia de los herejes.

    »Ni pudo jamás ser intimado por el poder de sus adversarios ni por sus amenazas e insidias, continuando constantemente en la libre confesión de su fe y en la impugnación de la perversidad arriana».

    Con su santa energía y fortaleza apostólica, fue sal de la tierra, preservando, con su doctrina y sus ejemplos, de la corrupción, a la grey que el Señor le confiara.

    Léense en su honor en el Evangelio de su fiesta las palabras que nuestro Divino Maestro pronunció en el Monte de las Bienaventuranzas.

    Había anunciado el Señor la octava de sus Bienaventuranzas, que, a juicio de San Agustín, es la más excelente, diciendo a sus Apóstoles (Mat., V – 10):

    «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

    »Bienaventurados sois cuando os maldijeren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros mintiendo por mi causa.

    »Gozaos y alegraos porque vuestro galardón muy grande es en los Cielos. Pues así también persiguieron a los profetas que fueron antes de nosotros».

    E inmediatamente les dice:

    «Vosotros sois la sal de la Tierra.

    »Y si la sal se desvaneciere, ¿en qué será salada?, no vale ya para nada sino para ser echada fuera y pisada por los hombres».

    El comentario que aplica la Santa Madre Iglesia a estas palabras en la solemnidad de San Isidoro está tomado de San Agustín (Lib. I de Serm. Dom. in monte, Cap. VI), quien hace estas hermosísimas afirmaciones:

    «Muestra el Señor que han de ser juzgados como fatuos los que, o anhelando la abundancia de bienes temporales, o temiendo su privación, pierden los bienes eternos, que ni pueden dar ni quitar los hombres. Por lo tanto, si la sal se desvanece, ¿en qué será salada?

    »O sea, si vosotros, que estabais llamados a ser sal de los pueblos, por el miedo de las persecuciones temporales, perdéis el Reino de los Cielos, ¿quién podrá desvanecer vuestro error, cuando habéis sido vosotros los llamados a hacer desaparecer los errores de los demás?

    »Para nada vale, pues, la sal desvanecida sino para ser arrojada y pisada por los hombres.

    »No es, pues, pisado por los hombres el que padece persecución, sino el que desfallece temiendo la persecución.

    »No puede ser pisado sino el que está debajo, y no está debajo el que, aunque sufra en su cuerpo muchas penalidades en la Tierra, tiene, no obstante, fijo su corazón en el Cielo».

    A la luz de esta doctrina santa, ¡qué claras se ven tantas encrucijadas de la vida pastoral!

    ¡Cómo ama Jesucristo la libertad de su Iglesia, cuando exige para conservarla tantos sacrificios de sus fieles seguidores!

    Queremos terminar esta alusión a Nuestro Santo Patrono y Protector, Nuestro modelo en el ministerio pastoral, con la oración secreta de la Santa Misa de este día, que hemos recitado esta mañana con todo el fervor de Nuestro corazón:

    «Oh Señor, los dones sagrados que te ofrecemos en la festividad del Bienaventurado Isidoro protejan la libertad de tu Iglesia y promuevan la paz y el aumento de nuestra santificación».


    Nuestros deberes pastorales

    En esta última parte de Nuestra Carta pastoral debemos aplicar las normas santísimas expuestas a los deberes de Nuestro sagrado ministerio.

    No necesitamos deciros con cuánta pena de Nuestro corazón nos fuerza a hablar Nuestro deber.

    «Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres», nos está diciendo la voz del Príncipe de los Apóstoles (Act. Ap., V – 29).

    Si esto Nos hubiera de traer cualquier tribulación, confórtaNos el ejemplo de los Apóstoles (Act. Ap., V – 41) que «salían gozosos de delante del Concilio porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús».

    Hagamos unas breves indicaciones previas indispensables.

    1.ª Hemos de comenzar afirmando solemnemente, «in conssientia et coram Deo», que, en el ejercicio de Nuestro ministerio, no sólo no ha habido, en lo que de Nos depende, ofensa ni desconsideración a ninguna persona ni institución, sino que hemos procurado guardarles las consideraciones que les son debidas.

    2.ª En segundo lugar, hemos de hacer constar que no se trata de cuestión personal ninguna. Si esto fuese, hubiésemos guardado el más riguroso silencio, con la gracia del Señor, que nos manda perdonar a nuestros enemigos (Luc., VI – 37).

    Podemos afirmar con toda verdad que en Nuestra actuación pastoral hemos buscado únicamente el bien de la Iglesia, según nos lo recuerdan los dos versículos del Libro del Eclesiástico que en el «Communio» de la Santa Misa de este día se aplican a San Isidoro (Eccli., XXV – 47 y XXXIII – 18):

    «Videte quoniam non soli mihi laboravi, sed omnibus exquirentibus veritatem».

    «Respicite quoniam non mihi soli laboravi, sed omnibus exquirentibus disciplinam».

    «Reparad y ved que no he trabajado sólo para mí, sino para todos los que buscan la verdad y la disciplina».

    3.ª Protestamos enérgicamente de la inculpación de intervenir en el Partido Político. Suscribimos enteramente las palabras de Pío XI, en su Discurso al Congreso Internacional de la Juventud Católica; palabras autorizadísimas que han sido, son, y, con la gracia del Señor, serán Nuestra norma de conducta:

    «Podrá haber –dice– momentos en los que se juzgue que Nos, el Episcopado y el Clero hemos intervenido en la política.

    »El combatir por la libertad religiosa, por la santidad de la familia…, es combatir por la Religión, por la defensa de la Religión, por los intereses de la Religión.

    »Esto no es hacer política. No lo creemos ni lo creeremos jamás. Ahora bien, cuando la política ha tocado a la Religión, ha tocado al altar, entonces Nos defendemos el altar».

    Si el Partido Político, si los poderes públicos, no menoscaban los derechos imprescriptibles de la Iglesia, y que están sobre todo poder civil, pueden tener la seguridad de que no tropezarán nunca jamás con Nuestra autoridad, con Nuestra persona.

    4.ª Hemos prestado, y cuidaremos, Dios mediante, prestar sinceramente Nuestra cooperación al buen gobierno de la Nación; y hemos mantenido con las autoridades las relaciones de Nuestra inteligencia, ayuda y unión que tanto pueden contribuir al bien de la Patria; y hemos procurado mantener y fomentar siempre la paz y hacer el bien por Dios a todos los fieles confiados a Nuestro cuidado, apelando, amadísimos Hijos, a vuestro testimonio para demostrar que hemos encontrado la más fiel y entusiasta correspondencia por vuestra parte; siendo, consiguientemente, tendenciosas y malévolas las insinuaciones de malestar y perturbación del orden público.

    Tenidas en cuenta estas observaciones preliminares, concretemos Nuestros deberes pastorales con las palabras del Apóstol San Pablo, ya citadas en esta Carta: «In virtute Dei, in verbo veritatis, per arma iustitiae».

    A) En virtud de Dios.

    Hemos obrado exclusivamente en virtud del poder que de Dios, por medio de la Santa Iglesia, hemos recibido para la santificación de las almas.

    No tenemos, lo sabéis bien, ninguno de los medios humanos que pudieran utilizarse para la mayor eficacia de Nuestro apostolado entre vosotros.

    No contamos con los recursos del poder temporal, ni con la propaganda de la Prensa, ahora totalmente intervenida por el Poder Público, ni con bienes de fortuna, ni con la fuerza de las armas.

    Contamos únicamente, para extender entre vosotros el Reinado de Jesucristo, con los poderes que Jesucristo dio a sus Apóstoles para la santificación del mundo:

    «Haced esto en memoria mía» (Luc., XXII – 19).

    «Pedid y recibiréis» (Ioan., XVI – 24).

    «Id… predicad el Evangelio a toda criatura» (Marc., XVI – 15).

    «Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, perdonados les son; y a los que se los retuviereis, les son retenidos» (Ioan., XX – 23).

    «Si tu hermano pecase contra ti, ve y corrígele entre ti y él sólo. Si te oyere, ganado habrás a tu hermano.

    »Y si no te oyere, toma aún contigo uno o dos, para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra.

    »Y si no los oyere, dilo a la Iglesia.

    »Y si no oyere a la Iglesia, tenlo como un gentil y un publicano.

    »En verdad os digo que todo aquello que ligareis sobre la Tierra, ligado será también en el Cielo; y todo lo que desatéis sobre la Tierra, desatado será también en el Cielo» (Mat., XVIII, 15 – 18).

    «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Marc., XII – 17).

    Poderes son todos éstos que completan el gobierno de las almas que el Señor ha puesto en Nuestras manos, y de que habremos de darle estrecha cuenta.

    Poderes de santificación que, con tanto consuelo de Nuestra alma, utilizamos en bien de las vuestras, aunque tantos lo ignoréis.

    Poderes de régimen de la Iglesia que abarcan la potestad legislativa, judicial y coercitiva; a los que con menos frecuencia se recurre, pero que es indispensable usar cuando lo reclama imperiosamente el bien espiritual de las almas.

    De esta potestad habla el Santo Apóstol al escribir a los fieles de Corinto (II Cor., XIII – 10):

    «Por tanto, yo os escribo esto ausente, para que, estando presente, no haya de proceder con rigor, usando de la potestad que Dios me dio para edificación y no para destrucción».

    Podéis creernos, amadísimos Hijos, que sólo el amor a vuestras almas y la edificación de la Iglesia Nos han movido a amenazar con la espada espiritual a los mal aconsejados que se obstinaban en su error.

    Lo hemos hecho después de agotar pacientemente todos los recursos «in aedificationem, et non in destructionem», «para edificación y no para destrucción».

    Podemos repetiros muy de corazón con el mismo Santo Apóstol (II Cor., VII – 8):

    «Etsi contristavi… non me paenitet».

    «Por cuanto yo os contristé con aquella carta en que reprobaba vuestra conducta, no me arrepiento; y si me arrepintiera viendo que aquella carta os contristó (aunque por poco tiempo), ahora me gozo, no porque os contristasteis, sino porque os contristasteis para penitencia.

    »Porque os contristasteis según Dios, de manera que ninguna pérdida habéis padecido por nosotros».


    B) En la palabra de la verdad.

    Nos debemos a la verdad, Hijos muy amados; y aunque muchas veces la verdad sea amarga, sólo en ella debemos caminar.

    Decía el Señor, hablando de la verdad evangélica (Ioan., VIII – 32):

    «Si vosotros perseveraseis en mi palabra, verdaderamente seréis mis discípulos.

    »Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».

    El mundo es todo mentira; la Obra de Jesucristo, su Santa Iglesia, es toda verdad.

    La gran arma para combatir a la Iglesia y a sus ministros ha sido siempre la mentira, la calumnia.

    Nuestro escudo invulnerable es siempre la verdad; cuantas saetas envenenadas por el odio, por la pasión, por el error, dan contra ese escudo, caen en tierra embotadas.

    También Nos, en los momentos actuales, debemos en conciencia rendir testimonio a la verdad.

    Y con plena conciencia, y asumiendo la responsabilidad ante Dios de cuanto afirmamos, decimos con San Pablo (Ad. Rom., IX – 1):

    «Veritatem dico in Christo, non mentior, testimonium mihi perhibente conscientia mea in Spiritu Sancto».

    «Verdad digo en Cristo, no miento, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo».

    «Quoniam tristitia mihi magna est et continuus dolor cordi meo» (loc. cit., v. 2).

    «Que tengo muy grande tristeza y continuo dolor en mi corazón».

    Acaba de llegarnos la Prensa de Sevilla, y en una nota oficial de la primera Autoridad de la Provincia, publicada en primera plana y haciendo resaltar su importancia, vemos, con sorpresa y pena, afirmaciones no sólo inexactas, sino tendenciosas, que tenemos la obligación de rectificar, por ceder en detrimento de los intereses sagrados que Nos están confiados.

    Todos conocéis la nota, que no hemos de reproducir aquí [1]; Nos limitamos a afirmar, con plena certeza y saliendo por los fueros de la verdad:

    1.º Que los rótulos y signos distintivos del Partido Político, que se pintaron en la fachada principal de Nuestro Palacio Arzobispal en la madrugada del Martes de Pascua, no aparecieron como expresión del entusiasmo de la población y de origen anónimo, sino que fueron fijados, a las tres de la madrugada, después de tomadas por la fuerza todas las bocacalles de la Plaza de Nuestra Señora de los Reyes, y por personas pertenecientes al Partido Político; quedando, desde ese momento, custodiadas las inscripciones por fuerza armada, día y noche, por espacio de seis días. Habiendo, consiguientemente, motivos para juzgar que con las inscripciones de referencia se buscaba, no dar expansión al entusiasmo de la población, sino imponerse por la fuerza de las armas a Nuestra Autoridad, ocasionarNos ofensa, crearNos dificultades y coacciones para que reconociéramos el predominio del Partido Político sobre Nuestra jurisdicción.

    2.º Estos hechos se llevaron a cabo de noche, durante Nuestra ausencia, habiéndose realizado, a Nuestra llegada, el acto de violencia de ser amenazado con este motivo, con una pistola, un pobre obrero que cumplía con su deber.

    3.º Ante el atropello de los derechos sagrados de la Iglesia, que veíamos inminente, Nos vimos en la precisión de conminar con la pena de excomunión, según la comunicación que insertamos textualmente en Nuestra breve Admonición Pastoral de 30 de Marzo del año actual. La lectura de ese documento basta para desmentir totalmente la afirmación que contiene la nota oficial de que Nos fulminaríamos la excomunión contra los que tomasen parte en el homenaje a los caídos. Protestamos enérgicamente de esta frase que expresa una falsedad insidiosa.

    Nos no Nos mezclamos nunca con los actos cívicos que determinan las autoridades.

    Nos conminamos la excomunión contra los que impedían con la fuerza el ejercicio de Nuestra jurisdicción, al tenor del canon 2.334, párf. 2.º, y a los que desobedecían Nuestro mandato grave de retirar las inscripciones, que reputábamos ofensivas para Nuestra autoridad.

    ¡Qué triste es que, en estos momentos tan angustiosos, en los que está pasando la Patria por trance tan difícil, se esté sembrando, o permitiendo se siembre, en el pobre pueblo, la semilla de la prevención contra las Autoridades de la Iglesia, que ha sido, es, y será, en España, una de las columnas fundamentales de la Patria!


    C) En las armas de la justicia a diestro y a siniestro

    Relación estrecha e inseparable hay entre la verdad y la justicia.

    En el Reino de Cristo, cuya venida pedimos todos los días en la oración dominical del “Padre Nuestro” (Mat., VI – 10; Luc., XI – 2), es donde únicamente tiene su cumplimiento la profecía que contiene el Salmo mesiánico «Benedixisti, Domine, terram tuam», que tantas veces repite en ocasiones solemnes la Santa Iglesia.

    Dice así (Psal., LXXXIV – vv. 12 y ss.):

    «Veritas de terra orta est et iustitia de coelo prospexit».

    «La verdad brotó de la tierra, y la justicia nos ha mirado desde lo alto del Cielo.

    »Por lo que derramará el Señor su benignidad, y nuestra tierra producirá su fruto.

    «La justicia marchará delante de él y dirigirá sus pasos».

    Palabras que interpreta San Agustín diciendo:

    «La verdad, oh hombre, salga de tu boca y de tu corazón, a fin de que la justicia te mire del Cielo.

    »La verdad es nacida de la tierra cuando el publicano hizo una humilde confesión de sus pecados, y la justicia le miró del Cielo cuando él salió del templo justificado».

    «Bienaventurados, –nos decía el Divino Maestro en el Sermón del Monte (Mat., V – 6)–, los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos».

    Busquemos, Hijos amadísimos, con todo el anhelo de nuestra alma, la justicia del Reino de Dios, porque en ello nos va nuestra felicidad temporal y eterna.

    «Buscad, pues, primero, –nos intimaba Jesucristo–, el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mat., VI -33).


