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Lo que sucede en Maidán, en Kiev, tiene a todo el mundo pendiente. (Foto: UNV)
Me llamo Vladimir Rurik, como nuestro padre nacional en el siglo X. Soy de Kiev. Fui ciudadano de la Unión Soviética y luego, tras su hundimiento, me convertí en ciudadano de la Ucrania independiente de hoy. Ya tengo 90 años y estoy jubilado desde 1989, dos años antes de la declaración de independencia de Ucrania. Toda mi vida me he dedicado a estudiar la historia de los pueblos eslavos, en especial desde el siglo VIII hasta hoy. Los achaques de la edad no me han impedido de momento conservar intactos mis conocimientos. Sigo con lucidez lo que acontece ahora y tengo también una visión histórica para hilvanarlo con nuestro pasado y para interpretarlo en función de nuestras raíces.
Sí, he vivido ya mucho y he comprendido cuáles son esas raíces, a medida que me he ido sumergiendo en los estudios históricos, pero también a través de todo lo que he podido experimentar y observar a lo largo de años y años de convulsiones nacionales, guerras y vaivenes políticos.
Salgo poco a la calle, pero sé lo que está pasando en la Maidán de Kiev en estas semanas que tienen al mundo pendiente de nosotros. Nadie sabe cómo acabará este tremendo forcejeo de la oposición con el gobierno. En los niveles políticos hay como siempre muchos intereses de naturaleza económica y mucha ambición de poder. Pero en el pueblo llano son los sentimientos los que mueven a la gente, y esos sentimientos los dicta la tradición, la cultura, la identidad nacional, aunque todo ello sea manipulable, como demuestra tantas veces la historia.
La Ucrania de hoy tiene el corazón dividido. La población del este y del norte del país sigue apegada a Rusia. La del sur y del oeste –la antigua Galitzia y en menor medida la zona de Crimea– miran más hacia Europa occidental y quieren desmarcarse de Rusia, para afirmar así mejor su propia identidad.
Y sin embargo no podemos olvidar el pasado, no podemos ignorar que Kiev es la matriz de Rusia. Por eso en buena medida todo este sentimiento anti-ruso que algunos quieren avivar, es como si quisiéramos negar nuestra propia esencia, volviéndonos contra nosotros mismos. Con toda la historia que llevo dentro de mi cabeza, puedo cerrar los ojos y recorrer de pronto, casi como si lo hubiera vivido en directo, los más de mil años que han transcurrido desde aquel remoto siglo X, en que el Rus de Kiev, la primitiva federación de tribus eslavas orientales bajo el mando del Gran Príncipe Vladimir, asumió el Cristianismo como religión del país. Veo a Vladimir siendo bautizado y veo a la multitud de Kiev respondiendo al llamamiento de su príncipe y sumergiéndose masivamente en las aguas del río Dnieper, convertido en un Jordán eslavo.
¿Y cómo llegaron a eso, cómo pudo aquella potente religión unificar al país y desplazar definitivamente las antiguas creencias paganas que procedían de los Varegos (Vikingos) escandinavos, y mezclados con los eslavos dieron origen al Rus?
Gracias a Bizancio.
El increíble y fastuoso imperio de la segunda Roma, que los emperadores romanos Constantino y luego Teodosio trasladan al este y asientan en la ciudad legendaria de Constantinopla en los siglo IV y V. No deja de maravillarme una y otra vez aquel imperio que duró mil años (hasta 1453, con la toma de Constantinopla por los turcos) y llegó a abarcar buena parte de Italia, Sicilia, toda la península balcánica, Grecia, la actual Turquía, Egipto y todo el norte de África. Fueron la nueva Roma, pero de espíritu y lengua griegos.
Ya nacieron penetrados de Cristianismo hasta la médula y esa religión fue su columna vertebral, como también sigue siendo la nuestra, en la gran patria rusa y ucraniana, más allá de la larga etapa comunista que no pudo sofocarla. Incluso se valió de ella como factor nacional aglutinante en las guerras y así hasta hoy, en que la Iglesia Ortodoxa Rusa y la Ucraniana han renacido y recobrado nuevo vigor.
Y sigo viendo cómo Bizancio nos impregnó y nos dio el ser nacional, cristiano, griego y eslavo. Veo ya en el siglo VIII al emperador Miguel III de Constantinopla enviando misioneros a cristianizar los territorios eslavos entre el río Dnieper y el Volga. Dos misioneros griegos, Constantino y Miguel, luego venerados como los santos Cirilo y Metodio, llevaron la escritura cirílica y el Cristianismo a nuestras tierras. Fue la primera semilla.
