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Tema: El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caídos"

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    El Card. Segura y la praxis no cristiana del llamado “culto a la cruz de los caídos"

    Fuente: Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, Número 1366, 1 de Abril de 1940, páginas 234 a 240.


    INSTRUCCIÓN PASTORAL DE SU EMCIA. RVDMA.

    Sobre los derechos de la Iglesia


    EL CARDENAL ARZOBISPO DE SEVILLA
    AL CLERO Y FIELES DE LA ARCHIDIÓCESIS



    Venerables Hermanos y amados Hijos:

    Uno de los deberes más sagrados de los Obispos es el de mantener íntegros los inviolables derechos de la Iglesia, y el de instruir a los fieles cuidadosamente acerca de esta parte importantísima de la doctrina católica, principalmente en los tiempos actuales.


    Derechos divinos de la Iglesia

    Puédense, ante todo, distinguir, para mayor claridad, dos clases de derechos divinos, pertenecientes ambos a la naturaleza misma de la Iglesia: derechos acerca de su fe y de su doctrina; y derechos acerca de su organización, de su régimen y disciplina.

    Hablando a los sagrados Pastores el Papa Pío IX en su Encíclica “Qui pluribus”, de 9 de Noviembre de 1846, de la obligación que tienen de defender los derechos doctrinales de la Iglesia, les decía:

    «Conocéis perfectamente que es obligación de vuestro cargo pastoral defender con fortaleza episcopal la fe católica, y velar con sumo cuidado para que el rebaño que se os ha confiado permanezca firme e inconmovible en esa fe, tan necesaria que perecerá sin duda para siempre todo aquél que no la guarde íntegra e inviolada.

    »Trabajad, pues, con el mayor empeño, impulsados por vuestro celo pastoral, en conservar y defender esta fe, y no ceséis de instruir a todos en ella, sosteniendo a los que vacilan, contradiciendo a los que la impugnen, fortaleciendo a los débiles, no disimulando jamás ni tolerando cosa que pueda manchar en lo más mínimo la pureza de esta fe».

    Si ya a mediados del siglo pasado se preocupaba tan hondamente el Sumo Pontífice de «hac undique serpentium errorum colluvie, atque effrenata cogitandi, loquendi, scribendique licentia», de «este aluvión de errores que serpentean por todas partes, y del desenfrenado libertinaje de pensar, hablar y escribir», ¡qué no tendrá que lamentar hoy el Vicario de Jesucristo ante el cuadro desolador que presenta el mismo mundo civilizado!

    Contienen los Documentos Pontificios del Papa Pío XI, de feliz recordación, descripciones aterradoras del panorama que presenta, a la luz de la fe, el mundo contemporáneo; mas todas las compendia una frase gráfica en extremo, que copiamos de la Encíclica “Quadragesimo Anno”, de 15 de Mayo de 1931: «Nobis enim nunc, ut alias non semel in Ecclesiae historia, mundus objicitur in paganismum fere relapsus». «Como ha acontecido otras veces en la historia de la Iglesia, el mundo se presenta a nuestra vista casi sepultado de nuevo en el paganismo».

    En menos palabras nada puede decirse, desgraciadamente, ni más real ni más desconsolador.

    Estamos a pasos agigantados volviendo a un paganismo embrutecedor, que envuelve las inteligencias en las densas tinieblas del error y de la ignorancia, y sepulta los corazones en el cieno de todas las concupiscencias.

    Pero en este universal naufragio sobrenada, como siempre, en las grandes tempestades que ha padecido la humanidad después de la venida de Jesucristo, la barca de Pedro, la Iglesia católica, única tabla de salvación en todos los tiempos.

    Por esto, el Vicario de Jesucristo hace una nueva llamada a los Obispos en defensa de los derechos imprescriptibles que dimanan de la constitución divina de la Iglesia, en lo que respecta a su organización, régimen y disciplina.