    Concretando esta doctrina del Santo Evangelio a Nuestros deberes pastorales, hemos de sentar previamente seis principios que proyectan luz clara sobre cuanto hayamos de decir a este propósito.

    Primer principio. La Iglesia Católica docente es la Maestra de doctrina moral y religiosa en todos los tiempos, para todos los pueblos, y para toda clase de personas, según los poderes que le diera nuestro divino Salvador antes de su Ascensión a los Cielos (Mat., XXVIII – 19):

    «Entonces Jesús, acercándose, les habló en estos términos: A mí se me ha dado toda potestad en el Cielo y en la Tierra: id, pues, e instruid a todas las gentes… enseñándoles a observar todas las cosas que Yo os he mandado».

    No abusa, pues, de sus poderes, la Iglesia, antes bien cumple con una obligación estrechísima, cuando alecciona a los gobernantes de los pueblos en materias morales y religiosas, y realiza con esto una eminente labor patriótica. Y éstos obran injustamente si reciben con prevención o rechazan o dificultan las enseñanzas maternales de la Iglesia, para quien todos los cristianos son hijos, aunque ciñan corona sus frentes.


    Segundo principio. La Iglesia no se mezcla en la política de los hombres, según incontables veces lo han proclamado las enseñanzas pontificias, que no fuera oportuno reproducir ahora por la brevedad de esta Carta. Es, por lo tanto, arma artera la que usan los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia al querer justificar sus persecuciones con pretexto de motivos políticos o patrióticos. ¡Cuántas veces, a través de los veinte siglos de existencia de la Iglesia, se han vuelto a reproducir aquellas acusaciones y coacciones que se hicieron en el proceso de la muerte de Nuestro Divino Redentor, resonando hasta nuestros días!:

    «Hunc invenimus subvertentem gentem nostram et prohibentem tributa dare Caesari» (Luc., XXIII – 2).

    «A éste le hemos hallado pervirtiendo a nuestra nación, y prohibiendo pagar los tributos al César».

    «Si hunc dimittis, non es amicus Caesaris» (Ioan., XIX – 2).

    «Si sueltas a éste, no eres amigo del César».

    No tratamos, pues, ni hemos tratado nunca de enjuiciar a la situación presente y, en especial, al Partido Político, ni mucho menos a sus personas, ni siquiera a su actuación desde los puntos de vista nacional, político o patriótico. Es asunto que no Nos pertenece y del que prescindimos totalmente en Nuestro sagrado ministerio. Únicamente, en cumplimiento de un deber sacratísimo de Nuestro cargo pastoral, hemos advertido noblemente lo que, según Nuestra conciencia, conforme a la cual el Señor Nos ha de juzgar, hemos creído que, objetivamente, y prescindiendo de las intenciones, lesionaba los derechos de la Iglesia o perjudicaba las almas que Nos están confiadas.


    Tercer principio. El llamar la atención sobre los peligros que contienen, o lesiones del derecho de la Iglesia que encierran, determinadas actuaciones políticas, no supone que no reconozcamos, ni agradezcamos, ni aprobemos las determinaciones rectas y beneficiosas que dimanen del poder civil en bien de la Iglesia o de la Patria; Nos complacemos en aprovechar esta nueva oportunidad para hacerlo con toda sinceridad, así como gustosamente, con este motivo, renovamos Nuestro acatamiento y consideraciones al Jefe del Estado, por quien rogamos a Dios diariamente, al hacerlo por las necesidades del Estado, y de cuyo nombre y autoridad otras personas tal vez han abusado indebidamente. Ahora bien, Nos argüiríamos de deslealtad a Nuestros deberes pastorales, y de injusticia, si Nos limitáramos a alabar lo que se hace en justicia y no advirtiéramos los daños que se ocasionan o pueden ocasionar a las almas.


    Cuarto principio. Muchas cosas que actualmente juzgamos y denunciamos como extralimitaciones del poder civil, ateniéndoNos a la legislación vigente de las Santa Iglesia, que Nos tenemos el deber de guardar y hacer observar, pudieran preceptuarse por medio de disposiciones concordadas con la Santa Sede. Pues el Soberano Pontífice, como Vicario de Jesucristo y Cabeza visible de la Iglesia, está sobre el derecho meramente eclesiástico, y puede, según su conciencia, hacer concesiones a los poderes políticos en cosas que no afecten al derecho natural o divino positivo y a los intereses de las almas. En el momento en que interviene el Santo Padre, él asume ante Dios la responsabilidad, y a nosotros nos toca acatar filialmente sus determinaciones.


    Quinto principio. No es nuevo el procedimiento para atacar a los Prelados, cuando defienden derechos de la Iglesia, el que insinúa la nota oficial, con carácter marcadamente tendencioso, de ponerNos en oposición con los demás Prelados españoles: exactamente el mismo se usó por el Gobierno de la República, en el preámbulo de un Decreto oficial, en la persecución que hubimos de sufrir ocupando la Sede de Toledo.

    Y es necesario dejar las cosas en su punto. Cada Prelado gobierna su Diócesis conforme a las normas trazadas en el Derecho Canónico, y según las instrucciones especiales que tenga recibidas de la Santa Sede.

    No es posible, ni conveniente, ni legal, el pretender, como muchos equivocadamente pretenden, una unanimidad mecánica inflexible en todas las actuaciones de los Prelados.

    Es injusto exigir a los Prelados de la Iglesia lo que ni se exige ni se puede exigir en los demás órdenes de la vida: que todos los Gobernadores, que todos los Presidentes de Audiencia, que todos los Delegados de Hacienda aprecien todas las cosas de su cargo del mismo modo. Tiene que haber, consiguientemente, de un modo principal en los casos nuevos y cuando no se reciben instrucciones especiales concretas de la Santa Sede, apreciaciones y conductas diversas en los Prelados, según su arbitrio y conciencia.

    Esta doctrina no es nueva sino antiquísima en la Iglesia de Dios, y nadie sino, o los ignorantes y necios, o los perversos, puede escandalizarse de ella.

    El Apóstol San Pablo, en su Carta a los Romanos, a propósito de estas diversas apreciaciones en cuestiones graves de su tiempo, decía (Ad Rom., XIV, 5 – 10):

    «Unusquisque in suo sensu abundent».

    «Uno hace diferencia entre día y día; al paso que otro hace todos los días iguales; cada uno obre según le dicte su recta conciencia.

    »El que hace distinción de días, la hace para agradar al Señor; el que come de todo, para agradar al Señor come; y el que se abstiene de ciertas viandas, por respeto al Señor lo hace… Ora vivamos, ora muramos, del Señor somos…

    »No desprecies a tu hermano y no le juzgues, porque todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo».

    Con qué satisfacción y consuelo de Nuestra alma aprovechamos esta ocasión tan propicia que se Nos presenta para rendir ante vosotros el homenaje más cumplido de Nuestra admiración, de Nuestra adhesión, de Nuestra unión, de Nuestro verdadero afecto fraternal al meritísimo Episcopado español, al que podemos aplicar, con toda verdad, las frases del Apóstol San Pablo (II Cor., VIII – 23): «Fratres nostri, Apostoli ecclesiarum, gloria Christi». «Hermanos Nuestros, Apóstoles de sus iglesias, gloria de Jesucristo».


    Sexto principio. Gustosamente reconocemos la significación católica del nuevo Estado, en el que trabajan, en diversos cargos importantes, distinguidos católicos, así como figuran en la Organización Política buenos Hijos de la Iglesia; y reconociendo este gran beneficio, que de Dios nos viene, a Él damos gracias rendidas. Mas, dentro de esta significación católica, es más sensible todavía, y hemos de procurar a todo trance evitarlo, el que, por determinadas medidas y actuaciones, salgan perjudicados los derechos de la Santa Iglesia y los intereses de las almas. Cuanto se haga con pureza de intención en este sentido, es colaborar eficazmente a la reconstitución cristiana de España, objeto primordial de nuestra gloriosa Cruzada.


    A estos seis principios preliminares fundamentales hemos de agregar, venerables Hermanos y amados Hijos, una manifestación que Nos obligan a hacer en esta Carta Pastoral, encaminada a salir por los fueros de la verdad y de la justicia, de una parte, las acusaciones contra Nuestra actuación ministerial lanzadas en una nota oficial, y por otra, la pacificación de los espíritus un tanto turbados en esta marejada de persecución.

    Después de nuestra designación para esta Sede, Nos apresuramos a visitar al Vicario de Jesucristo, que se había acordado de Nuestra pequeñez, en aquellos momentos difíciles en que se estaba forjando la nueva España, para regir esta Archidiócesis.

    Pocos meses antes de su muerte, teníamos el consuelo de visitar nuevamente al Augusto Pontífice, quien Nos retuvo más de una hora, no obstante su restricción de audiencias que, a causa de su enfermedad, habían dispuesto los doctores que le atendían.

    En ambas ocasiones, pero sobre todo en la segunda de las audiencias pontificias, en vista de las dificultades que ya varias veces habíamos encontrado para alejar de vosotros ciertos peligros en la fe y en la pureza de las costumbres, y para garantir la libertad en el ejercicio de Nuestra jurisdicción, propusimos humildemente al Santo Padre, por lo que tocaba a esta Archidiócesis y a Nuestro gobierno en ella, Nuestro criterio, fundado en la letra y el espíritu de las Leyes de la Iglesia, de sus tradiciones venerandas y de las enseñanzas pontificias, habiendo escuchado de sus labios palabras consoladoras de plena aprobación.

    Consuelo grande es para Nos haber podido llevar a la práctica, con fidelidad inquebrantable, normas que, para esplendor de esta Santa Iglesia Hispalense y mayor bien de vuestras almas, escuchamos del Maestro de la Verdad y Defensor intrépido de la justicia, quien Nos habló con una firmeza apostólica y con un celo por los intereses de la Iglesia que vivamente Nos impresionaron y recordaremos de por vida.

    A la Santa Iglesia se la sirve según Ella quiere, sin tener en cuenta nuestras comodidades, nuestros intereses, nuestros egoísmos, que son tan malos consejeros para el buen gobierno de las almas.


    Explanado, así, el camino, mediante la enumeración de los principios y de la manifestación que preceden, queremos, para terminar, indicaros los peligros que hemos tratado de evitar y que, por estar a ello obligado en conciencia, nuevamente os recordamos, aun sabiendo que ha sido Nuestra conducta episcopal en este punto el motivo remoto de la persecución contra Nos suscitada. Hechos completamente tergiversados e injustificados le han servido de pretexto inmediato, mas la Divina Providencia, si así conviene para su mayor gloria, cuidará de que queden totalmente esclarecidos.

    a) La libertad de la Iglesia

    Pocas cosas ha defendido, durante los veinte siglos de su existencia, la Iglesia Católica, con tanto tesón y con tanta entereza, como su libertad. Cuantas veces han tratado los tiranos de todos los tiempos de sojuzgar a la Iglesia, se han encontrado con una resistencia indomable. Innumerables son los mártires, entre los Sumos Pontífices y entre los Prelados, que cuenta el gran dogma de la libertad de la Iglesia.

    Baste citar unas palabras nada más de la celebérrima Bula «Unam Sanctam» del Papa Bonifacio VIII (Denzinger. Ench. Symb. et Def., Edic. IX, núm. CLIV, pág. 431). De ella entresacamos esta frase:

    «Las Sagradas Escrituras demuestran que hay en la potestad de la Iglesia dos espadas, una espiritual y otra temporal… La espada temporal se blande en favor de la Iglesia; la espada espiritual la maneja la misma Iglesia. La espiritual la usa la mano del sacerdote, la temporal la mano de los reyes y de los soldados, pero según la voluntad y la paciencia del sacerdote. Es necesario que la una espada esté sobre la otra; y que la autoridad temporal esté sometida a la potestad espiritual».

    Entre las proposiciones condenadas en el Syllabus de Pío IX se encuentran, en el párf. V «De Ecclesia eiusque iuribus», y en el párf. VI «De societate civili», muchos errores condenados que atacan a la libertad de la Iglesia. Baste recordar la proposición vigésima, que dice: «La potestad eclesiástica no puede ejercer su autoridad sin permiso y asentimiento de los gobiernos civiles».

    La proposición cuadragésimo cuarta condenada, se expresa en estos términos: «La autoridad civil puede mezclarse en las cosas que pertenecen a la Religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De aquí que puedan juzgar las Instrucciones que, según su cargo, dan los Pastores de su Iglesia para norma de las conciencias».

    Y, finalmente, fue condenada la proposición cuadragésimo primera: «En el conflicto de leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil».

    La libertad de la Iglesia, que tan celosamente Ella vindica para sí, y que protege con severísimas penas canónicas (C.I.C., Lib. V, tit. XIII, can. 2.331, 2.334, etc.), abarca la libertad de enseñanza, la libertad de ejercer la jurisdicción en cualquiera de sus clases.

    Por oponerse a la libertad de la Iglesia de enseñar, hubimos de reprobar las disposiciones civiles que prohibieron la publicación en nuestra Patria de la Encíclica «Summi Pontificatus» del Pontífice reinante, la reproducción en la prensa de la Carta Pastoral del Emmo. Cardenal Arzobispo de Toledo «Lecciones de la guerra y deberes de la paz» [2], la inserción en la prensa diocesana de muchas de Nuestras enseñanzas pastorales, de Cartas y Alocuciones, y aun del mero anuncio previo de Nuestra predicación en Nuestra Santa Iglesia Catedral Metropolitana.

    Por oponerse a la libertad de la Iglesia, en el ejercicio de Nuestra jurisdicción eclesiástica, hubimos de prohibir, bajo la conminación de penas canónicas por sus circunstancias agravantes de ofensa a Nuestra autoridad, la inserción de rótulos y signos políticos en los Templos católicos y en Nuestro Palacio Arzobispal.


    b) La integridad de la fe y la pureza de las costumbres

    Acerca de la fe católica, dice el Sagrado Concilio Vaticano (Con. Vat., Sess. III, Cap. 4): «Doctrina fidei, tamquam divinum depositum Christi Sponsae suae tradita, fideliter custodienda». «La doctrina de la fe, entregada como divino depósito a la Esposa de Cristo, se ha de custodiar con toda diligencia».

    Justamente la gran preocupación de la Iglesia es la de la integridad de la fe, sabiendo que la fe en Jesucristo es el principio de toda la vida sobrenatural.

    «Yo soy, –dijo Jesucristo (Ioan., XI, 25 – 26)–, la resurrección y la vida: quien cree en Mí, vivirá; y todo aquél que vive y cree en Mí, no morirá para siempre».

    Es, pues, la fe santa, para la Iglesia, el depósito más sagrado, más rico, más delicado.

    Después de haber dado tantas y tantas normas y advertencias para la vida cristiana, el Apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, le dice (I Tim., IV – 1 y ss.):

    «El Espíritu Santo dice claramente que, en los venideros tiempos, han de apostatar algunos de la fe, dando oída a espíritus falaces y a doctrinas diabólicas enseñadas por impostores llenos de hipocresía, que tendrán la conciencia ennegrecida de crímenes…».

    Por esto, el Santo Apóstol, al terminar la Carta, le da el consejo final, que tan cuidadosamente ha recogido la Iglesia (I Tim., VI – 20): «Depositum custodi». «Guarda el depósito de la fe».

    No es de extrañar que la Santa Iglesia, que enseñó en el Sagrado Concilio de Trento (Sess. VI, Cap. 8) «que la fe es el principio de la salvación de los hombres, y el fundamento y raíz de toda justificación», vele con empeño sumo por que no sufra el menor detrimento la fe en sus hijos.

    Proclamaba el Santo Padre Pío X, en su Carta al Episcopado de Milán, la necesidad de conservar muy pura la fe, y de defenderla de los que la combaten insidiosamente, aun desde la prensa que se llama de orden, y dice estas palabras gravísimas: «Tantam moliri catholicis iudicii disciplinaeque corruptelam, quantam neque ipsa parant diaria Ecclesiae palam infensa»; «que esta prensa que se ampara con el nombre de católica, ocasiona tanto quebranto en el criterio y en la disciplina de los católicos, cuanto no le causan los mismos que combaten manifiestamente a la Iglesia».

