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LA REVOLUCIÓN DE MAYO EN LA HISTORIOGRAFÍA ARGENTINA DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XIX. DISTINTAS VISIONES
Por Sandro Olaza Pallero
1. Introducción
Próximo a celebrarse el Bicentenario de la Revolución de Mayo, es tiempo oportuno para la reflexión de este suceso observar las distintas visiones de los historiadores que la han estudiado. Sobre la Revolución de Mayo se han publicado infinidad de trabajos que han tratado los aspectos más variados. Sería imposible abarcar en una monografía de esta extensión las aportaciones de todos los historiadores que se han dedicado al tema.
El presente trabajo trata de ser una contribución en los estudios historiográficos sobre Mayo desde mediados del siglo XIX al Sesquicentenario y se han seleccionado las miradas dispares de Bartolomé Mitre, Julio V. González, Tulio Halperín Donghi y la revista Historia dirigida por Raúl Alejandro Molina.
Se parte del análisis de un historiador clásico como Mitre y se llega cien años después a otros horizontes interpretativos, lo que indica una evolución en la historiografía de este importante acontecimiento. Esto nos dará también un parámetro en la diversidad y pluralidad para la comprensión de los procesos históricos argentinos.
2. Bartolomé Mitre y su Historia de Belgrano
Después de la independencia, comienza a adquirir identidad propia la historiografía argentina en una época de grandes conflictos sociales y económicos. Hay una vinculación estrecha entre la política del momento y el interés por la problemática histórica. La historia es un arma política y esto se aprecia con claridad en la obra de Bartolomé Mitre.
Mitre en el prefacio de la segunda edición de su Historia de Belgrano (1859) afirmaba que la revolución del 25 de mayo de 1810, el hecho más importante de la historia argentina, “no ha sido narrado hasta el presente, a excepción de la media página que le ha consagrado la pluma artificial del deán Funes, y de una “Crónica” en forma dramática, escrita por el doctor Juan B. Alberdi”.
La historia es un instrumento para interpretar el pasado, pero que sirve para construir el futuro según las necesidades de la clase dirigente. Por lo general, surgen en Buenos Aires y responden mayoritariamente a los intereses que dirigen el proceso de “Construcción nacional” y Mitre es el arquetipo. El problema de la construcción nacional está en la base del pensamiento de Mitre. El político e historiador ha sido quien reunificó a la nación bajo la hegemonía porteña.
Hacia 1860, los textos escolares tomaron como fuente estas dos obras de nuestra historia general: el Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, del deán Gregorio Funes (1817 y reeditada en 1856) cuyo contenido llegaba hasta la apertura del Congreso Nacional el 25 de marzo de 1816; y la segunda edición en dos tomos de la Historia de Belgrano (1858 y 1859), de Mitre, que también abarcaba hasta la declaración de la independencia el 9 de julio de 1816.
Juan Bautista Alberdi comentó la edición de 1859 y a raíz de ello escribió su libro Grandes y pequeños hombres del Plata, donde polemizó con Mitre. No se sabe, aún en la actualidad, si Alberdi escribió esta obra para disminuir a Mitre o mostrar aspectos de las ideas políticas de Belgrano, que en esos tiempos no se profundizaban mucho. El tucumano encontraba otro motivo de crítica en la afirmación de Mitre de que un aspecto de la llamada revolución había sido la independencia y otra la lucha interna. “Esto es –afirmaba Alberdi- explicar la revolución argentina con las explicaciones que se han dado de las revoluciones de Francia y de Inglaterra”.
En la Historia de Belgrano, Mitre dedicaba cuatro capítulos a la Revolución de Mayo: “Síntomas revolucionarios 1809-1810” (Cap. VIII); “La revolución. – El cabildo abierto 1810” (Cap. IX); “La revolución – el 25 de Mayo 1810” (Cap. X) y “Propaganda revolucionaria 1810” (Cap. XI).
Domingo F. Sarmiento advirtió en el “Corolario” de la primera edición (1858) que el general Mitre, literato, bibliófilo, militar, publicista y hombre de Estado, “ha revelado el hecho de que podemos, merced a la riqueza de nuestros archivos públicos, poner de pie la historia auténtica y documentada de los acontecimientos, palpitante de verdad y de vida”. Ahí estaban “desde los escogidos que dirigieron con tan asombrosa prudencia la Revolución de Mayo de 1810, y la parte inteligente de las ciudades argentinas, difundiéndolos por las armas en las otras secciones americanas, hasta hacerlos descender a las masas populares”.
Mitre en el primer capítulo decía que este libro era la vida de un hombre y la historia de una época: “Su argumento es el desarrollo gradual de la idea de la “Independencia del Pueblo Argentino”, desde sus orígenes a fines del siglo XVIII y durante su revolución, hasta la descomposición del régimen colonial en 1820, en que se inaugura una democracia genial”.
Señala Tulio Halperín Donghi que Mitre no mencionaba sus influencias donde había madurado su visión histórica, sí en cambio en la reconstrucción de los hechos del pasado gustaba de invocar a las autoridades en que se apoyaba, pero prescindiendo de nombrarlas. Pero Mitre había descubierto a Georg Gottfried Gervinus, con quien compartía una versión esperanzada acerca del porvenir de la América del Sur: la integración de las revoluciones hispanoamericanas en la corriente más amplia de las que transformaron el mundo atlántico.
Mitre y Gervinus estaban unidos y separados por una fe liberal, que en cada uno de ellos se refractaba en el prisma de experiencias históricas tan distintas como pueden serlo la de esa nacionalidad naciente que era la Argentina y la de que, abrumada por la compleja herencia de la milenaria historia del Sacro Imperio Romano Germánico, hallaba difícil encuadrarse en el reciente unificado Estado alemán. Con Mitre la historiografía argentina dejaba atrás una rústica prehistoria gracias a la adopción de un rigor metodológico que por primera vez dignificaba a la ciencia histórica. “Es esa convicción la que invita a reconocer e Mitre al “representante” de una bourgeosie conquérante que creía, por su parte, tener una apuesta permanentemente ganadora con el destino”.
Mitre tomó de la Historia del siglo XIX de Gervinus, temas que trató en su Historia de Belgrano, especialmente los tomos VI y IX. No se sabe cuando Mitre adquirió la obra de Gervinus, publicada entre 1865 y 1866, pero todo sugiere que su lectura se produjo en el momento que concluía su Historia de Belgrano. Esta última era la de la maduración histórica de la sociedad argentina, que en el crisol de revolución y guerra adquiere la conciencia de sí que hace de ella la sede de una nacionalidad.
Para Enrique de Gandía, Mitre fue un revisionista de los estudios de historia argentina, y un exponente de ideas y hechos que escandalizaron a un tradicionalista como Vicente Fidel López. La creencia de que los criollos habían preparado la revolución por odio a los españoles, era fuerte e indestructible. Sin embargo, Mitre fue el primero en darse cuenta que el problema no era totalmente racial, sino principalmente político.
La independencia en América había surgido del establecimiento de Juntas populares de gobierno, al igual que las creadas en la madre patria ante el avance de Napoleón. López se indignó con esta teoría, a pesar de que la primera junta rioplatense, la de Montevideo, fue presidida por el español Francisco Javier de Elío. Las diferencias entre la junta de Montevideo y la porteña de 1810 eran evidentes, la primera tenía por fin levantarse contra Liniers, por ser francés. En cambio, la segunda tuvo otros propósitos, empezando por el convocar a un congreso con representantes de todas las ciudades del virreinato. El duelo entre López y Mitre, en lo que se refiere a la génesis de Mayo, se concentró en la importancia que cada uno daba a un hecho distinto.
Rómulo D. Carbia clasifica a Mitre dentro del grupo de los historiadores positivistas, donde también está incluido Paul Groussac. Destaca que la Historia de Belgrano tuvo una especie de continua ascensión que se puede apreciar en la edición definitiva de 1887. Pues, “antes que nadie, entre nosotros, comienza a elaborar su erudición en silencio, con tesón, benedictinamente, y cuando se lanza a la empresa del libro no se considera, como tantos, llegado al culmen. Por eso es un corrector y un perfeccionador de sí mismo”.
Utiliza un vasto conocimiento bibliográfico junto a una crítica de las fuentes, pues sus predecesores habían aceptado habitualmente como dogmas verdaderos todo el contenido de los viejos cronistas e incorporado a sus trabajos las informaciones de ellos. Mitre en cambio, sometió a verificación sus aserciones, “llegando al convencimiento de que incurriría siempre en los más groseros errores quien tomase por guía a los cronistas y no fuera a investigar la verdad en los documentos originales que se hallan inéditos casi en su totalidad”.
3. Julio V. González y la filiación histórica de Mayo
Si tuviéramos que señalar los temas que más interés han suscitado en la historiografía de la Revolución de Mayo, sin duda su filiación histórica sería uno de ellos, La Revolución como piedra fundacional de la emancipación ha sido estudiada desde múltiples perspectivas y metodologías.
La obra del doctor Julio V. González, Filiación histórica del gobierno representativo argentino (1937), centra su interés en los antecedentes de Mayo. Este autor, doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, docente en la Universidad Nacional de La Plata, creada por su padre el multifacético Joaquín V. González, destacaba que esta obra era una limitada contribución al pasado argentino y que la importancia de los trabajos en el último cuarto de siglo, “hace innecesario destacar hasta que punto marcha a la zaga de la labor cumplida por el brillante elenco de investigadores, que vienen haciendo de la historia argentina una verdadera disciplina científica”.
González había sido uno de los ideólogos de la Reforma Universitaria de 1918 donde señaló que “acusa el aparecer de una nueva generación que llega desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales propios y una misión diversa por cumplir”. Distinguía tres ciclos que se sucedieron en la evolución argentina y daba así un fundamento que definía como “sociológico” a la teoría de las generaciones.