    «Con no menos fortaleza, –dice Su Santidad Pío IX (Encicl. cit.)–, debéis fomentar en todos la unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y debéis procurar la obediencia a esa Cátedra de Pedro, en la cual, como en solidísimo fundamento, estriba todo el edificio de nuestra sacrosanta religión.

    »Con igual constancia debéis de procurar se guarden las leyes santísimas de la Iglesia, por medio de las cuales prosperan con perenne lozanía la virtud, la religión y la piedad.

    »Y siendo, según observa San León Magno (Serm. VIII, Capítulo 4), “una gran obra de piedad descubrir los escondrijos de los impíos, y combatir en ellos al demonio, de quien son servidores”, os llamamos la atención sobre el deber que tenéis de poner de relieve ante el pueblo cristiano, con todo empeño y diligencia, las muchas y variadas asechanzas de los adversarios, sus falacias, errores y maquinaciones, exhortándole constantemente a que se aparte de las publicaciones pestilenciales, para que, huyendo, como de la vista de una serpiente, de las sociedades y sectas de los impíos, evite cuidadosamente todo aquello que pugna con la integridad de la fe, de la religión y de las costumbres».

    Santísimas, llama el Soberano Pontífice en las graves palabras citadas, a las leyes de la Iglesia, en las que se afirman, tutelan, regulan y aplican los sacrosantos derechos que le concediera su divino Fundador, y que son patrimonio inalienable, que conservará intacto hasta la consumación de los tiempos, sin que poder ninguno de la Tierra ni del Averno se los pueda arrebatar, ya que dimanan de su divina constitución, y se ordenan a su conservación y actuación, que están garantidas por el poder de Dios, ante el que todos y todo tienen que rendir vasallaje.

    Santísimas son estas leyes de la Iglesia, no sólo por su origen, sino por los maravillosos efectos que producen en el mundo, el cual no ha desaparecido ya entre las aguas de un nuevo diluvio merced a la santidad que ellas han hecho germinar en las almas.

    Y santísimas han de ser por el respeto que a los poderes de la Tierra deben inspirar, si no quieren, más tarde o más temprano, caer aniquilados, cual han venido cayendo, uno tras otro, los opresores que, prevaliéndose de la fuerza en las diversas épocas de la Historia, han pretendido, ¡insensatos!, sojuzgar a la Iglesia.

    En la renuncia de estos derechos divinos sustanciales, que tantas veces han sido vanamente agredidos por la violencia de los tiranos y usurpadores, la Iglesia ni ha cedido, ni cede, ni cederá nunca un solo ápice, porque la Iglesia no puede ceder.

    Expresión de esta respuesta constante, indomable, apostólica de la Iglesia, aun en las épocas más aciagas de su existencia, a las pretensiones, o de la astucia, o de la fuerza imperante, ha sido el memorable Non possumus, cuyo eco sigue repercutiendo en el Vaticano en nuestros días mismos.


    Derechos connaturales de la Iglesia

    La Iglesia es una sociedad verdadera, perfecta, libre, que disfruta de sus derechos propios y constantes, que le fueron conferidos por su divino Fundador (Syll., Prop. 19).

    De esta verdad fundamental de la doctrina católica se deduce que la Iglesia no tiene tan sólo aquellos derechos especiales que su divino Fundador, Jesucristo, expresamente le otorgó, –derechos irrenunciables, derechos indestructibles, derechos inalienables, derechos consiguientemente duraderos hasta la consumación de los tiempos, derechos propios de la constitución orgánica inalterable que Jesucristo le diera–, sino que tiene, además, todos aquellos otros que, por derecho natural, competen a las sociedades perfectas para la consecución de sus propios fines.

    Estos derechos van inherentes a la Iglesia, y del mismo modo que toda sociedad perfecta de orden puramente temporal goza de estos derechos, sin que legítimamente pueda de ellos ser despojada, así tiene la Iglesia estos derechos connaturales a su existencia de origen divino positivo, y no hay poder humano que pueda arrebatárselos.