    Precisamente por el riesgo que implica, ciertamente, para la santa fe católica, condenamos los intercambios culturales, pactados por nuestros poderes públicos con otras naciones oficialmente distanciadas de la fe católica, y los viajes, en misiones de carácter político o cultural, de grupos, principalmente de juventudes, expuestos más fácilmente a la perversión de su fe o sus costumbres [3].

    Por esta misma causa, hemos deplorado, y deploramos vivamente, el que, ejerciéndose una tan rigurosa censura civil en todas las publicaciones, circulen muchas, de reciente edición, en que se difunden errores perniciosísimos contra la fe y buenas costumbres; incluso en alguna revista para niños.

    Del mismo modo, teniéndose establecida la censura oficial del cinematógrafo, no hemos podido menos de denunciar los peligros gravísimos para la fe y la santidad de la vida cristiana que encierran multitud de películas que circulan en los públicos espectáculos, con incalculable detrimento para las almas.


    c) La formación cristiana de la niñez y de la juventud

    Bien puede decirse que la Iglesia ama a la niñez y a la juventud como a las niñas de sus ojos.

    Lo expresaba significativamente, respecto a la juventud, el Papa Pío XI en su Alocución, de 25 de Septiembre de 1925, a la peregrinación internacional de la Juventud Católica:

    «Cuando pensamos –decía– el tesoro de pureza y de toda clase de riquezas espirituales que en vosotros ha puesto Nuestro Señor Jesucristo, divino amante y consagrador de la juventud, un tiempo tan profanada por el paganismo; cuando Nosotros pensamos en el rigor de las amenazas y en la suavidad de las promesas con que Él quiso proteger vuestra belleza moral, entonces comprendemos hasta qué punto debemos amaros y os amamos».

    Con relación a la niñez no ha cesado la Iglesia, a través de los siglos, de repetir a la humanidad las palabras de su Divino Fundador (Mar., X – 14): «Sinite parvulos venire ad me». «Dejad que los niños se acerquen a Mí».

    De este amor maternal de la Iglesia a la niñez y a la juventud de ambos sexos se deriva la solicitud que siempre ha demostrado por su formación cristiana, y la energía con que en tiempos antiguos y modernos ha defendido sus derechos en orden a su educación, a la preservación de su inocencia y a la tutela de su pureza.

    Baste citar el sapientísimo testimonio del Papa Pío VII en su Encíclica «Diu satis»:

    «Es necesario –dice– que cuidéis de toda la grey que, como a Obispos, os ha confiado el Espíritu Santo (Act. Ap., XX – 28). Pero entre todos, reclaman para sí, especialmente, la vigilancia de vuestro amor y benevolencia paternales, vuestro interés, vuestra industria y vuestro trabajo, los niños y los jóvenes, a los que, con su ejemplo y con palabras, Jesucristo nos dejó encomendados (Mat., XIX; Marc., X; Luc., XVIII); y, para la corrupción y envenenamiento de cuyos tiernos ánimos, con toda su fuerza se empeñan los que, poniendo en ello la confianza máxima de lograr sus nefastos intentos, maquinan la destrucción del orden privado y público, y la confusión de los derechos divinos y humanos».

    No se les oculta a estos conspiradores que los niños y jóvenes son como blanda cera que se puede con facilidad manejar y modelar en cualquiera forma, la cual llega a endurecerse, al pasar los años, con tal pertinacia que no admite modificación, según el vulgar conocido proverbio de los Libros Santos: «El hombre, aun cuando llegase a envejecer, no se desviará del camino que emprendió en su juventud» (Prov., XXII – 6).

    No consintáis, pues, venerables Hermanos, que «los hijos de este siglo sean más prudentes en su conducta que los hijos de la luz» (Luc., XVI – 8).

    Nos permitimos, amadísimos Hijos, interrumpir la cita del inmortal Pío VII, vindicador insigne de los derechos de la Iglesia, por los que fue objeto de las más terribles persecuciones, para llamaros la atención del modo como apremia con palabras gravísimas la conciencia de los Obispos acerca del cumplimiento de este deber de velar por la defensa de la fe, de la inocencia y de la pureza de costumbre de la niñez y de la juventud:

    «Etiam atque etiam considerate pervestigate sedulo; odoramini, lustrate omnia».

    «Con el máximo empeño consideradlo todo, investigadlo todo con diligencia, olfateadlo todo y escudriñadlo todo: a qué superiores debéis confiar el cuidado de los jóvenes en sus colegios, qué maestros se ponen al frente de sus clases, qué escuelas existan. Excluid, rechazad «a los lobos rapaces que no perdonan» a la grey de los inocentes corderos; y si alguno de ellos ha penetrado furtivamente, lanzadlo de allí, exterminadlo inmediatamente, «según la potestad que os dio el Señor para edificación»».

    Esta doctrina de la Cátedra de la verdad, que es al mismo tiempo una ley, Nos ha obligado, considerando exclusivamente la cosa desde el punto de vista moral y religioso, a mirar, como Prelado, con prevención, las Organizaciones Juveniles e infantiles de carácter político, fundadas de un modo oficial en nuestra Patria, y que no ofrecen las debidas garantías para la formación cristiana de la niñez y de la juventud.

    Bien están, y son dignos de elogio, los actos religiosos en que toman parte estas Organizaciones; mas esto no basta. Dichas Organizaciones, no obstante el que algunas tengan sacerdotes adheridos que figuran con el título de Capellanes, están completamente bajo sus mandos políticos y fuera de Nuestra eficaz vigilancia e intervención, tal como Nos la prescribe el Papa Pío VII.

    Repetidas veces la Sagrada Jerarquía se ha visto en la precisión de llamar la atención sobre Organizaciones análogas, existentes en otras naciones, sintiendo mucho no disponer de tiempo para citaros tan importantes y aleccionadores Documentos eclesiásticos.

    En Nuestra misma Archidiócesis hemos recibido numerosas denuncias sobre este punto, que crecieron en número e importancia con motivo de la Concentración Nacional de estas Organizaciones Juveniles tenida en Nuestra ciudad episcopal [4].

    Dignas de tenerse presentes son unas palabras de Pío XI a este propósito de la formación cristiana de la juventud y de la niñez, al que se oponen no pocas veces el abuso de los ejercicios denominados gimnásticos, para el mejor desarrollo de la raza, sin tener en la cuenta debida el pudor y la honestidad cristiana, muy principalmente en las jóvenes.

    Fueron dirigidas estas palabras, en 11 de Febrero de 1929, a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma:

    «Procurad promover y defender el cumplimiento de los deberes religiosos, parroquiales, o sea, el magnífico conjunto que forma la vida parroquial; la frecuencia al templo, la asiduidad, la diligencia, al menos en la medida indispensable, a las instrucciones religiosas: cosas todas amenazadas, o, lo que es peor ya, perjudicadas con los excesos del movimiento actual de los deportes. Excesos que hacen que dicho movimiento no sea ni educativo ni higiénico, mientras constituyen un obstáculo para el desarrollo de otras esenciales actividades humanas».

    Y tratando, en especial, de la llamada «cultura física», decía, como Arzobispo de Milán, en 1921, a los fieles de Lombardía:

    «La experiencia Nos enseña que los deportes que tienen por fin único o principal la cultura física han logrado quitar todo carácter religioso a los días festivos, y privar a la juventud de la palabra de Dios, y, si han conseguido formar hombres más vigorosos, no han dado a la sociedad caracteres más recios ni mejor equilibrados».


    d) El culto católico

    Clara, terminante, es la doctrina de la Iglesia en lo que se refiere al culto católico.

    La expresó, contra las exigencias abusivas de ciertos Estados, el inmortal Pontífice León XIII en su Encíclica «Immortale Dei», de 1 de Noviembre de 1885, en estas palabras:

    «Todo lo que en las cosas humanas es, por cualquier título, sagrado; todo lo que concierne a la santificación de las almas y al culto divino, ya sea tal por su naturaleza, ya en relación a su fin, está exclusiva e íntegramente bajo la potestad y el arbitrio de la Iglesia».

    Deber es, por lo tanto, de la Sagrada Jerarquía, mantener la libertad de disponer todo lo referente al culto católico sin injerencias extrañas, amoldándose a lo dispuesto por la Sagrada Liturgia.

    Violan, pues, los derechos sagrados de la Iglesia las disposiciones emanadas de la potestad civil en las que, sin haber contado antes con la Autoridad eclesiástica, se prescriben las ceremonias que han de tener lugar en un acto de suyo sagrado como es un entierro católico.

    Se coacciona la voluntad de la Iglesia cuando se organiza por la potestad civil un acto patriótico o político incluyéndose en él, sin haber antes oído a la respectiva Autoridad eclesiástica, la celebración de una Misa llamada de Campaña. Principalmente cuando debe de tenerse en cuenta la doctrina de la Sagrada Congregación de Sacramentos, que, en su Instrucción de 26 de Julio de 1924, dice:

    «Está fuera de duda que no se tiene causa justa y razonable para la celebración de la Misa fuera de la Iglesia, cuando se pide con ocasión de conmemoraciones profanas o para dar realce a fiestas de carácter político; en tales circunstancias, la celebración de la Misa queda prohibida de un modo absoluto por el canon 822».

    Se habla en esta Instrucción de la Sagrada Congregación de Sacramentos «de la desviación de la sana disciplina del culto católico», y acerca de este peligro creemos deber de conciencia, amadísimos Hijos, llamaros la atención nuevamente.

    Una cosa es el culto católico, y otra cosa, esencialmente diversa, son los actos y homenajes de carácter cívico.

    El culto católico no puede quedar, ni a merced de disposiciones políticas, ni a las exigencias de iniciativas particulares.

    Son actos y homenajes de carácter cívico, entre otros: las Cruces llamadas de los Caídos, evocaciones de los muertos, desfiles militares o civiles ante dichas Cruces, discursos profanos, ofrecimientos de coronas de flores, saludos y gritos reglamentarios.

    Nos, como muchas veces lo hemos manifestado noblemente, en calidad de ministro de Jesucristo entre vosotros, no hemos tomado parte en dichos actos por evitar confusiones que inducirían a errores graves entre los fieles menos conocedores de la doctrina de la Iglesia.

    Dichos actos y homenajes, que antes que en España se practicaron en otras naciones, donde tuvieron su origen, pueden libremente, bajo su responsabilidad, ser organizados por las autoridades civiles: mas siempre cuidando de que no sufra en ellos menoscabo la doctrina católica, tal como se contiene en el Símbolo de la Fe y se enseña en la Doctrina cristiana.

    «Nolite seduci» (I Cor., XV – 33), –os diríamos con el Apóstol San Pablo–, «no os dejéis engañar. Estad alerta…, porque entre nosotros hay hombres que no conocen a Dios; dígolo para confusión vuestra».

    Todos los que mueren en pecado mortal, donde quiera y como quiera que mueran, van al Infierno para ser en él eternamente atormentados. Los que mueren en gracia, sin haber enteramente satisfecho sus pecados, van al Purgatorio para ser allí purificados con terribles tormentos. Al Cielo… sólo van los justos ya plenamente purificados.

    La Iglesia, única que puede prescribir oraciones, y a cuya aprobación deben someterse las verdaderas oraciones que se hayan de hacer en público, no usa la palabra «caídos» en su Liturgia. La Iglesia, cuando ora por los muertos, ora tan sólo por los «fieles difuntos». No pueden estar unidos después de la muerte los que no han estado unidos en vida por la misma fe en Jesucristo.

    Ved por qué Nos hemos creído en el deber de no conceder, para evitar confusiones peligrosas, el que dichas Cruces se erijan adosadas a las iglesias, ni en terreno que pertenece a los templos.

    Es necesario distinguir perfectamente lo que por su naturaleza es un acto cívico o político, de lo que es acto estrictamente religioso.


    e) Las Asociaciones católicas profesionales

    Es un derecho de la Iglesia, que dimana de su misma constitución divina, el de fundar Asociaciones católicas profesionales. Lo ha ejercitado tranquilamente en todo tiempo, a excepción de las épocas de persecución; y del ejercicio de este derecho se han seguido grandes bienes para la sociedad y para la misma Iglesia.

    No se explica cómo, tomando pretexto de una unificación política o de milicias, se ha llegado a la conclusión de la exclusión por la vía legal de determinadas Asociaciones católicas profesionales, tales como la de Estudiantes Católicos, la de Maestros Católicos y la de Obreros Católicos.

    Con mucho tiempo, a los primeros atisbos de la violación de este derecho de la Iglesia, os lo advertíamos en Nuestra Instrucción Pastoral de 14 de Enero de 1938 [5].

    Nos limitamos a recordaros la naturaleza de estas Asociaciones, y las Enseñanzas Pontificias precisamente de las tres Asociaciones católicas profesionales hoy más combatidas.

    «No sólo –os decíamos– no debe mirarse a estas Asociaciones católicas con prevención, sino que cada uno en su profesión debe estimar como timbre de gloria el pertenecer activamente a ellas.

    »La orientación que han de tener en adelante, substancialmente no varía de la que tuvieron con anterioridad a los desgraciados sucesos que lamentamos, después que la Revolución asoló nuestra Patria. Han tendido siempre y deben tender, como fin primario, a la perfección religiosa de cada uno de sus miembros, y, juntamente, a la perfección dentro de la vida profesional, ya que ésta se encuentra íntimamente ligada con la primera en muchos puntos sustanciales.

    »Aunque, dada la forma providencial en que se desarrollan los acontecimientos, hemos de acariciar la esperanza de tiempos mejores, sin embargo, sería pueril creer que ya no habrá dificultades que vencer para la vida cristiana en el nuevo orden de cosas.

    »El Santo Padre Pío XI, en su bellísima Encíclica sobre la educación de la juventud, de 21 de Diciembre de 1929, encomia expresamente las Asociaciones de Maestros Católicos con estas gravísimas palabras:

    “Nos llena el alma de consolación y de gratitud hacia la bondad divina el ver cómo un tan gran número de Maestros y Maestras excelentes, unidos en Congregaciones y Asociaciones especiales para cultivar mucho mejor su espíritu, las cuales, por esto, son de alabar y promover como nobílisimos y potentes auxiliares de la Acción Católica, trabajan con desinterés, celo y constancia en la que San Gregorio Nacianceno llama arte de las artes y ciencia de las ciencias, de regir y formar a la juventud”.

    »A las Asociaciones de Estudiantes Católicos cuadran hermosísimamente las palabras de León XIII en su Encíclica “Militantis Ecclesiae”, de 1.º de Agosto de 1897:

    “Es indispensable que toda la formación de los jóvenes estudiantes esté impregnada de piedad cristiana.

    ”Sin esto, si este aliento sagrado no penetra en el espíritu de los discípulos y de los maestros dándoles vida, la ciencia, cualquiera que ella sea, no sólo les servirá de escaso provecho, sino que, frecuentemente, se derivarán de ella serios perjuicios”.

    »Innumerables son los testimonios que pudieran citarse hablando de las Asociaciones de Obreros Católicos.

    »En nombre de S. S. Pío X, telegrafiaba el Secretario de Estado al XV Congreso de las Asociaciones Católicas Obreras de Berlín, manifestando que “dichas Asociaciones merecían la aprobación y la recomendación más decidida porque su actividad toda la ordenaban al fin último sobrenatural”.

    »Y en una preciosísima Encíclica que Pío X dirigía al Episcopado alemán con motivo de las Asociaciones Católico-Obreras, decía estas autorizadísimas palabras:

    “Tenemos por el más sagrado de Nuestros deberes procurar y hacer que estos amados Hijos conserven pura e íntegra la doctrina católica, sin dejar nunca que en modo alguno su fe peligre. Y si no son diligentemente estimulados a vigilar, les amenaza el grave riesgo de adaptarse, poco a poco y sin darse cuenta, a un cierto cristianismo vago e indefinido que suele apellidarse interconfesional, y que se difunde con la falsa etiqueta de una fe cristiana común, aunque nada hay tan manifiestamente contrario a la predicación de Jesucristo”.