Durante el siglo XIX, González destaca un ciclo “gestativo” entre 1810 y 1853, y un ciclo “organizativo” u “orgánico”, que se desarrolla desde la promulgación de la Constitución a los años veinte. Un tercer ciclo reconstructivo comienza entonces, que aparece por el choque entre una nueva conciencia colectiva y las instituciones establecidas, aquí se inscribe la obra de la “Nueva generación”. Se debía reanudar la marcha, pues la generación del Ochenta había cortado el hilo conductor de la historia, lo que significaba un nuevo hito.
Se trataba de hacer un “movimiento emancipador de la inteligencia americana”. Como afirmaba en la revista Sagitario, fundada en La Plata junto a su amigo Carlos Sánchez Viamonte en 1926. Tras un breve paso por la Juventud del Partido demócrata Progresista, en 1932 ingresa al Partido Socialista en el momento que también lo hace un grupo estudiantil y Alejandro Korn.
En la búsqueda de los orígenes de la Revolución se había llegado hasta las más remotas fuentes –incluso las más dudosas, señalaba González-, pero era necesario “producir un hiato histórico que sólo podía salvarse con el conocimiento de los antecedentes inmediatos del sistema de gobierno implantado por la Revolución”.
El punto de partida sería la Revolución en España, producida con motivo de la invasión francesa a la Península. “Estimo que la vinculación de causa a efecto que liga al movimiento argentino con el español, fue algo más estrecha y decisiva de lo que hasta hoy se ha reconocido”. Para la historia general uno sería la causa del otro, pero para la historia constitucional reviste las características de una causa determinante y este estudio lo demostraría.
González señala que al poco tiempo de iniciarse en el estudio de la materia, tropezó con una incógnita que no le respondían los tratados consultados: “¡Cuál es el origen próximo, el antecedente inmediato de la forma de gobierno adoptada por la Revolución de Mayo para la nación cuyas bases echaba el movimiento emancipador?”.
Era innegable que se postulaba una democracia participativa, con sus principios tomados de la Revolución Francesa, pero ¿cuál era la auténtica filiación histórica de las instituciones adoptadas para poner en práctica y hacer efectivos los fundamentos teóricos de la sociedad política a organizar? González remarcaba que el 25 de mayo de 1810 se había convocado a los pueblos del interior para que enviaran sus diputados elegidos por sus respectivos cabildos abiertos.
Remarca que no se tenían antecedentes de estas asambleas vecinales, que habían existido entre 1806 y 1810, pero sin el carácter de electorales que revistieron después de Mayo. Se preguntaba: “¿De dónde provenían, siendo que nunca se había practicado en el Plata la democracia representativa, ni se eligieron jamás en tres siglos diputados a congreso alguno?”.
La clave estaba en la circular a las provincias, donde se dictaban normas electorales sobre la elegibilidad de los diputados. Esto estaba concatenado con la real orden del 6 de octubre de 1809, documento que buscó González en actuaciones de la Real Audiencia de Buenos Aires y luego en documentos conservados en el Archivo General de la Nación. La revelación que le trajo aquella real orden y la documentación que le estaba relacionada, “resultaron tan importantes que, al término de la investigación, me encontré con el primer tomo de esta obra”, afirma el autor.
Los frutos de esta labor irían mucho más allá del descubrimiento del origen de la regla electoral del 18 de julio, porque relevaría la existencia de un hecho nuevo para la historia constitucional argentina. El punto en cuestión era que la Revolución de España había provocado en el Río de la Plata un período de iniciación democrática anterior a la Revolución de Mayo, con motivo de la elección de un diputado vocal a la Junta Central de Sevilla.
Filiación histórica del gobierno representativo argentino contiene lo siguiente: El libro I trata: “La Revolución de España” (Cap. I); “El estatuto representativo de la Península” (Cap. II); “El estatuto representativo de América” (Cap. III); “Naturaleza institucional de la representación de los diputados americanos a la Junta Central de España e Indias” (Cap. IV); “La iniciación democrática de los pueblos del Plata. – Elección del diputado-vocal a la Junta Central de España e Indias” (Cap. V); y “La gestión oficial” (Cap. VI). El libro II incluye: Parte primera: “El nacimiento de la soberanía popular” (Cap. I); “Genealogía del congreso general” (Cap. II); y “Formación de la norma representativa” (Cap. III). Parte segunda: “La elección del diputado por Santa Fe” (Cap. I); “La elección del diputado por Corrientes” (Cap. II); “La elección del diputado por Salta” (Cap. III); “La elección del diputado por Jujuy” (Cap. IV); “La elección del diputado por Tucumán” (Cap. V); “La elección del diputado por Tarija” (Cap. VI); “La elección del diputado por Santiago del Estero” (Cap. VII); “La elección del diputado por Catamarca” (Cap. VIII); “La elección del diputado por Córdoba” (Cap. IX); “La elección del diputado por Mendoza” (Cap. X); “La elección del diputado por San Juan” (Cap. XI); “La elección del diputado por San Luis” (Cap. XII); “La elección del diputado por La Rioja” (cap. XIII); “La elección del diputado por Buenos Aires” (Cap. XIV); “Las elecciones del Alto Perú” (Cap. XV). Parte tercera: “La libertad de prensa” (Cap. I); “Las leyes constitucionales de la Asamblea del Año XIII” (Cap. II); “Las declaraciones fundamentales de la Asamblea del Año XIII” (Cap. III).
La obra está ampliamente documentada e incluye facsímiles manuscritos e impresos provenientes del Archivo General de la Nación y del archivo particular del doctor Carlos Sánchez Viamonte, notable jurista y docente universitario descendiente del general Juan José Viamonte. Entre las fuentes bibliográficas utilizadas por González se encuentran: AGUSTÍN DE ARGÜELLES, Examen histórico de la reforma constitucional que hicieron las Cortes generales y extraordinarias desde que se instalaron en la isla de León el día 24 de septiembre de 1810, Londres, 1835; A. FLORES ESTRADA, Examen imparcial de las disensiones de la América con España, de los medios de su reconciliación, y de la prosperidad de todas las naciones, Cádiz, 1812; ANDRÉ FUGIER, La Junte Supérieure de Asturies et l’invasion Franchise. 1810-1811, París, 1930; y ENRIQUE DEL VALLE IBERLUCEA, Los diputados de Buenos Aires en las Cortes de Cádiz, Buenos Aires, 1912.
4. El Sesquicentenario y la revista Historia
Desde su inicio en agosto de 1955, la revista Historia se constituyó en una publicación trimestral científica sobre la historia argentina e hispanoamericana. “Para ello –decía la editorial- proyectaría el haz luminoso de las investigaciones científicas realizadas con método y ecuanimidad a todas las épocas, ya con directa referencia a la que comprende la gran revolución americana de 1810, como también las del descubrimiento, la conquista cristiana, y luego, la de la Pacificación, como la llamó Felipe II”.
La revista fue dirigida por Raúl Alejandro Molina y entre otros colaboradores se encontraban Armando Braun Menéndez, Miguel Ángel Cárcano, Hugo Fernández Burzaco, Roberto Etchepareborda, Ernesto J. Fitte, Guillermo Furlong, Guillermo Gallardo, Enrique de Gandía, César A. García Belsunce, Carlos María Gelly y Obes, Leonor Gorostiaga Saldías, Pedro Grenon, Ricardo Levene, Roberto Levillier, Roberto H. Marfany, José María Mariluz Urquijo, Pedro Santos Martínez, Eduardo Martiré, Andrés Millé, Cristina Minutolo, José Luis Molinari, José Luis Muñoz Azpiri, Margarita Hualde de Pérez Guilhou, Carlos Alberto Pueyrredón, Daisy Rípodas Ardanaz, Augusto G. Rodríguez, Ricardo Rodríguez Molas, José María Rosa, Isidoro Ruiz Moreno, Héctor Sáenz Quesada, Héctor José Tanzi, Mario D. Tesler, José Torre Revello, Enrique Williams Álzaga y Ricardo Zorraquín Becú, éste último subdirector.
El primer número salió poco después de la Revolución Libertadora y comprendía el trimestre agosto-octubre de 1955. Precisamente el número siguiente destacaba los hechos recientes y las causas de la caída de Juan Domingo Perón, al haber “negación de las ciencias, de las artes y de toda labor intelectual…incendio de bibliotecas, incendio de archivos históricos”. El domicilio de la publicación era el de su director, ubicado en Lavalle 1226, segundo piso, en la ciudad de de Buenos Aires.
Manifestaba la editorial el déficit cultural como uno de los males que aquejaban al país. “Fomentar la verdadera cultura nacional; apoyar las instituciones que la sirven, sean ellas universitarias, institutos de investigación, academias, bibliotecas, museos, centros intelectuales, y, en lo posible, propiciar la creación de otras nuevas”.
Molina en la nota de actualidad “El incendio y destrucción del Archivo Arzobispal de Buenos Aires”, se lamentaba de la pérdida de uno de los más importantes repositorios documentales de Argentina, donde se guardaba la historia de la familia porteña, “desde los remotos días de Juan de Garay, para tener aproximadamente una sensación superficial de su antigüedad, pues este archivo contenía una riqueza de valores excepcionales”.
En total se publicaron 50 números hasta 1968, y en la última editorial se destacaban las colaboraciones sobre fundadores desconocidos, viajeros, educación y cultura, y la colección especial llamada Colección de Mayo.