    Más aún: cuando estos derechos connaturales son sustanciales en toda sociedad perfecta, la Iglesia, que es sociedad verdadera y perfecta por voluntad de Jesucristo, no puede renunciarlos, ni enajenarlos, ni consentir en su despojo.

    A esta índole de derecho pertenecen, por ejemplo, las facultades legislativa, judicial y coercitiva, propias de toda sociedad perfecta.

    Atribución natural de toda sociedad perfecta es la de adquirir, poseer, retener y administrar toda clase de bienes temporales.

    En una palabra: es propio del concepto de sociedad perfecta el tener en sí misma todos los medios necesarios para la consecución de sus propios fines.

    Y no se vaya a creer que la doctrina según la cual la Iglesia Católica es una sociedad perfecta, es opinable y sometida al arbitrio de los hombres; es una doctrina de fe, que ningún católico puede poner en tela de juicio sin padecer naufragio en sus creencias, conforme lo declaró el Papa León XIII en su Encíclica “Libertas”, de 20 de Junio de 1888, pues de manera expresa incluye esta verdad en el tesoro de las reveladas por Dios:
    «… earum rerum, quae Deo auctore cognoscimus», con estas terminantes palabras: «Perfectam quamdam ab eo conditam societatem, nempe Ecclesiam, cujus ipsemet caput est, et quacum usque ad consummationem saeculi se futurum esse promisit».

    Y replicando a los que niegan a la Iglesia «los derechos propios de las sociedades perfectas, cuales son los de legislar, juzgar y sancionar», dice en la misma Encíclica: «Divinitus esse constitutum, ut omnia in Ecclesiae insint, quae ad naturam ac iura pertineant legitimae, summae, et omnibus partibus perfectae societatis»; «que está establecido por Dios que a la naturaleza de la Iglesia pertenezca todo aquello que es propio de la naturaleza y derechos de una sociedad legítima, suprema y perfecta en todos sus aspectos».

    Y por si, atendida la diversidad de fines de la Iglesia y de las sociedades civiles, alguien tratara de hallar disparidad en el concepto de sociedad perfecta que a la Iglesia compete, enseña en la Encíclica «Immortale Dei»: «Que la Iglesia es, no menos que los Estados civiles, una sociedad perfecta en su naturaleza y en sus derechos».

    Mas para tener un concepto más exacto de los derechos connaturales de la Iglesia, sociedad perfecta que convive con los Estados civiles dentro de unos mismos confines territoriales y tiene los mismos súbditos, es necesario advertir la naturaleza de esta sociedad perfecta, comparada con la de los Estados.

    Las sociedades se especifican por sus fines, a cuya prosecución tienden con medios a ellos acomodados. Siendo, pues, el fin de la Iglesia más elevado y excelente que el de los Estados, se deduce como consecuencia legítima que la Iglesia es sociedad perfecta superior a los Estados civiles.

    Hermosamente, como acostumbra, expone esta doctrina, hoy tan desgraciadamente olvidada, el Sumo Pontífice León XIII en la Encíclica antes citada:

    «Es necesario que exista entre la Iglesia y la potestad civil un perfecto orden de relación análogo a aquél que en el hombre constituye la unión del alma y del cuerpo. Para conocer cabalmente la naturaleza de esta relación, es necesario considerar la naturaleza de los dos poderes, teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus fines, ya que los Estados tienen por fin próximo y especial procurar los bienes caducos de la Tierra, y la Iglesia proporcionar los bienes sempiternos del Cielo».


    Derechos adquiridos de la Iglesia

    Los derechos de la Iglesia hasta ahora enumerados, lo mismo los divinos que los connaturales, bien pueden decirse derechos nativos y sustanciales suyos, en tal forma que nunca estuvo, ni pudo estar, ni estará, de ellos desposeída.

