Revista FUERZA NUEVA, nº 505, 11-Sept-1976
EL PERJURIO A EXAMEN
(Sobre juramentos y principios)
Una especie de obnubilación culpable por parte de muchos, y de maldad confabulada por parte de otros, deben ser las causas de que no se hayan valorado debidamente las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Digamos de antemano, contando ya con el escándalo farisaico consabido, que nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional, por su contenido, sabiduría y acierto, son inmensamente superiores a la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948.
Básicamente las Leyes Fundamentales proclaman, con gallardía única en el mundo de hoy, los postulados indiscutibles y perennes de la civilización cristiana. El concepto de hombre como persona dotada de inmortalidad. La familia, como institución de origen divino y arquetipo de toda organización social. La nación, como conjunto de las tierras, de los hombres, de la historia y del futuro, en su misión en la gran comunidad de todos los otros pueblos. El engranaje del municipio y del sindicato, como piezas fundamentales de la convivencia vecinal y de los intereses de la empresa y del trabajo. Y toda una jerarquía, trabajada por el consenso de siglos y de experiencias, con sus aparatos jurídicos, políticos y culturales, para mantener en vigor la Patria, justicia y pan, que sintetizan los valores humanos del bien común.
Unas leyes superiores
Si buscáramos antecedentes de nuestras Leyes Fundamentales, habríamos de recurrir a las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio. No nos sirven aquellas Constituciones que desde Cádiz, en 1812, hasta la República de 1931, representan y significan la decadencia, la ruina, el enfrentamiento y la desmoralización del pueblo español.
Nuestras Leyes Fundamentales son superiores a la “Magna Charta Libertarum”, que todavía inspira la vida inglesa. Macaulay nos dice: “Aquí empieza la historia de la nación inglesa”. Y la Constitución inglesa es parecida, en su formulación, a la manera viva y original con que se han ido formando, desde 1936, las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Nuestras Leyes Fundamentales, incomparablemente, tienen mayor vuelo y plenitud que el documento del presidente Hancock, cuando la declaración de independencia en los Estados Unidos, cuyo bicentenario ahora se celebra.
Digamos, con toda tranquilidad, que la Carta del Atlántico, de 1941, el comunicado de Teherán, los acuerdos de Yalta, las cláusulas de las Naciones Unidas y la ya citada Declaración de los Derechos Humanos de, 1948, son auténticos garabatos y borrones al lado de nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Sin tapujos observemos que la Declaración de los Derechos Humanos, tanto como una repercusión del discurso de Roosevelt sobre las “Cuatro libertades del hombre”, y remontándonos sobre los mismos “Catorce puntos de Wilson”, son un reflejo de la Declaración de Derechos del Hombre, de 1789, excomulgada por Pío VI. Quien tenga curiosidad, que lea la alocución de Pío VI, en 29 de marzo de 1790, y la encíclica “Adeo Nota”, de 23 de abril de 1791.
(...) la Declaración de los Derechos Humanos es totalmente atea. En ella no hay ni la más mínima profesión de creencia en el Creador. (...) Pío XII, inmediatamente, el 11 de noviembre de 1948, se refirió a esta desgracia internacional, afirmando que “mientras no se llegue al reconocimiento expreso de Dios y de su ley, por lo menos del Derecho natural, sólido fundamento en el que están anclados los derechos del hombre”, la paz era frágil, falsa e inestable. (...)
No lo arregla la doctrina del mal menor
Estas pegas, escandalosas, horribles, nefastas, no las curan ni las palabras bondadosas de Juan XXIII, ni todo el humanismo de Pablo VI, aplicando en esta materia la doctrina del mal menor, ya que como Papa no puede aceptar como doctrina cristiana el nuclear agnosticismo y ateísmo de la Declaración de los Derechos Humanos, ni su postura disolvente de la familia, por el divorcio, incompatible con la naturaleza humana rectamente entendida con la luz natural. Ni Pablo VI ni ningún doctor de la Iglesia podrán negar jamás lo que Roger Peyrefitte nos dice en “Les fils de la lumière”: “Se aceptará la declaración de los derechos del hombre. Es de las logias masónicas de donde ha salido”.
¿Puede sorprender a alguien que tenga conciencia cristiana y piense rectamente que, sin rebozo, levantemos nuestras Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional muy por encima de toda esa basura masónica, aunque la caridad pastoral de algunos papas y la tontería de millones de tontos útiles se agarren a la Declaración de los Derechos Humanos, cuyos frutos están a la vista en Vietnam, en Camboya, en tantas y tantas naciones entregadas al comunismo y al imperialismo del dinero?
