PRÓLOGO
Materia árdua es la que me propongo desarrollar en estos mal escritos renglones, que servirán de introducción á una obra de la índole de la presente, útil tan sólo para los que estimen en algo la inmaculada pureza de su honor.
Tema dificilísimo es el del duelo, puesto que para desarrollarlo hay que echar mano de precedentes no históricos, y el cual, al no apoyarse en ellos, pierde gran parte de la fuerza que pudiera tener; no obstante esto, he de ocuparme del desafío, tan atacado y discutido por la generalidad de los hombres, pero reconocido como una necesidad insustituíble por sus no detractores.
Malo es el duelo, como mala es la guerra, pero mientras en la humanidad subsistan la ofensa ó el agravio, la guerra y el duelo tomarán forma tangible con el vicio de lo sangriento, con la virtud de lo indispensable, con la terrible urgencia de las amputaciones.
El desafío, más o menos legalmente practicado, debió tener su origen en los primeros tiempos de la creación.
Cain, al satisfacer una exigencia de su envidia, asesinó á su hermano Abel desafiándolo, aunque sin darle tiempo para que se apercibiera á la defensa, sin duda por que la nobleza y la hidalguía estaban en aquellos tiempos á la altura de la humanidad, y sobre todo de la civilización.
Los pueblos primitivos, también con visos de asesinato, realizaban el duelo, hasta que en los tiempos modernos la civilización se ha impuesto y el desafío ha tomado esa forma noble y caballeresca con que á nosotros ha llegado, adquiriendo perfección y legalidad dentro de lo legalmente ilegal de su principio.
En nuestra querida España el duelo empezó á tomar carácter noble con la arribada de los Fenicios (1.500 años antes de Jesucristo). Aquellos célebres exploradores, como sabios individuos, que fueron los primeros náuticos, como no los últimos comerciantes, comprendieron la desigualdad que siempre ha existido y existirá en el orden físico, y encontraron en el duelo la satisfacción de una necesidad imperiosa por el equilibrio que aquél traía en el desequilibrio de la fuerza de los hombres.
A los fenicios siguieron los cartagineses, más ilustrados que aquéllos; á éstos los romanos, que en el duelo encontraban, á la par que la satisfacción de sus deseos de venganza, una diversión insustituíble, como lo probaban con las luchas personales de sus gladiadores; y por último, el pueblo godo, que tuvo un rey como el doble fratricida Eurico, que fué el primero de entre todos ellos que dictara leyes sobre el desafío, al propio tiempo que legislaba para sus súbditos, regidos hasta entonces por tradiciones y costumbres.
Más tarde se registra la invasión de los árabes, en cuyos tiempos la dudosa honradez de una doncella era sometida al divino fallo por medio de un combate singular, que sostenían acusador y defensor, desafíos en que ya existían padrinos, conocidos con el calificativo de jueces de campo.
Los juicios dieron por resultado los tan celebrados torneos de la Edad Media, y desde aquí, esos lances personales que las más de las veces se realizaban misteriosamente, servían para dar la razón, no al que la tuviera, sino al más esforzado, sin más trámites que la improvisación, sin otros convenios que la espada, y sin más testigos que Dios.
Así se practicaba el duelo hasta el siglo XIX, en que los encuentros personales dejaron su carácter brutal para tomar el noble y honrado con que á nosotros llegó, puesto que vemos que hoy día se efectúan los desafíos con grandes formalidades, sustituyendo a la indispensable espada de nuestros mayores, una concienzuda elección de armas; á la arrebatada irreflexión, un maduro examen de la ofensa; y á la traidora soledad, la publicidad compatible con la comisión de un delito, pues así se conceptúa por nuestras leyes positivas, si bien no lo estiman como tal los cuatro testigos presenciales que velan por la estricta observancia del contrato que ellos han otorgado en nombre de sus ahijados, ni por la sociedad en general, que siente en sí el germen de lo honrado y la necesidad de la defensa de su buen nombre.