    Terminamos estas indicaciones repitiendo las mismas palabras que hace dos años, en la Instrucción Pastoral citada, escribíamos:

    «Dada la naturaleza de la reconstrucción de España, que se está forjando con tantos sacrificios, no dudamos de que estas Asociaciones, que tienden a hacer más perfectos en sus profesiones diversas a los españoles, por el hecho de que los hacen más cristianos, serán no sólo bien miradas, sino hasta protegidas y favorecidas por las autoridades, que no sólo no tienen nada que temer de las referidas Asociaciones, sino que cuentan en ellas con un plantel de escogidos ciudadanos, de cuya fidelidad nunca se podrá dudar, y cuya mayor perfección en la vida cristiana es una mayor garantía del cumplimiento de sus deberes ciudadanos y profesionales.

    »Del mismo modo, tenemos la seguridad de que estas Asociaciones católico-profesionales encontrarán favor en todos los verdaderos católicos, que están llamados a ayudarlas según sus posibilidades, en la misma medida, o tal vez mayor, en que les prestaban ayuda con anterioridad al glorioso Movimiento nacional».


    f) La caridad cristiana

    Grande es la fe, grande la esperanza cristiana, pero, según nos lo enseña el Apóstol San Pablo (I Cor., XIII – 13), «la caridad es mayor».

    En la caridad está la perfección espiritual de cada cristiano. Pues, según el Apóstol San Juan (I Ioan., IV – 16), «Dios es caridad; y, el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él».

    En la caridad está la perfección de la vida social cristiana.

    Según enseña el mismo Apóstol (I Ioan., IV – 12): «Si nos amamos unos a otros por amor suyo, Dios habita en nosotros y su caridad es consumada en nosotros».

    Lo cual expresaba el Apóstol San Pablo con estas palabras (Col., III – 14): «Sobre todo mantened la caridad, que es el vínculo de la perfección», uniéndonos a unos con otros, y a todos con Dios.

    Las sociedades cristianas descansan sobres dos insustituibles y firmísimas columnas: la caridad y la justicia; pero podemos afirmar respecto de esta virtud moral lo que con relación a las virtudes teologales decía San Pablo: «Maior autem… est charitas». «La mayor es la caridad».

    Pondera este pensamiento San Agustín tejiendo el elogio de la caridad, y dice hermosísimamente:

    «Donde hay caridad, ¿qué es lo que puede faltar? Donde no hay caridad, ¿qué es lo que puede aprovechar?» (Tratc. LXXXIII in Ioan., 3).

    ¿Queréis saber cuán grande es la caridad?:

    «Es alma de las sagradas letras, virtud de las profecías, salud de los sacramentos, fundamento de la ciencia, fruto de la fe, riqueza de los pobres, vida de los que mueren.

    »Entre oprobios –añade el Santo Doctor– es serena, entre odios es benéfica, entre iras es plácida, entre insidias inocente, entre iniquidades gime, vive en la verdad» (Sermo 350, 2).

    Reservado estaba a estos tiempos, en los que «refrigescet charitas multorum» (Mat., XXIV), «se había de resfriar la caridad de muchos», el menospreciar la caridad cristiana como humillante para la condición de los hombres de nuestra época. En la organización moderna y laica de las sociedades, a la caridad había de reemplazar en absoluto la justicia; y así, hasta al mismo nombre de la caridad se ha declarado la guerra.

    Vestigios de estas tendencias tan erróneas y nocivas, desde el punto de vista religioso y aun social, se notan entre nosotros, y Nos creemos obligado a denunciar este nuevo peligro para la piedad.

    Las instituciones creadas por la caridad cristiana se van sustituyendo por otras que llevan el nombre de Auxilio Social, cuya dirección lleva, según ya se hacía en otras naciones, el Partido Político.

    No enjuiciando las nuevas instituciones más que desde el punto de vista religioso, advertimos no pequeños riesgos que Nos preocupan.

    Tampoco en estas obras tiene la Iglesia intervención directa y eficaz, como en otros tiempos la tuvo; y, si bien no se excluyen de ellas determinados actos de piedad, según la cualidad de las personas que en ellas intervienen, se echa de menos la vida intensa sobrenatural que comunica a estas obras la caridad de Jesucristo.

    Por mucha justicia que se trate de imponer, si no hay caridad le falta algo vital.

    Decía San Agustín (Sermo, 350, 3) esta profunda sentencia, que viene a demostrarnos que, sin caridad verdadera, no puede haber justicia verdadera: «Sectare charitatem et eam sancte cogitans affer fructus iustitiae». «Para dar frutos de justicia, obtén la caridad y absórbete santamente de ella».

    La caridad es la fuente perenne que brota del Corazón de Jesucristo; sus aguas limpias, abundantes, saltan hasta la vida eterna.

    Si el mundo se ha de salvar, se ha dicho con razón, se tiene que salvar por un diluvio de caridad.


    g) Profanas novedades en el hablar

    Pocas palabras serán necesarias para teneros advertidos de este nuevo peligro de las profanas novedades en el hablar, que se ha extendido no poco, como puede verse en cualquier publicación reciente de carácter político.

    Por tres veces llama la atención el Apóstol San Pablo a su discípulo San Timoteo, en las dos Cartas que le dirigió, sobre este peligro, diciéndole (I Tim., I – 4,6):

    «Al irme a Macedonia, te pedí te quedases en Éfeso para que hicieses entender a ciertos sujetos que no enseñasen doctrina diferente de la nuestra ni se ocupasen en fábulas…, que son más propias para excitar disputas que para formar por la fe el edificio de Dios».

    En el fin de la misma Carta, llama la atención a Timoteo (I Tim., VI – 20): «devitans profanas vocum novitates», sobre el cuidado que debe tener de huir «de novedades profanas en las expresiones o voces» y «las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal, ciencia vana que, profesándola algunos, vinieron a perder la fe».

    Insiste acerca del mismo peligro en su segunda Carta a su discípulo, al que le dice (II Tim., II – 16): «Profana autem et vaniloquia devita, multum enim proficiunt ad impietatem». «Ataja y evita las palabras vanas de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad».

    Si grave es el consejo de no usar de estas profanas novedades en el hablar, más grave es la razón en que lo fundamenta de que encierran peligros de la impiedad y de perder la fe. No se trata, pues, de simples ligerezas de jóvenes que buscan lo nuevo y lo raro en el decir: se trata de que, por esas expresiones exóticas, que no tenemos por qué reproducir aquí, ya que son de todos sobradamente conocidas, se corre riesgo de extraviarse en la fe y en la piedad.

    Para huir de este peligro de novedades que tanta seducción ejerce en las almas, guardad el consejo que el Apóstol San Pablo daba a los fieles de Tesalónica (Thes., II – 14): «Fratres, state et tenete traditiones quas didicistis». «Persistid firmes y permaneced constantes en la fe y en la vocación, y conservad cuidadosamente las tradiciones religiosas que habéis aprendido».

    Son para vosotros, estas tradiciones venerandas, un tesoro de valor inestimable, que estáis en el deber de transmitir íntegro a vuestros hijos.


    He aquí, Hermanos e Hijos muy amados, cuanto, delante de Dios y mirando a vuestro bien, hemos creído un deber manifestaros, saliendo por los fueros de la verdad y de la justicia.

    Dejamos totalmente en manos de la Santísima Virgen, Madre Nuestra dulcísima, Espejo de justicia, y Madre del que es la Verdad misma, estas reflexiones pastorales escritas entre los agobios de la Visita Pastoral, así como de nuevo totalmente Nos confiamos a Su amorosa protección.

    No encontramos palabras más apropiadas para terminar esta Carta que las que en la suya dirigía el Apóstol San Pablo a los fieles de Corinto (II Cor., VII – 2 y ss.):

    «Dadnos –decía– cabida en vuestro corazón.

    »Nosotros a nadie hemos injuriado, a nadie hemos pervertido, a nadie hemos engañado.

    »No lo digo por tacharos a vosotros, porque ya os dije antes de ahora que os tenemos en el corazón, y estamos pronto a morir, o a vivir, en vuestra compañía.

    »Grande es la confianza que de vosotros tengo, muchos los motivos de gloriarme en vosotros, y, así, estoy inundado de consuelo, reboso de gozo en medio de todas mis tribulaciones».

    Prenda de las bendiciones celestiales que para vosotros imploramos, sea, venerables Hermanos y amados Hijos, la que de corazón os damos en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.

    Santa Visita Pastoral de Montellano, en la fiesta de San Isidoro, Patrono principal de Sevilla, a 2 de Abril de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ,
    ARZOBISPO DE SEVILLA.

    Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor,
    L. † S.
    DR. MANUEL MILLA PÉREZ,
    Secretario de Sta. Visita




    (Esta Carta pastoral será leída al pueblo fiel en uno o varios días festivos, según costumbre).







    [1] Para la lectura de esa nota, véase, por ejemplo, el ABC de Sevilla, de 31 de Marzo de 1940, páginas 5 y 6: Nota del Gobernador Civil Sevilla contra Cardenal Segura (ABC, 31.03.1940).PDF.

    [2] Sobre la Carta Pastoral del Cardenal Gomá, «Lecciones de la guerra y deberes de la paz», véase este hilo.

    [3] Sobre los intentos de oposición de la Iglesia al fomento y realización, por los Gobiernos de Franco, de estos convenios culturales, proliferantes durante la primera etapa de la dictadura (1936-1945), véase este hilo.

    [4] La «Primera Demostración Nacional de las Organizaciones Juveniles» del Partido Único, tuvo lugar en Sevilla el 29 de Octubre de 1938.




    Fuente: YOUTUBE


    [5] Para la lectura de esta Instrucción Pastoral, de 14 de Enero de 1938, véase su texto aquí.
    Última edición por Martin Ant; 18/02/2019 a las 19:59

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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1.367, 15 de Abril de 1940, páginas 287 a 289.



    SECRETARÍA DE CÁMARA Y GOBIERNO


    COMUNICACIONES




    I


    COMUNICACIÓN DEL M. ILTRE. SR. SECRETARIO DE CÁMARA Y GOBIERNO DEL ARZOBISPADO AL EXCMO. SER. GOBERNADOR CIVIL DE LA PROVINCIA Y JEFE DE F.E.T. DE LAS J.O.N.S.




    ARZOBISPADO DE SEVILLA
    …….--------------------
    SECRETARÍA DE CÁMARA
    ………..Y GOBIERNO


    Excmo. Señor:

    Quedé comisionado por Su Eminencia Reverendísima el Cardenal Arzobispo, mi Señor, que está practicando la Santa Visita Pastoral en la Archidiócesis, para la ejecución del Decreto de excomunión que dejó extendido, y con orden de que se publicase inmediatamente en todas las Parroquias de la Ciudad, si para las diez de la mañana del Domingo, día 31 del pasado mes, no se habían cumplido todas y cada una de las condiciones exigidas en la comunicación de Su Eminencia Reverendísima dirigida a Su Excelencia, el día 30 del mismo pasado mes, al notificarle por escrito su resolución de aplicar las penas canónicas.

    Como se recibieron en este Palacio las Comunicaciones de Vuestra Excelencia el mismo día, Domingo 31, a las nueve de la mañana, creí conveniente dejar pasar estos dos días. Mas debo advertir a Vuestra Excelencia que queda sin cumplir una condición esencial, y es la de que se borren los letreros y signos pintados en los muros del Palacio Arzobispal, cosa que se hizo, no en la “mañana del Sábado de Gloria”, sino en la noche del Lunes al Martes de Pascua, a las tres de la madrugada, estando militarmente tomada, a este fin, la Plaza de Nuestra Señora de los Reyes.

    Consiguientemente, exigiéndose por Su Eminencia Reverendísima la «plena restitución in integrum», quedando las cosas como antes estaban, me veo en conciencia obligado a publicar el referido Decreto, si en el plazo de veinte y cuatro horas, o sea, antes de las ocho de la tarde de mañana, día 3 de Abril, no están borrados los aludidos rótulos y signos colocados en los muros de la fachada del Palacio Arzobispal, fijando, en la mañana del día 4 del mes en curso, el referido Decreto de excomunión, en el sitio oficial, y comunicándolo a todas las Parroquias para conocimiento del pueblo cristiano.

    No cumpliría en mi deber de fidelidad, si no rechazara como inexactas e injuriosas a la persona sagrada de nuestro amadísimo Prelado, dechado de virtudes, las afirmaciones que contienen los últimos párrafos del Comunicado oficial de Vuestra Excelencia, publicado en la Prensa del día 31 del pasado mes, y que vienen a agravar la ofensa y a complicar la situación.

    Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.

    Sevilla, 2 de Abril de 1940.


    EL SECRETARIO DE CÁMARA Y GOBIERNO,
    DR. MANUEL RUBIO.




    EXCELENTÍSIMO SEÑOR GOBERNADOR CIVIL DE LA PROVINCIA Y JEFE PROVINCIAL DE FALANGE ESPAÑOLA TRADICIONALISTA Y DE LAS JONS. SEVILLA.









    II

    CARTA DEL EXCMO. Y RVDMO. SR. NUNCIO APOSTÓLICO AL M. ILTRE. SR. SECRETARIO DE CÁMARA Y GOBIERNO DEL ARZOBISPADO



    El día 3 de los corrientes, el M. Iltre. Secretario de Cámara y Gobierno del Arzobispado recibió de Su Excia. Rvdma. el Señor Nuncio Apostólico la siguiente comunicación:



    NUNCIATURA APOSTÓLICA
    ......…..EN ESPAÑA


    Madrid, 2 de Abril de 1940.

    M. I. Sr. Secretario de Cámara y Gobierno del Arzobispado. Sevilla.

    Muy Ilustre Señor:


    Acabo de tener conocimiento de la comunicación dirigida por V. al Excmo. Sr. Gobernador Civil de la Provincia, dándole noticia del Decreto de excomunión que ha dejado preparado el Emmo. Sr. Cardenal Arzobispo, subordinando la no aplicación de dicho Decreto al cumplimiento de determinados requisitos, entre ellos el de que sean borrados, antes de las ocho de la noche del día 3 del actual, los rótulos que fueron inscritos en las paredes del Palacio Arzobispal.

    Como de este asunto ya está informada la Santa Sede, en su nombre manifiesto a V. que debe suspender la ejecución de dicho Decreto de excomunión, hasta tanto que por la misma Santa Sede se haya adoptado la resolución conveniente.

    Entretanto, procuro ponerme al habla con Su Eminencia, quien no dudo aprobará esta suspensión, teniendo en cuenta la razón expresada.

    Bendiciéndole, le reitero mis sentimientos de estima.



    GAETANO CICOGNANI,

    NUNCIO APOSTÓLICO
    Última edición por Martin Ant; 18/02/2019 a las 20:06

  5. #5
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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1.369, 15 de Mayo de 1940, páginas 334 a 349.


    ADMONICIÓN PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    El privilegio clerical del canon


    EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
    AL CLERO Y FIELES DEL ARZOBISPADO




    Venerables Hermanos y amados Hijos:

    Un hecho execrable, un criminal atentado, una nueva gravísima violación pública de los derechos sacratísimos de la Santa Iglesia Nos fuerza, en conciencia, a romper el silencio que Nos habíamos impuesto.

    «Clama, ne cesses» (Isaías, LVIII – 1). «Clama, no ceses», nos recordaba esta mañana la Sagrada Liturgia en la Misa del apostólico e intrépido varón el Beato Juan de Ávila, insigne defensor de la Santa Iglesia.

    «Clama, no ceses, –decía el Profeta–, haz resonar tu voz como una trompeta, y declara a mi pueblo sus maldades y a la Casa de Jacob sus pecados».

