Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1367, 15 de Abril de 1940, páginas 262 – 286. (Las Notas al pie del documento son mías).
CARTA PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.
Por los fueros de la verdad y de la justicia
EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
AL CLERO Y FIELES DE LA ARCHIDIÓCESIS
Venerables Hermanos y amados Hijos:
No podemos callar por más tiempo sin hacer traición a Nuestro sagrado ministerio pastoral, y, consiguientemente, sin faltar a Nuestra conciencia.
Sabemos bien lo delicado que para Nos es hablar en estas circunstancias, que todos sobradamente conocéis. Mas, si por agradar a los hombres y eludir el sacrificio que nos impone el cumplimiento del deber callásemos…, Nos tendríamos que aplicar las palabras del Apóstol San Pablo (Galat., I – 10): «Si adhuc hominibus placerem, Christi servus non essem». Si por no evangelizaros «todavía tratase de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo».
El deber pastoral según San Pablo
Ejemplar acabadísimo de Obispos, el Apóstol San Pablo nos traza las normas invariables de Nuestro sagrado ministerio.
Los fieles no siempre las conocen: y por esto fácilmente se dejan seducir por quienes, o abierta o solapadamente, persiguen a la Iglesia en la persona de sus Prelados.
El Apóstol San Pablo, en su segunda Carta a su discípulo Timoteo, dice a todos los que habían de ser puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios (Act. Ap., XX – 28) estas gravísimas palabras:
«Protesto delante de Dios, y de Jesucristo, que ha de juzgar a vivos y muertos, en su venida y en su Reino, que prediques la palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo: reprende, ruega, amonesta con toda paciencia y doctrina.
»Porque vendrá tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes amontonarán maestros conformes a sus deseos, teniendo comezón en las orejas. Y apartarán los oídos de la verdad, y los aplicarán a las fábulas.
»Mas tú vela, trabaja en todas las cosas, haz la obra de Evangelista, cumple tu ministerio».
Con visión profética descubre el Santo Apóstol lo que había de acontecer después de su muerte.
Han llegado esos tiempos tristes en «que no se sufriría la sana doctrina, y en los que se apartarían los oídos de la verdad y los aplicarían a las fábulas».
Y, precisamente, al llegarse estos tiempos, es cuando repercute enérgica la voz del Santo Apóstol, que en los actuales momentos resuena en Nuestra conciencia: «Ministerium tuum imple». «Cumple tu ministerio».
No somos los Obispos ni son los sacerdotes, en su sagrado ministerio, funcionarios y servidores del Estado, sino única y exclusivamente ministros de Jesucristo.
Lo decía el Santo Apóstol en su Carta primera a los fieles de Corinto (I Cor., IV – 1):
«Así nos juzguen los hombres como ministros de Cristo y dispensadores de sus misterios».
Así como toda la grandeza excelsa del Episcopado de la Iglesia Católica depende de esta su condición de ser los Obispos «ministros de Jesucristo», así de ella derivan los gravísimos deberes que sobre él pesan, y de los que afirma el sagrado Concilio de Trento que constituyen «una carga terrible, aun para los hombros de los ángeles».
Tal importancia concede el Santo Apóstol al cumplimiento del sagrado ministerio «de reprender, rogar, amonestar con toda paciencia y doctrina» en los tiempos calamitosos que anuncia, «en que se cerrarán los oídos a la verdad», que vuelve a dar, mediante su propio ejemplo, en su segunda Carta a los Corintios (II Cor., VI – 3 y ss.), a los Obispos, las normas a que debe ajustarse su conducta ministerial.
Un poco largo es el testimonio de San Pablo, pero es tan significativo y tan apropiado a Nuestras circunstancias, que hemos creído deberle reproducir por entero.
Como podréis observar, si meditáis en sus luminosísimas enseñanzas, contiene un tratado completo del ministerio episcopal.
Muchas veces, venerables Hermanos y amados Hijos, en los momentos nada fáciles de Nuestro ya largo Episcopado, hemos meditado estas palabras del Apóstol, que nos han dado luz, fortaleza, consuelo para cumplir Nuestro deber, con la gracia de Dios, que nunca Nos ha faltado, y con la que confiamos poder decir algún día, lleno de agradecimiento a la misericordia infinita de Dios: «Bonum certamen certavi» (II ad Tim., IV – 7). «He peleado buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado mi fe».
Se expresa San Pablo en estos términos:
«No demos a nadie ocasión de escándalo, porque no sea vituperado nuestro ministerio.
»Antes, en todas las cosas, nos mostremos como ministros de Dios en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias,
»En azotes, en cárceles, en sediciones, en trabajos, en vigilias, en ayunos,
»En pureza, en ciencia, en longanimidad, en mansedumbre, en Espíritu Santo, en caridad no fingida,
»En palabra de verdad, en virtud de Dios, por armas de justicia a diestro y a siniestro,
»Por honra y por deshonra, por infamia y por buena fama, como seductores, aunque verdaderos; como desconocidos, aunque conocidos;
»Como muriendo, y he aquí que vivimos; como castigados, mas no amortiguados;
»Como tristes, mas siempre alegres; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como que no tenemos nada, mas poseyéndolo todo.
»Nuestra boca, abierta está para todos, oh Corintios; nuestro corazón se ha dilatado;
»No estáis estrechos en nosotros; mas estáis estrechos en vuestras entrañas;
»Y correspondiendo igualmente, os hablo como a hijos; ensanchaos también vosotros.
»No traigáis yugo con los infieles. Porque, ¿qué comunicación tiene la justicia con la injusticia?; ¿o qué compañía la luz con las tinieblas?;
»¿O qué concordia Cristo con Belial?; ¿o qué parte tiene el fiel con el infiel?;
»¿O qué concierto el templo de Dios con los ídolos? Porque vosotros sois el templo de Dios vivo, como dice Dios: Que Yo moraré en ellos, y andaré entre ellos, y seré Dios de ellos, y ellos serán mi pueblo.
»Por tanto, salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo que es inmundo.
»Y Yo os recibiré, y os seré Padre, y vosotros me seréis en lugar de hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso».
Después de oír las palabras del Apóstol San Pablo entenderéis la razón del título de esta Carta Pastoral: «por los fueros de la verdad y de la justicia».
Se nos anuncian tribulaciones y persecuciones de toda clase; se nos marcan las virtudes apostólicas que debemos practicar; se nos dan los consejos que debemos inculcar a los fieles, principalmente en orden a su trato y unión con los infieles; y se nos fija la norma invariable del procedimiento único que debemos seguir como ministros de Jesucristo: «In verbo veritatis, in virtute Dei, per arma iustitiae a dextris et a sinistris» (loc. cit., v. 7). «En palabra de verdad, en virtud de Dios, por armas de justicia a diestro y a siniestro».
En palabra de verdad, no adulterando, ni tergiversando, ni callando el Evangelio, teniendo presente que, aunque indigno, somos ministro de Aquél que dijo (Ioan., XVII – 37): «Yo para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo aquél que escucha la verdad, oye mi voz».
El mundo es mentira, ficción, hipocresía. Sólo Jesucristo es la Verdad, como Él mismo dijo (Ioan., XVI – 6): «Yo soy la verdad».
En virtud de Dios; de ese poder que Él comunicó a sus ministros, cuando les dijo en la persona de los Apóstoles (Ioan., XX – 21): «Sicut misit me Pater, et ego mitto vos». «Como el Padre me envió, así también yo os envío».
Os envío, comenta concisamente un insigne escriturista contemporáneo, «no sólo para el mismo fin de la salvación del mundo por medio de la predicación de la verdad y el perdón de los pecados, sino con la misma autoridad».
No estriba la eficacia de la acción ministerial del Prelado en los medios humanos que en tanto estima el mundo, sino en la autoridad de Dios.
Ya lo advertía el Santo Apóstol (I Cor., I – 25 y ss.):
«Así, Hermanos, ved vuestra vocación; que no sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles. Mas aquello que es necio según el mundo, escogió Dios para confundir a los sabios; y lo que es débil escogió Dios para confundir a los fuertes; y las cosas viles y despreciables del mundo escogió Dios, y aquéllas que no son, para destruir las que son. Para que ningún hombre se jacte delante de Él».
Armas de justicia a diestro y a siniestro, finalmente, ha de manejar el Prelado, según el Apóstol San Pablo. Amparadora de la justicia es la Santa Iglesia, que defiende denodadamente sus fueros.
No importa que se presente ante Ella el poder más encumbrado, con todos los recursos de la fuerza. Ante la injusticia saldrán de labios de la Iglesia aquellas memorables palabras que inmortalizó el Papa Pío IX: «Non possumus».