    En los días de prosperidad y de gloria, como en los días de persecución y abatimiento; en las sombras de las catacumbas, como en los esplendores de la Roma papal; en el destierro, como en el cautiverio de sus Pontífices, la Iglesia apareció siempre soberana, independiente de todo poder secular y superior a él, diciendo con San Pablo: «Verbum Dei non est alligatum»; «a mí me podrán tener entre cadenas como un malhechor, pero la palabra de Dios no puede ser encadenada» (II Tim., XI – 4), y proclamando con Pedro, el Príncipe de los Apóstoles (Act. Ap., V – 29): «Obedire oportet Deo magis quam hominibus»; «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres».

    El tesoro de estos derechos nativos de la Iglesia ha ido acreciendo, a través de los veinte siglos de su historia, con otros derechos que han emanado legítimamente de los más sanos y puros orígenes, y que pueden denominarse «derechos adquiridos».

    En primer término, la Iglesia, en virtud de la facultad legislativa de que la dotó su divino Fundador, ha ido, como sociedad perfecta que es, detallando su organización y régimen, mediante nuevas normas, hoy cuidadosamente compiladas en su Código Canónico.

    Muchos de estos derechos, que proceden, en cuanto a su determinación y forma, de la autoridad de la Iglesia, son meros corolarios y consecuencias de los principios básicos de los derechos divino-positivos y connaturales, que le son sustanciales.

    Y ciertamente se puede asegurar que todos los derechos, por su origen estrictamente eclesiástico, van encaminados a desarrollar, proteger, explicar y aplicar los derechos primordiales, de que por sí mismo le dotara nuestro divino Salvador.

    Y con tal sobriedad ha usado en esto Nuestra Santa Madre Iglesia de sus divinos poderes, que la legislación canónica, no obstante ser la sociedad perfecta que abarca más súbditos, que se extiende a todas las latitudes, y que persigue fines tan altos, es, entre todas las sociedades perfectas, la que cuenta con una legislación más breve, más sencilla y más estable.

    Pero, además de estos derechos, derivados de la autoridad misma de la Iglesia, hay otros, de especial importancia, que dimanan de sus pactos con las naciones.

    «Acontece, –decía a este propósito León XIII en su Encíclica «Immortale Dei»–, que llegan tiempos en los cuales prevalece otra manera de afianzar la concordia y de asegurar la paz y la libertad; a saber, cuando los Jefes de los Estados y los Soberanos Pontífices se ponen de acuerdo por medio de un tratado sobre algún punto particular. En estas circunstancias, la Iglesia tiene dadas pruebas relevantes de su caridad maternal, llegando sin indulgencia y condescendencia al mayor límite posible».

    No es necesario recordar con cuánta fidelidad deben ser respetados por los pueblos los derechos que dimanan de estos pactos, principalmente cuando, además, tienen fuerza de ley.

    Toda disposición legal del poder civil que viole los derechos que a la Iglesia le han sido reconocidos u otorgados, además de ser nula, constituye un atentado a la dignidad de las naciones, cuyo prestigio se vulnera con estos desafueros.

    Existen, finalmente, en la Iglesia, multitud de derechos, que dimanan de las mimas leyes civiles de los Estados, o del derecho llamado internacional; derechos que, si deben ser respetados siempre, mucho más merecen serlo cuando radican en la sociedad perfecta más excelente de la Tierra, que es la Iglesia Católica.


    La defensa de los derechos de la Iglesia

    Jesucristo Nuestro Señor, al fundar la Iglesia como sociedad perfecta, no pudo menos de otorgarle todos los medios necesarios para la prosecución de su fin altísimo, que se logra mediante el cumplimiento de sus deberes y el ejercicio de sus derechos.

    No lo entienden así quienes creen que no son verdaderos derechos aquéllos que no pueden ser hoy urgidos sino con una armada de buques de guerra y una escuadrilla de aviones, o con un centenar de miles de hombres provistos de ametralladoras y cañones, y colocados del lado de acá de nuestras fronteras.

    Bien podemos afirmar con el Apóstol (II Cor., II – 14) «que el hombre animal no puede comprender las cosas que son del espíritu, y que, al no entenderlas, las juzga como necedad».