    ¿Cuáles son estas maldades que el Señor manda que sean denunciadas en su pueblo? (Isaías LIX – 2, 3):

    «Vuestras iniquidades han puesto un muro de separación entre vosotros y vuestro Dios; y vuestros pecados Le han hecho volver su rostro de vosotros, para no escucharos.

    »Porque manchadas están de sangre vuestras manos, y llenos de iniquidad vuestros dedos; no pronuncian más que la mentira vuestros labios, y sólo habla palabras de iniquidad vuestra lengua.

    »No hay quien clame por la justicia; no hay quien juzgue con verdad, sino que todos ponen su confianza en la nada y tienen en su boca la vanidad».

    Quiera el Señor, en su infinita misericordia, alejar de nuestro pueblo los terribles castigos con que amenaza a los prevaricadores.

    ¡Qué terrible es aquélla su sentencia!: «Él tratará a las naciones según su merecido» (Isaías, LIX – 18).


    El atentado sacrílego

    Si bien la Prensa local ha guardado, sobre el hecho criminal que os denunciamos, el silencio más absoluto, tenemos el deber de referirle tal como oficialmente Nos lo ha comunicado el dignísimo Capitular de Nuestra Santa Iglesia Catedral Metropolitana, ejemplar sacerdote y benemérito director del BOLETIN OFICIAL ECLESIÁSTICO de esta Archidiócesis, que fue la víctima del atentado.

    La comunicación, fechada el día 6 del mes actual, dice así:

    «Aun sabiendo cuán profundamente ha de laceraros el contenido informativo de esta comunicación, me creo en el deber de no demorarla ni un instante siquiera, dadas la gravedad y la trascendencia del asunto que la motivan.

    »No se inquiete vuestro corazón de Padre por las molestias sufridas en mi cuerpo por el atentado. Tendré siempre en gran estima y honor, y cual prenda de vida eterna, el haber merecido persecución por causa de la verdad y de la justicia.

    »Por no agudizar más vuestro dolor, y a fin de que no sufriera más quebranto la salud de Vuestra Eminencia Reverendísima, quise silenciaros hasta ahora los prenuncios y la significación del atentado.

    »El día 12 de Abril, a las nueve de la noche, informé a los Muy Ilustres señores Teniente Vicario General y Secretario de Cámara y Gobierno de haber recibido ya un anónimo amenazándome de muerte al suponerme inspirador y alentador de la conducta pastoral de Vuestra Eminencia Reverendísima para con el Partido Político. En este sentido recibí dos anónimos más, recalcándose con odio enfurecido en otros dos posteriores mi condición de director del BOLETÍN OFICIAL ECLESIÁSTICO DEL ARZOBISPADO, por haberse ya publicado en él el Documento Pastoral de Vuestra Eminencia Reverendísima intitulado: «Por los fueros de la verdad y de la justicia».

    »En todos y cada uno de los cinco anónimos, bajo diversas redacciones y caligrafías, se insistía en esta misma idea: «F.E.T. de las J.O.N.S. sabrá vengar a sus enemigos».

    »La Divina Providencia ha permitido, en sus inescrutables designios, que la realidad viniera a confirmar aquellas amenazas, resplandeciendo con fulgores de evidencia en todos los ambientes y en todas las inteligencias la verdad y la justicia, que no podrán oscurecerse.

    »Tal como los he denunciado al Ilmo. Señor Provisor del Arzobispado, traslado a Vuestra Eminencia Reverendísima copia literal de los hechos acaecidos con motivo del atentado:

    »“El día 30 de Abril próximo pasado, a las diez de la noche, al retirarme a mi domicilio, procedente de Editorial Católica Española, donde estuve corrigiendo pruebas, frente a la casa número 16 de la Calle de San Isidoro, ocurrióme el siguiente hecho:

    »”Saliéronme al paso dos individuos desconocidos, de unos veinte a veinticinco años. Uno de ellos, cogiéndome fuertemente por el cuello de la sotana, dióme un gran golpe en la nuca, diciéndome: «Ahora envía BOLETINES». A su vez, el otro individuo acercóme al rostro un pañuelo con sustancias tóxicas, intentando clavarme en el costado izquierdo una navaja de regulares dimensiones, lo que pude evitar al volverme y apartarme instintivamente para defenderme del primer agresor, al que derribé de un golpe en la cabeza. El segundo agresor acudió inmediatamente en auxilio del primero, pudiendo, así, refugiarme en mi domicilio, que tenía a escasos pasos”.

    »Ayúdeme, Eminentísimo Señor, a dar gracias a Dios por haberme salvado, en su gran misericordia, de una muerte segura.

    »Perdono de corazón a los que, inducidos por la maldad, me han ofendido; y pido instantemente al Cielo, conceda a los agresores el sincero arrepentimiento y la absolución de las penas canónicas vinculadas a la gravedad del delito.

    »En esta oportunidad, es mi deber renovar a Vuestra Eminencia Reverendísima la obediencia y la reverencia juradas el día de mi ordenación sacerdotal, así como el reiteraros mi adhesión inquebrantable».

    Nobilísimos sentimientos de un corazón sacerdotal, inclinado, como el sacratísimo de Jesús, nuestro Maestro, a la misericordia y al perdón, esmaltan esta comunicación, cuya lectura no puede menos de impresionar hondamente.

    Acogemos paternalmente el ruego que Nos hace el virtuoso sacerdote que fue víctima del atentado; mas el perdón, que gustoso otorgaremos, supone el reconocimiento de la culpa, supone el arrepentimiento de corazón, supone el propósito de la enmienda, y supone la reparación del orden de la justicia perturbado, con escándalo de esta ciudad cristiana, que lamenta amargamente se tengan que registrar en sus limpios anales hechos de esta índole.

    Dejemos por entero a la justicia humana, que entiende ya en la causa, el esclarecimiento total del hecho, el descubrimiento de los ejecutores, inductores y cómplices del crimen, y la aplicación de las sanciones que correspondan según las leyes penales de los hombres. A Nos corresponde, por Nuestro cargo pastoral, esclarecerlo a la luz purísima que dimana de la Ley santa e inviolable de Dios y de las disposiciones canónicas de la Santa Iglesia. La maldad podrá, a veces, conseguir quedar impune, eludiendo las sanciones humanas. No hay maldad que pueda eludir la sanción divina, sino mediante el arrepentimiento, la confesión y el perdón de la culpa.


    Condenación del atentado sacrílego

    Es necesario, venerables Hermanos y amados Hijos, que la indignación, que naturalmente suscita el crimen en todo ánimo generoso, noble y cristiano, dé lugar a la serena reflexión, y a meditación; siempre, pero de un modo especial en el presente caso, que se presta a muy provechosas consideraciones.

    A) Condenación del atentado de homicidio.

    1.º Proclividad actual al homicidio.– Reflexionemos en primer lugar sobre la gravedad del atentado de homicidio. Estamos palpando una de las funestas consecuencias de la guerra que ensangrentó durante tres años el suelo de la Patria.

    Tres castigos anuncia el Señor por medio de los Profetas a su pueblo por sus prevaricaciones: la peste, el hambre y la guerra. Castigos, a cual más terrible, que conmina el Profeta Jeremías a los hijos de Israel (Jer., XXIV – 10): «Los perseguiré con la espada, con el hambre y con la peste; hasta que sean exterminados de la tierra que yo les di a ellos y a sus padres».

    ¿Quién puede calcular los males de toda índole que consigo trae aparejados la guerra?

    No es extraño que el Señor se nos muestre en los Libros Santos como exterminador de las guerras, «auferens bella» (Salm., XLV – 10). «Venid y observad –dice el salmista– las obras del Señor y los prodigios que ha hecho sobre la Tierra, desterrando la guerra hasta los confines del mundo. Romperá los arcos, hará pedazos las armas y entregará al fuego los escudos».

    El Santo Padre, Pío XI, en ocasión solemnísima, hacía resonar su voz en todo el mundo repitiendo las palabras del Rey David (Salm., LXVII – 31): «Reprime esas fieras que habitan en los cañaverales, esos pueblos reunidos que, como toros dentro de la vacada, conspiran a echar fuera a los que han sido acrisolados como la plata. Disipa las naciones que quieren la guerra».

    Y es que la guerra, aparte de los males que causa gravísimos en las vidas y haciendas, provoca los instintos más bestiales en el hombre, y quebranta los diques de la moral cristiana.

    Cada guerra que pasa por un pueblo, lejos de purificarle y ennoblecerle, dejan en él una ciénaga de vicios y concupiscencias que traen, en pos de sí, deplorables consecuencias por mucho tiempo.

    Una de estas consecuencias lamentables es el menosprecio de la vida del prójimo, contra la que se atenta con una ligereza e injusticia inexplicables.


    2.º Condenación del homicidio en la Ley de Dios antigua.– El llamado en los Libros Santos pecado de sangre, es uno de los que atraen la ira de Dios sobre la Tierra.

    «Seis cosas (Prov., VI, 16 – 17) son las que abomina el Señor –dice el sagrado Libro de los Proverbios–, y una de ellas son las manos que derraman sangre inocente».

    Y ya en la Ley antigua era maldecido solemnemente el asesino por todo el pueblo con esta fórmula (Deut., XXVI – 24): «Maldito el que matare o dañare gravemente a traición a su prójimo; y dirá todo el pueblo: así sea».

    Sigue resonando en el mundo, a través de los seis mil años transcurridos, la voz de Dios, que increpa al primer homicida, diciéndole (Gen., IV – 10):

    «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la Tierra.

    »Maldito, pues, serás tú desde ahora sobre la Tierra, la cual ha abierto su boca y recibido de tu mano la sangre de tu hermano».

    Hoy, como siempre, sigue invariablemente, en todas las circunstancias de la vida, urgiendo las conciencias el mandato inexorable de Dios: «Non occides». «No matarás» (Exod., XX – 13; Deut., V – 17).


    3.º Condenación del homicidio en la Ley de Dios nueva.– Y este mandamiento de Dios en la Ley antigua, fue confirmado y perfeccionado en la Ley nueva, según nos enseña el Divino Maestro (Mat., V – 21):

    «Habéis oído que se dijo a vuestros mayores «No matarás», y que quien mata será condenado a muerte en juicio. Yo os digo más: quien quiera que se aíre contra su hermano, merecerá ser condenado en juicio».

    Comenta profunda y concisamente estas palabras un autorizadísimo maestro en Derecho Canónico y Teología Moral (Reiffenstuel, Theol. mor., tract. IX, dist. III, quaest. I, núm. 5), diciendo:

    «En el quinto precepto del Decálogo no sólo se prohíbe el homicidio exterior, como lo entendía el pueblo carnal de los Judíos en el Antiguo Testamento…, sino que, según verdadera declaración del Supremo Legislador, se prohíbe la interior deliberada voluntad de matar o herir al prójimo por iracundia. Así se lee que enseñó nuestro Señor Jesucristo, en el Capítulo quinto de San Mateo: “Habéis oído que fue dicho a nuestros mayores: ‘No matarás’; y que, quien matare, será condenado a muerte en juicio. Yo os digo más: quien quiera que se aíre con su hermano, merecerá ser condenado en juicio. Y el que le llamare ‘raca’, merecerá que le condene el Concilio. Mas quien le llamare ‘fatuo’, será reo del fuego del infierno”. En las cuales palabras Jesucristo manifiestamente rechaza el error de los Judíos, que juzgaban que sólo el homicidio externo estaba prohibido por este mandamiento, en el cual claramente se manifiesta que están prohibidos la ira o cualquier apetito de venganza».

    Interpretación que coincide con la que da el Doctor Angélico (2.2., quaest. 158, art. 3., ad. 2), quien enseña «que el Señor, en las palabras citadas, habla de aquel movimiento de ira en el cual se desea la muerte del prójimo o cualquiera lesión grave del mismo; porque tal apetito, si sobreviene el pleno y perfecto consentimiento de la razón, es pecado mortal, como lo indica el mismo contexto de las palabras».

    Doctrina que confirma y explica el P. Lesio (Lib. IV de Iust. et Iure, Cap. IV, núm. 26, X), diciendo que «nuestro Salvador, en las referidas palabras, determina tres grados para el homicidio: el primero es la ira interna, deseando la muerte del prójimo. El segundo es la ira, que prorrumpe en contumelias menos graves, significadas por la palabra “raca”, que, según San Agustín, es una interjección de desprecio. El tercero es la misma ira que se desborda en contumelias graves y manifiestas, indicadas por la palabra “fatuo”».

    Este precepto divino, «No matarás», se aplica por igual a todos sin excepción: lo mismo a los particulares que a los hombres públicos; lo mismo a los individuos que a las corporaciones y a los partidos políticos; lo mismo a súbditos que a los Supremos imperantes.

    Sólo Dios es el Señor absoluto de vidas y haciendas: y repetidas veces se ha reservado para Sí el derecho de la vida y de la muerte de los hombres (Sap., XVI – 13): «Tú eres, oh Señor, el dueño de la vida y de la muerte» –se dice en el sagrado Libro de la Sabiduría–.


    4.º Condenación del homicidio en las leyes de la Iglesia.– La Santa Madre Iglesia, en sus leyes, ha reflejado siempre la gravedad que las leyes divinas señalan en el pecado de sangre.

    En los primitivos tiempos de la Iglesia, se impusieron gravísimas penitencias al homicidio, que era considerado como uno de los delitos capitales.

    Mas, por tratarse de un delito que por su naturaleza pertenece también al fuero secular, la Santa Madre Iglesia dejó a éste las sanciones temporales correspondientes al delito de homicidio, reservándose la aplicación de sus penas propias, según el prudente arbitrio del juez.

    Mas en lo que nunca transigió fue en permitir que el homicida, aun arrepentido, aun oculto, subiera las gradas del altar. Se considera grabado de por vida por el estigma ignominioso de su crimen de sangre, y le aparta a perpetuidad del ejercicio del sagrado ministerio.

    «El que por su voluntad –determinaba el Sagrado Concilio de Trento (Ses. XIV de ref. c. 7)– ha perpetrado un homicidio, aunque su crimen no se haya probado judicialmente, ni sea público, sino que permanezca oculto, en ningún tiempo podrá ser promovido a las sagradas órdenes, ni se le podrá conferir beneficio ninguno eclesiástico, aunque no tenga cura de almas, sino que perpetuamente será privado de todo orden, oficio y beneficio eclesiástico».

    Pena de irregularidad por delito que, al homicidio voluntario, y a los que a él cooperan, aplica el canon 985, número 4, del vigente Código de Derecho Canónico.

    Expresión fiel de la doctrina de la Ley Santa de Dios y de las Leyes de la Iglesia sobre el pecado de sangre, son las dos terribles frases del Apóstol de la caridad San Juan Evangelista. En su Carta I Católica (I Ioan., III – 15) dice: «Ya sabéis que en ningún homicida tiene su morada la vida eterna»; y en el Apocalipsis, en su último Capítulo (Apoc., XXII – 15), señalando las puertas de la Ciudad Santa del Cielo, dice: «Queden fuera los perros y los deshonestos… y los homicidas».


    5.º El homicidio, la autoridad pública y la guerra.– Con autoridad de Dios derivada, y de la que habrá de dar en su Tribunal inapelable estrechísima cuenta, tan sólo la autoridad pública puede matar directamente, y al tenor de lo prescrito en las leyes justas, por medio de la Justicia punitiva, a los malhechores, por sus delitos perpetrados, «ya que este castigo es completamente necesario para la vida tranquila de los hombres en sociedad; pues, en otra forma, de tal modo prevalecerían los crímenes, que los hombres honrados, a causa de la malicia y persecuciones de los malvados, no podrían vivir con seguridad» (Reiff., tract. IX, dist. II, quaest. II, núm. 15).

    Tiene la moral católica establecidos claramente sus principios en orden a la guerra: y a ellos debe ajustarse la conducta de los católicos si no quieren hacerse reos de horrendos crímenes (S. Thom., Sum. Theol. 2ª – 2ª, quaest. XL, art. 4); (S. Alfons., Theol. mor. Lib. III, trat. IV, Cap. I.– Dub. V, núm. 402 – 411). ¡Qué responsabilidad tan inmensa la de los que, sin otras miras que las de las ambiciones, egoísmos y venganzas, desencadenan guerras como la que actualmente hace gemir al mundo entero! ¡Justo castigo de los que vuelven las espaldas al Evangelio!