El sucesor de Miguel III, el emperador Basilio I, que era de origen búlgaro, no ceja en su impulso misionero también en tierras búlgaras, aunque después de terribles y crueles enfrentamientos que conducen a la toma de Bulgaria para Bizancio. Su sobrino, Basilio II, en el siglo X, fue el eslabón definitivo para culminar la evangelización del Rus de Kiev, al ceder a su hermana Anna en matrimonio con nuestro Príncipe Vladimir. Pero además también contribuyó, según las crónicas de la época, lo que le refirieron a Vladimir sus emisarios enviados a Constantinopla.
Quedaron deslumbrados y maravillados por la ciudad y sobre todo por la “Hagia Sophia”, la espectacular basílica de Santa Sofía, que fue durante mil años la mayor basílica de la Cristiandad, hasta la construcción de la de San Pedro en Roma en pleno Renacimiento. Así pues, los argumentos iniciales a favor del Cristianismo fueron para Vladimir más prosaicos y fastuosos que doctrinales.
Pero sea como fuere, ahí se inicia la gran expansión del Cristianismo ortodoxo en Rusia, de la mano de la escritura greco-cirílica (que utilizamos hasta hoy para nuestras lenguas vernáculas), de la liturgia y del arte bizantinos. Todos estos ingredientes confieren a rusos, bielorrusos y ucranianos un carácter peculiar y distante de occidente. No olvidemos que la Europa occidental es de raíz latina, pero a nosotros Bizancio nos hizo “griegos”. Eso nos sigue marcando hasta hoy, aunque sea sobre todo a través de la escritura y de la iglesia ortodoxa.
Cuando veo a los popes griegos de hoy, presidiendo todavía las ceremonias de toma de posesión de los gobiernos y contemplo al propio tiempo la presencia de los obispos ortodoxos rusos y ucranianos en las reuniones de nuestro presidente con la oposición, no puedo evitar la sensación de flujos sentimentales del mismo cuño.
El Rus de Kiev acabó desintegrándose, el poder de Kiev pasó a Novgorod más al norte, pero las invasiones mongólicas en el siglo XIII acabaron con él. Sin embargo, la dinastía Rurika, a la que pertenecía Vladimir, siguió luego gobernando Rusia como continuación del Rus de Kiev, por medio de los zares y hasta el advenimiento de los Romanov a finales del XVI. Así el Gran Príncipe de Moscú releva al de Kiev en el liderato de la nación rusa y la iglesia ortodoxa rusa se declara por fin independiente del Patriarcado de Constantinopla en 1448, sólo cinco años antes de la caída de la capital de Bizancio.
Veintiún años más tarde, cuando ya ha dejado de existir el imperio bizantino, Iván III se declara Zar (derivado de “Caesar” en latín o “Kaisar” en griego) en Moscú y mantiene el título sorprendente de “Conservador del Trono Bizantino”. Se casa además con una sobrina del último emperador de Bizancio Constantino XI, depuesto por los turcos. Iván III fue también el constructor del Kremlin de Moscú. Pienso, pues, que en este caso Bizancio aún “reina después de morir”.
Pero no puedo omitir, volviendo a Ucrania, que también recibimos considerables influencias occidentales y católicas, cuando en el siglo XIV, tras la descomposición del Rus de Kiev, toda la Galitzia (sudoeste de Ucrania) fue ocupada por Polonia y Lituania. Finalmente esa misma zona pasó a los dominios del imperio austrohúngaro a finales del XVIII, hasta la caída de éste en 1918. Este barniz europeo y católico-latino, aplicado a una parte de nuestras tierras, ha contribuido sin duda a forjar la mentalidad de la Ucrania occidental actual, que mira con ansiedad hacia la Unión Europea.
Pero yo pienso que esa mirada no debe ser sólo en una dirección. Hay que tener siempre presente que el alma rusa nació de nosotros y que, más allá de los políticos y los intereses del poder, seguimos vinculados a lo ruso para siempre, porque una madre nunca se puede desenganchar del hijo que alumbró.
Como no podremos nunca renegar del legado cultural, artístico y religioso de aquel extraordinario Imperio Bizantino, que desapareció hace siglos bajo la bota turca e islámica. Porque nosotros, rusos, ucranianos y bielorrusos, somos en cierto modo sus directos herederos y cada vez que he viajado a Estambul, me ha parecido percibir todavía bajo sus piedras islamizadas el hálito triste y glorioso de Constantinopla. |
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