    ¡Qué dignos de lástima son, venerables Hermanos y amados Hijos, los que miran las cosas tan sólo con los ojos de la carne, y tienen cegados los ojos de la fe y aun los de la razón!

    Los derechos de la Iglesia, pese a los que sostienen la supremacía del poder civil sobre el religioso, tienen la defensa validísima y eficaz que les corresponde. Está encomendada, en primer término, a aquél que, en la persona de Pedro, ha recibido el poder de las llaves, y a quien se dijo (Mat., XVI – 19): «todo lo que atares en la Tierra será también atado en los Cielos; y todo lo que desatares en la Tierra será también desatado en los Cielos».

    Y bajo la obediencia, y en unión estrechísima con los sucesores de Pedro, está encomendada la defensa de los derechos que contienen «las leyes santísimas» de la Iglesia, a nosotros los Obispos, «a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios» (Act. Ap., XX – 28).

    A tomar parte en este «bonum certamen» (II Tim., IV – 7) invitaba nuestro Santísimo Padre el Papa Pío XI, en su Encíclica «Ubi arcano», de 23 de Diciembre de 1922, a todos los buenos católicos, con estas palabras:

    «Al amor, al culto y al imperio del Divino Corazón de Cristo Rey corresponde el «bonum certamen», la noble batalla que es preciso trabar por los altares y los hogares, y el combate que hay que sostener en muchos frentes para defender los derechos de la sociedad religiosa y de la familia».

    La Iglesia no necesita las armas materiales de la fuerza, que tan poco alcance tienen en relación a sus derechos; maneja, en cambio, dos armas, que puso en sus manos su divino Fundador, el Rey inmortal de todos los siglos: sus preceptos, que obligan en conciencia; y sus penas canónicas.

    ¡Ay de los Heliodoros de todos los tiempos, que, sin respeto al Señor (II Mac., III – 14 ss.), «que puso la ley de los depósitos», osan penetrar por la fuerza en el templo para arrebatar los sagrados tesoros de los derechos de su pueblo escogido. ¡Caerán «por tierra, envueltos en oscuridad y en tinieblas»!

    ¿Que para nada valen respecto de los espíritus fuertes de nuestros días las excomuniones de la Iglesia, con que Ella, en determinados casos, defiende sus derechos?

    La historia de todos los tiempos, y en particular la historia contemporánea, viene a confirmar la verdad de aquellas palabras del escarmentado Heliodoro, y que tienen su perfecto cumplimiento en la Iglesia católica: «No se puede dudar de que existe en aquel lugar una cierta virtud divina, pues Aquél mismo que tiene su morada en el Cielo, está presente y protege aquel Lugar, y castiga y hace perecer a los que van a hacer allí algún mal» (l. c., vv. 38 y 39).

    Ésta es la verdadera y suprema defensa de los derechos de la Iglesia: la palabra, el poder, la asistencia divina de Jesucristo, que dijo (Mat., XXVIII – 20): «He aquí que Yo mismo estaré con vosotros hasta la consumación de los tiempos».

    Dichosos, venerables Hermanos y muy amados Hijos, los que tenemos la dicha de ser Hijos fieles de esta Santa Madre Iglesia católica, y más dichosos todavía si, por defender sus derechos, que son los de Jesucristo, somos hallados dignos de padecer persecuciones.

    Prenda de las más preciadas bendiciones del Cielo sea la que de corazón os damos en el nombre del † Padre y del † Hijo y del † Espíritu Santo.

    Sevilla, 26 de Marzo de 1940.


    † PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁENZ,
    ARZOBISPO DE SEVILLA.
    L. † S.
    Por mandato de Su Emcia. Reverendísima,
    el Cardenal Arzobispo, mi Señor,

    DR. MANUEL RUBIO DÍAZ,
    Secretario-Canciller.




    (Esta Instrucción Pastoral será leída al pueblo fiel en la forma acostumbrada).
    Última edición por Martin Ant; 18/02/2019 a las 18:18

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