“Cincuenta tomos cierra esta colección, con el índice general y total de la misma, con que terminamos la primera serie de esta publicación. No sabemos cómo vamos a encarar el futuro, dado el elevado costo de las impresiones y el moderno gusto de los lectores”. Asimismo recordaba a los colaboradores fallecidos como Ricardo Levene y José Torre Revello “que nos acompañaron desde el comienzo, asimismo para el Dr. Carlos Alberto Pueyrredón, que nos alentó siempre con su entusiasmo”.
Rául A. Molina fue abogado, funcionario, docente y miembro de varias instituciones argentinas y extranjeras: Academia Nacional de la Historia, Academia Argentina de Geografía, Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, Junta de Historia Eclesiástica Argentina, Real Academia de la Historia, Instituto “Gonzalo Fernández de Oviedo”, etc.
En mayo de 1960, durante la presidencia del doctor Arturo Frondizi, se celebraba el Sesquicentenario de la Revolución de 1810. A nivel oficial se organizan festejos y publicaciones referentes a este acontecimiento, como por ejemplo, la Biblioteca de Mayo, colección de veinte volúmenes que recopila documentos, diarios, memorias y otras fuentes relacionadas a la emancipación y que edita el Senado de la Nación.
La participación de Molina en el Sesquicentenario es activa. Se crea una Comisión Honoraria ordenada por el Ministerio de Relaciones Exteriores y Cultos, de la cual fue nombrado asesor y se encargó de la edición entre 1961 y 1963 de la Diplomacia de la Revolución. Molina, director de la Revista de Ciencias Genealógicas del Instituto del mismo nombre, dedica un tomo a la Revolución con el título de Hombres de Mayo, que incluye doscientas sesenta y tres biografías de los asistentes al Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. También fue secretario de la Comisión Organizadora del Tercer Congreso Internacional de Historia de América, en Homenaje al 150° aniversario de la Revolución de Mayo, realizado en octubre de 1960 con concurrentes de América, España y Francia, fue patrocinado por la Academia Nacional de la Historia.
En la revista Historia n° 17 de Julio-Septiembre de 1959, el director anunciaba a los lectores que, con motivo de la celebración del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, se iban a editar cuatro números extraordinarios –en realidad fueron cinco- y que aparecerían en mayo, junio, septiembre y diciembre de 1960. Al mismo tiempo se otorgaba un premio en dinero, a los dos mejores trabajos publicados en esos números. Los temas serían: artículos, crónica, diplomacia, pensamiento, periodismo, comercio y cultura relacionados con la revolución emancipadora en América y, especialmente, la de Mayo.
Se advertía que para la valoración del trabajo se tendría en cuenta: “a) La documentación inédita que se adjunte; b) La interpretación política, social o económica, que deberá ser original y auténtica; c) La honradez y erudición en la bibliografía”. La dirección se reservaba el derecho de exclusividad de la publicación, y el jurado lo constituiría la Academia Nacional de la Historia. La invitación se extendió a historiadores argentinos, americanos y europeos.
El número 18 fue dedicado a Cornelio Saavedra y contenía 319 páginas. Entre los artículos sobresalían: “Cornelio Saavedra” (Ricardo Zorraquín Becú); “Iconografía y Genearquía de Saavedra” (Raúl Alejandro Molina); “Dignificación de Mayo y el encono de un comodoro inglés” (Ernesto Fitte); “El ostracismo de Saavedra” (Carlos María Gelly y Obes); “Instrucciones de don Cornelio de Saavedra a su apoderado en el juicio de residencia, del 3 de agosto de 1814” (Roberto Etchepareborda); “La primera biografía de Saavedra del doctor don Ramón Olabarrieta” (Hugo Fernández Burzaco) y “La caída de Rosas y la traición de Coe el relato de un testigo” (Guillermo Gallardo), extrañamente este último trabajo no tenía nada que ver con el tema central de la publicación.
En la Crónica se señalaban los homenajes en el bicentenario del nacimiento de Saavedra, por decreto n° 10836 de septiembre de 1960, el Poder Ejecutivo Nacional había dispuesto la creación de la Comisión nacional de Homenaje al Brigadier General Cornelio de Saavedra. En los considerandos se calificaba la actuación del prócer de “decisiva en la faz inicial del proceso de nuestra emancipación”. Esta Comisión estaba presidida por Enrique Ruiz Guiñazú e integrada por Carlos Alberto Pueyrredón, Ángel M. Zuloaga, Humberto F. Burzio, Augusto G. Rodríguez y Carlos María Gelly y Obes.
El número 19 fue consagrado al secretario de la Primera Junta, Mariano Moreno, y tenía 320 páginas. Los artículos más destacados eran: “”Moreno” (Miguel Ángel Cárcano); “Genearquía de la familia de Moreno” (Miguel Ángel Martínez Gálvez); “La “Memoria sobre la invasión de Buenos Aires por las armas inglesas” de Mariano Moreno” (Julio César González y Raúl Alejandro Molina); “Moreno y la Diplomacia de Mayo” (de los autores precedentemente mencionados); “Vísperas de Mayo” (Roberto H. Marfany). Este último artículo fue publicado el mismo año como libro por su autor.
El número 20 fue destinado a honrar a Manuel Belgrano e incluía 334 páginas. Los trabajos más sobresalientes fueron: “Belgrano” (Guillermo Furlong); “Iconografía de Belgrano, anotada por José Luis Lanuza” (Alejo González Garaño); “”Genearquía y genealogía de Belgrano” (Raúl Alejandro Molina); “El General Belgrano y la Orden Dominica” (Rubén González); “Belgrano y la cultura” (Juan Carlos Zuretti); “Belgrano y sus enfermedades, sus médicos y su muerte” (José Luis Molinari).
El número 21 fue dedicado a Juan José Castelli y contenía 319 páginas. Los artículos más destacados eran: “Castelli” (Julio César Chávez); “El orador del Cabildo Abierto” (del mismo autor); “Genealogía y genearquía de Castelli” (Raúl Alejandro Molina); “Castelli y Monteagudo. Derrotero de la primera expedición al Alto Perú” (Ernesto J. Fitte); “Un agente secreto de Castelli” (Julio Arturo Benencia); “Algunas noticias documentales existentes en los archivos de Córdoba, sobre la actuación de Castelli” (Pedro Grenon).
El último número, el 22, fue titulado “Fin de la Revolución de Mayo. La muerte de Moreno. La caída de Saavedra”, y tenía un número menor de 160 páginas, comparado con las otras publicaciones precedentes. Los trabajos más sobresalientes fueron: “Fin de la Revolución de Mayo. La muerte de Moreno y la caída de Saavedra” (Raúl Alejandro Molina); “Martín de Álzaga y el 25 de mayo de 1810” (Enrique Williams Álzaga) y “Los grupos sociales en la Revolución de Mayo” (Ricardo Zorraquín Becú). Este último trabajo fue presentado en el Tercer Congreso Internacional de Historia de América y fue incluido en el libro del mismo autor: Estudios de Historia del Derecho, Buenos Aires, Instituto de Historia del Derecho, t. III, 1992.
5. Tulio Halperín Donghi, el pensamiento político tradicional español y la ideología revolucionaria de Mayo
En los años sesenta del siglo XX, no sólo se reafirmaba la importancia historiográfica sobre la Revolución de Mayo a nivel oficial (festejos, publicaciones, etc.), sino también se abrieron algunas líneas de investigación sobre esta temática por parte de destacados historiadores como Tulio Halperín Donghi. Halperín Donghi en su Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo (1961), trazó una interpretación sobre la relación entre el pensamiento revolucionario de Mayo y las ideologías políticas con vigencia tradicional en la monarquía hispánica antes de 1810.
Halperín Donghi nació en Buenos Aires en 1925, se graduó de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, y de profesor y doctor en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma alta casa de estudios. Posteriormente se especializó en la Universidad de Turín, en l´École Pratique de Hautes Études de París y realizó investigaciones en Londres.
Ocupa un lugar destacado en la historiografía argentina e hispanoamericana. En palabras de Ezequiel Gallo, “no es habitual que una persona combine una labor tan vasta, diversa y profunda en el campo de la investigación, al mismo tiempo que exhiba una trayectoria nacional e internacional tan destacada en la docencia universitaria”.
Su tesis fue que la revolución que había de terminar en la independencia y fragmentación de Hispanoamérica fue un aspecto de la crisis en la que no únicamente las ideologías sino también las realidades políticas de la España moderna revelaban su agotamiento esencial. Desde esta forma en el Prólogo, Halperín Donghi señala que los primeros argentinos que se sintieron alejados cronológicamente de la Revolución de Mayo, los de la generación de 1837, la caracterizaron como un cambio absoluto; pero al destacar lo que en ese cambio había de incompleto “no creyeron contradecir la imagen que de la Revolución habían elaborado, sino señalar lo que en la Revolución quedaba aún vivo como tarea irrealizada, urgente en el presente argentino”.
La observación sobre la generación de 1837 era evidente, pues habían renunciado a ver la revolución de 1810 como un hecho ubicable en un momento del pasado, “comenzada en el oscuro instante en que la idea revolucionaria se encarnaba, proseguía aún en el presente”. Para Halperín Donghi la continuidad entre pasado prerrevolucionario y revolución “puede –y acaso debe- ignorarla quien hace la revolución; no puede escapar a quien la estudia históricamente, como un momento entre otros del pasado”.
Los hombres de la generación de 1837 no vieron en la revolución una continuidad histórica de la tradición política española, sino que vieron su origen “en cualquier mandato extrahistórico de la estirpe o de la tierra, en la vocación de libertad traída en la sangre o bebida en el horizonte ilimitado de la llanura”. Esa imagen de la Revolución de Mayo, como revelación y consecuencia de una realidad esencial previa a toda historia, era la misma con que el romanticismo quiso explicar la evolución del derecho, de la literatura nacional, de la nacionalidad. Halperín Donghi, por lo tanto afirma que para poder prevalecer “semejante imagen requería que los hechos por ella agrupados no fuesen examinados demasiado cerca”.