La lucidez de España
Cuando el mundo se ha debatido, en los siglos XIX y XX, entre el materialismo capitalista, el totalitarismo racista y las dictaduras sangrientas e invasoras del comunismo, con sus teorías democráticas enfrentando el individuo contra la sociedad, y el Estado aplastando a la persona humana, España por una gracia de Dios, alumbró un Estado levantado sobre las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Frente al ateísmo comunista y al ateísmo masónico, España con sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional se cuajó en una ordenación de la vida pública que, con las limitaciones propias de lo humano, interpretaba las bases de la familia, de la justicia social, de la participación en la vida pública, de la extensión de la cultura y del ejercicio de la libertad entendida según la filosofía perenne, claramente en una órbita de superación y de realizaciones que desbancan cualquier comparación con las naciones mantenidas con las ideologías al uso. También en el terreno de la intervención en la vida pública, no retrocedemos. J. T. Delos, en “La Societé Internationale”, nos dice: “La parte de la verdad de la democracia es, no la soberanía absoluta del número, sino el derecho para cada uno de participar en la formación de la voluntad común -lo que es también, como ya lo observó Santo Tomás, la mejor manera de interesar a los ciudadanos en la cosa pública-, y el deber para los gobernantes de convencer antes de reprimir”.
Esto es lo que se plasmó en el gobierno de Franco, en las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional.
Fruto de esta realidad jurídica y nacional ha sido el progreso moral, económico, cultural y social de España, hasta la muerte de Franco. Y habría sido todavía máximo este triunfo de España si se hubieran evitado claudicaciones y transigencias con los eternos enemigos de la soberanía y del ser nacional. España, con sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional, no entraba en lo que un hombre descreído como Maurice Druon ha recordado: “Resulta claro que el mal y las desgracias de la modernidad proceden de una crisis y de como una desaparición de los valores supremos... Los valores supremos no están por inventar, ni se pueden hacer surgir de no sabemos qué trituraciones... Los valores supremos son los valores permanentes. ¿No convendría, acaso, reconocerlos buenamente, e inspirarse en ellos para nuevas creaciones?” Esto se decía en la Asamblea Nacional Francesa, en 1973. En España, a lo menos en la letra legislada, esto estaba resuelto.
El juramento, algo trascendente
De ahí que como norma y clave de la Monarquía instaurada por Franco y de sus Gobiernos, en el umbral de su proclamación y toma de posesión, se asiente sobre el juramento, solemnísimo ante la imagen de Cristo crucificado, con la mano sobre los Evangelios, y con una fórmula que lo convierte en un acto de virtud de la religión, con el más comprometido realismo. El juramento es siempre algo trascendente. La justicia del juramento radica en la honestidad, licitud y bondad de lo que se jura. Cuando se trata del bien de España, esta honestidad, licitud y bondad adquieren categorías superiores (...) España no es objeto de diversión para nadie. Ni siquiera para hacerse el guapo en la Cancillerías que sean.
Dios bendijo a España cuando se habían cumplido sus Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. Pero no se cumplen cuando se admiten propagandas ateas, marxistas, pornográficas. Cuando se legalizan convenciones para propagar el aborto y el divorcio. Cuando se toleran de hecho partidos políticos marxistas, que efectivamente se organizan y preparan el asalto al Estado. (...)
No tratamos de una cuestión teórica, sino sumamente práctica. En el juramento cumplido a las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional va unida la ciudadanía de España hacia el futuro. En el perjurio nos vienen los odios, la crisis económica, la degradación moral, el ateísmo, la colonización de España. No, el camino de España no es el de la Declaración de los Derechos Humanos, aceptables en lo que tengan de lícito, rechazables en sus lagunas visceralmente erróneas (...) Ni necesitamos el Tratado de Roma, en lo que tiene de imperativo ideológico. (...)
“La catedral vale más que la muralla. Pero, ¿qué le ocurre a la catedral si la muralla llega a ceder?”, decía Charles Péguy. Nuestra catedral es España. La muralla son las Leyes Fundamentales y Principios del Movimiento Nacional. La pregunta brota espontánea: ¿no depende el presente y el porvenir de España del juramento o del perjurio? (...)
Jaime TARRAGÓ
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