Al abrigo de la rectitud indomable de la Iglesia, se han cobijado siempre los débiles oprimidos, en la certeza de encontrar defensa contra el opresor.
Terminante es la afirmación de San Pablo condenando toda clase de injusticias con este anatema (I Cor., VI – 9): «Nescitis quia iniqui regnum Dei non possidebunt?». «¿No sabéis que los injustos no poseerán el Reino de los Cielos?».
Tales son, a grandes rasgos, los caracteres del ministerio pastoral que nos traza con su vida y con su doctrina el Apóstol San Pablo.
Un modelo perfectísimo del ministerio pastoral
Os escribimos, Hermanos y muy amados Hijos, esta Carta en plena Visita Pastoral, aprovechando momentos de descanso, sin disponer ni de tiempo, ni de salud, ni de ninguno de los otros medios humanos que tanto facilitan el cumplimiento de este deber, uno de los más importantes, a Nuestro juicio, del cargo pastoral.
En el Oficio Divino del día en que os escribimos, encontramos un modelo acabadísimo del ministerio pastoral.
Celebra hoy la Iglesia hispalense, por especial concesión de la Santa Sede, con la máxima solemnidad litúrgica, la fiesta de San Isidoro, Arzobispo de Sevilla.
De tal modo resplandeció en el ministerio episcopal por su vida y por su doctrina, que, dieciséis años después de su muerte, en un Concilio de Toledo, en el que tomaron parte cincuenta y dos Obispos, entre los que se hallaba el preclarísimo San Ildefonso, su discípulo, fue proclamado San Isidoro «Doctor egregio, ornamento novísimo de la Iglesia Católica, el más docto en los últimos tiempos y digno de ser citado con la mayor reverencia».
Otro discípulo suyo, San Braulio, Arzobispo de Zaragoza, no sólo le compara a San Gregorio Magno, sino que afirma que fue «un don del Cielo concedido para la evangelización de España en lugar de Santiago Apóstol».
Al ser designado, por la benignidad de la Sede Apostólica, para regir esta insigne Sede de Sevilla, Nos pusimos de un modo especial bajo la protección de San Isidoro, su intercesor y patrono, procurando seguir de cerca sus huellas de vida Pastoral en cuanto Nuestra pequeñez lo consentía.
Días de grande inquietud eran aquéllos de la última mitad del siglo sexto para la España Católica.
Eran también días de lucha, y en esta lucha contra los enemigos de la Santa Iglesia se distinguió por su fortaleza y santa intrepidez San Isidoro.
En las notas históricas que del Santo Arzobispo nos dejaron San Ildefonso, de Toledo, y San Braulio, de Zaragoza, se dice acerca de su denuedo apostólico:
«De tal modo retuvo la verdadera Religión, que era oprimida bajo el poder de Príncipes arrianos, y de tal modo la practicó y la enalteció, que, aun siendo joven, se manifestó como su defensor intrépido combatiendo públicamente la perfidia de los herejes.
»Ni pudo jamás ser intimado por el poder de sus adversarios ni por sus amenazas e insidias, continuando constantemente en la libre confesión de su fe y en la impugnación de la perversidad arriana».
Con su santa energía y fortaleza apostólica, fue sal de la tierra, preservando, con su doctrina y sus ejemplos, de la corrupción, a la grey que el Señor le confiara.
Léense en su honor en el Evangelio de su fiesta las palabras que nuestro Divino Maestro pronunció en el Monte de las Bienaventuranzas.
Había anunciado el Señor la octava de sus Bienaventuranzas, que, a juicio de San Agustín, es la más excelente, diciendo a sus Apóstoles (Mat., V – 10):
«Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
»Bienaventurados sois cuando os maldijeren y persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros mintiendo por mi causa.
»Gozaos y alegraos porque vuestro galardón muy grande es en los Cielos. Pues así también persiguieron a los profetas que fueron antes de nosotros».
E inmediatamente les dice:
«Vosotros sois la sal de la Tierra.
»Y si la sal se desvaneciere, ¿en qué será salada?, no vale ya para nada sino para ser echada fuera y pisada por los hombres».
El comentario que aplica la Santa Madre Iglesia a estas palabras en la solemnidad de San Isidoro está tomado de San Agustín (Lib. I de Serm. Dom. in monte, Cap. VI), quien hace estas hermosísimas afirmaciones:
«Muestra el Señor que han de ser juzgados como fatuos los que, o anhelando la abundancia de bienes temporales, o temiendo su privación, pierden los bienes eternos, que ni pueden dar ni quitar los hombres. Por lo tanto, si la sal se desvanece, ¿en qué será salada?
»O sea, si vosotros, que estabais llamados a ser sal de los pueblos, por el miedo de las persecuciones temporales, perdéis el Reino de los Cielos, ¿quién podrá desvanecer vuestro error, cuando habéis sido vosotros los llamados a hacer desaparecer los errores de los demás?
»Para nada vale, pues, la sal desvanecida sino para ser arrojada y pisada por los hombres.
»No es, pues, pisado por los hombres el que padece persecución, sino el que desfallece temiendo la persecución.
»No puede ser pisado sino el que está debajo, y no está debajo el que, aunque sufra en su cuerpo muchas penalidades en la Tierra, tiene, no obstante, fijo su corazón en el Cielo».
A la luz de esta doctrina santa, ¡qué claras se ven tantas encrucijadas de la vida pastoral!
¡Cómo ama Jesucristo la libertad de su Iglesia, cuando exige para conservarla tantos sacrificios de sus fieles seguidores!
Queremos terminar esta alusión a Nuestro Santo Patrono y Protector, Nuestro modelo en el ministerio pastoral, con la oración secreta de la Santa Misa de este día, que hemos recitado esta mañana con todo el fervor de Nuestro corazón:
«Oh Señor, los dones sagrados que te ofrecemos en la festividad del Bienaventurado Isidoro protejan la libertad de tu Iglesia y promuevan la paz y el aumento de nuestra santificación».
Nuestros deberes pastorales
En esta última parte de Nuestra Carta pastoral debemos aplicar las normas santísimas expuestas a los deberes de Nuestro sagrado ministerio.
No necesitamos deciros con cuánta pena de Nuestro corazón nos fuerza a hablar Nuestro deber.
«Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres», nos está diciendo la voz del Príncipe de los Apóstoles (Act. Ap., V – 29).
Si esto Nos hubiera de traer cualquier tribulación, confórtaNos el ejemplo de los Apóstoles (Act. Ap., V – 41) que «salían gozosos de delante del Concilio porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús».
Hagamos unas breves indicaciones previas indispensables.
1.ª Hemos de comenzar afirmando solemnemente, «in conssientia et coram Deo», que, en el ejercicio de Nuestro ministerio, no sólo no ha habido, en lo que de Nos depende, ofensa ni desconsideración a ninguna persona ni institución, sino que hemos procurado guardarles las consideraciones que les son debidas.
2.ª En segundo lugar, hemos de hacer constar que no se trata de cuestión personal ninguna. Si esto fuese, hubiésemos guardado el más riguroso silencio, con la gracia del Señor, que nos manda perdonar a nuestros enemigos (Luc., VI – 37).
Podemos afirmar con toda verdad que en Nuestra actuación pastoral hemos buscado únicamente el bien de la Iglesia, según nos lo recuerdan los dos versículos del Libro del Eclesiástico que en el «Communio» de la Santa Misa de este día se aplican a San Isidoro (Eccli., XXV – 47 y XXXIII – 18):
«Videte quoniam non soli mihi laboravi, sed omnibus exquirentibus veritatem».
«Respicite quoniam non mihi soli laboravi, sed omnibus exquirentibus disciplinam».
«Reparad y ved que no he trabajado sólo para mí, sino para todos los que buscan la verdad y la disciplina».
3.ª Protestamos enérgicamente de la inculpación de intervenir en el Partido Político. Suscribimos enteramente las palabras de Pío XI, en su Discurso al Congreso Internacional de la Juventud Católica; palabras autorizadísimas que han sido, son, y, con la gracia del Señor, serán Nuestra norma de conducta:
«Podrá haber –dice– momentos en los que se juzgue que Nos, el Episcopado y el Clero hemos intervenido en la política.
»El combatir por la libertad religiosa, por la santidad de la familia…, es combatir por la Religión, por la defensa de la Religión, por los intereses de la Religión.
»Esto no es hacer política. No lo creemos ni lo creeremos jamás. Ahora bien, cuando la política ha tocado a la Religión, ha tocado al altar, entonces Nos defendemos el altar».
Si el Partido Político, si los poderes públicos, no menoscaban los derechos imprescriptibles de la Iglesia, y que están sobre todo poder civil, pueden tener la seguridad de que no tropezarán nunca jamás con Nuestra autoridad, con Nuestra persona.
