Revista FUERZA NUEVA, nº 553, 13-Ago-1977
SOBERANÍA SOCIAL (DIOS, EL PUEBLO, EL REY)
Por Marcelino González Haba
El Derecho público cristiano, iluminado por el pensamiento radiante de la Iglesia, madre y maestra, adivinó en la entraña viva del buen gobierno de un pueblo o nación tres soberanías: una absoluta, y las otras dos de índole relativa.
La primera, atribuida a Dios Creador y Conservador. Las otras dos pertenecen: una, al jefe del Estado, rey o presidente, y van encaminadas al “buen gobierno” de la comunidad nacional. Es la soberanía actual y rectora. Y la otra pertenece al pueblo, en calidad de soberanía habitual, “in radice”.
Situadas una y otra en el plano humano, no es tarea fácil señalar, de un golpe de vista, la razón de su poder, ni el encuentro de su justificación filosófica. Porque los hombres, por razón de su unidad de origen divino y de su destino eterno, son iguales. Ninguno es fin ni instrumento de otro. Todos somos hijos de Dios, herederos de su gloria y redimidos por Jesucristo, que es lo que da categoría y realce al hombre, a todo hombre.
Por tanto, siempre que se hable de poder, por imperiosa necesidad hay que señalar, con mano segura, un punto de apoyo firme que no sea el hombre y que esté por encima de la persona humana. Hay que remontarse a algo trascendente, que posea categoría de último fin. Habrá que buscarlo en la sagrada Teología, ciencia sublime de Dios, de Dios Luz y de Dios Verdad, según diría San Agustín. (…)
Con firmeza apodíctica, exclama San Pablo: “No hay poder que no venga de Dios”. Y el apóstol reitera, con singular interés, la obligación de obedecer a las autoridades, pensamiento dominante en el cristianismo.
Tan fúlgidas enseñanzas trascendieron a los santos Padres de la Iglesia. Y sabido es que San Agustín tuvo especial destaque entre ellos. Sus escritos fueron guía segura en la antigüedad cristiana, como son ahora, altos hitos en nuestros días. Hasta Santo Tomás se gloriaba de llamarse discípulo suyo. El “doctor angélico” reitera la doctrina de San Pablo sobre el origen divino del poder, y hasta amplía su contenido teologal con nuevos matices de profunda sabiduría política y de valor sociológico permanente.
A Santo Tomás no le basta con la proclamación del origen divino del poder y su obligada obediencia. Es indispensable que el poder que viene de Dios derrame sus benéficas influencia sobre el pueblo, según la mente divina. Porque la autoridad ha de vivir consagrada a la mayor procuración del bienestar social de la comunidad, única razón que justifica su existencia.
“Los que mandan -dice un autor sagrado- tienen el poder de Dios, pero no siempre hacen lo que Dios manda, y el que no hace lo que debe pierde su categoría de delegado de Dios, es un impostor y mucho más”. En nombre de Dios gobernaron los de Israel y llevaron al Calvario a Jesús y lo hicieron morir en una cruz.
Por las páginas de los libros santos pasa la ira del Señor sobre los abusos de los que mandan en nombre de Dios y agobian a los pueblos con terribles injusticias.
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Santo Tomás, en sus “Comentarios sobre las Epístolas” expone con magisterio ejemplar brillantes perspectivas sobre el Derecho político, referido a la soberanía, al exacto cumplimiento de la justicia social y las relaciones de la Iglesia y del Estado: son claros reflejos de las enseñanzas de San Agustín. Y las influencias del célebre obispo de Hipona, sobre los escritos de Santo Tomas, sólo son comparables con la ejercida por la sabiduría de San Isidoro de Sevilla, preclaro autor de las “Etimologías”.
En la autoridad del santo obispo hispalense se refugió el “angélico doctor”. Santo Tomás ha asimilado los conceptos democráticos de pueblo y ley y tantos más, al gran estilo español, con profundo estilo evangélico.
Bastaría citar la famosa sentencia lapidaria de San Isidoro, primer capítulo de las constituciones monárquicas que en el mundo cristiano han sido, para situar a España en cabeza de los demás pueblos europeos, en orden a la ciencia política. Es la forma, única y sustancial, de una nación anti-absolutista, que sólo ha reconocido como soberano eterno a Cristo Rey, y como a su celestial Señora, la siempre Virgen María. Dice así: “Rex erit si recta facis, si autem non facias non erit”. O su equivalente, en forma de proverbio: “Rey serás si fecieres derecho, si no lo fecieres, non serás rey”. Y el Derecho es el orden de los justos: el “sui cuique”de los romanos: “A cada uno lo suyo”.
Sabia y profunda declaración, iluminada por el Derecho público cristiano, peculiar del alto sentido, ético y jurídico del pueblo español.
Y todavía señala un más elevado exponente de la participación del pueblo en la vida política aquella otra máxima feliz, reguladora de la potestad habitual en la elección del príncipe: “Nosotros, que cada uno es tanto como vos y que juntos valemos más que vos, os nombramos por nuestro rey y señor”.
