III. Unitarismo godo y su ruina
Después de Orosio ocurre la desmembración del Imperio romano de Occidente en varios reinos germánicos. Importante fue para robustecer el unitarismo claudicante del pueblo ibérico, el hecho de que, en el tiempo de las invasiones, los últimos emperadores encomendasen la pacificación de España a los visigodos, que eran los germanos más romanizados, enteramente poseídos de la idea romana del Estado como fautor del bien y la justicia para la total comunidad de los súbditos, idea superior al particularismo dominante en los demás gobernantes bárbaros. Esos godos, siendo aun arrianos, contrarios al catolicismo de los hispanorromanos, unificaron políticamente la península entera, y sólo algunos años más tarde la unificaron espiritualmente por su conversión al catolicismo.
A partir de Leovigildo, la fuerza del sentimiento nacional que el unitarismo del Estado godo despertaba, se observa al ver cómo la rebelión de San Hermenegildo contra su padre arriano es reprobada aun por el clero católico, que tenía que sufrir persecuciones por parte de los poderes públicos (1).
Ese sentimiento nacional logra después una entusiasta expresión literaria bajo la pluma de San Isidoro: En toda la extensión del mundo, desde su confín oriental en la India hasta su extremo occidental, la sacra madre España es la tierra más hermosa y feliz, incomparable en sus riquezas naturales, patria de insignes príncipes; ella, después de unida a la vencedora fortaleza romúlea ha celebrado nuevo feliz desposorio con el florentísimo y glorioso pueblo de los godos.
El concepto de esta España romano-goda, unitaria, tan altamente iniciada por Orosio, tan elocuentemente exaltado por San Isidoro, nunca dejó de estar presente en los espíritus durante los siglos siguientes, siendo ambos autores muy leídos durante toda la Edad Media.
No obstante, ese concepto sufre oscurecimiento. Después de la época floreciente de Leovigildo y de San Isidoro (siglos IV y VII), el reino godo decae en una despedazadora lucha partidista, y el partidismo llega a oscurecer el sentimiento nacional. Uno de los partidos trae en su auxilio a los musulmanes; y al convertirse éstos de auxiliares en invasores, faltó toda posibilidad de cohesión ante el peligro. Se produjo la desbandada, el sálvese quien pueda y como pueda. Los hijos del penúltimo rey, Vitiza, se contentan con mantener la posesión de sus 3.000 cortijos patrimoniales, confirmadas por los invasores; Teodomiro obtiene otro pacto especial en Orihuela; diversos señores poderosos y hábiles se arreglaron para conservar sus haciendas, su religión, sus leyes, y no se preocuparon del resto del país; todavía en el siglo XI, un señor aragonés se jactaba de que sus abuelos y él habían vivido independientes de los califas de Córdoba y de los reyes de Aragón, “quia libertas nostra antiqua est”; ante la ruina de España, esos poderosos señores saturados de individualismo, no se desvivían por otra cosa sino por sacar a salvo su libérrima libertad. La insociabilidad Ibérica había brotado por todas partes como lacra que, al decaer las fuerzas invade todo el cuerpo enfermo.
Algún foco de resistencia combativa que se organizó, el de Asturias, peleaba aislado y débil. Nadie se interesaba por su vecino. El mozárabe que, en Toledo, lleno de dolor, redactaba una extensa crónica el año 754, no dice una palabra de Pelayo ni de Alfonso I; quizá ni sabía de ellos, o no le importaba las audaces guerras e incursiones que desde Asturias promovían.
(1) Leovigildo (573-586), último rey arriano, representaba para todos los hispanos el gran rey que había dado unidad política al reino godo, de ahí el juicio adverso a la rebelión de su primogénito Hermenegildo (579-584). Juan, abad Biclarense, aunque perseguido por Leovigildo, trata, en su crónica, a Hermenegildo como rebelde tiránico contra su padre (Hermenegildus tyrannidem assumens…) y lo mismo San Isidoro (…). A pesar de que el papa San Gregorio Magno llama mártir a Hermenegildo, la opinión española y la de Gregorio de Tours le fue adversa; véase Z. García Villada (Historia eclesiástica de España II, primera parte, 1932. Pág. 53-57).
(continúa)
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