4.ª Hemos prestado, y cuidaremos, Dios mediante, prestar sinceramente Nuestra cooperación al buen gobierno de la Nación; y hemos mantenido con las autoridades las relaciones de Nuestra inteligencia, ayuda y unión que tanto pueden contribuir al bien de la Patria; y hemos procurado mantener y fomentar siempre la paz y hacer el bien por Dios a todos los fieles confiados a Nuestro cuidado, apelando, amadísimos Hijos, a vuestro testimonio para demostrar que hemos encontrado la más fiel y entusiasta correspondencia por vuestra parte; siendo, consiguientemente, tendenciosas y malévolas las insinuaciones de malestar y perturbación del orden público.
Tenidas en cuenta estas observaciones preliminares, concretemos Nuestros deberes pastorales con las palabras del Apóstol San Pablo, ya citadas en esta Carta: «In virtute Dei, in verbo veritatis, per arma iustitiae».
A) En virtud de Dios.
Hemos obrado exclusivamente en virtud del poder que de Dios, por medio de la Santa Iglesia, hemos recibido para la santificación de las almas.
No tenemos, lo sabéis bien, ninguno de los medios humanos que pudieran utilizarse para la mayor eficacia de Nuestro apostolado entre vosotros.
No contamos con los recursos del poder temporal, ni con la propaganda de la Prensa, ahora totalmente intervenida por el Poder Público, ni con bienes de fortuna, ni con la fuerza de las armas.
Contamos únicamente, para extender entre vosotros el Reinado de Jesucristo, con los poderes que Jesucristo dio a sus Apóstoles para la santificación del mundo:
«Haced esto en memoria mía» (Luc., XXII – 19).
«Pedid y recibiréis» (Ioan., XVI – 24).
«Id… predicad el Evangelio a toda criatura» (Marc., XVI – 15).
«Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, perdonados les son; y a los que se los retuviereis, les son retenidos» (Ioan., XX – 23).
«Si tu hermano pecase contra ti, ve y corrígele entre ti y él sólo. Si te oyere, ganado habrás a tu hermano.
»Y si no te oyere, toma aún contigo uno o dos, para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra.
»Y si no los oyere, dilo a la Iglesia.
»Y si no oyere a la Iglesia, tenlo como un gentil y un publicano.
»En verdad os digo que todo aquello que ligareis sobre la Tierra, ligado será también en el Cielo; y todo lo que desatéis sobre la Tierra, desatado será también en el Cielo» (Mat., XVIII, 15 – 18).
«Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Marc., XII – 17).
Poderes son todos éstos que completan el gobierno de las almas que el Señor ha puesto en Nuestras manos, y de que habremos de darle estrecha cuenta.
Poderes de santificación que, con tanto consuelo de Nuestra alma, utilizamos en bien de las vuestras, aunque tantos lo ignoréis.
Poderes de régimen de la Iglesia que abarcan la potestad legislativa, judicial y coercitiva; a los que con menos frecuencia se recurre, pero que es indispensable usar cuando lo reclama imperiosamente el bien espiritual de las almas.
De esta potestad habla el Santo Apóstol al escribir a los fieles de Corinto (II Cor., XIII – 10):
«Por tanto, yo os escribo esto ausente, para que, estando presente, no haya de proceder con rigor, usando de la potestad que Dios me dio para edificación y no para destrucción».
Podéis creernos, amadísimos Hijos, que sólo el amor a vuestras almas y la edificación de la Iglesia Nos han movido a amenazar con la espada espiritual a los mal aconsejados que se obstinaban en su error.
Lo hemos hecho después de agotar pacientemente todos los recursos «in aedificationem, et non in destructionem», «para edificación y no para destrucción».
Podemos repetiros muy de corazón con el mismo Santo Apóstol (II Cor., VII – 8):
«Etsi contristavi… non me paenitet».
«Por cuanto yo os contristé con aquella carta en que reprobaba vuestra conducta, no me arrepiento; y si me arrepintiera viendo que aquella carta os contristó (aunque por poco tiempo), ahora me gozo, no porque os contristasteis, sino porque os contristasteis para penitencia.
»Porque os contristasteis según Dios, de manera que ninguna pérdida habéis padecido por nosotros».
B) En la palabra de la verdad.
Nos debemos a la verdad, Hijos muy amados; y aunque muchas veces la verdad sea amarga, sólo en ella debemos caminar.
Decía el Señor, hablando de la verdad evangélica (Ioan., VIII – 32):
«Si vosotros perseveraseis en mi palabra, verdaderamente seréis mis discípulos.
»Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».
El mundo es todo mentira; la Obra de Jesucristo, su Santa Iglesia, es toda verdad.
La gran arma para combatir a la Iglesia y a sus ministros ha sido siempre la mentira, la calumnia.
Nuestro escudo invulnerable es siempre la verdad; cuantas saetas envenenadas por el odio, por la pasión, por el error, dan contra ese escudo, caen en tierra embotadas.
También Nos, en los momentos actuales, debemos en conciencia rendir testimonio a la verdad.
Y con plena conciencia, y asumiendo la responsabilidad ante Dios de cuanto afirmamos, decimos con San Pablo (Ad. Rom., IX – 1):
«Veritatem dico in Christo, non mentior, testimonium mihi perhibente conscientia mea in Spiritu Sancto».
«Verdad digo en Cristo, no miento, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo».
«Quoniam tristitia mihi magna est et continuus dolor cordi meo» (loc. cit., v. 2).
«Que tengo muy grande tristeza y continuo dolor en mi corazón».
Acaba de llegarnos la Prensa de Sevilla, y en una nota oficial de la primera Autoridad de la Provincia, publicada en primera plana y haciendo resaltar su importancia, vemos, con sorpresa y pena, afirmaciones no sólo inexactas, sino tendenciosas, que tenemos la obligación de rectificar, por ceder en detrimento de los intereses sagrados que Nos están confiados.
Todos conocéis la nota, que no hemos de reproducir aquí [1]; Nos limitamos a afirmar, con plena certeza y saliendo por los fueros de la verdad:
1.º Que los rótulos y signos distintivos del Partido Político, que se pintaron en la fachada principal de Nuestro Palacio Arzobispal en la madrugada del Martes de Pascua, no aparecieron como expresión del entusiasmo de la población y de origen anónimo, sino que fueron fijados, a las tres de la madrugada, después de tomadas por la fuerza todas las bocacalles de la Plaza de Nuestra Señora de los Reyes, y por personas pertenecientes al Partido Político; quedando, desde ese momento, custodiadas las inscripciones por fuerza armada, día y noche, por espacio de seis días. Habiendo, consiguientemente, motivos para juzgar que con las inscripciones de referencia se buscaba, no dar expansión al entusiasmo de la población, sino imponerse por la fuerza de las armas a Nuestra Autoridad, ocasionarNos ofensa, crearNos dificultades y coacciones para que reconociéramos el predominio del Partido Político sobre Nuestra jurisdicción.
2.º Estos hechos se llevaron a cabo de noche, durante Nuestra ausencia, habiéndose realizado, a Nuestra llegada, el acto de violencia de ser amenazado con este motivo, con una pistola, un pobre obrero que cumplía con su deber.
3.º Ante el atropello de los derechos sagrados de la Iglesia, que veíamos inminente, Nos vimos en la precisión de conminar con la pena de excomunión, según la comunicación que insertamos textualmente en Nuestra breve Admonición Pastoral de 30 de Marzo del año actual. La lectura de ese documento basta para desmentir totalmente la afirmación que contiene la nota oficial de que Nos fulminaríamos la excomunión contra los que tomasen parte en el homenaje a los caídos. Protestamos enérgicamente de esta frase que expresa una falsedad insidiosa.
Nos no Nos mezclamos nunca con los actos cívicos que determinan las autoridades.
Nos conminamos la excomunión contra los que impedían con la fuerza el ejercicio de Nuestra jurisdicción, al tenor del canon 2.334, párf. 2.º, y a los que desobedecían Nuestro mandato grave de retirar las inscripciones, que reputábamos ofensivas para Nuestra autoridad.
¡Qué triste es que, en estos momentos tan angustiosos, en los que está pasando la Patria por trance tan difícil, se esté sembrando, o permitiendo se siembre, en el pobre pueblo, la semilla de la prevención contra las Autoridades de la Iglesia, que ha sido, es, y será, en España, una de las columnas fundamentales de la Patria!
C) En las armas de la justicia a diestro y a siniestro
Relación estrecha e inseparable hay entre la verdad y la justicia.