Para Halperín Donghi buscar la continuidad entre revolución y el pasado prerrevolucionario significa dejar de lado por un breve lapso el problema de la ideología revolucionaria, investigar el papel que en la historia de la comunidad cumplió el movimiento revolucionario mismo, es decir si de la política objeto y fin de la revolución no hay antecedentes en el pasado. El verdadero objeto de Halperín Donghi y su interpretación era efectuar un aporte dejado de lado por la historiografía tradicional, es decir destacar la afinidad entre el mundo de las ideas revolucionarias y el vigente antes de la Revolución. “Esta dificultad puede salvarse con alguna cautela y sentido de la perspectiva; no nace por otra parte de un enriquecimiento sino de una limitación del panorama de la Revolución”.
Estudia el trabajo de dos historiadores escogidos por su valor: Ricardo Levene y Manuel Giménez Fernández. Del primero menciona su Orígenes de la democracia argentina, donde domina una imagen mítica de la Revolución y Ensayo sobre la Revolución de Mayo y Mariano Moreno, que descubre una tradición jurídica rica en elementos humanísticos, pero -según Halperín- “no acompaña un marco histórico igualmente rico y nítido”.
Giménez Fernández es mucho más preciso en su artículo “Las ideas populistas en la independencia de Hispanoamérica”, publicado en el Anuario de Estudios Americanos de Sevilla en 1946. Este autor sostiene que la revolución hispanoamericana fue ante todo una resurrección de las concepciones políticas vigentes en la Castilla medieval, aquietadas tras una lucha con la monarquía a partir de Fernando el Católico.
Halperín comienza con la obra de Francisco de Vitoria el examen de la trayectoria del pensamiento político español y su relación con el movimiento ideológico de la Revolución de Mayo. “La obra entera de Vitoria se desenvuelve en este aspecto en la forma muy libre de una serie de pareceres que el teólogo, respondiendo como tal a consultas de carácter a la vez moral y jurídico, pronuncia sobre problemas que le son planteados”.
Luego prosigue con Francisco Suárez, autor de una grandiosa construcción jurídica más sistemática que la realizada por Vitoria.”Hecho revelador del sentido en que se produce, a través de Vitoria y Suárez, la modernización del pensamiento político español: a través de un siglo lleno de peripecias ambos nos conducen del orden medieval al orden barroco”.
Sostiene Halperín Donghi que “la noción de revolución está entonces en el punto de partida de toda la historia de la Argentina como nación”. Concluye advirtiendo a los que quieren explicar nuestro surgimiento como nación, sólo seria acaso oportuno recordarles un hecho demasiado evidente para que parezca necesario mencionarlo, “un hecho que, por ocupar el primer plano del panorama, es sin embargo fácil dejar de lado: que lo que están estudiando es, en efecto, una revolución”.
6. Conclusiones
Las visiones presentadas poseen una característica común, este no es más que la importancia, la significación, y las paradojas sobre la Revolución de Mayo en la historiografía argentina.
Mitre con su Historia de Belgrano, marco que servirá de base cultural para la construcción del Estado-nación y del cual dijera Manuel Gálvez: “Mitre creador de nuestra literatura histórica, historiador serio y veraz y cuyas construcciones monumentales asombran si se piensa en los tiempos en que fueron realizadas”.
Julio V. González, con su importante aporte Filiación histórica del gobierno representativo argentino, que tendría una importante significación y singularidad en los estudios históricos constitucionales y que es mencionado en la bibliografía de manuales de enseñanza de Historia del Derecho argentino.
La revista Historia, dirigida por Raúl Alejandro Molina y su contribución a comprender el proceso de Mayo en sus distintos aspectos, con destacados trabajos, algunos de ellos publicados luego en forma de libros en el Sesquicentenario.
Y por último la visión de Tulio Halperín Donghi con Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, también en el Sesquicentenario, trabajo exhaustivo desde una perspectiva del estudio de la ideología tradicional hispánica y su continuidad en la revolucionaria.
Publicado por Blog de Historia Argentina e Hispanoamericana en sábado, mayo 22, 2010![]()
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NUEVA ESPAÑA VERSUS MÉXICO: HISTORIOGRAFÍA Y PROPUESTAS DE DISCUSIÓN SOBRE LA GUERRA DE INDEPENDENCIA Y EL LIBERALISMO DOCEAÑISTA
Por Manuel Chust y José Antonio Serrano*
Próximos a los Bicentenarios, es pertinente preguntarnos ¿qué se celebrará? En México la independencia se conmemora cuando fracasó –1810– y pasa casi desapercibida u omitida cuando triunfó –1821–. Hasta principios de los años sesenta del siglo XX, el sistema educativo mexicano cumplió con el cometido para el que fue diseñado, elaborar toda una teoría nacionalista por la que los artífices de la gesta nacional fueron en primer lugar Hidalgo, el cura párroco de Dolores, y en segundo lugar Morelos, el eclesiástico michoacano. Nada nuevo en el universo de la construcción de los Héroes de las independencias latinoamericanas, tal y como planteamos en otros estudios. Nacionalismo exultante, hegemónico y dominante que laminó durante décadas cualquier otra interpretación distinta a las gestas heroicas de los grandes hombres de las independencias y que construyó en torno al panteón de Héroes su historia que reveló como Nacional. Como ya hemos planteado, esta lectura se caracterizó por aglutinar hábilmente a historiadores de un amplio abanico ideológico, es más, para el caso mexicano fue asumida pronto por una izquierda afanosa de ver en los movimientos de Hidalgo y Morelos la consumación de un ser nacional popular, multirracial, indigenista, levantisco, contestatario, que reunía la verdadera esencia de lo que se construyó como el ser histórico nacional mexicano. Ésa fue la verdadera independencia mexicana, los verdaderos valores que el criollismo liberal no dejó triunfar en 1810 para imponerse una década después con planteamientos autoritarios y oligárquicos que recordaban más al Antiguo Régimen que a la construcción de uno nuevo. Ésa fue la primera traición al pueblo mexicano, según esta historiografía. Traición en la que también estaba implicada la forma de gobierno monárquico y no republicano. No obstante esta lectura historiográfica que traspasaba –no lo olvidemos- los límites de la denostada y vilipendiada, ahora, Historia de Bronce o Historia Patria, empezó a ser superada en la década de los sesenta por un fenómeno cultural y académico en toda América Latina del que México no fue una excepción: el aumento de centros universitarios, la proliferación en ellos de licenciaturas no sólo en ciencias sociales y humanas sino también –y esto es lo relevante- en historia, la consiguiente aparición de una serie de generaciones de historiadores que se acercaron a sus investigaciones provistos de un aparato metodológico y conceptual crítico con las fuentes y desde la exhumación de acervos documentales, la formación también de grupos de historiadores mexicanos en Europa, especialmente en la Francia de los Annales, en la Inglaterra de la Historia Social, así como en las universidades de los Estados Unidos que, al socaire de la Revolución cubana y en plena Guerra Fría, despertó en potentes fundaciones un interés creciente e inusitado por formar en sus centros a los mejores y más brillantes estudiantes latinoamericanos al dotarlos con becas para desarrollar sus trabajos. Esta siembra multiconceptual obtuvo su cosecha en la historiografía mexicana. En pocos años estas generaciones de historiadores soterraron vorazmente y desde distintas metodologías la Historia Patria al tiempo que construían desde esa misma formación intelectual –lo cual no será gratuito- toda una nueva construcción interpretativa del período 1808-1821 y de su continuidad en 1821-1835. Período histórico en donde, a nuestro parecer, el triunfo de la independencia conllevó además el del Estado-nación mexicano.
1. ¿QUÉ REVOLUCIÓN? LA MEXICANA… DE 1910
Y junto al nacionalismo, otro acontecimiento mayúsculo del México del siglo XX se convirtió en un poderoso haz de luz que en gran parte condicionó las lecturas historiográficas del siglo diecinueve mexicano, un auténtico sismo que influyó durante décadas de manera muy notable en la “visión” que se tenía o se tiene sobre el siglo XIX mexicano. Ese factor poderosísimo se llama Revolución Mexicana. O, deberíamos decir, La Revolución Mexicana, en mayúsculas. Durante muchas décadas, para un amplio espectro de las ciencias sociales y humanas, la Revolución Mexicana se vio como el estereotipo de la “verdadera” Revolución en la Historia de México. Se trasladó y fundó un “modelo” de revolución. Es “la” Revolución, dado que se produjeron cambios en el sistema económico y en la estructura del Estado, el cual tras ella se vio reforzado y fortalecido y convertido en un Estado nacional. Revolución en el amplio sentido del concepto porque estableció incuestionables logros sociales, fue producto de movilizaciones político-económicas de las clases populares y alcanzó magnitudes colosales de cambios internos y repercusiones internacionales. Se ha considerado, se sigue considerando, con razón, que fue el período más importante de la historia de México: en cuanto al volumen historiográfico que ha generado y que sigue generando, en cuanto a la cantidad de revistas especializadas y de investigación que surgieron dedicadas a su estudio, por el número de instituciones y centros especializados en la investigación, por las publicaciones, proyectos de investigación, etc. Acontecimiento que ha influido tan notablemente en México como en Francia la Revolución francesa.
Desde el mirador de la Revolución Mexicana se interpretó y analizó un Ochocientos en donde prevalecerían las características de un pasado presidido por la “anarquía”, golpes de estado incesantes, debilidad o inexistencia del Estado, guerras intestinas, enfrentamientos, falsos liberales y liberales falsos, caudillos, “caudillotes”, etc. Un siglo diecinueve que se interpretó también desde un pasado colonial cartesiano, burocratizado, sistematizado y con elementos vertebradores y de unión como la Corona y la Monarquía. Y es más, como si el Antiguo Régimen no hubiera sufrido también una evolución, desgaste y agotamiento desde el siglo XVI al XIX. Etapa decimonónica que estuvo culminada con otro periodo de restablecimiento del “orden” que fue el Porfiriato.