El duelo, según las circunstancias, la época y los reyes, ha sido perseguido unas veces, y otras, más que tolerado, sancionado por leyes escritas, hasta el punto de poder citar como defensores del desafío al emperador Conrado, Nicolás I, Carlomagno, Othon II, Francisco I y otros que podríamos nombrar si con ello consiguiéramos el logro de un fin. En cambio los Papas Martín XIII y León IV no se cansaron jamás de fulminar cargos y excomuniones contra los duelistas, y en dar cánones por los cuales se estimaba á aquéllos como si fueran asesinos, privando del entierro en sagrado á los muertos en duelo con arreglo al 12 del Concilio de Valence.
Enrique VI declara el duelo como atentado contra el reposo público y como delito de lesa majestad, que por ser considerado de este modo llevaba en sí la pena de muerte y confiscación de todos los bienes para el que mataba á una persona en desafío.
En los tiempos de Luis XIII, y por lo tanto del cardenal Richelieu, el duelo tomó alarmantes proporciones, y las penas decretadas contra el fueron grandes, como asimismo las disposiciones dadas por el emperador Carlos V en España. Que el desafío ha sido siempre estimado como necesario, se prueba con los encuentros personales sostenidos por hombres tan ilustrados y eminentes como Sir Peel, O'Connel, Duque de Wellington y otras respetables personalidades.
El duelo en nuestros días no está permitido, como en otro lugar decimos, pero aunque el Código criminal señala para los duelistas y padrinos la pena de destierro mayor, por lo general se consienten los desafíos, y sólo en el caso de que los duelistas sean sorprendidos por nuestras autoridades, pueden aquéllos ser entregados á los tribunales, aplicándoles éstos la penalidad marcada en la ley escrita, lo cual acontece tan sólo cuando casos fortuitos los denuncian al público, ó cuando avisos intencionales lo ponen en conocimiento de nuestros gobernantes, avisos que a mi entender, engendra el miedo de algún combatiente.
Hecha pues, esta ligerísima é insignificante reseña histórica, voy a explicar brevemente las razones que me han obligado á la publicación del presente libro.
Con dos preguntas y dos respuestas pudiera justificarlo.
¿Cuándo es un duelo legal?
Cuando sus trámites se ajustan severamente á lo escrito en el Código del honor y aquél se realiza de conformidad con las condiciones pactadas por los padrinos.
¿Hay algún Código del honor en castellano?
De un modo terminante no puede ser contestada esta pregunta; sin embargo, creo que ninguno; creencia que reconoce por base la opinión de los más afamados libreros.
Pues hé aquí el origen del trabajo que he realizado.
Cuando joven yo, más joven que hoy, y hace algunos años, no había sufrido ninguno de esos disgustos que obligan al hombre pundonoroso y bravo á concurrir con su ofensor al terreno del honor, supe hacerme previsoramente la siguiente reflexión, que todos y cada uno deben in mente haberse hecho:
Yo puedo tener una disputa; esa disputa puede agriarse, surgir con motivo de ella una agresión, ó por lo menos una provocación en forma de injuria o de ofensa, y como final el planteamiento de un duelo. ¿Qué necesito conocer para no entregarme indefenso á mi contrario?
Como cosa principal, el manejo de las armas; como secundaria, las leyes del honor.
Puede suceder también, --me dije, -que el ofendido sea un amigo mío, que me nombra su padrino, y héteme aquí obligado á discutir y pactar las condiciones de un lance. ¿Cómo llenaré mi misión debidamente?
¿Sé, con arreglo á prácticas de honor, distinguir o diferenciar una injuria de una ofensa?
¿Sé, por ventura, qué reparación corresponde á la primera y cuál á la segunda?
Conozco acaso las condiciones que estipularse deben en los dos casos antedichos?
Y, sobre todo, al fin del duelo, ¿podré estar seguro de que éste se ha llevado a cabo con la mayor solemnidad, y se ha efectuado, por consiguiente, ajustándose en un todo á las condiciones que por los padrinos se pactaron?