En el Reino de Cristo, cuya venida pedimos todos los días en la oración dominical del “Padre Nuestro” (Mat., VI – 10; Luc., XI – 2), es donde únicamente tiene su cumplimiento la profecía que contiene el Salmo mesiánico «Benedixisti, Domine, terram tuam», que tantas veces repite en ocasiones solemnes la Santa Iglesia.
Dice así (Psal., LXXXIV – vv. 12 y ss.):
«Veritas de terra orta est et iustitia de coelo prospexit».
«La verdad brotó de la tierra, y la justicia nos ha mirado desde lo alto del Cielo.
»Por lo que derramará el Señor su benignidad, y nuestra tierra producirá su fruto.
«La justicia marchará delante de él y dirigirá sus pasos».
Palabras que interpreta San Agustín diciendo:
«La verdad, oh hombre, salga de tu boca y de tu corazón, a fin de que la justicia te mire del Cielo.
»La verdad es nacida de la tierra cuando el publicano hizo una humilde confesión de sus pecados, y la justicia le miró del Cielo cuando él salió del templo justificado».
«Bienaventurados, –nos decía el Divino Maestro en el Sermón del Monte (Mat., V – 6)–, los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos».
Busquemos, Hijos amadísimos, con todo el anhelo de nuestra alma, la justicia del Reino de Dios, porque en ello nos va nuestra felicidad temporal y eterna.
«Buscad, pues, primero, –nos intimaba Jesucristo–, el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mat., VI -33).
Concretando esta doctrina del Santo Evangelio a Nuestros deberes pastorales, hemos de sentar previamente seis principios que proyectan luz clara sobre cuanto hayamos de decir a este propósito.
Primer principio. La Iglesia Católica docente es la Maestra de doctrina moral y religiosa en todos los tiempos, para todos los pueblos, y para toda clase de personas, según los poderes que le diera nuestro divino Salvador antes de su Ascensión a los Cielos (Mat., XXVIII – 19):
«Entonces Jesús, acercándose, les habló en estos términos: A mí se me ha dado toda potestad en el Cielo y en la Tierra: id, pues, e instruid a todas las gentes… enseñándoles a observar todas las cosas que Yo os he mandado».
No abusa, pues, de sus poderes, la Iglesia, antes bien cumple con una obligación estrechísima, cuando alecciona a los gobernantes de los pueblos en materias morales y religiosas, y realiza con esto una eminente labor patriótica. Y éstos obran injustamente si reciben con prevención o rechazan o dificultan las enseñanzas maternales de la Iglesia, para quien todos los cristianos son hijos, aunque ciñan corona sus frentes.
Segundo principio. La Iglesia no se mezcla en la política de los hombres, según incontables veces lo han proclamado las enseñanzas pontificias, que no fuera oportuno reproducir ahora por la brevedad de esta Carta. Es, por lo tanto, arma artera la que usan los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia al querer justificar sus persecuciones con pretexto de motivos políticos o patrióticos. ¡Cuántas veces, a través de los veinte siglos de existencia de la Iglesia, se han vuelto a reproducir aquellas acusaciones y coacciones que se hicieron en el proceso de la muerte de Nuestro Divino Redentor, resonando hasta nuestros días!:
«Hunc invenimus subvertentem gentem nostram et prohibentem tributa dare Caesari» (Luc., XXIII – 2).
«A éste le hemos hallado pervirtiendo a nuestra nación, y prohibiendo pagar los tributos al César».
«Si hunc dimittis, non es amicus Caesaris» (Ioan., XIX – 2).
«Si sueltas a éste, no eres amigo del César».
No tratamos, pues, ni hemos tratado nunca de enjuiciar a la situación presente y, en especial, al Partido Político, ni mucho menos a sus personas, ni siquiera a su actuación desde los puntos de vista nacional, político o patriótico. Es asunto que no Nos pertenece y del que prescindimos totalmente en Nuestro sagrado ministerio. Únicamente, en cumplimiento de un deber sacratísimo de Nuestro cargo pastoral, hemos advertido noblemente lo que, según Nuestra conciencia, conforme a la cual el Señor Nos ha de juzgar, hemos creído que, objetivamente, y prescindiendo de las intenciones, lesionaba los derechos de la Iglesia o perjudicaba las almas que Nos están confiadas.
Tercer principio. El llamar la atención sobre los peligros que contienen, o lesiones del derecho de la Iglesia que encierran, determinadas actuaciones políticas, no supone que no reconozcamos, ni agradezcamos, ni aprobemos las determinaciones rectas y beneficiosas que dimanen del poder civil en bien de la Iglesia o de la Patria; Nos complacemos en aprovechar esta nueva oportunidad para hacerlo con toda sinceridad, así como gustosamente, con este motivo, renovamos Nuestro acatamiento y consideraciones al Jefe del Estado, por quien rogamos a Dios diariamente, al hacerlo por las necesidades del Estado, y de cuyo nombre y autoridad otras personas tal vez han abusado indebidamente. Ahora bien, Nos argüiríamos de deslealtad a Nuestros deberes pastorales, y de injusticia, si Nos limitáramos a alabar lo que se hace en justicia y no advirtiéramos los daños que se ocasionan o pueden ocasionar a las almas.
Cuarto principio. Muchas cosas que actualmente juzgamos y denunciamos como extralimitaciones del poder civil, ateniéndoNos a la legislación vigente de las Santa Iglesia, que Nos tenemos el deber de guardar y hacer observar, pudieran preceptuarse por medio de disposiciones concordadas con la Santa Sede. Pues el Soberano Pontífice, como Vicario de Jesucristo y Cabeza visible de la Iglesia, está sobre el derecho meramente eclesiástico, y puede, según su conciencia, hacer concesiones a los poderes políticos en cosas que no afecten al derecho natural o divino positivo y a los intereses de las almas. En el momento en que interviene el Santo Padre, él asume ante Dios la responsabilidad, y a nosotros nos toca acatar filialmente sus determinaciones.
Quinto principio. No es nuevo el procedimiento para atacar a los Prelados, cuando defienden derechos de la Iglesia, el que insinúa la nota oficial, con carácter marcadamente tendencioso, de ponerNos en oposición con los demás Prelados españoles: exactamente el mismo se usó por el Gobierno de la República, en el preámbulo de un Decreto oficial, en la persecución que hubimos de sufrir ocupando la Sede de Toledo.
Y es necesario dejar las cosas en su punto. Cada Prelado gobierna su Diócesis conforme a las normas trazadas en el Derecho Canónico, y según las instrucciones especiales que tenga recibidas de la Santa Sede.
No es posible, ni conveniente, ni legal, el pretender, como muchos equivocadamente pretenden, una unanimidad mecánica inflexible en todas las actuaciones de los Prelados.
Es injusto exigir a los Prelados de la Iglesia lo que ni se exige ni se puede exigir en los demás órdenes de la vida: que todos los Gobernadores, que todos los Presidentes de Audiencia, que todos los Delegados de Hacienda aprecien todas las cosas de su cargo del mismo modo. Tiene que haber, consiguientemente, de un modo principal en los casos nuevos y cuando no se reciben instrucciones especiales concretas de la Santa Sede, apreciaciones y conductas diversas en los Prelados, según su arbitrio y conciencia.
Esta doctrina no es nueva sino antiquísima en la Iglesia de Dios, y nadie sino, o los ignorantes y necios, o los perversos, puede escandalizarse de ella.
El Apóstol San Pablo, en su Carta a los Romanos, a propósito de estas diversas apreciaciones en cuestiones graves de su tiempo, decía (Ad Rom., XIV, 5 – 10):
«Unusquisque in suo sensu abundent».
«Uno hace diferencia entre día y día; al paso que otro hace todos los días iguales; cada uno obre según le dicte su recta conciencia.
»El que hace distinción de días, la hace para agradar al Señor; el que come de todo, para agradar al Señor come; y el que se abstiene de ciertas viandas, por respeto al Señor lo hace… Ora vivamos, ora muramos, del Señor somos…
»No desprecies a tu hermano y no le juzgues, porque todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo».
Con qué satisfacción y consuelo de Nuestra alma aprovechamos esta ocasión tan propicia que se Nos presenta para rendir ante vosotros el homenaje más cumplido de Nuestra admiración, de Nuestra adhesión, de Nuestra unión, de Nuestro verdadero afecto fraternal al meritísimo Episcopado español, al que podemos aplicar, con toda verdad, las frases del Apóstol San Pablo (II Cor., VIII – 23): «Fratres nostri, Apostoli ecclesiarum, gloria Christi». «Hermanos Nuestros, Apóstoles de sus iglesias, gloria de Jesucristo».