Vivo y permanente testimonio del nombramiento del rey, según la normativa del Derecho público cristiano: Dios, autor y origen del poder, comunica a la sociedad política la potestad habitual para elegir el jefe que la ha de gobernar, según Dios y según Fuero. El pueblo y el rey quedan vinculados por una corriente recíproca de amor del soberano a su pueblo y del pueblo al soberano, iluminados, uno y otro, por la Soberanía de Dios, de la que ambos dependen: el pueblo y el rey, el rey y el pueblo.
El proceso es claro como la luz del día: el pueblo recibe la potestad de gobernarse del Supremo Hacedor. Se la comunica al rey. El rey no es Vicario de Dios, sino del pueblo o nación, a diferencia del Papa, que es Vicario de Cristo y no de la Iglesia. La figura señera y mayestática del rey depende colectivamente del pueblo o nación. No es superior a él, sino a cada uno de los componentes de la comunidad nacional, según el pensamiento de las grandes figuras históricas del catolicismo nacional de nuestro Siglo de Oro, que rayaron en la ciencia del Derecho político a una altura a la que no llegaron los que vinieron después.
Habían de aparecer en la escena nacional los tiempos inciertos que hoy vivimos; de importación democrática, del revuelto cajón de sastre de la Europa socialista, del marxismo y del comunismo internacional y ateo, con la cabalgata de terroristas, huelgas revolucionarias, ataques esenciales para la vida de los pueblos…
Hoy por hoy (1977), la democracia europea padece una grave crisis, víctima de sus propios pecados. Allí, como en España, hay que descuajar y separar de ellas el oro cristiano que todavía atesoran, el saber equivocado que se les ha ido añadiendo con los delirios de Rousseau a los que han seguido la anarquía del liberalismo, del que decía Ortega que era “un vaso inane”, “un continente sin contenido”, y después se han sumado las violencias del socialismo, con su peculiar plaga de errores de toda clase, que ponen en grave peligro el desarrollo de la cristiana civilización y hasta su propia existencia.
Por fortuna, en España, nada tenemos que aprender ni imitar de nadie en libertades legítimas, en política y sociología. A los españoles nos basta y nos sobra con el recuerdo honroso de nuestro estupendo pasado, limpio espejo que nos legaron nuestros mayores.
España fue templo de la teología y altar mayor de la mística mundial. Nuestra raza, única en el mundo, florecida de la más rica espiritualidad, fue también, lo es y será, el pueblo más idóneo para el despliegue de los valores divinos y humanos que guarda como en depósito sagrado, el “alma mater” de esta gran nación.
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La Iglesia, en su alta calidad de educadora de pueblos, presenta ante la humanidad pecadora el candelabro de oro fino de su inmensa riqueza doctrinal, ungido con el óleo sagrado de la inmensa santidad que atesora, que es la santidad de Jesús, que es la misma santidad de Dios.
Digamos que el Derecho público cristiano, en conjunción feliz con la espiritualidad de nuestra legislación histórica, nos dan la hermosa fórmula de la soberanía social que, en concreto, es la señalada por el dedo invisible de Dios, del que los hombres, siervos suyos, desde el más encumbrado hasta el más humilde, vienen obligados a la fiel observancia de sus preceptos.
Este ingente y maravillosa soberanía social ocupa un plano superior a las dos soberanías relativas: la habitual del pueblo y la rectora del príncipe o rey. Porque, bajo la mirada misericorde y justiciera de Dios, abarca la protección de todos los derechos inalienables del hombre y de la comunidad a ser bien gobernados.
La verdadera soberanía no es ni la cesarista ni la popular, desbordadas. Contra ambas, la Iglesia católica viene luchando desde su aparición en la Historia. La total soberanía es la de los fines sociales del hombre, de todo hombre, la soberanía de la paz y de la razón y de la justicia, la soberanía de la dignidad del trabajo y del trabajador, la soberanía del bienestar social del pueblo, la soberanía del perfeccionamiento humano, en su caminar incesante hacia la tierra prometida… Es decir, la soberanía de Dios en las instituciones jurídicas, culturales, humanas y divinas, en sus planes sobre los hombres y de sus eternos designios sobre el mundo.
Muy por encima del pueblo y de sus gobiernos existe una zona, sagrada e intangible, a todo gobernante: contra el Decálogo; frente al Evangelio; contra la familia y el individuo; contra los atributos esenciales del hombre y de la sociedad; contra el sagrado de la Patria, contra el bienestar general…, nada pueden jurídicamente el Estado ni esa democracia bullanguera y anarquizante. Ni los piquetes y comandos socialistas; ni las huelgas revolucionarias, que van contra el bien común y arruinan los pueblos, impulsándonos a la desesperación, fin primario, para el logro del triunfo, del marxismo y de su ejecutor el comunismo. En los pueblos libres no todo es del César ni de la revolución. Hay mucho que es de Dios, que hay que respetar como algo sagrado. (…)
Son, toda la filosofía y la ética, de ahora y de siempre, del socialismo, del marxismo, del comunismo internacional y ateo, eternas, enemigas de la España nacional.
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