¿Podré en conciencia autorizar con mi ignorante firma el acta, ó actas que con ocasión de un combate singular se levantan, y que de proceder de un desafío mal consumado pudiera implicar la sanción amistosa de un asesinato?
¿Acaso las personas condenadas por los tribunales ordinarios á una pena infamante por la comisión de un delito, pueden ser actores en un desafío ó testigos de otro?
Y por último, en los tramites que anteceden á todo encuentro personal, ¿sabré agotar todos los recursos de la prudencia, sin entrar en el terreno denigrante de la cobardia, ú obraré de ligero dando lugar temerariamente al derramamiento de sangre que todos los Códigos del duelo reservan para los casos extremos en que no se han podido recabar del ofensor explicaciones que estime suficientes el ofendido?
-¡Ah!—me dije–la misión del padrino no es tan fácil como yo me figuraba, sin duda por haber oído hablar de desafíos á gentes profanas en la materia; es preciso que la sensibilidad propia, ó la entereza natural, se domen con el estudio de las leyes escritas, que reconocen por fuente á la costumbre y á las prácticas.
Después de estas y otras observaciones que á mí mismo me hice, comprendí que el Código del duelo EN ESPAÑOL se imponía.
Ávido de saber lo que la generalidad ignora, empecé á buscar cuanto se hubiera escrito sobre lo que me proponía estudiar; encontré, sí, muchos buenos tratados y muchos malos, apreciación que hice teniendo en cuenta lo que mi razón me dictaba, y las opiniones que merced á la comparación de un libro con otro libro, de un Código con otro Código, yo me iba formando.
Encontré, como dejo dicho, lo que yo solicitaba y más de lo que quería, pues de mis rebuscas en los puestos de libros viejos, y de mis demandas en las más afamadas y completas librerías, obtuve la mayor de las desilusiones: la de tener que hojear libros escritos en extranjeras lenguas por no haber encontrado ninguno en nuestro elegante, rico y bellísimo idioma, cultivado por el inmortal Cervantes, con el aplauso de toda Europa, ique digo Europa! de todo el mundo hasta hoy conocido.
¡Cuantos duelos se habrán realizado hallándose todos sus actores en la más criminal de las ignorancias, he pensado muchas veces!
Este fatal descubrimiento centuplicó mi afán; por él he tenido que rendir culto á idiomas hasta entonces para mi desconocidos, y merced á los textos de Colombey, Estoile, Gondebaud, y los de los condes de Chateauvillard y Verger de Saint Thomas, que leí ansiosamente y con gran amore, he conseguido el conocimiento necesario para entresacar lo bueno que cada uno de ellos contiene, despreciando la hojarasca que encerraban todos, y uniendo lo comprendido en esos volúmenes á lo que la práctica me ha enseñado hasta el día, para con tales ideas, propias y ajenas, hacer este libro.
No me animó jamás al escribir esta obra ningún fin egoísta: todo lo contrario; mis aspiraciones, que hoy las veo consumadas, eran dotar á nuestra sociedad de un tratado que sirviera de consulta, llenando con esto una deficiencia hasta la actualidad sentida, evitando la necesidad de recurrir á tratados extranjeros cuyos idiomas no tenemos obligación los españoles de conocer y saber.
El fruto de mi trabajo está en estas páginas consignado; si merece la atención del público, el público lo dirá. Si vale la pena de repasar sus hojas, la crítica ha de decirlo; por mi parte he cumplido mi deber, he satisfecho una aspiración y un anhelo de mis amigos; he llenado un hueco que á todas luces se notaba, y he publicado, en fin, el presente volumen, que no por ser mío tiene mérito, puesto que muchos años han de transcurrir para que mis escritos tengan autoridad, sino que, por lo práctico del asunto, está llamado á cubrir un vacío que hoy día se nota en todas las bibliotecas de nuestra patria.
Si la obra obtiene el favor del público; si al terminar la lectura de su última página aquél, tiene una frase de elogio ó de benevolencia para mí, y si los críticos, reconociendo la urgencia de la falta, disculpan lo incorrecto de la forma, habrá obtenido su más ambicionado premio.
El Autor.
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