Sexto principio. Gustosamente reconocemos la significación católica del nuevo Estado, en el que trabajan, en diversos cargos importantes, distinguidos católicos, así como figuran en la Organización Política buenos Hijos de la Iglesia; y reconociendo este gran beneficio, que de Dios nos viene, a Él damos gracias rendidas. Mas, dentro de esta significación católica, es más sensible todavía, y hemos de procurar a todo trance evitarlo, el que, por determinadas medidas y actuaciones, salgan perjudicados los derechos de la Santa Iglesia y los intereses de las almas. Cuanto se haga con pureza de intención en este sentido, es colaborar eficazmente a la reconstitución cristiana de España, objeto primordial de nuestra gloriosa Cruzada.
A estos seis principios preliminares fundamentales hemos de agregar, venerables Hermanos y amados Hijos, una manifestación que Nos obligan a hacer en esta Carta Pastoral, encaminada a salir por los fueros de la verdad y de la justicia, de una parte, las acusaciones contra Nuestra actuación ministerial lanzadas en una nota oficial, y por otra, la pacificación de los espíritus un tanto turbados en esta marejada de persecución.
Después de nuestra designación para esta Sede, Nos apresuramos a visitar al Vicario de Jesucristo, que se había acordado de Nuestra pequeñez, en aquellos momentos difíciles en que se estaba forjando la nueva España, para regir esta Archidiócesis.
Pocos meses antes de su muerte, teníamos el consuelo de visitar nuevamente al Augusto Pontífice, quien Nos retuvo más de una hora, no obstante su restricción de audiencias que, a causa de su enfermedad, habían dispuesto los doctores que le atendían.
En ambas ocasiones, pero sobre todo en la segunda de las audiencias pontificias, en vista de las dificultades que ya varias veces habíamos encontrado para alejar de vosotros ciertos peligros en la fe y en la pureza de las costumbres, y para garantir la libertad en el ejercicio de Nuestra jurisdicción, propusimos humildemente al Santo Padre, por lo que tocaba a esta Archidiócesis y a Nuestro gobierno en ella, Nuestro criterio, fundado en la letra y el espíritu de las Leyes de la Iglesia, de sus tradiciones venerandas y de las enseñanzas pontificias, habiendo escuchado de sus labios palabras consoladoras de plena aprobación.
Consuelo grande es para Nos haber podido llevar a la práctica, con fidelidad inquebrantable, normas que, para esplendor de esta Santa Iglesia Hispalense y mayor bien de vuestras almas, escuchamos del Maestro de la Verdad y Defensor intrépido de la justicia, quien Nos habló con una firmeza apostólica y con un celo por los intereses de la Iglesia que vivamente Nos impresionaron y recordaremos de por vida.
A la Santa Iglesia se la sirve según Ella quiere, sin tener en cuenta nuestras comodidades, nuestros intereses, nuestros egoísmos, que son tan malos consejeros para el buen gobierno de las almas.
Explanado, así, el camino, mediante la enumeración de los principios y de la manifestación que preceden, queremos, para terminar, indicaros los peligros que hemos tratado de evitar y que, por estar a ello obligado en conciencia, nuevamente os recordamos, aun sabiendo que ha sido Nuestra conducta episcopal en este punto el motivo remoto de la persecución contra Nos suscitada. Hechos completamente tergiversados e injustificados le han servido de pretexto inmediato, mas la Divina Providencia, si así conviene para su mayor gloria, cuidará de que queden totalmente esclarecidos.
a) La libertad de la Iglesia
Pocas cosas ha defendido, durante los veinte siglos de su existencia, la Iglesia Católica, con tanto tesón y con tanta entereza, como su libertad. Cuantas veces han tratado los tiranos de todos los tiempos de sojuzgar a la Iglesia, se han encontrado con una resistencia indomable. Innumerables son los mártires, entre los Sumos Pontífices y entre los Prelados, que cuenta el gran dogma de la libertad de la Iglesia.
Baste citar unas palabras nada más de la celebérrima Bula «Unam Sanctam» del Papa Bonifacio VIII (Denzinger. Ench. Symb. et Def., Edic. IX, núm. CLIV, pág. 431). De ella entresacamos esta frase:
«Las Sagradas Escrituras demuestran que hay en la potestad de la Iglesia dos espadas, una espiritual y otra temporal… La espada temporal se blande en favor de la Iglesia; la espada espiritual la maneja la misma Iglesia. La espiritual la usa la mano del sacerdote, la temporal la mano de los reyes y de los soldados, pero según la voluntad y la paciencia del sacerdote. Es necesario que la una espada esté sobre la otra; y que la autoridad temporal esté sometida a la potestad espiritual».
Entre las proposiciones condenadas en el Syllabus de Pío IX se encuentran, en el párf. V «De Ecclesia eiusque iuribus», y en el párf. VI «De societate civili», muchos errores condenados que atacan a la libertad de la Iglesia. Baste recordar la proposición vigésima, que dice: «La potestad eclesiástica no puede ejercer su autoridad sin permiso y asentimiento de los gobiernos civiles».
La proposición cuadragésimo cuarta condenada, se expresa en estos términos: «La autoridad civil puede mezclarse en las cosas que pertenecen a la Religión, a las costumbres y al régimen espiritual. De aquí que puedan juzgar las Instrucciones que, según su cargo, dan los Pastores de su Iglesia para norma de las conciencias».
Y, finalmente, fue condenada la proposición cuadragésimo primera: «En el conflicto de leyes de una y otra potestad, prevalece el derecho civil».
La libertad de la Iglesia, que tan celosamente Ella vindica para sí, y que protege con severísimas penas canónicas (C.I.C., Lib. V, tit. XIII, can. 2.331, 2.334, etc.), abarca la libertad de enseñanza, la libertad de ejercer la jurisdicción en cualquiera de sus clases.
Por oponerse a la libertad de la Iglesia de enseñar, hubimos de reprobar las disposiciones civiles que prohibieron la publicación en nuestra Patria de la Encíclica «Summi Pontificatus» del Pontífice reinante, la reproducción en la prensa de la Carta Pastoral del Emmo. Cardenal Arzobispo de Toledo «Lecciones de la guerra y deberes de la paz» [2], la inserción en la prensa diocesana de muchas de Nuestras enseñanzas pastorales, de Cartas y Alocuciones, y aun del mero anuncio previo de Nuestra predicación en Nuestra Santa Iglesia Catedral Metropolitana.
Por oponerse a la libertad de la Iglesia, en el ejercicio de Nuestra jurisdicción eclesiástica, hubimos de prohibir, bajo la conminación de penas canónicas por sus circunstancias agravantes de ofensa a Nuestra autoridad, la inserción de rótulos y signos políticos en los Templos católicos y en Nuestro Palacio Arzobispal.
b) La integridad de la fe y la pureza de las costumbres
Acerca de la fe católica, dice el Sagrado Concilio Vaticano (Con. Vat., Sess. III, Cap. 4): «Doctrina fidei, tamquam divinum depositum Christi Sponsae suae tradita, fideliter custodienda». «La doctrina de la fe, entregada como divino depósito a la Esposa de Cristo, se ha de custodiar con toda diligencia».
Justamente la gran preocupación de la Iglesia es la de la integridad de la fe, sabiendo que la fe en Jesucristo es el principio de toda la vida sobrenatural.
«Yo soy, –dijo Jesucristo (Ioan., XI, 25 – 26)–, la resurrección y la vida: quien cree en Mí, vivirá; y todo aquél que vive y cree en Mí, no morirá para siempre».
Es, pues, la fe santa, para la Iglesia, el depósito más sagrado, más rico, más delicado.
Después de haber dado tantas y tantas normas y advertencias para la vida cristiana, el Apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, le dice (I Tim., IV – 1 y ss.):
«El Espíritu Santo dice claramente que, en los venideros tiempos, han de apostatar algunos de la fe, dando oída a espíritus falaces y a doctrinas diabólicas enseñadas por impostores llenos de hipocresía, que tendrán la conciencia ennegrecida de crímenes…».
Por esto, el Santo Apóstol, al terminar la Carta, le da el consejo final, que tan cuidadosamente ha recogido la Iglesia (I Tim., VI – 20): «Depositum custodi». «Guarda el depósito de la fe».
No es de extrañar que la Santa Iglesia, que enseñó en el Sagrado Concilio de Trento (Sess. VI, Cap. 8) «que la fe es el principio de la salvación de los hombres, y el fundamento y raíz de toda justificación», vele con empeño sumo por que no sufra el menor detrimento la fe en sus hijos.
