Revista FUERZA NUEVA, nº 535, 9-Abr-1977
¿”Respetar a los Tribunales”?
Con el título precedente, aunque sin signos interrogativos, expone José María Ruiz Gallardón en “ABC” (25-III-77), una serie de ideas, con las cuales habría que hacer muchos juegos malabares para llegar a un acuerdo.
Para determinar si los Tribunales merecen respeto tenemos previamente que concretar qué entendemos por Tribunales y qué entendemos por respeto. ¿Merece, acaso respeto el Tribunal de Poncio Pilato, que condenó a muerte al mismo Dios? ¿Merecen respeto los Tribunales romanos que condenaban a los cristianos a morir devorados por las fieras en el circo? ¿Merece respeto el Tribunal que condenó a muerte a José Antonio Primo de Rivera? ¿Merecen respeto los tribunales de las checas, que condenaron a muerte a miles de españoles? ¿Merecería respeto el Tribunal que legalizara, en el Partido Comunista, a un movimiento político que por su constitución intrínseca atenta directamente contra Dios y contra la Patria?
Ruiz Gallardón no se hace esas preguntas, no afina conceptos, no penetra en el fondo, se queda en la superficie. De ahí su sentido pragmático de contertulio de café, que dejando al margen los Principios pretende amañar las conveniencias. Ruiz Gallardón confunde a los Tribunales con los magistrados, a la Institución con las personas que la sirven, a la función de juzgar con los jueces que juzgan, a la justicia objetiva con la justicia “legal”, al derecho aplicable con la sentencia firme; en una palabra, que quizá en su elocuencia lo explique todo: al sacerdocio con los sacerdotes. Y por este procedimiento, incapaz de satisfacer las exigencias de la lógica más elemental, los atributos inherentes a los Tribunales considerados como Institución, tales como la rectitud, la independencia, la neutralidad y la objetividad, se trasvasan a los magistrados que las integran.
Y asimismo, por este procedimiento, unos hombres de carne y hueso adquieren, por virtud de su carisma como magistrados, una inteligencia infalible, inmune al error, y una voluntad indefectible, inmune al pecado. No serían en dicho caso hombres, ni siquiera ángeles; serían el mismo Dios, único Ser infalible e indefectible por su propia naturaleza. Seamos, pues, sensatos y admitamos que los magistrados se pueden equivocar, que aun sin equivocarse pueden dictar a conciencia una sentencia injusta, y que, en todo caso, su justicia, aun siendo verdadera justicia, sólo puede admitirse por “analogía” metafísica con la única justicia que identifica en una misma realidad el atributo con la esencia; es decir, Dios.
Ruiz Gallardón, además, es inconsecuente consigo mismo, tara común a todos los liberales. Fue inconsecuente cuando depositó el poder y la soberanía en el pueblo, pero negó a ese pueblo soberano el derecho a implantar la República. Y ahora es nuevamente inconsecuente porque, después de afirmar en diversos artículos precedentes que el Partido Comunista, por razón de su doctrina y de los fines políticos que persigue, no debe ser legalizado, admite en este último artículo como justa y legítima la legalización del mencionado partido, si los Tribunales así lo acordaran. De donde se desprende que la legitimidad intrínseca de un movimiento político, es decir, su licitud o ilicitud, no depende de su naturaleza, esencia y fines, sino de que unos Tribunales lo legalicen o no lo legalicen. Se confunde lo “moral” con lo legal; por una simple resolución judicial se produce una metamorfosis genial: el comunismo, intrínsecamente perverso, se transforma en angelical, su doctrina totalitaria se sumerge en las libertades de la democracia y su ateísmo se cobija bajo las alas protectoras del humanismo integral maritainiano, que anida dentro de la Iglesia posconciliar.
La verdad doctrinal, sin embargo, sigue unos derroteros muy distintos. La ley positiva del Estado, para que sea justa, tiene que ser moral. Una disposición o un acto del Gobierno que por sí mismo, o por medio de sus órganos judiciales, autoriza la posibilidad de vigencia legal de un movimiento político, que por su misma constitución intrínseca atenta directamente contra Dios y contra la Patria, es inmoral y por consiguiente injusto. Los tribunales tienen que juzgar, sometiendo sus resoluciones, primero a la moral y después a la ley positiva del Estado, siempre que no contradiga a la moral. Los magistrados, en consecuencia, en este caso concreto, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, no pueden legalizar al Partido Comunista. La resolución que legalizara dicho partido, aunque esté amparada por fórmulas legalistas de Derecho positivo, adolecería de los mismos fallos que la disposición o acto gubernamental en que se basa: sería inmoral y por consiguiente injusta.
Julián GIL DE SAGREDO
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