    B) Condenación del atentado de homicidio sacrílego

    Si grande, Venerables Hermanos y amados Hijos, es la gravedad del delito de sangre, sube de punto esta gravedad cuando se comete en la persona de un sacerdote.

    1.º Gravedad de homicidio sacrílego por la dignidad del sacerdote.– Entonces reviste la malicia especial del sacrilegio, por cometerse el crimen en una persona especialmente consagrada al Señor.

    Y cuanto es más excelsa la dignidad del sacerdote de la nueva Ley, del sacerdote de Jesucristo, tanto es mayor la gravedad del crimen contra él cometido.

    Justo es recordar, con este motivo, aunque sea tan triste, la doctrina cada vez más desconocida de la dignidad sacerdotal por la que los Prelados tenemos el deber de velar.

    a) Dignidad del sacerdote, según los Santos Padres.– «Nada hay que iguale en la Tierra a la dignidad del sacerdote», decía San Ambrosio (De Dign. sac., Cap. III).

    «Omnium apex est sacerdocium»; «la cima de todo –decía San Ignacio mártir (Ep. ad Smyrn)– es el sacerdocio».

    Del sacerdote decía el Papa Inocencio III (Serm. II in Consecrat. Pontif.) «que ocupa un lugar intermedio entre Dios y los hombres: que es menos grande que Dios, pero que es más grande que el hombre».

    El gran doctor de la Iglesia San Juan Crisóstomo, en su magnífico tratado del Sacerdocio (De Sacerd., Lib. III, Cap. III), afirma «que el ministerio del sacerdocio se ejerce en la Tierra, pero que se le debe colocar en el orden de las cosas del Cielo».


    b) Dignidad del sacerdote según los Libros Santos.– Fijémonos en algunos aspectos de la dignidad sacerdotal que nos darán a conocer la gravedad suma del crimen de sangre contra el sacerdote.

    El sacerdote es «el hombre de Dios»; «Homo Dei», le llamaba el Apóstol San Pablo (I Timot., VI – 11).

    «Quien dice sacerdote –según San Dionisio (De Coelest. Hier., c. III)– dice hombre divino: porque esta dignidad, más que angélica, es divina».

    «Deifica professio», llamaba San Ambrosio (De Dign. Sac., Cap. III) al sacerdocio, «profesión que comunica la divinidad».

    Al sacerdote, pues, se pueden aplicar con mucha más razón los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que fueron escritos de los «hombres de Dios» de la antigua Ley.

    De estos «hombres de Dios», los Profetas Santos, hablaba el Apóstol San Pedro en su segunda Carta, llamándoles «Sancti Dei Homines», «santos hombres de Dios», cuando decía (II Petr., I – 31): «No traen su origen las profecías de la voluntad de los hombres, sino que, mediando la inspiración del Espíritu Santo, hablaron los santos hombres de Dios».

    «Hombres de Dios» fueron llamados los Profetas porque, como los sacerdotes de la nueva Ley, eran los depositarios de la palabra de Dios.

    Como dice un sabio comentarista de las Epístolas canónicas (Fromond., Com. in II Epist. S. Petri in Cap. I, v. 21): «Homines Dei in Scriptura specialiter vocantur». «En la Sagrada Escritura son llamados “hombres de Dios” con especialidad los que son instrumentos singulares de Dios para iluminar y mover a otros, como son los profetas, los apóstoles, los Obispos, los Doctores».


    2.º Condenación del atentado sacrílego por la Ley de Dios.– Esta equiparación, que confirman unánimemente Santos Padres y Doctores, explica el que se apliquen con toda verdad a los sacerdotes de Jesucristo aquellas palabras de la antigua y de la nueva Ley.

    «Nolite tangere christos meos –decía el Señor (Salm., CIV, v. 15) (Paralip., XVI – 22)– et in prophetis meis nolite malignari»; «guardaos de tocar a mis ungidos y no maltratéis a mis profetas».

    Ungidos del Señor son los sacerdotes de la nueva Ley, como se ungía a los Reyes del pueblo de Dios, y esa unción santa es la consagración del ministro del Altísimo, que en adelante dirá, lleno de confianza, (Salm., XV- 5) a su Dios: «El Señor es la parte que me ha tocado en herencia, y la porción destinada para mí. Tú eres, oh Señor, el que restituirás y conservarás mi heredad».

    Los que, con intenciones perversas y malignas, tratáis de poner la mano en el sacerdote de Dios, temed y temblad de la voz del Todopoderoso, que os clama: «Nolite tangere christos meos», «no toquéis a mis ungidos».

    Profetas de la nueva Ley son los sacerdotes: «Como el profeta Elías, están destinados (Eccle., XLVIII – 10) en los decretos de los tiempos venideros para aplacar el enojo del Señor, para reconciliar los corazones de los padres y de los hijos, para restablecer las tribus de Jacob».

    Como el profeta Jeremías, los sacerdotes son consagrados «para demoler, destruir y perder, y después reedificar y restablecer» (Eccle., XLIX – 9).

    Las misiones extraordinarias de los Profetas de la Ley antigua han sido encomendadas en la Iglesia a los sacerdotes.

    Los sacerdotes son «los guías de los Ejércitos del Señor» (San Pedro Damián.– De orig. sac.), «los custodios de la Esposa de Jesucristo» (San Bernardo.– Serm. ad Cler.), «los salvadores del mundo» (San Jerónimo.– In Abdiam., XXVII, c. 22), «los autores de la vida cristiana» (San Clemente.– In Const. Ap.), «las columnas que sostienen el universo vacilante» (San Euquerio.– Hom. III).

    Con cuánta razón el Señor, tan celoso siempre del honor debido a sus profetas, nos vuelve a repetir contra sus perseguidores: «In prophetis meis nolite malignari». «No maltratéis a mis profetas».

    Cómo resuenan, a este propósito, con dejos tristísimos, los acentos de la imprecación de Jesucristo (Mat., XXIII, 34 – 37):

    «He aquí que yo os envío profetas… y de ellos degollaréis a unos, crucificaréis a otros, y a otros azotaréis…

    »¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados!...

    »He aquí que vuestra casa quedará desierta».

    Castigos terribles son los que el Señor tiene reservados a los pueblos que manchan sus manos con la sangre de sus sacerdotes: castigos terribles prefigurados en los que sufrió aquel pueblo de dura cerviz, perseguidor de los profetas.

    Revela asimismo la gravedad especial del atentado contra los sacerdotes su consideración de «ministros de Dios» (II Cor., VI – 4).

    «A nosotros –decía San Pablo (I Cor., IV – 1)– nos han de considerar los hombres como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios».

    «Mirad a los sacerdotes –decía San Ignacio mártir (Ep. ad Polycarp.)– como dispensadores, en la Casa de Dios, de los bienes del Cielo; y como “asociados de Dios”».

    Son los sacerdotes «legados, embajadores de Jesucristo», como afirmaba el Santo Apóstol (II Cor., V – 20): «Somos los embajadores de Cristo y Dios mismo, quien os exhorta por boca nuestra. Os rogamos, pues, encarecidamente, en nombre de Jesucristo, que os reconciliéis con Dios».

    «Raza escogida –llama San Cirilo de Alejandría a los sacerdotes (De Adorat., Lib. XIII)–, ligada a los divinos misterios».

    «Embajador de Dios –exclama San Crisóstomo (De Sacerd., Lib. VI, Cap. IV)–, el sacerdote intercede por el mundo entero en presencia de Dios».

    «Vicarios de Jesucristo –afirma San Agustín– sois los sacerdotes, pues que hacéis sus veces» (Serm. XXXIV ad Fratr.).

    Son los sacerdotes otros Cristos, a quien en su augusto ministerio representan, y a los que, en las personas de los Discípulos, fueron dichas estas palabras (Luc., X – 16): «El que os escucha a vosotros, a Mí me escucha, y el que os desprecia a vosotros, a Mí me desprecia. Y quien a Mí desprecia, desprecia a Aquél que me ha enviado».

    Palabras que hicieron pronunciar al gran Doctor San Juan Crisóstomo (Hom. XVII in Math.) aquella afirmación solemne: «Qui honorat sacerdotem, honorat Christum». «Todo el que honra al sacerdote, honra a Cristo; y el que ultraja al sacerdote, ultraja a Cristo».

    No es extraño, pues, que, siendo los sacerdotes «hombres de Dios», «ungidos de Dios», y «ministros y vicarios de Jesucristo», la Santa Iglesia les haya protegido en todo tiempo y defendido en sus santas Leyes contra sus enemigos, y que el mismo derecho secular cristiano les haya amparado.


    3.º Condenación del homicidio sacrílego por el Derecho secular cristiano.

    a) El derecho romano justinianeo.

    Hasta las leyes seculares, en aquellas épocas en que las leyes reflejaban el espíritu cristiano, castigaban con severísimas sanciones los atentados contra los sacerdotes.

    En el mismo Derecho Romano (Cod. Just. Lib. I, tit. III, I 10), en tiempo de los Emperadores Arcadio y Honorio, se prescribe: «Sitque eunctis laudabile factas atroces sacerdotibus aut ministris injurias velut crimen publicum persequi ac de talibus reis ultionem mereri». «Digno de elogio sea para todos perseguir, como crimen público, las atroces injurias hechas a los sacerdotes o ministros sagrados (en las iglesias católicas), y aplicar a tales reos el debido castigo».


    b) Nuestras Siete Partidas.

    Digna de estar grabada por doquier con caracteres indelebles en nuestra Patria es la Ley 62, del Título VI, de la Primera Partida, del sapientísimo e inmortal Código de las Siete Partidas:

    «Honrar e guardar deben –dice– mucho los legos a los clérigos, cada uno según su orden y la dignidad que tiene.

    »Lo uno porque son medianeros entre Dios y ellos. Lo otro porque, honrándolos, honran a la Santa Iglesia, cuyos servidores son; y honran la Fe de nuestro Señor Jesucristo, que es cabeza de ellos, por que son llamados cristianos. Y esta honra y esta guarda debe ser hecha en tres maneras: en dicho, en hecho y en consejo. Porque en dicho no les deben maltratar, ni denostar, ni difamar. Ni en hecho matar, ni herir, ni deshonrar prendiéndolos, ni tomando lo suyo.

    »Ni otrosí en consejo aconsejando a otro que les haga estas cosas sobredichas, ni atreverse a aconsejar ellos mismos que hagan pecado u otra cosa que les esté mal. De donde cualquiera que contra esto hiciese, además de la pena que merece haber, según manda la Santa Iglesia, débesela dar el Rey, según su albedrío, teniendo en cuenta el yerro que hizo, y el hacedor de él, y a quien lo hizo, y el tiempo y el lugar en que fue hecho».


    4.º Condenación del atentado de homicidio sacrílego por las Leyes de la Iglesia.– Muy pronto tuvo la Santa Iglesia que defender con severas penas canónicas la vida e inmunidad personal de sus clérigos. Se encuentran vestigios de esta severidad en las más antiguas compilaciones de cánones. Aquí tienen su origen las gravísimas penitencias impuestas contra los que atentaban contra la vida o la integridad de los clérigos.

    Mas fue necesario extremar el rigor de las penas canónicas para reprimir la brutalidad de los Bárbaros, que irrumpieron en las naciones cristianas, cometiendo las más atroces tropelías, sin respetar ni la santidad de los lugares ni de las personas.

    Memorable y celebérrimo en la historia de la legislación penal eclesiástica es el canon «Si quis suadente diabolo» (can. XXIX, Caus. XVII, quaes. IV), que fijó en este punto la disciplina de la Iglesia durante muchos siglos.

    Está tomado este canon, que define uno de los más insignes privilegios clericales, el llamado privilegio del canon, del sagrado Concilio II de Letrán, celebrado el año 1139, bajo el Pontífice Inocencio II, y dice así:

    «Si alguien, cediendo a la sugestión del diablo, incurriere en el reato del sacrilegio de poner violentamente las manos en un clérigo o en un monje, quede sujeto al vínculo del anatema (quede excomulgado), y ningún Obispo presuma absolverle (si no es en peligro de muerte) mientras no comparezca en presencia del Sumo Pontífice y se atenga a sus mandatos».

    El Papa Pío IX, en su célebre Constitución Apostolicae Sedis moderationi, de 12 de Octubre de 1869, preparó el cambio a la legislación vigente que se contiene, respecto a los atentados contra los sacerdotes, en el canon 2.343, párrafo 4.º. Dice este canon, después de tratar del Sumo Pontífice, Cardenales y Obispos:

    «Los que pongan sus manos violentas en la persona de otros clérigos o religiosos de ambos sexos, quedan (ipso facto), por el mero hecho, sujetos a excomunión reservada al propio Ordinario, el cual podrá castigar el delito con otras penas a su prudente arbitrio, dada la gravedad del caso».

    Según los Doctores (Vid. Cappello.– De Censuris. Par. II.– artículo IV, párrafo III, núm. 377; y l. c., art. I, par. III, núm. 197), se comete el delito sacrílego y se incurre ipso facto en pena: si se ponen manos violentas o injuriosas sobre la persona del sacerdote. La injuria contra la persona, a la cual va aneja la excomunión, se realiza, bien se lesione el cuerpo, bien la libertad, bien la dignidad, extendiéndose la pena a los cómplices.

    I. Se lesiona el cuerpo, v. gr., si a) se da muerte o se hiere al sacerdote; b) o si se le golpea con la mano o un bastón; c) o si se le arroja al suelo con la mano o por otro medio; d) o si se le aplica veneno; e) o si se le hiere con una piedra.

    II. Se lesiona la libertad, a) si el sacerdote es encerrado en la cárcel o en otro lugar público o privado; b) o si es detenido violentamente en algún lugar.

    III. Se lesiona la dignidad, a) si se usa la fuerza contra el sacerdote, como deteniendo su carruaje; b) o si se le quita violentamente cualquier cosa, aun de poco valor, como el bastón, el sombrero, por razón de la injuria; c) o si se le afrenta de hecho, lanzándole barro, esputo o rasgándole los vestidos.

    IV. Incurren en la pena de excomunión los cómplices. Esta censura de la excomunión, según los Doctores (Vid. Cappello, l. c., número 197 – 2), en el derecho actualmente vigente, la incurren no sólo los que ponen sus manos violentas en el sacerdote, sino los que los mandan, aconsejan, consienten, ratifican o no impiden.

    Bastan estas ligeras indicaciones canónicas, Hermanos e Hijos muy amados, para que os deis alguna cuenta de la gravedad del delito cometido.


    Circunstancias del atentado sacrílego

    Hasta aquí os hemos expuesto con sencillez la doctrina de la Iglesia, que el deber pastoral Nos exige aplicar al delito que deploramos y condenamos, y que justamente tiene consternados a los buenos católicos. Y lo haremos con tanta mayor facilidad, cuanto que tenemos la certeza de que, en la doctrina y aplicaciones que os exponemos, coincidimos en todo con el recto sentir de los supremos poderes del Estado, y aun de la Organización Política, que por necesidad ha de reprobar el crimen como propio medio de acción.

    Procuraremos ceñirNos a las palabras indispensables, teniendo delante la sapientísima norma dada por San Agustín, que oportunamente aconsejaba el Santo Padre Pío XII a los que, por su cargo, tenían la obligación de escribir: «Lex veritas, regina charitas, finis aeternitas». «Nuestra ley: la verdad; nuestra soberana: la caridad; nuestro fin: la eternidad».

    Al tener noticia del hecho, hubimos de repetir con pena las palabras del Santo Job (Job, III – 25): «Timor, quem timeban, evenit…; et quod verebar accidit». «Ha sucedido lo que era de temer».

    Tal era el ambiente de violencia que se palpaba por todas partes, que sin temeridad podían presagiarse inminentes y graves males.