Proclamaba el Santo Padre Pío X, en su Carta al Episcopado de Milán, la necesidad de conservar muy pura la fe, y de defenderla de los que la combaten insidiosamente, aun desde la prensa que se llama de orden, y dice estas palabras gravísimas: «Tantam moliri catholicis iudicii disciplinaeque corruptelam, quantam neque ipsa parant diaria Ecclesiae palam infensa»; «que esta prensa que se ampara con el nombre de católica, ocasiona tanto quebranto en el criterio y en la disciplina de los católicos, cuanto no le causan los mismos que combaten manifiestamente a la Iglesia».
Precisamente por el riesgo que implica, ciertamente, para la santa fe católica, condenamos los intercambios culturales, pactados por nuestros poderes públicos con otras naciones oficialmente distanciadas de la fe católica, y los viajes, en misiones de carácter político o cultural, de grupos, principalmente de juventudes, expuestos más fácilmente a la perversión de su fe o sus costumbres [3].
Por esta misma causa, hemos deplorado, y deploramos vivamente, el que, ejerciéndose una tan rigurosa censura civil en todas las publicaciones, circulen muchas, de reciente edición, en que se difunden errores perniciosísimos contra la fe y buenas costumbres; incluso en alguna revista para niños.
Del mismo modo, teniéndose establecida la censura oficial del cinematógrafo, no hemos podido menos de denunciar los peligros gravísimos para la fe y la santidad de la vida cristiana que encierran multitud de películas que circulan en los públicos espectáculos, con incalculable detrimento para las almas.
c) La formación cristiana de la niñez y de la juventud
Bien puede decirse que la Iglesia ama a la niñez y a la juventud como a las niñas de sus ojos.
Lo expresaba significativamente, respecto a la juventud, el Papa Pío XI en su Alocución, de 25 de Septiembre de 1925, a la peregrinación internacional de la Juventud Católica:
«Cuando pensamos –decía– el tesoro de pureza y de toda clase de riquezas espirituales que en vosotros ha puesto Nuestro Señor Jesucristo, divino amante y consagrador de la juventud, un tiempo tan profanada por el paganismo; cuando Nosotros pensamos en el rigor de las amenazas y en la suavidad de las promesas con que Él quiso proteger vuestra belleza moral, entonces comprendemos hasta qué punto debemos amaros y os amamos».
Con relación a la niñez no ha cesado la Iglesia, a través de los siglos, de repetir a la humanidad las palabras de su Divino Fundador (Mar., X – 14): «Sinite parvulos venire ad me». «Dejad que los niños se acerquen a Mí».
De este amor maternal de la Iglesia a la niñez y a la juventud de ambos sexos se deriva la solicitud que siempre ha demostrado por su formación cristiana, y la energía con que en tiempos antiguos y modernos ha defendido sus derechos en orden a su educación, a la preservación de su inocencia y a la tutela de su pureza.
Baste citar el sapientísimo testimonio del Papa Pío VII en su Encíclica «Diu satis»:
«Es necesario –dice– que cuidéis de toda la grey que, como a Obispos, os ha confiado el Espíritu Santo (Act. Ap., XX – 28). Pero entre todos, reclaman para sí, especialmente, la vigilancia de vuestro amor y benevolencia paternales, vuestro interés, vuestra industria y vuestro trabajo, los niños y los jóvenes, a los que, con su ejemplo y con palabras, Jesucristo nos dejó encomendados (Mat., XIX; Marc., X; Luc., XVIII); y, para la corrupción y envenenamiento de cuyos tiernos ánimos, con toda su fuerza se empeñan los que, poniendo en ello la confianza máxima de lograr sus nefastos intentos, maquinan la destrucción del orden privado y público, y la confusión de los derechos divinos y humanos».
No se les oculta a estos conspiradores que los niños y jóvenes son como blanda cera que se puede con facilidad manejar y modelar en cualquiera forma, la cual llega a endurecerse, al pasar los años, con tal pertinacia que no admite modificación, según el vulgar conocido proverbio de los Libros Santos: «El hombre, aun cuando llegase a envejecer, no se desviará del camino que emprendió en su juventud» (Prov., XXII – 6).
No consintáis, pues, venerables Hermanos, que «los hijos de este siglo sean más prudentes en su conducta que los hijos de la luz» (Luc., XVI – 8).
Nos permitimos, amadísimos Hijos, interrumpir la cita del inmortal Pío VII, vindicador insigne de los derechos de la Iglesia, por los que fue objeto de las más terribles persecuciones, para llamaros la atención del modo como apremia con palabras gravísimas la conciencia de los Obispos acerca del cumplimiento de este deber de velar por la defensa de la fe, de la inocencia y de la pureza de costumbre de la niñez y de la juventud:
«Etiam atque etiam considerate pervestigate sedulo; odoramini, lustrate omnia».
«Con el máximo empeño consideradlo todo, investigadlo todo con diligencia, olfateadlo todo y escudriñadlo todo: a qué superiores debéis confiar el cuidado de los jóvenes en sus colegios, qué maestros se ponen al frente de sus clases, qué escuelas existan. Excluid, rechazad «a los lobos rapaces que no perdonan» a la grey de los inocentes corderos; y si alguno de ellos ha penetrado furtivamente, lanzadlo de allí, exterminadlo inmediatamente, «según la potestad que os dio el Señor para edificación»».
Esta doctrina de la Cátedra de la verdad, que es al mismo tiempo una ley, Nos ha obligado, considerando exclusivamente la cosa desde el punto de vista moral y religioso, a mirar, como Prelado, con prevención, las Organizaciones Juveniles e infantiles de carácter político, fundadas de un modo oficial en nuestra Patria, y que no ofrecen las debidas garantías para la formación cristiana de la niñez y de la juventud.
Bien están, y son dignos de elogio, los actos religiosos en que toman parte estas Organizaciones; mas esto no basta. Dichas Organizaciones, no obstante el que algunas tengan sacerdotes adheridos que figuran con el título de Capellanes, están completamente bajo sus mandos políticos y fuera de Nuestra eficaz vigilancia e intervención, tal como Nos la prescribe el Papa Pío VII.
Repetidas veces la Sagrada Jerarquía se ha visto en la precisión de llamar la atención sobre Organizaciones análogas, existentes en otras naciones, sintiendo mucho no disponer de tiempo para citaros tan importantes y aleccionadores Documentos eclesiásticos.
En Nuestra misma Archidiócesis hemos recibido numerosas denuncias sobre este punto, que crecieron en número e importancia con motivo de la Concentración Nacional de estas Organizaciones Juveniles tenida en Nuestra ciudad episcopal [4].
Dignas de tenerse presentes son unas palabras de Pío XI a este propósito de la formación cristiana de la juventud y de la niñez, al que se oponen no pocas veces el abuso de los ejercicios denominados gimnásticos, para el mejor desarrollo de la raza, sin tener en la cuenta debida el pudor y la honestidad cristiana, muy principalmente en las jóvenes.
Fueron dirigidas estas palabras, en 11 de Febrero de 1929, a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma:
«Procurad promover y defender el cumplimiento de los deberes religiosos, parroquiales, o sea, el magnífico conjunto que forma la vida parroquial; la frecuencia al templo, la asiduidad, la diligencia, al menos en la medida indispensable, a las instrucciones religiosas: cosas todas amenazadas, o, lo que es peor ya, perjudicadas con los excesos del movimiento actual de los deportes. Excesos que hacen que dicho movimiento no sea ni educativo ni higiénico, mientras constituyen un obstáculo para el desarrollo de otras esenciales actividades humanas».
Y tratando, en especial, de la llamada «cultura física», decía, como Arzobispo de Milán, en 1921, a los fieles de Lombardía:
«La experiencia Nos enseña que los deportes que tienen por fin único o principal la cultura física han logrado quitar todo carácter religioso a los días festivos, y privar a la juventud de la palabra de Dios, y, si han conseguido formar hombres más vigorosos, no han dado a la sociedad caracteres más recios ni mejor equilibrados».
d) El culto católico
Clara, terminante, es la doctrina de la Iglesia en lo que se refiere al culto católico.
La expresó, contra las exigencias abusivas de ciertos Estados, el inmortal Pontífice León XIII en su Encíclica «Immortale Dei», de 1 de Noviembre de 1885, en estas palabras:
«Todo lo que en las cosas humanas es, por cualquier título, sagrado; todo lo que concierne a la santificación de las almas y al culto divino, ya sea tal por su naturaleza, ya en relación a su fin, está exclusiva e íntegramente bajo la potestad y el arbitrio de la Iglesia».
Deber es, por lo tanto, de la Sagrada Jerarquía, mantener la libertad de disponer todo lo referente al culto católico sin injerencias extrañas, amoldándose a lo dispuesto por la Sagrada Liturgia.
Violan, pues, los derechos sagrados de la Iglesia las disposiciones emanadas de la potestad civil en las que, sin haber contado antes con la Autoridad eclesiástica, se prescriben las ceremonias que han de tener lugar en un acto de suyo sagrado como es un entierro católico.