Bajo este “prisma revolucionario” de la Revolución Mexicana a partir de la década de los treinta se examinaron otros procesos históricos, otras situaciones revolucionarias acontecidas, claro está, en el siglo XIX. Desde esta dimensión revolucionaria mexicana, se establecieron las características que tendría que tener una revolución para ser considerada como tal. Es decir, se consolidó un “modelo” revolucionario.
La conclusión es que, desde esta perspectiva, se sometió a una dura e irreal prueba anacrónica al siglo XIX. El resultado durante muchas décadas fue que el siglo XIX, hasta el Porfiriato, fue no sólo un “caos” incomprensible, sino también décadas de invertebración del Estado, mosaico de atomización del poder que explicaba el caudillismo para finalmente desterrar cualquier propuesta de analizar rigurosamente un período de cambio revolucionario que palidecía ante los estudios y conclusiones que había producido la Revolución Mexicana. Es más, el periodo, creemos que revolucionario en muchos aspectos, de Benito Juárez fue calificado de “la Reforma” es decir, de reformista ya que no llegaba a alcanzar los parámetros verdaderamente revolucionarios de 1910. Cada vez más, la Revolución Mexicana se volvió un proceso histórico que no sólo irradiaba hacia el presente político sino oscurecía el pasado decimonónico al volverse un arquetipo revolucionario excluyente y hegemónico. En definitiva, para gran parte de la historiografía mexicana hasta los años ochenta, en 1910 se alcanzó el triunfo revolucionario “verdadero” y, por lo tanto, no hubo “otra” revolución. Como si las “revoluciones” no tuvieran apellidos que adjetivaran su carácter. Concepto Revolución que etimológicamente quiere decir cambio, pero cambio ¿de qué?, o respecto ¿a qué? Pero no se trata aquí de realizar una historia de los conceptos, que está de moda, sino los conceptos en la Historia. Además, para muchos historiadores, nacionales o extranjeros, que veían desde la atalaya de la Revolución Mexicana, la estudiaran o simplemente la contemplaran, el siglo XIX les parecía y lo interpretaron como tal, como una prolongación de la época postcolonial [1], donde se podían apreciar las enormes continuidades del colonialismo español enquistadas en un Estado débil, pusilánime que decía ser liberal pero que en realidad no era más que la continuidad de la época tardo-colonial que mantenía a la mayor parte de la población –sobre todo se hacía hincapié en la vertiente étnica y racial- en la más absoluta pobreza, degradación y exclusión. Incluso agravando su situación socio-económica dado que a las comunidades indígenas se les habían arrebatado sus tierras en “desalmadas” desamortizaciones que transformaban las tierras de comunidad en propiedad privada. Y no sólo para México, en Europa también se instaló esta interpretación respecto a los campesinos [2]. Desde estos parámetros, el análisis de la insurgencia de Hidalgo y Morelos se interpretó desde una caracterización revolucionaria popular pero también desde la asunción del fracaso debido a, especialmente, la “traición” por parte del liberalismo –criollo insurgente o gaditano- contra la vertiente marcadamente popular y étnica de la insurgencia. Porque… ¿qué otra revolución si no la de 1910 había triunfado en la historia mexicana? Es por ello que en algunas de sus explicaciones, la Revolución
Mexicana se interpretó como el verdadero final de la colonia, la verdadera y definitiva ruptura con las raíces coloniales y postcoloniales, de las cuales el Porfiriato era su última y más refinada expresión. Es más, el propio François-Xavier Guerra realizó su tesis de doctorado interpretando el final del Antiguo Régimen en el Porfiriato y analizando la… Revolución Mexicana [3].
Y vale la pena destacar que la Revolución Mexicana, como acontecimiento, proceso histórico y compendio de estudios sobre ella, vino a poner en evidencia los límites sociales, económicos y políticos del liberalismo para la mayor parte de la población mexicana. Las interpretaciones históricas descendían a la realidad política y social. Descendían y trascendían. Nada nuevo podríamos pensar, pero hay que significarlo y decirlo. Tras su triunfo como Revolución y tras el triunfo como Revolución Institucionalizada, el liberalismo se analizó desde un prisma teórico, sociológico, politológico, económico, etc. Pero no histórico, es decir, históricamente determinado. Liberalismo sí pero… ¿cuándo?, ¿dónde? Porque si bien el concepto puede ser el mismo, su evolución no lo es, como intentaremos explicar más adelante, lo cual no significa necesariamente, ni mucho menos, que estos autores se identifiquen políticamente con este rescate. Liberalismo que quedó a la altura de los años treinta del siglo XIX como un proyecto fracasado, desprestigiado, antipopular, propio de un proyecto político de una elite con perspectivas y sueños “europeos” y no mexicanos. A diferencia de la que era la Revolución que consolidaba cada vez más un apellido nacional –mexicana- que institucionalizaba un nacionalismo revolucionario. Revolución, y nos repetimos, desde el punto de interpretación político, historiográfico e histórico que incluyó y amalgamó a casi toda la izquierda mexicana hasta el punto de que el Partido Comunista Mexicano estuvo apoyando la política del PRM-PRI hasta la década de los cincuenta del siglo XX. En síntesis, buena parte de la historiografía progresista mexicana sostuvo, y así se interpretó, una concepción peyorativa del “liberalismo” como “algo” –teoría, ideología, Estado- que había creado la propiedad privada, mantenido la hegemonía de los grandes propietarios, arrebatando o “robándoles” las tierras a las comunidades indígenas, manipulando, traicionando y engañando a la población, manteniendo un carácter antiindígena y evidenciando un sistema no democrático, alienado y aliado con el imperialismo norteamericano.
Interpretación del liberalismo que convivió paralela a otras de diferentes procedencias como la católica-jurídica, la Historia Patria, la indigenista o la dependentista. En suma, unas perspectivas historiográficas que fueron permeadas por el nacionalismo, la Revolución Mexicana y el fracaso del liberalismo decimonónico. Desde estas perspectivas, y no desde la de la Historia Oficial o Historia Patria, la insurgencia mexicana se analizó como los antecedentes revolucionarios “verdaderos” dado que mantenía unas características –diferentes a la mayor parte de la insurgencia hispanoamericana- de movilización popular, con altos componentes étnicos y raciales. Es más, a diferencia de Suramérica, las clases populares en México no sólo no se habían unido a los realistas sino que habían encabezado y movilizado la insurgencia contra la “opresión” del régimen colonial español, incluyendo valores revolucionarios como la justicia social, la ocupación y reparto de tierras, la abolición de la esclavitud, etc. Historiadores que veían en la insurgencia de Hidalgo y Morelos los principios de un movimiento de Liberación Nacional, como los acontecidos en los años 50 y 60 surgidos en América Latina, pero también en Asia y África tras la resaca anticolonial después de la II Guerra Mundial. Y, otra de las guindas, un movimiento insurgente que además de popular, antiespañol, antirrealista contenía un alto grado de religiosidad “nacional”, autóctona a diferencia del “liberalismo”. Y en esta visión e interpretación dicotómica, el otro antagonista, los “españoles”, dejaron de ser “peninsulares” para adquirir una nacionalidad confrontadora y antagonista con la naciente mexicana. Españoles que pronto adquirieron una categoría más política que la mera geográfica y de nacimiento: “realistas”. Categoría que venía a ser más precisa para la insurgencia y para el triunfante Estado mexicano en los años veinte en cuanto a que englobaba a todos aquellos que no se decantaron por la independencia, es decir, aquellos que pertenecían a la oligarquía novohispana y que “traicionaron” a los “mexicanos” por no encuadrarse en la liberación nacional. La lectura se hizo así más global, el realismo o monarquismo era la forma a combatir por el republicanismo, el “buen gobierno” contra el “mal gobierno”. Insurgentes patriotas frente a realistas traidores, aquellos que lo eran por su nacimiento o por sus vinculaciones y enriquecimiento gracias al colonialismo y a sus instituciones de Antiguo Régimen en la Nueva España y, por tanto, reaccionarios, oligarcas, monárquicos y conservadores. En este sentido entendemos más la aversión historiográfica hacia Agustín de Iturbide, que llega hasta el siglo XXI, y que es tal que incluso, salvo excepciones, trasciende a tan alto nivel que cubre con su manto apriorístico a un periodo histórico que cada vez nos parece más importante, 1821-1823, para explicar el Estado-nación mexicano surgido precisamente a partir de esas fechas [4]. A partir de aquí se van a establecer una serie de silogismos que llegan hasta nuestros días. Interesante porque nos ayuda a comprender una parte, no toda, de la agria aversión que parte de la historiografía considera ya no sólo la primera mitad del siglo sino cualquier propuesta de situar en el periodo 1808-1835, los límites de una revolución liberal.
2. CRISIS DEL PARADIGMA: REVOLUCIÓN MEXICANA Y REINTERPRETACIÓN DEL LIBERALISMO
Estas interpretaciones del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX comenzaron a cambiar a fines de los cincuenta. En 1957 Nettie Lee Benson [5] publicó su estudio sobre el Federalismo mexicano y sus orígenes gaditanos demostrando el entronque común entre el Doceañismo y el Estado federal a partir, especialmente, de las diputaciones provinciales.