    Siguiendo las sabias directivas que señala, en la apreciación de la gravedad del delito y aplicación de las penas en estos atentados sacrílegos, el Código del Rey Sabio, reflexionaremos sucintamente, para provecho de las almas y evitación de futuros contratiempos, sobre estos tres puntos sustanciales de la Ley ya citada: los autores del delito, el objeto del atentado, y sus circunstancias agravantes.

    A) Autores del delito

    No nos referimos a los autores materiales del atentado. Cumple a la autoridad judicial, civil y militar esta investigación, y en su rectitud, celo y competencia plenamente descansamos. Sean o no descubiertos los autores materiales del atentado, deben saber ellos y sus cómplices que pesa sobre ellos la excomunión incurrida ipso facto, y de la cual sólo Nos podemos absolverlos.

    Lo que más hondamente Nos preocupa, y debe preocupar a cuantos de verdad se interesan por el bien de la Patria, es el autor moral del atentado.

    Hacemos constar previamente que tenemos la convicción de que los elementos directores del Partido Político son no sólo ajenos, sino totalmente hostiles al atentado; y partimos de esta base en nuestra exposición.

    Mas…, esto no obstante, es indudable que, de la simple lectura de la denuncia oficial que se Nos ha hecho del atentado, claramente se deduce que los dos mal aconsejados jóvenes que lo realizaron, se consideraban como mandatarios.

    Hemos de creer que este convencimiento era fruto de una obsesión, tan explicable en ánimos juveniles, que propenden fácilmente a la exaltación. Mas este juicio benévolo no elimina la convicción de la existencia de una pequeña agrupación, todo lo reducida y desconectada que se quiera, dentro de la organización del Partido Político, en la que, sin órdenes ni consignas superiores, la idea del atentado se incubó, en la que la trama del atentado se fraguó, y en la que se organizó la ejecución. Y esto implica ya de suyo una gravedad extraordinaria, que no dudamos será objeto de vigilancia especialísima por parte de los poderes públicos.

    A la luz clara de los principios de la doctrina católica, que dejamos anteriormente expuestos, se deduce con toda evidencia que esta tendencia al crimen social y político, aunque estuviera preconizada y practicada en otras naciones, es totalmente inadmisible según los postulados de la razón y de la santa Fe católica.

    Este recurso, condenado de consuno por todas las leyes, la natural, la divino-positiva y las leyes humanas de la Iglesia y del Estado, se sale del campo de la legítima acción política para entrar de lleno en el de la acción criminal; y no dudamos que encontrará la reprobación enérgica y explícita de todas las personas sensatas.


    B) Objeto del atentado

    A poco que se reflexione sobre este atentado sacrílego, se llega al convencimiento de su verdadero objeto.

    El sacerdote víctima del mismo, no fue objeto de la agresión, ciertamente, por sus cualidades personales, sino por la representación que ostentaba.

    Al recriminarle, en el momento en que la agresión se perpetraba, por la repartición del «Boletín Eclesiástico», se proclamaba que el móvil del atentado no era otro que el de la venganza por la publicación y difusión de Nuestra Carta Pastoral de 2 de Abril último, en que cumplíamos con un estrictísimo deber pastoral de salir por los fueros de la verdad y de la justicia.

    Y esta consideración aumenta de un modo extraordinario la gravedad del delito. A este estado de cosas, inexplicable después de la Cruzada, se ha llegado por la propaganda sectaria que Nos presenta como enemigo de la situación y como conspirador.

    Volvemos a repetirlo muy de lo íntimo de Nuestro corazón.

    Se ha tratado por los enemigos de la Santa Iglesia de engañar a los incautos, haciéndoles creer que Nuestra acción pastoral tiene fines políticos.

    Aun dentro del mismo campo de la Acción Católica se ha querido sembrar la cizaña.

    Solemnemente, una vez más, protestamos de que Nos, siguiendo fielmente las normas de la Iglesia en Nuestro ministerio, absolutamente nada tenemos que ver, ni con la política, ni con el Partido Político en particular.

    ¡Qué pena Nos causa ver que Nuestras palabras, verdaderas, solemnes, sinceras, caen en el vacío!

    A estas alturas, después de tantas aseveraciones hechas en calidad de Prelado, después de mes y medio de la incomunicación en que se Nos tiene y de la vigilancia severísima a que se Nos ha sometido, tras un mes de enfermedad que Nos ha tenido totalmente aislado, sabemos que todavía se ha practicado una información para investigar si Nos estamos en contacto con determinados elementos católicos «para maniobrar y traer la Monarquía».

    Rechazamos como indignos estos procedimientos innobles, de un fondo maligno y calumnioso incalificable.

    Nos no hemos conspirado nunca, ni hemos utilizado ni necesitamos enlaces de ninguna clase.

    Siguiendo las enseñanzas y los ejemplos del Divino Maestro (Ioan., XVIII – 20): «palam locutus sum… et in occulto locutus sum nihil», cuanto teníamos que decir lo hemos dicho noble y lealmente en público en Nuestros Documentos Pastorales o en la Sagrada Cátedra; jamás hemos sabido lo que es confabulación secreta ni conspiración.

    Anhelamos, sí, en nuestra Patria, la restauración monárquica de Jesucristo Rey; y esta restauración monárquica en España de Jesucristo, Rey de todos los pueblos y Rey de todos los tiempos, Rey inmortal e invisible, no la preparamos conspirando en secreto, sino trabajando en público por la santificación de las almas, que es el medio único de la proclamación de su Divina Realeza, y saliendo con hidalguía por sus derechos en la sociedad española.

    Por lo demás, no tienen nada que temer, ni España ni sus gobernantes, de esta restauración de la Realeza de Jesucristo, de quien canta la Iglesia que «non eripit mortalia, qui regna dat coelestia»; «no ambiciona tronos ni reinos de la Tierra el que da los del Cielo».

    Nuestra acción, Nuestras enseñanzas, Nuestras exhortaciones, Nuestros consejos, Nuestros mandatos, son exclusivamente pastorales, exclusivamente religiosos, exclusivamente encaminados al bien de las almas.

    Estamos en Nuestro sagrado ministerio muy por encima de toda política, de la cual hemos prescindido y prescindiremos en absoluto mientras que, como decía el Santo Padre Pío XI, «la política no toque a la Religión, no toque al altar: porque entonces Nos defenderemos al altar».

    En cambio, so pena de caer en el laicismo de los Estados, que es un verdadero cáncer de la civilización moderna, las organizaciones estatales necesitan de la Religión para poder labrar la verdadera dicha de los pueblos.

    Y cuando estas organizaciones, en esta Archidiócesis, que Nos ha confiado la Santa Sede, recurran al sagrado ministerio de la Iglesia, Nos encontrarán siempre propicio a dedicarles todas Nuestras actividades y todos Nuestros sacrificios.


    C) Circunstancias agravantes de la responsabilidad del atentado

    Circunstancias a la vez agravantes y atenuantes son las circunstancias de tiempo, de lugar, de ambiente, del atentado.

    Circunstancias que atenúan algo la responsabilidad individual de los autores materiales del delito, y que agravan la responsabilidad social y política del mismo.

    Ese delito se ha cometido en esta Ciudad, en la que se ha hecho, con motivo de los acontecimientos de todos conocidos, una propaganda lamentable contra la Autoridad de la Iglesia; se ha cometido en unos momentos culminantes de exaltación política; se ha cometido en medio de un ambiente saturado de violencias.

    Principio indiscutible es el que sienta el Apóstol San Pablo en todos los órdenes de la vida (Ad. Galat., VI – 8): «Quae enim seminarevit homo haac et metet». «Lo que sembrare el hombre, eso recogerá».

    Y como dice el señor a su pueblo por medio del Profeta Oseas (Oseas, VIII – 7): «Ventum seminabunt… turbinem metent»; divina conminación, que traduce nuestro conocido adagio «quien siembra vientos, recoge tempestades».

    Con una grande inconsciencia (no podemos suponer siquiera la posibilidad de que se haya hecho por malicia), un día tras otro se han venido sembrando en los ánimos de la juventud principios peligrosos, que ellos se encargan de llevar impremeditadamente a la práctica.

    Se ha combatido de oficio, peligrosísimamente, el principio de la Autoridad primera y fundamental, que es la religiosa, desacatando públicamente sus legítimos mandatos; y esta mala semilla de insubordinación germina, rápida y exuberantemente, en los ánimos juveniles.

    Se han circulado, a este propósito, por la Superioridad, órdenes como la que literalmente transcribimos: «deberás montar vigilancia… para impedir, incluso por medios violentos, que tal acto se realice, dando cuenta inmediatamente a ésta, por teléfono y oficio».

    ¿Se ha medido bien el alcance social que tienen estas disposiciones, que mandan hacer uso de las armas por causas de esta índole?

    Sentado este principio totalmente subversivo, ¿qué aprecio van a tener, los jóvenes que reciben estas órdenes, de la vida de sus semejantes?

    ¿Qué concepto van a formarse de la Autoridad legítima?

    Terrible responsabilidad, que debemos meditar seriamente, si queremos que se encaucen debidamente las actividades de la Nación; de lo contrario, iremos de nuevo precipitadamente a la ruina moral, que es el principio de la ruina total de los pueblos.

    Es labor muy delicada y expuesta la de la formación de la juventud; y es preciso ponderar bien las palabras y conceptos que se les inculcan, pues tal vez se llega tarde cuando se trata de impedir sus nocivos efectos.

    Se les habla frecuentemente de la Revolución Nacional, y se les dice que su estilo preferirá lo directo y combativo [1].

    La impresión de esta frase da margen a interpretaciones que pueden estar gravemente reñidas con la moral católica.

    Se ha abusado tal vez en otras naciones de estas palabras, que inspiran una justa alarma a cuantos se preocupan de la formación cristiana de las conciencias.

    Todos los entusiasmos, todas las energías, todas las actividades de los ciudadanos, cualquiera que sea su edad, deben ir reguladas por las leyes divinas y por las leyes justas y humanas; de lo contrario, es imposible evitar el desbordamiento de las pasiones, prevaleciendo las cuales peligran el orden, la paz, la justicia, la vida misma de los pueblos.

    Oigamos, Hermanos e Hijos muy amados, la voz de Dios, que nos traza la senda de la felicidad en aquellas palabras (Salm. I, v. 1):

    «Dichoso el que no se deja llevar de los consejos de los malos, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la cátedra de pestilencia de los libertinos, sino que tiene puesta toda su voluntad en la Ley del Señor y está meditando en ella día y noche».

    «Ahora (Salm. II, v. 10 – 13), oh soberanos, entendedlo: sed instruidos vosotros, los que juzgáis o gobernáis la Tierra.

    »Servid al Señor con temor, y regocijaos en Él, poseídos siempre de un temblor santo.

    »Abrazad la buena doctrina; no sea que al fin se irrite el Señor, y perezcáis descarriados de la justicia.

    »Porque, cuando de aquí a poco se inflamare su ira, bienaventurados todos aquéllos que ponen en Él su confianza».

    Ésta es la dicha verdadera que a todos, venerables Hermanos y amados Hijos, os deseamos al bendeciros de corazón en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.


    † PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ
    ARZOBISPO DE SEVILLA.

    Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor,
    L. † S.
    DR. MANUEL RUBIO DÍAZ,
    Canciller-Secretario




    (Esta Admonición Pastoral de Su Emcia. Rvdma. será leída al pueblo en la forma de costumbre).





    [1] Nota mía. Véase el último de los Principios oficiales (Principio Número 26) del Partido Único de Franco, correspondientes al período 1937 – 1958: Principios del Partido Único de Franco (1937).pdf.
    Última edición por Martin Ant; 18/02/2019 a las 20:25

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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1.630, 15 de Noviembre de 1952, páginas 693 a 701.


    CARTA PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    Para el mes de las benditas almas del purgatorio

    Sobre la caridad para con las benditas almas del purgatorio


    EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
    AL CLERO Y FIELES DEL ARZOBISPADO




    Venerables Hermanos y muy amados Hijos:

    Todos los años, al aproximarse el mes de Noviembre, os dirigimos una breve Carta Pastoral, para recordaros el deber de caridad que nos liga con las benditas ánimas del purgatorio.

    Este deber se lo recordaba a los Obispos el sacrosanto Concilio de Trento. En su Sesión XXV, Decreto sobre el Purgatorio, establecía:

    «Manda el santo Concilio a los Obispos que cuiden, con suma diligencia, que la sana doctrina del Purgatorio, recibida de los Santos Padres y Sagrados Concilios, se enseñe y predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos».


    El culto de todos los pueblos a los difuntos

    Que no todo muere en el hombre al morir éste, ha sido una verdad inconcusa en los pueblos todos de la Tierra, sin distinción de razas ni de creencias.

    Esta afirmación se ve comprobada por la historia de todos los pueblos, aun de los gentiles.

    El alma es inmortal; tal es la creencia universal de todos los pueblos y de todas las épocas.

    Los griegos y los romanos, lo mismo que las tribus incultas de la Europa Central, creían en la existencia de otra vida; y, antes de ellos, habían profesado la misma creencia los pueblos del Asia y del África: los asirios, los babilonios, los egipcios y otros.

    Los mitos y las tradiciones de todos estos pueblos nos hablan de castigos infligidos a los malos, y de premios otorgados a los buenos, después de la muerte.

    Los honores tributados a algunos insignes bienhechores, venerados como semidioses; los sacrificios ofrecidos a los difuntos; el culto que se rendía a los muertos entre los egipcios, chinos y otros, nos prueba, hasta la evidencia, la fe de estos pueblos en la supervivencia de las almas.

    No tiene, pues, nada de extraño que el pueblo por excelencia de Dios, el pueblo de Israel, que poseía el secreto de la Revelación, fuese depositario de esta arraigada creencia de la vida de las almas después de la muerte de los cuerpos, como se puede ver en numerosas páginas de los Libros sagrados.

    Los Patriarcas llamaban a la vida presente, una peregrinación (cf. Génesis, 47, 9), dando a entender que la vida sigue más allá de la tumba.

    Una creencia tan general en el mundo no puede ser errónea. No se puede decir tampoco que esta creencia estribe en el testimonio falaz de los sentidos, o que halague a las pasiones. Al contrario, la idea de un Dios vengador, cuya justicia alcanza al impío hasta más allá de la tumba, es más propia para aterrar que para halagar al hombre que se deja llevar de sus pasiones.


    El culto reprobable tributado a los difuntos, en tiempos antiguos y modernos

    En pocas cosas se habrán entremezclado tantos errores, entre los que «yacen entre las tinieblas y sombras de la muerte» (Luc., 1, 69), como en el culto a los difuntos.

    Entre los antiguos son muy conocidas las aberraciones de los pueblos en el culto de sus difuntos.

    «El culto de los muertos entre los egipcios se mezclaba con múltiples invocaciones a los dioses, sacrificios, festines fúnebres, y de toda suerte de prácticas supersticiosas» (Vigoroux, «La Biblia y los descubrimientos modernos», tom. III).

    Entre los caldeos, el culto a sus muertos era sencillo, y creían que los espíritus de los muertos sin sepultura venían a atormentar a los vivos hasta obtener el alimento y lo que les hacía falta en la otra vida (cf. Maspero, «Histoire Ancienne»).

    En un ritual babilonio para el uso de sus exorcistas, publicado por H. Zimmern, titulado «Beiträge zur Kenntnis der babylonischen Religion», se dice: «los muertos reciben las libaciones y las viandas ofrecidas a los dioses».

    Mas no se crea, venerables Hermanos y muy amados Hijos, que estos errores en el culto a los muertos han desaparecido con el advenimiento de la civilización moderna; antes, por el contrario, han venido a agravarse en nuestros tiempos.

    Se ha distinguido por sus errores en el culto a los muertos, el nacionalsocialismo, que oportunísimamente definió el Papa Pío XI:

    «Arrogante apostasía de Jesucristo, negadora de su doctrina y obra redentora, culto de la fuerza, idolatría de la raza y de la sangre, opresión de la libertad y dignidad humana».