Se coacciona la voluntad de la Iglesia cuando se organiza por la potestad civil un acto patriótico o político incluyéndose en él, sin haber antes oído a la respectiva Autoridad eclesiástica, la celebración de una Misa llamada de Campaña. Principalmente cuando debe de tenerse en cuenta la doctrina de la Sagrada Congregación de Sacramentos, que, en su Instrucción de 26 de Julio de 1924, dice:
«Está fuera de duda que no se tiene causa justa y razonable para la celebración de la Misa fuera de la Iglesia, cuando se pide con ocasión de conmemoraciones profanas o para dar realce a fiestas de carácter político; en tales circunstancias, la celebración de la Misa queda prohibida de un modo absoluto por el canon 822».
Se habla en esta Instrucción de la Sagrada Congregación de Sacramentos «de la desviación de la sana disciplina del culto católico», y acerca de este peligro creemos deber de conciencia, amadísimos Hijos, llamaros la atención nuevamente.
Una cosa es el culto católico, y otra cosa, esencialmente diversa, son los actos y homenajes de carácter cívico.
El culto católico no puede quedar, ni a merced de disposiciones políticas, ni a las exigencias de iniciativas particulares.
Son actos y homenajes de carácter cívico, entre otros: las Cruces llamadas de los Caídos, evocaciones de los muertos, desfiles militares o civiles ante dichas Cruces, discursos profanos, ofrecimientos de coronas de flores, saludos y gritos reglamentarios.
Nos, como muchas veces lo hemos manifestado noblemente, en calidad de ministro de Jesucristo entre vosotros, no hemos tomado parte en dichos actos por evitar confusiones que inducirían a errores graves entre los fieles menos conocedores de la doctrina de la Iglesia.
Dichos actos y homenajes, que antes que en España se practicaron en otras naciones, donde tuvieron su origen, pueden libremente, bajo su responsabilidad, ser organizados por las autoridades civiles: mas siempre cuidando de que no sufra en ellos menoscabo la doctrina católica, tal como se contiene en el Símbolo de la Fe y se enseña en la Doctrina cristiana.
«Nolite seduci» (I Cor., XV – 33), –os diríamos con el Apóstol San Pablo–, «no os dejéis engañar. Estad alerta…, porque entre nosotros hay hombres que no conocen a Dios; dígolo para confusión vuestra».
Todos los que mueren en pecado mortal, donde quiera y como quiera que mueran, van al Infierno para ser en él eternamente atormentados. Los que mueren en gracia, sin haber enteramente satisfecho sus pecados, van al Purgatorio para ser allí purificados con terribles tormentos. Al Cielo… sólo van los justos ya plenamente purificados.
La Iglesia, única que puede prescribir oraciones, y a cuya aprobación deben someterse las verdaderas oraciones que se hayan de hacer en público, no usa la palabra «caídos» en su Liturgia. La Iglesia, cuando ora por los muertos, ora tan sólo por los «fieles difuntos». No pueden estar unidos después de la muerte los que no han estado unidos en vida por la misma fe en Jesucristo.
Ved por qué Nos hemos creído en el deber de no conceder, para evitar confusiones peligrosas, el que dichas Cruces se erijan adosadas a las iglesias, ni en terreno que pertenece a los templos.
Es necesario distinguir perfectamente lo que por su naturaleza es un acto cívico o político, de lo que es acto estrictamente religioso.
e) Las Asociaciones católicas profesionales
Es un derecho de la Iglesia, que dimana de su misma constitución divina, el de fundar Asociaciones católicas profesionales. Lo ha ejercitado tranquilamente en todo tiempo, a excepción de las épocas de persecución; y del ejercicio de este derecho se han seguido grandes bienes para la sociedad y para la misma Iglesia.
No se explica cómo, tomando pretexto de una unificación política o de milicias, se ha llegado a la conclusión de la exclusión por la vía legal de determinadas Asociaciones católicas profesionales, tales como la de Estudiantes Católicos, la de Maestros Católicos y la de Obreros Católicos.
Con mucho tiempo, a los primeros atisbos de la violación de este derecho de la Iglesia, os lo advertíamos en Nuestra Instrucción Pastoral de 14 de Enero de 1938 [5].
Nos limitamos a recordaros la naturaleza de estas Asociaciones, y las Enseñanzas Pontificias precisamente de las tres Asociaciones católicas profesionales hoy más combatidas.
«No sólo –os decíamos– no debe mirarse a estas Asociaciones católicas con prevención, sino que cada uno en su profesión debe estimar como timbre de gloria el pertenecer activamente a ellas.
»La orientación que han de tener en adelante, substancialmente no varía de la que tuvieron con anterioridad a los desgraciados sucesos que lamentamos, después que la Revolución asoló nuestra Patria. Han tendido siempre y deben tender, como fin primario, a la perfección religiosa de cada uno de sus miembros, y, juntamente, a la perfección dentro de la vida profesional, ya que ésta se encuentra íntimamente ligada con la primera en muchos puntos sustanciales.
»Aunque, dada la forma providencial en que se desarrollan los acontecimientos, hemos de acariciar la esperanza de tiempos mejores, sin embargo, sería pueril creer que ya no habrá dificultades que vencer para la vida cristiana en el nuevo orden de cosas.
»El Santo Padre Pío XI, en su bellísima Encíclica sobre la educación de la juventud, de 21 de Diciembre de 1929, encomia expresamente las Asociaciones de Maestros Católicos con estas gravísimas palabras:
“Nos llena el alma de consolación y de gratitud hacia la bondad divina el ver cómo un tan gran número de Maestros y Maestras excelentes, unidos en Congregaciones y Asociaciones especiales para cultivar mucho mejor su espíritu, las cuales, por esto, son de alabar y promover como nobílisimos y potentes auxiliares de la Acción Católica, trabajan con desinterés, celo y constancia en la que San Gregorio Nacianceno llama arte de las artes y ciencia de las ciencias, de regir y formar a la juventud”.
»A las Asociaciones de Estudiantes Católicos cuadran hermosísimamente las palabras de León XIII en su Encíclica “Militantis Ecclesiae”, de 1.º de Agosto de 1897:
“Es indispensable que toda la formación de los jóvenes estudiantes esté impregnada de piedad cristiana.
”Sin esto, si este aliento sagrado no penetra en el espíritu de los discípulos y de los maestros dándoles vida, la ciencia, cualquiera que ella sea, no sólo les servirá de escaso provecho, sino que, frecuentemente, se derivarán de ella serios perjuicios”.
»Innumerables son los testimonios que pudieran citarse hablando de las Asociaciones de Obreros Católicos.
»En nombre de S. S. Pío X, telegrafiaba el Secretario de Estado al XV Congreso de las Asociaciones Católicas Obreras de Berlín, manifestando que “dichas Asociaciones merecían la aprobación y la recomendación más decidida porque su actividad toda la ordenaban al fin último sobrenatural”.
»Y en una preciosísima Encíclica que Pío X dirigía al Episcopado alemán con motivo de las Asociaciones Católico-Obreras, decía estas autorizadísimas palabras:
“Tenemos por el más sagrado de Nuestros deberes procurar y hacer que estos amados Hijos conserven pura e íntegra la doctrina católica, sin dejar nunca que en modo alguno su fe peligre. Y si no son diligentemente estimulados a vigilar, les amenaza el grave riesgo de adaptarse, poco a poco y sin darse cuenta, a un cierto cristianismo vago e indefinido que suele apellidarse interconfesional, y que se difunde con la falsa etiqueta de una fe cristiana común, aunque nada hay tan manifiestamente contrario a la predicación de Jesucristo”.
Terminamos estas indicaciones repitiendo las mismas palabras que hace dos años, en la Instrucción Pastoral citada, escribíamos:
«Dada la naturaleza de la reconstrucción de España, que se está forjando con tantos sacrificios, no dudamos de que estas Asociaciones, que tienden a hacer más perfectos en sus profesiones diversas a los españoles, por el hecho de que los hacen más cristianos, serán no sólo bien miradas, sino hasta protegidas y favorecidas por las autoridades, que no sólo no tienen nada que temer de las referidas Asociaciones, sino que cuentan en ellas con un plantel de escogidos ciudadanos, de cuya fidelidad nunca se podrá dudar, y cuya mayor perfección en la vida cristiana es una mayor garantía del cumplimiento de sus deberes ciudadanos y profesionales.