Toda una novedad que irrumpe en el panorama historiográfico mexicano porque estas premisas, liberalismo-republicanismo federal, eran una de las bases de las explicaciones de la historiografía conservadora y católica sobre la creación del Estado-nación mexicano. Sin embargo la investigadora norteamericana no era “sospechosa” ni mucho menos de ambas, es más hizo gala en sus estudios de un aparato crítico envidiable que era más difícil de objetar que las meras conclusiones ideológicas- políticas, menos empíricas y más jurídicas. Benson se anticipó a su época diez años. Su estudio abrió un nuevo frente que se creía cerrado al mantener una premisa innovadora: el liberalismo podía haber tenido en el siglo XIX, durante momentos coyunturales, una capacidad importante de cambio.
Cambio que había provocado, bien desde el evolucionismo bien desde las transformaciones, la ruptura cualitativa con el Antiguo Régimen que devino en un nuevo Estado, el federal. La diferencia notoria en estos planteamientos es que estos autores sostenían que estas transformaciones se habían producido mediante instituciones y procesos electorales creados en las Cortes de Cádiz. Cortes que de “españolas” pasaban a su concepción de “hispanas” y en donde los diputados novohispanos tuvieron,
no sólo una participación muy importante, sino que además trascendieron con sus propuestas a los decretos y a los artículos de la Constitución. Al tiempo que fueron capaces incluso en los años veinte de establecerlos en el México independiente, al menos hasta 1826 con la creación de las constituciones de los estados [6]. Y junto con Benson, Charles Hale es otro de los clásicos que planteó una de las novedosas vías de reinterpretación de la independencia y de los años siguientes, acerca del “liberalismo” y de los periodos liberales como fases de la historia desacralizando sus anatemas post-revolucionarios [7]. Su propuesta afinada y significativa: el liberalismo de José María Luis Mora. Un político y un pensamiento que se acerca a lo que en los años noventa y principios del siglo XXI será la contraofensiva del “republicanismo clásico”. Un liberalismo crítico con el Antiguo Régimen, que prima el Estado frente al individuo, antagónico con el corporativismo, e incluso, con signos de laicismo. Mas los libros de Netie Lee Benson y Charles Hale no lograron llamar la atención de los historiadores del siglo XIX acerca de lo oportuno y deseable que era estudiar el liberalismo antes de la reforma. Es significativo que su obra clásica sobre la Diputación Provincial se haya reeditado en español sólo hace unos años, en 1994. El estudio del liberalismo cobró relevancia a partir de los años ochenta del siglo pasado debido a varios acontecimientos, entre los que apuntamos en primer lugar los relacionados con la suerte del paradigma “Revolución Mexicana”. Tres hechos trascendentales en la historia de México y en la historia universal van a cambiar el rumbo en la perspectiva de las interpretaciones de la Revolución mexicana y, con ella, de los orígenes del Estado-nación mexicano. En primer lugar, el cuestionamiento de los logros de la revolución de 1910. En la década de los años cuarenta, Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog [8], y con ellos otros más, escriben de manera crítica sobre el sentido histórico de 1910, al punto de que se cuestionan si la revolución ha muerto. Es en este contexto, o mejor dicho alimentado por este contexto intelectual, cuando Cosío Villegas establece el seminario de Historia Moderna de México y publica, en 1955, el primer volumen sobre la Reforma liberal de Juárez. Cosío rescata el liberalismo pero no el de la primera mitad del siglo XIX sino el de Benito Juárez. Y además con una raigambre modernizadora que la hará fracasar el Porfiriato y, atención, la propia Revolución Mexicana. Es obvio que los tiempos historiográficos en estos años sesenta están cambiando. Juárez y su “liberalismo” fueron
rescatados frente no sólo al porfirismo sino también a la Revolución Mexicana. Y si en la década de los cuarenta y cincuenta los intelectuales se preguntaban si la Revolución Mexicana había muerto, después de 1968, después de la matanza de Tlatelolco, el acta de defunción fue expedida y gritada. La Revolución “institucionalizada” era cuestionada por autoritaria, ademocrática y, ahora, represiva. Al mismo tiempo su discurso anti-liberal empezaba también a ser puesto en duda. 1968 significó, en ese sentido, un cuestionamiento general del PRI, de los logros de la Revolución, de la Revolución que se ha institucionalizado. Censura que también se evidencia en las casi primeras críticas por parte de intelectuales prestigiosos como Octavio Paz y Enrique Krauze.
En tercer lugar, el panorama mundial de la izquierda también estaba cambiando. Hubo una revolución a fines de los años cincuenta que también sacudió al mundo, y especialmente, a América Latina: la Revolución Cubana, una revolución socialista. En la isla caribeña acaeció sí una revolución, pero sobre todo socialista. Y este hecho histórico repercutió en la historiografía mexicana, en particular sobre el México posterior a 1910. En América Latina sucedieron en el siglo XX dos revoluciones, y a partir de 1960, la importante como paradigma de investigación y como bandera política de la inmensa mayoría de los intelectuales de izquierda fue la cubana. Fue inevitable que los historiadores de la Revolución Mexicana la compararan, explícita o implícitamente, con la caribeña. Y en la comparación la desventaja estaba en contra de la Revolución Mexicana. A ésta, los llamados historiadores revisionistas, es decir, la generación post-Cuba y post-68, la estudiaron con ojos críticos buscando sus debilidades, las cuales rápidamente encontraron. De ser la “primera revolución social del siglo XX” pasó a ser “La Gran Rebelión”, según Ramón Eduardo Ruiz [9]; la “Revolución interrumpida”, en palabras de Adolfo Gilly [10] o una “Revolución burguesa”, al entender de Arnaldo Córdova [11]. Y en lo que respecta a este estudio, vale la pena destacar que estos cuestionamientos de los historiadores revisionistas hicieron tambalear el paradigma de la Revolución Mexicana, es decir, el eje articulador de la historia moderna y contemporánea de México.
Sin duda, el “deslave” del paradigma de la Revolución Mexicana fue importante, mas sólo fue hasta la década de los noventa del siglo pasado que el tema del liberalismo de la primera mitad del siglo XIX logró otros vuelos y recibió una atención creciente. Varios hechos son claves en este proceso de reconversión, rescate y revisión del proceso histórico e historiográfico que estamos analizando. Los noventa no se describen y definen por el impacto revolucionario socialista de Cuba, sino todo lo contrario: la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del sistema socialista en Europa y sus repercusiones en el mundo. El liberalismo empieza a resurgir como propuesta viable de futuro, al cual no es ajena la historiografía. En el caso de México, los intelectuales de izquierda comienzan su interés por las instituciones liberales antes la caída del Muro, y evidentemente, todo estaba en relación con las elecciones de 1988 con la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas. Un ejemplo al respecto: la revista Memoria. Revista de política y cultura, dirigida por Arnoldo Martínez Verdugo, líder histórico del extinto Partido Comunista Mexicano y dirigente de los partidos Socialista Unificado de México y Mexicano Socialista, se convierte en un foro donde se discute la importancia del apoyo a las instituciones democráticas, la importancia de las elecciones y del voto, la representación parlamentaria e, incluso, la relación entre el liberalismo y el pensamiento socialista. Los noventa en México también son los años del Tratado de Libre Comercio (TLC), de la rebelión de Chiapas y del subcomandante Marcos, del crack económico y del “liberalismo social” de Salinas. El cóctel es explosivo. Y también es significativa y actúa como termómetro, la reedición de un libro que había quedado medio enterrado y casi desapercibido como explicación de los años cruciales de gestación del Estado-nación mexicano: el mencionado y citado ya de Nettie Lee Benson que se vuelve a reeditar en 1994 por El Colegio de México. El tema, el periodo, su propuesta, cobran especial relevancia en la década de los noventa. Los estudios sobre el origen hispano del México decimonónico empiezan no sólo a proliferar sino también a tener eco y resonancia en sectores muy dispares de la historiografía mexicana. Porque dispares son las propuestas de presentar la construcción del Estado-nación mexicano. Ya las hemos comentado, insistimos en ello: desde las propuestas jurídicas continuadoras de la tradición jurídica-conservadora y católica de Manuel Ferrer Muñoz [12], José Barragán [13], José Luís Soberanes [14], etc., hasta los estudios, en ocasiones pioneros, de Jaime E. Rodríguez [15], Virginia Guedea [16], Christon Archer [17] y Juan Ortiz [18], en donde la insurgencia novohispana está puesta en relación con las propuestas gaditanas tanto en la península como en Nueva España, desde el punto de vista electoral, constitucional, parlamentario o armado. Así la crisis de los sistemas autoritarios y la consiguiente puesta en marcha de la transición política favorecen una nueva visión del pasado liberal. Así sucedió en México, pero también en España. A partir de los años setenta, en los últimos tiempos de la dictadura franquista, comenzó una carrera vertiginosa de estudios del liberalismo decimonónico. Liberalismo de la primera mitad del siglo XIX -Cádiz, sus Cortes, su Constitución, sus decretos, el Trienio Liberal, la época isabelina, las desamortizaciones, el carlismo, etc.– que fue mitificado como un periodo histórico, escaso y corto, pero en donde se había intentado un proyecto parlamentario de Estado abortado por la nobleza y parte de la burguesía conservadora. Hubo un interés por el estudio del liberalismo en cuanto a “libertades” individuales, de reunión, de asociación, de expresión, de prensa, etc. [19]. Todas ellas aparecieron como fórmulas no sólo deseables sino a conquistar porque la coyuntura política era de dictadura fascista, represión y exilio. Incluso los partidos mayoritarios de la izquierda como el PSOE o el PCE condicionaron buena parte de sus estrategias, de sus programas, de sus pactos y de su proceder durante la Transición política a un consenso en pos de mantener y conseguir como casi fin último la democracia, renunciando incluso a su ideario republicano en lo político, marxista en lo teórico en el caso del PSOE y leninista en el caso del PCE. Fue en ese contexto y no en otro, donde tuvieron mucho éxito autores como Miguel Artola [20] y editoriales como Alfaguara con títulos tan sugestivos como La burguesía revolucionaria. A los que se unieron obras de otros historiadores con prestigio y enfrentados al régimen franquista como las de Josep Fontana [21], Álvarez Junco [22], Enric Sebastiá [23], Bartolomé Clavero [24], Jordi Maluquer de Motes [25] o Manuel Tuñón de Lara [26] entre otros, que contribuyeron a plantear un debate sobre el cariz revolucionario de la burguesía española y el alumbramiento de un Estado-nación liberal y revolucionario hasta 1875. Es por ello que el concepto liberalismo, como vertiente histórica, tuvo para la historiografía española en esos años un carácter netamente progresista, a diferencia de México, pues con estos temas del liberalismo “revolucionario” se enfrentaba al régimen franquista, a la Dictadura, y por lo tanto una parte de la historiografía se fue al “rescate” de las cenizas parlamentarias y constitucionales del siglo XIX, a los aspectos “revolucionarios” frente a la Monarquía absoluta que cada vez más podía identificarse con el antiguo régimen franquista tal y como se le denominó durante los años de la Transición y primeros de los ochenta.