    Cuán sabiamente el Soberano Pontífice Pío XI, en su Encíclica «Mit brennender Sorge», de 14 de Marzo de 1937, apercibía de los peligros de las nuevas tendencias paganizantes, principalmente a la juventud, diciendo:

    «Nadie piensa poner tropiezos a la juventud en el camino que debería conducirla a la realización de una verdadera unidad nacional, y a fomentar un noble amor por la libertad y una inquebrantable devoción a la patria. A lo que Nos nos oponemos, y nos debemos oponer, es al contraste querido, y sistemáticamente exacerbado, por el que se separan los fines educativos y los religiosos. Por esto decimos a esta juventud: cantad vuestros himnos de libertad, mas no olvidéis que la verdadera libertad es la libertad de los hijos de Dios».

    Un autorizado apologista español de nuestros días advertía, a la sociedad moderna, los peligros de las corrientes paganizantes de nuestra época:

    «La sociedad moderna, basada en ideas y sentimientos paganos, al llevarlos a la vida práctica, ha producido ese ciego anhelo de goces materiales, la sed insaciable de satisfacciones en todos los actos de la vida presente, cual si el fin del hombre en la Tierra fueran los placeres, ordenados o desordenados, lícitos o ilícitos, honestos o deshonestos…

    »Este apartamiento del camino que a la sociedad impuso la doctrina de Cristo, en su lucha secular con los errores doctrinales teológicos o morales, teóricos o prácticos, derivados del paganismo, se le pretende remediar saturando la educación católica de teorías y máximas paganas, diametralmente opuestas a la práctica y a las enseñanzas de Jesucristo.

    »Ésta es la conducta de quienes pretenden, ilógicamente, hacer desaparecer los efectos sin tocar las causas, y hasta defendiéndolas ciegamente. Indiscretos católicos, que se han olvidado o prescinden de lo que afirma San Pablo, cuando dice: «No hay consorcio posible entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal, Cristo y Belial».

    Por no haberse precavido convenientemente estos peligros, surgieron los funestísimos errores que se esparcieron por la mayor parte de la Tierra, y de los cuales aún restan en los pueblos funestos vestigios.

    La Divina Providencia ha eliminado la raíz del mal, con el castigo terribilísimo del aniquilamiento total del nacionalsocialismo; pero los pueblos, inconscientes, aún conservan ciertas prácticas de origen nacionalsocialista que no están fundamentadas en la doctrina de la Iglesia, y que subsisten aún entre nosotros, tales como el culto a los difuntos sin distinción de creencias; la invocación de los difuntos, a quienes se considera presentes irrisoriamente y sin fundamento doctrinal alguno; el culto a la cruz de los caídos y los fríos homenajes políticos que, ante ella, se rinden a todos los muertos, aun a los que murieron fuera del seno de la Iglesia.

    Es, ciertamente, muy sensible que todas estas prácticas subsistan, después de haber desaparecido, gracias a la Divina Providencia, las causas que las motivaron. El ambiente pagano del nacionalsocialismo todavía se sigue aspirando.

    «Las denominaciones cristianas –escribía un apologista moderno– que no son abolidas, sufren una falsificación en su significado, y, si se observa detenidamente, se constata con facilidad que todas estas expresiones cristianas han sido despojadas de su verdadero contenido y han sido falsificadas, hasta darles un sentido neopagano, como vemos en el «Schwarze Korps» del 18 de Febrero de 1938, que, bajo el título de «Honras a los antepasados, antes y hoy», escribe:

    »“No debemos olvidar que, entre ciertas generaciones viejas de Alemania, se acostumbra, todavía hoy, encender velas ante los retratos de los antepasados en determinadas fechas recordatorias. Sin que la conciencia nos remuerda, aun siendo nosotros hombres modernos, podemos fácilmente colocar los escasos recordatorios que poseemos de nuestros antepasados en un cofre, que, de esta manera, por sí mismo, se convierte en cofre de los antepasados, y que corresponderá al mito de la idea de estirpe.

    »”Permanecemos indiferentes a la perspectiva de penas o bienaventuranzas eternas. Nos basta con la certidumbre de seguir viviendo en la sangre de nuestros hijos”».


    La caridad verdadera para con los difuntos

    En cambio, la Santa Madre Iglesia nos exhorta incesantemente a la práctica de la verdadera caridad para con los fieles difuntos.

    Muchas son las prácticas de caridad que pueden ser provechosas a las benditas almas que se purifican en el Purgatorio.

    Dignísimas de ser atendidas por la Iglesia militante, por medio de los sufragios que nos recomienda la Santa Iglesia, son las almas del Purgatorio. Ellas son miembros de Cristo, poseen el don de la perseverancia final y los actos de caridad y amor de Dios que realizaron mientras vivieron en este mundo.

    El hecho de que las almas del Purgatorio están confirmadas en gracia, es incuestionable. Al morir, fueron sometidas al juicio particular, seguido de la sentencia irrevocable.

    Es provisional, y sujeto a cambio, el lugar a que fueron destinadas, pero no su destino final.

    Irán al Cielo, porque así lo dispuso Dios Nuestro Señor al juzgarlas; y ya no pueden pecar mortalmente, pues no sería entonces definitivo su destino.

    Santo Tomás supone «que el simple hecho de aceptar voluntariamente la pena que se impone a las almas en el Purgatorio, basta para la remisión de sus pecados veniales. No porque la pena baste por sí sola para remitir la culpa, sino porque se recibe con voluntad. Esta voluntad expiatoria es ya obra de la caridad, y la caridad remite el pecado».

    Podemos concluir, por lo tanto, que las almas que están en el Purgatorio se encuentran en un estado de perfección notabilísimo. No llegan a poseer la bienaventuranza eterna únicamente por la pena que tienen todavía que saldar, para que la justicia de Dios quede totalmente cumplida.

    Tengamos presente aquella frase tan significativa de San Gregorio Niceno (Or. de mortuis):

    «El que murió sin haber satisfecho plenamente a la Divina Justicia, no podrá participar de Dios sin que el fuego del Purgatorio haya purificado su alma de toda mancha».

    Muy oportunamente se nos recuerda que Dios ha provisto, en su infinita caridad, alivio para las almas que están en el Purgatorio. Y, ¿por dónde?: precisamente por el poder que nos ha dado de interceder por ellas.

    ¡Reserva el Infierno a su justicia, y deja el Purgatorio a nuestra caridad!

    Así, cuando, usando de este poder, practicando la caridad, libramos con nuestras oraciones una de esas almas, no sólo procuramos a Dios una gloria purísima, no sólo hacemos triunfar su bondad, sino que entramos también en las miras de su justicia.

    El sagrado Concilio de Trento (Sesión XXII, Cap. II, Doctr. De Sacrif. Missae), nos indica el gran medio de ejercer la caridad para con los difuntos, cuando dice:

    «El Santo Sacrificio de la Misa se ofrece, con justa razón, no sólo por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la Tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo, sin estar plenamente purgados».

    Aprovechémonos, pues, Hermanos e Hijos amadísimos, de este rico tesoro que la Iglesia pone en nuestras manos, en sufragio de aquellas almas tan necesitadas; y no olvidemos que es la Virgen Santísima, con razón invocada como Reina del Purgatorio, la principal valedora y Medianera de estas benditas almas; y tengamos muy presentes las gracias que Ella benignamente les otorga por medio de su Escapulario.

    «En aquella prisión –dice San Alfonso María de Ligorio– donde gimen las almas que son esposas de Jesucristo, María ejerce cierto dominio y especial jurisdicción, tanto para aliviarles sus penas, como para librarles enteramente de ellas».


    Doctrina de la Iglesia sobre la caridad para con los fieles difuntos

    Tan antigua como la Iglesia ha sido la devoción de los fieles a las benditas almas del Purgatorio. De ello pudiéramos aducir numerosísimos testimonios.

    Ya Tertuliano, en el siglo segundo de la Iglesia, escribía:

    «No dudemos de que, en la otra vida, el alma expía sus culpas ya antes de la plenitud de la resurrección, pues el Evangelio nos enseña que, en aquella cárcel que interpretamos de ultratumba, ha de pagarse hasta el último maravedí, y expiarse el menor delito» (Tratc. de Anima, 58).

    Hermosísimas son las palabras de San Bernardo, quien (Serm. V, de negot.) decía:

    «Hacéos amigas las almas del Purgatorio, ofreciendo por ellas oración, limosnas, ayunos y sacrificios, y no dudéis que os corresponderán auxiliándoos de mil maneras en vuestras necesidades, así temporales como espirituales, porque al fin es de fe que “el que hace bien al justo, hallará grande recompensa” (Eccl., 12, 2)».

    Y agrega el santo estas gravísimas palabras:

    «Siempre que hagas una obra buena en favor de las ánimas del Purgatorio, adquieres más méritos delante de Dios que si hicieres diez veces más por cualquier prójimo de este mundo, pues tanto mayor es el bien cuanto más apremiante sea la necesidad que se socorre».

    Sienta esta doctrina de la Iglesia, acerca de los sufragios por los difuntos, el insigne Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, afirmando:

    «La pena del Purgatorio se impone como suplemento satisfactorio de la que no se cumplió en la Tierra. Y como ya se ha dicho que las obras de uno pueden satisfacer a otro, sea vivo o difunto, no cabe dudar que los sufragios de los vivos son útiles a las almas del Purgatorio».

    Devotísima fue de las benditas almas del Purgatorio la Santa Madre Teresa de Jesús, la cual, en su Vida (Cap. 39), dice ingenuamente:

    «En esto de sacar Nuestro Señor almas del Purgatorio y otras cosas señaladas, son tantas las mercedes que en esto el Señor me ha hecho, que sería cansarme, y cansar a quien lo leyese, si las hubiera de decir, y mucho más en salud de almas que de cuerpos. Esto ha sido cosa muy conocida, y que de ello hay hartos testigos».


    Jubileo a manera de «Porciúncula» en obsequio de los fieles difuntos

    Queremos terminar Nuestra Alocución Pastoral en favor de los fieles difuntos, con la gracia señaladísima concedida por el Papa, Beato Pío X, en 25 de Junio de 1914:

    «Todos los años, el 2 de Noviembre, a contar desde el mediodía del 1 hasta la medianoche del 2, todos los fieles pueden ganar indulgencia plenaria, aplicable solamente por los difuntos, cuantas veces visitaren una iglesia u oratorio público o semipúblico, rezando en cada visita seis veces el Padrenuestro, Avemaría y Gloria, a intención de Su Santidad, confesados y comulgados. Dicha indulgencia va aneja al día en que se celebre la Conmemoración de los Fieles Difuntos, a tenor de las sagradas rúbricas, aunque no sea el 2 de Noviembre».

    Otras gracias ha concedido benignamente la Iglesia a las oraciones que se hacen en favor de los fieles difuntos; y debemos aprovechar cuantas circunstancias se nos ofrezcan para libertar aquellas benditas almas de la cárcel de expiación donde se están purificando, ya que ellas, tan agradecidas, nos lo recompensarán desde el Cielo con abundantes gracias de santificación.

    Prenda de los divinos favores sea la bendición, venerables Hermanos y amados Hijos, que os damos en el Nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.

    Sevilla, 1 de Noviembre de 1952.


    † PEDRO CARDENAL SEGURA Y SÁENZ
    ARZOBISPO DE SEVILLA

    Por mandato de su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor,
    L. † S.
    DR. BENITO MUÑOZ DE MORALES
    Secretario-Canciller




    (Esta Alocución Pastoral será leída al pueblo fiel, según costumbre)

  7. #7
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    Re: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caíd

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    Para situar el episodio en su contexto histórico, esto escribe el historiador D. Luis Suárez Fernández en su colosal obra "Franco y la Iglesia", del Cardenal Segura en los años 40 (págs. 56-57):

    "... Don Pedro Segura era intérprete fiel de un integrismo que sabía explicar en términos de gran profundidad teológica. Solo la inmediata restauración de la Monarquía podía evitar los males que veía dibujarse en el horizonte. Falange y lo que ella significaba como inclinación al totalitarismo, le parecía un peligro.

    ...Que se pueda presentar a Segura como una especie de campeón de las libertades, resulta un contrasentido. Precisamente él reprochaba al Régimen sus complacencias con el secularismo y con las religiones no cristianas. Se asombraba de que en Sevilla se protegiera una capilla protestante, que se organizaran viajes de peregrinación a la Meca o que, en la feria de abril, las mujeres bailasen sin proteger sus piernas. También consideraba una injusticia que no se le hubiera reinstalado en la Sede Primada de
    Toledo, del que le privara la República.

    ...Por esta causa demostraba una evidente enemistad contra el nuncio Tedeschini, a quien culpaba de muchas de sus desdichas. Apoyándose en aquellos sectores sevillanos hostiles como él a la Falange, prohibió que el nombre de José Antonio y de los caídos se pusiera en las paredes de la catedral como estaba siendo acostumbrado.

    ... Algunas de sus intervenciones tenían caracteres pintorescos. Por ejemplo, en marzo de 1940 se excusó de acudir a una procesión, diciéndose indispuesto porque a ella concurría Franco, pero cuando el Generalísimo terminó su presencia, a toda prisa acudió para dirigirla. En algunas homilías se permitía decir que «caudillo» era un equivalente de «capitán de bandoleros». Para él la perversión tenía una causa: no se había restablecido la Monarquía al final de la guerra; él era un arzobispo designado por el Rey.

    ... las
    intemperancias del arzobispo de Sevilla, que también molestaban seriamente en la Curia pontificia, ya que Segura no se detenía en sus críticas. Segura amenazó en varias ocasiones con pronunciar la excomunión, buscando así fuentes de conflicto.

    ...
    Las instrucciones de Beigbeder a Yanguas, que había tomado contacto sobre el tema con el jesuita P. Ledochowski, eran que, dadas las circunstancias, lo mejor era que se diese a Segura un puesto en Roma. El general de los jesuitas consideraba aberrante que un arzobispo se enfrentara al Gobierno más católico que en estos momentos existía en el mundo. Pero naturalmente tampoco la Curia vaticana estaba dispuesta a convivir con un personaje tan tremendamente conflictivo. En su entrevista con Maglione ese mismo día 26 de abril, Yanguas pudo esgrimir un argumento de peso: Segura estaba incumpliendo el precepto de obediencia a las autoridades legítimas y lo hacía precisamente frente a un Gobierno que destacaba por su catolicidad.

    ... El 4 de mayo (1940), Pío XII recibió a Yanguas en su despacho para comentar el problema, y en uno de sus gestos fríos de diplomático, dijo que «el cardenal es monárquico» como si fuera una especie de censura; explicó al embajador que se iba a llamar a Segura a Roma, pero no para que permaneciese allí sino para leerle un poco la cartilla, con el compromiso previo de que se le dejaría volver a España.

    ... Segura, que utilizaba la colaboración de los monárquicos tradicionalistas, Fal Conde y Zamanillo, comenzó a preparar una carta pastoral de tono político en que buscaba una denuncia contra el Régimen, insistiendo siempre en el mismo punto: Franco usurpaba los poderes que correspondían al rey. Sevilla se agitaba y las divisiones entre los eclesiásticos eran aprovechadas por los beligerantes en su propaganda...

    ... A finales de mayo el Papa encomendó al Nuncio la tarea de visitar a Segura, que no había querido viajar a Roma, y hacerle estas tres advertencias: no debía publicar más cartas pastorales; tenía que reconciliarse con el Jefe del Estado; era imprescindible que, en adelante modificara su línea de conducta. Las órdenes fueron cumplidas...

    http://www.maalla.es/Libros/Franco%2...%20Iglesia.pdf

    Finalmente, mons. Segura fue apartado por Pío XII al frente de la Archidiócesis sevillana a mediados de los años 50, falleciendo poco después.

    Última edición por ALACRAN; 28/03/2019 a las 15:03
    DOBLE AGUILA dio el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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