»Del mismo modo, tenemos la seguridad de que estas Asociaciones católico-profesionales encontrarán favor en todos los verdaderos católicos, que están llamados a ayudarlas según sus posibilidades, en la misma medida, o tal vez mayor, en que les prestaban ayuda con anterioridad al glorioso Movimiento nacional».
f) La caridad cristiana
Grande es la fe, grande la esperanza cristiana, pero, según nos lo enseña el Apóstol San Pablo (I Cor., XIII – 13), «la caridad es mayor».
En la caridad está la perfección espiritual de cada cristiano. Pues, según el Apóstol San Juan (I Ioan., IV – 16), «Dios es caridad; y, el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él».
En la caridad está la perfección de la vida social cristiana.
Según enseña el mismo Apóstol (I Ioan., IV – 12): «Si nos amamos unos a otros por amor suyo, Dios habita en nosotros y su caridad es consumada en nosotros».
Lo cual expresaba el Apóstol San Pablo con estas palabras (Col., III – 14): «Sobre todo mantened la caridad, que es el vínculo de la perfección», uniéndonos a unos con otros, y a todos con Dios.
Las sociedades cristianas descansan sobres dos insustituibles y firmísimas columnas: la caridad y la justicia; pero podemos afirmar respecto de esta virtud moral lo que con relación a las virtudes teologales decía San Pablo: «Maior autem… est charitas». «La mayor es la caridad».
Pondera este pensamiento San Agustín tejiendo el elogio de la caridad, y dice hermosísimamente:
«Donde hay caridad, ¿qué es lo que puede faltar? Donde no hay caridad, ¿qué es lo que puede aprovechar?» (Tratc. LXXXIII in Ioan., 3).
¿Queréis saber cuán grande es la caridad?:
«Es alma de las sagradas letras, virtud de las profecías, salud de los sacramentos, fundamento de la ciencia, fruto de la fe, riqueza de los pobres, vida de los que mueren.
»Entre oprobios –añade el Santo Doctor– es serena, entre odios es benéfica, entre iras es plácida, entre insidias inocente, entre iniquidades gime, vive en la verdad» (Sermo 350, 2).
Reservado estaba a estos tiempos, en los que «refrigescet charitas multorum» (Mat., XXIV), «se había de resfriar la caridad de muchos», el menospreciar la caridad cristiana como humillante para la condición de los hombres de nuestra época. En la organización moderna y laica de las sociedades, a la caridad había de reemplazar en absoluto la justicia; y así, hasta al mismo nombre de la caridad se ha declarado la guerra.
Vestigios de estas tendencias tan erróneas y nocivas, desde el punto de vista religioso y aun social, se notan entre nosotros, y Nos creemos obligado a denunciar este nuevo peligro para la piedad.
Las instituciones creadas por la caridad cristiana se van sustituyendo por otras que llevan el nombre de Auxilio Social, cuya dirección lleva, según ya se hacía en otras naciones, el Partido Político.
No enjuiciando las nuevas instituciones más que desde el punto de vista religioso, advertimos no pequeños riesgos que Nos preocupan.
Tampoco en estas obras tiene la Iglesia intervención directa y eficaz, como en otros tiempos la tuvo; y, si bien no se excluyen de ellas determinados actos de piedad, según la cualidad de las personas que en ellas intervienen, se echa de menos la vida intensa sobrenatural que comunica a estas obras la caridad de Jesucristo.
Por mucha justicia que se trate de imponer, si no hay caridad le falta algo vital.
Decía San Agustín (Sermo, 350, 3) esta profunda sentencia, que viene a demostrarnos que, sin caridad verdadera, no puede haber justicia verdadera: «Sectare charitatem et eam sancte cogitans affer fructus iustitiae». «Para dar frutos de justicia, obtén la caridad y absórbete santamente de ella».
La caridad es la fuente perenne que brota del Corazón de Jesucristo; sus aguas limpias, abundantes, saltan hasta la vida eterna.
Si el mundo se ha de salvar, se ha dicho con razón, se tiene que salvar por un diluvio de caridad.
g) Profanas novedades en el hablar
Pocas palabras serán necesarias para teneros advertidos de este nuevo peligro de las profanas novedades en el hablar, que se ha extendido no poco, como puede verse en cualquier publicación reciente de carácter político.
Por tres veces llama la atención el Apóstol San Pablo a su discípulo San Timoteo, en las dos Cartas que le dirigió, sobre este peligro, diciéndole (I Tim., I – 4,6):
«Al irme a Macedonia, te pedí te quedases en Éfeso para que hicieses entender a ciertos sujetos que no enseñasen doctrina diferente de la nuestra ni se ocupasen en fábulas…, que son más propias para excitar disputas que para formar por la fe el edificio de Dios».
En el fin de la misma Carta, llama la atención a Timoteo (I Tim., VI – 20): «devitans profanas vocum novitates», sobre el cuidado que debe tener de huir «de novedades profanas en las expresiones o voces» y «las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal, ciencia vana que, profesándola algunos, vinieron a perder la fe».
Insiste acerca del mismo peligro en su segunda Carta a su discípulo, al que le dice (II Tim., II – 16): «Profana autem et vaniloquia devita, multum enim proficiunt ad impietatem». «Ataja y evita las palabras vanas de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad».
Si grave es el consejo de no usar de estas profanas novedades en el hablar, más grave es la razón en que lo fundamenta de que encierran peligros de la impiedad y de perder la fe. No se trata, pues, de simples ligerezas de jóvenes que buscan lo nuevo y lo raro en el decir: se trata de que, por esas expresiones exóticas, que no tenemos por qué reproducir aquí, ya que son de todos sobradamente conocidas, se corre riesgo de extraviarse en la fe y en la piedad.
Para huir de este peligro de novedades que tanta seducción ejerce en las almas, guardad el consejo que el Apóstol San Pablo daba a los fieles de Tesalónica (Thes., II – 14): «Fratres, state et tenete traditiones quas didicistis». «Persistid firmes y permaneced constantes en la fe y en la vocación, y conservad cuidadosamente las tradiciones religiosas que habéis aprendido».
Son para vosotros, estas tradiciones venerandas, un tesoro de valor inestimable, que estáis en el deber de transmitir íntegro a vuestros hijos.
He aquí, Hermanos e Hijos muy amados, cuanto, delante de Dios y mirando a vuestro bien, hemos creído un deber manifestaros, saliendo por los fueros de la verdad y de la justicia.
Dejamos totalmente en manos de la Santísima Virgen, Madre Nuestra dulcísima, Espejo de justicia, y Madre del que es la Verdad misma, estas reflexiones pastorales escritas entre los agobios de la Visita Pastoral, así como de nuevo totalmente Nos confiamos a Su amorosa protección.
No encontramos palabras más apropiadas para terminar esta Carta que las que en la suya dirigía el Apóstol San Pablo a los fieles de Corinto (II Cor., VII – 2 y ss.):
«Dadnos –decía– cabida en vuestro corazón.
»Nosotros a nadie hemos injuriado, a nadie hemos pervertido, a nadie hemos engañado.
»No lo digo por tacharos a vosotros, porque ya os dije antes de ahora que os tenemos en el corazón, y estamos pronto a morir, o a vivir, en vuestra compañía.
»Grande es la confianza que de vosotros tengo, muchos los motivos de gloriarme en vosotros, y, así, estoy inundado de consuelo, reboso de gozo en medio de todas mis tribulaciones».
Prenda de las bendiciones celestiales que para vosotros imploramos, sea, venerables Hermanos y amados Hijos, la que de corazón os damos en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.
Santa Visita Pastoral de Montellano, en la fiesta de San Isidoro, Patrono principal de Sevilla, a 2 de Abril de 1940.
† PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ,
ARZOBISPO DE SEVILLA.
Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
el Cardenal Arzobispo, mi Señor,
L. † S.
DR. MANUEL MILLA PÉREZ,
Secretario de Sta. Visita
(Esta Carta pastoral será leída al pueblo fiel en uno o varios días festivos, según costumbre).
[1] Para la lectura de esa nota, véase, por ejemplo, el ABC de Sevilla, de 31 de Marzo de 1940, páginas 5 y 6: Nota del Gobernador Civil Sevilla contra Cardenal Segura (ABC, 31.03.1940).PDF.
[2] Sobre la Carta Pastoral del Cardenal Gomá, «Lecciones de la guerra y deberes de la paz», véase este hilo.
[3] Sobre los intentos de oposición de la Iglesia al fomento y realización, por los Gobiernos de Franco, de estos convenios culturales, proliferantes durante la primera etapa de la dictadura (1936-1945), véase este hilo.
[4] La «Primera Demostración Nacional de las Organizaciones Juveniles» del Partido Único, tuvo lugar en Sevilla el 29 de Octubre de 1938.
Fuente: YOUTUBE
[5] Para la lectura de esta Instrucción Pastoral, de 14 de Enero de 1938, véase su texto aquí.
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