3. FRANÇOIS XAVIER GUERRA, EL REPUBLICANISMO “CLÁSICO” Y
LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE EL LIBERALISMO
En los años noventa del siglo XX no sólo cobró realce la importancia historiográfica sobre el liberalismo de la primera mitad del siglo XIX, sino también se abrieron dos líneas de investigación que cuestionan la importancia y el impacto en todos los órdenes del México decimonónico que llegó a tener esta teoría política. Sin duda la primera y más importante de esta línea de investigación tiene nombre y apellido: François- Xavier Guerra y su Modernidad e independencia27, trabajo en el que se trazó una interpretación que tuvo un peso enorme en la historiografía iberoamericana. Su tesis fue que la Independencia iberoamericana fue producto de un cambio cultural que provocó prácticas políticas del Antiguo Régimen que los liberales adaptaron a los nuevos tiempos mediante un vocabulario nuevo y atractivo. Desde esta forma fue el Antiguo Régimen quien se acabó adaptando a las nuevas prácticas políticas incorporando un lenguaje novedoso pero con “prácticas” de Antiguo Régimen, por lo que el sentido corporativo de la sociedad se mantuvo. La conclusión era evidente: el individualismo posesivo de los clásicos anglosajones no se impuso en América tras la independencia. Para Guerra fue innegable el cambio político, ideológico, desde una ruptura cultural sin que ello produjera una revolución social. Llegó la Modernidad y con ella se omitieron los cambios en los aspectos económico-sociales. Guerra, por lo tanto, también se alineó, si bien de una forma particular y desde concepciones culturales, con las tesis que establecían las continuidades del Antiguo Régimen durante el siglo XIX, en última instancia. Mas no hay que identificarlo con la vieja idea dependentista de, entre otros, André Gunder Frank [28], teoría que tuvo un amplio arraigo entre la comunidad de historiadores, antropólogos y politólogos latinoamericanos y latinoamericanistas. Pero este arraigo académico es probable que haya sido una de las razones por las que tiene tanto eco la propuesta de Guerra entre historiadores que se habían instalado en esa concepción de los setenta. Para Guerra el liberalismo no influyó en Hispanoamérica porque existía una cultura poco permeable a éste basada en las comunidades de naturales o corporaciones, en las sólidas por más de trescientos años instituciones de Antiguo Régimen y en los “imaginarios” o representaciones que había creado como referentes de la sociedad. Es por ello que el mundo católico hispano se movía con unos parámetros propios de la lógica corporativa más que del individualismo. Parámetros a los que el liberalismo lo único que pudo hacer fue adaptarse y, como mucho, cambiar el significado de las palabras, conceptos e instituciones. El verdadero envite de Guerra y su interpretación era contra la Historia Social. En su historiografía queda eclipsado el ser social, sus confrontaciones de clase, el conflicto, sus contradicciones, es más, también lo individual, para dar paso a las pervivencias de una interesante, en cuanto a nueva propuesta metodológica, mistificadora visión de lo “antiguo” y lo “moderno”. El republicanismo clásico, otra línea de investigación historiográfica construida especialmente desde la ciencia política, cuestionó la relevancia y, sobre todo, las limitaciones y fallos de la teoría liberal en la construcción del Estado-nación mexicano. Un importante libro por la amplia consulta que generó y genera ayudó a preparar el terreno a favor de las publicaciones y escritos desde esa línea de investigación. Nos referimos a Ciudadanos imaginarios de Fernando Escalante, quien sostenía, con sus propias palabras, que “en el pensamiento político mexicano del siglo (diecinueve) dominan indudablemente algunos de los temas básicos de la tradición liberal… Sin embargo, dichas ideas aparecen entreveradas con otras, mezcladas con unas prácticas y unas estrategias políticas que no son sólo distintas, sino opuestas a ellas” [29]. Su conclusión era que el liberalismo era imposible en México. En el año 2000 se publicó En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico, al que siguieron una serie de artículos y libros [30] que adoptaban en gran parte los postulados de la teoría del republicanismo clásico de autores anglosajones, sobre todo de John Pocock y Quentin Skinner. Siguiendo una estrategia ya ensayada en Estados Unidos en la década de los sesenta cuando se publica el libro de Bernard Baylin [31], José Antonio Aguilar Rivera se centra en las fallas intrínsecas del diseño institucional del liberalismo. Las formas tradicionales o de Antiguo Régimen, como plantean Escalante y Guerra, no eran razones suficientes para explicar la “imposibilidad” del liberalismo; esta teoría política no sólo había generado ciudadanos imaginados; peor aún, sus erróneas quimeras habían causado la inestabilidad política del Estado nacional mexicano. El resultado es concluyente: el republicanismo mexicano no triunfó en México, porque no le dejó el liberalismo decimonónico de la primera mitad de siglo, de ahí las múltiples carencias del estado mexicano decimonónico.
4. LIBERALISMO O ¿LIBERALISMOS? LIBERALISMO
HISTÓRICAMENTE DETERMINADO
En la última parte de este artículo presentamos los supuestos y considerandos historiográficos y metodológicos que han guiado nuestras investigaciones sobre el liberalismo en la primera mitad del siglo XIX32, así como varios tópicos que consideramos se deben de tener muy en cuenta para investigar este tema. En primer lugar, es necesario conocer el funcionamiento del Antiguo Régimen de la Nueva España del siglo XVIII para después evaluar históricamente el impacto del liberalismo en México. En esto coincidimos con François-Xavier Guerra, Antonio Annino o Beatriz Rojas. Pero diferimos de ellos en que nosotros ponemos el acento analítico en las tensiones sociales e institucionales que marcaron de forma determinante la sociedad corporativa novohispana. En efecto, para finales del siglo XVIII y en la primera década del XIX, el funcionamiento institucional del Antiguo Régimen estaba marcado por múltiples tensiones [33]. Los orígenes de éstas eran multivariables e iban desde la presión de los grupos económicos, como los comerciantes de Veracruz y Guadalajara, los integrantes de los gremios, pasando por la desigual estructura racial, con indios, pardos y mulatos hasta la demanda de los pueblos sujetos por incorporarse a la jerarquía territorial. Mas la constatación de estas tensiones, si bien es muy importante ya que frecuentemente se olvidan, no es suficiente para comprender cabalmente la fortaleza o debilidad del Antiguo Régimen. En otras palabras, todo sistema político e institucional vive en un equilibrio inestable. Por consiguiente lo que también se debe de investigar es la capacidad que tiene ese sistema para canalizar institucionalmente las tensiones de los grupos sociales, para dar una mínima satisfacción o salida a estas confrontaciones y a los diversos intereses sociales y económicos e, incluso, para cooptar o reprimir a los desafectos a las bases de funcionamiento de ese sistema político e institucional. En este sentido, se podría decir que el Antiguo Régimen en la Nueva España, en muchos aspectos sociales, económicos, políticos y culturales fue un sistema muy antiguo y anquilosado, mientras que en otros, pocos, logró canalizar satisfactoriamente las tensiones. Es decir, para 1807 el Antiguo Régimen en Veracruz, por ejemplo, no gozaba de buena salud. Sólo a partir de estas dinámicas sociales y de la incapacidad de la sociedad corporativa para resolverlas, se puede entender el impacto del liberalismo entre los grupos sociales mexicanos de la primera mitad del ochocientos. En segundo lugar, es pertinente abandonar el concepto global de liberalismo por el de “liberalismos”. Para el caso español, el concepto del término liberal varió, obviamente, a lo largo de su historia. Varió no sólo su ideología, sino también su propuesta política por las diferentes coyunturas, por las diferentes fuerzas sociales que les apoyaron, se sumaron, se opusieron y se desengañaron. En el siglo XIX el liberalismo doceañista pasó de ser considerado revolucionario por cuanto antagonista del Antiguo Régimen y de Napoleón durante el periodo 1810-1814, a ser mitificado tras la restauración absolutista de 1814, para empezar a ser considerado moderado en los años veinte cuando sectores más populares y radicales del liberalismo exigían medidas contundentes y rápidas para consumar la revolución liberal a partir de 1821 frente al Antiguo Régimen. Los denominados “integrantes de la baja democracia” consideraron ancladas y moderadas las propuestas en los años veinte de los denominados en estos años como “doceañistas” y con ello señalados casi como moderados. Y el concepto de “liberalismos”, a partir de su evolución y cambio debido a coyunturas y procesos históricos concretos, también lo hemos delimitado poniéndole nombre y apellido: liberalismo gaditano. Desarrollado ya en otros estudios, tan sólo nos limitamos en esta ocasión a señalar sus señas de identidad y consecuencias. Las Cortes de Cádiz establecieron los fundamentos para la mayor parte de los territorios iberoamericanos de un Estado-nación, con un ejército nacional, una Hacienda nacional, una soberanía nacional, una Constitución que limitó las competencias del rey, unas Cortes con elecciones con sufragio universal indirecto, la creación de una serie de derechos que establecieron la ciudadanía rompiendo con la estructura privilegiada del Antiguo Régimen y con la categoría de súbditos, la división de poderes, el arrebatamiento del poder jurisdiccional a la nobleza y al rey, la abolición de los señoríos incluido el patrimonio del rey, etc. Señas de identidad que supusieron un
cambio jurídico cualitativo capaz de transformar las estructuras de la sociedad de Antiguo Régimen. Y por último, hay que tener muy en cuenta que la guerra de independencia, la lucha entre realistas e insurgentes, transformó parte de las estructuras de organización básicas del Antiguo Régimen, y lo importante es que estos cambios facilitaron que la legislación gaditana contara con el apoyo de varios grupos sociales y de las propias autoridades. En otras palabras, la guerra abonó el camino para que tuviera
arraigo social, político e institucional el liberalismo de las Cortes gaditanas; o parafraseando a Clausewitz, la guerra si fue la política por otros medios. La guerra civil lo primero que transformó fue la materia básica de las guerras: las fuerzas militares. Si bien las autoridades novohispanas intentaron en un primer momento, es decir, después de septiembre de 1810, conservar la estructura del ejército y de las milicias provinciales coloniales, que se basaban en las diferencias étnicas y de privilegios [34], los militares realistas pronto crearon una nueva organización armada con el fin de hacer frente a los insurgentes. Estos nuevos cuerpos militares diferían radicalmente de las milicias coloniales: eran convocados a las armas todos los “ciudadanos” sin distinciones de raza o privilegio; sus mandos, en algunos casos, fueron elegidos por los propios milicianos; sus oficiales no tenían que cumplir con determinadas características corporativas y forales, sino sólo con “el coraje de su persona”, y se crearon las milicias de patriotas en cada uno de las poblaciones del virreinato de la Nueva España. Esta nueva organización militar, establecida durante la lucha entre realistas e insurgentes, será la base a partir de la cual se crearán las milicias nacionales de la legislación gaditana. Las autoridades militares novohispanas apoyaron con entusiasmo una de las instituciones de la Constitución de 1812: los ayuntamientos gaditanos [35]. Esta fue una estrategia de guerra que, como se tiene bien documentado, fue impulsada por los militares realistas con el fin de dotar de “libertad civil” a grupos sociales y raciales que habían exigido infructuosamente su integración a la sociedad corporativa colonial. En efecto, las castas y pardos, los indios de pueblos sujetos y los vecinos principales de poblaciones había exigido que se les dotara de su propio cabildo, sin que hubieran recibido respuesta favorable por parte de la Corona. La guerra vino a dar cumplimiento a esas demandas. Las autoridades respaldaron la “revolución municipal” [36] de la legislación gaditana con el fin de evitar la incorporación de esos grupos a los insurgentes. La guerra facilitó que la igualdad impositiva, otro de los elementos centrales del nuevo proyecto de sociedad del liberalismo gaditano, comenzara a funcionar en la Nueva España. La lucha contra los insurgentes y las constantes penurias de la Real Hacienda obligaron a las autoridades a cobrar, entre 1812 y 1814, y a seguir cobrando, entre 1814 y 1821, los impuestos directos establecidos por las Cortes de Cádiz, que tenían como principal objetivo social y político abolir los privilegios y exenciones ante los gravámenes. Durante la lucha entre insurgentes y realistas, la población novohispana se acostumbró, a pesar suyo, a estas exacciones, y también las instituciones fiscales, llámese burocracia real, ayuntamientos y juntas de arbitrios, se adaptaron a la recaudación de las contribuciones directas de las Cortes de Cádiz. Esta fue otra herencia de la guerra que contribuyó a transformar la real hacienda en la hacienda pública del liberalismo gaditano. Y se podrían enumerar otros cambios más que generó el liberalismo gaditano
en gran parte debido a la lucha entre realistas e insurgentes. Lo que queremos dejar asentado es que la crisis del Antiguo Régimen y los cambios generados por la guerra de independencia es una de las premisas principales para entender los propios resultados de la lucha entre insurgentes y realistas entre 1810 y 1821. En segundo lugar estaría el influjo que alcanzó la legislación gaditana en la Nueva España, primero, y después en el México de la primera mitad del siglo XIX. Esta tríada, crisis de la sociedad corporativa, guerra y liberalismo gaditano, nos ha permitido, primero, identificar y después, analizar los cambios que heredó el México de la primera mitad del siglo XIX. En otras palabras, estudiar esa tríada nos ha permitido sostener que el liberalismo gaditano en México provocó cambios revolucionarios que transformaron aspectos fundamentales de las estructuras sociales, políticas, institucionales y económicas de la sociedad corporativa. Al contrario de los historiadores que sostienen en el siglo XIX predominaron las continuidades, que lo que funcionó fue un estado postcolonial, que las herencias coloniales moldearon el Ochocientos mexicano, que el Antiguo Régimen llegó hasta 1880, como sostuvo en sus tesis de estado el profesor Guerra, nuestra línea de investigación nos ha permitido identificar las transformaciones que suscitó la fuerte vinculación entre la guerra, el liberalismo y la crisis de Antiguo Régimen. Mientras que los primeros coinciden en que las “continuidades” fueron las que marcaron y en gran parte determinaron el desarrollo y el propio funcionamiento de los “cambios”, nosotros consideramos que el acento debe de ser puesto en las transformaciones, y en particular, en las “rupturas” muchas de las cuales determinaron un antes y un después. Cambios y continuidades no es un juego de palabras [37], sino que implican dos perspectivas historiográficas que difieren en puntos teóricos fundamentales. E intentamos cerrar estas páginas con el primer tema que abordamos. De las revoluciones, ¿sólo la de 1910? Para nosotros la respuesta es no. En el siglo XIX se produjo una revolución, y el adjetivo es fundamental, es liberal. Una revolución liberal y no una Reforma. Un cambio fundamental que inicia con los cambios revolucionarios generados por el liberalismo gaditano y la guerra de independencia. Proponemos que esta sea la perspectiva historiográfica con la que se investigue el Ochocientos mexicano.
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[1] Entre otros, pero sin duda alcanzó una notoria trascendencia el libro de STEIN y STEIN, 1984.
[2] MAYER, 1984.
[3] GUERRA, 1988.
[4] FRASQUET, 2004. VÁZQUEZ (coord.), 2003.
[5] BENSON, 1955.
[6] Uno de los historiadores, discípulo de Benson, que proyectó su tesis más allá de México ha sido
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[7] HALE, 1972.
[8] Los textos de Cosío Villegas y de Silva Herzog están recogidos en ROSS (ed.), 1972.
[9] RUIZ, 1984.
[10] GILLY, 1971.
[11] CÓRDOVA, 1977.
[12] FERRER, 1993.
[13] BARRAGÁN, 1978.
[14] SOBERANES, (ed.), 1992.
[15] RODRÍGUEZ, 1980, 1992a y 1992b.
[16] GUEDEA, 1992 y 1994.
[17] Una edición de sus principales artículos en ARCHER, en prensa.
[18] ORTIZ, 1997.
[19] Es amplísima la bibliografía sobre la revolución burguesa en España, pero como índice de esta controversia desde punto de vista contrapuestos consultar: PÉREZ, 1980. pp. 91-138. RUIZ TORRES, 1994. PIQUERAS, 1996 y 2000.
[20] ARTOLA, 1973.
[21] FONTANA, 1971.
[22] ÁLVAREZ, 1985.
[23] SEBASTIÁ, 1971, 2001.
[24] CLAVERO, 1974.
[25] MALUQUER DE MOTES, 1977.
[26] TUNÓN, 1975.
[27] GUERRA, 1992 y 1993.
[28] FRANK. 1975. FRANK, PUIGGRÓS y LACLAU, 1969.
[29] ESCALANTE, 1999, p. 13. ESCALANTE, 1995. Véase también la traducción de ESCALANTE de SKINNER,
1998.
[30] AGUILAR, 2000 y 2001. AGUILAR Y ROJAS (coord.), 2002. ÁVILA, 2002 y 2004.
[31] Sobre dicha estrategia consultar OVEJERO, MARTÍ y GARGARELLA, en “Introducción”, 2004.
[32] CHUST, 1987 y 1999. CHUST y FRASQUET (eds.), 2004, CHUST y MÍNGUEZ (eds.), 2003, MÍNGUEZ y
CHUST (eds.), 2004; CHUST (ed.), 2006. SERRANO, 2002 y (en prensa). TERÁN y SERRANO (eds.), 2002, y ORTIZ
y SERRANO (eds.), 2007.
[33] CHUST y SERRANO, en prensa.
[34] ORTIZ, 1997.
[35] ANNINO, 1995, pp. 177–226. DOMÍNGUEZ, 2004; DUCEY, 2001, pp. 525-550; ESCOBAR, 1994, 1996,
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[36] CHUST y SERRANO (coords.), 2007, pp. 19-54.
[37] LEMPÉRIÉRE, 2006, p. 56.
* Revista Complutense de Historia de América, vol. 32, Madrid, Publicaciones Universidad Complutense de Madrid, 2007.
Publicado por Blog de Historia Argentina e Hispanoamericana en jueves, septiembre 16, 2010![]()
Etiquetas: José Antonio Serrano, Manuel Chust, Nueva España versus México Historiografía y propuestas de discusión sobre la guerra de independencia y el liberalismo doceañista
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